10
He sabido que Clark ha estado negociando para venderme (en el mercado negro, por supuesto) a uno de esos concesionarios que envían esposas a los coloniales con contratos en la selva. O eso dicen. Ignoro la verdad, pero hay rumores.
¡Lo que me enfurece es que me ofrezca a un precio absurdamente bajo!
La verdad es que esto me convence de que no se trata más que de un rumor cuidadosamente planeado por el mismo Clark con objeto de enfurecerme porque, aunque no dudo que Clark sería capaz de venderme como esclava, de entregarme por dinero a una vida vergonzosa, si con ello pudiera salir adelante, estoy segura de que sacaría de ese trato infame más dinero que nadie. Eso es irrefutable.
Lo más probable es que esté sufriendo la reacción emocional normal y grave por haberse franqueado y mostrado casi humano conmigo la otra noche, y ha creído necesario contrarrestarlo con este rumor con objeto de volver a situar nuestras relaciones a su estado normal de saludable guerra fría.
Realmente no creo que pudiera llevar a cabo sus propósitos, ni siquiera en el mercado negro, porque no tengo ningún contrato con la Corporación y, aun en el caso de que él falsificara uno, siempre podría yo arreglármelas para enviar un recadito a Dexter, y Clark lo sabe. Girdie me dice que ese mercado negro de las esposas se abastece sobre todo con las chicas cambistas o las empleadas y camareras de los hoteles que no han podido conseguir un marido en Venusberg, donde los hombres escasean, y están dispuestas a cooperar en su venta y verse enviadas allá donde escasean las mujeres con objeto de librarse de sus contratos. A ellas no les importa y la Corporación no se da por enterada del asunto.
La mayoría de las que aceptan ese trabajo son, naturalmente, las solteras inmigrantes, y nada más desembarcar. Los concesionarios pagan su billete y luego les sacan todo el dinero que pueden a las mismas mujeres y a los mineros o rancheros, a quienes las asignan mediante contrato. Y todos contentos.
No es que yo lo entienda. La verdad es que no entiendo nada acerca de este planeta. No hay leyes, sólo reglas de la Corporación. ¿Que uno se quiere casar? Pues busca a alguien que afirme ser sacerdote o predicador y hace que se celebre una ceremonia a su gusto aunque eso no convierte la boda en una situación legal porque no es un contrato con la Corporación. ¿Que quiere el divorcio? Pues hace la maleta y se larga, dejando o no una nota. ¿La ilegitimidad? Jamás han oído hablar de ella. Un bebé es un bebé y la Corporación no dejará que pase necesidad porque ese niño crecerá y podrá trabajar, y Venus ha andado siempre escasa de mano de obra. ¿Poligamia? ¿Poliandria? ¿A quién importa? No a la Corporación, desde luego.
¿Asalto personal? No lo intenten en Venusberg; es la ciudad que cuenta con más policía en todo el sistema. El crimen y la violencia son malos para los negocios. Yo no me arriesgaré sola por ciertos distritos de Marsópolis, por mucho que quiera y defienda a mi ciudad, porque algunos de los viejos criminales y renegados están medio locos y no son del todo responsables. Pero sí puedo circular tranquilamente por todas partes en Venusberg; el único asalto al que hay que temer es el de los supervendedores.
(La selva es otra cuestión. No tanto por la gente en sí sino porque su mismo ambiente es letal, y siempre hay el peligro de encontrarse con un venerio —uno de esos seres extraños y no humanos— que haya tomado un grano de polvo de la felicidad. Hasta esas pequeñas hadas que vuelan por allí se convierten en vampiros sedientos de sangre si aspiran el polvo de la felicidad).
¿Asesinato? Eso sí que es una gravísima violación de las reglas. A quien lo comete se le retiene la paga durante años y años para compensar el poder adquisitivo de la víctima a lo largo de todo el tiempo que hubiera podido trabajar y su valor putativo ante la Corporación, todo ello calculado por actuarios de la compañía que, como es sabido, no tienen corazón, sólo bombas de helio líquido. De modo que si ustedes están pensando matar a alguien en Venus, no lo hagan. Llévenselo con engaño a otro planeta donde el crimen sea una cuestión social y todo lo que harán será ahorcarles o algo así. No hay futuro para el crimen en Venus.
En Venus no hay más que tres clases de personas: los accionistas, los empleados, y todo el resto formado por: empleados de accionistas (la ambición de Girdie), empleados de empresa, conductores de taxi, rancheros, prospectores, algunos tenderos, y, naturalmente, futuros empleados: los niños que van a la escuela. Y hay turistas, claro, pero los turistas no son personas, son más bien como los novillos en un corral de ganado: una partida en el activo que hay que tratar con gran consideración pero sin piedad.
Cualquiera que venga aquí desde otro planeta puede ser turista durante una hora o durante toda su vida… mientras le dure el dinero, claro. Sin visados, sin reglas de ninguna clase, todo el mundo es bien acogido en Venus. Pero hay que tener el billete de regreso que no puede canjear por dinero hasta después de haber firmado un contrato con la Corporación. Y no sé sí ustedes lo harían, pero yo no.
Sin embargo aún sigo sin comprender cómo funciona el sistema. Tío Tom ha sido muy paciente al explicármelo, pero él dice que tampoco lo entiende. Lo denomina «fascismo corporativo», lo que tampoco me aclara nada, y añade que no acaba de decidir si es la peor tiranía que la humanidad ha conocido o la democracia más perfecta de la historia.
Dice que nada aquí es tan malo —en muchos aspectos— como la situación que sufre el 90 por 100 de las personas que viven en la Tierra, y que ni siquiera es inferior en comodidades y nivel de vida a los de muchos en Marte, especialmente los renegados, aunque nosotros jamás dejamos a sabiendas que nadie muera de hambre ni por falta de atención médica.
No lo sé. Ahora comprendo que toda la vida me he limitado a dar por sentado el modo que tenemos de hacer las cosas en Marte. Sí, claro que estudié acerca de los otros sistemas en el colegio, pero no acabé de comprenderlos. Ahora estoy empezando a entender emocionalmente que hay otros estilos muy distintos del nuestro y que la gente puede ser feliz con ellos. Por ejemplo Girdie. Entiendo que no quiera vivir en la Tierra, tal y como ha cambiado la situación para ella. Pero podía haberse quedado en Marte; Girdie es precisamente la clase de inmigrante de clase superior que nosotros acogemos con todo gusto. Sin embargo no le tentó la idea en absoluto.
Esto me ha molestado, porque (como ya habrán supuesto) yo considero que Marte es prácticamente perfecto. Y creo que Girdie es prácticamente perfecta. No obstante ha venido a elegir un lugar tan horrible como Venusberg. Dice que es como un desafío para ella. Y, aparte de eso, tío Tom afirma que tiene muchísima razón. Que Girdie tendrá a Venusberg comiendo de su mano en un tiempo mínimo y que será una accionista en menos que canta un gallo.
Supongo que él está en lo cierto. Me apené muchísimo por Girdie cuando descubrí que estaba arruinada. «Lloraba porque no tenía zapatos hasta que encontré a un hombre que no tenía pies». Una cosa así, quiero decir. Yo nunca he estado arruinada, jamás me ha faltado una comida, nunca me he preocupado por el futuro y, sin embargo, solía sentir pena por mí misma cuando el dinero andaba un poco escaso en casa y no podía tener un nuevo traje de fiesta. Luego descubrí que la acaudalada y elegante señorita Fitz Snugglie —sigo sin utilizar su nombre auténtico, no sería justo— sólo tenía el billete de vuelta a la Tierra y aun para eso había pedido prestado el dinero. Me causó una impresión dolorosísima.
Pero ahora empiezo a comprender que Girdie sí tiene «pies», y que, suceda lo que suceda, siempre aterrizará sana y salva sobre ellos…
En realidad ya ha estado trabajando de cambista dos noches seguidas. Me pidió por favor que me cuidara de que Clark no fuera al casino de don Pedro esas noches. No creo que le importara que él la viera, pero sabe qué caso tan horrible de amor de adolescente siente Clark por ella y es tan dulce y tan buena que no quiso correr el riesgo de empeorarlo o de herirle.
Pero ahora que ya ha progresado un paso y está tomando lecciones para croupier, Clark va allí todas las noches. Sin embargo Girdie no le permite que juegue en su mesa. Le dijo claramente que podía tratarla de dos modos: socialmente o profesionalmente, pero no ambos a la vez, y Clark jamás discute con lo inevitable. Juega en otra mesa y la ronda siempre que le es posible.
¿Creen ustedes que mi hermanito posee poderes psíquicos? Yo sé que no es telépata o me habría cortado el cuello hace tiempo. Pero aún sigue ganando.
Dexter me asegura que todos los juegos son absolutamente honrados y que nadie puede ganar, por lo menos a la larga, porque la casa se lleva su porcentaje pase lo que pase.
—Desde luego que puedes ganar, Poddy —me aseguró—. Un turista vino aquí el año pasado y se llevó con él más de medio millón. Lo pagamos alegremente, le dimos una gran publicidad en toda la Tierra y aun conseguimos beneficios esa misma semana en la que él se había enriquecido. No sospeches ni por un segundo que le estamos dando gusto a tu hermano. Si insiste el tiempo suficiente, no sólo lo recuperaremos todo, sino que nos llevaremos incluso las monedas con que empezó. Si es tan listo como dices, se retirará mientras aún esté ganando. Pero la mayoría de la gente no es tan lista y la Corporación de Venus jamás apuesta más que sobre seguro.
Repito que no lo sé. Pero ya fuera por Girdie o por sus ganancias, el caso es que durante algún tiempo Clark se mostró casi humano conmigo.
Fue la semana pasada, la noche en que conocí a Dexter y Girdie me dijo que me fuera a la cama y la obedecí aun sin poder dormir. Dejé la puerta abierta para oír entrar a Clark, o, si no le oía, llamar por teléfono a alguien y hacer que le trajeran al hotel. (Aunque tío Tom es responsable de nosotros dos, yo debo ocuparme de Clark. Quería que él estuviera en cama antes de que tío Tom se levantara. La costumbre, supongo).
Clark entró sigilosamente en la suite unas dos horas después que yo. Le llamé y entró en mi cuarto. ¡Jamás han visto ustedes un chico de seis años con tanto dinero!
Josie le había acompañado hasta nuestra puerta, me dijo. No me pregunten por qué no había metido el dinero en la caja fuerte del Tannhauser. O sí, pregúntenmelo: creo que quería acariciarlo.
Desde luego deseaba presumir. Fue poniendo su dinero en montoncitos sobre mi cama, contándolo y asegurándose de que yo veía bien cuánto era. Incluso empujó un montón de billetes hacia mí.
—¿Necesitas algo, Poddy? Ni siquiera te cobraré intereses. Hay mucho más de donde ha salido esto.
Me quedé sin aliento. No por el dinero, no lo necesitaba, sino por la oferta. En las ocasiones que Clark me ha prestado dinero contra mi asignación, me ha cobrado exactamente el cien por cien de intereses. Hasta que papá lo supo y nos dio una zurra a los dos.
Así que le di las gracias con toda sinceridad y le abracé. Entonces me preguntó:
—Oye, ¿cuántos años crees que tiene Girdie?
Empecé a comprender su conducta tortuosa.
—Realmente no podría adivinarlo —contesté cuidadosamente. (No necesitaba adivinarlo, lo sabía)—. ¿Por qué no se lo preguntas?
—Ya lo hice. Se limitó a sonreír y me dijo que las mujeres no celebran el cumpleaños.
—Probablemente es una costumbre de la Tierra —le dije, y cambié de tema—: Clark, ¿cómo diablos ganaste tanto dinero?
—No es problema —contestó—. En todos esos juegos unos ganan y otros pierden. Yo sólo procuro estar entre los vencedores.
—Pero ¿cómo?
Sonrió con su peor sonrisa.
—¿Con cuánto dinero empezaste?
De pronto se puso en guardia. Pero aún se mostraba demasiado amable para ser Clark, de modo que insistí.
—Mira, te conozco bien y sé que no disfrutarás del todo a menos que se lo cuentes a alguien. Es mucho más seguro que me lo digas a mí que a nadie más. Porque nunca te he delatado, ¿verdad?
Admitió que eso era cierto dando la callada por respuesta. Cuando era muy pequeño yo solía pegarle de vez en cuando, pero jamás le delaté. Más tarde eso de pegarle ha llegado a ser demasiado peligroso —él puede devolverme los golpes mucho más aprisa de lo que yo puedo darle a él—, pero jamás le he delatado.
—Vamos, habla —le animé—. Soy la única ante la que te atreverás a presumir. ¿Cuánto te pagaron por meter de contrabando en el «Tricornio» aquellos tres kilos en mi equipaje?
Parecía muy satisfecho:
—Lo suficiente.
—De acuerdo, no insistiré. Pero ¿qué fue en realidad lo que pasaste de contrabando? Porque yo no fui capaz de encontrarlo.
—Lo habrías encontrado de no haber estado tan absurdamente ansiosa de explorar la nave. Poddy, tú eres tonta. Ya lo sabes ¿verdad? Eres tan predecible como la ley de la gravedad. Siempre puedo adivinar lo que vas a hacer.
No me dejé llevar por la rabia. Si Clark te ha vencido, te ha vencido y en paz.
—Eso supongo —admití—. ¿Vas a decirme lo que era? Polvo de la felicidad no, supongo.
—¡Oh, no! —repuso, y parecía enojado—. ¿Sabes cuál es aquí el castigo por traer polvo de la felicidad? Te entregan a los nativos que son unos salvajes, eso es lo que hacen, y luego ni siquiera tienen que molestarse en enterrarte.
Temblé y volví al tema.
—¿Vas a decirme…? —Vi cómo vacilaba e insistí—: Juro por san Podkayne que no lo diré.
Éste es mi juramento particular, nadie más lo usaría.
—Es mejor que no —me amenazó—, porque las consecuencias no iban a gustarte.
—¡Por san Podkayne! —repetí ¡y ojalá me hubiera callado!
—De acuerdo —dijo—, pero recuerda lo que juraste: era una bomba.
—¿Una qué?
—¡Oh, no una bomba muy grande! Sólo una cosita de aficionados. Destrucción total en un radio de un kilómetro, nada más. No era una cosa de importancia.
Traté de calmar los latidos de mi corazón.
—Pero ¿por qué una bomba? ¿Y qué hiciste con ella?
Se encogió de hombros.
—Fueron muy idiotas. Me pagaron esta cantidad, ¿ves?, sólo para que pasara de contrabando un paquetito a bordo. Me contaron una sarta de embustes diciendo que era una sorpresa para el capitán y que yo debía entregársela en la fiesta que se celebra la última noche. Envuelto como un regalo y todo. «Hijito», me dijo aquel estúpido, «has de tenerlo bien escondido para que sea una sorpresa para él, ya que esa noche no sólo será la fiesta del capitán, sino también su cumpleaños».
»Ahora bien, hermanita, puedes imaginarte que no iba a tragarme semejante bobada. Si de verdad hubiera sido un regalo de cumpleaños se lo habrían dado al sobrecargo para que lo guardara, no tenían por qué sobornarme. Así que me hice el tonto y empecé a subir el precio. ¡Y los idiotas me pagaron! Se pusieron nerviosísimos cuando vieron que se agotaba el tiempo y que habíamos de pasar por la inspección de pasaportes, y pagaron todo lo que les pedí. De modo que lo metí en tu maleta mientras hablabas con tío Tom y luego me cuidé de que no te la registraran.
»Nada más subir a bordo fui a recuperar el paquete, pero me sorprendió una azafata que vino a rociar los camarotes con un spray. Tuve que actuar a toda prisa, y aún hube de volver después a cerrar tu maleta porque también apareció tío Tom buscando su pipa. Esa primera noche me dediqué a estudiar el «regalito» en la oscuridad… y a estudiarlo a fondo, pues ya tenía una idea de lo que podía ser.
—¿Por qué?
—Vamos, utiliza el cerebro. No te quedes ahí sentada hasta que se te embote de no usarlo. Primero me ofrecen lo que probablemente creen que va a ser mucho dinero para un niño. Cuando lo rechazo empiezan a sudar y suben la cantidad. Yo sigo remoloneando y ellos venga de añadir ceros. Más aún. Ni siquiera se les ocurre eso tan manido de que un tipo con una flor en el ojal subirá en Venus y me dará la contraseña. Luego, lo único que les importa es que el paquete entre en la nave. ¿Qué te dice todo eso? Es pura lógica. —Añadió—: Así que lo abrí y analicé sus partes. Una bomba de tiempo fijada para tres días después de que saliéramos al espacio. ¡Bum!
Temblé pensando en ello.
—¡Qué cosa tan horrible!
—Habría podido ser muy desagradable, sí —admitió—, de haber sido yo tan tonto como ellos creían.
—Pero ¿por qué iba a querer nadie hacer una cosa así?
—No querrían que la nave llegara a Venus.
—Pero ¿por qué?
—Piénsalo bien. Yo ya me lo he imaginado.
—Ya… y ¿qué hiciste con la bomba?
—¡Oh!, me la guardé. Las partes esenciales, claro. Nunca se sabe cuándo se puede necesitar una bomba.
Eso es todo lo que le saqué, y ahora me encuentro atrapada por mi juramento, aunque un número elevadísimo de preguntas quedaron sin respuesta. ¿Hubo realmente una bomba o me dejé engañar por el talento de mi hermano para improvisar explicaciones que oculten la verdad más obvia? Y si la había habido, ¿dónde está ahora? ¿Todavía en el «Tricornio»? ¿Aquí, en esta suite? ¿Como un paquete de aspecto inocente en la caja fuerte del «Tannhauser»? ¿Se la ha entregado a Josie, su guardaespaldas personal? Puede estar en mil sitios de esta gran ciudad. O lo que es aún más probable, tal vez Clark estuviera curioseándolo por el placer de hacerlo, cosa habitual en él a menos que esté ocupado en otra cosa…
No había modo de saberlo. Así que decidí aprovechar al máximo ese «momento de la verdad», si es que en realidad lo era.
—Me alegro muchísimo de que lo descubrieras —dije—. Pero lo mejor que hiciste en la nave fue aquel trabajito de los tintes con la señora García y la señora Royer. Girdie lo admiró mucho también.
—¿Es cierto eso? preguntó ansiosamente.
—Claro que sí. Ahora bien, yo nunca le dije que lo habías hecho tú. Así que puedes decírselo personalmente si quieres.
Sonrió encantado.
—A la vieja y encopetada señora Royer le hice algo más, para rematar la cosa. Le metí un ratón en la cama.
—¡Clark! ¡Es maravilloso! Pero ¿de dónde sacaste un ratón?
—Llegué a un trato con el gato de la nave.
Ojalá tuviera una familia agradable, normal y ligeramente tonta. Sería mucho más cómodo. Sin embargo, reconozco que Clark tiene sus ventajas.
Pero no he tenido demasiado tiempo para preocuparme de los crímenes y fechorías de mi hermano. Venusberg tiene demasiado que ofrecer a una adolescente con cierto gusto, insospechado hasta ahora, por la buena vida. Especialmente Dexter.
Ya no soy como una leprosa, ya puedo ir a cualquier parte, incluso salir de la ciudad, sin tener que llevar esa máscara filtrante que me hace parecer un cerdo con los ojos azules; y el querido Dexter se ha mostrado extraordinariamente ansioso —lo que es muy adulador para mí— de escoltarme a todas partes. Incluso de compras. Tirando el dinero a manos llenas, cualquier chica podría gastarse aquí la deuda nacional sólo en ropas. Pero estoy siendo (casi) sensata y sólo me he gastado la parte del dinero que se me asignó para Venus. Si no me mostrara firme con él, Dexter me compraría cualquier cosa que yo admirara, con sólo levantar un dedo. (Porque él nunca lleva dinero encima, ni siquiera tarjetas de crédito, y hasta da las propinas mediante algún sistema secreto). Pero no le he permitido que me comprara nada más importante que un helado; no tengo intenciones de poner en peligro mi situación por unos vestidos. Un helado de vez en cuando no creo que me comprometa demasiado, y afortunadamente aún no tengo que preocuparme por mi silueta: estoy hueca de pies a cabeza.
Así que, después de un día pesadísimo de tiendas, discutiendo los últimos gustos de la moda, permito que Dexter me lleve a una heladería (tan distinta de la heladería de nuestra plaza, allá en casa, como el «Tricornio» de una nave de juguete). Él se sienta sin apenas tocar nada y me observa asombrado mientras yo como. Primero una fruslería, como un helado de fresa, y luego algo más serio como una copa, creada sin duda por un maestro de arquitectura, compuesta de cremas, jarabes, frutas de importación, nueces, y quizás un par de docenas de bolas de helado con diversos sabores.
(¡Pobre Girdie! Ella ha de hacer dieta como un estilista todo el año. Pregunta: ¿Seré capaz de sacrificarme siempre para mantenerme esbelta y atractiva o engordaré cómodamente como la señora Grew? El eco contestó no, y no me aterra confesarlo).
También he de mostrarme firme con Dexter en otros aspectos, pero de un modo más sutil. Dexter ha resultado ser un maestro de la lógica seductiva y siempre está deseoso de contarme una historia de cama. Pero no me propongo acabar como una doncella seducida, no a mi edad. La tragedia de Romeo y Julieta no es que murieran tan jóvenes, sino que el reflejo «chico-encuentra-chica» fuera tan poderoso como para anular todo sentido común.
Mis reflejos son magníficos, gracias, y mi equilibrio hormonal perfecto. Los avances infructuosos de Dexter me hacen sentir una cálida impresión en el estómago y favorecen mi metabolismo. Tal vez debiera sentirme insultada por sus intenciones con respecto a mí —y probablemente me ofenderían allá en casa—, pero esto es Venusberg, donde la distinción entre una proposición indecente y una petición honorable de matrimonio es puramente mental e incluso un técnico en semántica necesitaría horas de trabajo para llegar a definirla. Por cuanto yo sé, Dexter ya tiene siete esposas en casa, una para cada día de la semana. No se lo he preguntado, ya que por nada del mundo tengo la intención de convertirme en la número ocho.
Hablé de esto con Girdie y le pregunté por qué no me sentía «insultada». ¿Se habrían omitido los circuitos morales en mi cibernética, como indudablemente hicieron con mi hermano Clark?
Girdie sonrió con esa sonrisa dulce y misteriosa que siempre significa que está pensando en algo de lo que no se propone hablar con toda claridad y dijo:
—Poddy, a las muchachas se les enseña a sentirse «insultadas» ante tales proposiciones por su propia protección… Y es una buena idea, tan buena como la de tener siempre a mano un extintor aunque no se espere un incendio. Pero tienes razón: no es un insulto, jamás es un insulto. Es el tributo más honesto al encanto y feminidad de una mujer que el hombre puede ofrecerle. La mayor parte de lo que nos dicen son mentiras corteses, pero en este tema el hombre siempre es sincero. No veo razón alguna para sentirse insultada si el hombre lo dice con cortesía y galantería.
—Tal vez tengas razón, Girdie. Supongo que, en cierto modo, es un cumplido. Pero ¿por qué van siempre los chicos detrás de eso? Por lo menos nueve de cada diez veces.
—Debes mirarlo a la inversa, Poddy. ¿Por qué habrían de perseguir otra cosa? Detrás de cada proposición hay millones de años de lógica. Alégrate de que los pobrecitos hayan aprendido a enfocar el asunto besándote la mano en vez de darte con un palo. Por lo menos algunos de ellos. Eso nos da una mayor libertad de elección a las mujeres de la que jamás tuvimos en la historia. El mundo es hoy de las mujeres, querida… disfrútalo y siéntete agradecida por ello.
Nunca lo había considerado de ese modo. Ahora, después de pensarlo a fondo, todavía me ha enojado más el que a una chica le resulte tan difícil escalar una profesión «masculina» como la de piloto.
He estado pensando mucho sobre esto de hacerme piloto, y tengo mis dudas: ¿Deseo realmente ser un «famoso capitán explorador»? ¿O sería igualmente feliz como miembro de su tripulación?
¡Claro que quiero ir al espacio! Sobre eso no tengo dudas. Mi pequeño viaje desde Marte a Venus me ha convencido de que el espacio es para mí. Preferiría ser azafata de segunda en el «Tricornio» que presidente de la República. La vida es divertida, uno viaja con la casa y los amigos a cuestas mientras visita lugares desconocidos y románticos. Y tal como se están construyendo las naves estelares Davis, esos lugares van a ser más desconocidos y románticos cada año. Y Poddy va a ir sea como sea. He nacido para vagar por el espacio…
Pero no nos engañemos. ¿Quién va a permitir que Poddy sea capitán de una de esas naves multimegamasculinas?
Las oportunidades de Dexter son cien veces superiores a las mías Es tan listo como yo, o casi. Tendrá la mejor educación científica que el dinero pueda comprar (aunque yo siga siendo leal a la Universidad de Ares, sé que es un sitio de mala muerte comparado con el lugar al que él piensa asistir), y también es posible que su papaíto le compre una nave Star Rover. Pero el argumento decisivo es que Dexter me dobla la edad y es varón. Aun omitiendo de la ecuación todo el dinero de su padre, ¿a cuál de los dos van a elegir?
Sin embargo, no todo está perdido. Piensen en Teodora, piensen en Catalina la Grande. Deja que el hombre mande en el trabajo y luego sé tú la que mandes en el hombre. No me opongo al matrimonio. Pero si Dexter quiere casarse (o lo que sea) conmigo, tendrá que seguirme a Marsópolis, donde somos lo bastante anticuados acerca de tales cosas. ¡Nada de la relajación de Venusberg! El matrimonio ha de ser el fin de toda mujer… pero no su final. No considero el matrimonio como una especie de muerte.
Girdie siempre me dice «sé tal como eres». Muy bien. Mírate en un espejo, encanto, y olvídate del «capitán Podkayne Fries», la famosa exploradora, de momento. ¿Qué ves?
Tus caderas están ensanchando un poquito, ¿no, guapa? Ya no hay posibilidad de que te confundan con un muchacho en la penumbra. Podría decirse en verdad que fuimos diseñadas para tener niños. Y tampoco esto te parece una idea demasiado mala, ¿verdad? Especialmente si pudieras tener uno tan encantador como Duncan. La realidad es que todos los niños son bastante encantadores, aunque no sean bonitos.
Esas dieciocho horas terribles durante la tormenta del «Tricornio», ¿no fueron las mejores de toda tu vida? Un bebé es mucho más divertido que las ecuaciones diferenciales.
Cada nave espacial tiene un departamento para niños. De modo que: ¿qué te parece mejor? ¿Estudiar ingeniería y pediatría… y ser jefe del departamento infantil en una nave espacial? ¿O empeñarse en estudiar para piloto y conseguirlo para acabar siendo una mujer piloto que nadie quiere contratar?
Bueno, no es preciso decidirlo ahora.
Estoy impaciente por salir hacia la Tierra. La verdad es que esos lugares de diversión tan relajados de Venusberg llegan a hacerse monótonos para mis gustos definidos (¿o debería decir limitados?). Ya no me queda dinero para hacer compras, si he de hacer algunas en París. Tampoco creo que llegue a aficionarme al juego (ni quiero, porque yo soy de los que pierden, de esos que contribuyen a aumentar las ganancias de Clark), y el ruido y las luces incesantes van a hacer que me salgan arrugas donde ahora tengo pecas. Además, creo que Dexter está empezando a aburrirse un poquito con mi ingenuidad y mi incapacidad de comprender qué es lo que se propone.
Si hay algo que he aprendido sobre los hombres en mis ocho años y medio es que hay que abandonar el asunto antes de aburrirse. Ahora sólo me ilusiona un último encuentro con Dexter, una despedida lacrimosa justo antes de entrar en el tubo de carga del «Tricornio», con un beso tan de persona adulta, tan totalmente apasionado y con una entrega tan total, que le deje pensando todo el resto de su vida que las cosas hubieran podido ser muy diferentes de haber jugado bien sus cartas.
Sólo he estado una vez fuera de la ciudad, en un autobús cerrado y para turistas. Y una vez es más que suficiente. Esta bola de niebla y humedad bien podría devolverse a los nativos, Sólo que ellos no la aceptarían. Dicen que en un momento dado nos señalaron un hada volando, pero yo no vi nada. Sólo niebla.
Es lo único que me interesa, ver un hada, en vuelo o incluso posada. Dexter dice que él conoce toda una colonia que está algo lejos, y quiere mostrármela desde su Rolls. Pero la idea no me apetece demasiado. Se propone conducir personalmente y el coche tiene controles automáticos. Si consigo que Girdie —o incluso Clark— nos acompañen a la excursión, quizá me decida a aceptar.
Pero he aprendido mucho en Venus y no quisiera habérmelo perdido por nada del mundo. Especialmente el arte de dar propinas, lo que hace que me sienta una viajera experimentada. La propina puede ser una molestia, pero no es una cosa tan mala como creemos en Marte; es el lubricante necesario para el servicio perfecto.
Admitámoslo: en Marsópolis el servicio va de lo indiferente a lo terrible y yo, sencillamente, aún no lo había comprendido. Los empleados sólo te atienden cuando les apetece.
¡Todo lo contrario en Venusberg! Sin embargo, no es sólo cuestión de dinero y aquí viene ahora el gran secreto del viaje feliz. No he aprendido mucho portugués y no todos aquí hablan Orto. Pero no es necesario ser políglota si se conoce bien una sala palabra y en tantos idiomas como sea posible: «Gracias».
Lo comprendí en primer lugar con María y María. Yo les decía «oli-gato» unas cien veces al día (aunque la palabra es realmente «o-brigado», suena como «oli-gato» si se dice muy aprisa). Una propina pequeña resulta más elegante y consigue mucho mejor servicio, si va acompañada de un «gracias», que una propina sin decir nada.
Así que he aprendido a dar las gracias en el mayor número posible de idiomas. Siempre trato de decirlo en el de la persona con quien estoy hablando, si es que puedo adivinar su origen, cosa que no resulta difícil. Tampoco importa demasiado la pronunciación; los mozos, empleados y conductores de taxi suelen saber estas palabras en seis o siete idiomas e incluso las adivinan aunque tu acento sea desastroso.
Realmente, aquellas larguísimas listas de sugerencias sobre «cómo triunfar en los viajes» que estudié tan cuidadosamente antes de salir están resultando muy exactas.
El tío Tom está terriblemente preocupado por algo. Parece distraído y, aunque me sonríe si consigo retener su atención (cosa que no es fácil), la sonrisa se borra muy pronto de su rostro y aparece de nuevo el rictus de la preocupación. Tal vez sea por algo que ocurre aquí en Venus y todo se arreglará una vez nos vayamos. ¡Ojalá estuviéramos ya de vuelta en el «Alegre Sombrero de Tres Picos», con la próxima parada en Ciudad Luna!