Viernes


Oliver estaba sentado en el sofá, sosteniendo al pequeño de pie en sus rodillas. Lo primero que vio Victoria después de subir las escaleras fue la nuca de Oliver y la cara redonda, roja y arrasada en lágrimas de su hijo. Sorprendido por la súbita aparición, el niño dejó de llorar un momento y después, dándose cuenta de que no se trataba de ninguna persona conocida, rompió a llorar de nuevo.

Oliver lo hacía saltar sobre sus rodillas con la esperanza de divertirle, pero todo era inútil. Victoria soltó el bolso y se quedó de pie junto a los dos mientras se desabrochaba el abrigo.

–¿Cuánto rato hace que está despierto?

–Unos diez minutos.

El niño berreaba rabiosamente y Oliver tenía que gritar para que Victoria le oyera.

–¿Qué le pasa?

–Supongo que tendrá hambre.

Oliver se puso de pie levantando al mismo tiempo su carga. El pequeño llevaba un mono y un jersey blanco muy apretujado. Tenía unos cabellos de un tono rubio cobrizo y los rizos de la nuca húmedos y enmarañados. Lo único que había podido sacar a Oliver antes de salir en dirección a la casa de los Fairburn era que aquel niño era hijo suyo y con esto había tenido que contentarse. Después se había marchado dejando al niño profundamente dormido en el sofá y a Oliver tomándose tranquilamente su whisky con agua.

Pero ahora… les miró desalentada y temerosa. Ella no sabía nada de niños. Apenas había sostenido en brazos alguno en su vida. ¿Qué comían? ¿Qué querían cuando lloraban tan desconsoladamente como aquel?

–¿Cómo se llama? – le preguntó.

–Tom -dijo Oliver volviendo a hacerle saltar y revolviéndole entre sus brazos-. ¡Eh, Tom, saluda a Victoria!

Tom volvió a mirar a Victoria e inmediatamente después les hizo saber con toda energía qué pensaba de ella. La chica se quitó el abrigo y lo dejó en una butaca.

–¿Cuántos años tiene?

–Dos.

–Si tiene hambre, tendríamos que darle comida.

–Lo encuentro muy lógico.

Oliver no le servía de ninguna ayuda. Victoria fue a la cocina a ver si encontraba algo adecuado para alimentar a un niño. Echó un vistazo al armario y vio botecitos de especias, levadura, harina, mostaza, lentejas, cubitos para sopa.

¿A qué había venido a su casa, por qué volvía después de tres años de silencio? ¿Qué hacía con el niño? ¿Dónde estaba la madre?

Mermelada, azúcar, avena para hacer gachas. Era un paquete que había traído su madre la última vez que había estado en Londres, con la intención de hacer unas galletas especiales.

–¿Come gachas? – preguntó.

Oliver no respondió porque los berridos de su hijo no le dejaron oír la pregunta, por lo que Victoria se acercó a la puerta abierta y la repitió.

–Sí, supongo que sí, me parece que come de todo.

Al borde de la exasperación, volvió a la cocina, puso un puchero con agua en el fuego, echó dentro unos copos de avena, buscó un tazón, una cuchara, una jarra de leche. Así que empezó a hervir, redujo la llama y volvió a la salita. Se dio cuenta de que estaba ocupada por Oliver, que ya no era su salita sino que estaba llena de Oliver, de sus cosas, de su vaso vacío, de sus colillas, de su hijo. El abrigo del niño estaba en el suelo, los cojines del sofá aplastados y arrugados, todo el aire se estremecía con la desesperación y el desconsuelo del pequeño.

A Victoria le pareció insoportable.

–¡Ven! – dijo a Thomas tomándole enérgicamente en brazos, mientras por las mejillas de éste seguían resbalando las lágrimas.

Dirigiéndose a Oliver, Victoria le dijo:

–Asegúrate de que las gachas no se queman.

Llevó a Tom al cuarto de baño y lo dejó en el suelo.

Previendo que se encontraría con unas gasas empapadas, le desabrochó el mono y descubrió que no llevaba gasas y que estaba milagrosamente seco. Como es lógico, en aquella casa donde no vivía ningún niño tampoco había ningún orinal, pero con un poco de esfuerzo consiguió convencerle para que se sentara en el retrete. Aunque pueda parecer increíble, aquel logro tan poco importante tuvo la virtud de acabar con el llanto.

–¡Qué niño tan bueno estás hecho! – le dijo Victoria, a lo que él respondió mirándola y, con la cara todavía mojada por las lágrimas, le dirigió una inesperada y cautivadora sonrisa.

Después el niño descubrió la esponja de Victoria y, metiéndosela en la boca, comenzó a morderla, pero Victoria estaba tan contenta de que hubiera dejado de llorar que se lo dejó hacer. Le abrochó la ropa, le lavó las manos y la cara y le llevó de nuevo a la cocina.

–Ha ido al retrete -notificó a Oliver.

Éste se había servido otro whisky, terminando con ello la botella de Victoria. Tenía el vaso en una mano y una cuchara de madera en la otra, con la que iba removiendo las gachas.

–Me parece que esta cosa ya está a punto -comentó.

Así era. Victoria puso una parte en un cuenco, le añadió leche, se sentó a la mesa de la cocina con Tom en las rodillas y dejó que comiera solo, lo cual hizo perfectamente. Después de la primera cucharada, Victoria cogió inmediatamente una servilleta de té y se la sujetó a Tom en el cuello. Al cabo de un momento el cuenco había quedado vacío y, al parecer, Thomas estaba dispuesto a seguir.

Oliver, saliendo de la cocina, dijo:

–Salgo un momento.

Victoria, que no las tenía todas consigo, pensó que a lo mejor se marchaba, no volvía y ella tenía que quedarse con el niño.

–No puedes marcharte -le dijo.

–¿Porqué?

–No puedes dejarme sola con el niño. No me conoce.

–Tampoco sabe quién soy yo y no parece importarle demasiado. Está comiendo solo y está tranquilo.

Oliver se apoyó en una mesa con las palmas de las manos y se agachó para dar un beso a Victoria. Habían pasado tres años, pero lo que sintió le resultó alarmantemente familiar: una sensación de algo que se derrite, como si el estómago se hundiera de pronto. Sentada con el niño en las rodillas, pensó que no podía permitir que le ocurriera tal cosa.

–En cinco minutos estaré de vuelta. Voy a comprar cigarrillos y una botella de vino.

–¿Piensas volver?

–¿Cómo puedes ser tan desconfiada? ¡Claro que volveré! No te figures que vas a librarte de mí tan fácilmente.

De hecho, estuvo quince minutos fuera. Cuando volvió, la salita volvía a estar ordenada, los cojines esponjados, retirados los abrigos y vaciados los ceniceros. Oliver encontró a Victoria en el fregadero, con un delantal y lavando una lechuga.

–¿Dónde está Thomas?

Ella ni se volvió siquiera.

–Le he dejado en mi cama. Ya no llora y me parece que volverá a dormirse.

Oliver decidió que la cabeza de Victoria, vista desde atrás, tenía un aspecto implacable. Dejó sobre la mesa la bolsa de papel con las botellas y la obligó a darse la vuelta.

–¿Estás enfadada? – le preguntó.

–No, preocupada.

–Puedo darte explicaciones.

–Tendrás que dármelas.

Victoria se volvió de nuevo de cara al fregadero y continuó con la lechuga.

–No pienso darte ninguna explicación si no me atiendes como es debido. Deja eso, ven y siéntate.

–Me figuraba que querías comer. Está haciéndose muy tarde.

–No importa la hora. Tenemos todo el tiempo del mundo. Ven. Ven y siéntate.

Había traído vino y otra botella de whisky. Mientras Victoria se quitaba el delantal y lo colgaba en su sitio, Oliver fue a buscar unos cubitos de hielo y sirvió dos vasos. Victoria había ido a la sala de estar y él se reunió con ella. Estaba sentada en un taburete de espaldas al fuego y no le dedicó ninguna sonrisa. Él le tendió el vaso y levantó el suyo.

–¿Por la reconciliación? – sugirió Oliver a modo de brindis.

–De acuerdo -dijo ella.

La palabra reconciliación parecía bastante inofensiva. Notó la frialdad del vaso en las manos. Tomó un sorbo y se sintió mejor, mejor preparada para escuchar lo que él quisiera decirle.

Oliver estaba sentado en el borde del sofá, frente a ella. Llevaba unos artísticos remiendos en las rodilleras de los vaqueros y unas botas de cuero manchadas y gastadas. Victoria no pudo evitar pensar en qué debía gastar los frutos de sus considerables éxitos. Tal vez en whisky. O tal vez en una casa en algún lugar de Londres más salubre que la del callejón de Fulham donde había vivido en otro tiempo. Pensó en el enorme Volvo que tenía aparcado en los Mews y se fijó en el reloj de oro que llevaba en la huesuda muñeca.

–Tenemos que hablar -dijo él de nuevo.

–Habla.

–Creía que estarías casada.

–Ya lo has dicho antes, cuando he abierto la puerta.

–Pero no lo estás.

–No.

–¿Y por qué?

–Pues porque no he encontrado a nadie con quien me apeteciera casarme. O a lo mejor porque no he encontrado a nadie que quisiera casarse conmigo.

–¿Sigues pintando?

–No, lo dejé un año después. No lo hacia muy bien. Tenía un poco de talento, pero no el suficiente. No hay nada más desalentador que tener únicamente un poco de talento.

–¿Y ahora qué haces?

–Trabajo. En una tienda de modas de Beauchamp Place.

–No parece un trabajo muy complicado.

Victoria se encogió de hombros.

–Para mí está bien.

El objeto de la conversación no era Victoria, sino Oliver.

–Oliver…

Pero Oliver no quería preguntas, tal vez porque todavía no había decidido cuáles iban a ser las respuestas. Por tanto, la interrumpió en seguida.

–¿Qué tal la fiesta?

Victoria sabía que la pregunta era un subterfugio para desviar la conversación. Le miró y él la miró a su vez con gran inocencia. Victoria pensó que, de hecho, poco importaba. Como él decía, tenían todo el tiempo del mundo. Tarde o temprano tendría que darle alguna explicación.

–Lo de siempre: montones de gente montones de bebidas, todo el mundo hablando sin que nadie dijera nada -añadió ella.

–¿Y quién te ha traído a casa?

A Victoria le sorprendió que Oliver quisiera saberlo, pero recordó que siempre le habían interesado las personas, tanto si las conocía como si no e incluso cuando no le gustaban. En el autobús solía escuchar las conversaciones de la gente. Hablaba con desconocidos en los bares, con los camareros de los restaurantes. Todo cuanto le ocurría quedaba almacenado en el departamento retentivo de la memoria, donde era rumiado y digerido y de donde saldría más adelante en alguna de las cosas que pondría por escrito, en algún diálogo o en alguna situación.

–Un americano -dijo Victoria.

Oliver se interesó al momento.

–¿Qué clase de americano?

–Un americano sin más.

–Me refiero a si era calvo, de mediana edad, con varias cámaras fotográficas colgadas del cuello, a si era un hombre serio, sincero… ¡Vamos, lo habrás notado!

Pues claro que lo había notado. Era alto, no tanto como Oliver, pero más fornido, con los hombros anchos y el estómago liso. Daba la impresión de que se entregaba con furia al squash en sus ratos libres o que se dedicaba a correr por el parque por la mañana temprano con sus zapatillas de deporte y su chándal. Recordaba sus ojos oscuros y su cabello casi negro, un cabello crespo y grueso, de ese que hay que dejar muy corto porque fácilmente se desmanda. Lo llevaba muy bien cortado, probablemente por Mr. Trumper o por uno de esos peluqueros reputados de Londres, y le quedaba como moldeado en la cabeza como una segunda piel.

Recordaba sus rasgos definidos, su tez morena, sus dientes maravillosamente blancos, tan americanos. ¿Por qué tenían aquellas dentaduras tan estupendas los americanos?

–No, nada de eso.

–¿Cómo se llama?

–John, John no sé qué más. Diría que Mrs. Fairburn no es muy ducha haciendo presentaciones.

–¿Él no te dijo cómo se llamaba? Entonces quiere decir que no era un americano auténtico, porque lo primero que te sueltan los americanos es cómo se llaman y en qué trabajan, antes de saber si te interesa o no.

Y con un acento neoyorquino perfecto, Oliver dijo:

–¡Hola! John Hackenbacker, Consolidated Aluuuuuminium. Encantado de conocerla.

Victoria se rió involuntariamente, pero al momento se avergonzó de haber reído, como si tuviera que salir obligatoriamente en defensa de aquel joven que la había llevado a casa en su deslumbrante Alfa Romeo.

–Nada que ver con lo que dices. Y, además, mañana se iba a Bahrein -añadió, como si aquello fuera un puntó a favor del americano.

–¡Vaya! ¡Petróleo!

Victoria ya se estaba cansando de sus ironías.

–Oliver, no tengo ni idea.

–Veo que ha habido poco contacto. ¿De qué demonios habéis hablado entonces?

De pronto a Oliver se le ocurrió una idea y, con risita sardónica, dijo:

–¡Ya sé! Habéis hablado de mí.

–Puedes estar completamente seguro de que ni te hemos mentado siquiera. Me parece que ya va siendo hora de que me hables de ti… y de Thomas.

–¿Qué tengo que decir de Tom?

–¡Vamos, Oliver, no me vengas con evasivas!

Oliver se echó a reír al verla tan exasperada.

–¡Qué poco simpático soy!, ¿verdad? Y tú te mueres de ganas de saber qué pasa. Pues te lo voy a decir: lo he robado.

Como la respuesta había sido mucho peor de lo que Victoria esperaba, le fue necesario aspirar una profunda bocanada de aire. Al cabo de un momento ya había recobrado la calma suficiente para preguntar:

–¿Y a quién se lo has robado?

–A Mrs. Archer, la madre de Jeannette, mi antigua suegra. Probablemente no lo sabes, pero Jeannette murió en un accidente de aviación en Yugoslavia poco después del nacimiento de Tom. Desde entonces los padres de ella se habían ocupado del niño.

–¿Y tú ibas a verle?

–No, no le había visto nunca, ni una sola vez. Hoy ha sido el primer día.

–¿Y qué es lo que ha ocurrido?

Oliver había terminado el whisky. Se levantó, fue a la cocina y se preparó otro. Victoria oyó el tintineo de la botella, el cubito de hielo al caer en el vaso, el grifo al abrirse y al cerrarse. Después Oliver reapareció y volvió a sentarse, recostándose en los mullidos cojines del sofá y estirando completamente las piernas.

–He estado una semana en Bristol. Van a poner en escena una de mis obras en el Fortune Theatre; en estos momentos todavía están con los ensayos, pero tenía que ponerme de acuerdo con el productor y rescribir parte del tercer acto. De vuelta a Londres esta mañana, estaba distraído pensando en la obra y me he equivocado de carretera, me he dado cuenta de que me había metido en la A-30 y de que acababa de pasar un poste indicador que decía Woodbridge, que es donde viven los Archer. Y entonces he pensado, ¿y por qué no? Me he desviado y les he hecho una visita. Así de sencillo. Una especie de antojo, podría decirse, la mano del destino preparada para un pérfido zarpazo.

–¿Has visto a Mrs. Archer?

–No, Mrs. Archer estaba en Londres, comprando sábanas en Harrods o algo por el estilo. Pero había un bombón de chica de nombre Helga a la que ha costado muy poco convencer de que me invitara a comer.

–¿Sabía que eras el padre de Tom?

–No.

–¿Qué ha ocurrido después?

–Nos hemos sentado a la mesa de la cocina y ella ha ido arriba a buscar a Tom. Hemos comido una cosa muy buena y muy sana. Todo era muy bueno y muy sano y estaba todo tan limpio que parecía que lo habían puesto en el autoclave. La casa entera es como un enorme autoclave. No hay gato ni perro ni un libro legible en toda la casa, como si en las sillas no se sentara nadie, y el jardín está lleno de espantosos parterres de flores. Parece un cementerio, con todos sus caminitos trazados con regla. Ya me había olvidado de la flagrante pobreza de espíritu de esa casa.

–Pero es la casa de Tom.

–Sí, esto es lo que me fastidió y lo que habría acabado por fastidiarle también a él. Tenía un libro con ilustraciones con su nombre escrito en la portada: «Thomas Archer. De su abuela.» Y esto fue lo que me sacó de quicio, porque da la casualidad de que no se llama Thomas Archer, sino Thomas Dodds. Así es que cuando la chiquita se ha ido a buscar su abominable cochecito para sacarle de paseo, he cogido al niño en brazos, he salido con él de aquella casa, le he metido en el coche y me he marchado con él.

–¿Y a Thomas no le ha importado?

–Al parecer, no. La verdad es que parecía muy contento. Después nos hemos parado en un sitio y hemos pasado la tarde en un parque. Ha estado columpiándose, jugando con la arena, se ha acercado un perro, ha estado hablando con Tom. Más tarde se ha puesto a llover, entonces he comprado unas galletas y nos hemos vuelto a meter en el coche y hemos venido a Londres. Lo he llevado a mi casa.

–¿Dónde vives?

–En el mismo sitio de siempre, en Fulham. Ya sé que tú no has estado nunca en mi casa, pero de hecho mi casa no es para vivir en ella, sino para trabajar. Es un sótano, una especie de covacha, y aunque me puse de acuerdo con una señora enorme, una antillana que vive en el primer piso, para que limpiara una vez por semana, la verdad es que yo siempre lo veo todo igual. En fin, que me he llevado a Tom a mi casa y me ha hecho la merced de dormirse en mi cama y después he telefoneado a los Archer.

Lo dijo como de paso. La cobardía moral era un pecado que Oliver no padecía, pero Victoria, al pensar en todas aquellas cosas, no pudo dejar de desalentarse.

–¡Oh, Oliver!

–¿Qué pasa? ¿No estoy en mi derecho? Después de todo, es mi hijo.

–Pero la mujer debía de estar preocupadísima.

–Yo ya le había dicho a la chica cómo me llamaba. Mrs. Archer sabía que el niño estaba conmigo.

–Pero…

–¿Quieres que te diga una cosa? Hablas igual que la madre de Jeannette. Ni que yo fuera un delincuente. Da la impresión de que quiero maltratar al niño, estrellarle la cabeza contra una pared de ladrillo, yo qué sé.

–No, no digo eso. Lo que pasa es que comprendo a esa señora.

–Bueno, pues no la comprendas.

–Querrá que se lo devuelvas.

–Claro que quiere que se lo devuelva, pero yo le he dicho que de ahora en adelante seré yo quien va a ocuparse del niño.

–¿Puedes? Me refiero a si tienes derechos legales. ¿No te denunciará a la Policía, a los abogados o a los tribunales?

–Me ha amenazado con eso. Querella criminal, tribunales, en el espacio de diez minutos me ha apedreado con todo eso y más. Pero voy a decirte una cosa: no puede hacer nada. No hay nadie que pueda hacerme nada. Él es mi hijo y yo soy su padre. No soy un criminal ni un incapacitado para hacerme cargo de él.

–Aquí está el detalle: no puedes hacerte cargo de él.

–Lo que necesita es una casa adecuada, provista de todo lo que haga falta para que esté bien.

–¿La casa va a ser el sótano de Fulham?

Hubo un largo silencio durante el cual Oliver, con mesurada deliberación, aplastó la colilla.

–Esta es la razón de que me encuentre aquí -dijo a Victoria finalmente.

Sí, por fin lo había dicho, había puesto las cartas boca arriba: por eso había venido.

–Por lo menos eres sincero -dijo ella.

Oliver la miró enfurruñado.

–Yo siempre soy sincero.

–¿Quieres que yo me ocupe de Tom?

–Los dos podemos ocuparnos de él. ¡No querrás que vuelva a llevármelo a aquel sótano húmedo!

–Yo no puedo ocuparme de un niño.

–¿Por qué?

–Trabajo, tengo que ir a trabajar. Aquí no hay ninguna habitación para niños.

Y con voz de falsete, añadió:

–¿Y qué dirán los vecinos?

–En esto los vecinos no cuentan para nada.

–Podrías decir que soy un primo tuyo de Australia, que Tom es hijo mío y aborigen.

–¡Ya basta de bromas, Oliver! Esto no es cosa de broma. Tú has robado a este hijo tuyo. Lo que no entiendo es cómo no llora de terror y de tristeza. Seguro que Mrs. Archer está destrozada, en el momento más impensado tendremos a la Policía en la puerta y a todo esto tú respondes con tus chistecitos.

Oliver se quedó pensativo.

–Si es eso lo que piensas, cojo al niño y me voy.

–¡Oh, Oliver, no es eso! Pero date cuenta de que tienes que ser sensato.

–De acuerdo, seré sensato. Mira, acabo de adoptar la expresión más sensata posible.

Victoria se negó a sonreír.

–¡Vamos, Victoria! No te enfades, de haber pensado que te enfadarías, no hubiera venido.

–No entiendo por qué has venido.

–Pues porque se me ha ocurrido que tú eras exactamente la persona adecuada para ayudarme. He pensado en ti y quería telefonearte primero, pero entonces se me ha ocurrido que a lo mejor me contestaba un desconocido, o peor aún, un marido remilgado. ¿Qué le habría dicho entonces? Soy Oliver Dobbs, el famoso escritor y dramaturgo. Tengo un niño y me gustaría que su esposa se ocupase de él. ¿Se lo habría tragado?

–¿Y qué habría pasado si no me hubieras encontrado?

–No lo sé. Algo habría pensado. Lo que sí sé es que no habría devuelto a Tom a los Archer.

–A lo mejor tienes que devolvérselo, ya que no puedes ocuparte de él…

Oliver la interrumpió, como si Victoria no hubiera dicho nada.

–Mira, tengo un plan. Como ya te he dicho, los Archer no tienen nada en qué apoyarse, pero existe la posibilidad de que intenten buscarle tres pies al gato. A mí me parece que tendríamos que marcharnos de Londres, desaparecer durante un tiempo. Ahora pondrán esa obra mía en Bristol pero, en lo que a mí concierne, yo ya no tengo nada que hacer en el asunto. El lunes será el estreno, después la obra queda en manos de los críticos y del público en general. Así es que podríamos salir de viaje: tú, yo y Tom. Nos vamos los tres, podemos ir a Gales, o al norte de Escocia o bajar hasta Cornualles y esperar la llegada de la primavera. Podemos…

Victoria le contemplaba con ojos incrédulos. Estaba atónita, ofendida, indignada. ¿Cómo podía figurarse que ella… cómo podía hacerse la ilusión de que tuviera tan poco orgullo? ¿No se había planteado nunca que le había hecho muchísimo daño? Hacía tres años que Oliver Dobbs había salido de su vida dejándola destrozada, abandonándola para que se dedicara a recomponerse ella sola. Y ahora, de pronto, había decidido que la necesitaba de nuevo para que se ocupara de su hijo. Allí le tenía, sentado delante de ella, haciendo planes, intentando seducirla con sus palabras, convencido de que conseguir que recapitulara y abandonara toda resistencia no era más que cuestión de tiempo.

–No hay turistas, las carreteras están despejadas, no hay que hacer reservas en los hoteles, todos esperando hacer negocio, muriéndose de ganas de que nos quedemos…

Oliver estaba disparado fraguando planes, haciendo desfilar delante de Victoria imágenes de mares azules y campos de amarillos narcisos, de aquella huida libre de cuidados, de caminitos que serpenteaban a través de los campos. Victoria le escuchaba entretanto, maravillada de tanto egoísmo. Había atendido a su hijo y él quería que continuara atendiéndole, necesitaba una persona para que se ocupara de su hijo. Por esto había pensado en Victoria. Algo tan sencillo como una fórmula de matemáticas elementales.

Por fin se calló. El entusiasmo le había iluminado la cara, como si no existiera posibilidad de objeción a proyecto tan maravilloso como aquél. Al cabo de un momento, como quería conocer toda la verdad, Victoria dijo:

–Aparte del interés, ¿por qué has pensado en mí?

–Supongo que ha sido por ser quien eres.

–Quieres decir, estúpida.

–No, no eres estúpida.

–Clemente, entonces.

–No podrías dejar de serlo, no sabes. Además, los dos pasamos muy buenos ratos juntos. No lo pasamos mal. Y has estado contenta de volver a verme. Así es, ya que de otro modo no me habrías dejado entrar en tu casa.

–Oliver, no todas las heridas son necesariamente visibles.

–¿Qué se supone que quieres decir con esto?

–¡Madre mía! Yo te quería y tú lo sabías.

–Yo no quería a nadie y tú también lo sabías -le recordó él.

–No querías a nadie, salvo a ti mismo.

–Es posible. Y también quería lo que estaba haciendo.

–No quiero que vuelvas a hacerme daño. No volverás a hacerme daño.

La boca de Oliver dibujó una sonrisa.

–Pareces muy decidida.

–No voy contigo.

Oliver no contestó, pero sus ojos, claros y resueltos a no parpadear, no se apartaron de su cara. Fuera, el viento sacudía la ventana. Se oyó un coche. La voz de una chica gritó el nombre de una persona. Seguramente iban a una fiesta. Llegaba, lejano, el remoto zumbido del tráfico de Londres.

–No puedes pasarte la vida intentando evitar que te hagan daño, ya que de lo contrario tendrás que volver la espalda a todo tipo de relaciones -le dijo.

–Digamos que no quiero que me hagas daño tú. Eres demasiado experto en esto.

–¿Es la única razón de que no quieras acompañarnos?

–Me parece que es una razón suficiente, pero también hay otras. Consideraciones prácticas. Dicho sea de paso, estoy trabajando…

–Sí, vender vestidos a mujeres idiotas. Telefoneas y das cualquier excusa. Dices que se ha muerto tu abuela. Dices que de pronto has tenido un hijo… ¡lo que casi es verdad! Les envías tu dimisión. Yo ahora soy rico. Me haré cargo de ti.

–Ya lo dijiste una vez, hace mucho tiempo, pero me engañaste.

–¡Qué buena memoria tienes!

–Hay cosas que no se olvidan.

El reloj de la repisa tocó las once. Victoria se levantó y dejó el vaso vacío junto al reloj y, al hacerlo, vio reflejado a Oliver, que la miraba a través del espejo colgado en la pared detrás del reloj.

–¿Tienes miedo? – le preguntó Oliver-. ¿Es eso?

–Sí.

–¿De mí o de ti?

–De los dos.

Y apartándose del espejo añadió:

–Vamos a cenar un poco.

Era casi medianoche cuando terminaron la improvisada cena y Victoria se sintió de pronto tan cansada que ni siquiera tuvo energías para recoger los platos y los vasos vacíos y lavarlos. Oliver vertió en su vaso el resto de vino que quedaba en la botella y buscó otro cigarrillo, aparentemente disponiéndose a acostarse, pero Victoria se puso de pie empujando la silla para atrás y dijo:

–Me voy a la cama.

Oliver la miró un poco sorprendido:

–Lo encuentro muy asocial por tu parte.

–Me importa poco que sea asocial. Como no me acueste, me dormiré de pie.

–¿Qué quieres que haga?

–No quiero que hagas nada.

–Me refiero a que si quieres que vuelva a Fulham -dijo hablando pausadamente, como quien considera que la persona con la cual está hablando se comporta de manera totalmente absurda-. ¿Quieres que duerma en el coche? ¿Quieres que despierte a Thomas, que me lo lleve en plena noche y que no vuelva a pisar en la vida el umbral de tu puerta? No tienes más que decirlo.

–Ahora no puedes llevarte a Thomas, está durmiendo.

–Entonces me voy a Fulham y lo dejo aquí contigo.

–No, eso tampoco, a lo mejor se despierta en plena noche y se asusta.

–En tal caso me quedaré.

Y adoptó la expresión del que se dispone a acomodarse aun en contra de su voluntad.

–¿Dónde quieres que duerma? ¿En el sofá? ¿Sobre la cómoda? ¿En el suelo junto a la puerta de tu dormitorio, como un perro o como un esclavo fiel?

Victoria se negó a reaccionar ante sus puyazos.

–En el vestidor hay un diván -le dijo-. La habitación está llena de maletas y de vestidos de mi madre, pero el diván es más largo que el sofá. Voy a hacerte la cama…

Victoria salió de la habitación dejando a Oliver con su cigarrillo y su vaso de vino y todo el caos de platos sucios. En una funda del vestidor encontró sábanas y una almohada. Sacó las cajas de vestidos y el montón de ropa apilada en el diván y lo cubrió con las sábanas limpias. La habitación olía a cerrado y a naftalina (¿sería del abrigo de pieles de su madre?), por lo que abrió las ventanas de par en par; el aire húmedo y frío que venía de la oscuridad entró en la habitación y agitó las cortinas.

Oyó ruidos que venían de la cocina, como si Oliver hubiera decidido retirar los platos de la cena o quizá lavarlos. Victoria estaba sorprendida, sabiendo que las actividades domésticas no eran su fuerte, pero por otra parte se sintió conmovida y, pese a que estaba tan cansada, pensó en acudir a su lado a ayudarle. Sabía, sin embargo, que si lo hacía, comenzarían a hablar de nuevo, y en ese caso Oliver volvería a tratar de inducirla a salir de viaje con él y con Thomas. Así es que le dejó solo y se fue a su habitación. La única luz que iluminaba la estancia provenía de una lámpara que había sobre el tocador. A un lado de la cama de matrimonio, Thomas estaba profundamente dormido, asomando un brazo y con el pulgar metido en la boca. Victoria le había desnudado casi por completo, dejándole únicamente la camiseta y los calzoncillos. Había dejado su ropa cuidadosamente doblada sobre una silla, debajo de la cual habían quedado sus zapatos y sus calcetines. Victoria se agachó para sacarle de la cama. Era una carga cálida y dulce la que notó en sus brazos. Le llevó al cuarto de baño y se las arregló para convencerle de que usara de nuevo el retrete. Casi no se despertó: balanceaba la cabeza pero tenía el pulgar obstinadamente metido en la boca. Volvió a dejarle en la cama y el niño suspiró satisfecho y continuó durmiendo Victoria hizo votos para que durmiera hasta la mañana siguiente.

Victoria se enderezó y aguzó el oído. Tuvo la impresión de que Oliver había renunciado a lavar los platos de la cena y de que ahora volvía a estar en el salón y estaba telefoneando. Sólo a Oliver podía ocurrírsele telefonear a medianoche. Victoria se desnudó, se cepilló el cabello, se puso el camisón y, con extrema cautela, se deslizó en la cama por el lado opuesto al de Tom. Éste no se movió siquiera. Victoria se quedó boca arriba, mirando el techo, pero al final cerró los ojos dispuesta a aguardar el sueño. El sueño, sin embargo, no quería venir. En su cerebro se arremolinaban imágenes y recuerdos de Oliver y una especie de excitación pulsátil que la enloquecía porque era lo último que habría querido sentir. Finalmente, desesperada, volvió a abrir los ojos, alcanzó un libro y se dispuso a leer para intentar calmarse y sumirse en la inconsciencia.

Desde la habitación de al lado le llegaron ruidos que le anunciaban que Oliver ya no hablaba por teléfono y que había puesto la televisión. Pero la mayoría de los programas habían terminado y por lo visto Oliver había decidido irse a la cama. Le oyó moverse de un lado a otro, apagar las luces, ir al cuarto de baño. Victoria dejó el libro. Los pasos de Oliver se acercaban a través del rellano y se pararon ante su puerta. Giró el picaporte. La puerta se abrió. Apareció su alargada figura, recortada contra la intensa luz del exterior.

–¿No duermes? – preguntó.

–Todavía no -dijo Victoria.

Hablaban en voz baja, para no despertar al niño dormido. Oliver dejó la puerta abierta, se acercó y se sentó en el borde de la cama.

–Soy yo, nada importante.

–Te he hecho la cama.

–Lo sé, lo he visto.

Pero no mostró intención de irse.

–¿Qué vas a hacer mañana? – le preguntó Victoria-. Me refiero a qué vas a hacer con Thomas.

Oliver sonrió y dijo:

–Mañana decidiré. ¿Qué lees? – dijo tocando el libro.

Era un libro en rústica. Victoria lo levantó para que Oliver viera la cubierta.

–Uno de esos libros que se leen muchas veces. Casi cada año lo releo y es como encontrar a un viejo amigo.

Oliver leyó el título en voz alta.

Los años del águila.

–¿Lo has leído?

–Quizás.

–El escritor se llama Roddy Dubeath y trata de un niño que vive en Escocia durante el período de entreguerras. Es una especie de autobiografía. El autor vivió con sus hermanos en una hermosa mansión llamada Benchoile.

Oliver le había puesto la mano sobre la muñeca. La palma estaba caliente, notaba sus dedos fuertes, pero el contacto era suavísimo.

–Ocurre en un sitio de Sutherland, rodeado de montañas y con su loch particular. El niño tenía un halcón que se acercaba a él y le tomaba la comida de la boca…

Oliver comenzó a deslizar la mano por su brazo desnudo, oprimiendo la carne al mismo tiempo, como si con sus caricias quisiera devolver la vida a un miembro paralizado desde hacía muchos años.

–Y también tiene un patito y un perro que se llama Bertie que come manzanas.

–A mí me gustan las manzanas -dijo Oliver, apartándole un mechón de cabellos del cuello y dejándolo en la almohada.

Victoria sentía los latidos fuertes y enérgicos de su propio corazón. Tenía la impresión de que la piel, en los lugares que él la había tocado, estaba como erizada, pero ella seguía hablando desesperadamente, intentando atenuar tan alarmantes manifestaciones físicas con el sonido de su voz.

–Y había un sitio con una cascada al que solían ir para hacer comidas campestres y un río que atravesaba la playa, y las colinas de los alrededores estaban llenas de ciervos. Dice que la cascada era el corazón de Benchoile…

Oliver se inclinó y la besó en la boca y el río de palabras quedó dulcemente interrumpido. Victoria sabía que, de todos modos, él no la había escuchado. Oliver apartó las mantas que la cubrían y le deslizó los brazos debajo de la espalda y sus labios se desplazaron de la boca a la mejilla y al cálido hueco del cuello.

–Oliver…

Victoria, sin que su voz pronunciara sonido alguno, había dicho su nombre. Oliver la había dejado helada, pero de pronto el peso y el calor de su cuerpo fueron calentando sus propósitos y los fundieron, despertando a la vida instintos largo tiempo olvidados. Pensó que aquello no podía seguir por aquel camino y le puso las manos en los hombros e intentó apartarle, pero él era mil veces más fuerte que Victoria y su débil resistencia resultaba ridicula, impotente, como si tratara de apartar un inmenso árbol.

–¡Oliver! ¡No!

Tal vez Victoria no lo había dicho en voz alta, puesto que él continuaba haciéndole suavemente el amor y no pasó mucho tiempo antes de que las manos de Victoria, como movidas por un impulso propio, resbalaran de sus hombros, se deslizaran debajo de la chaqueta de Oliver y le rodearon la espalda. Olía a limpio, a ropa secada al aire libre. Victoria notaba el fino tejido de algodón de su camisa, sus costillas, los músculos duros debajo de la piel. Oyó que le decía:

–Ya has dejado de fingir.

El último residuo de buen sentido que le quedaba le hizo decir:

–¡Pero Oliver! ¡Thomas!…

Victoria se dio cuenta de que el comentario parecía divertir a Oliver y le vio reír en silencio. Se apartó de ella y se puso de pie, dominándola con su altura.

–Esto tiene fácil arreglo -le dijo y, agachándose, la levantó en brazos con la misma facilidad y desenvoltura con que habría llevado a su hijo.

Victoria se sentía ingrávida, mareada al ver girar a su alrededor las paredes de su habitación y desaparecer de su vista y atravesar después la puerta, el rellano iluminado y penetrar, finalmente, en la fría oscuridad del pequeño vestidor. Todavía olía a alcanfor y la cama en que la depositó era dura y estrecha, aunque las cortinas se agitaban con un suave vientecillo y sintió frío en la nuca con el contacto del lino almidonado de la almohada.

Levantando los ojos hacia la mancha borrosa de su cara, dijo a Oliver:

–No quería que ocurriera.

–Yo sí -dijo Oliver.

Victoria sabía que habría debido enfadarse, pero ya era demasiado tarde, puesto que ahora sí quería que ocurriera.

Mucho más tarde -Victoria sabía la hora porque había oído el reloj de la salita que daba las dos con su argentado sonido-, Oliver se había incorporado apoyándose en el codo y había pasado el cuerpo por encima del de Victoria para alcanzar la chaqueta y coger los cigarrillos y el mechero del bolsillo. La llama iluminó un segundo la minúscula habitación, pero en seguida volvió la oscuridad, ahora con la punta del cigarrillo como única luz.

Victoria estaba recostada en la curva del brazo de Oliver, la cabeza apoyada en su hombro desnudo.

–¿Quieres que hagamos planes? – preguntó él.

–¿Qué clase de planes?

–Planes para lo que vamos a hacer. Tú, yo y Thomas.

–¿Voy a ir con vosotros?

–Sí.

–¿He preguntado que si voy a ir con vosotros?

Él se echó a reír y le dio un beso.

–Sí -dijo.

–No quiero que vuelvas a hacerme daño.

–No debes tener miedo. No hay razón para que tengas miedo de nada. Estamos hablando de vacaciones, de escapar. De pasarlo bien, de querernos mucho.

Victoria no contestó. No había nada que decir y sus ideas estaban tan confusas que tampoco había mucho que pensar. Lo único que sabía era que, por vez primera desde que Oliver la había dejado, volvía a sentirse segura y en paz. Y sabía también que mañana, pasado mañana quizá, se marcharía de viaje con Oliver. Una vez más, se sentía comprometida. Estaba comprometida para bien o para mal, aunque pensaba que tal vez ahora daría resultado. Quizás Oliver había cambiado y ahora las cosas serían diferentes. Si se mostraba tan decidido con Thomas, también sabría mostrarse igualmente decidido con otras cosas. Cosas duraderas como querer a una persona y quedarse con ella para siempre. En cualquier caso, la suerte estaba echada y Victoria había llegado a un punto del que ya no había retorno.

Lanzó un profundo suspiro, más bien fruto de la confusión que de la infelicidad.

–¿Adónde iremos? – le preguntó a Oliver.

–Adonde tú quieras. ¿Hay algún cenicero en esa tenebrosa habitación armario?

Victoria extendió el brazo y cogió el cenicero que sabía que estaba en la mesilla de noche y se lo pasó.

–¿Cómo se llamaba ese sitio del que estabas hablando cuando tenías tanto interés en no hacer el amor? – le preguntó de pronto-. El sitio ese del libro que leías, Los años del águila.

–Benchoile.

–¿Te gustaría ir allí?

–No podemos.

–¿Por qué?

–Pues porque no hay hotel. No conocemos a nadie.

–Yo sí, querida tontita.

–¿Qué quieres decir?

–Que conozco a Roddy Dunbeath. Le conocí hace unos dos años. Se sentó a mi lado en una de esas cenas deprimentes que da la televisión con motivo de un reparto de premios. Él estaba allí por su último libro y yo porque me dieron una de esas horribles estatuillas por el guión de lo de Sevilla. En fin, que estábamos allí los dos, rodeados de vedetes imbéciles y de agentes voraces como tiburones, razón por la cual nos refugiarnos en nuestra mutua compañía. Al final de la velada nos habíamos jurado amistad eterna y él me había invitado a visitarle en Benchoile cuando me diera por ahí. Hasta ahora no lo he hecho, pero si te apetece, no hay razón para que no vayamos a verle.

–¿Tú quieres de verdad?

–¡Naturalmente que sí!

–¿Estás seguro de que no fue una de esas cosas que dice la gente al final de una velada pero que después olvida o incluso lamenta todo el resto de su vida?

–¡Ni por asomo! Lo dijo en serio. Incluso me dio una tarjeta, a la antigua. Puedo buscar el teléfono y llamarle.

–¿Se acordará de ti?

–¡Claro que se acordará! Le diré que yo, mi mujer y mi hijo queremos ir a verle y pasar unos días con él.

–Mucha gente, ¿no crees? Además, yo no soy tu mujer.

–Entonces diré mi fulana y mi hijo. Va a pegar un respingo. Es un tipo rabelesiano que te encantará. Es muy gordo y bastante borracho, aunque educado. Por lo menos así fue como se comportó al final de aquella cena. De todos modos, Roddy Dunbeath borracho es diez veces más simpático que la mayoría de los que se aguantan sobrios.

–El viaje hasta Sutherland es larguísimo.

–Lo haremos por etapas. De todos modos, tenemos tiempo de sobra.

Aplastó el cigarrillo y volvió a inclinarse sobre Victoria para dejar el cenicero en el suelo. Victoria se dio cuenta de que estaba sonriendo en la oscuridad.

–¿Sabes una cosa? – le dijo-. Creo que Benchoile es, de todo el mundo, el lugar al que prefiero ir.

–Y lo mejor de todo es que vas conmigo.

–Y con Thomas.

–Vas a Benchoile conmigo y no con Thomas.

–No se me ocurre nada más perfecto.

Oliver le puso suavemente la mano en el estómago y, lentamente, fue subiéndola por encima de las costillas hasta aprisionar con ella uno de sus pechos desnudos.

–A mí sí -dijo Oliver.