Sábado


Las previsiones del tiempo sólo fueron acertadas en parte. Brilló el sol, pero por su faz desfilaban nubes intermitentes, empujadas por el viento de poniente, y hasta el mismo aire tenía una especie de diafanidad que parecía que colinas, agua y cielo acabaran de ser pintadas con un enorme pincel empapado de pintura.

La casa y el jardín quedaban resguardados con la curva de las colinas y sólo una leve brisa había agitado los árboles mientras esperaban para embarcarse y cargar la enorme cantidad de bultos que llevaban en la vieja barca de pesca. Sin embargo, cuando apenas se habían alejado unos cuarenta metros de la orilla, notaron la verdadera fuerza del viento. La superficie del agua, color cerveza oscura, estaba rizada y se agitaba con grandes olas coronadas de espuma, que iban a estrellarse contra la regala de la embarcación. Los tripulantes de la barca se embutieron en las diferentes prendas impermeables que habían sacado de la sala de armas de Benchoile y que se habían repartido al iniciarse la excursión. Victoria llevaba un impermeable de hule color oliváceo oscuro, provisto de enormes bolsillos cerrados con ganchos metálicos, mientras que Thomas iba envuelto en una chaqueta de cazador de venerable antigüedad, abundantemente manchada con la sangre de algún ave o alguna liebre, difuntas hacía largo tiempo. La prenda trababa considerablemente sus movimientos, lo que para Victoria no dejaba de ser un alivio, porque hacía más fácil tenerle sujeto, ya que parecía que el niño tenía un gran interés en asomarse por la borda.

John Dunbeath, de manera tácita, había empuñado los remos. Eran largos y pesados y el crujido de los toletes, el penetrante silbido del viento y el chapoteo de las olas al romper contra el casco de la barca eran los únicos ruidos que se oían. John llevaba una prenda de hule negro que había pertenecido a su tío Jock y unas botas verdes de cazador, pero iba con la cabeza descubierta y su cara estaba salpicada de agua. Remaba con mano experta y con fuerza, impulsando con el vaivén del cuerpo la proa de la vieja y voluminosa barca a través del agua. Una o dos veces desarmó los remos para poder observar por encima del hombro y ver si el viento y la corriente les habían alejado mucho del curso previsto y para orientarse. Parecía sentirse a gusto, seguro. No por nada había recorrido en barca aquel mismo trayecto en muchas otras ocasiones.

En la embarcación, sentados en el banco central, estaban Roddy y Oliver. Roddy daba la espalda a Victoria y tenía a su perro, Barney, sujeto entre las rodillas. Oliver estaba sentado a horcajadas en el banco y apoyaba la espalda en la regala, apuntalándose en ella con los codos. Los dos hombres tenían los ojos puestos en la orilla, cada vez más cercana, y Roddy exploraba la ladera de la montaña con los prismáticos. Desde el lugar donde estaba sentada, Victoria sólo podía ver el perfil de la frente y la barbilla de Oliver. Se había subido el cuello de la chaqueta y sus largas piernas, que tenía extendidas y cubiertas con los descoloridos téjanos, terminaban en un par de viejas zapatillas de deporte. El viento le echaba el cabello hacia atrás y le despejaba la cara, mientras la piel, que parecía muy fina en los pómulos, estaba rubicunda por efecto de la brisa.

Como era inevitable, en el fondo de la barca iban formándose charcos de agua. De vez en cuando, y si se le ocurría hacerlo, Roddy dejaba los prismáticos colgados de la correa de cuero y con aire distraído se dedicaba a achicar el agua, recogiéndola con un pequeño cuenco de lata que vaciaba por la borda. No parecía conseguir gran cosa. De todos modos, las cestas con la comida, la caja con la leña y los fardos de esteras y telas alquitranadas estaban a buen recaudo, fuera del alcance del agua. Llevaban suficiente comida para alimentar un ejército, aparte de diversos termos y botellas en una cesta especial provista de compartimentos para que no se golpearan ni rompieran.

Roddy, que acababa de dedicarse otro ratito a achicar agua, volvió a sus prismáticos y se puso a explorar la montaña.

–¿Qué buscas? – le preguntó Oliver.

–Ciervos. Es curioso lo que cuesta encontrarlos en las colinas. La semana pasada, cuando nevó, podías verlos desde casa, pero hoy no parece haber ninguno por esos alrededores.

–¿Dónde deberían estar?

–En la montaña, probablemente.

–¿Hay muchos por aquí?

–A veces se pueden ver hasta quinientos. También hay gamos. Cuando hace frío bajan y se comen el forraje que dejamos fuera para el ganado. En verano, cuando oscurece, se acercan con sus cachorros a pastar en los prados y a beber en el loch. Si subes por la cañada con el coche desde él y llevas los faros apagados es frecuente sorprenderlos. Los enciendes de pronto y lo que descubres es maravilloso.

–¿Les disparáis? – preguntó Oliver.

–¡No! Nuestro vecino de la montaña tiene derecho de caza. Jock se lo cedió. De todos modos, en Benchoile tenemos el congelador lleno de muslos de venado. Antes de que os vayáis haremos trabajar a Ellen. Por muy duro y seco que sea el venado, Ellen lo prepara de una forma especial. Lo guisa que es una delicia.

Se quitó los prismáticos que llevaba colgados del cuello con la correa y se los pasó a Oliver.

–Echa una mirada, quizá tus ojos jóvenes vean más que los míos.

Ahora, de aquella manera mágica que suelen ocurrir estas cosas, la otra orilla que era su destino apareció más cerca y mostró sus secretos. Ya no era un paisaje desdibujado por la distancia, sino un lugar lleno de salientes rocosos, de cojines de césped verde esmeralda, de playas de piedras blancas. Helechos que crecían apretados como cabellos que tapizaban las laderas más bajas de la colina. Más arriba cedían paso al brezo y al ocasional y solitario pino escocés. En el lejano horizonte se recortaba el perfil irregular de un dique de piedra que marcaba el linde entre las tierras de Benchoile y la propiedad vecina. En algunos puntos el dique estaba roto y el hueco daba la impresión de una boca a la que le falta un diente.

Pero seguía sin aparecer la cascada. Reteniendo a Thomas en el círculo de sus brazos, Victoria se inclinó hacia delante con objeto de preguntar a Roddy al respecto cuando en aquel momento la barca pasó por delante de un gran promontorio de roca y ante ellos apareció la pequeña bahía.

Victoria vio entonces la playa de piedras blancas y, desplomándose y serpenteando montaña abajo entre brezos y helechos, contempló el agua que, desde unos seis metros de altura por encima de la playa, saltaba sobre un saliente de granito y caía a borbotones en el remanso de agua situado en su base. Blanca como la cola de una yegua, culebreando a la luz del sol, bordeada de torrentes, musgo y helechos, la cascada era tal como Victoria la había imaginado.

Roddy se volvió con una sonrisa y encontró a Victoria boquiabierta de admiración.

–¡Ahí la tienes! – dijo Roddy-. ¿No era esto lo que querías ver?

Thomas, tan excitado como ella, se echó hacia delante y pugnó por desasirse de Victoria. Sin que ésta tuviera tiempo de sujetarle, el niño tropezó, perdió el equilibrio y se derrumbó contra la rodilla de su padre.

–¡Mira! – dijo pronunciando una de las pocas palabras que conocía.

Golpeando la pierna de Oliver con el puño repitió:

–¡Mira!

Pero Oliver seguía abstraído mirando a través de los prismáticos de Roddy y, o no se dio cuenta de lo que le decía Thomas o no le hizo caso. Thomas le repitió:

–¡Mira!

Sin embargo, debido a la excitación que le producía su deseo de llamar la atención de su padre, resbaló y se cayó, se dio un golpe en la cabeza con el banco y se derrumbó en el fondo de la barca, cayendo sentado en el poso de cinco centímetros de agua helada que lo cubría.

Como es natural, se echó a llorar antes de que Victoria, agachándose con presteza, tuviera tiempo de cogerle. Al levantarle y abrazarle de nuevo con sus brazos, Victoria levantó los ojos y tuvo ocasión de observar la expresión del rostro de John Dunbeath. No la miraba a ella, sino a Oliver, y su mirada expresaba un profundo deseo de propinarle un puñetazo en las narices.

La quilla de la barca restregó las piedras. John recogió los remos y saltó a tierra al tiempo que levantaba la proa por encima de la playa seca. Uno tras otro, todos fueron bajando a la barca. Roddy se encargó de poner a salvo a Thomas. Oliver cogió la boza y la ató a una estaca gruesa, hincada en una base de cemento que seguramente servía para este propósito. Victoria fue pasando a John las cestas con las provisiones y las esteras y, finalmente, saltó a la orilla. El cascajo de la playa crujió bajo las suelas de sus zapatos. El fragor de la cascada llenaba los oídos de Victoria.

Parecía existir un protocolo riguroso en las comidas campestres de Benchoile. Roddy y Barney abrieron la marcha a través de la playa mientras los demás les seguían, una procesión rezagada y cargada con todos los bultos. Entre el remanso de agua donde caía la cascada y el ruinoso muro había una extensión de hierba, donde se dispusieron a instalarse. Había un espacio que se destinaba tradicionalmente a la hoguera, marcado por un anillo de piedras ennegrecidas y de manera carbonizada que daba testimonio de anteriores comidas campestres. Se encontraba en lugar abrigado, ya que muy alto en el cielo seguían desfilando las nubes. El sol de mediodía iba saliendo y escondiéndose alternativamente, pero cuando brillaba emitía auténtico calor y las oscuras aguas del loch se teñían del azul del cielo y se cubrían de cabrillas.

Todos se libraron de los engorrosos impermeables. Thomas se lanzó a explorar la playa por su cuenta. John Dunbeath cogió un palo y se puso a escarbar las piedras para amontonar la ceniza. Roddy sacó de la cesta de bebidas dos botellas de vino y las puso a enfriar al borde del agua. Oliver encendió un cigarrillo. Una vez puesto a salvo el vino, Roddy se detuvo a observar a una pareja de pájaros que volaban, ansiosos, en círculo alrededor de un resalto de roca al borde de la cascada sin parar un momento de emitir graznidos.

–¿Qué clase de pájaros son? – preguntó Victoria.

–Zambullidores, mirlos de agua. Pero todavía no es época de que aniden.

Se puso a trepar por el escarpado reborde a fin de investigar qué pasaba. Oliver, todavía con los prismáticos colgados del cuello, observó un momento y después le siguió. John continuaba buscando leña para hacer fuego y ya había reunido varios puñados de hierba seca y tallos de brezo carbonizados. Victoria estaba a punto de brindarle ayuda cuando vio de pronto a Thomas que se dirigía hacia el loch y el tentador oleaje. Victoria corrió hacia él, le atrapó de un salto y le levantó en brazos cortándole justo a tiempo el paso.

–¡Thomas! – exclamó con la cara pegada al cuello del niño y riendo a carcajadas-. ¡No puedes meterte en el agua!

Victoria le hizo cosquillas y Thomas se rió, retorciéndose y curvando la espalda, profundamente desilusionado.

–¡Mojado! – dijo.

–Te has mojado. Ven, que vamos a hacer una cosa.

Victoria dio la vuelta y volvió a conducirle hacia la playa, allí donde el agua, al rebosar, formaba una especie de somero arroyuelo que corría entre los guijarros antes de ir a parar al loch. Dejó a Thomas allí mismo y, agachándose, cogió un puñado de piedras y comenzó a arrojarlas al agua una tras otra. A Thomas pareció gustarle aquel pequeño chapoteo. Al cabo de un momento, y puesto en cuclillas, también él se dedicaba a arrojar piedras al agua. Victoria le dejó allí y volvió al lugar preparado para la comida, retiró el vaso de uno de los termos y se lo llevó a Thomas.

–Mira -le dijo sentándose a su lado y llenando el vaso de piedras.

Cuando el vaso estuvo lleno, le dio la vuelta e, indicándole el montón de piedras, le dijo:

–Mira, es un castillo.

Después le dio el vaso y le dijo:

–Ahora hazlo tú.

Con mucho cuidado, cogiéndolas una por una con sus manos inexpertas, Thomas fue llenando el vaso de piedras. La ocupación le tenía absorbido. Sus deditos, enrojecidos por el frío, se movían con dificultad, pero su perseverancia era conmovedora.

Mientras miraba al niño, Victoria advirtió que aquel sentimiento de ternura que la embargaba estaba convirtiéndose en algo familiar en ella, lo que la llevó a interrogarse sobre, el instinto maternal. ¿Podía sentirse ese instinto aunque no se tuvieran hijos? Quizá, si Thomas no hubiera sido una personita tan encantadora, ella no habría experimentado aquel impulso básico e irracional de afecto protector. Pero era evidente que lo sentía. Como uno de esos niños que aparecen en ciertas películas antiguas y sentimentaloides, daba la impresión de que aquel niño había encontrado el camino que conducía hasta su corazón, había buscado un sitio en él y allí se había instalado con intención de quedarse.

Era una situación, como mínimo, curiosa. Cuando Oliver le dijo a Victoria que había robado a Thomas de casa de los Archer, aunque escandalizada por su comportamiento, se sintió conmovida. El hecho de que nada menos que Oliver Dobbs tuviera una conciencia tal de la paternidad que llegara a dar un paso tan extraordinario como aquél, no dejaba de ser maravilloso.

Y además, parecía sentirse divertido e involucrado a la vez en todo cuanto hacía referencia al niño: le compraba juguetes, le llevaba sobre los hombros, incluso jugaba con él por las noches antes de que Victoria le metiese en la cama. Pero, como uno de aquellos niños que no tardan en aburrirse con el juguete que poco antes les divertía, el interés que a Oliver le inspiraba Thomas se había ido desvaneciendo y ahora apenas le hacía caso.

El incidente de la barca era una muestra de su actitud. A pesar de los mejores deseos de Victoria, era imposible no sospechar que aquel arrebato impulsivo de Oliver mas que fruto de su orgullo de padre y de un auténtico sentimiento de responsabilidad, obedecía, según aquella manera de proceder oblicua que le era tan propia, a un deseo de vengarse de sus suegros. El secuestro de Thomas fue más un sentimiento de despecho que de verdadero cariño.

Le parecía insoportable pensar en ello, no sólo por el desdoro que suponía para las motivaciones de Oliver y, como consecuencia de ello, para su propia manera de ser, sino también porque le hacía ver el futuro de Thomas -e indirectamente el suyo- de una manera espantosa.

Thomas le dio un golpe con el puño y dijo:

–¡Mira!

Victoria miró y vio el montón derrumbado de piedras y el rostro radiante y tiznado del niño, y entonces le atrajo contra sus rodillas y le abrazó.

–Te quiero, ¿lo sabías? – le dijo, pero el niño se echó a reír como si acabara de contarle un chiste graciosísimo.

Sus risas lo allanaban todo. Las cosas saldrían bien. Ella quería a Thomas y quería a Oliver y Oliver la quería a ella y, evidentemente -aunque no lo demostraba demasiado-, también quería a Thomas. Y evidentemente, si era tanto el amor que les rodeaba, no habría nada capaz de destruir aquella familia en la que ya se habían convertido.

Oyó el crujido de unos pasos detrás de ella que se acercaban por la playa. Se volvió y vio a John Dunbeath y también la fogata que ardía, coronada por un penacho de humo azul. Los otros dos hombres habían desaparecido y, al buscarlos, vio a lo lejos sus figuras, ya a medio camino del muro de piedra pero escalándolo aún.

–Supongo que todavía tardaremos una hora en comer. Han ido a buscar ciervos -dijo John.

John se quedó un momento al lado de Victoria mirando a lo lejos por encima del agua, contemplando el perfil de la casa medio escondida entre los árboles y desdibujada por la luz del sol. Desde aquí la veía como algo profundamente apetecible. Como contemplada en sueños. De una chimenea salía humo y en una ventana abierta ondeaba, como una bandera, una cortina blanca.

–Da igual -dijo Victoria-, no tengo prisa. Si Thomas tiene hambre siempre podemos darle algo para matar el gusanillo hasta que vuelvan.

John se sentó junto a ellos y se echó para atrás, apoyándose con los codos en las piedras.

–No tienes hambre, ¿verdad? – preguntó John a Thomas.

El niño no dijo nada. Al cabo de un momento se levantó de las rodillas de Victoria y volvió a ponerse a jugar con el vaso de plástico.

–¿No quieres ver los ciervos? – le preguntó Victoria.

–Hoy no. De todos modos, ya los he visto otras veces. Además, esta subidita se las trae. No creía que Oliver tuviera tantas energías ni que estuviera tan interesado por la Naturaleza.

No había sombra de crítica en su voz, pero aun así Victoria quiso salir en su defensa.

–Le interesa todo: nuevas experiencias, nuevos panoramas, nuevas gentes.

–Lo sé. Anoche, cuando os acostasteis, Roddy me dijo que también es escritor. Es curioso porque, cuando me lo presentó, pensé: «¿Oliver Dobbs? El nombre me suena», aunque no sabía exactamente de qué lo recordaba. Después, cuando Roddy me lo explicó, caí en la cuenta. He leído un par de libros suyos y vi una de sus obras de teatro por televisión. Es muy inteligente.

Victoria sintió una especie de calorcito en el corazón.

–Sí, es inteligente. Acaban de estrenarle una obra en Bristol. Se llama Penique roto. Se estrenó el lunes y su agente le ha dicho que la obra es muy buena. Probablemente no tardarán en presentarla en un teatro del West End.

–¡Fantástico!

Victoria continuó cantando las alabanzas de Oliver como si, al elogiarle, pudiese borrar de alguna manera el recuerdo de aquella expresión fugaz que había descubierto en el rostro de John Dunbeath al caer Thomas en la barca.

–El éxito no siempre le ha acompañado. Me refiero a que es muy difícil abrirse camino en este campo, pero en realidad nunca ha querido hacer otra cosa que escribir y creo que nunca se ha descorazonado ni ha perdido la fe en sí mismo. Sus padres prácticamente le echaron de casa porque se negó a ingresar en el Ejército o a estudiar Derecho o no sé qué otra cosa. Por esto al principio no tenía ningún tipo de seguridad.

–¿Cuánto tiempo hace de eso?

–Supongo que fue cuando acabó la escuela.

–¿Hace mucho que le conoces?

Victoria se inclinó hacia delante y cogió un puñado de piedras de la orilla; estaban mojadas, relucientes, frías al tacto.

–Unos tres años.

–¿Tenía éxito entonces?

–No, en aquella época trabajaba en cosas muy desagradables pero que exigían poco de él, las hacía sólo para ganar el dinero suficiente para comprar comida y pagar el alquiler de la casa. Cosas como llevar ladrillos de un lado a otro, reparar carreteras, lavar platos en un restaurante económico. Pero de pronto un editor comenzó a interesarse por él y consiguió que le pusieran una obra en la televisión. A partir de entonces todo se disparó y ya no ha tenido que volver a hacer marcha atrás. Él y Roddy se conocieron a través de la televisión. Supongo que Roddy ya te lo habrá contado. Ha sido por eso que hemos venido a Benchoile. Yo había leído Los años del águila cuando iba a la escuela, un libro que desde entonces he ido leyendo a intervalos regulares. Cuando Oliver me dijo que conocía a Roddy y que íbamos a venir aquí, me pareció imposible que pudiera ser verdad.

–¿Ha sido tal como esperabas?

–Sí, pero tienes que hacerte a la idea de que aquí no existe el verano.

John se echó a reír.

–No es exactamente así.

Victoria pensó que, cuando John se reía, parecía mucho más joven.

El sol, que se había escondido hacía unos momentos detrás de una nube, ahora volvió a salir. Victoria agradeció tanto su luz y su calor que se tendió en la playa boca arriba mirando el cielo.

–Lo único que ha estropeado el viaje ha sido la noticia de la muerte de tu tío -dijo Victoria-. Yo habría querido dar media vuelta y volver a marchar, pero Roddy se negó en rotundo.

–Seguro que vuestra visita ha sido lo mejor que podía ocurrirle. Le habéis hecho compañía.

–Ellen me ha dicho que, cuando eras pequeño, solías venir por aquí, es decir, cuando no estabas en Colorado.

–Sí, venía aquí con mi padre.

–¿Te gustaba el sitio?

–Sí, pero nunca lo consideré mi casa, mi verdadera casa estaba en Colorado, en el rancho.

–¿Qué hacías cuando venías por aquí? ¿Ibas a cazar ciervos, urogallos, esas cosas que suelen hacer los hombres de aquí?

–No, generalmente iba a pescar, porque a mí no me gusta cazar. No me ha gustado nunca. Eso me ponía las cosas más difíciles.

–¿Porqué?

Era difícil imaginar que la vida pudiera poner dificultades a John Dunbeath.

–Pues supongo que porque me convertía en la nota discordante. Todos hacían lo mismo. Incluso mi padre. A mi tío Jock no le cabía en la cabeza.

John sonrió de manera extraña.

–A veces me daba la sensación de que yo no le gustaba demasiado.

–Estoy segura de que le gustabas, si no le hubieras gustado no te habría dejado Benchoile.

–Me ha dejado Benchoile porque no tenía a quien dejárselo -dijo John bruscamente.

–¿Pensabas que te lo dejaría?

–Nunca en mi vida. A lo mejor te parecerá una tontería, pero es la pura verdad. Al volver de Bahrein, encontré la carta del abogado esperándome en mi despacho.

Se inclinó para coger un puñado de guijarros y, con certera precisión, comenzó a lanzarlos a una punta rocosa cubierta de líquenes que sobresalía al borde del loch.

–También encontré una carta de Jock. Supongo que la escribiría un par de días antes de morir. Es curioso recibir una carta de una persona que ya ha muerto.

–¿Vas a… venir a vivir aquí?

–No podría aunque quisiera.

–¿A causa de tu trabajo?

–Sí, a causa de mi trabajo y de otras razones. Actualmente tengo que vivir en Londres, pero en el momento más impensado me pueden enviar a Nueva York. Tengo otros compromisos, y a mi familia.

–¿Tu familia?

Aquello la había cogido por sorpresa. Sin embargo, considerándolo bien, ¿por qué había de sorprenderse? Había conocido a John en Londres, en una fiesta, y aunque ahora estuviera solo, ello no significaba que en los Estados Unidos no hubiera podido dejar esposa e hijos. Los ejecutivos se veían obligados a llevar esa vida en todo el mundo lo cual no tenía nada de extraño. Se imaginó a su mujer, bonita y elegante como eran por lo general todas las americanas jóvenes, con una cocina propia de la era espacial y una furgoneta para ir a buscar a los niños a la escuela.

–Por familia entiendo padre y madre -dijo John.

–¡Ah! – exclamó Victoria echándose a reír y dándose cuenta de que se le habían ocurrido cosas descabelladas-. Me figuraba que te referías a que estabas casado.

Poniendo la máxima atención, lanzó la última piedra. Golpeó la roca y cayó en el agua salpicando un poco de agua a su alrededor. John se volvió a mirar a Victoria.

–He estado casado, pero ya no lo estoy -dijo.

–Lo siento -dijo ella no encontrando nada mejor que decir.

–No tiene importancia -respondió John con una sonrisa tranquilizadora.

–No lo sabía -dijo ella.

–¿Por qué habías de saberlo?

–No hay ninguna razón especial, pero como aquí me han contado cosas de ti; me refiero a Roddy y a Ellen. Aunque nadie me ha dicho en ningún momento que hubieras estado casado.

–Sólo lo estuve un par de años y aquí ni siquiera llegaron a conocerla.

Se apoyó en los codos y miró a lo lejos, más allá del loch, en dirección a las colinas y a la casa.

–Yo quería que ella conociera Benchoile. Antes de que nos casáramos solía hablarle de este lugar y a ella parecía gustarle la idea. No había estado nunca en Escocia y tenía muchas ideas románticas sobre el país. Ya sabes, gaitas, nieblas y el principito Charlie ataviado con su tartán. Pero una vez estuvimos casados… no sé por qué, pero nunca había tiempo para nada.

–¿Fue… por el divorcio que viniste a vivir a Londres?

–Fue una de las razones. Ya sabes lo que se dice en estos casos, borrón y cuenta nueva.

–¿Tienes hijos?

–No. En fin, las cosas son como son.

Entonces Victoria se dio cuenta de que se había equivocado con John. Al conocerle le había impresionado su contención, su seguridad, su aplomo. Ahora se daba cuenta de que, debajo de aquel barniz exterior, había una persona exactamente igual que todas las demás: vulnerable, sensible, probablemente solitaria. Recordó también que la noche de la fiesta habría debido ir acompañado de una amiga pero que, por alguna razón que ignoraba, la chica no había podido acompañarle. Por eso le había pedido que cenase con él, a lo que ella se había negado. Pensándolo detenidamente, tenía la vaga sensación de haberle dado un chasco.

–Mis padres también se divorciaron, yo tenía entonces dieciocho años. Aunque parezca que yo era ya suficientemente mayor para hacer frente a la situación, reconozco que el hecho me afectó. Ya nada volvió a ser igual. Perdí para siempre la seguridad -dijo Victoria y, sonriendo, añadió-: algo que Benchoile tiene en abundancia; rezuma seguridad por todos los poros. Quizá sea algo que tiene que ver con las personas que han vivido en la casa y con el estilo de vida de las que ahora viven en ella, como si en el curso de cien años no hubiera cambiado nada.

–Así es. Por lo menos las cosas no se han alterado en lo más mínimo durante el curso de mi vida. La casa incluso huele igual.

–¿Y qué ocurrirá ahora?

Él no respondió en seguida, pero al cabo de un momento dijo:

–Lo venderé todo.

Victoria le miró fijamente. Los ojos de John, sin un parpadeo, afrontaron la mirada de la chica y ésta se percató de que hablaba en serio.

–Pero, John, ¡no puedes vender la casa!

–¿Qué otra cosa puedo hacer?

–Seguir adelante con la finca.

–No soy granjero, ni tampoco deportista, ni siquiera puede decirse que sea un verdadero escocés. Soy un banquero americano. ¿Qué haría en un sitio como Benchoile?

–Podrías administrarlo…

–¿Desde Wall Street?

–Podrías poner un administrador.

–¿Quién?

Victoria reflexionó como si estuviera buscando la persona idónea y, como era inevitable, dijo:

–¿Y Roddy?

–Si yo soy banquero, Roddy es escritor, un amante del arte. No ha sido nunca otra cosa que eso. Jock, en cambio, era el pilar que sostenía la familia y, además, un hombre excepcional. No se limitaba a pasearse por Benchoile seguido del perro, dando instrucciones a diestro y siniestro. Él trabajaba. Subía a la montaña con Davey Guthrie y bajaba con las ovejas. Ayudaba en todo lo relacionado con el ganado y la granja, iba al mercado de Lairg. Jock se ocupaba, además, de todo lo relacionado con el bosque, con el jardín, cortaba el césped.

–¿No hay jardinero?

–Hay un jubilado que sube en bicicleta desde Creagan tres veces por semana, pero parece que el tiempo se le va en las hortalizas de la huerta y en aprovisionar la casa de troncos.

Pero Victoria seguía sin dejarse convencer.

–Roddy parece saber tantas cosas… Anoche…

–Sabe muchas cosas porque se ha pasado aquí toda la vida, pero lo que pueda hacer ya es harina de otro costal. Me temo que sin Jock para que le dé un empujoncito de vez en cuando, Roddy se encuentra en peligro mortal de irse a pique.

–Podrías dejar que lo probase.

John parecía preocupado, pero negó con un gesto de la cabeza.

–Esta propiedad es muy grande. Son doce mil acres de montaña que hay que atender, cercas que hay que mantener en pie, mil ovejas o más que es preciso cuidar. Es ganado, cosechas, maquinaria costosa. Todo esto suma un montón de dinero.

–¿Quieres decir que no quieres correr el riesgo de perder dinero?

John esbozó una sonrisa.

–No hay ningún banquero que quiera correr un riesgo así, aunque no es esto exactamente. Quizá podría permitirme el lujo de perder algún dinero, pero no se puede mantener una propiedad a menos que constituya una opción viable y sea, como mínimo, autosuficiente.

Victoria se apartó de él y, rodeando con los brazos sus piernas dobladas, contempló la casa que se levantaba en la otra orilla. Pensó en el calor que emanaba de ella en su hospitalidad, en la gente que vivía en ella. No pensaba en la casa como una opción viable.

–¿Qué será de Ellen? – preguntó.

–Ellen es uno de los problemas. Ellen y los Guthrie.

–¿Saben que quieres vender Benchoile?

–Todavía no.

–¿Y Roddy?

–Se lo dije anoche.

–¿Qué dijo?

–No le sorprendió. Dijo que no esperaba que hiciera otra cosa. Después se sirvió un coñac enorme y cambió de tema.

–¿Qué supones que será de Roddy?

–No lo sé -dijo John y, por vez primera, su voz delató preocupación.

Victoria volvió la cabeza para mirar a John y sus miradas se encontraron de nuevo. La de él era triste y sombría, por lo que Victoria sintió compasión al verle en aquel dilema.

–Bebe en exceso, me refiero a Roddy -dijo Victoria de pronto.

–Lo sé.

–Yo le quiero mucho.

–Yo también le quiero mucho. Les quiero a todos. Por eso me resulta tan desagradable todo esto.

Victoria se dio cuenta de que había que animarle.

–Quizá surgirá algo.

–Pero, ¿quién te crees que eres? ¿Mr. Micawber? No, yo esto lo venderé. Lo venderé porque no hay otro remedio. Ya le he dicho a Robert McKenzie, el abogado de Inverness, que ponga un anuncio en todos los periódicos nacionales importantes a mediados de esta semana: «EN VENTA MAGNÍFICA FINCA RÚSTICA EN LAS TIERRAS ALTAS.» Como puedes ver, ya no puedo hacerme atrás. No puedo cambiar de parecer.

–¡Ojalá pudiera hacer que cambiaras!

–No lo conseguirás, así que déjalo.

Parecía que el juego ya no divertía a Thomas y, además, se le había despertado el hambre. Había dejado a un lado el vaso de plástico y sentado en las rodillas de Victoria. John dio una mirada al reloj.

–Es casi la una. Me parece que tú, Thomas y yo podríamos comer un poquito -dijo.

Se pusieron lentamente de pie. Victoria se sacudió las piedrecitas que se le habían incrustado en los pantalones.

–¿Y ese par?

Al levantar los ojos, vio que Oliver y Roddy ya estaban bajando y que lo hacían con mucha mayor rapidez que cuando subían.

–Seguro que también tienen hambre y, sin duda, sed -añadió John-. ¡Ven acá! – dijo agachándose para coger en brazos a Thomas y acercarle a la fogata-. Veamos qué nos ha puesto Ellen en las cestas.

Quizá fuera la comida campestre -que se había desarrollado con tanto éxito- o los recuerdos de otras excursiones igualmente felices que había evocado, lo que hizo que aquella noche la conversación durante la cena no girara en torno al mundo literario londinense ni a los problemas que planteaba el futuro de Escocia, sino que se convirtiera en una fiesta consagrada al recuerdo.

Roddy, saciado de aire puro, animado por el vino y la buena comida e incansablemente incitado por su sobrino John, se encontraba en su elemento, arrastrado en una imparable corriente de anécdotas que se remontaban muy atrás en el tiempo.

En torno a la bruñida mesa iluminada por la luz de las velas cobraron nueva vida antiguos criados, personajes excéntricos, tiránicas matronas, la mayoría difuntos desde hacía mucho tiempo. Se escuchó la anécdota de aquella fiesta en la que se incendió el árbol de Navidad, también la de aquella partida de caza en la que se pretendía cazar urogallos y en la que un primo aborrecido de todos acribilló a perdigones al invitado de honor y tuvo que ser expulsado cubierto de oprobio, y la de aquel invierno largo tiempo olvidado durante el cual las ventiscas de nieve dejaron la casa aislada durante un mes o más y sus ocupantes se vieron obligados a hervir nieve para preparar gachas y a entregarse a interminables charadas para matar el rato. Se contaron sagas como la de la barca que zozobró, la del Bentley del alguacil, que se dejó inadvertidamente el coche sin el freno puesto y fue a parar al fondo del loch y la de aquella dama que vino a pasar un fin de semana y que al cabo de dos años todavía seguía instalada en la mejor habitación de la casa.

Roddy tardó mucho en agotar las historias y, cuando dejó de contarlas, dio la impresión de que todavía le quedaban algunas pendientes. En el momento en que Victoria se disponía a insinuar que quizá era hora de retirarse a dormir -ya era más de la medianoche-, Roddy se levantó de la silla y, con aire decidido, les hizo levantar a todos de la mesa y, atravesando el vestíbulo, les condujo a la sala de estar, desierta y cubierta de polvo. En ella había un piano de cola cubierto con una vieja funda. Roddy la quitó, acercó un taburete al teclado y se puso a tocar.

La estancia estaba helada. Hacía mucho tiempo que se habían descolgado los cortinajes y cerrado los postigos y las viejas melodías resonaban como címbalos en aquellas paredes desnudas. En lo alto, colgando del centro de un techo generosamente artesonado, había una araña de cristal de colosales dimensiones que centelleaba cómo un ramillete de carámbanos de hielo y derramaba facetas de luz irisada sobre las barras de bronce del guardafuegos colocado delante de una chimenea de mármol blanco.

Roddy entonó canciones de antes de la guerra: Noel Coward en su momento más sentimental y Cole Porter.

No me estimula el champán,

el alcohol no me hace nada,

dime pues si es verdad que…

Los demás se agruparon a su alrededor. Oliver, con la susceptibilidad exacerbada por el cariz inesperado que había tomado la velada, se había apoyado en el piano y estaba fumando un puro mientras observaba a Roddy, como si no quisiera perderse ni un ápice de la expresión de su rostro.

John se había acercado a la chimenea y estaba de pie ante ella con las manos metidas en los bolsillos y los hombros apoyados en la repisa. Victoria había encontrado un sillón en medio de la sala, enfundado en una descolorida indiana azul, y se había sentado en uno de sus brazos. Desde el lugar donde estaba sentada veía a Roddy de espaldas pero, sobre él, colocados uno a cada lado de un espejo colgado en el centro de la pared, había dos grandes retratos que, sin que nadie se lo hubiera dicho, sabía que correspondían a Jock Dunbeath y a su esposa Lucy.

Con los oídos llenos de música nostálgica y pegadiza, Victoria les miró a los dos, uno después de otro. Jock llevaba en el retrato el kilt que formaba parte del uniforme de su regimiento, mientras Lucy vestía una falda a cuadros y un jersey de un tono verde helecho. Tenía ojos castaños y en la boca le bailaba una sonrisa. Victoria se preguntó si habría sido ella quien había decorado la sala, quien había elegido aquella alfombra pálida con guirnaldas de rosas o si la habría heredado de su suegra y la había encontrado a su gusto. Y de pronto se preguntó qué dirían Jock y Lucy si supieran que Benchoile se vendía. ¿Se pondrían tristes? ¿Se enfadarían? ¿Entenderían, tal vez, el dilema en que se encontraba John? Mirando a Lucy, Victoria llegó a la conclusión de que aquella mujer seguramente lo entendería. Pero Jock… El rostro de Jock, asentado en un cuello duro y unas charreteras doradas, había quedado como esculpido en una expresión de absoluta vaciedad. Tenía los ojos hundidos y eran de color muy claro. No revelaban nada.

Victoria advirtió que estaba cogiendo frío. Por alguna razón ignorada, aquella noche se había puesto un vestido nada a propósito para la ocasión, ya que no tenía mangas y era excesivamente fino para una noche de invierno escocesa. Era uno de esos vestidos adecuados para lucir unos brazos bronceados por el sol y calzar sandalias, y sabía que con él se veía más delgada, descolorida y fría.

Eres la crema de mi café

eres la leche de mi té…

Victoria se estremeció y se frotó los brazos con las manos tratando de calentarse. Desde el otro lado de la habitación llegó la voz tranquila de John Dunbeath preguntándole:

–¿Tienes frío?

Esto le indicó que la estaba observando e hizo que se sintiera incómoda. Victoria dejó las manos de nuevo en el regazo e hizo un ademán afirmativo con la cabeza, aunque con la expresión de su rostro indicó a John que guardara el secreto, como no queriendo molestar a Roddy.

John se sacó las manos de los bolsillos y, apartándose de la chimenea, se acercó a Victoria recogiendo de camino una de las fundas y dejando al descubierto el sillón francés de palo de rosa que protegía. Dobló la funda como si fuera un chal y envolvió con él los hombros de la chica, que quedó enteramente cubierta con los pliegues de aquella tela de algodón antigua y suave, de reconfortante tacto.

John no volvió a su sitio de antes junto a la chimenea, sino que se sentó en el otro brazo del sillón y apoyó el brazo en el respaldo. Su proximidad era tan reconfortante para Victoria como la tela de la funda con la que se cubría y al poco rato dejó de sentir frío.

Roddy se calló un momento para cobrar aliento y para entonarse un poco con el vaso que tenía sobre el piano.

–Me parece que ya basta por hoy -les dijo a todos.

Pero John le replicó:

–No puedes dejarlo así. Todavía no has tocado Will Ye Go, Lassie, Go.

Roddy, mirándole por encima del hombro, dijo a su sobrino frunciendo el ceño:

–¿Y cuándo me has oído tú cantar esa canción?

–Creo que debía de tener unos cinco años. Mi padre también la cantaba.

Roddy sonrió.

–¡Vaya sentimental estás hecho! – le dijo.

Pero volvió al piano y tocó la vieja melodía escocesa siguiendo el compás de un vals lento de tres por cuatro y llenando con él la estancia vacía e inquietante.

Oh, ya llega el verano

y florecen los árboles

y el tomillo de montaña

crece entre el brezo florido.

¿Te irás, amor, te irás?


Haré una torre a mi amor

junto a una fuente cristalina

y en ella amontonaré

todas las flores de la montaña.

¿Te irás, amor, te irás?


Si mi amor se fuera

seguro que encontraría otro

donde el tomillo de montaña

crece entre el brezo florido.

¿Te irás, amor, te irás?