EN EL MUNDO
A las diez de la mañana acaban de abrir la tienda de discos y el comisario sólo encuentra dentro a dos empleados que charlan en el mostrador del fondo. Cerca de la entrada, un plafón electrónico anuncia los diez álbumes más vendidos. El comisario no reconoce ninguno. Se mueve entre los aparadores rotulados: HOUSE, HIP-HOP, INDIE… Las palabras no le son familiares. Trata de llamar la atención de los dependientes mirándolos con insistencia desde lejos. Nada. Se acerca a ellos y se queda plantado a pocos metros, con las manos enlazadas en la espalda. Los dos muchachos le dirigen una mirada fugaz pero no interrumpen su conversación:
—¿Y cuántos años tiene?
—Diecinueve.
—Uh, qué joven…
—Pero es guapísimo, y tiene un estilazo que te cagas.
—Uf, sí, pero tan joven…
El más preocupado por la juventud del guapo en discordia luce finas patillas en punta, camiseta fucsia que deja visible el piercing umbilical, y cinturón de charol blanco que le festonea los vaqueros sin llegar a sujetárselos. El comisario se acerca hasta el borde mismo del mostrador y apoya las manos cruzadas sobre la superficie, justo entre los dos contertulios.
—¿Desea algo, caballero? —dice el del ombligo al aire.
—Buenos días por la mañana…
—Buenos… ¿Busca algo?
—Sí, busco algo… Un disco.
—Qué disco.
—Lo canta un tal Manochao.
—Manu Chao… Qué disco le interesa de Manu Chao.
—No sé…, me gusta la marihuana y me gustas tú… Eso es lo que dice la letra, yo no suscribo la frase.
Mirada de arriba abajo; caída de pestañas:
—Ya me lo supongo… Está incluido en el álbum Estación Esperanza. Pero es bastante antiguo, de hace un par de temporadas…
—Es el que busco.
El comisario sigue al muchacho por el laberinto de estanterías hasta la marcada con el rótulo POP NACIONAL. El chico rebusca en la M y extrae un CD amarillo que al comisario le parece un disco infantil, con una especie de payaso guitarrista en la portada.
—¿Seguro que es éste?
—Bueno, puede que no estemos muy atentos a los clientes que entran, pero todavía entendemos de música…
—Eso espero. ¿Lo tienen en caset?
—Uh, por Dios: eso ya no existe…
—¿Ah no?: pues yo he visto casetes a la venta no hace ni una semana.
—Sería en una gasolinera de pueblo… Aquí vendemos únicamente CD y DVD: ésta es una tienda seria.
—Ya… ¿Y qué pasa si alguien no tiene aparato de… cedés?
—Pues no sabría decirle…; siempre puede comprarse unas partituras de pasodobles y tocarlos al piano. Los tiempos cambian, caballero.
—Ya lo veo: por lo visto ahora los pasodobles se tocan al piano… En fin, no es que sea usted un vendedor muy simpático, y por lo que veo tampoco entiende tanto de música, pero me llevo el disco de todas maneras.
—Lo siento, yo sólo me siento obligado a ser simpático con mi novio, aquí me limito a vender discos.
—Le comprendo muy bien, joven: yo tampoco soy simpático excepto con mi mujer, así que no es necesario que me cuente su vida, bastará con que me envuelva el disco.
Otra mirada de arriba abajo; otra caída de pestañas:
—Muy bien, será un placer terminar con usted cuanto antes.
El comisario sale a la calle con la certeza de que la humanidad ha perdido el norte y el mundo está a punto de colapsarse. Trata de meter la bolsa con el CD en el bolsillo de la americana. No le cabe. Se aviene a llevarla colgando de la mano. Camina por callejas sombrías, sucias de orines, de papeles, de excrementos de paloma. Se fija una vez más en la autocaravana del ayuntamiento que ofrece jeringuillas y preservativos gratis. En lo que él ha podido observar, nunca se acerca nadie a pedir nada, y mucho menos los yonquis, que huyen como de la peste de cualquier vehículo pintado de azul y blanco. En cualquier caso, combatir los contagios regalando condones y jeringuillas esterilizadas le parece al comisario tan absurdo como combatir la caza furtiva regalando escopetas sin balas. La extraña lógica de los nuevos tiempos, piensa: blandura, condescendencia, debilidad de las autoridades…
Llega al edificio de la comisaría como quien arriba a una isla de orden y limpieza. Eso al menos le gusta del nuevo edificio: es limpio y ordenado, Estilo Internacional reinterpretado por un minimalista posmoderno. Por lo demás, la Central ha sido siempre una poderosa fortaleza con troneras, y ahora en cambio parece un acuario panorámico, frágil e indiscreto. El comisario cruza puertas acristaladas y responde vagamente a saludos tomando la bolsa del CD con toda la mano para ocultar el logotipo de la tienda. Sube en el ascensor al segundo piso, saluda de viva voz a Varela, que está de guardia ante sus dependencias. Arriba todavía huele a nuevo, a la madera de las puertas y a las tapicerías de cuero, y sus pasos resuenan sobre el suelo de mármol blanco. Entra en la sala de juntas anexa a su despacho para beber agua. Le han instalado allí una cafetera eléctrica, un pequeño frigorífico y un surtidor de agua mineral, fría o del tiempo. También tiene plaza de aparcamiento reservada en el sótano, climatizador independiente del resto del edificio, un aseo particular con gruesas toallas, y dos butacas y un sofá de terciopelo azulón que usa para estirarse después de comer en la cafetería del primer piso. Sólo la bandera, el escudo de la policía («Sacrificio, Técnica, Constancia»), y la foto del jefe del Estado le recuerda que sigue siendo un funcionario medianamente remunerado. En realidad le sobra espacio, todo está en otra planta, no se puede llamar a nadie a gritos, hay que usar constantemente el intercomunicador… Pero, sobre todo, le disgusta el enorme ventanal a la calle que queda a la espalda de su sillón de despacho. No hace más que enmarcar fachadas sucias, tristes colecciones de ropa tendida, diminutas ventanas tras las que se hacinan los inmigrantes ilegales. «Los tiempos cambian, caballero», se dice en voz alta, mirando el CD que ha sacado de la bolsa. Lo mete en un cajón y repara en que Varela le ha dejado unas hojas de fax en la bandeja. Las toma y lee la cabecera:
ENVÍO POR TELEFAX.
De: Int. Antonio Berganza, BH Provincial.
Para: Cs. principal Pujol, Central.
Asunto: Informe «Uni-Pork».
Páginas incluida ésta: 23.
* * *
El comisario aprovecha la hora de comer para acercarse al edificio de la policía científica. Es el de siempre, conserva la arquitectura gris y opaca de todo el complejo de departamentos que formaban la vieja Central. A la entrada lo saluda el agente de uniforme que está de guardia. El comisario levanta la mano para corresponder y se dirige al Departamento de Criminología. El único psiquiatra que está de servicio en ese momento es Puértolas, no hay alternativa. Así que el comisario se resigna a ponerlo en antecedentes y armarse de paciencia.
—Bien, eh, «En el nombre del cerdo», sí, mmm, parece… remitir a la fórmula que se pronuncia al persignarse, ¿verdad?: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», ¿no?, etcétera.
El comisario asiente.
—En este caso parece que el Cerdo se opone al… Padre, ¿verdad?, es decir, a Dios…, de modo que el Cerdo bien pudiera ser aquí el Diablo, naturalmente…, mmmm, pero no un diablo cualquiera, sino el mismísimo Satán, ¿verdad? Lástima que la nota esté enteramente escrita en mayúsculas…, hubiera…, hubiera sido interesante… comprobar exactamente, ¿verdad?, si la «C» inicial de «cerdo» era una letra… capital. Eso nos hubiera resultado muy útil, en efecto, aunque desde luego el animal más… firmemente asociado a la figura del Diablo es…, en la cultura cristiana, naturalmente…, es el macho cabrío, ¿verdad?, etcétera…, pero también la serpiente, ¿verdad?, y el gato, y el gallo, y el mastín negro, y, naturalmente, déjeme pensar…, el lobo, ¿verdad?, el lobo…, y la rata, y el sapo, y el piojo, en efecto…, en realidad cualquier bicho, ¿verdad?, a ser posible repugnante y, naturalmente, también agresivo…, peligroso, o causante de males y epidemias, ¿verdad?, o simplemente de color negro, o asociado a…, de alguna manera, a la muerte, ¿verdad?, como… la cucaracha, o el cuervo, etcétera. Desde luego es también posible encontrar un diablo capaz de… encarnarse en un cervatillo, ¿verdad?, o en un… conejito blanco, para…, en procura de sus fines maléficos…, etcétera… Pero un conejito no será nunca el… emblema de Satán, ¿verdad?, el conejito blanco es… casi siempre… la víctima. El cerdo en cambio…, ¿verdad?…, naturalmente es susceptible de interpretarse como inmundo…, se regocija en… el fango, y los excrementos, etcétera, y es sucio, pestilente y posee también un aire de…, de…, ¿verdad?, de… terrenalidad, etcétera, que…, naturalmente, que lo aproxima a lo diabólico, ¿verdad?, etcétera. Recuerdo, recuerdo…, en El Jardín de las Delicias… de El Bosco, naturalmente…, a la derecha, ¿se acuerda?, el Paraíso a la izquierda…, el Mundo en el centro y, en la izquierda…, el Infierno, ¿verdad?… Bien, pues…, al final del Infierno hay…, hay un cerdo vestido de…, vestido de monja, etcétera…, y parece que, en fin, parece estar, como instigando al hombre a… a firmar…, firmar un contrato, ¿verdad? Dicen que…, que ese hombre es el propio… autor, El Bosco, naturalmente…
El comisario trata de atajar en lo posible las ramificaciones pictóricas del asunto:
—¿De modo que Cerdo y Diablo pueden ser aquí equivalentes?
—Bueno…, en efecto… En cierto modo, naturalmente… Piense en algunas… expresiones comunes… «Gozar como un cerdo», se dice… o «Disfrutar como cerdos», ¿verdad?, etcétera, lo que remite naturalmente a la libidinosidad…, a la lujuria, en efecto, caracteres también muy, naturalmente muy… del diablo, ¿verdad?, igual que «Comer como cerdos», que es, en efecto, comer sin modales pero también… con gula, ¿verdad?, o… un «Cerdo con tirantes», que es la imagen del rico perverso, del tirano, ¿verdad?, igual que el Diablo es…, naturalmente, opulento y tirano, etcétera. Estoy, naturalmente…, estoy improvisando, ¿verdad?, pero veo bastante clara la… identificación cerdo-placer y… cerdo-pecado y… cerdo-inmundicia, etcétera, y, por tanto, por tanto, por tanto, veo muy clara la conexión…, eh…, Cerdo-Diablo, que es… en efecto…, es a lo que naturalmente queríamos… llegar.
—Y habiéndose encontrado el cadáver en un matadero de cerdos, no podría considerarse una justificación más sencilla para el texto…
—En ese caso…, naturalmente…, en ese caso no habría nada que… decir, ¿verdad? Pero es posible que no se nombre al cerdo porque…, en efecto, se mate en un matadero sino que…, cómo decir…, quizá, quizá…, quizá se mata en un matadero para…, ¿verdad?, para mejor… nombrar al cerdo, naturalmente. No deberíamos perder de vista que el animal elegido, ¿verdad?, es efectivamente el que es y no, ¿verdad?, no es otro cualquiera. Y no me refiero sólo… a, naturalmente, a la irreverencia que supone, ¿verdad?, asociar Padre-Cerdo, o a sus implicaciones, naturalmente, psicoanalíticas, sino también, a razones de concinitas, eh…, ¿cómo diría?…
—¿Al sonido de las palabras?
—Efectivamente…, a la métrica, y a toda clase de… razones estéticas, ¿verdad?…, la palabra «Cerdo», contiene, ¿verdad?, dos sílabas… tónica la primera y átona, naturalmente, la segunda…, como «Padre», en efecto…, y decir «En el nombre del Piojo» no tiene, naturalmente, el mismo… estímulo para, efectivamente, el, en este caso, el poeta, ¿verdad? Sin embargo, «En el nombre del Cerdo» suena… bien, es… un bello sintagma, como, ¿verdad?, el título de una…, de un… manifiesto, o… doctrina.
—Entiendo… —El comisario hace una pausa para cambiar de rumbo—. ¿Usted diría entonces que se trata de alguna clase de enfermo mental?
—Mmm…, apuesto más bien por un… psicópata… quizá. Es posible, naturalmente…
—¿Un psicópata no es un enfermo mental?
—No exactamente… Falta de empatia es la, ¿verdad?, expresión más… aproximada al caso del psicópata…, o sociópata, ¿verdad?, como…, como dicen nuestros… colegas americanos, naturalmente. Puedo recomendarle…, le recomiendo un libro…, naturalmente mera divulgación, ¿verdad?…, lo encontrará en cualquier…, para que se haga… una idea, sí, una idea.
—¿Podría anotarme el título?
* * *
El comisario disfruta de la vuelta a casa en autobús pese al colapso de tráfico. Queda atrás el lóbrego centro histórico, después la decimonónica cuadrícula urbana de edificios neoclásicos, se adentra finalmente en su barrio, convertido en los últimos años en una cotizada zona de residencia, limpia y tranquila. Llegando a su parada ve por la ventanilla un nuevo cartel de EN VENTA colgando de una terraza, en el ático de una finca esquinera de ladrillo, y calcula mentalmente su precio probable. Se pregunta entonces dónde podría vivir el primer comisario de policía de la ciudad si tuviera que comprar su vivienda en la actualidad. Probablemente fuera de la ciudad.
Baja del autobús con la enorme bolsa de plástico que trae y atraviesa el parque. No hay caravanas del ayuntamiento que regalen jeringuillas, ni excrementos de paloma, ni paredes manchadas de orines; el aire trae perfume de adelfas y el sol hace brillar todavía los macizos de césped. Se ven niños jugando en la zona de columpios, lim pios y bien vestidos, quizá un poco desaliñados por los movimientos del juego pero sin duda niños cuidados, siempre bajo la cercana vigilancia de madres, abuelos y tatas de piel morena que charlan en los bancos. El comisario sabe que ninguno de ellos pisará una comisaría jamás, salvo quizá para denunciar un robo en su apartamento de veraneo. Y que seguramente algún día serán adultos respetables y albergarán la complaciente seguridad de merecer cuanto tienen.
El edificio del comisario es uno de los más antiguos de la calle, de ladrillo rojo, de los pocos de protección oficial que en su día se construyeron en la zona. Sube al quinto en el moderno ascensor que han instalado tras la restauración de la finca y abre su puerta, la número 2. Adentro, papel pintado Morrison verde oscuro, mueble bajo con molduras, dos marinas enmarcadas en dorado, perchero de madera. Olor a tortilla de patatas.
—Hola-hola —voz alta y cantarína del comisario.
Voz femenina desde lejos:
—¿Ya estás aquí?, es pronto, ¿no?
—Es que te echaba de menos y he salido antes…
—Pues hoy voy retrasada, ha venido mi hermana a buscarme y hemos estado en El Corte Inglés hasta las siete. Por la lista de boda de María Teresa…
—Qué hermana…
—María Luisa.
El comisario deja la bolsa en el recibidor y entra en la cocina. Su mujer está de espaldas ante el fogón: metro sesenta y cinco, complexión pícnica, cabello teñido de castaño y recogido en un moño bajo. Delantal, zapatillas con pompón, expresión risueña cuando gira la cara para ofrecer los labios. Se dan un beso breve que al comisario le cae en la comisura del bigote por la diferencia de alturas.
—Apártate que te va a tomar olor a tortilla el traje.
—Bueno, olerá bien…
—No seas tonto, vete a cambiar. ¿Qué has traído, he oído ruido de bolsas?
—Ahora te lo enseño, déjame que me quite los zapatos.
El comisario abre la puerta de la galería anexa a la cocina, se descalza con un suspiro de alivio y se pone las zapatillas.
—¿Todavía te duelen?
—Ya casi no, pero llevo diez horas seguidas con ellos puestos.
—¿No te has estirado un rato después de comer?, ahora que te han puesto sofá…
—No, he aprovechado para ir a la Científica…, y para comprar una cosa…
—¿Quieres que te los lleve a la horma? Los tuve tres días con periódicos húmedos, pero como son de piel dura…
—Es igual, mañana me pondré los viejos para descansar. Voy a cambiarme y a ver cómo está el gato.
El comisario entra en el dormitorio y saluda al peluche del gato Garfield que reposa en la cama de matrimonio, entre las dos almohadas. Venía en una cesta navideña que le tocó en la rifa de la cafetería de la Central, hace tres o cuatro años, y el comisario se lo trajo a casa sin sospechar que iba a convertirse en el rey de su dormitorio. «Hola, Garfield», dice en voz muy alta para que se oiga desde la cocina. Después se quita las gafas para frotarse el puente de la nariz ante el espejo del tocador y se observa atentamente los ojos. El comisario suele ocultar la mirada como se oculta un feo eccema, al extremo de procurar evitársela incluso a su mujer, la única persona además de su óptico que tiene acceso a sus ojos desnudos. Pero tampoco con las gafas mira fijamente a nadie a menos que pueda hacerlo sonriendo, lo que siempre le arquea el bigote de una forma simpática, tipo gato Garfield. O a menos, naturalmente, que se trate de un interrogatorio, en cuyo caso sus ojos han resultado siempre muy útiles.
Cuando sale del dormitorio lleva unos pantalones viejos sujetos con tirantes y una camisa de cuadros. Recupera en el pasillo la enorme bolsa con la que ha llegado y vuelve a entrar en la cocina:
—Mira, ¿quieres ver lo que he comprado?
—Qué es…
—Una cosa que suena…
—Uy, es muy grande…
—Es un aparato para oír discos compactos.
—¿Y eso…?
—El magnetófono no vale para nada, ahora todo viene en discos compactos…
—¿Y desde cuándo te gusta a ti oír discos?
—Antes escuchábamos discos en casa…
—Y qué discos quieres que oigamos ahora, si no tenemos ninguno para este aparato…
El comisario se tira un poco de las perneras hasta descubrir los calcetines y se pone a bailotear taconeando con las zapatillas:
—Me gustan los discos y me gustas tú / me gusta la tortilla y me gustas tú.
Su mujer se ha puesto en jarras, con la rasera en la mano:
—Madre de Dios: ¿a ver si te han echado en el agua una de esas porquerías que les quitáis a los chicos?
El comisario se acerca bailando, la atrapa por la cintura, le da una palmada en una nalga. Ella trata de ponerse seria, de desembarazarse, pide que la suelte. Él reclama un beso a cambio. Ella concede, pero en la refriega el beso vuelve a caerle al comisario en el bigote, así que quiere otro. Entretanto ha empezado a sonar el teléfono: «Venga, déjate de tonterías y vete a contestar, que estoy con la tortilla».
El comisario va hacia la sala no sin antes darle otro azote a su presa. Descuelga. Desde la cocina se oye su saludo, «Hombre, el viajero…», pero el resto de la conversación resulta casi inaudible. No pasa mucho tiempo hablando, dos o tres minutos, «Bueno cuídate, y llama de vez en cuando… Ahora mismo se lo doy, de tu parte…».
Enseguida, el comisario vuelve a la cocina:
—Me acaban de dar otro beso para ti, así que ya me debes dos.
—¿Ah sí?, quién…
—Tomás, desde Nueva York.
—Ah y qué tal el viaje…
—Bien…, que la habitación del hotel es un asco, pero que casi se cae redondo cuando se tropezó con el primer rascacielos. Dice que los de aquí parecen de juguete en comparación… Se le ve contento…, por lo visto nada más llegar anoche salió de copas hasta las tantas…
—Menudo tiene que ser aquello por la noche…, qué miedo.
—Dice que no, que el centro está lleno de gente… Además, si no sabe cuidarse él…
—Bueno, bueno…
—Oye, ¿no te gustaría que fuéramos tú y yo, a Nueva York? En cuanto me jubile podemos ir a una agencia de viajes y preguntar…
—Huy, no…, un viaje tan largo…, y sin saber el idioma…
—Bueno, si Tomás se instala allí podrá hacernos de cicerone. Y dicen que mucha gente habla español.
—… y tantas horas de avión…
El comisario ha vuelto a acortar distancias:
—Bueno, de momento vamos a ver qué pasa con esos dos besos que me debes.
—Estate quieto, José María, que estás tú hoy muy pegajoso.