Eran las siete y cuarto de un día agotador cuando John
Dunbeath pudo conducir por fin su coche hasta la relativa
tranquilidad de Cadogan Place, a través de la estrecha calzada
encajonada entre coches aparcados muy juntos, e introducirlo en un
exiguo espacio situado no lejos de la puerta de su casa. Paró el
motor, apagó las luces y cogió del asiento trasero el voluminoso
maletín y la gabardina. Salió del coche y lo cerró con
llave.
Acababa de salir del despacho y de pasar por el tormento
diario de trasladarse a casa en medio de una lluvia pertinaz.
Ahora, sin embargo, aproximadamente media hora después, parecía que
las cosas se habían aligerado un poco. El cielo, oscuro y todavía
ventoso, adquiría tonalidades de bronce al reflejar los
resplandores de las luces de la ciudad y se llenaba de nubes
rápidas y ominosas. Después de permanecer diez, horas en un
ambiente excesivamente caldeado, el aire tonificante de la noche
olía a frescor. Mientras caminaba lentamente por la acera con el
maletín golpeándole la pierna, aspiró unas profundas bocanadas y se
llenó de aire los pulmones, sintiéndose refrescado con el viento
helado.
Con el llavero en la mano, subió los peldaños que conducían a
la puerta de su casa. Era negra y tenía el picaporte y el buzón de
latón, limpiados todas las mañanas por el portero. La imponente y
antigua casa londinense hacía tiempo que había sido transformada en
pisos y, aunque el vestíbulo y la escalera estaban cubiertos con
una pulcrísima alfombra, el ambiente olía siempre a cerrado y a
rancio por culpa de la calefacción central. Todo ello le producía
una sensación de claustrofobia y de escasa ventilación, y el olor
le saludó como le saludaba todas las noches. Cerró la puerta
empujándola con el trasero, recogió el correo de su casilla y
comenzó a subir las escaleras.
Vivía en el segundo piso, en un apartamento habilitado
gracias a la inteligente transformación de los antiguos dormitorios
de la casa primigenia. Era un piso amueblado, que le había
encontrado un colega cuando John tuvo que trasladarse de Nueva York
a Londres para trabajar en la filial europea de la corporación de
inversiones Warburg. Tan pronto como el avión le llevó del
aeropuerto Kennedy al de Heathrow, tomó posesión inmediata del
piso. Ahora, después de haber vivido seis meses en él, se había
familiarizado con el sitio. No era su casa, pero se había
acostumbrado a ella. Un piso de soltero.
Entró, encendió las luces y vio la nota que le había dejado
Mrs. Robbins en la mesa del recibidor. Mrs. Robbins era la señora
de la limpieza que le había recomendado el portero. Todas las
mañanas iba a limpiarle el piso. John no la había visto más que una
vez, cuando se instaló allí. Le dio una llave a la señora en
cuestión y le indicó más o menos lo que quería que hiciese. Mrs.
Robbins dejó bien sentado que la gestión era totalmente
innecesaria. Se trataba de una persona imponente, tocada con un
portentoso sombrero y que exhibía su respetabilidad como quien
lleva una armadura. Al final de la entrevista, él quedó
perfectamente convencido de que el entrevistador no había sido él y
de que el encuentro había servido para que Mrs. Robbins pudiera
formarse un juicio de su persona. Sin embargo, al parecer había
salido airoso de la prueba, porque la señora había accedido a
hacerse cargo de él de la misma manera que también se había hecho
cargo de una o dos privilegiadas personas más que vivían en la
casa. Desde aquel día ya no volvió a echarle la vista encima y sus
contactos se establecían a través de las notas que se dejaban
mutuamente. En cuanto al pago, se hacía semanalmente por el mismo
procedimiento.
Soltó el maletín, arrojó la gabardina en una butaca, recogió
la misiva de Mrs. Robbins y se la llevó junto con el correo a la
sala de estar. Los colores dominantes eran el beige y el marrón; el
sitio era totalmente impersonal. De las paredes colgaban cuadros
que pertenecían a otras personas, al igual que los libros de los
estantes que flanqueaban la chimenea, pero él tampoco habría
deseado que fuera de otro modo.
A veces, por alguna razón desconocida, el vacío de su vida,
la necesidad de amor y de sentirse acogido, le agobiaban pugnando
por derribar las barreras que con tanto cuidado y dolor había
levantado. En tales ocasiones se sentía incapaz de atajar la oleada
de recuerdos. Como el de la llegada a su casa, el brillo
deslumbrante de su apartamento de Nueva York, con su blanco
pavimento y sus blancas alfombras y aquella especie de perfección
que Lisa, su mujer, había sabido conseguir gracias a su buen ojo
para el color, su pasión por el detalle y su total desinterés por
el saldo bancario de su marido. Inevitablemente, Lisa estaba
siempre en casa esperándole -ya que los recuerdos correspondían a
los primeros tiempos de su matrimonio-, tan hermosa que cortaba el
aliento contemplarla, cubierta con aquellos velos diseñados por De
la Renta y oliendo a algo insoportablemente exótico. Le besaba, le
ponía un Martini en la mano y se alegraba de
verle.
Pero la mayoría de las veces, como esta noche, agradecía la
tranquilidad, la paz, el tiempo para leer el correo, tomar una
copa, centrarse de nuevo después del trabajo de la
jornada.
Recorrió la habitación para encender todas las luces y
conectó la chimenea eléctrica, que instantáneamente se convirtió en
un montón de pretendidos rústicos leños que fingían centellear.
Corrió las cortinas de terciopelo marrón y se sirvió un whisky;
después se dispuso a leer la nota de Mrs. Robbins.
Sus misivas no sólo eran breves sino abreviadas, redactadas
en el tono propio de los telegramas:
Ropa falta par calc. y 2 pañ.
Llamado miss Mansell, dice llame usted hoy
noche.
Echó una ojeada al resto del correo. Un extracto del banco,
un informe de la compañía, un par de invitaciones, una carta por
avión de su madre. Dejándolo todo aparte para leerlo después, se
sentó en el brazo del sofá, cogió el teléfono y marcó un
número.
Contestó inmediatamente, jadeante como siempre, como sujeta a
una perpetua prisa.
–¿Diga?
–Tania.
–Hola, cariño. Creía que no llamarías.
–Lo siento, acabo de llegar y me he enterado ahora mismo de
que habías llamado.
–¡Oh, pobrecito mío, debes estar agotado! Oye una cosa, ha
pasado algo que es para enloquecer a cualquiera, pero resulta que
no lo puedo arreglar para esta noche. El caso es que tengo que
marcharme al campo ahora mismo. Mary Colville ha llamado esta
mañana; hay un baile no sé dónde y resulta que algunas chicas
tienen la gripe. Está desesperada porque se le desarreglan las
parejas y no he tenido más remedio que decirle que voy. He
intentado negarme, decirle lo de esta noche, pero ella me ha
respondido que tú también podías venir, mañana, a pasar el fin de
semana.
Se calló, no porque no tuviera otra cosa que decir, sino
porque se había quedado sin aliento, John sonrió sin darse cuenta.
El torrente de palabras, el jadeo y toda aquella confusión de
apaños sociales, formaban parte del encanto que aquella mujer tenía
para él, especialmente por ser diametralmente opuesta a su ex
esposa. Tania era de las que están toda la vida sometidas a los
dictados de otra persona y era tan precipitada en sus cosas que en
su hermosa cabeza llena de pájaros no cabía siquiera la posibilidad
de organizar la vida de John.
Tras dirigir una mirada al reloj, éste le
dijo:
–Si tienes que ir esta noche a una fiesta en el campo, ¿no te
parece que andas con el tiempo un poco justo?
–Por supuesto que sí, encanto, sé que no llego a tiempo, pero
no es eso lo que esperaba que dijeras, sino que te sentías muy
contrariado.
–¡Claro que me siento muy contrariado!
–¿Vas a venir mañana al campo?
–Tania, no me es posible. Lo he sabido hoy. Tengo que ir al
Oriente Medio. Mañana por la mañana tomaré un
avión.
–¡Oh, no me digas! ¿Cuánto tiempo vas a estar
fuera?
–Sólo unos días. Una semana a lo sumo. Depende de cómo vayan
las cosas.
–¿Me llamarás cuando vuelvas?
–Sí, naturalmente.
–He llamado a Imogen Fairburn y le he dicho que no podía
arreglarlo para esta noche, ella lo ha entendido muy bien y dice
que espera verte aunque yo no esté. ¡Oh, cariño, qué desgracia! ¿No
estás furioso?
–Sí, estoy furioso -le dijo con la mayor tranquilidad del
mundo.
–Pero lo comprendes, ¿verdad?
–Lo comprendo totalmente y dale las gracias a Mary por su
invitación. Explícale las razones de que yo no pueda
ir.
–Sí, por supuesto que lo haré y…
Otra de sus peculiaridades era que nunca encontraba el
momento de poner punto final a una conversación telefónica. Él la
interrumpió bruscamente.
–Mira, Tania, esta noche tienes una cita. Cuelga de una vez,
prepara tus cosas y ponte en camino. Con un poco de suerte llegarás
a casa de los Colville sólo con dos horas de
retraso.
–¡Oh, cariño, cómo te quiero!
–Ya te llamaré.
–Sí, por favor. – Se oyó rumor de besos-.
¡Adiós!
Y colgó. Él puso el aparato en su sitio, se sentó y se quedó
mirándolo al tiempo que se preguntaba por qué no se sentía
contrariado después de que una chica tan encantadora y simpática
como aquella le hubiera dejado en la estacada por el simple hecho
de haber encontrado otra cosa mejor. Reflexionó sobre el problema
un momento más y finalmente decidió que el asunto tenía poca
importancia. Así que marcó el número de Annabel's, canceló la
reserva para aquella noche, apuró la bebida y decidió tomar una
ducha.
Cuando ya estaba a punto de salir para ir a casa de los
Fairburn recibió una llamada del vicepresidente de la empresa a
quien, durante su viaje de regreso en el Cadillac de la compañía,
se le habían ocurrido un par de cosas acerca del proyectado viaje
de John a Bahrein. El intercambio de pareceres y de impresiones y
las correspondientes anotaciones, ocuparon sus buenos quince
minutos, por lo que cuando John llegó por fin a casa de los
Fairburn, situada en Campden Hill, lo hizo con tres cuartos de hora
de retraso con respecto a la hora prevista.
Era evidente que la fiesta estaba en pleno auge. La calle
estaba atestada de coches, circunstancia que le obligó a dedicar
cinco espantosos minutos más a encontrar un agujero donde poder
aparcar el suyo. De las altas ventanas del primer piso, cubiertas
por cortinas, emergía un leve y persistente rumor de
conversaciones. Al tocar el timbre, le abrió la puerta casi de
inmediato un hombre con librea blanca, probablemente alquilado para
la ocasión, que se limitó a decirle:
–Buenas noches, señor.
A continuación le acompañó escaleras arriba.
Era una casa agradable y acogedora, decorada con lujo; el
suelo estaba cubierto con gruesas alfombras y el ambiente despedía
un olor a extravagante invernadero. A medida que John subía por la
escalera también subía el volumen de las voces. A través de la
puerta abierta que conducía al salón de Imogen distinguió un
amasijo de rostros anónimos, unos bebiendo, otros fumando y otros
masticando canapés, todos ocupados en hablar como cotorras. En el
último peldaño de la escalera había una pareja sentada. John les
dirigió una sonrisa y se excusó al tiempo que sorteaba sus cuerpos
y la chica se justificaba diciendo:
–Estamos aquí para respirar un poco.
Lo dijo como si considerara que debía disculparse por el
hecho de estar allí sentada.
Junto a la puerta abierta había una mesa que hacía las veces
de bar, del que se ocupaba otro camarero
alquilado.
–Buenas noches, señor. ¿Qué va a tomar?
–Whisky con soda, por favor.
–Por supuesto con hielo, ¿verdad, señor?
John esbozó una sonrisa. Aquel «por supuesto» significaba que
el camarero se había dado cuenta de que era americano.
Dijo:
–Por supuesto que sí.
Cogió el vaso y añadió:
–¿Dónde puedo encontrar a Mrs. Fairburn?
–Siento decirle que tendrá que buscarla, señor. Es como
encontrar una aguja en un pajar.
John se sintió perfectamente de acuerdo con él, se tomó un
lingotazo de whisky y se zambulló en la multitud.
La cosa no le fue tan mal como esperaba. Le reconocieron, le
saludaron, le arrastraron inmediatamente hacia un grupo, le
ofrecieron un rollo de salmón ahumado, un puro y una información
bajo cuerda acerca de las carreras:
–Es totalmente seguro, muchacho, tres treinta mañana en
Doncaster.
Una chica que conocía de lejos se le acercó, le dio un beso y
le dejó con la bien fundada duda de si le había dejado o no una
marca de carmín en la mejilla. Un joven alto con una calva de viejo
se abrió paso a codazos hasta él y le dijo:
–¡Ah, pero si es John Dunbeath!, ¿verdad que sí? Me llamo
Crumleigh y conocía a su predecesor. ¿Qué tal las cosas en el mundo
de la banca?
John protegía su vaso, pero un camarero se hizo con él y
volvió a llenárselo en un momento en que se distrajo mirando a otro
lado. Alguien le pisó el zapato. Un muchacho jovencísimo surgió de
pronto a su lado, pegado al codo. Llevaba una corbata tipo militar
e iba acompañado por una chica que se debatía protestando y que él
arrastraba cogida del brazo. La chica no tenía más de diecisiete
años y sus cabellos parecían barbas de diente de
león.
–… Esta chica quiere conocerle. Le ha descubierto desde el
otro lado de la habitación.
–¡Oh, Nigel, eres horrible!
Por fortuna, John acababa de ver a su anfitriona. Se excusó
y, no sin ciertas dificultades, pudo abrirse paso hasta
ella.
–¡Imogen!
–¡John! ¡Cariño!
Estaba extraordinariamente hermosa. Sus cabellos eran grises,
tenía los ojos azules y la piel tersa como la de una muchacha. En
cuanto a su actitud, era deliberadamente
provocativa.
Él la besó cortés, puesto que ella estaba esperando que lo
hiciera y no por nada había levantado hacia él su cara de
rosa.
–¡Menuda fiesta!
–Estoy contentísima de verte, pese a que Tania no haya podido
venir. Me ha telefoneado para decirme que se tenía que ir al campo.
¡Qué lástima! Yo estaba esperando veros a los dos. No importa, has
venido y eso es lo que cuenta. ¿Has hablado con Reggie? Se muere de
ganas de hablar contigo, largo y tendido, sobre no sé qué rollo del
mercado de valores o algo parecido.
Había una pareja remoloneando alrededor, esperando una
oportunidad para despedirse.
–¡No te vayas! – dijo Imogen a John con disimulo, después de
lo cual se apartó de él toda sonrisas.
–¡Oh, simpáticos! ¿De veras tenéis que marcharos? ¡Qué
lástima! Me ha encantado veros y estoy muy contenta de que lo
hayáis pasado tan bien…
Después se volvió a John.
–Mira, como Tania no ha venido y estás solo, quizá podrías
charlar con una chica y hacerle compañía. Es guapa como una
pintura, así que no te vayas a figurar que te endoso un callo, pero
es que tengo la impresión de que no conoce prácticamente a nadie.
La invité porque su madre es una de nuestras mejores amigas, pero
me parece que se encuentra un poco fuera de ambiente. Pórtate bien
y sé simpático con ella.
John, a quien su madre americana había inculcado con
perseverante insistencia las maneras que conviene observar en una
fiesta (e Imogen estaba perfectamente al tanto del asunto, ya que
de otro modo no se le habría ocurrido nunca apelar a él), dijo que
estaría encantado. ¿Dónde estaba la chica?
Imogen, que no era alta, se puso de puntillas e inspeccionó
la sala con la mirada.
–Allí. En el rincón.
Con su pequeña y femenina mano atenazó la muñeca de John como
una tuerca.
–Ven conmigo y te la presentaré.
Se dispuso a hacerlo, abriéndose paso a fuerza de codazos a
través del atiborrado salón sin dejar ni un solo momento de tener
bien asido a John. Éste, quieras que no, se dejó llevar, como un
enorme transatlántico arrastrado por un remolcador. Por fin se
libraron de la gente y llegaron a un rincón que parecía más
tranquilo, tal vez porque estaba más alejado de la puerta y del
bar. Súbitamente se encontraron en un lugar donde había espacio
para estar de pie, mover los brazos e incluso estar
sentado.
–¡Victoria!
Estaba sentada en el brazo de una butaca hablando con un
hombre mayor que, evidentemente, debía de ir después a alguna otra
fiesta, puesto que iba vestido de etiqueta y llevaba corbata negra.
Cuando Imogen pronunció su nombre, Victoria se levantó en el acto,
tal vez en atención a Imogen o quizá para huir de su interlocutor.
No habría forma de saberlo.
–Victoria, espero no haber interrumpido nada fascinante, pero
me gustaría presentarte a John. Resulta que su compañera no ha
podido venir con él esta noche y tengo un gran interés en que seas
terriblemente amable con él.
John, ciertamente cohibido tanto por él como por la chica,
siguió sonriendo educadamente.
–Es americano y uno de mis amigos favoritos…
Después de carraspear, con un discreto y prácticamente
imperceptible gesto de despedida, el señor de edad vestido de
etiqueta se levantó y salió de escena.
–… y John -dijo sin dejar de aprisionarle férreamente la
muñeca (sentía como si la sangre ya no le llegara a las manos y de
un momento a otro se le fueran a desprender los dedos uno por
uno)-, te presento a Victoria. Su madre es una de mis mejores
amigas y, cuando el año pasado Reggie y yo estuvimos en España,
fuimos a verla y nos quedamos en su casa, está en Sotogrande. Tiene
la casa más maravillosa que has visto en tu vida. Así es que ya
tenéis tema abundante de conversación…
Por fin le soltó la muñeca. Fue como si acabaran de quitarle
las esposas.
–¡Hola, Victoria! – dijo él.
–¡Hola! – respondió ella.
Imogen no había empleado las palabras exactas. No era bonita
como una pintura, pero la pulcritud, lo inmaculado de su imagen
recordaba a John, no sin cierta nostalgia, las chicas americanas
que había conocido en su juventud.
Su cabello era de una tonalidad clara, sedoso, lacio y largo,
cortado de forma estudiada para enmarcar su cara. Sus ojos eran
azules, la osamenta del rostro estaba perfectamente estructurada y
la cabeza estaba sostenida por un largo cuello y unos hombros
estrechos. Tenía una nariz nada significativa, cubierta de
cautivadoras pecas, y una boca muy atractiva, dulce y expresiva,
con un hoyuelo en una de las comisuras.
Era un rostro para contemplarlo al aire libre. Ese tipo de
rostro que uno espera encontrar junto al timón de un velero o en lo
alto de una ladera, con los cabellos revueltos por el viento, no es
una fiesta en Londres.
–¿Imogen ha dicho Sotogrande?
–Sí.
–¿Cuánto tiempo hace que tu madre vive en
Sotogrande?
–Unos tres años. ¿Conoces el sitio?
–No, pero tengo algunos amigos que juegan al golf y que
suelen ir a Sotogrande siempre que pueden.
–Mi padrastro juega al golf todos los días. Ésta es la razón
de que haya escogido Sotogrande para vivir. Tiene la casa en la
misma pista. Con sólo atravesar la verja del jardín, ya está
apuntando al hoyo décimo. Así de fácil.
–¿Juegas al golf?
–No, pero en Sotogrande se pueden hacer otras cosas: nadar,
jugar al tenis, montar a caballo, lo que a uno le
apetezca.
–¿Y tú qué haces?
–Bueno, no acostumbro a salir mucho, pero lo que más hago es
jugar a tenis.
–¿Tu madre no viene nunca por aquí?
–Sí, dos o tres veces al año, pero entonces va como loca de
una galería de arte a otra, va al teatro seis veces seguidas, se
compra unos cuantos vestidos y se vuelve a
marchar.
John sonrió ante sus palabras y ella le devolvió la sonrisa.
Hubo un breve silencio. Daba la impresión de que el tema de
Sotogrande había quedado agotado. Los ojos de Victoria miraron por
encima del hombro de John y, rápidamente, como si temiera que la
considerase poco atenta, volvieron a centrarse en su rostro. John
pensó que quizás estaba esperando a alguien.
–¿Conoces a mucha gente en esta fiesta? – le preguntó
él.
–No, de hecho no. En realidad, no conozco a nadie -añadió-.
Siento que tu amiga no haya podido acompañarte.
–Como ha dicho Imogen, tenía que ir al
campo.
–Sí.
Victoria se agachó para coger unos cacahuetes que había en un
plato sobre una mesilla baja. Comenzó a comérselos uno detrás de
otro.
–Imogen ha dicho que eras americano,
¿verdad?
–Sí, creo que lo ha dicho.
–No tienes acento americano.
–¿Qué acento tengo?
–De tipo intermedio, atlántico medio, americano pero del tipo
Alistair Cooke.
John pareció impresionado.
–Tienes buen oído. Mi madre es americana y mi padre
británico… perdón, mi padre es escocés.
–Así, de hecho eres británico.
–Tengo doble nacionalidad, pero nací en los Estados
Unidos.
–¿Dónde?
–Colorado.
–¿Cómo fue eso? ¿Estaba tu madre esquiando o es que tus
padres viven en América?
–Viven en América. Tienen un rancho en la parte sudoeste de
Colorado.
–No tengo ni idea de dónde está.
–Pues al norte de Nuevo México, al oeste de las Rocosas, al
este de San Juan.
–Tendría que verlo en un atlas, pero me suena a cosa muy
espectacular.
–Es espectacular.
–Seguro que aprendiste a montar antes que a
caminar.
–Pues más o menos.
–Me lo imagino -dijo Victoria.
Y John tuvo la extraña sensación de que, efectivamente, se lo
imaginaba.
–¿Y cuándo te fuiste de Colorado?
–A los once años me enviaron a una escuela del este -le
explicó-, y después me vine aquí y fui a Wellington, porque allí
era donde había estudiado mi padre, y después a
Cambridge.
–Claro, por eso tienes doble nacionalidad, ¿verdad? ¿Y
después de Cambridge?
–Pues me fui a Nueva York a trabajar una temporada y ahora he
vuelto a Londres. Estoy aquí desde el verano.
–¿Trabajas para una empresa americana?
–Una sociedad de inversiones.
–¿Y vas a volver a Colorado?
–Por supuesto que sí, en cuanto pueda. No hace mucho que me
marché de allí, lo que pasa es que últimamente aquí hay mucho
trabajo.
–¿Te gusta Londres?
–Sí, me encanta.
Victoria adoptó una expresión reflexiva. John
sonrió.
–¿Por qué lo preguntas? ¿No te gusta a ti?
–Sí, pero es porque yo conozco Londres tan a fondo que ya no
puedo imaginar vivir en otro sitio.
Por alguna razón, se produjo otra pausa. Una vez más, los
ojos de Victoria se perdieron, aunque esta vez se detuvieron en el
reloj de oro que llevaba sujeto a su fina muñeca. Que una muchacha
bonita mirara el reloj mientras hablaba con él era algo que a John
Dunbeath no le había ocurrido nunca. Sin embargo, en lugar de
sentirse molesto como había esperado, la cosa pareció divertirle,
pese a que si tenía algo de graciosa era a costa de
él.
–¿Esperas a alguien? – le preguntó.
–No.
John se dio cuenta de que Victoria tenía una expresión
reservada; serena, cortés, pero reservada, y no pudo menos que
preguntarse si siempre debía ser así o si, por la imposibilidad
asesina de establecer una conversación normal en un cóctel, se
habían cortado las líneas de comunicación entre los dos. A fin de
restablecerlas, la chica le había hecho una serie de preguntas
amables, pero no había manera de saber si había escuchado la mitad
siquiera de las respuestas educadas que él le había dado. Habían
hablado de trivialidades sin que ninguno de los dos llegara a
descubrir nada del otro. Tal vez ella lo quisiera así, pero él no
llegaba a comprender si la chica realmente no tenía ningún interés
o simplemente era tímida. Ahora Victoria había empezado a dirigir
nuevamente sus miradas por toda la habitación, atestada de gente
como si tratara desesperada de encontrar un medio de escapar; John
no entendía realmente por qué había ido a aquella fiesta. Cuando ya
estuvo lo suficientemente exasperado como para dejar a un lado los
formalismos y preguntárselo, ella se le adelantó anunciándole sin
más preámbulos que tenía que marcharse.
–Está haciéndose tarde y parece que hace siglos que estoy
aquí.
De repente, Victoria pareció darse cuenta de que a él aquella
observación quizá no le hubiera sonado como un
cumplido.
–Lo siento, no es lo que quería decir. No quería decir eso,
sino que hace siglos que estoy en esta dichosa fiesta. Lo he pasado
muy bien… contigo, pero el caso es que no puedo quedarme
más.
John no dijo nada. Ella le sonrió con simpatía, de forma
esperanzadora.
–Tengo que volver a casa.
–¿Dónde vives?
–Pendleton Mews.
–Está muy cerca de mi casa. Vivo en Cadogan
Place.
–¡Oh, qué estupendo!,-dijo con voz que ahora ya era
francamente desesperada-. Un sitio muy tranquilo,
¿verdad?
–Sí, muy tranquilo.
La chica dejó furtivamente el vaso en la mesa y se colgó el
bolso del hombro.
–Bueno, voy a despedirme…
Pero John, inopinadamente, se sintió turbado por una insólita
y sana inquietud y se dijo, a sí mismo que se tendría en muy poca
estima si dejaba que le diesen un plante de aquel calibre. En
cualquier caso, la fiesta había dejado de tener alicientes para él.
Aparte de que le flotaba en la cabeza la idea de mañana y del largo
vuelo a Bahrein que le esperaba. Todavía tenía que preparar la
maleta, revolver papeles y dejar una nota a Mrs. Robbins. Así pues,
terminado su whisky y puesto que no debía esperar a Tania,
dijo:
–Yo también me voy.
–¡Pero si acabas de llegar!
Terminó el whisky y dejó el vaso vacío.
–Te llevaré a casa.
–No tienes por qué.
–Ya sé que no tengo por qué, pero puedo hacerlo
igual.
–Puedo tomar un taxi.
–¿Por qué vas a tomar un taxi si vamos en la misma
dirección?
–De veras que no es necesario…
John ya empezaba a cansarse de tan insidiosa
porfía.
–Para mí no es problema. Yo tampoco quiero llegar tarde
porque mañana a primera hora tengo que tomar un
avión.
–¿Vas a América?
–No, al Oriente Medio.
–¿Qué vas a hacer allí?
John la asió por el codo para dirigirla hacia la
puerta.
–Hablar -dijo.
La reacción de Imogen osciló entre la sorpresa al ver que
John había hecho buenas migas tan rápidamente con la hija de su
mejor amiga y una cierta contrariedad por el poco rato que se
quedaba en su fiesta.
–Pero, John, encanto, si acabas de llegar…
–Una fiesta formidable, pero mañana tengo que ir al Oriente
Medio. El vuelo es muy temprano y…
–Pero si mañana es sábado… ¡Qué crueldad hacerte volar en
sábado! Seguro que eso te pasa por ser un magnate de las finanzas.
Con lo que me gustaría que te quedases un ratito
más.
–También me gustaría a mí, pero de veras que no
puedo.
–Bueno, ha sido divino, y tú has sido un cielo viniendo. ¿Has
hablado con Reggie? Supongo que no, pero ya le contaré lo que ha
pasado. Ven a cenar cualquier día de estos cuando vuelvas. Adiós,
Victoria, me ha encantado verte. Escribiré a tu madre y le diré que
estás hecha un sol.
Ya en el rellano, John le preguntó:
–¿Llevas abrigo?
–Sí, lo tengo abajo.
Bajaron. Sobre una butaca del vestíbulo había un montón de
abrigos, de cuyas profundidades John desenterró un abrigo de pieles
pasado de moda, probablemente heredado y muy gastado. John ayudó a
Victoria a ponérselo. El hombre de chaquetilla blanca almidonada
les abrió la puerta y los dos salieron a la desapacible oscuridad
de la calle y recorrieron la acera uno al lado del otro hasta el
lugar donde estaba aparcado el coche.
Mientras esperaban a que cambiasen las luces del semáforo al
final de Church Street, John sintió de pronto que el estómago le
reclamaba satisfacción. Desde el bocadillo que había tomado a la
hora de comer, no había probado bocado. El reloj del coche indicaba
casi las nueve. Cambiaron las luces y, tras arrancar, se sumó a la
riada de coches que fluían en dirección este hacia Kensington
Gore.
Pensó que debería cenar. Echó una mirada furtiva a la chica
que tenía al lado. Su proximidad y su reserva suponían un reto para
él. Aquella chica le intrigaba y, contra toda lógica, sintió el
impulso de hacer frente a aquella intriga, de descubrir qué había
detrás de aquel rostro hermético. Era como encontrarse delante de
un muro, de un letrero que dijera: «PROHIBIDO EL PASO» e imaginar
que al otro lado había jardines maravillosos, fascinantes veredas a
la sombra de los árboles. Vio su perfil, recortado a contraluz, la
barbilla hundida en el cuello del abrigo. Y pensó: «¿Por qué
no?»
–¿Quieres venir a cenar conmigo? – le
preguntó.
–¡Oh!… -exclamó volviéndose hacia él-. ¡Qué
amable!
–Tengo que cenar y si quieres acompañarme…
–Te lo agradezco, pero si no te importa, en serio, que tengo
que volver a casa. Quiero decir que tengo que cenar en casa. Tengo
la cena preparada.
Había empleado dos veces la palabra «casa» y aquello
desconcertaba a John, ya que daba la impresión de que tenía algún
familiar esperándola. Se preguntó quién podía ser. ¿Una hermana, un
amante, un marido quizá? Todo era posible.
–No importa. Lo decía por si no tenías nada que
hacer.
–De veras que eres muy amable, pero no
puedo…
Cayó entre los dos un largo silencio, interrumpido únicamente
por las indicaciones que Victoria le dio sobre la manera de llegar
más fácilmente a Pendleton Mews. Cuando estuvieron en el arco que
separaba Mews de la calle, Victoria dijo:
–Puedes dejarme aquí. Iré andando hasta
casa.
Pero John había decidido ser tozudo. Si la chica no quería
cenar con él, por lo menos él se saldría con la suya y la
acompañaría hasta la puerta de su casa. Giró para entrar por el
ángulo cerrado que formaba el arco y siguió entre los garajes y las
puertas pintadas de las casas y las maceteras que no tardarían en
llenarse con las primeras flores de primavera. Había dejado de
llover, pero el empedrado seguía húmedo y brillaba a la luz de las
farolas como si fuera un callejón de un pueblo.
–¿Qué número? – preguntó.
–Está justo al final. Me temo que apenas habrá sitio para dar
la vuelta. Tendrás que hacer marcha atrás para
salir.
–No importa.
–Es aquí.
Las luces estaban encendidas. Las ventanas de arriba estaban
iluminadas y también se veía luz a través del pequeño panel de
vidrio que coronaba la puerta azul de entrada. La chica miró llena
de ansiedad hacia arriba como si temiera que fuera a abrirse una
ventana y aparecer por ella una cabeza anunciando malas
noticias.
Pero no ocurrió nada. Bajó del coche y John bajó también, no
porque esperara que le invitase a entrar, sino porque había
recibido una educación esmerada y las buenas maneras imponían que,
cuando se acompaña a una chica a su casa, no se la deja como un
paquete en la puerta, sino que se espera educadamente a que busque
la llave y a que abra la puerta a fin de que tanto su seguridad
como su bienestar estén a buen recaudo.
Victoria había localizado la llave, había abierto la puerta y
era evidente que estaba ansiando escapar escaleras
arriba.
–Muchísimas gracias por acompañarme. Realmente has sido muy
amable, no tenías por que molestarte…
Se calló. Desde arriba llegaban los inequívocos berridos de
un niño furioso. Los gritos les dejaron clavados en el sitio. Se
miraron uno a otro, la chica tan estupefacta como el propio John.
El llanto continuaba en aumento, tanto en lo referente a volumen
como a intensidad. John esperaba algún tipo de explicación, pero no
la hubo. Vista a la fría luz de la escalera, Victoria parecía de
pronto sumamente pálida. Como haciendo un gran esfuerzo,
dijo:
–Buenas noches.
Era la despedida. John la envió al cuerno para sus
adentros.
–Buenas noches, Victoria.
–Que lo pases bien en Bahrein.
«¡Al infierno con Bahrein!»
–Procuraré.
–Y gracias por acompañarme.
La puerta azul se cerró ante sus narices. La luz del otro
lado se apagó. Levantó los ojos hacia las ventanas, secretas detrás
de las cortinas corridas. Y pensó: «¡Y al infierno
contigo!»
Se metió en el coche, puso marcha atrás a toda velocidad a
través de los Mews y de la calle y no pegó en el lateral del arco
por pocos centímetros. Se paró un momento e hizo lo posible para
recuperar su natural buen humor.
Un niño. ¿Un niño de quién? Probablemente de ella. No había
razón para que no pudiera tener un hijo. El hecho de que pareciera
tan joven no era impedimento para tener un marido o un amante. Era
una muchacha con un niño.
Y entonces pensó: «Tengo que contárselo a Tania, se va a
reír. Como no podías venir conmigo a la fiesta de Imogen, fui solo
y me colgaron una chica que tenía que volver rápidamente a su casa
porque tenía un niño.»
A medida que iba disipándose su disgusto, le ocurría lo mismo
con el hambre y, desaparecidos los dos, lo único que le quedó fue
una gran indiferencia. Decidió saltarse la cena, ir a su casa y
prepararse un bocadillo. El coche seguía adelante y, forzándolos,
también seguían adelante sus pensamientos, centrados ya en el día
siguiente, en las actividades de primera hora de la mañana, en el
trayecto hasta. Heathrow, en el largo vuelo a
Bahrein.