Miss Ridgeway, la impecable secretaria particular de
indeterminada edad, ya estaba ante su escritorio cuando, a las
nueve menos cuarto de la mañana, John Dunbeath salió del ascensor
en el piso noveno del nuevo edificio Regency House, donde se
encontraban las opulentas y elegantes oficinas de la corporación de
inversiones Warburg.
Al cruzar la puerta, la secretaria le miró con su expresión
cortés habitual, entre agradable e impávida.
–Buenos días, Mr. Dunbeath.
–Hola.
Hasta entonces siempre había tenido secretarias a las que
llamaba por su nombre de pila, razón por la cual a veces se le
atravesaba en el cuello el nombre de Miss Ridgeway. Después de
todo, hacía bastantes meses que trabajaban juntos. Habría sido
mucho más cómodo llamarla Mary o Daphne o comoquiera que se
llamase, si bien había que admitir que ni siquiera sabía su nombre
y, por otra parte, había algo tan solemne en la manera de hacer de
aquella mujer que nunca había hecho acopio del valor necesario para
preguntárselo.
A veces, cuando la observaba, sentada delante de él con las
piernas cruzadas una sobre otra, tomar al dictado sus cartas con su
impecable taquigrafía, se formulaba preguntas sobre su vida
privada. ¿Se ocupaba acaso de una anciana madre y se dedicaba a
obras de beneficencia? ¿Iba a los conciertos del Albert Hall y
pasaba sus vacaciones en Florencia? ¿O bien, como las secretarias
de ciertas películas, se quitaba las gafas y se soltaba aquella
cabellera suya color ratón y se entregaba con sus amantes a escenas
de desbocada pasión?
Sabía que nunca lo sabría.
–¿Qué tal el viaje? – le preguntó ella.
–Muy bien, pero el avión anoche llegó tarde porque se demoró
en Roma.
Los ojos de la secretaria recorrieron el traje oscuro del
jefe, se posaron en su negra corbata.
–¿Recibió el cable? – preguntó-. Me refiero al cable de su
padre.
–Sí, muchas gracias.
–Llegó el martes por la mañana. Supuse que le interesaría el
contenido y envié una copia inmediatamente a Bahrein. El original
está sobre su mesa junto con el correo particular…
John se dirigió a su despacho y Miss Ridgeway se levantó de
la silla y le siguió.
–… también le he dejado el Times de
ayer con el anuncio. He pensado que le
interesaría.
Pensaba en todo.
–Gracias -volvió a decirle John, mientras abría el maletín y
sacaba el informe y doce páginas de notas cubiertas con su
escritura apretada, redactadas en el avión durante el vuelo de
regreso a Londres.
–Le agradeceré que haga pasar esto a máquina por una
mecanógrafa. El vicepresidente querrá verlo cuanto antes. Y así que
llegue Mr. Rogerson, dígale que me avise. ¿Y el Wall Street Journal de esta mañana? – preguntó
echando una ojeada a la mesa.
–Lo tengo yo, Mr. Dunbeath.
–Procúreme también el Financial
Times. No he tenido tiempo de comprarlo.
Cuando la secretaria ya salía del despacho, el jefe la
llamó.
–Un momento, por favor -le dijo mientras sacaba más papeles-.
Quiero que archive todo esto. Y si puede, busque información acerca
de una compañía de Texas llamada Albright. Parece que han estado
perforando en Libia. Esto hay que enviarlo por télex al jeque
Mustafá Said, y también esto… y esto…
–¿Algo más? – preguntó miss Ridgeway al cabo de un
instante.
–De momento nada más -añadió John Dunbeat con una sonrisa
forzada-, salvo que le agradecería que me trajera un café
fuerte.
Miss Ridgeway sonrió con aire comprensivo y adoptó un aspecto
casi humano. A John le habría gustado que sonriera más a
menudo.
–Entendido -dijo la secretaria antes de salir del despacho,
cerrando la puerta sin casi hacer ruido.
Se sentó ante su resplandeciente escritorio y reflexionó unos
momentos acerca de qué haría primero. La bandeja de entradas estaba
atiborrada, las cartas en los lugares correspondientes y por orden
de prioridades, como ya sabía, con las cuestiones más urgentes en
la parte superior. En el centro del papel secante estaban las tres
cartas personales que había recibido. El secante estaba nuevo e
inmaculado, puesto que lo cambiaban cada día. También vio el
ejemplar del Times del día
anterior.
Cogió el teléfono verde para hacer una llamada
interna.
–Mr. Gardner, por favor.
Sujetó el aparato con la barbilla y abrió el periódico por la
última página.
–Aquí John Dunbeath. ¿No ha llegado?
–Sí, Mr. Dunbeath, pero en este momento no está en el
despacho. ¿Quiere que le llame él?
–Sí, por favor -dijo, volviendo a colgar.
«DUNBEATH. El día 16 de febrero murió repentinamente en
Benchoile, Sutherland, el teniente coronel John Rathbone Dunbeath,
D.S.O., J.P., antiguo Cameron Highlanders, a la edad de 68 años. La
ceremonia fúnebre tendrá lugar en la iglesia parroquial de Creagan
a las 10.30 de la mañana del jueves, 19 de
febrero.»
Se acordaba del personaje, alto y delgado, militar retirado
de pies a cabeza, la mirada acuosa, la nariz aguerrida, las largas
piernas que trepaban fácilmente por la ladera de la montaña a
través de brezales que llegaban a la rodilla, la pasión por la
pesca, por la caza del urogallo, por su tierra. Nunca habían
intimado, aunque no por ello dejaba de experimentar un vacío, la
sensación de pérdida, como ocurre siempre que muere alguien con
quien existen lazos familiares y de sangre.
Dejó el periódico y sacó el cable de su padre del sobre en el
que Miss Ridgeway lo había puesto como medida protectora y leyó lo
que ya había leído hacía dos días en Bahrein.
Tu tío Jock murió ataque corazón en benchoile lunes 16
febrero Punto funeral Creagan 10:30 jueves mañana 19 febrero Punto
Te agradecería me representaras a mí y a tu madre punto
papá
Desde Bahrein había enviado varios cables. Uno a sus padres,
que estaban en Colorado, explicándoles por qué no podría cumplir
con el encargo que le había hecho su padre. Otro a Roddy, que
estaba en Benchoile, haciéndole patente su afecto y dándole las
correspondientes explicaciones y, antes de salir de Bahrein,
todavía había encontrado tiempo para escribir una carta de pésame a
Roddy, que estaba en Benchoile, haciéndole patente su afecto y
dándole las correspondientes explicaciones y, que había enviado por
correo urgente al llegar a Heathrow.
Había otras dos cartas que exigían también su atención, una
con el sobre hecho a mano y otra con el sobre a máquina. Cogió la
primera y, al abrirla, le llamó la atención la caligrafía anticuada
con que estaba escrita. Unos rasgos de otro tiempo, tinta negra,
las mayúsculas muy definidas. Se fijó en el matasellos y leyó
«CREAGAN». Estaba fechada el 10 de febrero.
Sintió una contracción en el estómago. «Un fantasma pasa
sobre tu tumba», solía decir su padre cuando él era pequeño y
estaba asustado por lo desconocido. «Eso es lo que es. Un fantasma
pasa sobre tu tumba.»
Rasgó el sobre y sacó la carta. Sus sospechas quedaron
confirmadas: era de Jock Dunbeath.
Benchoile, Creagan, Sutherland,
miércoles 9 de febrero.
Querido John:
Me dice tu padre que has vuelto a este país y que trabajas en
Londres. Como no sé tu dirección, te envío la carta al
despacho.
Parece haber transcurrido mucho tiempo desde la última vez
que estuviste con nosotros. Lo he buscado en el libro de visitantes
y, a lo que parece, han pasado diez. años. Sé que estás muy
ocupado, pero si tuvieras algo de tiempo libre quizá podrías hacer
un viaje al norte y pasar unos días en Benchoile. Se puede ir en
avión hasta Inverness o tomar el tren en Euston, en cuyo caso yo o
Roddy iríamos a recogerte en Inverness. También hay trenes hasta
Creagan, pero pocos y muy espaciados y comportan horas de retraso.
Hemos tenido un invierno suave, pero me parece que los fríos están
en camino. Sería mejor que vinieras ahora que en primavera, porque
entonces las heladas tardías causan estragos entre los polluelos
del urogallo.
Dime qué te parece y cuándo crees que podrías visitarnos.
Esperamos verte pronto.
Con los mejores deseos, afectuosamente.