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No he tenido tiempo para escribir en este diario desde hace días… Casi me resultó imposible disponerlo todo para el viaje. Habría sido totalmente imposible a no ser porque la mayoría de los preparativos —todas las inoculaciones terrestres especiales y las fotografías, pasaportes, etc.— estaban hechos desde antes que nos atacara la «gran tragedia». Mamá salió de su limbo atávico y me ayudó muchísimo. Incluso permitió que uno de los trillizos llorara unos minutos antes que dejar a medio terminar mi equipaje.
No sé cómo Clark se preparó ni si tenía alguna disposición que tomar. Seguía deslizándose sigilosamente de un lado a otro y, si se molestaba en hacerlo, contestaba con un gruñido. Tampoco el tío Tom parecía encontrarlo difícil. Sólo le vi un par de veces en aquellos diez días tan frenéticos —una de ellas para que me prestara parte de su concesión de peso de equipaje, cosa que hizo, ¡qué encanto de tío!— y en ambas ocasiones tuve que sacarle a rastras de la sala de juego de Club Elks. Le pregunté cómo se las arreglaba para disponerse a un viaje tan importante y tener tiempo todavía para jugar a las cartas.
—No hay problema —contestó—. Ya me he comprado un cepillo de dientes nuevo. ¿Es que hay que hacer algo más?
Le di un abrazo muy fuerte y le dije que era un cielo, y él se rió y me acarició el cabello. Pregunta: ¿Llegaré a sentir alguna vez la misma indiferencia con respecto a los viajes espaciales? Supongo que sí, si he de ser astronauta. Pero papá dice que prepararse para un viaje supone ya la mitad de la diversión… así que tal vez no desee convertirme en un ser tan sofisticado.
El caso es que mamá me entregó sana y salva, con todo mi equipaje y demás montones de documentos —billetes, informes médicos, pasaporte, complejo de identificación universal, asignación y garantía de los tutores, tres clases distintas de moneda, cheques de viaje, certificado de nacimiento y certificado de policertificado de seguridad y no recuerdo qué más, todo ello comprobado— en el aeropuerto de lanzamiento de la ciudad. Yo llevaba en la mano un paquete con todas aquellas cosas que ya era imposible incluir en el equipaje y un sombrero en la cabeza y otro en la mano. Aparte de esto, todo iba bien.
(No sé qué se hizo de ese segundo sombrero. No comprendo por qué, pero jamás llegó a bordo. Sin embargo, no lo he echado de menos).
La despedida en el aeropuerto fue de lo más lacrimoso y apasionante. No sólo por papá y mamá, cosa que era de esperar —cuando papá me abrazó fuertemente lo rodeé con ambos brazos y, por un terrible segundo, deseé no separarme de ellos—, sino también porque aparecieron allí unos treinta compañeros de clase (y eso era algo totalmente inesperado) sosteniendo en alto una pancarta que decía: BON VOYAGE, PODKAYNE.
Me dieron tantísimos besos que hubiésemos podido iniciar una epidemia de grandes proporciones si alguno de ellos llega a tener una enfermedad. Me besaron incluso muchachos que jamás lo habían intentado en el pasado —y les aseguro que no es completamente imposible besarme, si se enfoca el asunto con confianza y elegancia, ya que opino que conviene permitir el desarrollo normal de los instintos, aparte del de la inteligencia.
El corpiño que papá me había obsequiado para el viaje se arrugó todo y ni siquiera lo advertí hasta que estuvimos a bordo del transbordador. Supongo que fue en ese momento cuando perdí aquel sombrero, pero nunca lo sabré, y habría perdido también la bolsa de mano si tío Tom no la hubiera rescatado. Había fotógrafos a nuestro alrededor, pero no por mí, sino por tío Tom. De pronto todos tuvimos que subir al transbordador sin perder momento, porque una nave no puede esperar: ha de salir disparada en el microsegundo exacto aun cuando Deimos se mueve mucho más lentamente que Fobos. Un reportero del «War Whoop» seguía intentando conseguir una declaración del tío Tom acerca de la inminente conferencia de los Tres Planetas, pero él se señaló la garganta y susurró: «Laringitis». Y entonces nos vimos a bordo, justo antes de que cerraran la compuerta.
Debe de haber sido el caso de laringitis más corto de la historia. La voz del tío Tom había estado perfectamente hasta que llegáramos al aeropuerto y estuvo perfectamente de nuevo en cuanto subimos a la nave.
Un viaje espacial es exactamente igual a otro, tanto si es a Fobos como a Deimos. Sin embargo, aquel primer ¡uuuuh! tremendo de la aceleración resulta emocionante y uno se hunde en el asiento con tal presión que no puede ni respirar, mucho menos moverse… y la caída libre, o pérdida de gravedad, resulta siempre extraña y desconcertante y altera bastante el estómago aunque uno no sea susceptible a las náuseas, como, afortunadamente, es mi caso.
Estar en Deimos equivale a estar en caída libre, ya que ni Deimos ni Fobos tienen la suficiente gravitación de superficie como para que se advierta. Nos pusieron sandalias a presión antes de sacarnos de la nave, a fin de que pudiéramos caminar, como hacen en Fobos. Sin embargo Deimos es distinto de Fobos por razones que no tienen nada que ver con los fenómenos naturales. Fobos es parte de Marte; no existen formalidades de ninguna clase para poder visitarlo. Lo único que se requiere es el billete, un día libre, y el deseo de ir de picnic por el espacio.
Pero Deimos es un puerto franco, consignado a perpetuidad a la autoridad del Tratado de los Tres Planetas. Un criminal famoso cuya cabeza esté puesta a precio en Marsópolis podría cambiar allí de nave incluso ante los propios ojos de nuestra policía y ésta no tendría derecho a ponerle las manos encima. En cambio nos veríamos obligados a iniciar una actuación complicadísima ante el Tribunal Supremo Interplanetario en Luna, ganar prácticamente el caso contrarreloj y, aparte de eso, demostrar que su crimen lo era en verdad según las reglas de los tres planetas, y no de acuerdo únicamente con nuestras propias leyes. Aun así todo lo que podríamos hacer sería pedir a los procuradores que arrestaran al hombre, si es que aún andaba por allí, cosa que no parece posible.
En teoría yo ya sabía todo esto porque figuraba en media página de nuestro libro escolar: Elementos esenciales del gobierno de Marte, en la sección denominada «Extraterritorialidad». Pero ahora tuve mucho tiempo para pensar en ello porque, en cuanto salimos del transbordador, nos vimos encerrados en una habitación falsamente llamada la «Sala de la Hospitalidad», esperamos hasta que estuvieron dispuestos a «procesarnos». Todo un muro de la habitación era de cristal y podían verse muchísimas personas corriendo arriba y abajo en el gran salón del otro lado haciendo toda suerte de cosas misteriosas e interesantes. Pero todo lo que estaba en nuestras manos era esperar junto a nuestro equipaje y aburrirnos.
Descubrí que me iba sintiendo más y más furiosa por minutos, desaparecido mi modo de ser tan habitualmente dulce y encantador. ¡Vaya, este lugar había sido construido por mi madre y aquí estaba yo encerrada como un ratoncito en un laboratorio de biología!
(Bueno, admito que no es absolutamente cierto que mi madre, construyera Deimos; eso lo hicieron los marcianos a partir un asteroide perdido con el que tropezaron por casualidad. Pero hace muchos millones de años que se cansaron de los viajes espaciales y dedicaron todo su tiempo a tratar de averiguar el porqué y el cómo de lo inescrutable, de modo que, cuando mi madre se hizo cargo del trabajo, Deimos estaba casi perdido, tuvo que empezar desde la misma base y reconstruirlo por completo).
En cualquier caso, lo cierto era que todo cuanto yo podía ver a través de aquel muro transparente era producto de la capacidad creativa e imaginativa y de la labor de ingeniería constructiva de mi madre. Me fui encolerizando más y más. Clark estaba en un rincón hablando en secreto con algún desconocido, al menos desconocido para mí. Prescindiendo de su disposición antisocial, vayamos donde vayamos Clark siempre parece conocer a todo el mundo, o saber de alguien que conoce a alguien. A veces me pregunto si formará parte de alguna vasta sociedad secreta y clandestina; tiene amigos muy poco recomendables y los trae a casa.
Sin embargo, Clark resulta ser una persona muy satisfactoria con quien compartir esos sentimientos de rabia, ya que, si no esta ocupado, siempre se halla dispuesto a ayudarte a odiar todo ello que es odioso, e incluso saca a relucir las razones de por qué una situación es todavía mucho más injusta y vil de lo tú creías. Pero estaba ocupado, lo que sólo me dejaba a tío Tom. De modo que le expliqué con gran amargura lo muy ultrajante que resultaba vernos enjaulados allí como animales siendo ciudadanos libres de Marte y en una de sus propias lunas, sencillamente porque había un aviso que decía: POR ORDEN DE LA AUTORIDAD DEL TRATADO DE LOS TRES PLANETAS, LOS PASAJEROS DEBEN ESPERAR HASTA QUE SE LES LLAME.
—¡Política! —exclamé amargamente—. Creo que yo podría hacerlo mucho mejor.
—Seguro que sí —asintió con gravedad—; pero, Flicka, es que tú no lo entiendes.
—¡Lo entiendo demasiado bien!
—No, cariño. Lo único que entiendes es que no existen razones justas para que no puedas cruzar directamente esa puerta y divertirte haciendo compras hasta que sea la hora de subir al «Tricornio». Y tienes razón en eso, ya que no hay ninguna necesidad de que estés encerrada aquí cuando podrías estar adquiriendo objetos libres de impuestos, sintiéndote feliz de pagarlos más caros aunque los creyeras más baratos. Por eso dices «¡Política!» como si fuera una palabrota y crees que con eso se arregla todo. —Suspiró—. Pero es que no entiendes. La política no es mala; la política es la consecución más espléndida de la raza humana. Cuando la política es buena, es maravillosa; y cuando la política es mala… bien, todavía sigue siendo algo estupendo.
—Creo que no lo entiendo —dije lentamente.
—Piensa en ello. Política no es más que un nombre para el modo en que nosotros hacemos las cosas… sin luchar. Los políticos hacemos cambalaches y aceptamos compromisos y todo el mundo piensa que hemos sido injustos; pero en cierto modo, y tras un sinnúmero de conversaciones aburridas, descubrimos algún medio justo de hacer las cosas sin que nadie resulte con la cabeza rota. Eso es política. De otra manera, el único sistema de zanjar una discusión consiste en destrozar unas cuantas cabezas. Eso es lo que sucede cuando una o ambas partes se niegan a aceptar el compromiso. Por eso digo que la política es buena aun cuando sea mala. Porque la única alternativa es la fuerza, y entonces siempre resulta alguien herido.
—Bueno, me parece gracioso que hable así un veterano de la Revolución. Por lo que he oído decir, fuiste uno de los sanguinarios que iniciaron el tiroteo. Al menos eso dice papá.
Tío Tom sonrió.
—Lo que hice fue escurrir el bulto. Si los intentos de arreglo no resultan, entonces hay que luchar. A veces tal vez haga falta que un hombre sea herido para que aprecie en toda su extensión la conveniencia de llegar a un compromiso político antes de dejarse volar la tapa de los sesos. —Frunció el ceño y de pronto pareció muy viejo—. Cuándo hablar y cuándo pelear… De todas las decisiones de esta vida, ésta es la más difícil de tomar con prudencia. —Luego sonrió y los años desaparecieron—. La humanidad no inventó la lucha. Ésta ya existía antes de que llegáramos nosotros. Pero sí inventamos la política. Piensa en esto, cariño: El homo sapiens es el más cruel, el más malvado, el más depredador y, desde luego, el más letal de todos los animales del sistema solar. ¡Y sin embargo inventó la política! Descubrió el modo de salir adelante con el bienestar suficiente para que no nos viéramos obligados a matarnos de continuo. Por eso no quiero volver a oírte pronunciar la palabra «política» como si fuera una obscenidad.
—Lo lamento, tío Tom —dije humildemente.
—Eres muy graciosa. Pero si dejaras que esa idea se apoderase de ti durante veinte o treinta años tal vez llegaras a… ¡Oh, oh! Ahí tienes a tu villano, niña, el burócrata designado por la política y que te ha retenido tan injustamente todo este tiempo. Sácale los ojos, demuéstrale lo que opinas de sus estúpidas reglas.
Contesté a sus palabras con un silencio digno. Es difícil saber cuándo tío Tom habla en serio, porque le gusta tomarme el pelo y hace de mí lo que quiere. El procurador de los Tres Planetas que él mencionara había abierto la puerta de nuestra prisión y nos miraba exactamente como lo haría el guardián del zoo que inspecciona la limpieza de una jaula.
—¡Pasaportes! —gritó—. Pasaportes diplomáticos primero. —Cuando se fijó en el tío Tom preguntó—: ¿Senador?
Este agitó la cabeza.
—Soy un turista, gracias.
—Como diga, señor. En fila, por favor; en orden alfabético inverso.
Esta disposición nos dejó casi al final de la cola. A esto siguió una escalofriante demora de dos horas: pasaportes, certificado de salud, inspección del equipaje… La República de Marte no cobra derechos sobre lo que se exporta; sin embargo, hay toda una larga lista de objetos que no se pueden sacar sin permiso, como antiguos artefactos marcianos —los primeros exploradores hicieron todo lo posible por saquear este lugar y algunos de los tesoros más inapreciables se encuentran en el Museo Británico o en el Kremlin. He oído los rabiosos comentarios de mi padre—, productos que no pueden exportarse bajo ninguna circunstancia, tales como ciertos narcóticos y artefactos como pistolas y otras armas, que sólo pueden llevarse a bordo de una nave si se entregaban a la custodia del sobrecargo.
Clark fue sometido a inspección por su conducta extraña, algo típico en él. Nos habían entregado a todos unos ejemplares de la larga lista de cosas que no debíamos llevar en el equipaje, una lista fascinante. Nunca hubiera imaginado que existieran tantas cosas ilegales, inmorales o letales. Cuando la cansada familia Fries llegó al mostrador, el inspector pronunció esta frase como si toda ella fuera una sola palabra: «¿Algo-que-declarar?». Era un ciudadano de Marte y cuando alzó la vista reconoció a tío Tom.
—¡Oh! ¿Qué tal está, senador? Muy honrados de tenerle entre nosotros. Bien, supongo que no necesito perder el tiempo con su equipaje. ¿Estos dos jovencitos van con usted?
—Mejor será que registre mi maleta —le aconsejó tío Tom—. Estoy pasando armas de contrabando a un planeta ajeno a la Legión. En cuanto a los niños, son mis sobrinos. Pero no respondo por ellos, los dos son elementos subversivos. Especialmente la niña. Se sentía ardientemente revolucionaria mientras esperábamos.
El inspector sonrió y dijo:
—Supongo que podemos permitirle unas cuantas armas, senador…, al fin y al cabo sabe cómo utilizarlas. Bien, ¿y vosotros, chicos? ¿Algo que declarar?
Cuando me aprestaba a denegar con frialdad calculada, Clark exclamó:
—¡Claro! Dos kilos de polvo de la felicidad. ¿Y a quién le importa? Ya lo pagué. Y no voy a dejar que me lo robe un puñado de burócratas.
Hablaba con el tono más insolente de que es capaz, y la expresión de su rostro pedía a voces una buena bofetada.
Eso fue lo que lo estropeó todo. El inspector se hallaba a punto de echar una ojeada a una de mis maletas, una inspección puramente formal, creo, cuando el estúpido de mi hermano vino a trastornar las cosas deliberadamente. A la simple mención del polvo de la felicidad, cuatro inspectores más se acercaron a nosotros. A juzgar por su acento, dos eran venusianos, y los otros dos podían haber sido terrestres.
Naturalmente, el polvo de la felicidad no tiene importancia para los ciudadanos de Marte. Éstos lo utilizan, siempre lo han utilizado, y para ellos supone lo mismo que el tabaco para los humanos, al parecer sin efectos dañinos. Qué obtienen de ello, no lo sé. Algunos criminales de otras razas que ahora viven entre nosotros han cogido el hábito de los ciudadanos de Marte, pero en clase de botánica experimentamos con el polvo, lo probamos bajo la supervisión de nuestro profesor y nadie sintió nada especial por ello. Todo lo que conseguimos fue una especie de sinusitis que desapareció antes de terminar el día. Vamos, que nada de nada.
Pero con los nativos de Venus era radicalmente distinto… cuando pueden conseguirlo. Los transforma en maníacos asesinos y serían capaces de hacer cualquier cosa por obtenerlo. El precio en el mercado negro es elevadísimo, y quien lo posea y distribuya en Venus se arriesga por lo menos a una sentencia de cadena perpetua en las lunas de Saturno.
Todos rodearon a Clark como abejas enfurecidas.
Pero no encontraron lo que buscaban. Poco después, tío Tom habló en voz alta:
—Inspector, ¿puedo hacerle una sugerencia?
—Por supuesto, senador.
—Lamento ver que mi sobrino ha causado un problema. ¿Por qué no lo aparta a un lado, encadenándole, por supuesto, y permite que pasen adelante todas estas buenas gentes?
El inspector parpadeó.
—Creo que es una idea excelente.
—Y le agradecería que nos registrara ahora a mi sobrina y a mí para que no sigamos reteniendo a los demás.
—¡Oh, eso no es necesario! —El inspector selló todas las maletas de mi tío, cerró la mía que había empezado a abrir, y dijo—: No tengo por qué andar revolviendo las delicadas cositas de esta señorita. Pero creo que vamos a coger a este chico tan avispado, a registrarle de pies a cabeza y a pasarle por los rayos equis.
—Hágalo.
Tío Tom y yo avanzamos y cumplimos con las formalidades en otros cuatro o cinco mostradores más: control fiscal, de emigración y reservas, y otras bobadas. Al final llegamos con nuestro equipaje hasta la centrifugadora para comprobar el peso. No tuve oportunidad de comprar nada.
Con gran dolor por mi parte, cuando bajé de aquel tíovivo las cifras demostraron que mi equipaje y yo pesábamos tres kilos más de lo permitido, cosa que me pareció imposible. No había desayunado más de lo habitual, —menos en realidad— y no había bebido ni agua siquiera, porque aunque no me mareo cuando viajo en caída libre, beber en esas circunstancias es muy peligroso. El agua puede salirse por la nariz e iniciar una embarazosa reacción en cadena.
Estuve a punto de protestar afirmando que el pesador había hecho girar la centrifugadora a demasiada velocidad, produciendo una errónea lectura de masa, pero se me ocurrió que tal vez no estuvieran del todo correcto los pesos que habíamos utilizado mamá y yo. Me callé.
Tío Tom se limitó a sacar la cartera y preguntó:
—¿Cuánto?
El encargado del peso dijo:
—Mmm… Le pesaremos primero a usted, senador.
El tío Tom dio como resultado dos kilos menos de lo permitido. El pesador se encogió de hombros y dijo:
—Dejémoslo estar, senador. Ha habido otro par de pasajeros que no han dado siquiera el peso permitido. Creo que podemos pasarlo por alto. Si no, le entregaré una nota al sobrecargo. Pero estoy casi seguro que no excedemos el límite.
—Gracias. ¿Cómo dijo que se llamaba usted?
—Milo. Miles M. Milo, Aasvogel Lodge, número setenta y cuatro. Tal vez viera nuestro magnífico equipo en la convención de la Legión hace dos años; yo era el guía del ala izquierda.
—¡Por supuesto que sí!, por supuesto que sí. —Se estrecharon las manos de ese modo secreto que creen que los demás no conocen, y tío Tom añadió—: Bien, gracias, Miles. Ya nos veremos.
—De nada… Tom. No, no se preocupe por su equipaje. —El señor Milo tocó un botón y llamó—: ¡Tricornio! ¡Que venga alguien a toda prisa a recoger el equipaje del senador!
Se me ocurrió, cuando nos detuvimos en el tubo de pasajeros unido a la estación de transferencia para quitarnos las sandalias de presión y colocarnos unos pequeños tacos magnéticos en los zapatos, que no hubiéramos tenido que hacer cola en ningún momento sólo con que tío Tom hubiera estado dispuesto a utilizar los privilegios que, por lo visto, podía exigir sencillamente.
Pero incluso así resulta estupendo viajar con una persona tan importante, aunque sólo sea el tío Tom sobre cuyo estómago solía yo saltar cuando era lo bastante pequeña para esas cosas. Nuestros billetes decían simplemente «primera clase» (estoy segura porque vi los tres), pero nos instalaron en lo que llaman «camarote del propietario», que es en realidad una suite de dormitorios y una sala de estar. Me quedé atónita.
De momento no tuve tiempo de admirarla. Nada más llegar ataron nuestras maletas con correas y luego nos sujetaron también a nosotros a unos asientos fijos contra un muro de la sala. Esa pared debía ser en realidad el suelo pero, en relación al peso que nosotros teníamos en ese instante, se alzaba casi verticalmente. Las sirenas de aviso sonaban ya cuando alguien trajo a Clark y le sujetó también con correas a uno de los divanes. Mi hermano parecía algo confuso, pero aún era capaz de presumir.
—Hola, contrabandista —le saludó tío Tom amablemente—. ¿Te encontraron algo?
—No había nada que encontrar.
—Eso es lo que me figuraba. Confío en que te hayan hecho pasar un mal rato.
—¡Qué va!
Por supuesto no creí esa respuesta de Clark. Me han dicho que el registro personal y a fondo puede ser algo muy desagradable —aun sin hacer nada ilegal— si los inspectores se sienten poco amistosos. Un «mal rato» resultaría beneficioso para el espíritu de Clark, ¡ya lo creo! Pero desde luego él no revelaba en absoluto que la experiencia le hubiera causado la menor incomodidad. Le dije:
—Clark, fue una observación muy estúpida esa que le lanzaste al inspector. Y una mentira también, una mentira idiota e inútil.
—Cállate —dijo secamente—. Si yo paso algo de contrabando su obligación es descubrirlo, que para eso les pagan. ¿Algo que declarar? —remedó burlonamente—. ¡Vaya idiotez! Como si alguien fuera a declarar lo que se propone pasar de matute.
—De todas formas —continué—, si papá te hubiera oído decir…
—Podkayne…
—Dime, tío Tom.
—Cállate. Estamos a punto de salir. Disfrutemos de ello.
—Pero… Está bien, tío.
Hubo una ligera disminución de la presión; luego un impulso repentino, no tan fuerte como aquel impresionante ¡uuuuh! con que arrancáramos de la superficie de Marte, pero que nos habría hecho saltar de los asientos de no haber estado sujetos con correas. No duró mucho. Luego nos sentimos realmente en caída libre por unos momentos y se inició un suave impulso en la misma dirección, impulso que continuó… Al fin, sin que apenas nos percatáramos de ello a no ser por el ligerísimo mareo que producía, la habitación empezó a dar vueltas lentamente.
Durante unos veinte minutos, nuestro peso fue aumentando gradualmente hasta que al fin recuperamos el habitual, en cuyo instante el suelo, que había estado invertido cuando entramos, se situó, casi nivelado, donde debía estar, bajo nuestros pies.
He aquí lo sucedido. El primer impulso de breve duración fue producido por los cohetes de lanzamiento del aeropuerto de Deimos que elevaron el «Tricornio», lo arrojaron al espacio y lo pusieron en órbita. Eso no tenía demasiada importancia porque la atracción entre una nave tan grande como el «Tricornio» y un satélite pequeño como Deimos apenas es lo bastante fuerte para que se advierta. Lo único que importa es conseguir que la masa considerable de la nave quede en libertad.
El segundo impulso suave, el que nos puso en movimiento y ya no desapareció, fue producido por la potencia de la misma nave, una décima de la unidad estándar. El «Tricornio» es una nave de propulsión constante; no tiene por qué perder el tiempo en órbitas económicas y semanas y meses de caída libre. Y va realmente a una gran velocidad porque incluso una décima parte de la unidad supone una fuerza considerable.
Pero una décima de la unidad estándar no es suficiente para que los pasajeros que están habituados a más se sientan cómodos. En cuanto el capitán hubo fijado el curso de la nave empezó a hacerla girar hasta que la fuerza centrífuga y el impulso —en adición vectorial, por supuesto— sumaron exactamente la gravitación de la superficie de Marte, o sea el 37 por 100 de una unidad estándar, en los compartimentos de primera clase.
Pero el suelo no estará del todo nivelado hasta que nos aproximemos a la Tierra, porque el interior de la nave se ha construido de forma que el suelo quede a nivel perfecto cuando el giro y el impulso sumados alcancen la gravedad normal de la Tierra.
Tal vez la explicación no haya quedado demasiado clara. Bueno, tampoco yo lo entendía demasiado bien en el colegio. No podía comprender cómo funcionaba exactamente hasta que tuve la oportunidad de ver los controles utilizados para hacer girar la nave y comprobar cómo se calculaba la fuerza centrífuga. Recuerden tan sólo que el «Tricornio» y las demás naves gemelas, «Triada», «Triángulo» y «Tricolor», son unos cilindros enormes. La impulsión va directamente a lo largo del eje principal; eso es imprescindible. La fuerza centrífuga sale proyectada del eje principal, ¿cómo si no?, y ambas fuerzas se suman para crear la gravedad artificial de la nave en los compartimentos de los pasajeros; pero como una fuerza —la impulsión— se mantiene constante y la otra —el giro de la nave— puede variarse, sólo existe un índice de giro que, sumado al impulso, deje el suelo perfectamente nivelado.
En lo que respecta al «Tricornio», el giro que produce el nivel del suelo y la exacta gravedad terrestre en la parte de los pasajeros es de 5,42 revoluciones por minuto; lo sé porque el capitán me lo dijo… y porque comprobé sus operaciones de aritmética y tenía razón. El suelo de nuestro camarote está a más de treinta metros del eje principal de la nave, por eso queda nivelado.
En cuanto el suelo estuvo bajo nuestros pies y anunciaron el final de la maniobra me solté las correas y me apresuré a salir. Quería echar una rápida ojeada a la nave. Ni siquiera me detuve a deshacer el equipaje.
Desde luego el que invente un buen desodorante para las naves espaciales se hará rico. El mal olor imperante en ellas es algo que nadie deja de advertir. Ciertamente los responsables tratan de evitarlo, lo admito. El aire atraviesa unos precipitantes cada vez que realiza un ciclo. Es lavado, perfumado, se le añade la fracción exacta de ozono, y el nuevo oxígeno que se le inyecta después de destilado el dióxido de carbono es tan puro como la mente de un bebé; no puede ser otra cosa, ya que está recién liberado como un producto secundario de la fotosíntesis de las plantas vivas. El aire es tan puro que ganaría la medalla de la Sociedad para la Supresión de los Malos Pensamientos.
Aparte de esto, buena parte del trabajo de la tripulación está dedicada a limpiar, pulir, lavar, esterilizar… Oh, ya lo creo que lo intentan con todas sus fuerzas.
A pesar de todo, e incluso en una nave de lujo tan nueva y tan cara como el «Tricornio», huele sencillamente a sudor humano y a piel vieja, más lo que podría vagamente definirse como restos orgánicos y residuos desagradables que es mejor olvidar. En una ocasión acompañé a papá el día en que abrieron una tumba marciana y entonces comprendí por qué los xenoarqueólogos siempre tienen a mano máscaras de gas. Pero es que una nave espacial huele incluso peor que esa tumba. Y de nada sirve quejarse al sobrecargo. El hombre se limita a escuchar con aire comprensivo, muy profesional, y envía a un tripulante que rocíe la estancia con un spray que, en mi opinión, no consigue más que atontar la nariz un ratito. Ahora bien, ese aire comprensivo del sobrecargo no es auténtico, puesto que el pobre, sencillamente, ya no nota el mal olor. Ha vivido en esas naves durante años y le es literalmente imposible advertir su tufo inconfundible. Además, él sabe que el aire es puro; los instrumentos de la nave lo demuestran. Ninguno de los profesionales de los viajes por el espacio capta el mal olor, pero tanto el sobrecargo como la tripulación están acostumbrados a que los pasajeros se quejen de esta peste insoportable y con toda amabilidad y simpatía inician todas las maniobras encaminadas a corregir el problema.
De modo que no fui a quejarme. Lo que yo quería es que la nave entera «viniera a comer en mi mano»; y eso no se consigue si desde el primer momento te tachan de quejicosa. Otros novatos sí lo hicieron y desde luego que les comprendí. En realidad empecé a tener ciertas dudas acerca de mis ambiciones de llegar a ser comandante de una nave de exploración.
Con todo, en un par de días me pareció que se las habían arreglado para limpiar un poco la nave y poco después dejé de pensar en ello. Creí comprender por qué la tripulación es incapaz de percibir el mal olor del que se quejan los pasajeros. Simplemente, su sistema nervioso cancela los viejos olores familiares, como un observador espacial cibernético cancela e ignora cualquier objeto cuya órbita prevista ya ha sido previamente programada en la máquina.
Pero el olor sigue allí. Sospecho que se incrusta en el metal y que ya no es posible eliminarlo a menos que se rascara o se fundiera toda la nave. Gracias al cielo, el sistema nervioso humano es infinitamente adaptable.
Sin embargo, mi propio sistema nervioso no parecía demasiado adaptable durante aquel primer recorrido apresurado por el «Tricornio». Menos mal que sólo había tomado un desayuno muy ligero y que había evitado beber nada. El estómago me dio un par de malos ratos, pero me dije con firmeza que ahora estaba ocupada, que tenía demasiadas ganas de examinar la nave y que, desde luego, no iba a ceder a las debilidades propias de la carne.
Bien, el «Tricornio» es precioso, desde luego —exactamente como anuncian los folletos de las agencias de viajes—, a no ser por la peste horrorosa. La sala de baile es magnífica y tan grande que se puede ver cómo se curva el suelo para adaptarse a la nave… sólo que no está curvado cuando se camina por él. Está nivelado también; es la única sala de la nave en la que solivian el suelo para que se adapte perfectamente a cualquier giro de la nave. Hay un bar con un techo que simula el espacio exterior y que se enciende para mostrar un cielo azul y unas nubes blancas en movimiento. Algunos pasajeros viejos estaban ya allí charlando.
El comedor es también fastuoso pero no me pareció muy grande, lo que me recordó los avisos del folleto de viaje acerca del primer y segundo turno. Volví corriendo a nuestro camarote para recordar a tío Tom que debía encargarse de reservar nuestros puestos inmediatamente, antes de que se llenaran las mejores mesas.
No estaba allí. Recorrí todas las habitaciones sin dar con él, pero ¡sí encontré a Clark en la mía y precisamente cerrando una de mis maletas!
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Pegó un salto y luego me miró con aire inocente.
—Sólo trataba de ver si tenías pastillas para el mareo —dijo secamente.
—Bien, pero no registres mis cosas. Sabes cuánto me molesta. —Me acerqué y le toqué la mejilla; no estaba febril—. No tengo ninguna. Pero he visto dónde está el despacho del médico. Si te encuentras mal, te acompañaré allí y él te dará una dosis.
Se apartó a toda prisa:
—No, no. Ya me encuentro mejor.
—Clark Fries, escúchame. Si tu… —Pero no me hizo caso. Se deslizó junto a mí, se metió en su habitación y cerró la puerta. Le oí pasar el cerrojo.
Cerré la maleta que Clark había abierto y al hacerlo observé que se trataba de la maleta que el inspector había estado a punto de registrar cuando mi hermano lanzara aquella estupidez sobre el polvo de la felicidad.
Mi hermanito jamás hace nada sin alguna razón… nada. Sus razones tal vez resulten incomprensibles para los demás —así es, con frecuencia—, pero si uno profundiza lo suficiente siempre descubre que su mente no es una máquina que funcione al azar y que haga las cosas porque sí. Es tan lógica y tan fría como una calculadora.
Ahora comprendí por qué había provocado con sus palabras una revisión a fondo que sólo podía acarrearle molestias innecesarias. Comprendí por qué la centrifugadora me había atribuido inesperadamente tres kilos más de lo permitido. Lo único que no sabía aún era qué había pasado de contrabando a bordo en mi maleta, y por qué lo había hecho.
Interludio.
Bien, Pod, me alegra ver que has vuelto a escribir en tu diario. No solo encuentro divertidísimas tus opiniones femeninas, sino que en ocasiones me facilitas informes muy útiles.
Si puedo hacer algo por ti a cambio, dímelo. ¿Te gustaría que te ayudara un poquito a mejorar tu gramática? Esas frases sin terminar a las que eres tan aficionada indican una mente incompleta. Lo sabes, ¿verdad?
Por ejemplo, consideremos un caso puramente hipotético: un robot de servicio con un sello a toda prueba. Puesto que el sello es realmente invencible, dedicarse a pensar en él sólo puede conducir a la frustración. Pero el análisis completo de la situación te lleva al hecho indudable de que cualquier objeto cúbico o paralelepipédico tiene seis lados y que el sello sólo se aplica a uno de esos seis lados.
Continuando con esta línea de pensamiento se advierte asimismo que, aunque el cubo no pueda moverse sin cortar sus conexiones, el suelo en el que se apoya puede rebajarse hasta cuarenta y ocho centímetros si uno tiene toda la tarde para trabajar a solas.
Si esto no fuera un caso hipotético te sugeriría el uso de un espejo, una luz de hilo extensible, algunas herramientas comunes y una gran cantidad de paciencia.
Esto es lo que a ti te falta, Pod: paciencia.
Espero que esto te dé alguna luz sobre el asunto del polvo de la felicidad, otro caso hipotético, y que tengas la suficiente confianza para venir a mí con tus pequeños problemas.