Las previsiones del tiempo sólo fueron acertadas en parte.
Brilló el sol, pero por su faz desfilaban nubes intermitentes,
empujadas por el viento de poniente, y hasta el mismo aire tenía
una especie de diafanidad que parecía que colinas, agua y cielo
acabaran de ser pintadas con un enorme pincel empapado de
pintura.
La casa y el jardín quedaban resguardados con la curva de las
colinas y sólo una leve brisa había agitado los árboles mientras
esperaban para embarcarse y cargar la enorme cantidad de bultos que
llevaban en la vieja barca de pesca. Sin embargo, cuando apenas se
habían alejado unos cuarenta metros de la orilla, notaron la
verdadera fuerza del viento. La superficie del agua, color cerveza
oscura, estaba rizada y se agitaba con grandes olas coronadas de
espuma, que iban a estrellarse contra la regala de la embarcación.
Los tripulantes de la barca se embutieron en las diferentes prendas
impermeables que habían sacado de la sala de armas de Benchoile y
que se habían repartido al iniciarse la excursión. Victoria llevaba
un impermeable de hule color oliváceo oscuro, provisto de enormes
bolsillos cerrados con ganchos metálicos, mientras que Thomas iba
envuelto en una chaqueta de cazador de venerable antigüedad,
abundantemente manchada con la sangre de algún ave o alguna liebre,
difuntas hacía largo tiempo. La prenda trababa considerablemente
sus movimientos, lo que para Victoria no dejaba de ser un alivio,
porque hacía más fácil tenerle sujeto, ya que parecía que el niño
tenía un gran interés en asomarse por la borda.
John Dunbeath, de manera tácita, había empuñado los remos.
Eran largos y pesados y el crujido de los toletes, el penetrante
silbido del viento y el chapoteo de las olas al romper contra el
casco de la barca eran los únicos ruidos que se oían. John llevaba
una prenda de hule negro que había pertenecido a su tío Jock y unas
botas verdes de cazador, pero iba con la cabeza descubierta y su
cara estaba salpicada de agua. Remaba con mano experta y con
fuerza, impulsando con el vaivén del cuerpo la proa de la vieja y
voluminosa barca a través del agua. Una o dos veces desarmó los
remos para poder observar por encima del hombro y ver si el viento
y la corriente les habían alejado mucho del curso previsto y para
orientarse. Parecía sentirse a gusto, seguro. No por nada había
recorrido en barca aquel mismo trayecto en muchas otras
ocasiones.
En la embarcación, sentados en el banco central, estaban
Roddy y Oliver. Roddy daba la espalda a Victoria y tenía a su
perro, Barney, sujeto entre las rodillas.
Oliver estaba sentado a horcajadas en el banco y apoyaba la espalda
en la regala, apuntalándose en ella con los codos. Los dos hombres
tenían los ojos puestos en la orilla, cada vez más cercana, y Roddy
exploraba la ladera de la montaña con los prismáticos. Desde el
lugar donde estaba sentada, Victoria sólo podía ver el perfil de la
frente y la barbilla de Oliver. Se había subido el cuello de la
chaqueta y sus largas piernas, que tenía extendidas y cubiertas con
los descoloridos téjanos, terminaban en un par de viejas zapatillas
de deporte. El viento le echaba el cabello hacia atrás y le
despejaba la cara, mientras la piel, que parecía muy fina en los
pómulos, estaba rubicunda por efecto de la brisa.
Como era inevitable, en el fondo de la barca iban formándose
charcos de agua. De vez en cuando, y si se le ocurría hacerlo,
Roddy dejaba los prismáticos colgados de la correa de cuero y con
aire distraído se dedicaba a achicar el agua, recogiéndola con un
pequeño cuenco de lata que vaciaba por la borda. No parecía
conseguir gran cosa. De todos modos, las cestas con la comida, la
caja con la leña y los fardos de esteras y telas alquitranadas
estaban a buen recaudo, fuera del alcance del agua. Llevaban
suficiente comida para alimentar un ejército, aparte de diversos
termos y botellas en una cesta especial provista de compartimentos
para que no se golpearan ni rompieran.
Roddy, que acababa de dedicarse otro ratito a achicar agua,
volvió a sus prismáticos y se puso a explorar la
montaña.
–¿Qué buscas? – le preguntó Oliver.
–Ciervos. Es curioso lo que cuesta encontrarlos en las
colinas. La semana pasada, cuando nevó, podías verlos desde casa,
pero hoy no parece haber ninguno por esos
alrededores.
–¿Dónde deberían estar?
–En la montaña, probablemente.
–¿Hay muchos por aquí?
–A veces se pueden ver hasta quinientos. También hay gamos.
Cuando hace frío bajan y se comen el forraje que dejamos fuera para
el ganado. En verano, cuando oscurece, se acercan con sus cachorros
a pastar en los prados y a beber en el loch. Si subes por la cañada con el coche desde él y
llevas los faros apagados es frecuente sorprenderlos. Los enciendes
de pronto y lo que descubres es maravilloso.
–¿Les disparáis? – preguntó Oliver.
–¡No! Nuestro vecino de la montaña tiene derecho de caza.
Jock se lo cedió. De todos modos, en Benchoile tenemos el
congelador lleno de muslos de venado. Antes de que os vayáis
haremos trabajar a Ellen. Por muy duro y seco que sea el venado,
Ellen lo prepara de una forma especial. Lo guisa que es una
delicia.
Se quitó los prismáticos que llevaba colgados del cuello con
la correa y se los pasó a Oliver.
–Echa una mirada, quizá tus ojos jóvenes vean más que los
míos.
Ahora, de aquella manera mágica que suelen ocurrir estas
cosas, la otra orilla que era su destino apareció más cerca y
mostró sus secretos. Ya no era un paisaje desdibujado por la
distancia, sino un lugar lleno de salientes rocosos, de cojines de
césped verde esmeralda, de playas de piedras blancas. Helechos que
crecían apretados como cabellos que tapizaban las laderas más bajas
de la colina. Más arriba cedían paso al brezo y al ocasional y
solitario pino escocés. En el lejano horizonte se recortaba el
perfil irregular de un dique de piedra que marcaba el linde entre
las tierras de Benchoile y la propiedad vecina. En algunos puntos
el dique estaba roto y el hueco daba la impresión de una boca a la
que le falta un diente.
Pero seguía sin aparecer la cascada. Reteniendo a Thomas en
el círculo de sus brazos, Victoria se inclinó hacia delante con
objeto de preguntar a Roddy al respecto cuando en aquel momento la
barca pasó por delante de un gran promontorio de roca y ante ellos
apareció la pequeña bahía.
Victoria vio entonces la playa de piedras blancas y,
desplomándose y serpenteando montaña abajo entre brezos y helechos,
contempló el agua que, desde unos seis metros de altura por encima
de la playa, saltaba sobre un saliente de granito y caía a
borbotones en el remanso de agua situado en su base. Blanca como la
cola de una yegua, culebreando a la luz del sol, bordeada de
torrentes, musgo y helechos, la cascada era tal como Victoria la
había imaginado.
Roddy se volvió con una sonrisa y encontró a Victoria
boquiabierta de admiración.
–¡Ahí la tienes! – dijo Roddy-. ¿No era esto lo que querías
ver?
Thomas, tan excitado como ella, se echó hacia delante y pugnó
por desasirse de Victoria. Sin que ésta tuviera tiempo de
sujetarle, el niño tropezó, perdió el equilibrio y se derrumbó
contra la rodilla de su padre.
–¡Mira! – dijo pronunciando una de las pocas palabras que
conocía.
Golpeando la pierna de Oliver con el puño
repitió:
–¡Mira!
Pero Oliver seguía abstraído mirando a través de los
prismáticos de Roddy y, o no se dio cuenta de lo que le decía
Thomas o no le hizo caso. Thomas le repitió:
–¡Mira!
Sin embargo, debido a la excitación que le producía su deseo
de llamar la atención de su padre, resbaló y se cayó, se dio un
golpe en la cabeza con el banco y se derrumbó en el fondo de la
barca, cayendo sentado en el poso de cinco centímetros de agua
helada que lo cubría.
Como es natural, se echó a llorar antes de que Victoria,
agachándose con presteza, tuviera tiempo de cogerle. Al levantarle
y abrazarle de nuevo con sus brazos, Victoria levantó los ojos y
tuvo ocasión de observar la expresión del rostro de John Dunbeath.
No la miraba a ella, sino a Oliver, y su mirada expresaba un
profundo deseo de propinarle un puñetazo en las
narices.
La quilla de la barca restregó las piedras. John recogió los
remos y saltó a tierra al tiempo que levantaba la proa por encima
de la playa seca. Uno tras otro, todos fueron bajando a la barca.
Roddy se encargó de poner a salvo a Thomas. Oliver cogió la boza y
la ató a una estaca gruesa, hincada en una base de cemento que
seguramente servía para este propósito. Victoria fue pasando a John
las cestas con las provisiones y las esteras y, finalmente, saltó a
la orilla. El cascajo de la playa crujió bajo las suelas de sus
zapatos. El fragor de la cascada llenaba los oídos de
Victoria.
Parecía existir un protocolo riguroso en las comidas
campestres de Benchoile. Roddy y Barney
abrieron la marcha a través de la playa mientras los demás les
seguían, una procesión rezagada y cargada con todos los bultos.
Entre el remanso de agua donde caía la cascada y el ruinoso muro
había una extensión de hierba, donde se dispusieron a instalarse.
Había un espacio que se destinaba tradicionalmente a la hoguera,
marcado por un anillo de piedras ennegrecidas y de manera
carbonizada que daba testimonio de anteriores comidas campestres.
Se encontraba en lugar abrigado, ya que muy alto en el cielo
seguían desfilando las nubes. El sol de mediodía iba saliendo y
escondiéndose alternativamente, pero cuando brillaba emitía
auténtico calor y las oscuras aguas del loch se teñían del azul del cielo y se cubrían de
cabrillas.
Todos se libraron de los engorrosos impermeables. Thomas se
lanzó a explorar la playa por su cuenta. John Dunbeath cogió un
palo y se puso a escarbar las piedras para amontonar la ceniza.
Roddy sacó de la cesta de bebidas dos botellas de vino y las puso a
enfriar al borde del agua. Oliver encendió un cigarrillo. Una vez
puesto a salvo el vino, Roddy se detuvo a observar a una pareja de
pájaros que volaban, ansiosos, en círculo alrededor de un resalto
de roca al borde de la cascada sin parar un momento de emitir
graznidos.
–¿Qué clase de pájaros son? – preguntó
Victoria.
–Zambullidores, mirlos de agua. Pero todavía no es época de
que aniden.
Se puso a trepar por el escarpado reborde a fin de investigar
qué pasaba. Oliver, todavía con los prismáticos colgados del
cuello, observó un momento y después le siguió. John continuaba
buscando leña para hacer fuego y ya había reunido varios puñados de
hierba seca y tallos de brezo carbonizados. Victoria estaba a punto
de brindarle ayuda cuando vio de pronto a Thomas que se dirigía
hacia el loch y el tentador oleaje.
Victoria corrió hacia él, le atrapó de un salto y le levantó en
brazos cortándole justo a tiempo el paso.
–¡Thomas! – exclamó con la cara pegada al cuello del niño y
riendo a carcajadas-. ¡No puedes meterte en el
agua!
Victoria le hizo cosquillas y Thomas se rió, retorciéndose y
curvando la espalda, profundamente desilusionado.
–¡Mojado! – dijo.
–Te has mojado. Ven, que vamos a hacer una
cosa.
Victoria dio la vuelta y volvió a conducirle hacia la playa,
allí donde el agua, al rebosar, formaba una especie de somero
arroyuelo que corría entre los guijarros antes de ir a parar al
loch. Dejó a Thomas allí mismo y,
agachándose, cogió un puñado de piedras y comenzó a arrojarlas al
agua una tras otra. A Thomas pareció gustarle aquel pequeño
chapoteo. Al cabo de un momento, y puesto en cuclillas, también él
se dedicaba a arrojar piedras al agua. Victoria le dejó allí y
volvió al lugar preparado para la comida, retiró el vaso de uno de
los termos y se lo llevó a Thomas.
–Mira -le dijo sentándose a su lado y llenando el vaso de
piedras.
Cuando el vaso estuvo lleno, le dio la vuelta e, indicándole
el montón de piedras, le dijo:
–Mira, es un castillo.
Después le dio el vaso y le dijo:
–Ahora hazlo tú.
Con mucho cuidado, cogiéndolas una por una con sus manos
inexpertas, Thomas fue llenando el vaso de piedras. La ocupación le
tenía absorbido. Sus deditos, enrojecidos por el frío, se movían
con dificultad, pero su perseverancia era
conmovedora.
Mientras miraba al niño, Victoria advirtió que aquel
sentimiento de ternura que la embargaba estaba convirtiéndose en
algo familiar en ella, lo que la llevó a interrogarse sobre, el
instinto maternal. ¿Podía sentirse ese instinto aunque no se
tuvieran hijos? Quizá, si Thomas no hubiera sido una personita tan
encantadora, ella no habría experimentado aquel impulso básico e
irracional de afecto protector. Pero era evidente que lo sentía.
Como uno de esos niños que aparecen en ciertas películas antiguas y
sentimentaloides, daba la impresión de que aquel niño había
encontrado el camino que conducía hasta su corazón, había buscado
un sitio en él y allí se había instalado con intención de
quedarse.
Era una situación, como mínimo, curiosa. Cuando Oliver le
dijo a Victoria que había robado a Thomas de casa de los Archer,
aunque escandalizada por su comportamiento, se sintió conmovida. El
hecho de que nada menos que Oliver Dobbs tuviera una conciencia tal
de la paternidad que llegara a dar un paso tan extraordinario como
aquél, no dejaba de ser maravilloso.
Y además, parecía sentirse divertido e involucrado a la vez
en todo cuanto hacía referencia al niño: le compraba juguetes, le
llevaba sobre los hombros, incluso jugaba con él por las noches
antes de que Victoria le metiese en la cama. Pero, como uno de
aquellos niños que no tardan en aburrirse con el juguete que poco
antes les divertía, el interés que a Oliver le inspiraba Thomas se
había ido desvaneciendo y ahora apenas le hacía
caso.
El incidente de la barca era una muestra de su actitud. A
pesar de los mejores deseos de Victoria, era imposible no sospechar
que aquel arrebato impulsivo de Oliver mas que fruto de su orgullo
de padre y de un auténtico sentimiento de responsabilidad,
obedecía, según aquella manera de proceder oblicua que le era tan
propia, a un deseo de vengarse de sus suegros. El secuestro de
Thomas fue más un sentimiento de despecho que de verdadero
cariño.
Le parecía insoportable pensar en ello, no sólo por el
desdoro que suponía para las motivaciones de Oliver y, como
consecuencia de ello, para su propia manera de ser, sino también
porque le hacía ver el futuro de Thomas -e indirectamente el suyo-
de una manera espantosa.
Thomas le dio un golpe con el puño y dijo:
–¡Mira!
Victoria miró y vio el montón derrumbado de piedras y el
rostro radiante y tiznado del niño, y entonces le atrajo contra sus
rodillas y le abrazó.
–Te quiero, ¿lo sabías? – le dijo, pero el niño se echó a
reír como si acabara de contarle un chiste
graciosísimo.
Sus risas lo allanaban todo. Las cosas saldrían bien. Ella
quería a Thomas y quería a Oliver y Oliver la quería a ella y,
evidentemente -aunque no lo demostraba demasiado-, también quería a
Thomas. Y evidentemente, si era tanto el amor que les rodeaba, no
habría nada capaz de destruir aquella familia en la que ya se
habían convertido.
Oyó el crujido de unos pasos detrás de ella que se acercaban
por la playa. Se volvió y vio a John Dunbeath y también la fogata
que ardía, coronada por un penacho de humo azul. Los otros dos
hombres habían desaparecido y, al buscarlos, vio a lo lejos sus
figuras, ya a medio camino del muro de piedra pero escalándolo
aún.
–Supongo que todavía tardaremos una hora en comer. Han ido a
buscar ciervos -dijo John.
John se quedó un momento al lado de Victoria mirando a lo
lejos por encima del agua, contemplando el perfil de la casa medio
escondida entre los árboles y desdibujada por la luz del sol. Desde
aquí la veía como algo profundamente apetecible. Como contemplada
en sueños. De una chimenea salía humo y en una ventana abierta
ondeaba, como una bandera, una cortina blanca.
–Da igual -dijo Victoria-, no tengo prisa. Si Thomas tiene
hambre siempre podemos darle algo para matar el gusanillo hasta que
vuelvan.
John se sentó junto a ellos y se echó para atrás, apoyándose
con los codos en las piedras.
–No tienes hambre, ¿verdad? – preguntó John a
Thomas.
El niño no dijo nada. Al cabo de un momento se levantó de las
rodillas de Victoria y volvió a ponerse a jugar con el vaso de
plástico.
–¿No quieres ver los ciervos? – le preguntó
Victoria.
–Hoy no. De todos modos, ya los he visto otras veces. Además,
esta subidita se las trae. No creía que Oliver tuviera tantas
energías ni que estuviera tan interesado por la
Naturaleza.
No había sombra de crítica en su voz, pero aun así Victoria
quiso salir en su defensa.
–Le interesa todo: nuevas experiencias, nuevos panoramas,
nuevas gentes.
–Lo sé. Anoche, cuando os acostasteis, Roddy me dijo que
también es escritor. Es curioso porque, cuando me lo presentó,
pensé: «¿Oliver Dobbs? El nombre me suena», aunque no sabía
exactamente de qué lo recordaba. Después, cuando Roddy me lo
explicó, caí en la cuenta. He leído un par de libros suyos y vi una
de sus obras de teatro por televisión. Es muy
inteligente.
Victoria sintió una especie de calorcito en el
corazón.
–Sí, es inteligente. Acaban de estrenarle una obra en
Bristol. Se llama Penique roto. Se estrenó
el lunes y su agente le ha dicho que la obra es muy buena.
Probablemente no tardarán en presentarla en un teatro del West
End.
–¡Fantástico!
Victoria continuó cantando las alabanzas de Oliver como si,
al elogiarle, pudiese borrar de alguna manera el recuerdo de
aquella expresión fugaz que había descubierto en el rostro de John
Dunbeath al caer Thomas en la barca.
–El éxito no siempre le ha acompañado. Me refiero a que es
muy difícil abrirse camino en este campo, pero en realidad nunca ha
querido hacer otra cosa que escribir y creo que nunca se ha
descorazonado ni ha perdido la fe en sí mismo. Sus padres
prácticamente le echaron de casa porque se negó a ingresar en el
Ejército o a estudiar Derecho o no sé qué otra cosa. Por esto al
principio no tenía ningún tipo de seguridad.
–¿Cuánto tiempo hace de eso?
–Supongo que fue cuando acabó la escuela.
–¿Hace mucho que le conoces?
Victoria se inclinó hacia delante y cogió un puñado de
piedras de la orilla; estaban mojadas, relucientes, frías al
tacto.
–Unos tres años.
–¿Tenía éxito entonces?
–No, en aquella época trabajaba en cosas muy desagradables
pero que exigían poco de él, las hacía sólo para ganar el dinero
suficiente para comprar comida y pagar el alquiler de la casa.
Cosas como llevar ladrillos de un lado a otro, reparar carreteras,
lavar platos en un restaurante económico. Pero de pronto un editor
comenzó a interesarse por él y consiguió que le pusieran una obra
en la televisión. A partir de entonces todo se disparó y ya no ha
tenido que volver a hacer marcha atrás. Él y Roddy se conocieron a
través de la televisión. Supongo que Roddy ya te lo habrá contado.
Ha sido por eso que hemos venido a Benchoile. Yo había leído
Los años del águila cuando iba a la
escuela, un libro que desde entonces he ido leyendo a intervalos
regulares. Cuando Oliver me dijo que conocía a Roddy y que íbamos a
venir aquí, me pareció imposible que pudiera ser
verdad.
–¿Ha sido tal como esperabas?
–Sí, pero tienes que hacerte a la idea de que aquí no existe
el verano.
John se echó a reír.
–No es exactamente así.
Victoria pensó que, cuando John se reía, parecía mucho más
joven.
El sol, que se había escondido hacía unos momentos detrás de
una nube, ahora volvió a salir. Victoria agradeció tanto su luz y
su calor que se tendió en la playa boca arriba mirando el
cielo.
–Lo único que ha estropeado el viaje ha sido la noticia de la
muerte de tu tío -dijo Victoria-. Yo habría querido dar media
vuelta y volver a marchar, pero Roddy se negó en
rotundo.
–Seguro que vuestra visita ha sido lo mejor que podía
ocurrirle. Le habéis hecho compañía.
–Ellen me ha dicho que, cuando eras pequeño, solías venir por
aquí, es decir, cuando no estabas en Colorado.
–Sí, venía aquí con mi padre.
–¿Te gustaba el sitio?
–Sí, pero nunca lo consideré mi casa, mi verdadera casa
estaba en Colorado, en el rancho.
–¿Qué hacías cuando venías por aquí? ¿Ibas a cazar ciervos,
urogallos, esas cosas que suelen hacer los hombres de
aquí?
–No, generalmente iba a pescar, porque a mí no me gusta
cazar. No me ha gustado nunca. Eso me ponía las cosas más
difíciles.
–¿Porqué?
Era difícil imaginar que la vida pudiera poner dificultades a
John Dunbeath.
–Pues supongo que porque me convertía en la nota discordante.
Todos hacían lo mismo. Incluso mi padre. A mi tío Jock no le cabía
en la cabeza.
John sonrió de manera extraña.
–A veces me daba la sensación de que yo no le gustaba
demasiado.
–Estoy segura de que le gustabas, si no le hubieras gustado
no te habría dejado Benchoile.
–Me ha dejado Benchoile porque no tenía a quien dejárselo
-dijo John bruscamente.
–¿Pensabas que te lo dejaría?
–Nunca en mi vida. A lo mejor te parecerá una tontería, pero
es la pura verdad. Al volver de Bahrein, encontré la carta del
abogado esperándome en mi despacho.
Se inclinó para coger un puñado de guijarros y, con certera
precisión, comenzó a lanzarlos a una punta rocosa cubierta de
líquenes que sobresalía al borde del loch.
–También encontré una carta de Jock. Supongo que la
escribiría un par de días antes de morir. Es curioso recibir una
carta de una persona que ya ha muerto.
–¿Vas a… venir a vivir aquí?
–No podría aunque quisiera.
–¿A causa de tu trabajo?
–Sí, a causa de mi trabajo y de otras razones. Actualmente
tengo que vivir en Londres, pero en el momento más impensado me
pueden enviar a Nueva York. Tengo otros compromisos, y a mi
familia.
–¿Tu familia?
Aquello la había cogido por sorpresa. Sin embargo,
considerándolo bien, ¿por qué había de sorprenderse? Había conocido
a John en Londres, en una fiesta, y aunque ahora estuviera solo,
ello no significaba que en los Estados Unidos no hubiera podido
dejar esposa e hijos. Los ejecutivos se veían obligados a llevar
esa vida en todo el mundo lo cual no tenía nada de extraño. Se
imaginó a su mujer, bonita y elegante como eran por lo general
todas las americanas jóvenes, con una cocina propia de la era
espacial y una furgoneta para ir a buscar a los niños a la
escuela.
–Por familia entiendo padre y madre -dijo
John.
–¡Ah! – exclamó Victoria echándose a reír y dándose cuenta de
que se le habían ocurrido cosas descabelladas-. Me figuraba que te
referías a que estabas casado.
Poniendo la máxima atención, lanzó la última piedra. Golpeó
la roca y cayó en el agua salpicando un poco de agua a su
alrededor. John se volvió a mirar a Victoria.
–He estado casado, pero ya no lo estoy
-dijo.
–Lo siento -dijo ella no encontrando nada mejor que
decir.
–No tiene importancia -respondió John con una sonrisa
tranquilizadora.
–No lo sabía -dijo ella.
–¿Por qué habías de saberlo?
–No hay ninguna razón especial, pero como aquí me han contado
cosas de ti; me refiero a Roddy y a Ellen. Aunque nadie me ha dicho
en ningún momento que hubieras estado casado.
–Sólo lo estuve un par de años y aquí ni siquiera llegaron a
conocerla.
Se apoyó en los codos y miró a lo lejos, más allá del
loch, en dirección a las colinas y a la
casa.
–Yo quería que ella conociera Benchoile. Antes de que nos
casáramos solía hablarle de este lugar y a ella parecía gustarle la
idea. No había estado nunca en Escocia y tenía muchas ideas
románticas sobre el país. Ya sabes, gaitas, nieblas y el principito
Charlie ataviado con su tartán. Pero una
vez estuvimos casados… no sé por qué, pero nunca había tiempo para
nada.
–¿Fue… por el divorcio que viniste a vivir a
Londres?
–Fue una de las razones. Ya sabes lo que se dice en estos
casos, borrón y cuenta nueva.
–¿Tienes hijos?
–No. En fin, las cosas son como son.
Entonces Victoria se dio cuenta de que se había equivocado
con John. Al conocerle le había impresionado su contención, su
seguridad, su aplomo. Ahora se daba cuenta de que, debajo de aquel
barniz exterior, había una persona exactamente igual que todas las
demás: vulnerable, sensible, probablemente solitaria. Recordó
también que la noche de la fiesta habría debido ir acompañado de
una amiga pero que, por alguna razón que ignoraba, la chica no
había podido acompañarle. Por eso le había pedido que cenase con
él, a lo que ella se había negado. Pensándolo detenidamente, tenía
la vaga sensación de haberle dado un chasco.
–Mis padres también se divorciaron, yo tenía entonces
dieciocho años. Aunque parezca que yo era ya suficientemente mayor
para hacer frente a la situación, reconozco que el hecho me afectó.
Ya nada volvió a ser igual. Perdí para siempre la seguridad -dijo
Victoria y, sonriendo, añadió-: algo que Benchoile tiene en
abundancia; rezuma seguridad por todos los poros. Quizá sea algo
que tiene que ver con las personas que han vivido en la casa y con
el estilo de vida de las que ahora viven en ella, como si en el
curso de cien años no hubiera cambiado nada.
–Así es. Por lo menos las cosas no se han alterado en lo más
mínimo durante el curso de mi vida. La casa incluso huele
igual.
–¿Y qué ocurrirá ahora?
Él no respondió en seguida, pero al cabo de un momento
dijo:
–Lo venderé todo.
Victoria le miró fijamente. Los ojos de John, sin un
parpadeo, afrontaron la mirada de la chica y ésta se percató de que
hablaba en serio.
–Pero, John, ¡no puedes vender la casa!
–¿Qué otra cosa puedo hacer?
–Seguir adelante con la finca.
–No soy granjero, ni tampoco deportista, ni siquiera puede
decirse que sea un verdadero escocés. Soy un banquero americano.
¿Qué haría en un sitio como Benchoile?
–Podrías administrarlo…
–¿Desde Wall Street?
–Podrías poner un administrador.
–¿Quién?
Victoria reflexionó como si estuviera buscando la persona
idónea y, como era inevitable, dijo:
–¿Y Roddy?
–Si yo soy banquero, Roddy es escritor, un amante del arte.
No ha sido nunca otra cosa que eso. Jock, en cambio, era el pilar
que sostenía la familia y, además, un hombre excepcional. No se
limitaba a pasearse por Benchoile seguido del perro, dando
instrucciones a diestro y siniestro. Él trabajaba. Subía a la
montaña con Davey Guthrie y bajaba con las ovejas. Ayudaba en todo
lo relacionado con el ganado y la granja, iba al mercado de Lairg.
Jock se ocupaba, además, de todo lo relacionado con el bosque, con
el jardín, cortaba el césped.
–¿No hay jardinero?
–Hay un jubilado que sube en bicicleta desde Creagan tres
veces por semana, pero parece que el tiempo se le va en las
hortalizas de la huerta y en aprovisionar la casa de
troncos.
Pero Victoria seguía sin dejarse convencer.
–Roddy parece saber tantas cosas… Anoche…
–Sabe muchas cosas porque se ha pasado aquí toda la vida,
pero lo que pueda hacer ya es harina de otro costal. Me temo que
sin Jock para que le dé un empujoncito de vez en cuando, Roddy se
encuentra en peligro mortal de irse a pique.
–Podrías dejar que lo probase.
John parecía preocupado, pero negó con un gesto de la
cabeza.
–Esta propiedad es muy grande. Son doce mil acres de montaña
que hay que atender, cercas que hay que mantener en pie, mil ovejas
o más que es preciso cuidar. Es ganado, cosechas, maquinaria
costosa. Todo esto suma un montón de dinero.
–¿Quieres decir que no quieres correr el riesgo de perder
dinero?
John esbozó una sonrisa.
–No hay ningún banquero que quiera correr un riesgo así,
aunque no es esto exactamente. Quizá podría permitirme el lujo de
perder algún dinero, pero no se puede mantener una propiedad a
menos que constituya una opción viable y sea, como mínimo,
autosuficiente.
Victoria se apartó de él y, rodeando con los brazos sus
piernas dobladas, contempló la casa que se levantaba en la otra
orilla. Pensó en el calor que emanaba de ella en su hospitalidad,
en la gente que vivía en ella. No pensaba en la casa como una
opción viable.
–¿Qué será de Ellen? – preguntó.
–Ellen es uno de los problemas. Ellen y los
Guthrie.
–¿Saben que quieres vender Benchoile?
–Todavía no.
–¿Y Roddy?
–Se lo dije anoche.
–¿Qué dijo?
–No le sorprendió. Dijo que no esperaba que hiciera otra
cosa. Después se sirvió un coñac enorme y cambió de
tema.
–¿Qué supones que será de Roddy?
–No lo sé -dijo John y, por vez primera, su voz delató
preocupación.
Victoria volvió la cabeza para mirar a John y sus miradas se
encontraron de nuevo. La de él era triste y sombría, por lo que
Victoria sintió compasión al verle en aquel
dilema.
–Bebe en exceso, me refiero a Roddy -dijo Victoria de
pronto.
–Lo sé.
–Yo le quiero mucho.
–Yo también le quiero mucho. Les quiero a todos. Por eso me
resulta tan desagradable todo esto.
Victoria se dio cuenta de que había que
animarle.
–Quizá surgirá algo.
–Pero, ¿quién te crees que eres? ¿Mr. Micawber? No, yo esto
lo venderé. Lo venderé porque no hay otro remedio. Ya le he dicho a
Robert McKenzie, el abogado de Inverness, que ponga un anuncio en
todos los periódicos nacionales importantes a mediados de esta
semana: «EN VENTA MAGNÍFICA FINCA RÚSTICA EN LAS TIERRAS ALTAS.»
Como puedes ver, ya no puedo hacerme atrás. No puedo cambiar de
parecer.
–¡Ojalá pudiera hacer que cambiaras!
–No lo conseguirás, así que déjalo.
Parecía que el juego ya no divertía a Thomas y, además, se le
había despertado el hambre. Había dejado a un lado el vaso de
plástico y sentado en las rodillas de Victoria. John dio una mirada
al reloj.
–Es casi la una. Me parece que tú, Thomas y yo podríamos
comer un poquito -dijo.
Se pusieron lentamente de pie. Victoria se sacudió las
piedrecitas que se le habían incrustado en los
pantalones.
–¿Y ese par?
Al levantar los ojos, vio que Oliver y Roddy ya estaban
bajando y que lo hacían con mucha mayor rapidez que cuando
subían.
–Seguro que también tienen hambre y, sin duda, sed -añadió
John-. ¡Ven acá! – dijo agachándose para coger en brazos a Thomas y
acercarle a la fogata-. Veamos qué nos ha puesto Ellen en las
cestas.
Quizá fuera la comida campestre -que se había desarrollado
con tanto éxito- o los recuerdos de otras excursiones igualmente
felices que había evocado, lo que hizo que aquella noche la
conversación durante la cena no girara en torno al mundo literario
londinense ni a los problemas que planteaba el futuro de Escocia,
sino que se convirtiera en una fiesta consagrada al
recuerdo.
Roddy, saciado de aire puro, animado por el vino y la buena
comida e incansablemente incitado por su sobrino John, se
encontraba en su elemento, arrastrado en una imparable corriente de
anécdotas que se remontaban muy atrás en el
tiempo.
En torno a la bruñida mesa iluminada por la luz de las velas
cobraron nueva vida antiguos criados, personajes excéntricos,
tiránicas matronas, la mayoría difuntos desde hacía mucho tiempo.
Se escuchó la anécdota de aquella fiesta en la que se incendió el
árbol de Navidad, también la de aquella partida de caza en la que
se pretendía cazar urogallos y en la que un primo aborrecido de
todos acribilló a perdigones al invitado de honor y tuvo que ser
expulsado cubierto de oprobio, y la de aquel invierno largo tiempo
olvidado durante el cual las ventiscas de nieve dejaron la casa
aislada durante un mes o más y sus ocupantes se vieron obligados a
hervir nieve para preparar gachas y a entregarse a interminables
charadas para matar el rato. Se contaron sagas como la de la barca
que zozobró, la del Bentley del alguacil, que se dejó
inadvertidamente el coche sin el freno puesto y fue a parar al
fondo del loch y la de aquella dama que
vino a pasar un fin de semana y que al cabo de dos años todavía
seguía instalada en la mejor habitación de la
casa.
Roddy tardó mucho en agotar las historias y, cuando dejó de
contarlas, dio la impresión de que todavía le quedaban algunas
pendientes. En el momento en que Victoria se disponía a insinuar
que quizá era hora de retirarse a dormir -ya era más de la
medianoche-, Roddy se levantó de la silla y, con aire decidido, les
hizo levantar a todos de la mesa y, atravesando el vestíbulo, les
condujo a la sala de estar, desierta y cubierta de polvo. En ella
había un piano de cola cubierto con una vieja funda. Roddy la
quitó, acercó un taburete al teclado y se puso a
tocar.
La estancia estaba helada. Hacía mucho tiempo que se habían
descolgado los cortinajes y cerrado los postigos y las viejas
melodías resonaban como címbalos en aquellas paredes desnudas. En
lo alto, colgando del centro de un techo generosamente artesonado,
había una araña de cristal de colosales dimensiones que centelleaba
cómo un ramillete de carámbanos de hielo y derramaba facetas de luz
irisada sobre las barras de bronce del guardafuegos colocado
delante de una chimenea de mármol blanco.
Roddy entonó canciones de antes de la guerra: Noel Coward en
su momento más sentimental y Cole Porter.
No me estimula el champán,
el alcohol no me hace nada,
dime pues si es verdad que…
Los demás se agruparon a su alrededor. Oliver, con la
susceptibilidad exacerbada por el cariz inesperado que había tomado
la velada, se había apoyado en el piano y estaba fumando un puro
mientras observaba a Roddy, como si no quisiera perderse ni un
ápice de la expresión de su rostro.
John se había acercado a la chimenea y estaba de pie ante
ella con las manos metidas en los bolsillos y los hombros apoyados
en la repisa. Victoria había encontrado un sillón en medio de la
sala, enfundado en una descolorida indiana azul, y se había sentado
en uno de sus brazos. Desde el lugar donde estaba sentada veía a
Roddy de espaldas pero, sobre él, colocados uno a cada lado de un
espejo colgado en el centro de la pared, había dos grandes retratos
que, sin que nadie se lo hubiera dicho, sabía que correspondían a
Jock Dunbeath y a su esposa Lucy.
Con los oídos llenos de música nostálgica y pegadiza,
Victoria les miró a los dos, uno después de otro. Jock llevaba en
el retrato el kilt que formaba parte del
uniforme de su regimiento, mientras Lucy vestía una falda a cuadros
y un jersey de un tono verde helecho. Tenía ojos castaños y en la
boca le bailaba una sonrisa. Victoria se preguntó si habría sido
ella quien había decorado la sala, quien había elegido aquella
alfombra pálida con guirnaldas de rosas o si la habría heredado de
su suegra y la había encontrado a su gusto. Y de pronto se preguntó
qué dirían Jock y Lucy si supieran que Benchoile se vendía. ¿Se
pondrían tristes? ¿Se enfadarían? ¿Entenderían, tal vez, el dilema
en que se encontraba John? Mirando a Lucy, Victoria llegó a la
conclusión de que aquella mujer seguramente lo entendería. Pero
Jock… El rostro de Jock, asentado en un cuello duro y unas
charreteras doradas, había quedado como esculpido en una expresión
de absoluta vaciedad. Tenía los ojos hundidos y eran de color muy
claro. No revelaban nada.
Victoria advirtió que estaba cogiendo frío. Por alguna razón
ignorada, aquella noche se había puesto un vestido nada a propósito
para la ocasión, ya que no tenía mangas y era excesivamente fino
para una noche de invierno escocesa. Era uno de esos vestidos
adecuados para lucir unos brazos bronceados por el sol y calzar
sandalias, y sabía que con él se veía más delgada, descolorida y
fría.
Eres la crema de mi café
eres la leche de mi té…
Victoria se estremeció y se frotó los brazos con las manos
tratando de calentarse. Desde el otro lado de la habitación llegó
la voz tranquila de John Dunbeath preguntándole:
–¿Tienes frío?
Esto le indicó que la estaba observando e hizo que se
sintiera incómoda. Victoria dejó las manos de nuevo en el regazo e
hizo un ademán afirmativo con la cabeza, aunque con la expresión de
su rostro indicó a John que guardara el secreto, como no queriendo
molestar a Roddy.
John se sacó las manos de los bolsillos y, apartándose de la
chimenea, se acercó a Victoria recogiendo de camino una de las
fundas y dejando al descubierto el sillón francés de palo de rosa
que protegía. Dobló la funda como si fuera un chal y envolvió con
él los hombros de la chica, que quedó enteramente cubierta con los
pliegues de aquella tela de algodón antigua y suave, de
reconfortante tacto.
John no volvió a su sitio de antes junto a la chimenea, sino
que se sentó en el otro brazo del sillón y apoyó el brazo en el
respaldo. Su proximidad era tan reconfortante para Victoria como la
tela de la funda con la que se cubría y al poco rato dejó de sentir
frío.
Roddy se calló un momento para cobrar aliento y para
entonarse un poco con el vaso que tenía sobre el
piano.
–Me parece que ya basta por hoy -les dijo a
todos.
Pero John le replicó:
–No puedes dejarlo así. Todavía no has tocado Will Ye Go, Lassie, Go.
Roddy, mirándole por encima del hombro, dijo a su sobrino
frunciendo el ceño:
–¿Y cuándo me has oído tú cantar esa
canción?
–Creo que debía de tener unos cinco años. Mi padre también la
cantaba.
Roddy sonrió.
–¡Vaya sentimental estás hecho! – le dijo.
Pero volvió al piano y tocó la vieja melodía escocesa
siguiendo el compás de un vals lento de tres por cuatro y llenando
con él la estancia vacía e inquietante.
Oh, ya llega el verano
y florecen los árboles
y el tomillo de montaña
crece entre el brezo florido.
¿Te irás, amor, te irás?
Haré una torre a mi amor
junto a una fuente cristalina
y en ella amontonaré
todas las flores de la montaña.
¿Te irás, amor, te irás?
Si mi amor se fuera
seguro que encontraría otro
donde el tomillo de montaña
crece entre el brezo florido.
¿Te irás, amor, te irás?