John Dunbeath, que llevaba una bandeja cargada con el
desayuno, abrió cuidadosamente la puerta empujándola con el
trasero, atravesó el vestíbulo y subió escaleras arriba. Fuera, una
brisa, hermana pequeña del vendaval del día anterior, agitaba las
copas de los pinos y rizaba la superficie del loch, aunque ya un sol frío pero osado, que iba
escalando un cielo de un azul glacial, comenzaba a penetrar en la
casa. El viejo labrador de Roddy había descubierto un destellante
rombo de sol junto a la chimenea y se había acurrucado en él,
disfrutando de su exiguo calor.
John atravesó el rellano y, tratando de mantenerla en
equilibrio en una mano, llamó con la otra a la puerta de su propia
habitación. Desde dentro la voz de Victoria dijo:
–¿Quién es?
John, al tiempo que abría la puerta,
anunció:
–El camarero de la planta que le trae el
desayuno.
Victoria seguía en la cama, aunque sentada y muy despierta,
como si ya hiciera un buen rato que estuviese desvelada. Las
cortinas descorridas dejaban pasar los primeros rayos oblicuos de
sol que incidían en la cómoda proyectando oro en la
alfombra.
–Va a ser un hermoso día -apuntó John, dejando la bandeja
sobre las rodillas de Victoria al tiempo que hacía una especie de
reverencia.
–Pero yo no tomo el desayuno en la cama
-protestó.
–Lo vas a tomar. ¿Qué tal has dormido?
–Como si estuviera drogada. En este momento iba a bajar. Lo
que pasa es que debí olvidarme de dar cuerda al reloj y está
parado; no tengo ni idea de la hora que es.
–Son casi las nueve y media.
–Tenías que haberme despertado antes.
–He decidido que debías dormir.
Llevaba un camisón que le había prestado Ellen. Era de crepé
de Chine de color rosa melocotón con
abundantes vainicas y bordados y, en realidad, había pertenecido a
Lucy Dunbeath. En lugar de cubrirse con un batín, estaba envuelta
en un chal blanco de Shetland. Los
cabellos, revueltos después del sueño, le caían por encima de un
hombro y, debajo de los ojos, se le dibujaban unas profundas
sombras, casi moradas. A John le pareció en aquel momento
intensamente frágil, como si hubiera de rompérsele entre los brazos
de querer estrecharla con ellos, tan frágil como si fuera de
porcelana. Victoria miró a su alrededor.
–Es tu cuarto, ¿verdad? Cuando me he despertado, no sabía
dónde estaba. ¿Es tu habitación?
–Sí, daba la casualidad de que ésta era la única cama que
estaba hecha.
–¿Dónde has dormido?
–En el vestidor de tío Jock.
–¿Y Roddy?
–En el cuarto de Jock. Todavía sigue allí. Hemos estado
hablando hasta las cuatro de la madrugada y ahora debe estar en el
primer sueño.
–¿Y… Thomas? – Daba la impresión de que casi no se atrevía a
pronunciar su nombre.
John acercó una silla y se instaló frente a Victoria, las
largas piernas extendidas delante de él y los brazos
doblados.
–Thomas está abajo, en la cocina, desayunando con Ellen y
Jess. Y ahora, ¿por qué no te tomas el desayuno antes de que se
enfríe?
Victoria contempló sin gran entusiasmo el huevo pasado por
agua, la tostada y la cafetera.
–La verdad es que no tengo mucho apetito
-dijo.
–De todos modos, come.
Comenzó a pelar la parte superior del huevo con muy pocos
ánimos, pero volvió a dejar la cucharilla.
–John, no sé siquiera cómo ocurrió, es decir, cómo empezó el
fuego.
–En realidad, no lo sabe nadie. Estábamos tomando una copa en
la biblioteca antes de cenar cuando empezó. Roddy dice que dejó el
fuego encendido antes de salir y supongo que, como siempre, se
desmoronaron los troncos, fueron a parar a la alfombra y no hubo
nadie que los apagara. Encima, hacía un viento de todos los diablos
y, una vez iniciado el fuego, toda la habitación fue pasto de las
llamas como si fuera de yesca.
–¿Cuándo os disteis cuenta de que la casa estaba
ardiendo?
–Ellen vino a anunciarnos que la cena estaba a punto y se
puso a refunfuñar diciendo que Thomas se había quedado solo.
Entonces yo fui a echarle una mirada y encontré la casa en
llamas.
–No quiero ni imaginármelo -dijo con voz débil-. ¿Qué hiciste
entonces?
John se lo dijo, aunque tratando de minimizar al máximo las
circunstancias reales. Pensó que Victoria ya tenía bastantes
preocupaciones para acentuarlas todavía más con descripciones
gráficas de la pesadilla que había sido encontrar el dormitorio de
Thomas lleno de humo, presenciar cómo se desplomaba el techo y ver
el cráter llameante del infierno abierto sobre su cabeza. Sabía que
el recuerdo de aquel momento persistiría en su memoria como una
horrible pesadilla durante el resto de su vida.
–¿Estaba asustado?
–Naturalmente que estaba asustado. ¡Hasta un hombre se habría
asustado! Pero salimos sin problemas a través de una de las
habitaciones del dormitorio, vinimos hacia aquí y en seguida Ellen
se hizo cargo de él. Roddy llamó a la brigada de bomberos de
Creagan y yo fui a sacar los coches del garaje para evitar que
estallara la gasolina y nos fuéramos todos al otro
barrio.
–¿Conseguiste salvar alguna cosa de la casa de
Roddy?
–Nada en absoluto. Ha desaparecido todo. Todo cuanto
poseía.
–¡Pobre Roddy!
–No parece preocuparle demasiado haberlo perdido todo. Lo que
le atormenta es sentirse culpable del incendio. Dice que habría
debido tener más cuidado, que habría debido poner un guardafuegos,
que no habría debido dejar a Thomas sólo en casa.
–Me pongo en su lugar.
–Ahora está muy bien, pero ha sido gracias a que hemos estado
charlando hasta las cuatro de la madrugada. Y Thomas también está
perfectamente, salvo que ha perdido a Cerdito. Esta noche ha
dormido abrazado a una locomotora de madera. Naturalmente, también
se ha quedado sin ropa. Todavía va con pijama, pero esta mañana
Jess se lo llevará a Creagan y le comprará ropa
nueva.
–Creí que estaba dentro -dijo Victoria-, me refiero a que,
cuando vine del aeropuerto y vi el fuego, lo primero que pensé es
que era una hoguera, después creí que estaban quemando brezo, pero
al final vi que se trataba de la casa de Roddy. Lo único que pensé
era que Thomas estaba dentro…
La voz le temblaba.
–Pero no era así -añadió John con tranquilidad-, estaba sano
y salvo.
Victoria aspiró profundamente.
–Estuve pensando en él -dijo, ahora de nuevo con voz firme-
todo el camino desde Inverness. La carretera parecía no terminar
nunca y todo el tiempo estuve pensando en Thomas.
–Oliver no vino de Londres.
No lo dijo en forma de pregunta, sino como confirmación de un
hecho.
–No… no vino en el avión.
–¿Te llamó?
–No, me envió una carta.
Con decisión, como si hubiera llegado el momento de dejar a
un lado las propias fantasías, Victoria volvió a coger la
cucharilla y tomó una o dos cucharadas del huevo.
–¿Y cómo te la hizo llegar?
–Se la dio a uno de los pasajeros. Supongo que le daría mi
descripción o algo parecido. El caso es que el hombre me la entregó
en mano. Yo estaba esperando porque me figuraba que Oliver todavía
no había bajado del avión.
–¿Y qué decía la carta?
Victoria renunció a la misión imposible de tomarse el
desayuno y apartó la bandeja a un lado. Se reclinó en los cojines y
cerró los ojos.
–Que no va a volver.
Parecía extenuada.
–Se ha ido a Nueva York. Ya está en Nueva York en estos
momentos. Salió en un avión ayer por la noche. Hay un productor que
va a poner la obra, Un hombre en la
oscuridad, y ha tenido que ir para ver cómo va
todo.
Temiendo la respuesta, John se aventuró a hacer la
pregunta:
–¿Va a volver?
–Supongo que volverá algún día. Este año, el año que viene,
algún día, nunca.
Victoria abrió los ojos.
–Eso es lo que dice. De todos modos, no va a ser en un futuro
previsible.
John esperó mientras ella terminaba de decírselo todo y, como
si éste todavía pudiera dudarlo, añadió:
–Me ha abandonado, John.
John no dijo nada.
Victoria continuó con voz indiferente, como si sus palabras
no tuvieran demasiada importancia.
–Es la segunda vez que me abandona. Casi se ha convertido en
una costumbre. – Trató de sonreír-. Sé que me dijiste que me había
comportado como una tonta con Oliver, pero creía que esta vez sería
realmente diferente. Me figuré que esta vez Oliver quería cosas que
no había deseado nunca hasta ahora, cosas como comprarse una casa,
ofrecer un hogar a Thomas… tal vez casarse. Me figuré que ahora
quería que estuviésemos los tres juntos, que formásemos una
familia.
John observaba su cara. Tal vez la brusca desaparición de
Oliver Dobbs, la sorpresa paralizadora del fuego, habían actuado
como una especie de catarsis. Lo que ahora veía era que las
barreras que existían entre los dos, la frígida reserva de
Victoria, se habían derrumbado. Por fin era sincera consigo misma y
no ocultaba nada a John. Para él era como una especie de triunfo
maravilloso y lo reconoció como un remanente de aquella sensación
de íntima beatitud que había experimentado la noche
anterior.
–Ayer, en la playa de Creagan, no quise escucharte -dijo
ella-, pero tenías razón. Tenías razón al juzgar a
Oliver.
–Me gustaría poder decir que no la tenía pero la verdad es
que no puedo.
–No vas a decirme: ¡ya te lo había dicho!
–No lo diría aunque pasasen mil años.
–Lo terrible de la situación es que Oliver no necesita a
nadie. Esto es lo malo de él y así lo admite en su carta. Me dice
que lo único que le interesa es escribir.
Victoria consiguió sonreír.
–Esto ha sido para mí una terrible bofetada, porque yo creía
que lo único que le interesaba era yo.
–¿Qué vas a hacer ahora?
Victoria se encogió de hombros.
–No sé. No sé por dónde empezar, pero Oliver me ha dicho que
devuelva a Thomas a los Archer y ya he empezado a pensar en cómo lo
haré. No sé siquiera dónde viven y, como es lógico, tampoco sé qué
voy a decirles cuando les vea. Por otra parte, tampoco quisiera
perder a Thomas. No me gusta tenerle que decir adiós. Será como si
me lo arrancasen. También está el asunto del coche. Oliver dice
que, si dejo el Volvo aquí, tal vez Roddy podría venderlo. O que
puedo ir con el coche hacia el sur si quiero, pero la verdad es que
no quiero, y menos yendo con Thomas. Supongo que puedo tomar un
avión o un tren en Inverness, pero eso significaría
que…
John se dio cuenta de que no podía seguir escuchando ni un
instante más y la interrumpió.
–Victoria, no quiero oír ni una palabra más.
Cortada en mitad de una frase, sorprendida de la aspereza de
la voz de John, Victoria se quedó mirándole con la boca
abierta.
–Pero es que yo tengo que contártelo, tengo que hacer una
serie de cosas…
–No, no tienes que hacer nada. No tienes que hacer nada en
absoluto. Yo me ocuparé de todo. Haré los trámites necesarios para
devolver a Thomas a sus abuelos…
–… Pero es que tú ya tienes bastantes cosas en qué
pensar.
–Incluso me ocuparé de calmarles.
–Después de todo lo del incendio, de Roddy, de
Benchoile…
–Tal como están las cosas, seguro que necesitan que los
calmen. Me ocuparé de Thomas y me ocuparé de ti pero, en lo tocante
al coche de Oliver, por mí ya se puede pudrir y convertirse en un
montón de chatarra. Y en cuanto a Oliver Dobbs, él y todo su genio
y todas sus proezas sexuales y todas las cosas que le interesan…
que se pudra igualmente. Y no quiero oír nunca más en mi vida el
nombre de ese egocéntrico hijo de perra. ¿Queda
claro?
Victoria se quedó pensativa y con la cara muy
seria.
–A ti no te ha gustado nunca, ¿verdad?
–No tenía especial interés en que se me
notase.
–Pues se notaba bastante. De vez en cuando.
John hizo una mueca.
–Ha tenido suerte de que no le aplastase las narices de un
puñetazo.
Echó una ojeada al reloj, se desperezó como un gato y se puso
de pie.
–¿Adonde vas? – le preguntó Victoria.
–Voy abajo a telefonear. Tengo que hacer un millón de
llamadas. Oye, ¿por qué no desayunas de una vez? No tienes que
preocuparte de nada.
–Sí, estaba pensando en una cosa.
–¿En qué?
–En la concha. La concha reina. Estaba en el antepecho de la
ventana de mi cuarto. En la casa de Roddy.
–Ya encontraremos otra.
–A mí me gustaba aquella.
John abrió la puerta.
–El mar está lleno de regalos -dijo.
En la cocina encontró a Jess Guthrie junto al fregadero
pelando patatas.
–Jess, ¿dónde está Davey?
–Esta mañana está en la colina.
–¿Le verás?
–Sí, bajará a comer a las doce.
–Pues dile que, cuando baje, quiero hablar con él. ¿Se lo
dirás? Esta tarde a la hora que quiera. Pongamos a las dos y
media.
–Le diré el recado -prometió.
Si mi amor se fuera
seguro que encuentra otro
donde el tomillo silvestre
crece entre el brezo florido.
¿Te irás, amor, te irás?
Fue a la biblioteca, cerró enérgicamente la puerta tras él,
encendió la chimenea, se sentó ante el escritorio de su tío y se
dispuso a entregarse a una orgía de llamadas
telefónicas.
Llamó a la oficina de Londres y habló con el vicepresidente
de la compañía, con un par de colegas más y con su secretaria, Miss
Ridgeway.
Habló con el servicio de informaciones de la Telefónica,
donde le dieron la dirección y el número de teléfono de los Archer
en Woodbridge. Hizo la llamada y habló largo y tendido con
ellos.
Una vez terminado este capítulo, llamó a la estación de tren
de Inverness y reservó tres billetes en el Clansman para el día
siguiente.
Llamó a los abogados McKenzie, Leith y Dudgeon y habló con
Robert McKenzie y, más tarde, con la compañía de seguros para el
asunto del incendio.
Era casi mediodía. John hizo una serie de cálculos rápidos
para verificar la diferencia horaria y llamó a Colorado para hablar
con su padre, arrancó al buen hombre de los dulces sueños de la
mañana y estuvo hablando con él una hora o más.
Finalmente, para terminar, llamó a Tania Mansell, cuyo número
de teléfono marcó de memoria. Sin embargo, la línea estaba ocupada
y, después de esperar un momento, colgó. No trató de volver a
llamar.