5
Clark mantuvo constantemente cerrada la puerta de su dormitorio durante los tres primeros días que viajamos en el «Tricornio». Lo sé porque intentaba abrir cada vez que él salía de la suite.
Al cuarto día olvidó sus precauciones. Había salido a hacer un recorrido turístico por la nave con un grupo que visitaría las secciones a las que no suele permitirse la entrada de pasajeros. Presumiblemente ello le ocuparía una hora. A mí no me importó demasiado, porque para entonces ya disponía de mi «servicio de escolta» especial. Tampoco tenía por qué preocuparme por el tío Tom. Claro que él no se había unido al recorrido, eso habría violado sus reglas en contra del ejercicio físico, pero ya se había hecho con algunos compañeros de pinacle y estaría con toda seguridad en la sala de fumadores.
Las cerraduras de las habitaciones no son imposibles de forzar, sobre todo para una chica equipada con una lima de uñas y esto y lo otro, cositas tomadas de la oficina del sobrecargo. Estoy hablando de mí, claro. Pero descubrí que no tenía que forzar la cerradura: por lo visto la llave no había girado del todo. Lancé el convencional suspiro de alivio y calculé que ese feliz accidente me daba por lo menos una ventaja de veinte minutos sobre el horario previsto.
No contaré el registro con todo detalle. Pero sí puedo presumir de que ni el departamento de investigación criminal lo habría hecho de un modo más lógico o más rápido estando limitado, como yo, a usar las manos desnudas por carecer de todo equipo.
Tenía que ser algo prohibido según la lista que nos entregaran en Deimos y yo había conservado y estudiado cuidadosamente mi copia. Tenía que tener una masa ligeramente superior a los tres kilos. Debía ser grande y con una forma y dimensiones tan reveladoras que Clark se había visto forzado a ocultarlo en el equipaje; de otro modo estoy segura que habría intentado pasarlo de contrabando en su propia persona, confiando serenamente en su edad, en su aire de inocencia y en la compañía del tío Tom. De lo contrario jamás habría corrido el riesgo calculado de ocultarlo en mi maleta, pues no podía estar seguro de recuperarlo sin mi conocimiento.
¿Cómo podía predecir con exactitud que yo me iría inmediatamente a dar una vuelta por la nave sin detenerme siquiera a deshacer las maletas? Bueno, el caso es que acertó, aunque a mí se me ocurriera de repente. Hube de admitir, aun a pesar mío, que Clark es capaz de adivinar lo que voy a hacer casi con toda seguridad. No hay que subestimarlo como enemigo. Sin embargo, por seguro que estuviera de sí mismo, aquello seguía siendo para él un «riesgo calculado».
Resumiendo: grande, bastante pesado, prohibido… Pero aún ignoraba que aspecto tendría y había de dar por sentado que cualquier cosa que cumpliera los dos primeros requisitos estaría disimulado hasta parecer algo inocente.
Así pues, a trabajar.
Diez minutos más tarde comprendí que debía estar en una de sus tres maletas, lugar que yo había dejado a propósito para el final por parecerme el más improbable. El camarote de una nave espacial tiene muchos sitios aptos para esconder cosas: cajones, piezas desmontables, etc., pero yo había practicado con sumo cuidado en mi propia habitación y sabía qué lugares valía la pena abrir, cuáles no podían abrirse sin las herramientas adecuadas y cuáles era mejor no tocar so pena de dejar señales indudables de haberlos manipulado. Comprobé, pues, aquéllos a toda velocidad, felicitando en mi interior a Clark por su sentido común al no utilizar unos escondites tan obvios.
Registré después todo aquello a lo que tenía fácil acceso —los objetos a la vista, el armario abierto, etc.—, utilizando la técnica clásica de La carta robada, es decir, sin suponer nunca que un libro es sólo un libro porque así lo parece, ni que una chaqueta en la percha es sólo eso y nada más.
Cero, negativo, nada. Así que me dispuse al fin a meterme con las maletas, observando primero cuidadosamente cómo estaban colocadas y en qué orden.
La primera estaba vacía. ¡Oh!, podría haber manipulado el forro desde luego, pero la maleta no resultaba más pesada de lo normal y ningún doble fondo habría podido contener nada lo bastante grande para ajustarse a las especificaciones.
La segunda, lo mismo; y también, al parecer, la tercera, hasta que encontré un sobre en un bolsillo lateral. ¡Oh!, nada pesado, ni lo bastante grande; sólo un sobre corriente de cartas… Sin embargo, lo examiné. ¡E inmediatamente me puse furiosa!
En el sobre estaba escrito:
SEÑORITA PODKAYNE FRIES
Pasajera en el S. S. Tricornio
Para su entrega a bordo
¡Vaya, el muy fresco! ¡Había estado interceptando mi correo! Cuando con dedos temblorosos de rabia me precipité a rasgar el sobre, descubrí que había sido ya abierto, lo que me enfureció más si cabe. Pero al menos la nota todavía seguía dentro. Temblando de ira la saqué y la leí.
Sólo siete palabras: «Hola, Pod, espiándome otra vez, ya veo», escritas de mano de Clark.
Me quedé helada largo rato mientras me iba poniendo roja como la grana, tragándome el amargo convencimiento de que me habían tomado el pelo a la perfección otra vez.
Sólo tres personas en el mundo son capaces de hacer que me sienta idiota, y Clark es dos de ellas.
Oí que alguien carraspeaba a mi espalda y giré en redondo. Apoyado en el quicio de la puerta estaba mi hermano. Me sonrió y dijo:
—Hola, hermanita. ¿Buscas algo? ¿Necesitas ayuda?
No perdí el tiempo disimulando:
—Clark Fries, ¿qué introdujiste de contrabando en esta nave, y en mi equipaje?
Su expresión era inocente, esa expresión bobalicona y malévola que ha enviado a más de un profesor bien equilibrado al psiquiatra.
—¿De qué diablos hablas, Pod?
—Sabes muy bien de qué estoy hablando. ¡De contrabando!
—¡Oh! —Su rostro se ensanchó en una deliciosa sonrisa—. ¿Te refieres a aquellos dos kilos de polvo de la felicidad? Vamos, hermanita, ¿aún te preocupa eso? ¡Pero si no existieron nunca! No hice más que divertirme un poco tomándole el pelo a aquel inspector tan envarado. Supuse que te lo imaginarías.
—No me refiero a dos kilos de polvo de la felicidad. Hablo de tres kilos al menos de algo más que escondiste en mi maleta.
Parecía preocupado.
—Pod, ¿te encuentras bien?
—¡Oh…, cáscaras! Clark Fries, ¡no me vengas con ésas! ¡Sabes muy bien lo que quiero decir! Cuando me centrifugaron, mis maletas y yo sobrepasábamos la tasa en tres kilos. ¿Bien?
Me miró pensativamente, comprensivamente.
—Ya me había parecido que estabas engordando un poco, pero no quería mencionarlo. Supongo que se debe a esta comida tan rica de la nave, de la que siempre estás atiborrándote. La verdad, Pod, deberías vigilarte un poquito. Después de todo, si una chica deja que se le estropee la figura no le queda mucho más. Eso me han dicho.
Si el sobre hubiera sido un instrumento cortante, le degüello. Escuché un gruñido ronco y comprendí que salía de mis labios. Respiré hondo.
—Bien, ¿dónde está la carta que venía en este sobre?
Pareció sorprendido:
—¿Cómo? Si la tienes ahí, en la mano.
—¿Esto? ¿Es esto lo que había? ¿No había una carta?
—No, sólo esa nota que yo escribí, hermanita. ¿No te gustó? Pensé que era lo más adecuado para la ocasión. Sabía que la encontrarías a la primera oportunidad. —Sonrío—. La próxima vez que quieras meter mano en mis cosas, dímelo y te ayudaré. En ocasiones tengo algún experimento en marcha y podrías resultar herida. Es lo que suele pasar a los que no son muy inteligentes y no miran antes de cruzar. Y no me gustaría que te pasara nada a ti, hermanita.
Ya no quise perder más el tiempo hablando con él. Le empujé a un lado, me fui a mi propio cuarto, me eché en la cama y rompí a llorar.
Luego me levanté y me arreglé la cara con sumo cuidado. Sé muy bien cuándo me han vencido, no necesito que me lo deletreen. Tomé la resolución de no volver a mencionar este asunto a Clark.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Acudir al capitán? Ya le conocía bastante bien y su imaginación sólo alcanza a la próxima predicción balística. ¿Decirle que mi hermano había metido algo de contrabando y que más le valía registrar toda la nave cuidadosamente porque, fuera lo que fuese, no estaba en la habitación de Clark? «No seas tan rematadamente idiota, Poddy», pensé. «En primer lugar, se reiría de ti; en segundo lugar, no te gustaría que cogieran a Clark… ni a mamá ni a papá tampoco».
¿Decírselo a tío Tom? Tal vez se mostrara también incrédulo o, de creerme, acudiera personalmente al capitán con los mismos desastrosos resultados.
Decidí no decirle nada, al menos todavía no. Pero sí mantener bien abiertos los ojos y atentos los oídos y tratar de hallar la respuesta por mí misma.
En cualquier caso no perdí mucho tiempo con las trastadas de Clark (si es que había cometido alguna, me dije con toda honradez). Ahora estaba viajando en mi primera nave realmente espacial —ya en camino, por tanto, de realizar mis ambiciones— y tenía mucho que aprender.
Los folletos de viaje son por lo general sinceros, supongo, pero no dan el cuadro completo.
Por ejemplo, consideremos esta frase del folleto de las Líneas Triángulo: Días románticos en la antigua Marsópolis, la ciudad mas vieja que el tiempo; noches exóticas bajo las hermosas lunas de Marte.
Digámoslo ahora con palabras más normales y corrientes, ¿qué les parece? Marsópolis es mi ciudad natal y la quiero mucho, pero es tan romántica como un bocadillo de pan y mantequilla sin jamón. Los distritos residenciales son nuevos, diseñados en plan funcional, no en plan romántico. En cuanto a las ruinas que quedan fuera de la ciudad (que los marcianos jamás llamaron Marsópolis), muchos intelectuales y eruditos, incluidos mi padre, se han ocupado de que estén totalmente cerradas y vigiladas, de modo que ningún turista vaya a grabar sus iniciales en algo que ya era viejo cuando las hachas de piedra constituían el último grito en lo que a su superarmamento se refiere. Aparte de esto, las ruinas marcianas no son hermosas, ni pintorescas, ni impresionantes a los ojos humanos. El único medio para saber apreciarlas consiste en leer un libro realmente bueno con ilustraciones, diagramas y explicaciones sencillas. Por ejemplo: Otros caminos distintos del nuestro, escrito por mi padre. (Esto es publicidad).
Y hablando de noches exóticas… En Marte, el que no esté bien metidito en su casa después de la puesta del sol —a no ser por pura necesidad— es que está chiflado. Allí hace un frío mortal. Yo he visto Deimos y Fobos de noche únicamente dos veces, en ambas ocasiones sin interés por mi parte, y estaba tan ocupada tratando de no morir congelada que no podía pensar precisamente en las «hermosas lunas».
En lo referente a las naves, este folleto de propaganda es meticulosamente exacto y, a la vez, completamente falso. ¡Oh, el «Tricornio» es un palacio!, eso lo admito. Realmente es un milagro de la ingeniería que algo tan enorme, tan lujoso, tan fantásticamente adaptado a la salud y confort de los seres humanos sea capaz de verse arrojado —perdón por la palabra— al espacio.
Pero, en cuanto a las fotos… Ya saben a las que me refiero: esas a todo color y en relieve en las que aparecen grupos de hermosos jóvenes de ambos sexos charlando o jugando en el salón de fumadores, bailando alegremente en el salón o contemplando «el camarote típico».
Lo del «camarote típico» no es que sea falso, no. Lo único que ocurre sencillamente es que ha sido fotografiado desde cierto ángulo y con determinadas lentes que le hacen parecer al menos dos veces más grande de lo que es. En cuanto a esos jóvenes hermosos y divertidos, desde luego no van en el mismo viaje que yo. Supongo que son modelos profesionales.
En este viaje del «Tricornio» los pasajeros jóvenes y hermosos como los de las fotografías pueden contarse con los pulgares de una mano. El pasajero típico que llevamos es una bisabuela, ciudadana de la Tierra, viuda y rica, que hace su primer viaje al espacio (y probablemente el último, pues no está muy segura de que le guste).
Francamente, no exagero; nuestros pasajeros parecen refugiados de una clínica geriátrica Y no es que yo desdeñe a los viejos, ni a la vejez. Comprendo que es un estado que también yo alcanzaré algún día si sigo inspirando y exhalando las veces suficientes (digamos novecientos millones de veces más, sin contar el ejercicio pesado). La vejez puede ser un estado encantador, y si no miren al tío Tom. Pero no es ninguna consecución meritoria; es algo que le sucede a uno a pesar de si mismo, como caerse por unas escaleras. Y debo añadir que ya me estoy hartando de que se trate a la juventud como si fuera una ofensa digna de castigo.
El pasajero típico del sexo masculino en este viaje es del mismo tipo, sólo que no necesariamente tan numeroso. Difiere de la mujer en que, en vez de mirarme de arriba abajo, se siente inclinado en ocasiones a darme unos golpecitos con aire paternal que yo no encuentro paternal ni me gusta, y que evito en todo lo humanamente posible sin conseguir por ello que dejen de hablar y meterse conmigo.
Supongo que no debería sorprenderme al descubrir que el «Tricornio» es como un asilo de ancianos de superlujo, pero —no me importa admitirlo—, mi experiencia es aún limitada y la verdad es que no conocía ciertos hechos económicos de la vida.
El «Tricornio» es caro. Es muy caro. Clark y yo no podríamos haber viajado jamás en él de no ser porque tío Tom le torció el brazo al doctor Schoenstein en beneficio nuestro. ¡Oh!, supongo que tío Tom puede permitírselo, pues por la edad, si no por temperamento, encaja en la categoría antes definida. Pero papá y mamá se habían propuesto que viajáramos en el «Wanderlust», un barco de carga más económico. Mis padres no son pobres, pero tampoco son ricos, y cuando terminen de criar y educar a cinco niños no es probable que lleguen a serlo en toda su vida.
¿Quién puede permitirse viajar en las naves de lujo? Respuesta: las viudas viejas y ricas, los matrimonios jubilados y ricos, los ejecutivos bien pagados cuyo tiempo es tan valioso que sus corporaciones los envían con gusto por las naves más rápidas, y alguna rara excepción de otro tipo.
Clark y yo somos esa rara excepción. Y sólo hay otra más en la nave: la señorita… bueno, la llamaré señorita Girdie Fitz Snugglie, porque si le diera su verdadero nombre y, por pura casualidad, alguien leyera esto alguna vez, podría reconocerla fácilmente. Yo creo que Girdie es una buena chica y no me importa lo que digan los cotillas de la nave. No se muestra celosa de mí, aunque parece ser que los oficiales jóvenes de la nave eran todos de su propiedad personal hasta que subí a bordo. Yo he recortado un poquito su monopolio pero no es rencorosa; me trata afectuosamente de mujer a mujer y he aprendido bastante de la vida y de los hombres con ella; mucho más de lo que mi madre me enseñó nunca.
(A lo mejor mamá es algo ingenua en lo que se refiere a ciertos temas que Girdie conoce mejor. Una mujer que trabaja como ingeniero y que se empeña en vencer a los hombres en su propio terreno, tal vez haya tenido una vida social bastante limitada, ¿no creen? Debo considerar esto muy en serio porque es posible que tal vez llegue a ocurrirle lo mismo a una piloto espacial, y no es parte de mi plan maestro acabar convertida en una solterona amargada).
Girdie me dobla la edad, poco más o menos, lo que la hace terriblemente joven con respecto al resto de los viajeros, aunque, después de mirarme a mí, tal vez se le vean unas arruguitas en torno a los ojos. Pero esto tiene su contrapartida: tal vez mi aspecto tan infantil haga que ella, más madura, parezca a los hombres una Helena de Troya. Sea como sea, lo cierto es que mi presencia ha venido a aliviar su tensión, pues ahora ya son dos, y no uno solo, los blancos para las murmuraciones.
Y ¡vaya si murmuran! Oí que uno decía de ella: «¡Ha estado en más regazos que una servilleta!». Si es así, espero que se haya divertido.
¡Y esos alegres bailes de la nave, en el inmenso salón! La verdad es ésta: se celebran cada martes y sábado por la noche, cuando la nave está viajando. La música empieza a las ocho y media y la Sociedad de Damas para la Rectitud Moral se sienta alrededor de la pista, como si estuviera en un funeral. El tío Tom siempre está allí como una concesión a mí, muy orgulloso y distinguido con su traje de etiqueta. Yo llevo un vestido de fiesta que no es ya tan infantil como cuando mamá me ayudó a elegirlo gracias a ciertos arreglos peculiares que le he hecho a puerta cerrada. Incluso Clark asiste al baile porque no hay otro sitio al que ir y tiene miedo de perderse algo. Está tan guapo que me siento orgullosa de él, porque tiene que ponerse su «traje de mico», como él dice, o no le dejarían entrar al salón.
Junto al bar se hallan media docena de los oficiales vestidos con el uniforme de gala y con aspecto de sentirse algo incómodos.
El capitán, siguiendo ciertas reglas sólo de él conocidas, selecciona a una de las viudas y la invita a bailar. Dos maridos bailan con sus esposas. El tío Tom me ofrece el brazo y me lleva a la pista. Dos o tres oficiales jóvenes siguen el ejemplo del capitán. Clark se aprovecha de la animación general para entrar a saco en la ponchera.
Pero nadie invita a bailar a Girdie.
Esto no es accidental. El capitán ha dado la orden —lo he comprendido perfectamente merced a mi servicio de espionaje— de que ningún oficial del barco ha de bailar con la señorita Fitz-Snugglie hasta que haya bailado al menos dos piezas con otras señoras. Tampoco yo soy otra de esas «señoras» porque, desde que salimos de Marte, la prohibición se ha ampliado a mí.
Esto debería bastar para que todos se convenzan de que el capitán de una nave es, en realidad, el último de los monarcas absolutos.
Ahora hay seis o siete parejas en la pista y la diversión está en todo su apogeo. Sin embargo, nueve de cada diez sillas están aún ocupadas y se podría circular en bicicleta por la pista sin poner en peligro a los bailarines. Los espectadores parecen aquellas antiguas calceteras de la Revolución francesa. Lo único que falta, y quedaría muy propio, es una guillotina en el espacio vacío del centro de la pista.
Se detiene la música. El tío Tom me devuelve a la silla y saca a bailar a Girdie —como él es cliente que paga al contado el capitán no ha tratado de obligarle a obedecer las reglas. Pero como yo sigo estando prohibida me dirijo al bar, tomo una copa de ponche de manos de Clark, la lleno y digo:
—Vamos, Clark, te dejaré que practiques conmigo.
—¡Qué va, si es un vals!
(Daría lo mismo si se tratara de un fox o de un corrido o de lo que sea; siempre le es imposible).
—Obedéceme o le diré a la señora Grew que quieres bailar con ella, sólo que eres demasiado tímido para pedírselo.
—¡Si lo haces, le pongo la zancadilla! Tropezaré y la haré caer al suelo.
Sin embargo veo que empieza a ablandarse, así que le apremio:
—Mira, encanto, o me llevas a la pista y me das de pisotones un ratito, o me cuidaré mucho de que Girdie no vuelva a bailar contigo.
Eso lo arregla todo. Clark está sufriendo las agonías de su primer amor de adolescente y Girdie es tan amable que le trata de igual a igual y acepta sus atenciones con cálida cortesía. De modo que Clark baila conmigo. En realidad es buen bailarín y solo tengo que dirigirle un poquito. Le encanta bailar, pero odiaría la idea de que alguien —y yo menos que nadie— creyera que le gusta bailar con su hermana. Y no hacemos mala pareja en absoluto, ya que yo soy más bien baja. Mientras tanto, Girdie lo está haciendo estupendamente con tío Tom, lo cual es todo un éxito, dado que tío Tom baila con gran entusiasmo pero sin ritmo. Sin embargo, Girdie es capaz de seguir a cualquiera; si su pareja de baile se rompiera una pierna seguro que ella se rompía la suya en ese mismo instante. Pero la pista se está vaciando ya. Los maridos que bailaron la primera pieza están demasiado cansados para la segunda y nadie ha venido a reemplazarlos.
¡Oh, nos lo pasamos en grande en la nave de lujo «Tricornio»!
Sinceramente, sí pasamos ratos estupendos. A partir del tercer baile, Girdie y yo podemos elegir entre los oficiales de la nave, la mayoría de los cuales bailan muy bien, o por lo menos tienen práctica. A las diez en punto el capitán se va a la cama y poco después las cotillas sueltan la piedra de afilarse la lengua y desaparecen una a una. Hacia la medianoche sólo quedamos Girdie y yo, media docena de los oficiales jóvenes y el sobrecargo, que ya ha cumplido como bueno bailando con todas las señoras y ahora está convencido de que se merece cierta diversión. Y es muy buen bailarín para ser tan viejo.
Generalmente la señora Grew se queda también, pero ella no es ninguna cotilla y siempre se muestra amable con Girdie. Es vieja y gorda, llena de pellejos, arrugas y risitas. No espera que nadie baile con ella pero le gusta mirar y los oficiales que no tienen con quién bailar suelen sentarse a charlar con ella porque es divertida.
Hacia la una tío Tom envía a Clark a decirme que me acueste o que me encerrará. Sé que no lo haría, pero de todas formas me voy a la cama… ¡tengo los pies molidos!
¡Mi bueno y querido «Tricornio»!