13
Bien no puedo quejarme de no haber visto hadas. Son tan encantadoras como me habían dicho pero no me importará nada el no volver a verlas.
Lanzándome a la brecha con toda valentía, y enfrentándome a un horrible destino con audacia, pude vencer…
No, no fue así. En absoluto. Lo que hice fue meter la pata. Hasta el fondo. Y ahora estoy aquí, en algún punto de la selva, encerrada en una habitación sin ventanas y que sólo tiene una puerta. Esa puerta no me sirve de mucho, ya que hay un hada posada sobre ella. Es una cosita encantadora y el borde de tono verdoso de su piel parece exactamente el tutú de una bailarina de ballet. Claro que no se parece en lo más mínimo a un ser humano en miniatura y con alas… pero dicen que, cuanto mas las miras, más humanas te parecen. Tiene los ojos parecidos a los de un gato y una sonrisa estereotipada muy bonita.
Yo la llamo Titania, porque soy incapaz de pronunciar su verdadero nombre. Habla algunas palabras de Orto pero no mucho, porque el cerebro de un hada no tiene más que el doble de volumen que el de un gato. En realidad es bastante idiota, parece como si estuviera haciendo oposiciones para que la metieran en un manicomio… y sin estudiar demasiado, además.
La mayor parte del tiempo se limita a estar allí posada meciendo a su bebé, que es del tamaño de un gatito recién nacido y mucho más mono. Yo le llamo Ariel, aunque no estoy segura de su sexo. Tampoco estoy segura del sexo de Titania; dicen que tanto los machos como las hembras se cuidan de alimentar a los bebés, no de amamantarlos, claro, porque no son mamíferos, pero lo que les dan sirve al mismo propósito. Ariel está aprendiendo a volar. Titania lo tira al aire y él planea hasta el suelo, donde se queda mayando lastimeramente hasta que ella se baja a cogerlo y vuela de nuevo a su percha.
Yo dedico casi todo mi tiempo a pensar, poner al día este diario y tratar de convencer a Titania para que me permita tener a Ariel en brazos. (Ya he hecho algunos progresos: ahora me deja que lo recoja del suelo y se lo entregue. El bebé no me tiene ningún miedo).
Puedo andar por toda la habitación y hacer cualquier cosa mientras permanezca un par de metros alejada de la puerta. ¿Adivinan por qué? ¿Se dan por vencidos? Pues porque las hadas tienen dientes y garras muy agudos; son carnívoras. Ya llevo un buen mordisco y dos arañazos profundos en el brazo izquierdo —muy rojos, ensangrentados y sin aspecto de ir mejorando— que lo demuestran.
Por otra parte se muestra muy amistosa… Tampoco físicamente tengo razones para quejarme. Un nativo entra con bastante frecuencia y trae una bandeja de comida realmente buena. Pero yo nunca le miro, ni cuando entra ni cuando sale, porque estos venerios tienen, para empezar, un aspecto demasiado humano y, cuanto más les miras, más se te revuelve el estómago. Sin duda habrán visto fotografías, pero no es lo mismo; en las fotografías no se advierte el olor, ni esa boca abierta y babeante, ni da tampoco la impresión de que esta cosa ha estado muerta mucho tiempo y se la ha hecho vivir mediante artes obscenas o brujería.
Yo le llamo Bobalicón, lo que para él es incluso un cumplido. No dudo de que es un macho. Sólo de pensarlo hace que una chica entre a toda prisa en un convento.
Tomo esas comidas porque estoy segura de que no las ha preparado Bobalicón. Creo saber muy bien quién las guisa. Sería una buena cocinera.
Voy a retroceder un poco en mi historia. Le dije al vendedor del quiosco: «Será mejor que me dé dos porque allá donde voy está muy oscuro», y él me miró dudoso. Se lo repetí.
De pronto me vi sobrevolando la selva en un coche aéreo. ¿Han tratado de volar alguna vez hundidos en la niebla? Eso me despistó. No tengo ni la más ligera idea de dónde estoy, excepto que calculo que son unas dos horas de vuelo desde Venusberg, y que hay una pequeña colonia de hadas cerca. Las vi volando poco antes de aterrizar y estaba tan interesada en ellas que ni siquiera eché una buena mirada a este lugar cuando se detuvo el coche y se abrió la puerta de la casa. Aunque no me hubiera servido de mucho.
Bajé, el coche se elevó en seguida abanicándome con sus aletas y me encontré ante una casa con la puerta abierta desde la que una voz familiar me decía: «¡Poddy! ¡Entra, querida, entra!».
Experimenté un alivio tan repentino que me lancé a sus brazos y la abracé y ella me abrazó también. Era la señora Grew, tan gorda y amistosa como siempre.
Pero de pronto miré a mi alrededor y vi a Clark, sentado en una silla. Me miró, dijo: «¡Idiota!», y apartó la vista. Y luego vi al tío sentado en otra silla. Estaba a punto de correr hacia él con grandes gritos de alegría, cuando los brazos de la señora Grew se tornaron extraordinariamente fuertes y volví a oír su voz que decía con ternura: «No, no, nena, no tan de prisa», sujetándome hasta que alguien (que luego supe era Bobalicón) me inmovilizó no sé cómo, clavándome algo en el cuello.
Así me vi sentada yo también en otra silla muy cómoda (supongo, porque no tenía sensibilidad del cuello para abajo). No me encontraba mal, aparte de un extraño zumbido en los oídos, pero no podía moverme.
El tío recordaba a Lincoln llorando por los muertos en Waterloo. Todavía no había hablado.
La señora Grew dijo alegremente:
—Bueno, ya tenemos aquí reunidita a toda la familia. ¿Está un poco más dispuesto a discutir los asuntos con sentido común, senador?
Tío Tom agitó la cabeza unos milímetros.
Ella insistió:
—¡Oh, vamos! ¡Pero si nosotros queremos que asista a la Conferencia! Sólo deseamos que asista a ella con la mentalidad adecuada. Si no llegamos a un acuerdo… bien, no creo que sea posible permitir que les encuentren de nuevo, ¿verdad? Y eso sería una pena, especialmente por los niños.
—¡Váyase al cuerno! —le espetó tío Tom.
—¡Oh, estoy segura de que no habla en serio!
—¡Pues claro que sí! —gritó agudamente Clark—. ¡Es usted una obscenidad ilegal! ¡Y por mí se puede ir a la mierda!
Comprendí que estaba realmente furioso, porque Clark desprecia las palabras groseras, ya que dice que denotan una mente inferior.
La señora Grew miró plácidamente, incluso tiernamente, a Clark. Luego llamó de nuevo a Bobalicón.
—Llévatelo fuera y consérvalo consciente hasta que muera.
Bobalicón levantó a Clark y se lo llevó. Pero mi hermano tuvo la última palabra:
—¡Y además de todo eso —gritó—, usted hace trampas en los solitarios! ¡Yo lo vi!
Por un segundo la señora Grew pareció realmente enojada. Luego su rostro retornó a la amable expresión habitual y dijo a mi tío:
—Ahora que ya tengo a los dos niños creo que puedo permitirme el lujo de matar a uno de ellos. Especialmente ya que usted le tiene tanto cariño a Poddy. Demasiado cariño, dirían algunos. Los psiquiatras, quiero decir.
Medité en sus palabras y decidí que, si salía de ésta, haría una estera con su pellejo y se la regalaría a mi tío.
Éste no le hizo el menor caso. De pronto se escuchó un sonido horrísono, choque de metal contra metal. La señora Grew sonrió.
—Es un método bárbaro, pero funciona. Se trata de lo que utilizaban como calentador de agua cuando esto era un rancho. Por desgracia, no es lo bastante grande para que puedan sentarse en su interior… aunque un muchachito tan grosero no puede esperar que se le trate con cortesía. Ese sonido que oyen lo produce un trozo de cañería golpeando la parte exterior del recipiente. —Se quedó pensativa unos instantes—. No sé si podremos hablar de lo que nos interesa con ese escándalo. Creo que voy a ordenar que se lleven el tanque más lejos… aunque tal vez nuestra conversación fuera mucho más rápida si lo tuviéramos más cerca y ustedes pudieran oír también los gritos que da el niño en el interior. ¿Qué opina, senador?
Le interrumpí:
—¿Señora Grew?
—¿Sí, querida? Lo siento, Poddy, pero ahora estoy muy ocupada. Más tarde tomaremos juntas una tacita de té. En cuanto a esto, senador…
—Señora Grew, usted no conoce bien a mi tío. Jamás le sacará nada de este modo.
—Creo que exageras, nena. Lo crees así porque quieres creerlo.
—No, no, ¡no! Usted no tiene la menor oportunidad de conseguir que mi tío Tom haga nada contra Marte. Pero si le hace daño a Clark, o a mí, todavía se mostrará más terco. Sí, claro que me quiere a mí, y a Clark también. Pero si trata de vencer su terquedad haciéndonos daño a uno de los dos, está perdiendo el tiempo.
Hablaba rápidamente y con toda la sinceridad que podía. Me parecía oír los gritos de Clark. No era posible, supongo, con aquel ruido infernal. Pero en una ocasión, cuando era un bebé, se cayó en una papelera y estuvo chillando horriblemente hasta que yo le rescaté. Supongo que eso era lo que yo oía en mi mente.
La señora Grew sonrió con amabilidad.
—Poddy, querida, no eres más que una niña y te han llenado la cabeza de tonterías. El senador va a hacer exactamente lo que yo quiera.
—¡No si mata a Clark! ¡No lo hará!
—Cállate, y déjame que te lo explique o habré de darte un par de bofetadas para que te calles. Poddy, yo no voy a matar a tu hermano…
—¡Pero usted dijo…!
—¡Que te calles! Ese nativo que se llevó a tu hermano no entendió lo que dije; apenas conoce el Orto más elemental, unas cuantas palabras, ni siquiera una frase completa. Dije lo que dije en beneficio de tu hermano para que, cuando vuelvan a traerlo, siga gimiendo y pidiéndole a tu tío que haga todo lo que yo le mande… —Sonrió calurosamente—. Una de las estupideces que te han enseñado por lo visto es que el patriotismo y otras majaderías semejantes anulan los propios intereses de cualquier individuo. Créeme, no temo en absoluto que un viejo zorro político como tu tío apoye esos conceptos abstractos y estúpidos. Lo que sí le preocupa es su propia ruina política en el caso de que haga lo que yo quiero. Cosa que hará, ¿eh, senador?
—Señora —contestó el tío Tom con voz tensa—, me parece totalmente inútil continuar esta conversación.
—A mí también. Por eso no hablaremos usted y yo. Pero sí puede escuchar mientras se lo explico a Poddy. Querida, tu tío es un hombre muy terco y no quiere contribuir con ligereza a su ruina en la política. Necesito una cuerda para hacerle bailar y en ti tengo esa cuerda, estoy segura.
—¡Pues yo no!
—¿Quieres una bofetada? ¿O prefieres que te amordace? Me gustas, querida. No me obligues a usar la fuerza. Dije que contaba contigo, no con tu hermano. ¡Oh!, sin duda tu tío representará muy bien ese solemne embuste de tratar igual a sus dos sobrinos: regalos de Navidad, de cumpleaños y bobaditas de ésas. Pero es indudable que nadie podría querer a tu hermano; me atrevo a decir que ni siquiera su propia madre. Sin embargo, el senador sí te quiere a ti, y mucho más de lo que le gustaría que nadie supiera. Por eso le estamos haciendo ahora un poquito de daño a tu hermano. ¡Oh, casi nada! Todo lo más se quedará sordo, para que tu tío comprenda lo que te pasará a ti. A menos que sea bueno y pronuncie su discurso exactamente como yo se lo ordene. —Miró pensativamente a mi tío—: Senador, no consigo decidir cuál de los dos métodos daría mejores resultados con usted. Verá, yo quiero que usted recuerde, después que haya accedido a cooperar, que me dio su palabra. Porque a veces los políticos olvidan que se han vendido. Una vez le deje en libertad, ¿qué me conviene más? ¿Dejar ir a su sobrino con usted para que le ayude a recordar? ¿O retener al chico aquí y trabajarle un poquito cada día ante los ojos de su hermana… para que ella tenga una idea bien clara de lo que puede ocurrirle si usted me sale con algún truco en Ciudad Luna? ¿Qué le parece, senador?
—Señora, no hay lugar para esa disyuntiva.
—¿Por qué no, senador?
—Porque yo no estaré en Ciudad Luna a menos que los dos niños estén conmigo sanos y salvos.
La señora Grew se echó a reír.
—Esas son las típicas promesas de campaña, senador. Ya razonaré con usted más tarde. Pero ahora —y miró un reloj muy antiguo que llevaba prendido como un broche sobre su grueso seno—, creo que será mejor poner fin a ese escándalo; me da dolor de cabeza. Y dudo que su sobrino pueda ya oírlo, como no sea a través de los huesos.
Se puso en pie y se marchó, moviéndose con agilidad y gracia sorprendentes en una mujer de su edad y de su peso.
De pronto se detuvo el ruido.
Me cogió tan de sorpresa que habría pegado un salto si hubiera podido mover algo del cuello para abajo. Pero era imposible.
El tío me miraba.
—Poddy, Poddy… —dijo suavemente.
Yo le grité:
—¡Tío, no cedas ni un milímetro ante esa mujer tan horrible!
—Poddy, es que no puedo acceder a lo que quiere. En absoluto. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?
—¡Por supuesto que sí! Pero, mira, podrías mentir, decirle cualquier cosa. Conseguir que te soltara y llevarte a Clark, como ella sugirió. Luego podrías rescatarme. Yo resistiré. ¡Ya lo veras!
Parecía terriblemente viejo.
—Poddy… Poddy, cariño… me temo mucho… que éste sea el fin. Sé valiente, querida.
—¡Bah!, no he tenido mucha práctica en eso, pero lo intentaré. —Me examiné a fondo para ver si estaba asustada, y no lo estaba; no del todo. En cierto modo no podía sentir mucho miedo teniendo a mi tío allí, aun cuando él fuera tan impotente entonces—. Pero ¿qué es lo que ella quiere? ¿Es una especie de fanática?
No contestó porque ambos oímos la risa ronca y alegre de señora Grew.
—¡Fanática! —repitió acercándose a mí y acariciándome la mejilla—. Poddy, querida, no soy una especie de fanática, ni me importa la política más de lo que, en realidad, le importa a tu tío. Pero aprendí hace muchos años, cuando sólo era una niña, y te diré de paso que mucho más atractiva de lo que tú llegarás a ser, que el mejor amigo de una chica es el dinero. No, guapa, yo soy una profesional a sueldo, y muy buena, además. —Continuó con gran animación—; Senador, creo que el chico se ha quedado sordo, pero no puedo estar segura. Acaba de desmayarse en este instante. Lo discutiremos después, ahora me toca dormir la siesta. Quizá sería mejor que descansáramos todos un poco.
Llamó a Bobalicón y éste me metió en la habitación en que sigo ahora. Cuándo me levantó en sus brazos ¡algo que me dio un asco espantoso! descubrí que podía mover un poquito manos y pies y traté de luchar. Pero no me sirvió de nada; acabaron por encerrarme aquí.
Al cabo de un rato se pasaron por completo los efectos de la droga y, aunque muy débil, me sentí casi normal. Poco después descubrí que Titania es en realidad un buen perro guardián, y ya no he vuelto a intentar llegarme a la puerta. Tengo el brazo y el hombro muy doloridos, entumecidos.
En cambio me dediqué a inspeccionar la habitación. Apenas hay nada en ella. Una cama con colchón pero sin sábanas (aunque no se necesitan en este clima). Una especie de mesa fijada a la pared y una silla unida al suelo. Tubos de luz en los ángulos superiores de la habitación. Lo comprobé todo en seguida después de haber aprendido, y del modo más desagradable, que Titania no era una monadita con alas etéreas. Estaba bien claro que la señora Grew, o quien hubiera diseñado este cuarto, no se proponía dejar nada en él que pudiera utilizarse como arma contra Titania o contra nadie. Y ni siquiera me habían dejado la chaqueta y el bolso.
Lamentaba en especial la pérdida del bolso, porque siempre llevo ciertas cosas útiles en él: una lima de uñas, por ejemplo… Si hubiera tenido siquiera mi lima de uñas habría tratado de atacar a aquel hada sedienta de sangre. Pero no perdí el tiempo pensando en ello. Mi bolso seguiría donde lo dejé cuando me drogaron.
Lo que sí descubrí fue una cosa muy interesante: en este cuarto había estado encarcelado Clark antes de que me encerraran a mí: una de sus dos maletas estaba allí. Supongo que yo debería de haberla echado de menos en su habitación la noche anterior, sólo que estaba demasiado deprimida y dejé que el tío terminara el registro. En la maleta había toda una colección de cosas muy extrañas para un caballero errante que se lanza al rescate de una damisela en apuros: algunas ropas (tres camisas deportivas, dos pares de pantalones cortos, un par de zapatos), una regla de cálculo y tres tebeos.
Si hubiera encontrado una pistola, o provisiones, o ciertos productos químicos, no me habría sorprendido… Lo habría encontrado muy propio de mi hermano. Pero, claro, si uno se para pensar en ello, y aunque sea inteligentísimo, Clark no es más que un niño.
Empecé a preocuparme entonces por la posibilidad de que estuviera sordo. Luego dejé de pensar en ello. Si era cierto, no podía evitarlo y de todas formas él no echaría mucho de menos el sentido del oído, ya que casi nunca escucha a nadie.
Así que me tendí en la cama y leí los tebeos. No soy aficionada a esta lectura pero me resultaron muy entretenidos, especialmente porque los héroes siempre salían victoriosos de circunstancias mucho peores que las mías.
Al cabo de un rato me quedé dormida y soñé con esos héroes.
Me despertó el desayuno, que parecía más bien una cena, pero que estaba muy bueno. Bobalicón se llevó la bandeja: los platos y la cuchara de plástico no parecían buena solución como armas de ataque. Sin embargo me encantó descubrir que me habían devuelto el bolso.
Pero mi gozo sólo duró diez minutos, pues no estaban en él la lima, ni una navaja, ni nada más puntiagudo o letal que el lápiz de labios y el pañuelo. La señora Grew no había tocado mi dinero, ni la pequeña grabadora, pero se había quedado con todo aquello que hubiera podido servirme de algo (algo malo, claro). Así que apreté los dientes y me dediqué a comer y a poner al día este diario que para nada va a servir. Eso es lo que he hecho desde entonces: dormir, comer y hacerme amiga de Ariel. Me recuerda a Duncan. No, no es que se parezcan realmente, pero todos los bebés tienen algo en común, ¿no creen?
Me había echado a dormir por falta de otra cosa mejor que hacer, cuando me despertaron.
—Poddy, querida.
—¡Ah, hola, señora Grew!
—Vamos, vamos, nada de movimientos bruscos —dijo fríamente. (Conste que no iba a hacer ninguno con aquella pistola apuntándome al estómago. Me gusta mucho mi estómago, caramba; es el único que tengo.)—. Ahora sé buena chica, date la vuelta y cruza las manos a tu espalda.
Obedecí, y un momento después tenía las muñecas firmemente atadas. Luego anudó la cuerda alrededor de mi cuello, de modo que, si trataba de soltarme, sólo conseguiría estrangularme. No hice el menor movimiento, claro.
Desde luego, hubo por lo menos un instante en que no me apuntaba con la pistola y todavía no me había atado las manos. Cualquier héroe de los tebeos habría aprovechado aquel feliz instante para dejarla inconsciente y atarla luego con su propia cuerda. Por desgracia ninguno de esos héroes se llama «Poddy Fries». Mi educación sólo abarca la cocina, la costura, muchas matemáticas, historia y ciencias, y bobadas tan útiles como el dibujo artístico, la fabricación de velas y cómo hacer jabón. Pero todo lo que he aprendido de lucha libre ha sido gracias a mis peleas con Clark. Sé que mamá opina que esto es un gran fallo. Ella domina el karate y el judo, y puede disparar tan bien como papá, pero éste no ha querido enviarme a estas clases. Tengo la impresión de que no desea en realidad que su «nenita» aprenda tales cosas.
Estoy de acuerdo con mi madre: ha sido un fallo. Porque debió de haber un microsegundo en el que hubiera podido darle una patada a la señora Grew, alcanzarla en el plexo solar, romperle el cuello mientras aún seguía inconsciente y correr a izar la Unión Jack como en La isla del tesoro.
La oportunidad sólo se presenta una vez y no estuve a la altura de las circunstancias.
En cambio la señora Grew se me llevó como un cachorrito al extremo de su correa. Titania nos miró cuando cruzábamos la puerta, pero ella le lanzó algo así como un cloqueo y el hada volvió a instalarse de nuevo en su percha abrazando a Ariel.
La señora Grew me obligó a recorrer un pasillo delante de ella y luego cruzamos la sala donde yo viera por última vez a tío Tom y a Clark. Atravesando otra puerta y otro pasillo, llegamos a una gran habitación.
¡Y me quedé boquiabierta, reprimiendo un grito de horror!
La señora Grew dijo alegremente:
—Echa una ojeada, querida. Aquí tienes a tu nuevo compañero de cuarto.
La habitación estaba dividida en dos por una gran reja de hierro de enormes barrotes, como una jaula en el zoológico. Allí estaba encerrado Bobalicón, aunque me llevó un largo momento de horror reconocerlo. Creo que ya habrán adivinado que en ningún momento me pareció guapo. Bien, queridos míos, pues antes era el Apolo de Belvedere comparado con aquella bestia demoníaca de ojos ardientes en que se había convertido.
Desperté tendida en el suelo mientras la señora Grew me aplicaba sales… Sí, amigos, el «capitán Podkayne Fries», «la famosa exploradora», se había desmayado como una tonta. De acuerdo, adelante, ríanse, no me importa. Pero ninguno de ustedes se ha visto en la perspectiva de compartir su alojamiento un monstruo así.
La señora Grew se reía.
—¿Te encuentras mejor, querida?
—¡No irá usted a meterme ahí con él!
—¿Cómo? ¡Oh, no!, eso fue sólo una bromita. Estoy segura de que tu tío no me obligará a recurrir a tales extremos. —Miró pensativamente a Bobalicón, que sacaba un brazo por entre los barrotes tratando una y otra vez de cogernos—. No ha tomado más que cinco miligramos y, para un adicto al polvo de la felicidad, eso no sirve ni para ponerle nervioso. Si alguna vez he de meteros con él, a ti o a tu hermano, le he prometido quince por lo menos. Necesito tu consejo, querida. Verás, estoy a punto enviar a tu tío de regreso a Venusberg para que pueda coger la nave. Ahora bien, ¿qué crees tú que daría mejor resultado? ¿Meter ahora mismo, ante los ojos de tu tío, a tu hermano en esta jaula, o esperar a…?
—¿Mi tío está observándonos?
—Sí, claro. Ha visto cómo te desmayabas y…
—¡Tío Tom!
—¡Oh, cállate, Poddy! Puede verte, pero no oírte, y, desde luego, le es imposible ayudarte. Hum… eres tan idiota que no necesito tus consejos. ¡Vamos, en pie!
Y me llevó de regreso a mi celda.
Eso fue hace horas y, sin embargo, parece que han pasado años.
Desde luego, muchísimo tiempo, el suficiente para que Poddy pierda el valor. Miren, no tengo por qué decirles esto; nadie lo sabe más que yo, pero he sido completamente sincera en este diario y seguiré siéndolo ahora. He decidido que, en cuanto tenga la oportunidad de hablar con mi tío, le rogaré, le suplicaré que haga lo que sea, para evitar que me encierren con ese nativo drogado. No me enorgullezco de ello. Ni estoy segura de volver a enorgullecerme de mí misma en toda la vida. Pero ésa es la verdad y no me importa que me la echen en cara. He tropezado con algo tan aterrador que me he venido abajo. Ahora, sólo por haberlo confesado, me siento un poco mejor, y espero que, cuando llegue el momento, no gemiré, ni suplicaré. Pero yo…, la verdad…, no lo sé.
De pronto arrojaron a alguien al interior de mi habitación. ¡Era Clark!
Salté del lecho, le eché los brazos al cuello, le levanté en el aíre y empecé a darle besos.
—¡Oh, Clarkie, Clarkie, hermano! ¿Estás herido? ¿Qué te han hecho? ¡Háblame! ¿Estás sordo?
Escuché un susurro junto a mi oreja.
—Déjate de memeces, Pod.
Comprendí que no estaba malherido, aquello sonaba muy típico de Clark. Repetí en voz más baja:
—¿Estás sordo?
Volvió a susurrarme al oído:
—No, pero ella cree que sí, y de momento dejaremos que lo siga pensando.
Se desembarazó de mí, echó una mirada a su maleta y recorrió pensativamente toda la habitación manteniéndose alejado de Titania sólo lo justo para evitar que se lanzara contra él. Luego volvió, acercó su rostro al mío y me preguntó:
—Poddy, ¿sabes leer en los labios?
—No, ¿por qué?
—¿Cómo que no, si acabas de hacerlo?
Bueno, no era del todo cierto. Un poquito sí había susurrado, pero descubrí que en realidad le «oía» porque le miraba a los labios, no porque me llegara su voz. Tiene gracia, pero Clark dice que casi todas las personas leen en los labios más de lo que creen, y él que lo había observado, se ha dedicado a practicar hasta hacerlo muy bien, sólo que lo ha mantenido en secreto porque en ocasiones resulta muy útil.
Me obligó a hablar tan bajo que ni yo misma me oía la voz, y otro tanto hizo él. Me dijo:
—Mira, Pod, no sé si la vieja Grew ha llenado de micrófonos esta habitación. No he advertido ningún cambio desde que estuve encerrado aquí. Pero por lo menos hay cuatro puntos donde podría estar oculto un micro. De modo que callemos, porque es lógico que si nos permite estar juntos, es para oír lo que tenemos que decirnos. Así que habla en voz alta de todo lo que quieras, pero sólo para hacer ruido. Di lo muy asustada que estas, qué horrible es que yo ya no oiga nada, y cosas así.
Eso hicimos. Grité, gemí y lloré por mi pobre hermanito, y se quejó de que no oía ni una palabra de lo que le decía; pedía a gritos una y otra vez que buscara un lápiz y escribiera lo que quería decirle… Y mientras tanto hablábamos muy en serio de cosas importantes que Clark no quería que la señora Grew oyera.
Quise saber cómo era que no se había quedado sordo. ¿Le habían metido de verdad en aquel tanque?
—¡Claro que sí! —repuso—, pero no estaba tan desamparado como crees. Llevaba unos papeles en el bolsillo y los mastiqué hasta convertirlos en pulpa. Me taponé los oídos. —Parecía apenado—. ¡Eran billetes de veinte! Apuesto a que han sido los tapones más caros que has visto en tu vida. Luego me envolví la cabeza con la camisa y traté de ignorar el ruido. Pero deja ya eso y escucha.
Todavía se mostró más parco cuando quise saber cómo le habían atrapado.
—De acuerdo, sí, me dejé engañar. Tampoco tú y el tío fuisteis muy listos… De todas formas, tú eres responsable.
—¡Yo no soy responsable! —susurré indignada.
—Si no eres responsable, es que eres irresponsable, lo cual es peor. Lógica. Pero déjalo, ahora tenemos cosas más importantes que hacer. Mira, Pod, vamos a salir de aquí.
—¿Cómo? —Observé a Titania. Estaba acunando y alimentando a Ariel, pero no nos quitaba ojo.
Clark siguió mi mirada.
—Ya me ocuparé de ese insecto cuando llegue el momento, no te preocupes. Ha de ser pronto y ha de ser de noche.
—¿Por qué de noche? —No podía por menos que pensar que este «paraíso» cubierto de niebla ya era bastante malo cuando se podía ver algo, pero oscuro como boca de lobo…
—Pod, a ver si te entra en la cabeza que estamos haciendo un plan. Tiene que ser mientras Jojó esté encerrado.
—¿Jojó?
—Ese puñado de músculos que trabaja para ella, el nativo.
—¡Oh!, quieres decir Bobalicón.
—Bobalicón, Jojó, Albert Einstein. El drogado. Sirve la cena, luego lava los platos y a continuación ella le encierra dándole su ración de polvo para la noche. Sigue enjaulado hasta que se duerme, porque esa vieja gorda le tiene tanto miedo como nosotros cuando él está drogado. Así que habremos de intentarlo mientras esté enjaulado y ella duerma también. Si tenemos suerte no tropezaremos con el tipo que conduce el coche aéreo, porque no siempre duerme aquí. Sin embargo, no podemos contar con ello y ha de ser antes de que el «Tricornio» salga para Luna. ¿Cuándo se va?
—Doce diecisiete del día ocho.
—¿Y eso es…?
—¿Tiempo local? Nueve dieciséis del miércoles veinte.
—Vamos a comprobar.
—¿Por qué?
—Calla.
Había sacado la regla de cálculo de la maleta y estaba fijándola. Para la conversión, supuse, de modo que le pregunté:
—¿Quieres saber el segundo de Venus para este año terrestre?
Estaba orgullosa de tenerlo en la punta de la lengua, como un auténtico piloto. El señor Clancy no había perdido del todo el tiempo con sus clases, aunque nunca le había permitido que se pusiera tierno conmigo.
—No. Ya lo sé. —Acabó de calcular con la regla, leyó el resultado y anunció—: Ambos recordamos las cifras y sabemos también la conversión. Ahora comprobemos nuestros relojes. —Ambos nos miramos la muñeca—: ¡Marca!
Íbamos de perfecto acuerdo, apenas unos segundos de diferencia, pero no fue eso lo que observé; yo miraba la fecha.
—¡Clark! ¡Hoy es diecinueve!
—¿Creías acaso que era Navidad? —dijo secamente—. Y no grites tanto otra vez. Puedo leer en tus labios aunque no emitas el menor sonido.
—¡Pero eso es mañana! —Ni siquiera susurraba.
—Peor. Faltan menos de diecisiete horas y no podemos hacer un movimiento hasta que ese bruto esté encerrado. Sólo tenemos una oportunidad. Una sola.
—Tío Tom no llegará a la Conferencia.
Se encogió de hombros.
—Tal vez sí, tal vez no. Que decida irse o que se quede por aquí tratando de encontrarnos es algo que nada me importa.
Estaba muy hablador para ser mi hermano, pero suele comerse palabras; por lo menos yo no le entendía.
—¿Qué has querido decir con eso de «que se quede por aquí»?
Al parecer Clark creía que ya me lo había dicho, o que yo ya lo sabía, pero no era así. Tío Tom se había ido. De pronto me sentí perdida y abandonada.
—Clark, ¿estás seguro?
—Claro que estoy seguro. Ella se cuidó muy bien de que yo le viera irse. Le cargaron como un saco de maíz y vi cómo el coche se elevaba entre la niebla. Tío Tom está en Venusberg.
De pronto me sentí mucho mejor.
—¡Entonces vendrá a rescatamos!
Clark parecía aburrido.
—Pod, no seas tan estúpida.
—Pero lo hará. El tío Tom, y el presidente, y Dexter…
Me interrumpió:
—¡Oh, diablos, Poddy! Recapacita. Eres el tío Tom, estás en Venusberg y cuentas con toda la ayuda posible. Muy bien: ¿cómo encuentras este lugar?
—¡Ah…! —me detuve—. Ah… —dije de nuevo. Luego cerré la boca y la mantuve bien cerrada.
—Ah… —asintió—. Exactamente: «ah». No lo encuentras. ¡Oh!, tal vez en unos ocho o diez años y con unos miles de personas dedicadas a la búsqueda, podría hallarse por eliminación. ¡Pero sí que iba a servirnos eso! Métetelo bien en la cabezota, hermana: nadie va a rescatarnos, nadie puede ayudarnos. O salimos de aquí esta noche o estamos perdidos.
—¿Por qué esta noche? Bueno, no es que me parezca mal, pero si esta noche no tenemos la oportunidad…
—Entonces a las nueve dieciséis de mañana —me interrumpió— habremos muerto.
—¿Por qué?
—Piénsalo por ti misma, Pod. Ponte en el lugar de esa vieja gorda. Mañana sale el «Tricornio». Imagina las dos posibilidades: o el tío Tom se va en él o no se va. Bien, tú tienes a sus sobrinos. ¿Qué haces con ellos? Piensa con lógica. Con su tipo de lógica.
Lo intenté, de verdad que lo intenté. Pero tal vez no me hayan educado bien esta clase de lógica. Era incapaz de imaginarme matando a alguien sólo porque quienquiera que fuese se había convertido en una molestia para mí.
Sin embargo, comprendía que Clark tenía toda la razón: mañana, después de la partida de la nave, no seremos más que un engorro para la señora Grew. Si el tío no se va, la estorbamos, y si se va y ella cuenta con que reteniéndonos puede hacer que obedezca sus instrucciones en Ciudad Luna (él no lo haría, por supuesto, pero de todos modos ella cuenta con eso) cada día que pase es mayor el riesgo de que podamos escapar y ponernos en contacto con él.
De acuerdo, tal vez yo no sea capaz de imaginar un sencillo asesinato; está por encima de mi experiencia. Pero supongamos que tanto Clark como yo cogemos la viruela y nos morimos… eso resultaría muy conveniente para la señora Grew, ¿verdad?
—Lo comprendo —dije.
—Bien. Aún tengo que enseñarte unas cuantas cositas, Pod. O lo hacemos esta noche o nos mata a los dos mañana a las nueve. Y también a Jojó, claro, y encima incendia la casa.
—Pero ¿por qué Jojó?
—Poddy, no tiene otro remedio. El polvo de la felicidad. Esto es Venus y sin embargo ha permitido que viéramos que estaba dando droga a un adicto. No dejará testigos.
—Tío Tom es un testigo también.
—¿Y qué, si lo es? Esta vieja gorda cuenta con que mantendrá la boca cerrada hasta que acabe la Conferencia y para entonces ella ya estará de vuelta a la Tierra y se habrá perdido entre ocho billones de personas. ¿Crees que va a quedarse aquí y correr el riesgo de que la cojan? Pod, sólo va a esperar el tiempo suficiente para averiguar si tío Tom ha cogido el «Tricornio» o no. Entonces llevará a cabo el plan A o el plan B, lo que nos es indiferente porque en ambos casos nosotros morimos. ¡A ver si lo entiendes de una vez, idiota!
—De acuerdo, lo comprendo —contesté temblorosa.
—Pero nosotros no esperamos —prosiguió con una sonrisa—. Nosotros ejecutamos nuestro propio plan, mi plan, primero. —Se mostraba insoportablemente engreído. Añadió—: Metiste la pata y viniste aquí sin hacer nada de lo que te dije; tío Tom lo hizo tan mal como tú, creyendo que todo se arreglaba pagando un rescate. ¡Pero yo sí que vine preparado!
—¿De verdad? ¿Con qué? ¿Con la regla de cálculo? ¿O tal vez con los tebeos?
Clark dijo:
—Pod, tú sabes que nunca leo tebeos. No eran más que el camuflaje perfecto.
(La verdad es que eso es cierto… ¡Y yo que creía haber descubierto su vicio secreto!).
—Entonces, ¿qué? —exigí.
—Ármate de paciencia, mi querida hermanita. Ya lo sabrás todo en el momento oportuno. —Volvió a dejar la maleta en la cama, luego añadió—: Vigila la puerta. Si se acerca Lady Macbeth, estoy leyendo tebeos.
Hice lo que me indicó, pero no pude evitar añadir una pregunta:
—Clark, ¿crees que la señora Grew es parte de la banda que te entregó aquella bomba?
—¿Qué bomba? —Parecía tonto.
—La que subiste al «Tricornio», previo soborno, claro. ¡Vamos! ¡Salirme ahora con esa pregunta!
—¡Oh, eso! Diablos, Poddy, ¡te lo crees todo! Cuando llegues a la Tierra no dejes que nadie te venda las Pirámides, no están en venta. —Siguió trabajando y yo traté de calmar mi enfado.
De pronto dijo:
—No es posible que ella supiera nada de la bomba o no habría viajado en el «Tricornio» como pasajera.
Clark tiene la habilidad de dejarme siempre en ridículo. Esto era tan obvio —después que él lo indicara— que no hice el menor comentario.
—Entonces, ¿qué deduces tú?
—Bueno, tal vez la contratara la misma gente, pero sin que ella supiera que la utilizaban como reserva.
Mi mente discurría a toda velocidad y aún se me ocurrió otro peligro:
—En cuyo caso podría haber un tercer complot para acabar con tío Tom entre Venus y Luna.
—Desde luego hay mucha gente extraordinariamente interesada en él. Pero yo creo que podemos dividirlos en dos grupos. Uno, casi con seguridad de Marte, no quiere en absoluto que tío Tom asista a la Conferencia. Otro, probablemente de la Tierra, al menos la vieja gorda sí procede de la Tierra, quieren que esté allí, pero que baile al son que ellos tocan. De otro modo no hubiera dejado en libertad a tío Tom después de tenerle aquí; habría hecho que Jojó le arrojara a un pantano y esperara a que terminaran las burbujitas. —Clark sacó algo y lo miró—. Pod, repite esto: me encuentro exactamente a veintitrés kilómetros de la Puerta Sur, orientación siete grados sudoeste.
Lo repetí.
—¿Cómo lo sabes?
Me mostró un pequeño objeto negro del tamaño de un par de paquetes de cigarrillos.
—Un rastreador automático, modelo de infantería. Aquí puedes comprarlo en cualquier tienda y todo aquel que se mete en la selva lo lleva consigo.
Me lo entregó. Lo estudié con interés. Jamás había visto uno tan pequeño. Los nativos o renegados que viven en la selva los usan, claro, aunque más grandes y montados en sus carros. Conocía más o menos su funcionamiento porque la astronavegación mediante piloto automático con integración vectorial de aceleración y tiempo es algo muy corriente en las naves espaciales y los misiles dirigidos. Pero mientras el rastreador automático del «Tricornio» se supone que tiene una exactitud de un millón a uno, creo que este aparatito no pasaría de mil a uno en su lectura. ¡Sin embargo eso mejoraba nuestras oportunidades por lo menos en mil a uno!
—¡Clark! ¿Tenía tío Tom uno de ésos? Porque, si lo tenía…
Negó con la cabeza.
—Aun de haberlo tenido, no creo que pudiera leerlo. Me figuro que le atontaron con gas en seguida; estaba desmayado cuando le sacaron del coche aéreo y nunca he tenido la oportunidad de decirle dónde estamos porque ésta ha sido la primera ocasión en que yo he podido leer el mío. Ahora métetelo en el bolso, ya que vas a utilizarlo para regresar a Venusberg.
—No, en el bolso hará mucho bulto y se notará. Es mejor que sigas guardándolo donde lo tenías. No me perderás, no temas: voy a ir cogida de tu mano todo el camino.
—No.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, porque no voy a llevarme la maleta y ahí es donde estaba escondido: le hice un doble fondo. Y en segundo lugar porque no iremos juntos.
—¿Qué? ¿Por qué no? ¡Pues claro que sí! Clark, yo soy responsable de ti.
—Es cuestión de opinión. Tu opinión. Mira, Poddy, voy a sacarte de este terrible lío. Pero no intentes echar mano de tu cerebro, que hace aguas. Utiliza sólo la memoria. Si escuchas lo que voy a decirte y lo haces con toda exactitud, todo irá bien.
—Pero…
—¿Tienes tú un plan para sacarnos de aquí?
—No.
—Entonces cállate. Si pretendes seguir representando tu papel de hermana responsable, sólo conseguirás que nos maten a los dos.
Me callé. Y debo confesar que su plan me pareció muy lógico. Según Clark, no hay nadie en esta casa más que nosotros, la señora Grew, Titania y Ariel, Bobalicón y, a veces, el chófer del coche. Desde luego yo no he visto ni oído a nadie más y supongo que la señora Grew ha tratado de tener el menor número posible de testigos. Sé que yo así lo haría si, ¡Dios no lo quiera!, me viera alguna vez metida en una empresa tan indudablemente criminal.
Nunca le he visto la cara al chófer, ni Clark tampoco, pero mi hermano dice que a veces se queda aquí a pasar la noche. Hemos de estar preparados a enfrentarnos también con él.
De acuerdo, supongamos que conseguimos salir. En cuanto estemos fuera de la casa nos separamos; yo me voy hacia el este y Clark hacia el oeste durante un par de kilómetros en línea recta, todo lo que nos permitan los pantanos y ciénagas que sin duda nos obligarán a desviarnos algo.
Luego ambos nos encaminamos hacia el norte. Clark dice que la vía de circunvalación en torno a la ciudad está a tres kilómetros al norte de nosotros; me hizo un dibujo de memoria de un mapa que había estudiado antes de partir para rescatar a Girdie.
Al llegar a esa vía yo sigo hacia la derecha y él hacia la izquierda, tratando de utilizar el primer medio de transporte que encontremos, o el teléfono de un rancho, o lo que sea, para ponernos en contacto con tío Tom y el presidente Cunha y lograr refuerzos a toda prisa.
Esta idea de separarnos es la táctica más elemental para asegurarnos de que al menos uno de los dos llegue hasta el fin y consiga ayuda. Si la señora Grew está tan gorda que no podría perseguir a nadie ni por una pista de carreras, mucho menos podrá entre las ciénagas. Tenemos planeado hacerlo en un momento en que no se atreva a soltar a Bobalicón por temor a que la asesine a ella. Si alguien nos persigue será probablemente el chófer, y éste no puede correr en dos direcciones a la vez. Tal vez haya otros nativos a los que la señora Grew pidiera ayuda, pero incluso así el dividirnos duplica nuestras posibilidades.
Yo me llevo el rastreador automático porque Clark no cree que pueda valerme en la selva sin él aunque espere a que se haga de día. Probablemente tiene razón. Pero él afirma que sí puede rastrear lo bastante bien para encontrar ese camino utilizando tan sólo su reloj, un dedo mojado en saliva para saber la dirección del aire y las gafas polarizadas que lleva.
No debía haberme burlado de sus tebeos; en realidad sí vino preparado, y de muchos modos. Si no le hubieran dormido con gas mientras iba encerrado en el compartimento de pasajeros del coche aéreo de la señora Grew, creo que les habría hecho pasar un mal rato. Una pistola en la maleta, una Remington oculta en su propia persona, cuchillos, bombas de gas, incluso un segundo rastreador automático bien a la vista en la maleta, junto con las ropas, los tebeos y la regla de cálculo.
Le pregunté por qué llevaba dos rastreadores y adoptó su aire de insufrible superioridad:
—Si algo iba mal y me cogían, todos esperarían que llevara uno. Así que lo dejé bien a la vista sin tomarme la molestia de graduarlo. ¡Pobre pequeñín que no sabe regular un rastreador cuando sale de su posición base! La vieja gorda se rió mucho al verlo —sonrió despectivamente—; piensa que estoy medio chiflado y he hecho todo lo posible para convencerla de que así es.
De modo que con su maleta hicieron lo mismo que con mi bolso: sacaron de ella todo cuanto sospecharon que podía resultar útil para un ataque y le permitieron conservar el resto.
¡Y lo más importante estaba oculto en un doble fondo tan bien hecho que ni el fabricante lo habría advertido!
A excepción, naturalmente, del peso. Se lo indiqué a Clark y se encogió de hombros.
—Un riesgo calculado —dijo—. Si no apuestas, no puedes ganar. La entraron aquí todavía llena, ella la registró sin moverla de la cama y luego no la levantó. Tenía los brazos demasiado llenos con todas esas tonterías que no me importaba que me confiscaran.
(¿Y si ella la hubiese levantado y advertido el peso? Bueno, pues mi hermano aún habría dispuesto de su cerebro y sus manos. Y creo que sería capaz de desmontar una máquina de coser pieza a pieza y convertirla en un arma de artillería. Clark me revienta en ocasiones, pero tengo una gran confianza en él).
Ahora voy a dormir un poco —o a intentarlo al menos—, ya que Bobalicón acaba de llevarse nuestra cena y nos esperan unas horas de gran tensión. Pero primero voy a correr atrás esta cinta y copiarla; me queda una vacía en el bolso. Le entregaré la copia a Clark para que se la dé a tío Tom, por si acaso. Por si acaso Poddy acaba bajo unas burbujitas en un pantano, quiero decir. Pero eso no me preocupa. Es una perspectiva mucho más agradable que verme encerrada en una jaula con Bobalicón. En realidad ya no me preocupa nada. Clark tiene bien dominada la situación.
Pero él insistió sobremanera en un punto:
—Diles que lleguen aquí mucho antes de las nueve dieciséis… o que no se molesten en venir en absoluto.
—¿Por qué? —quise saber.
—Tú díselo.
—Clark, sabes perfectamente que las personas mayores no me harán caso a menos que pueda darles una buena razón.
—De acuerdo. Hay una razón formidable. Una bomba de medio kilotón no es mucho, pero no resultará saludable para quien esté cerca cuando estalle. A menos que consigan llegar aquí y desconectarla antes.
La tiene. La he visto. Perfectamente encajada en ese doble fondo. Los mismos tres kilos de exceso de peso que yo no podía explicarme en Deimos. Clark me mostró el mecanismo de tiempo y las cargas que lo rodeaban para producir la onda explosiva.
Pero no me enseñó a desconectarla. Ahí sí que tropecé con un muro invencible. Él confía en escapar, sí, y espera volver aquí con ayuda y con tiempo suficiente para desconectarla. Pero está totalmente convencido también de que la señora Grew se propone matarnos y por tanto, si algo va mal, si no salimos de aquí, si morimos en el intento o lo que sea… bien, se propone llevársela por delante.
Le dije que se equivocaba. Le dije que no debía tomarse la ley por sus propias manos.
—¿Qué ley? —pregunto—. Aquí no hay leyes. Y no eres lógica, Pod. Todo lo que está bien que haga un grupo, está bien que lo haga una persona.
Este razonamiento era demasiado intrincado para que se lo refutara, de modo que me limité a seguir suplicándole hasta que se enfadó.
—¿Preferirías quizá que te metieran en la jaula?
—¡No!
—Pues entonces cállate ya. Mira, Pod, yo planeé todo esto cuando me metió en aquel tanque con el propósito de destrozarme los oídos y dejarme sordo. Y sólo conseguí no volverme loco a fuerza de concentrarme en cómo y cuándo la haría pedazos.
Me pregunté si, en realidad, no se habría vuelto completamente loco, pero me guardé mis dudas y me callé. Además, tampoco estoy segura de que se equivoque. Tal vez sea demasiado remilgada ante la idea de un derramamiento de sangre. «Todo lo que está bien que haga un grupo, está bien que lo haga una persona». Debe de haber algún fallo en esto, porque a mí me han enseñado siempre que es inmoral tomarse la justicia por la propia mano. Pero no puedo encontrar el fallo y la frase suena axiomática, evidente. Digámoslo al revés: si lo que hace una persona no está bien, ¿podrá estar bien porque lo haga todo un grupo, un pueblo, un gobierno, si se ponen de acuerdo para hacerlo juntos? ¿Aunque no haya unanimidad?
Si algo está mal, está mal… y la vox populi no puede alterarlo.
Pues es lo mismo. Y no estoy segura de que pueda dormirme con una bomba atómica bajo la cama.