Lunes


Roddy se quedó en lo alto de la escalera y gritó:

–¡Victoria!

Victoria, que se había pasado la mañana planchando camisas y pañuelos de Oliver, clasificando calcetines y jerseys y, finalmente, haciendo la maleta, dejó la tarea que tenía entre manos, se apartó un mechón de pelo de la cara y corrió a abrir la puerta del dormitorio.

–¡Aquí estoy!

–¡Sube, están John y Oliver! Sube aquí con nosotros a tomar algo.

Eran casi las doce y media de un día frío y despejado y brillaba el sol. Roddy y Oliver saldrían en dirección al aeropuerto después de comer. Un cuarto de hora antes se había presentado Ellen para hacerse cargo de Thomas y prepararle para comer, puesto que hoy la comida iba a ser sustanciosa, cocinada por Ellen y Jess Guthrie y servida en el gran comedor de Benchoile. Así lo había decidido Ellen, quien siempre había sido de la opinión de que nadie debía salir de viaje, por corto que fuera, sin una buena comida en el estómago. Al parecer, no hacía excepción con Oliver, y ella y Jess habían estado atareadas toda la mañana. De la casa grande llegaban incitantes olores y en el ambiente había un aire de fiesta como el que precede a un acontecimiento, ya se trate de un cumpleaños o del último día de vacaciones.

Victoria oía rumor de conversaciones en la salita del piso de arriba. Cerró la maleta y aseguró los cierres. Se acercó al espejo, se peinó, echó una ojeada final a la habitación por si había olvidado alguna cosa y se fue escaleras arriba a reunirse con los demás.

Como hacía mucho sol y el día estaba despejado, no les encontró junto al fuego sino cerca del enorme ventanal. Oliver y Roddy en el asiento de la ventana, de espaldas al exterior, mientras que John Dunbeath ocupaba un sillón que había sacado del lado del escritorio. Cuando apareció Victoria, Roddy exclamó:

–¡Aquí está! Ven, acércate, estábamos esperándote.

John se levantó y apartó la silla a un lado para hacerle un poco de sitio.

–¿Qué quieres tomar?

Victoria se quedó pensándolo un momento.

–No quiero nada.

–¡Vamos, venga! – dijo Oliver extendiendo el brazo y atrayéndola hacia sí-. ¡No seas aguafiestas! Te has pasado la mañana trajinando dedicada a las labores domésticas. Te mereces una copa.

–¡Bien, de acuerdo!

–¿Qué quieres? Voy a buscarlo -señaló John.

Todavía aprisionada por el brazo de Oliver, le miró.

–Una cerveza, quizá.

John sonrió y fue a la cocina de Roddy para sacar una lata de cerveza de la nevera.

Pero apenas había tenido tiempo de abrir la lata y verter la cerveza en un vaso cuando se vieron interrumpidos por el ruido de la puerta delantera al abrirse y les llegó la voz de Ellen desde el pie de la escalera anunciándoles que la comida estaba a punto, se encontraba servida en la mesa y se echaría a perder si no bajaban inmediatamente.

En voz baja, Roddy murmuró:

–¡Condenada mujer!

Era evidente que no había nada que hacer, así que, cargados con los vasos, se levantaron, bajaron las escaleras y atravesaron el patio en dirección a la casa grande.

Encontraron el comedor inundado de sol y la enorme mesa cubierta con un mantel blanco. Sobre el aparador estaba el asado de buey humeante y en la bandeja caliente esperaban las verduras, mientras que Thomas, hambriento y a punto, ya se encontraba instalado en la silla alta que Jess Guthrie había bajado del cuarto de los niños.

Ellen iba de aquí para allá con sus vacilantes piernas, indicando a todos dónde debían sentarse, quejándose de que el asado ya se estaba enfriando y lamentándose de que no servía de nada preparar buenos guisos de carne si la gente no se los comía a la hora prevista.

John, con aire bonachón, dijo:

–¡Vamos, Ellen, no es verdad! Nos hemos levantado de las sillas en cuanto nos has llamado desde la escalera. ¿Quién trincha la carne?

–Tú -dijo Roddy al instante yendo a sentarse de espaldas a la ventana, lo más lejos posible del aparador.

Nunca se le había dado bien lo de trinchar carne. Lo hacía siempre Jock.

John afiló el cuchillo de mango de asta con la destreza de un maestro carnicero y puso manos a la obra. Ellen sirvió el primer plato a Thomas y se dispuso a preparárselo, cortándole la carne y chafándole las verduras mezcladas con la salsa y transformándolo todo en una especie de papilla de color oscuro.

–Ahí tienes, hombrecito. Y ahora a comer, cachorrito, para convertirte en un muchachote.

–Parece que no tenemos ya bastantes problemas -murmuró Roddy en cuanto Ellen salió y cerró la puerta tras ella.

Todos se echaron a reír, ya que hoy las mejillas de Thomas estaban más gordas y redondas que nunca.

Habían terminado el primer plato y estaban empezando el pastel de manzana y el flan que había preparado Ellen cuando sonó el teléfono. Nadie se movió de su sitio, ya que parecía que en Benchoile era costumbre que todos esperasen a que contestara uno. Por fin Roddy dijo:

–¡Oh, maldita sea!

Victoria se apiadó de él.

–¿Voy yo?

–No, no te molestes.

Se metió con toda calma en la boca otro pedazo de tarta de manzana, corrió la silla para atrás y atravesó lentamente la habitación sin dejar de refunfuñar.

–Se les ocurre llamar a unas horas…

Había dejado abierta la puerta del comedor y todos pudieron oírle perfectamente mientras hablaba desde la biblioteca.

–Benchoile. Aquí Roddy Dunbcath.

Hubo una pausa.

–¿Quién? ¿Cómo? Sí, por supuesto. Aguarde un momento que voy a avisarle.

Reapareció al momento con la servilleta en la mano, que se había llevado al acudir al teléfono.

–Oliver, amigo, es para ti.

Oliver levantó los ojos del plato.

–¿Para mí? ¿Quién es?

–Ni idea. Un hombre.

Roddy volvió a la tarta mientras Oliver corría la silla para atrás al levantarse e iba a atender la llamada.

–No entiendo por qué no inventan un artilugio que te permita hacer callar el teléfono cuando estás sentado comiendo -comentó Roddy.

–Siempre te queda el recurso de dejarlo descolgado -dijo John, conciliador.

–Sí, pero es que después me olvido de volver a colgarlo.

Thomas comenzaba a estar harto de tarta. Victoria se había puesto a dársela a cucharadas.

–Podrías dejar que sonase -dijo a Roddy.

–Me falta valor. Puedo dejarlo sonar un ratito, pero acabo cogiéndolo. Siempre imagino que tienen que darme una noticia interesante y al final me lanzo al aparato para encontrarme mano a mano con la oficina de impuestos locales o con alguien que llama a otro número.

–Si llaman a otro número, ¿por qué contestas tú? – dijo John como haciendo un chiste, cosa inhabitual en él.

Cuando volvió Oliver, ya habían despachado el postre. Roddy había encendido un puro y John había traído de la cocina la bandeja con el café. Victoria estaba mondando una naranja para Thomas ya que éste, por mucho que comiera, siempre sentía una predilección especial por las naranjas. La naranja era jugosa y Victoria estaba enteramente concentrada en la tarea, por lo que no levantó la vista cuando Oliver entró en el comedor.

–Buenas noticias, supongo -oyó que decía Roddy.

Así que hubo mondado la naranja, Victoria separó los gajos y dio el primero a Thomas. Oliver no había contestado a la pregunta.

–¿No será nada serio? – dijo Roddy con voz preocupada.

Oliver siguió sin decir nada. El silencio atrajo de pronto la atención de Victoria. Se hizo más largo, más tenso. Hasta Thomas se quedó inmóvil esperando. Estaba sentado, con un gajo de naranja en la mano y miraba fijamente a su padre desde el otro lado de la mesa. Victoria notó una comezón en las mejillas. Miró a Roddy y después nuevamente a Oliver. Se fijó en la cara de éste, intensamente pálida, y en aquellos ojos fríos que no parpadeaban. Sintió que la sangre huía de sus mejillas y experimentó una sensación irracional de fatalidad, como una enfermedad o un nudo en el estómago.

Tragó saliva.

–¿Qué ocurre?

Su voz había sonado débil, insignificante.

–¿Sabes quién ha llamado por teléfono? – le preguntó Oliver.

–No tengo ni idea -dijo sin poder evitar que le temblara la voz.

–Pues Mr. maldito Archer. Ha llamado desde Hampshire.

«Le dije que no llamaran. Le dije que volvería a escribir. Le dije que lo hacía por Oliver.»

–Les has escrito.

–Yo… -dijo Victoria con la boca seca, volviendo a tragar saliva-… no le he escrito a él. Le escribí a ella.

Oliver se acercó a la mesa y, apoyando en ella las palmas de las manos, se inclinó hacia Victoria.

–Te dije que no le escribieras.

Cada una de sus palabras caía como un martillazo.

–Te dije que no le escribieras, que no le telefonearas, que no te pusieras en contacto con ella a través de ningún medio.

–Oliver, era necesario…

–¿Y cómo te enteraste de la dirección, si puede saberse?

–La busqué… consulté el listín.

–¿Cuándo le escribiste?

–El jueves… el viernes… -comenzaba a sentirse aturdida-. No recuerdo.

–¿Qué hacía yo en aquel momento?

–Creo… creo que estabas durmiendo.

Su tono de voz ya estaba haciéndose tan secreto, tan apagado, que se sintió empujada a defenderse.

–Ya te dije que tenía ganas de escribirle. No podía soportar que no supiera nada de Thomas… que no tuviera idea de dónde estaba.

La expresión de Oliver no se suavizó ni un ápice. Victoria se dio cuenta, horrorizada, de que estaba a punto de echarse a llorar. Notaba que los labios le temblaban, que tenía en la garganta un estorbo que iba creciendo por momentos, que los ojos se le llenaban de unas lágrimas horribles que la llenaban de vergüenza. Sí, iba a echarse a llorar allí mismo, delante de todos.

–Sabía de sobra dónde estaba.

–No, no lo sabía.

–Sabía que estaba conmigo y eso es todo lo que necesita saber. Estaba conmigo y yo soy su padre. Lo que yo haga con él y el sitio al que pueda llevarle es algo que no importa a nadie. Y menos que a nadie, a ti.

Ahora las lágrimas ya resbalaban por la cara de Victoria.

–Bien, yo pensaba… -consiguió decir Victoria antes de que él la cortara.

–No te he pedido nunca que pienses. Lo único que te he pedido es que mantuvieras cerrada tu estúpida boquita.

Oliver acompañó estas palabras de un formidable puñetazo asestado en la mesa del comedor. Todo lo que estaba encima saltó y retembló. Thomas, que se había quedado en silencio a causa de la desusada violencia de unas palabras que no conocía pero cuyo sentido comprendía, escogió aquel momento para emular a Victoria y echarse también a llorar. Frunció los ojos, abrió la boca de par en par y los restos de la naranja que tenía a medio comer le resbalaron y fueron a parar a la bandeja de la silla.

–¡Oh, por el amor de Dios!…

–¡Oliver, por favor! – gritó Victoria poniéndose de pie, mientras le temblaban las rodillas y trataba de sacar a Thomas de su sillita para intentar consolarle.

Thomas se agarró con fuerza a Victoria y ocultó su cara pegajosa en el cuello de la chica, como si quisiera huir de aquellos gritos.

–¡Delante de Thomas, no! ¡Cállate!

Pero aquel llamamiento angustiado cayó en saco roto. Ahora ya era imposible acallar a Oliver.

–¿Sabes por qué no quería que te pusieras en contacto con los Archer? Pues porque adivinaba que, en cuanto supieran dónde estaba, comenzarían a bombardearme con sus sensiblerías y, si fracasaban en su intento, pasarían a las amenazas. Y es exactamente lo que ha ocurrido. Y la próxima noticia que vamos a tener será la visita de algún hijo de puta vestido de negro que llamará a la puerta con la carta de un abogado en la mano o de otro…

–Pero tú dijiste…

Victoria no recordaba qué había dicho. Le goteaba la nariz y las lágrimas apenas la dejaban hablar.

–Yo… yo…

Ni siquiera sabía qué quería decir. Quizá quería pedirle perdón, si bien fue una suerte que no llegara a aquella humillación final, porque Oliver no estaba en condiciones de ablandarse por nada: ni por las lágrimas de su hijo, ni por las de su amiguita, ni por todas las disculpas del mundo.

–¿Quieres saber qué eres? Pues te lo voy a decir: ¡eres una puta hipócrita!

Y con esta andanada final, Oliver se levantó de la mesa, dio media vuelta y salió pomposamente de la habitación. Victoria se quedó en el comedor, prisionera de sus lágrimas, con el niño deshecho en histérico llanto en sus brazos, frente al silencio impresionante de los dos hombres y todo el revoltillo que había quedado en la mesa después de aquella desafortunada comida. Y lo peor de todo, humillada y llena de vergüenza.

Roddy le dijo:

–Mi querida Victoria…

Y se levantó de la mesa y, dando la vuelta, se acercó a ella. Victoria sabía que debía dejar de llorar, pero no podía, ni tampoco secarse las lágrimas, ni ir a buscar un pañuelo mientras tuviera a Thomas en brazos llorando amargamente.

John Dunbeath dijo de pronto:

–¡Toma!

Se acercó a Victoria, le cogió al niño que tenía en brazos y lo amparó con sus anchos hombros.

–Ven conmigo y vamos a buscar a Ellen. A lo mejor tiene un caramelo para ti -le dijo.

Y se dirigió a la puerta con el niño a cuestas.

–O quizá prefieres una galleta de chocolate. ¿Te gustan las galletas de chocolate?

Así que hubieron salido, Roddy volvió a decir:

–Mi querida Victoria…

–Yo… no he podido evitarlo… -dijo Victoria entre jadeos.

Roddy ya no pudo soportar todo aquello por más tiempo. Atrajo a Victoria entre sus brazos, acogió aquel rostro arrasado en lágrimas, aquella nariz que chorreaba, aquella muchacha que no paraba de sollozar y le puso la mano suavemente en la nuca como amparándola. Al cabo de un momento se sacó un pañuelo rojo y blanco del bolsillo de su vieja chaqueta de tweed y se lo dio a Victoria para que pudiera sonarse y secarse los ojos.

Después las cosas fueron apaciguándose un poco y aquella escena de pesadilla empezó a remitir.


Victoria buscó a Oliver, no podía hacer otra cosa. Le encontró a la orilla del loch, estaba al final del espigón fumando un cigarrillo. Si la oyó acercarse por la hierba, no lo demostró, ya que no se volvió.

Victoria llegó al espigón y le llamó por su nombre. Oliver titubeó un momento, arrojó al agua moteada de sol el cigarrillo a medio fumar y se volvió.

Victoria recordó entonces lo que le había dicho aquel día: «Si coges el teléfono para llamar, te prometo que de la patada que te doy te dejo morada.» Victoria, en realidad, no se había creído aquella amenaza, porque nunca desde que conocía a Oliver había sido testigo de la violencia desatada de que era capaz. Ahora lo sabía, lo había visto y esto había hecho que se preguntase si su mujer, Jeannette, habría vivido también alguna situación como aquella. Tal vez por eso su matrimonio sólo había durado unos pocos meses.

–Oliver.

Los ojos de él se posaron en Victoria. Ésta sabía que su aspecto era horrible, que tenía la cara hinchada a causa del llanto, si bien ahora ya no le importaba.

–De veras que lo siento -le dijo.

Oliver seguía sin hablar. Al cabo de un momento exhaló un largo suspiro y se encogió de hombros.

Victoria siguió hablando a costa de grandes esfuerzos.

–Va a ser difícil que me comprendas. Lo sé. Y a mí también me cuesta entenderlo, puesto que no soy madre. Sin embargo, desde que estoy con Thomas comienzo a darme cuenta de lo que debe significar ser madre. Me refiero a tener un hijo y quererle.

No le estaba saliendo bien. Sonaba a sentimental y no era eso lo que quería.

–Un hijo te ata, te involucra. Es como si formase parte de ti. Comienzas a entender que, si alguien le hiciera daño, le amenazase siquiera, serías capaz de matar.

–¿Entiendes que Mrs. Archer pudiese matarme? – dijo Oliver.

–No, pero sí entiendo que está desesperada de ansiedad.

–Esa mujer me ha odiado siempre. Los dos me odian.

–Quizá no les diste ocasión de que te quisieran.

–Me casé con su hija.

–Y te has quedado con su nieto.

–Es mi hijo.

–Ahí está. Thomas es hijo tuyo. Me has dicho y repetido que los Archer no tienen ningún derecho legal sobre él. ¿Qué daño puede hacerte el hecho de mostrarte un poco generoso con ellos? Thomas es todo cuanto les queda de su hija. ¡Oliver, tienes que procurar entenderlo! Eres una persona perspicaz e inteligente, escribes obras de teatro que llegan al corazón de la gente. ¿Por qué no puedes entender una situación que debería de estar tan próxima a tu corazón?

–Tal vez porque no tengo corazón.

–Tienes corazón -dijo Victoria intentando sonreír-. Yo lo he oído latir: pam, pam, pam… toda la noche.

Aquello surtió efecto. La expresión enfurruñada de Oliver se suavizó un poquito, daba la impresión de que la situación en sí comportaba un cierto malestar. No era mucho pero, animada ante la reacción, Victoria comenzó a andar por el espigón al lado de Oliver, le rodeó la cintura con el brazo por debajo de la chaqueta y apoyó la mejilla en la parte delantera de su jersey áspero y grueso.

–De todos modos, los Archer no nos importan -dijo Victoria-. Lo que puedan hacer ellos no hará cambiar nada.

Oliver le pasó la mano por la espalda con un movimiento vertical, un gesto distraído como si acariciara un perro.

–¿Qué es lo que no va a cambiar?

–Mi amor por ti.

Lo había dicho. El orgullo, la dignidad ya no importaban. Amar a Oliver era el único talismán, la única cosa a la que podía aferrarse. Era la llave de aquella cerradura que les tenía encerrados a los tres juntos, ellos dos y Thomas.

–Debes estar loca -dijo él.

No le pidió perdón por todas las cosas desagradables y las acusaciones que le había arrojado a la cara desde el otro lado de la mesa del comedor. Victoria se preguntó si pediría perdón a Roddy y a John, aunque sabía en el fondo que no lo haría. Él era simplemente Oliver Dobbs. Pero no importaba, ella había tenido un puente para salvar la brecha que se había abierto entre los dos. La herida que había dejado aquella odiosa escena seguía abierta y producía dolor, pero quizá con el tiempo se curaría. Victoria había comprendido que, por muchas veces que uno caiga, siempre puede levantarse y empezar de nuevo.

–¿Te importaría si estuviera realmente loca? – dijo ella.

Oliver no respondió. Le puso las manos en los hombros y la apartó.

–Tengo que irme -le dijo-. Es hora de que me vaya si quiero coger el avión.

Se dirigieron a la casa del establo para recoger la maleta y un par de libros. Cuando volvieron a salir, el viejo Daimler de Jock esperaba delante de la casa y Roddy y John estaban junto a él.

Parecía que hubieran decidido de común acuerdo hacer como si no hubiera ocurrido nada.

–He pensado que sería mejor sacar el coche grande -explicó Roddy-, porque en el MG hay poco sitio para el equipaje.

Hablaba con gran naturalidad, por lo que Victoria se sintió agradecida.

–¡Fantástico! – dijo Oliver abriendo la puerta de atrás, metiendo la maleta en el interior y dejando los libros encima-. Bien -añadió con una sonrisa forzada en la que no había ni sombra de arrepentimiento, más bien como si le pareciera divertida la frialdad del rostro de John Dunbeath-, me despido de ti, John.

–Volveremos a vernos -dijo John, que no le tendió la mano-, no me voy hasta el miércoles.

–¡Estupendo! Adiós, Victoria -dijo, agachándose para besarle la mejilla.

–¿A qué hora llega mañana tu avión? – preguntó ella.

–Hacia las siete y media.

–Iré a esperarte.

–Nos veremos, pues.

Se metieron en el coche y Roddy puso el motor en marcha. El Daimler se movió majestuosa y pesadamente con crujido de grava al paso de los neumáticos. Se deslizó a través de los rododendros, atravesó el guardavacas y se perdió al otro lado de la verja.

Se habían marchado.


John sintió un miedo espantoso a que, ahora que había terminado todo, quizás al encontrarse sola con él, Victoria volviera a echarse a llorar. Y no porque a él le dieran miedo las lágrimas, ni siquiera por temor a no saber cómo reaccionar. En realidad, casi habría querido que llorase, pero sabía que no era el momento adecuado para abrazarla y consolarla como había hecho Roddy.

Victoria estaba de espaldas a él. Agitaba el brazo en un adiós. A John le pareció que aquella espalda, tan erguida y esbelta, denotaba un inmenso valor. Los hombros eran sólidos debajo del jersey grueso y la larga y sedosa cola de rubios cabellos le recordó la de un potro que había criado su padre hacía muchísimo tiempo en el rancho de Colorado. Asustado, quizá por culpa de unas manos torpes, sólo un trato paciente y cuidadoso consiguió que recuperase con el tiempo algo de la perdida confianza. Pero fue poco a poco, dejando que el potro se tomase el tiempo necesario. Fue John quien lo consiguió.

Él sabía que era preciso andarse con mucho cuidado. Esperó. Al cabo de un momento, viendo quizá que él no tenía intención de ablandarse y, en un alarde de tacto, desaparecer, Victoria se apartó el cabello de la cara y se dirigió hacia él. No lloraba, sino que sonreía. Era una de esas sonrisas que, aunque iluminan la cara, no llegan a los ojos.

–Bueno, ya está -dijo la chica con viveza.

–Es un buen día para dar un paseo en coche. Debe ser bellísimo el trayecto pasando por Struie -dijo John.

–Sí.

–¿No te parece que también nosotros podríamos ir a dar una vuelta en coche?

La sonrisa de Victoria quedó congelada y se convirtió en mueca y entonces John comprendió que aquello era precisamente lo que ella se temía: que, por lástima, se creyese obligado a ser amable con ella. Por eso añadió:

–De todos modos, tengo que ir a Creagan. Tengo que acercarme a la farmacia porque me he quedado sin jabón de afeitar. Y pienso que a lo mejor el vendedor de periódicos tendrá el Financial Times. Hace tres días que no me entero de los precios de la Bolsa.

No era verdad, pero aquello salvaba la situación y era una excusa como otra cualquiera.

–¿Y Thomas? – preguntó Victoria.

–Le dejaremos aquí. Está encantado con Ellen.

–Todavía no he llevado a Thomas a la playa y eso que tengo intención de que la vea.

–Le llevarás cualquier otro día. Si no le dices dónde vas, no querrá venir.

Se lo pensó un momento y al final dijo:

–Está bien… de acuerdo. Pero debo decirle a Ellen que salimos.

Aquello ya estaba mejor.

–Están en la parte de atrás de la casa, donde se pone el forraje a secar. Voy a buscar el coche y vuelvo en seguida.

Cuando volvió al volante del Ford de alquiler, Victoria ya le estaba esperando en la escalera de la puerta principal. John sabía que en Creagan haría frío y el viento sería fuerte y se dio cuenta de que ella no llevaba nada de abrigo, pero tenía un jersey en el asiento trasero del coche y no quería perder más tiempo. Acercó el coche al lugar donde esperaba Victoria, se inclinó para abrirle la puerta y ella se sentó a su lado. Después, sin añadir nada más, emprendieron el camino.

Iba despacio porque no había prisa. Esperaba que, cuanto más despacio condujera, más tranquila estaría Victoria.

–¿Qué tal estaba Thomas? – preguntó con naturalidad.

–Tenías razón. Él y Ellen están muy a gusto. Ellen ha sacado una silla al sol y está haciendo punto, y Thomas juega con Cerdito y con las pinzas de la ropa.

Y no sin cierta nostalgia, añadió:

–Están muy tranquilos.

–Thomas no es hijo tuyo, ¿verdad? – dijo él.

Victoria estaba muy quieta a su lado, mirando fijamente las circunvoluciones de la estrecha carretera. Tenía las manos enlazadas sobre el regazo.

–No -dijo.

–No sé por qué, pero siempre me había imaginado que era tuyo y me parece que también Roddy se lo figuraba. Por lo menos no me ha dicho nada que pudiera hacerme sospechar lo contrario. Y se parece muchísimo a ti. Eso es lo más extraordinario. Quizás un poco más rollizo, pero se parece muchísimo a ti.

–No es hijo mío, sino de Oliver. La madre de Thomas se llamaba Jeannette Archer. Oliver se casó con ella, pero el matrimonio se rompió y ella murió en un accidente de aviación al cabo de poco tiempo.

–¿Y cuándo entras tú en escena?

–Hacía años que yo había entrado en escena… -Su voz tembló levemente-. Lo siento enormemente, pero me parece que volveré a echarme a llorar.

–No importa.

–¿No te importa? – dijo, sorprendida.

–¿Por qué ha de importarme?

Se inclinó hacia delante, abrió el compartimento del salpicadero y le mostró una enorme caja de Kleenex.

–¿Ves? Voy preparado.

–Los americanos siempre tienen pañuelos de papel a mano.

Sacó uno y se sonó.

–Eso de llorar es horrible, ¿no te parece? Cuando empiezas, se convierte en adicción. Aunque vayas parando, siempre vuelves a empezar. Normalmente no lloro nunca.

Pero hasta una afirmación tan decidida, incluso en el momento de pronunciarla, se resolvió en lágrimas. John esperó tranquilamente sin hacerle ningún caso, sin decir nada siquiera. Al cabo de un ratito, cuando los sollozos quedaron reducidos a un simple jadeo y, finalmente, a algún que otro suspiro y Victoria se hubo sonado otra vez, con aire resuelto observó:

–Cuando una persona tiene ganas de llorar, no veo por qué hay que impedírselo. Cuando yo era pequeño y me enviaban a Fessenden, lloraba siempre. Mi padre nunca me decía que no llorase ni tampoco me decía cosas como que no es de hombres llorar. A veces incluso ponía una cara que parecía que también él iba a echarse a llorar.

Victoria sonrió débilmente, pero no hizo ningún comentario, por lo que John consideró oportuno no insistir y ya no volvieron a decirse nada más hasta que llegaron a Creagan. La población estaba inmersa en un pálido sol de atardecer y las calles parecían como barridas, sin todas aquellas multitudes que se apelotonarían en ellas más adelante, en pleno verano.

John se paró delante de la farmacia.

–¿Necesitas alguna cosa? – preguntó a Victoria.

–No, estoy bien, gracias.

Bajó del coche y entró en la tienda, donde compró jabón de afeitar y unas cuantas cuchillas. Junto a la farmacia había un puesto de periódicos, John pidió el Financial Times, pero le dijeron que no lo tenían, por lo que se limitó a comprar una bolsa de caramelos de menta y se los llevó al coche.

–Aquí tienes -dijo echando la bolsa en el regazo de Victoria-. Si no te gustan, se los daremos a Thomas.

–A lo mejor a Ellen le gustan. A las personas mayores suelen gustarles los caramelos de menta.

–Pero éstos son blandos y Ellen no puede comer caramelos blandos porque lleva dentadura postiza. ¿Qué hacemos ahora?

–Volver a Benchoile.

–¿De verdad? ¿No quieres ir a dar un paseo o hacer cualquier otra cosa? ¿No quieres ir a la playa?

–¿Conoces el camino?

–Naturalmente que conozco el camino. Yo correteaba por aquí cuando era un mocoso.

–¿No tienes otra cosa que hacer?

–No tengo nada en absoluto que hacer.


La playa de Creagan estaba separada del pueblo por las pistas de golf y, como la carretera no llegaba hasta la arena, John aparcó el coche junto al club. Al parar el motor, oyeron el lamento del viento. Las hierbas largas y descoloridas que flanqueaban las pistas se aplastaban con la fuerza del viento, mientras que las chaquetas de vivos colores de una pareja de apasionados jugadores, al hincharse con el aire, hacían que parecieran un par de globos. John se subió la cremallera de la vieja chaqueta de cuero y cogió el jersey que tenía en el asiento trasero.

Era azul y de lana muy gruesa, en forma de polo. Victoria se lo pasó por la cabeza y, al hacerlo, el cuello recio y acanalado le aplastó los cabellos. Lo abrió y se los soltó. Las mangas eran tan largas que los puños le cubrían las manos y el canalé de la cintura le llegaba por debajo de las estrechas caderas.

Al salir del coche, el viento abrió con tal fuerza las puertas que tuvieron que hacer grandes esfuerzos para poder cerrarlas. Uno de esos caminos formado por un paso recto, les condujo hasta el mar a través de las pistas de golf. Fueron por un sendero en el que crecían matas de tomillo silvestre y también tojos y aliagas. Más allá de las pistas se veían dunas de aquellos ásperos hierbajos que en aquella parte del mundo llaman bents y había un pequeño espacio para caravanas y algunas modestas edificaciones medio arruinadas que en verano se abrían para vender chocolatinas, refrescos y helados. Las dunas terminaban bruscamente en un acantilado arenoso que se iba degradando lentamente. Había marea baja. Lo único que se veía era la playa blanca y el mar a distancia. A lo lejos iban formándose olas, coronadas de espuma. No se veía ni un alma, ni un perro, ni un niño vagabundo. Sólo las gaviotas seguían planeando en lo alto, escupiendo con sus chillidos su desdén al mundo en general.

Más allá de la tierra blanda y seca de las dunas, la playa parecía plana y firme bajo sus pasos. Corrieron un poco para hacer pasar el frío. A medida que se acercaban al mar iban encontrando charcos someros, alimentados por misteriosas fuentes, que reflejaban la claridad del cielo y también se veían grandes cantidades de conchas. A Victoria le llamaron la atención. Cogió algunas, maravillada de su tamaño y de su perfecto estado.

–¡Qué bonitas! No había visto nunca conchas tan enteras. ¿Porqué no están rotas?

–Será porque la playa no es profunda y es arenosa.

John se sumó a aquella distracción, encantado de haber encontrado algo que pudiera arrancar a Victoria de sus pesares. Encontró el esqueleto de una estrella de mar y la delicada pinza fosilizada de un minúsculo cangrejo.

–¿Y esto qué es? – preguntó Victoria a John.

Éste lo inspeccionó.

–Es un pez cabrilla. Y el azul es un mejillón vulgar.

–¿Y esto? Parece la uña del pie de un niño pequeño.

–Lo llaman cuña listada.

–¿Cómo se explica que sepas todos los nombres?

–Pues porque, cuando era pequeño, solía venir por aquí a recoger conchas y Roddy me dio un libro para que aprendiera a identificar los diferentes animales.

Siguieron caminando en silencio y, al final, llegaron al mar. Estaban de cara al viento y contemplaban las olas que se rompían en la playa. Se levantaban en el aire, se retorcían y se rompían con un ruido sibilante antes de extenderse sobre la arena. El agua era límpida, clara, del color del aguamarina.

La concha estaba justo fuera del alcance de la ola. John se agachó, la recogió y la depositó, mojada y reluciente, en la palma de la mano de Victoria. Era del color del coral, con un dibujo o un relieve en forma de sol de forma semiesférica que, de haber estado unida a la valva gemela, habría formado un cuerpo más o menos del tamaño de una pelota de tenis.

–¡Es un tesoro! – dijo John.

Victoria se quedó con la boca abierta.

–¿Qué es?

–Una pechina reina y de buen tamaño, además.

–Creía que sólo había conchas de este tipo en las Indias Occidentales.

–Pues ahora ya sabes que también las hay en Escocia.

Victoria la contempló a distancia, complacida de su forma, del tacto de aquella concha.

–La guardaré siempre -dijo-, la utilizaré como adorno.

–Y tal vez como recuerdo.

Victoria le miró y John descubrió el inicio de su primera sonrisa.

–Sí, tal vez también como recuerdo.

Volvieron la espalda al mar y comenzaron el largo viaje de regreso. Las arenas parecían extenderse interminablemente y las dunas se perdían a lo lejos. Cuando llegaron al acantilado arenoso por el que se habían dejado caer tan fácilmente, a Victoria comenzaron a flaquearle las piernas y John tuvo que darle la mano y tirar de ella para poder llegar, entre tumbos y resbalones, hasta la cima. A media altura, Victoria comenzó a reírse a carcajadas y, cuando finalmente llegaron a la cumbre, los dos estaban sin aliento. Como por tácito acuerdo, cayeron derrumbados y agotados en un hoyo abrigado que, en lugar de estar cubierto de arena, estaba tapizado de una hierba gruesa y áspera, mientras que los montecillos de bents les protegían de la embestida del viento.

Allí parecía que el sol daba un poco de calor. John estaba tumbado boca arriba apoyado en los codos, dejando que el calor del sol penetrase a través del cuero grueso y oscuro de la chaqueta. Victoria estaba sentada, la barbilla apoyada en las rodillas, admirando todavía su concha. La melena le quedaba dividida en la nuca y el enorme jersey que llevaba la hacía parecer todavía más delgada y frágil de lo que era en realidad.

Al cabo de un momento, dijo:

–Creo que no debo quedarme con ella, tengo que dársela a Thomas.

–Quizá Thomas no sabrá apreciarla.

–La apreciará cuando sea mayor.

–Quieres mucho a Thomas, ¿verdad? Y eso que no es hijo tuyo.

–Sí -dijo Victoria.

–¿Quieres que hablemos de todo esto?

–Es difícil saber por dónde hay que empezar. Y de todos modos, probablemente no lo entenderías.

–Podrías intentarlo.

–Bien…

Aspiró profundamente.

–Los Archer son los abuelos de Thomas.

–Ya lo he deducido.

–Viven en Hampshire. Oliver, al volver de Bristol, pasó cerca de Woodbridge, que es donde viven los Archer…

Lentamente, y de forma vacilante, fue desgranándose toda la historia.

Todo el rato mientras Victoria habló, se mantuvo de espaldas a John, por lo que éste se vio obligado a escuchar aquella saga con la mirada clavada en su cogote, lo que resultaba sumamente desagradable.

–… Aquella noche en la que me llevaste a casa después de la fiesta de los Fairburn, cuando Thomas estaba llorando… fue la noche en la que se presentaron los dos en mi casa.

John recordó la situación, fue la noche anterior de su viaje a Bahrein: el cielo oscuro y ventoso, la casita de los Mews, Victoria con la barbilla escondida en el cuello de piel del abrigo, los ojos llenos de temor y de ansiedad.

–Después surgió lo de tomarnos unas pequeñas vacaciones y entonces vinimos a Benchoile porque Oliver conocía a Roddy. Bueno, esta parte ya la conoces.

–Por lo que veo, tú en Londres no trabajas.

–Sí, claro que trabajo. Trabajo en una tienda de modas de Beauchamp Place, pero Sally, la dueña de la tienda, estaba empeñada en que me tomase unos días libres y me dijo que podía ausentarme un mes; entretanto ha cogido a otra chica para que la ayude hasta que yo vuelva.

–¿Vas a volver?

–No lo sé. Es posible que me quede a vivir con Oliver.

Esto dejó en silencio a John. No podía entender que pudiera haber una chica que quisiera vivir con aquel personaje delirante y egocéntrico y, a pesar de sus primeras y laudables intenciones de mantener una actitud franca y abierta, notó que, lentamente, se sentía cada vez más exasperado.

Victoria volvía a hablar.

–Sabía que Mrs. Archer debía estar enormemente preocupada, por lo que le propuse a Oliver que le escribiera, pero él se puso furioso porque no quería que supiera dónde estábamos. Yo, pese a todo, le escribí, pero le advertí que, como Oliver era una persona tan difícil, no se pusiera en contacto con nosotros. Quizá Mr. Archer encontró la carta.

Ahora que por fin había acabado de contarlo todo, Victoria decidió que había llegado el momento de mirar a John a los ojos. Así que volvió, y se encaró a él. Su gesto era confiado, estaba apoyada en una mano y tenía las largas piernas recogidas debajo del cuerpo.

–Ha sido él quien ha llamado a Oliver a la hora de comer. Así que ahora ya sabes por qué se ha enfadado tanto.

–Sí, supongo que sí, pero hay que admitir que ha sido una escena espantosa.

–Pero, ¿lo entiendes?

Era evidente que para Victoria era importante que John lo entendiese. Sin embargo, el hecho de que John lo entendiera, no mejoraba las cosas, sino todo lo contrario, más bien las empeoraba, ya que hasta sus peores sospechas habían resultado bien fundadas. Ahora todo estaba en su sitio, se habían encajado las piezas del rompecabezas y había aparecido el dibujo. Había un egoísta, había una persona codiciosa, se había interpuesto el orgullo, el resentimiento e incluso un cierto despecho. Nadie saldría bien parado del asunto, pero los únicos que sufrirían serían los inocentes. Los inocentes. Una palabra desagradable pero, ¿cómo aplicar otra a Victoria y a Thomas?

Pensó en Oliver. Desde que se habían conocido, entre los dos había surgido un sentimiento de antipatía. Como los perros, los dos se habían movido en círculo uno en torno del otro con las cerdas del cuello erizadas. John se había dicho que era una antipatía absurda, instintiva y, con las buenas maneras innatas de un hombre que está viviendo en casa ajena, había tratado de no dejar traslucir aquel sentimiento. Pero era evidente que la antipatía era mutua y, por otra parte, John no tardó en observar el tratamiento indiferente que Oliver dispensaba a Victoria, su actitud desatenta con Roddy, su falta de interés con respecto al niño. Después de pasar dos días en compañía de Oliver tuvo que admitir que aquel hombre le desagradaba profundamente. Y ahora, después de aquella escena terrible en la mesa del comedor, sabía además que le detestaba.

–Si te quedas con Oliver, ¿quiere decir que te casarás con él? – le preguntó.

–No sé.

–¿Qué quieres decir, que no sabes si te casarás con él o si él se casará contigo?

–No sé -dijo mientras el rubor le cubría las pálidas mejillas-. No sé si se casará conmigo. Es un hombre extraño. Él…

Súbitamente, John se sintió presa de una indignación furiosa, desacostumbrada en él, y la interrumpió brutalmente.

–Victoria, no seas tonta.

Ella le miró con sus ojos enormes.

–Tal como te lo digo: no seas tonta. Tienes toda una vida, una vida maravillosa por delante, y hablas de casarte con alguien cuando no sabes siquiera si esa persona te quiere lo suficiente para casarse contigo. El matrimonio no es una novela romántica. Ni siquiera es una luna de miel. El matrimonio es una profesión, una profesión larga y difícil en la que hay dos socios que tienen que trabajar de firme, tienen que trabajar más en el matrimonio que en las otras cosas que puedan hacer en su vida. Si el matrimonio es bueno, cambia, evoluciona, pero para mejorar. Lo he visto en el caso de mis padres. Pero un mal matrimonio puede disolverse en una mezcla de resentimiento y de acrimonia. También lo he visto en mi fracasado y desgraciado intento de hacer feliz a otra persona. Nunca es por culpa de uno solo, sino que es la suma total de millares de cosas irritantes, de insatisfacciones, de detalles idiotas que, si la relación es buena, se pasan por alto o se olvidan con el encuentro lenitivo del acto sexual. El divorcio no cura nada, no es más que una operación quirúrgica incluso cuando no hay hijos. Y tú y Oliver ya tenéis un hijo. Tú tienes a Thomas.

–No puedo volver atrás -dijo Victoria.

–Naturalmente que puedes.

–Para ti es muy cómodo hablar de esa manera. Tu matrimonio se rompió, pero tienes a tus padres, tienes tu trabajo, tienes Benchoile también, hagas lo que hagas con él. Si yo me quedo sin Oliver y sin Thomas, me quedo sin nada. No tengo nada que realmente me importe, ni nadie a quien pueda pertenecer, ni nadie que me necesite.

–Te tienes a ti.

–Quizá no baste con tenerme a mí.

–En ese caso, te subestimas.

Victoria se dio rápidamente la vuelta y John volvió a encontrarse frente a su nuca. Entonces se dio cuenta de que le había gritado, lo cual le dejó asombrado, porque era la primera vez desde hacía muchos meses que se sentía suficientemente involucrado en un asunto o suficientemente excitado para gritar a otra persona. Y bruscamente le dijo:

–Lo siento.

Pero al ver que ella no se movía ni decía nada, prosiguió con voz más suave.

–Lo que ocurre es que me sulfura ver a una persona como tú empeñada en destruir su vida.

Victoria, adusta de pronto como una niña pequeña, le replicó:

–Olvidas que es mi vida.

–También es la de Thomas -le recordó él-. Y de Oliver.

Victoria siguió inmóvil, y entonces él la cogió del brazo y la obligó a volverse hacia él. Con un esfuerzo inmenso, Victoria le miró a los ojos.

–Tendrás que querer mucho a Oliver -dijo-, mucho más que él a ti. Me refiero a que será necesario para que funcione.

–Lo sé.

–Entonces harás las cosas con los ojos abiertos.

–Lo sé -volvió a decir Victoria, desasiéndose de su mano-, pero es que nunca he tenido a nadie. Lo único que he tenido en mi vida ha sido a Oliver.