Capítulo 11
Los tigres ya no estaban y los sirvientes se llevaban cosas descaradamente.
—Buenos días, señora —dijo Jack, poniéndose de pie. Diana hizo una reverencia—. Le he traído una carta de Stephen Maturin.
—¿Cómo está? —inquirió.
—Muy mal. Tiene mucha fiebre y la bala está alojada en un lugar muy profundo. Y una herida en este clima…, Bueno, usted ya sabe lo que ocurre con las heridas en este clima.
A Diana se le llenaron los ojos de lágrimas. Esperaba dureza, pero no esa profunda rabia. Era más alto de lo que recordaba, y mucho más corpulento. Su cara había cambiado, el niño que había en él ya no estaba, había desaparecido sin dejar rastro; su mirada era dura, penetrante. Lo único que reconoció, aparte del uniforme, fue su pelo rubio, que llevaba recogido en una coleta. Pero incluso el uniforme había cambiado: ahora él era capitán de navío.
—Discúlpame, Aubrey —dijo ella y abrió la carta, que consistía en tres líneas torcidas e irregulares: «Diana, debes volver a Europa. El Lushington zarpa el día catorce. Permíteme que me ocupe de las cuestiones materiales. Cuenta conmigo siempre, siempre. Stephen».
La leyó despacio, y otra vez, con los ojos nublados por las lágrimas, mientras Jack permanecía de pie, con las manos tras la espalda, mirando por la ventana.
Además de la rabia y la repugnancia que Jack sentía por estar allí, experimentaba otro sentimiento que le era difícil identificar, y su mente estaba llena de dudas y preguntas. No estaba acostumbrado a juzgar las cosas, excepto los errores en las maniobras de un barco o las violaciones de la disciplina naval. ¿Era tan ruin que tenía animadversión contra una mujer que había perseguido? ¿Acaso aquella profunda gravedad era odiosa hipocresía, una forma de obligarle a mostrar su dignidad? Había estado a punto de arruinar su carrera por ella, pero ella había preferido a Canning. ¿Acaso su tremenda indignación era, en realidad, un horrible resentimiento? No, no lo era. Ella había herido profundamente a Stephen, y Canning, un buen hombre, estaba muerto. No era buena, no era buena en absoluto. Sin embargo, en aquel encuentro bajo los árboles le había parecido una de las mujeres más virtuosas que había en el mundo, según él lo veía en ese momento. Virtud; reflexionaba sobre ella mientras miraba distraídamente a un jinete que zigzagueaba entre los árboles. Había atacado su «virtud» con toda la fuerza que había podido… Entonces, ¿cuál era realmente su posición? No le valía como excusa la frase común: «Los hombres son diferentes». El jinete apareció de nuevo ante su vista, y ahora podía ver muy bien su caballo. Probablemente era el animal más hermoso que había visto: una yegua alazana de proporciones perfectas, ágil, con brío. Se asustó al ver una serpiente en el camino y se encabritó, pero el jinete permaneció tranquilo, dándole palmaditas en el cuello. Virtud; la que más apreciaba era el valor, y seguramente esa incluía a todas las demás. En el cristal de la ventana podía ver la imagen fantasmal de Diana. Ella tenía valor, no cabía duda. Allí estaba, muy erguida, tan delgada y frágil que podría romperla con una mano… Jack sintió de nuevo una ternura y una admiración que creía muertas.
—El señor Johnstone —dijo un sirviente.
—No estoy en casa.
El jinete se alejó.
—Aubrey, ¿podrías llevarme a Inglaterra en tu barco?
—No, señora. Las normas no lo permiten. Además, no es adecuado para llevar a una señora y aún falta más de un mes para terminar de armarlo.
—Stephen me ha pedido que me case con él. Podría hacer de enfermera.
—Lo siento muchísimo, pero mis órdenes no me lo permiten. No obstante, el Lushington zarpa esta semana, y si puedo ayudarla en algo, estaré encantado de servirla.
—Siempre supe que eras un hombre débil, Aubrey —dijo ella, mirándole con desprecio—, pero no sabía que eras tan ruin. Eres como todos los hombres que conozco, a excepción de Maturin: falso, débil y, a la hora de la verdad, un cobarde.
Jack hizo una inclinación de cabeza y salió de la habitación aparentemente sereno. Se cruzó en el camino con un cocinero que empujaba una carretilla llena de ollas y sartenes de cobre. «¿Soy ruin en realidad?», se preguntó. Y la pregunta le atormentó hasta que llegó a Howrah, donde estaba la fragata. En el momento en que vio su palo mayor sobresaliendo entre la masa de barcos, empezó a caminar más deprisa. Subió apresuradamente al portalón, pasó entre los oficiales, que estaban esperándole, y los carpinteros y se fue abajo.
—Killick —dijo—, averigua si el señor McAlister está ocupado con el doctor. Si no lo está, quiero verle.
Stephen estaba en la cabina grande, el lugar más ventilado e iluminado del barco, y en ella había mucha actividad. McAlister salió de allí con un dibujo en la mano, seguido por el contramaestre, el carpintero y algunos ayudantes de éste. Parecía angustiado y triste.
—¿Cómo está? —inquirió Jack.
—La fiebre es demasiado alta, señor —respondió McAlister—, pero espero que baje cuando le hayamos extraído la bala. Ya casi estamos listos, pero la bala está en un lugar muy malo.
—¿No sería mejor llevarlo al hospital? Los cirujanos podrían echarle una mano. Podemos preparar una camilla en un momento.
—Ya se lo sugerí cuando comprobamos que la bala estaba justo debajo del pericardio, está aplastada y torcida, ¿sabe?, pero no tiene muy buena opinión de los cirujanos militares ni del hospital. Ellos mandaron a decir que ofrecían su ayuda hace apenas media hora, y le confieso que la hubiera recibido de buena gana, el pericardio es sumamente delicado, pero insiste en realizar la operación él mismo y no me atrevo a contradecirle. Discúlpeme, señor, pero el armero está esperando para hacer este extractor que ha dibujado.
—¿Puedo verle?
—Sí, pero, por favor, procure que no se moleste ni se excite.
Stephen estaba tendido sobre una fila de baúles, reclinado sobre un trozo de pallete enrollado y envuelto en una vela. En el techo, justo sobre él, había colgado un gran espejo mediante poleas y cabos, y a su lado, a su alcance, una mesa en la que había vendas, estopa e instrumentos quirúrgicos: pinzas, retractores y una sierra en forma de media luna.
Miró a Jack y dijo:
—¿La has visto?
—Sí.
—Te agradezco mucho que hayas ido. ¿Cómo está?
—Bastante bien. Tiene grandeza de ánimo. ¿Y tú, cómo te sientes, Stephen?
—¿Qué llevaba puesto?
—¿Qué llevaba puesto? Pues un vestido de alguna clase, supongo. No me fijé.
—¿No era negro?
—No. Eso lo habría notado. Stephen, parece que tienes mucha fiebre. ¿Quieres que mande abrir la claraboya para que entre el aire?
Stephen negó con la cabeza.
—Tengo fiebre, desde luego, pero no tanta para preocuparme lo más mínimo. Puede que eso ocurra más tarde. Espero que Bates se dé prisa con mi sacabala.
—¿Me dejas traer al cirujano de Fort William, sólo para que permanezca a tu lado? Podría estar aquí en cinco minutos.
—No, señor. Lo haré con mi propia mano.
Se miró la mano atentamente y añadió como para sí:
—Si ha podido encargarse de una cosa, tiene que encargarse de la otra; es lo justo.
McAlister regresó con unas pinzas alargadas, recién salidas de la fragua del armero. Stephen las cogió, comprobó si tenían la misma forma curva que el dibujo, separó las puntas y dijo:
—Muy bien hechas, estupendas. McAlister, vamos a empezar. Por favor, llame a Choles, si está sobrio.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Jack—. Me gustaría mucho poder ser de utilidad. Podría sostener la jofaina o secar con la estopa.
—Puedes sustituir a Choles, si quieres. Tienes que sujetar mi vientre y apretarlo con fuerza, así, cuando te lo diga. ¿Pero eres capaz de resistir este tipo de cosas? ¿No te afecta ver sangre? Choles era carnicero, ¿sabes?
—Mi querido Stephen, he visto sangre y heridas desde que era niño.
Había visto sangre, por supuesto, pero no así, brotando con fuerza a medida que avanzaba el escalpelo y penetraba la sonda. Tampoco había oído nada parecido al ruido de la sierra cortando el hueso, un ruido que sentía a pocas pulgadas de su oído, pues estaba inclinado sobre la herida con la cabeza muy baja para no impedir a Stephen ver el espejo.
—Tendrá que subir la costilla, McAlister —dijo Stephen—. Agárrela bien con el retractor cuadrado. Arriba, más fuerte, más fuerte. Corte el cartílago con las tijeras.
El ruido metálico de los instrumentos…, órdenes…, el rápido y constante taponamiento… Tenía la impresión de que actuaba sobre él una fuerza tremenda, una fuerza mayor de lo que podía imaginar. Todo aquello se prolongaba, se prolongaba…
—Ahora, Jack, empuja con fuerza hacia abajo. Bien. Quédate así. Dame el sacabala y límpiame con algodón, McAlister. Empuja, Jack, empuja.
En lo profundo de la palpitante cavidad Jack vio un punto gris, que desapareció enseguida. Y en esa dirección penetraban poco a poco las pinzas alargadas. Cerró los ojos.
Stephen aspiró hondo, contuvo la respiración y arqueó la espalda. En medio del silencio Jack podía oír el tic-tac del reloj de McAlister muy cerca de su oído. Se escuchó un jadeo y Stephen dijo:
—Aquí está. Muy aplastada. ¿Está entera, McAlister?
—Entera, señor, entera, gracias a Dios. No le falta ni un pedazo.
—Deja de hacer presión, Jack. Despacio con el retractor, McAlister. Dame un poco de algodón. Ya puedes empezar a coser. Espera. Atiende al capitán mientras me limpio. Amoniaco… Bájale la cabeza.
McAlister le arrastró hasta una silla. Jack sintió cómo sus propias rodillas le oprimían la cabeza y el penetrante olor del amoniaco. Levantó la cabeza y miró a Stephen, que tenía la cara de color gris, brillante por el sudor, con un aspecto casi inhumano y una expresión muy seria pero triunfante. Observó su pecho, en el que había una profunda abertura de lado a lado que dejaba a la vista los blancos huesos… Entonces McAlister comenzó su trabajo y su espalda le impidió a Jack seguir viendo la herida; era una espalda amplia, moviéndose con una agilidad que aseguraba el triunfo. Trabajo experto…, breves observaciones técnicas… Y allí estaba Stephen, con el pecho rodeado por una venda blanca, limpio, relajado, echado hacia atrás con los ojos medio cerrados.
—¿Has contado el tiempo, McAlister? —inquirió.
—Veintitrés minutos exactamente.
—Lento… —Su voz se apagó, y al cabo de unos instantes volvió a oírse—. Jack, llegarás tarde a la cena.
Jack empezó a protestar y dijo que debía quedarse. Entonces McAlister, poniéndose un dedo sobre los labios, le llevó sigilosamente hasta la puerta. Afuera había más tripulantes de los que era conveniente, y parecían haber olvidado la disciplina.
—Se acabó la fiesta —dijo—. Pullings, que no se oiga ningún ruido cerca del palo mayor, ningún ruido en absoluto.
—Está muy pálido, señor —dijo Bonden—. ¿Quiere tomar algo?
—Tendrá que cambiarse la chaqueta, Su Señoría —dijo Killick—. Y también los calzones.
—¡Oh, Bonden! —exclamó Jack—. Se abrió él mismo, con sus propias manos, lentamente, hasta llegar al corazón; he visto su corazón latiendo.
—La operación le ha afectado, señor —dijo, dándole el vaso—. Sin embargo, a los antiguos tripulantes de la Sophie no les parecería sorprendente sino muy corriente. ¿Se acuerda del condestable, señor? No deje de asistir a la cena por eso. No se preocupe por él, volverá a estar fuerte como un roble.
Fue una espléndida cena entre reflejos dorados. Y sin pensarlo, Jack engulló una libra o dos de algún animal bañado en una salsa picante. Sus compañeros de mesa eran afables, pero después que agotaron los tópicos más comunes le dejaron a un lado, y él comió en silencio el resto de los platos, cada uno con su propio vino. En aquel relativo silencio podía oír la conversación de los dos civiles que estaban enfrente: uno era un juez viejo y sordo, de voz ronca, que llevaba unas gafas verdes, el otro era un miembro del Consejo, un hombre muy corpulento, y ambos, al final de la cena, estaban enrojecidos y apenas se tenían en pie. El tema de su conversación era Canning, su impopularidad, su atrevimiento y su independencia.
—Por lo que he oído, caballeros —dijo el juez—, ustedes estarían dispuestos a regalarle al superviviente un par de pistolas con incrustaciones de oro o un juego de bandejas de plata.
—No hablo por mí mismo —dijo el miembro del Consejo—, porque mi territorio es Madrás, pero creo que en algunos coches de los que irán al entierro no se derramarán lágrimas por él.
—¿Y qué pasa con la mujer? ¿Es cierto que quieren expulsarla por ser una persona no grata? Preferiría que la pasearan en un carro azotándola, como se hacía antiguamente; hace muchos años que no tengo el placer de ver eso. ¿No le gustaría tener el látigo en la mano? Podría tenerlo, porque la consideración de persona no grata es sólo de tipo administrativo en este caso.
—La esposa de Buller fue a visitarla para ver cómo sobrellevaba la desgracia, pero no fue recibida.
—Estará abatida, sin duda, muy abatida. Pero hábleme de ese matasanos irlandés, de ese tragahombres. ¿La mujer era su…?
Un ayudante de campo se les acercó por detrás y les susurró algo.
—¿Qué? —gritó el juez—. ¿Eh? ¡Oh, no lo sabía!
Entonces se bajó un poco las gafas y miró a Jack.
—Está hablando usted de mi amigo, el doctor Maturin, señor. Espero que la mujer a la que se ha referido no sea la dama que nos honra a Maturin y a mí con su amistad.
Le aseguraron que no…, no querían ofenderle en lo más mínimo…, estaban dispuestos a retirar cualquier frase inoportuna…, nunca se les ocurriría hablar irrespetuosamente de una dama que el capitán Aubrey conociera…, querían que bebiera con ellos un vaso de vino. Jack les dijo que lo haría con mucho gusto. Y unos instantes después se llevaron al juez.
Al día siguiente, en el silencioso alcázar de la Surprise, Jack recibió a Diana con menos frialdad de lo que ella esperaba. Le dijo que Maturin estaba durmiendo en ese momento, pero que si quería podía hablar con McAlister para que le informara sobre su estado, y que si Stephen se despertaba, McAlister la dejaría entrar. Mandó abajo todos los tipos de refresco que la Surprise podía ofrecer, y cuando ella se marchó por fin, después de esperar en vano, le dijo:
—Espero que tenga mejor suerte la próxima vez. Ha sido una bendición que se durmiera; hasta ahora no había dormido.
—Mañana no puedo salir, porque hay muchas cosas que hacer. ¿Puedo venir el jueves?
—Por supuesto. Y si alguno de mis oficiales puede serle útil, estaríamos encantados de servirla. Ya conoce a Pullings y a Babbington. O si lo prefiere, Bonden puede servirle de escolta. Estos muelles no son un lugar apropiado para las damas.
—Muy amable. Me encantaría tener la protección del señor Babbington.
—¡Oh, Braithwaite, cuánto amo a la señora Villiers! —dijo el Babbington de los viernes, afeitado dos veces y resplandeciente con su sombrero adornado con una cinta dorada.
Braithwaite suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Ella hace que todas las demás, desde el cabo Portsmouth, parezcan horribles.
—Nunca volveré a mirar a ninguna otra mujer, estoy seguro. ¡Ahí viene! Veo su coche por detrás del dhow[21].
Corrió a ayudarla a entrar por el portalón y la condujo hasta el alcázar.
—Buenos días, señora —dijo Jack—. Stephen está mucho mejor, y me complace comunicarle que se ha comido un huevo. Sin embargo, aún tiene mucha fiebre. Le ruego que evite causarle intranquilidad o irritación. McAlister dice que es muy importante no irritarle.
—¡Querido Maturin! —exclamó ella—. ¡Cuánto me alegro de verte ya sentado! Aquí tienes unos mangostanes; son lo mejor que hay para la fiebre. ¿Pero crees que estás suficientemente bien para recibir visitas? Aubrey, Pullings, el señor McAlister e incluso Bonden me han asustado tanto, diciéndome que no debo inquietarte ni molestarte, que pienso que debería irme enseguida.
—Soy fuerte como un toro, querida —dijo—, y al verte a ti me siento infinitamente mejor.
—De todos modos, trataré de no ponerte nervioso ni disgustarte. En primer lugar, quiero darte las gracias por tu nota; me ha servido de consuelo y estoy siguiendo tus indicaciones.
Stephen sonrió y dijo en voz baja:
—¡Qué feliz me haces! No obstante, Diana, hay otra cuestión menos noble: lo necesario para vivir, el pan de cada día. En este sobre…
—Stephen, cariño, eres la mejor de las criaturas, pero tengo pan y aún más cosas por el momento. Vendí una enorme esmeralda que el Nizam me había regalado y he reservado la única cabina decente del Lushington. Abandonaré todo lo demás, lo dejaré tal como está. Esos vulgares espantajos de Calcuta podrán insultarme, pero no podrán decir que soy interesada.
—No. Realmente, no —dijo Stephen—. El Lushington es muy cómodo y espacioso, casi el doble que nuestra fragata, y tiene el mejor jerez que he bebido, pero me hubiera gustado que volvieras a Inglaterra en la Surprise. Eso hubiera significado esperar otro mes más o menos, pero… ¿No se te ha ocurrido pedírselo a Jack?
—No, cariño —dijo ella con ternura—. No se me ha ocurrido. ¡Qué tonta he sido! Pero allí tienen sirvientas, ¿sabes? Y además, no me gustaría que me vieras mareada, pálida, sucia y con una actitud egoísta. Pero eso, a la larga, no tiene importancia. Probablemente nos daréis alcance y podremos vernos en Madeira. Si no, de todas formas, nos veremos en Londres. No perderemos mucho tiempo. Debes de tener sed, voy a darte algo de beber. Esto es hordiate, ¿verdad?
Hablaron tranquilamente del hordiate, los huevos, los mangostanes, los tigres de Sundarbans… o, mejor dicho, habló ella mientras él permaneció tumbado, muy pálido, con el semblante grave pero inmensamente feliz, y sólo dijo una o dos palabras.
—Aubrey cuidará muy bien de ti, no me cabe duda —dijo ella—. ¿Será tan buen marido como amigo? Lo dudo, porque no sabe absolutamente nada sobre las mujeres. Pareces muy cansado, Stephen. Debo irme ahora. El Lushington zarpa por la mañana a una hora imposible, con la marea alta. Gracias por el anillo. Adiós, cariño. —Le besó y sus lágrimas cayeron sobre el rostro de Stephen.
* * *
Las fétidas aguas del Hugli dejaron paso a las aguas transparentes de la bahía de Bengala y éstas a las de color azul oscuro del océano Índico. La Surprise, por fin de regreso a su país, desplegó las alas para tomar el monzón y se dirigió velozmente hacia el suroeste, siguiendo el rumbo del Lushington, que le llevaba dos mil millas de ventaja.
A bordo de la fragata iba una tripulación débil, empapada y malhumorada, una caja de acero llena de perlas en bolsas de gamuza, rubíes y zafiros, un cirujano delirante y un capitán angustiado.
Desde que a Stephen le había subido la fiebre de forma alarmante, Jack pasaba toda la noche sentado junto a su coy. McAlister o cualquier otro oficial podrían haberle sustituido, pero Stephen descubría sus secretos en el delirio, y aunque muchas cosas las decía en francés o en catalán o sólo tenían sentido en su propia pesadilla, otras muchas eran muy claras y específicas. Posiblemente un hombre con menos secretos no habría sido tan comunicativo; desde el inconsciente sus secretos salían en torrente por su boca.
Además de los secretos oficiales, había cosas que Jack no quería que ninguna otra persona oyera y que él mismo se avergonzaba de oír. Para un hombre tan orgulloso como Stephen (ni siquiera el propio Lucifer lo era tanto), significaría la muerte saber que otro, aunque fuera su más íntimo amigo, le había oído expresar sin tapujos sus deseos y que sus debilidades habían quedado al descubierto como el día del juicio final. Exponía sus ideas sobre el adulterio y la fornicación, hablaba imaginariamente con Richard Canning sobre los lazos del matrimonio, y de repente dirigía apostrofes, por ejemplo, a Jack: «Jack Aubrey, me temo que tú también vas a herirte con tu propia arma. En cuanto tengas dentro una botella de vino te acostarás con la primera prostituta que encuentres y lo lamentarás el resto de tu vida. No conoces la castidad». Además decía insultos, como: «Judío es una distinción impuesta; bastardo es otra. Ambas palabras podrían ser hermanas; las dos son, cuando menos, amigas —aunque poco o nada recomendables— porque las dos podrían calificar a la mayoría de los seres despreciables».
Jack permanecía allí sentado y le secaba con una esponja de vez en cuando, mientras las guardias cambiaban y la fragata seguía avanzando rápidamente. Agradecía a Dios tener oficiales a quienes podía confiar los trabajos de rutina. Permanecía allí sentado y, mientras le secaba con una esponja y le abanicaba, le escuchaba en contra de su voluntad y se sentía triste, angustiado, aburrido y a veces herido.
No tenía carácter para permanecer sentado y sin hablar una hora tras otra. Además, oír aquellas palabras dolorosas le provocaba una gran tensión y ya hacía tiempo que era insensible a cualquier estímulo. Sintió de repente un cansancio insoportable y enormes deseos de que Stephen dejara de hablar. Pero Stephen, tan callado normalmente, era locuaz en el delirio, y el tema sobre el que hablaba era la naturaleza del ser humano. Demostró también tener una prodigiosa memoria, pues Jack le oyó recitar capítulos enteros de Molina y casi toda la Ética a Nicómaco.
El desconcierto y la vergüenza que sentía por tener ventaja sobre él eran horribles, pero aún peor era su confusión de ideas. Consideraba a Stephen un filósofo, un hombre fuerte al que apenas afectaban los sentimientos comunes, seguro de sí mismo y con razones para estarlo, y nunca había respetado más a un hombre que no era marino. Por eso al conocer a este Stephen apasionado, subyugado por Diana, lleno de dudas de todo tipo, se sintió horrorizado; su desconcierto no habría sido mayor si hubiera descubierto que la Surprise no llevaba anclas ni lastre ni brújula.
—Arma virumque cano —empezó a decir Stephen con voz chillona, en la oscuridad, al recordar al primo loco de Diana.
—Bueno, gracias a Dios que vuelve a hablar en latín —dijo Jack—. Ojalá que dure.
Duró mucho, efectivamente; duró hasta que pasaron el Ecuador. Durante la guardia de mañana pudieron oírse, como un presagio, sus palabras:
—… ast illi solvuntur frigore membra
vitaque cum gemitu fugit indignata sub umbras.
Y las siguió un indignado grito con el que pedía té:
—¡… té verde! ¿No hay nadie en este maldito barco que sepa cómo curar una calentura? Les he estado llamando y llamando.
El té verde o el cambio del viento (roló al noroeste) cerca de Saint Stephen hicieron bajar la fiebre hora tras hora, y McAlister la mantuvo baja con quina. Pero a la fiebre le siguió un período de malhumoradas protestas que a Jack le provocaban el mismo cansancio que la Eneida. Y se sorprendía de ver cómo le resistían los demás, que no tenían, como él, la experiencia de haber soportado pacientemente, durante largo tiempo, a su compañero de tripulación. A Killick, hosco y malhumorado pero firme, se le oía decir a veces: «ese condenado babuino», pero corría cuanto podía para ir a buscarle una cuchara; Bonden aguantaba con paciencia su ataque con una fuente; los más veteranos y feroces marineros del castillo, que trataban de calmarle mientras llevaban cuidadosamente su silla a los mejores lugares de la cubierta, recibían sus maldiciones fuera cual fuera su elección y la brisa que soplara allí.
Stephen era un paciente horrible. A veces consideraba a McAlister un ser omnisciente que podía preparar la mejor de las medicinas, otras retumbaba en la cubierta el grito: «¡Charlatán!» y se veían caer por el escotillón los frascos de medicinas. El pastor sufría más que nadie; la mayoría de los oficiales solían irse a otras partes de la fragata cuando el convaleciente Maturin estaba en el alcázar, pero el señor White no podía subir por la jarcia, y además, su deber era visitar a los enfermos e incluso jugar al ajedrez con ellos. Una vez, dejándose llevar por el erastianismo, aplicó con esmero todos sus conocimientos y ganó, y no sólo tuvo que soportar las miradas reprobatorias del timonel, el oficial de derrota que iba al gobierno del barco y todos los oficiales, sino un reproche indirecto del capitán —que pensaba que era «una mezquindad retrasar la recuperación de un enfermo por un momento de satisfacción»— y sus propios remordimientos de conciencia. El señor White estaba en una situación desesperada, porque si perdía el doctor Maturin probablemente se quejaría de que no prestaba atención y se pondría furioso.
La férrea constitución de Stephen prevaleció. Y una semana después, cuando la fragata se encontraba frente a una remota isla deshabitada del océano Índico —cuya longitud era diferente en todas las cartas marinas— bajó a tierra. Allí, un día que debía quedar señalado en un monolito blanco, hizo el descubrimiento más importante de su vida.
El bote pasó por una abertura del arrecife de coral y llegó hasta una playa con mangles en el lado izquierdo y una franja de tierra cubierta de palmeras en el lado derecho. Jack y sus oficiales habían colocado allí sus instrumentos y, como un grupo de nigromantes que hacían sus prácticas de día, observaban la pálida luna, por encima de la cual se veía claramente Venus.
Choles y McAlister le bajaron y le dejaron sobre la arena seca. Stephen se tambaleó un poco, y ellos le llevaron al otro lado de la playa, hasta un árbol enorme y muy viejo cuyas raíces, cubiertas de helechos, formaban un cómodo asiento, y en cuyas ramas podían verse orquídeas de catorce tipos diferentes. Se quedó a la sombra del árbol con un libro y papel de fumar mientras se comprobaba el anclaje y proseguían las observaciones astronómicas, que tardaban varias horas.
Los instrumentos estaban colocados en una zona donde habían aplanado cuidadosamente la arena, y cuando se acercaba el gran momento la tensión pudo advertirse incluso desde el árbol. Todo el grupo quedó en completo silencio, y sólo se oía la voz de Jack dándole una serie de números al escribiente.
—Dos, siete, cuatro —dijo, irguiéndose por fin—. ¿Cuál es su medición, señor Stourton?
—Dos, siete, cuatro, exactamente.
—Ésta es la medición más precisa que he hecho —dijo Jack y, subiendo el telescopio, miró a Venus, que podía distinguirse en lo alto del cielo si se sabía hacia dónde mirar—. Ahora podemos guardar todo y volver a la fragata.
Cruzó la playa, y cuando estaba llegando al árbol dijo:
—¡Qué estupenda medición, Stephen! Siento que te hayamos hecho esperar tanto, pero valió la pena. Todos nuestros cálculos coinciden, y los cronómetros indicaron una diferencia de veintisiete millas. Hemos situado la isla con la exactitud… ¡Dios mío! ¿Qué es esa cosa tan monstruosa?
—Una tortuga, amigo mío. La tortuga terrestre más grande del mundo, una nueva especie. Es desconocida para la ciencia, y en comparación con ella las tortugas gigantes de la isla Rodríguez y de las Aldraba son insignificantes reptiles. Debe de pesar una tonelada. Creo que nunca he estado tan contento. ¡Me siento tan alegre, Jack! No sé cómo vas a llevarla al barco, pero nada es imposible para la Armada.
—¿Debemos llevarla al barco?
—¡Oh, sin duda! Inmortalizará tu nombre; la llamaremos Testudo aubreii. Y cuando el héroe del Nilo haya sido olvidado, el capitán Aubrey será recordado gracias a esta tortuga y vivirá eternamente cubierto de gloria.
—Bueno, te lo agradezco mucho, Stephen. Creo que podríamos sacarla de la playa atada con una tiravira. ¿Cómo la encontraste?
—Estaba paseando por el interior de la isla, buscando ejemplares de animales…, esa caja está llena…, hay tanta variedad que podría hacer media docena de monografías…, y entonces la encontré, en una zona con pocos árboles, comiendo las hojas de un pipal. Arranqué algunos brotes altos, que ella se esforzaba por alcanzar, y me siguió hasta aquí comiéndoselos. Es un animal muy confiado, no es receloso en absoluto. ¡Qué Dios la proteja a ella y también a su especie cuando otros hombres encuentren esta isla! Esta tortuga me ha devuelto el ánimo —dijo, y le pasó el brazo alrededor del enorme caparazón.
La tortuga hacía inclinarse la balanza, como dijo McAlister, a quien el sol tropical aguzaba el ingenio. Su presencia tenía un efecto más tonificante que toda la quina y el bezoar guardados en el baúl de medicinas de la fragata. Stephen se sentaba junto a Testudo aubreii cerca de los gallineros todos los días, mientras la fragata navegaba con rapidez hacia el sur. Aumentaba de peso y cada vez tenía mejor humor, más serenidad, más benevolencia.
La Surprise había hecho el viaje de ida bastante bien —salvo cuando había tenido problemas o había encontrado vientos desfavorables— y eso podía atribuirse al celo de los tripulantes. Ahora regresaba a su país, y esas palabras tenían un efecto mágico sobre ellos —a muchos de los cuales les esperaban sus esposas y novias— pero especialmente sobre su capitán, porque iba a contraer matrimonio (eso esperaba), y tenía en perspectiva no sólo convertirse en un hombre casado sino llegar al teatro de la guerra, donde tendría la posibilidad de distinguirse y ocupar todas las páginas de un ejemplar de la Gazette y también de obtener botines. Además, la Compañía la había tratado de una forma muy especial, no como en un astillero real, donde habrían regateado hasta medio penique de alquitrán, y le había proporcionado estupendas provisiones, nuevas velas, nuevas placas de cobre y un excelente cordaje de Manila, lo cual le había devuelto buena parte de sus antiguas cualidades. Y aunque no habían sido eliminados algunos defectos estructurales muy marcados —producidos por el paso del tiempo y el ataque de la Marengo—, todo estaba bien por el momento y avanzaba rápidamente hacia el sur, como si estuviera persiguiendo un galeón.
Ahora la tripulación estaba muy bien entrenada; la batalla había contribuido a ello, pero ya mucho antes los marineros formaban un grupo compacto y armonioso y ejecutaban las órdenes apenas acababan de recibirlas. El viento fue favorable hasta mucho después de que pasaran el trópico de Capricornio, y día tras día la fragata recorría doscientas millas navegando a toda velocidad, mientras todos los marineros aprovechaban al máximo sus cualidades; esa era una hermosa imagen de la vida naval, la que añoraban y consideraban auténtica los oficiales con media paga, alojados en oscuras posadas. Durante el viaje de ida no habían visto ni un solo barco desde el cabo de Buena Esperanza hasta las islas Lacadivas; en éste habían visto cinco y se habían comunicado con tres: un barco corsario inglés con jarcia de corbeta, uno americano que se dirigía al mar de China y un barco abastecedor que iba rumbo a Ceilán. Todos les dieron noticias del Lushington, que ahora, según el barco abastecedor, les llevaba unas setecientas millas de ventaja.
Las cálidas aguas se volvían cada vez más frías; las chaquetas aparecieron en las guardias nocturnas y las constelaciones del hemisferio norte dejaron de verse. Y cuando cruzaban aguas de cincuenta brazas de profundidad, cerca del banco de arena Otter, les sobresaltaron los gritos de los pingüinos en la niebla. Al día siguiente encontraron el perpetuo viento del oeste y un verdadero cambio de clima.
Ahora usaban chaquetones y gorros de piel, mientras la Surprise cambiaba de bordo y navegaba de bolina con las velas de mal tiempo o seguía en línea recta hacia el sur, tratando de encontrar vientos favorables, o estaba al pairo sólo con la mayor de capa, luchando por avanzar hacia el oeste milla a milla contra la barrera que formaba el fuerte viento. Los petreles y los albatros les hacían compañía; en la camareta de guardiamarinas, en la sala de oficiales y en la propia cabina volvieron a comer carne de vaca salada y galletas (en la cubierta inferior nunca habían dejado de comer eso) y seguía soplando el viento del oeste. Hacía tan mal tiempo que durante interminables días no se hicieron mediciones.
A la tortuga la habían llevado a la bodega hacía mucho, y estuvo durmiendo sobre una manta acolchada durante el largo tiempo que tardaron en rodear El Cabo. Mientras tanto, su amo también dormía mucho, comía, recobraba fuerzas y clasificaba los numerosos ejemplares recogidos en Bombay y el pequeño número de ellos recogidos —con demasiada prisa, lamentablemente— en otros lugares. Tenía poco que hacer, pues las enfermedades que inevitablemente los marineros habían traído de Calcuta las había tratado McAlister antes de que él se recuperara, y por otra parte, la fragata estaba tan llena de puro jugo de lima que los hombres gozaban de buena salud; además, la esperanza, el deseo vehemente y la alegría habían causado su efecto habitual y todos en la Surprise estaban satisfechos y felices. Había terminado con los coleópteros y había avanzado bastante en la clasificación de las criptógamas vasculares cuando la fragata puso rumbo al norte por fin.
Cinco días con viento débil e inestable, mucho más caliente. Se colocaron por primera vez en largas semanas los mastelerillos de la Surprise. Y una noche cálida, iluminada por la luna, cuando Stephen estaba sentado junto al coronamiento observando cómo el señor White dibujaba la jarcia —negras sombras, manchas oscuras sobre la fantasmal cubierta— una ráfaga de viento escoró la fragata, derramando la tinta india, y el agua fosforescente comenzó a correr por el costado de babor. La escora aumentó y el sonido de las burbujas subió de tono y se convirtió en un canturreo.
—Si éstos no son los benditos vientos alisios, yo soy un holandés —dijo Pullings.
No era un holandés. Aquellos eran, efectivamente, los vientos alisios del sureste, suaves pero estables, con una variación de apenas un grado. La Surprise desplegó bastante velamen y continuó avanzando hacia el trópico de Capricornio; los hombres se habían recuperado de su lucha contra El Cabo y ahora cantaban en el castillo, y se oía el caramillo tocando La Surprise es una delicia. Pero esta vez no se pusieron en facha para nadar un rato, ni siquiera cuando ya habían dejado muy lejos el trópico de Capricornio.
—Avistaremos Santa Elena por la mañana —dijo Jack.
—¿Vamos a hacer escala? —inquirió Stephen.
—No —respondió Jack.
—¿Ni siquiera para conseguir una docena de bueyes? ¿No estás cansado de la cecina?
—No. Y si crees que puede existir un ardid, una estratagema que te permita bajar a tierra para recoger insectos, debes seguir pensando.
A la luminosa luz del amanecer pudo verse un punto negro en el horizonte, un punto negro con una nube flotando sobre él. Ahora se veía con más claridad, y Pullings enumeró los principales atractivos de la isla: Holdfast Tom, Stone Top, el cabo Old Joan. Había desembarcado allí varias veces y le dijo al doctor que le hubiera gustado enseñarle un pájaro que habitaba en Dianas’s Peak y tenía un pico muy curioso, un cruce entre un búho y un loro.
La fragata le dio su nombre al elevado puesto de señales e hizo la pregunta: ¿Hay órdenes para Surprise? ¿Hay correo?
El puesto de señales respondió: No hay órdenes para Surprise. Y después de un cuarto de hora dijo por fin: No hay correo. Repetimos: no hay órdenes, no hay cartas para Surprise.
—Por favor, pregúntale si el Lushington ya ha pasado —dijo Stephen.
El puesto respondió: El Lushington vino y zarpó hacia Madeira hace siete días. Todo bien.
—En marcha —dijo Jack, y la fragata cambió de orientación las velas y siguió su rumbo—. Muffit debe de haber tenido mucha suerte al doblar El Cabo. Llegará antes que nosotros al cabo Lizard y hará el viaje en menos de seis meses. ¿Se habrá atrevido a pasar por el canal de Mozambique, el muy bribón?
* * *
Otro amanecer, tan puro y hermoso que inspiraba temor, porque todo lo perfecto es susceptible de estropearse y desaparecer. Esta vez fue el aviso de que había un barco a la vista el que hizo subir a los marineros muy rápido, más rápido que el silbato del contramaestre. El barco navegaba hacia el sur, en dirección contraria, y muy probablemente era un navío de guerra. Media hora después se supo con seguridad que era una fragata y que se estaba acercando. Todos los marineros empezaron a hacer zafarrancho de combate y la Surprise hizo la señal secreta. La fragata le respondió y le dio su nombre: Luchesis. La tensión fue sustituida por una gran expectación.
—Por fin tendremos noticias —dijo Jack.
Pero mientras hablaba, aparecieron otras banderas de señales que indicaban: Llevamos mensajes oficiales urgentes. Entonces la fragata orzó; no podría detenerse ni aunque se hubiera encontrado con un almirante.
—Pregunte si lleva correo —ordenó Jack.
Y pudo leer la respuesta con su telescopio antes que el guardiamarina encargado de las señales: No hay correo para Surprise.
—¡Maldita sea esa carraca esmirriada! —exclamó cuando se separaban.
Luego, a la hora de la comida, le dijo a Stephen:
—¿Sabes una cosa? Me gustaría que ese pastor no estuviera a bordo. White es un buen tipo; no tengo nada contra él, me cae simpático y me complacería servirle en lo que pueda en tierra, pero dicen que llevar a un pastor a bordo siempre trae mala suerte. No soy supersticioso en lo más mínimo, como sabes, pero la tripulación está muy inquieta por eso. No llevaría a ningún pastor en mi barco si pudiera evitarlo. Además, los pastores están fuera de lugar en un navío de guerra, porque su deber es decirnos que pongamos la otra mejilla, y eso no tiene sentido en una batalla. Tampoco me gustó ese horrible pájaro que cruzó la proa.
—Era simplemente un alcatraz común, sin duda venía de la isla de Ascensión. Este grog es la bebida más espantosa del mundo, a pesar de que le he echado un poco de carmín y jengibre. Me muero de ganas de tomar vino otra vez…, un vino tinto con mucho cuerpo. Te diré una cosa: mientras más conozco la Armada, más me asombra que sus hombres, con una educación liberal, sean tan simples que crean en supersticiones. A pesar de que estabas ansioso por regresar a Inglaterra, no quisiste zarpar un viernes, dando la ridícula excusa de que le pasaba algo al cabrestante. Aseguras que no hablas por ti sino por los hombres, pero a eso respondo: ¡ja, ja!
—Podrás decir lo que quieras, pero esas cosas son ciertas. Podría contarte algunas historias que te pondrían de punta hasta los pelos de la peluca.
—Todos los presagios de los marineros anuncian desgracias. Naturalmente, si los hombres, como en este caso, están tristes, forman un grupo demasiado numeroso y dedican todo su tiempo libre y su esfuerzo a atormentar a sus compañeros, es probable que algún mal augurio se cumpla, pero ni los cadáveres ni los pastores ni el fuego de San Telmo son los causantes de la tragedia.
Jack no estaba convencido y negó con la cabeza. Masticó durante un rato la carne de vaca que parecía de madera y luego dijo:
—En cuanto a la educación liberal, yo también respondo: ¡ja, ja! Los marinos apenas tenemos educación. La única forma de hacer que alguien llegue a oficial de marina es mandarle a navegar, y mandarle muy joven. Yo mismo he estado navegando desde que tenía doce años, más o menos, y la mayoría de mis amigos sólo asistieron a clases elementales que alguna dama de la localidad impartía en su casa. Lo único que conocemos es nuestra profesión, si es que conocemos algo…, debería haber pasado por el canal de Mozambique. No, no pertenecemos a ese tipo de hombres por los cuales las jóvenes educadas, inteligentes y de buenos modales recorren miles de millas por el mar. Les gustamos mucho cuando estamos en tierra y son amables y nos llaman buenos marinos cuando hemos conseguido una victoria, pero no se casan con nosotros a menos que lo hagan de inmediato, a menos que las abordemos envueltos en nuestro propio humo. Si tienen tiempo de pensárselo, como ocurre a menudo, se casan con pastores o brillantes abogados.
—Respecto a eso, Jack, tengo que decir que infravaloras a Sophie —dijo Stephen—. Quererla a ella es una demostración de tu educación liberal; al menos en ese aspecto eres un hombre educado. Además, los abogados son muy malos maridos, porque tienen la costumbre de estar siempre hablando; en cambio, los marinos están habituados a obedecer en silencio.
Y para alejar los tristes pensamientos de la mente de Jack, añadió:
—Giraldus Cambrensis afirma que los habitantes de Ossory pueden convertirse en lobos a voluntad.
Volvió a sus criptógamas, pero su conciencia no le dejaba tranquilo. Había estado pensando tanto en sus propios anhelos —la esperanza de Madeira y la certidumbre de Londres— que no había advertido la ansiedad de Jack, una ansiedad que, al igual que la suya, había aumentado a medida que el prometedor futuro estaba más definido, más próximo al presente. También él se sentía angustiado, porque presentía que pronto iba a perder la gran alegría de navegar —un mes tras otro— con rumbo a un espléndido final. No era un presentimiento de que se produciría un desastre inminente sino cierta intranquilidad, algo muy difícil de definir.
—Esa fue la observación más desafortunada —dijo, pensando en la frase de Jack: «… se casan con pastores» y en que nombrar personas era la más arraigada de sus ocultas supersticiones o ideas ancestrales—. Absit, o absit omen.
Encontró al pastor solo en la sala de oficiales, haciendo una jugada de ajedrez.
—Por favor, señor White —dijo Stephen—, ¿podría decirme si entre los caballeros de su profesión conoce a alguno llamado Hincksey?
—¿El señor Charles Hincksey? —preguntó el pastor, inclinando cortésmente la cabeza.
—Exactamente, el señor Charles Hincksey.
—Sí, conozco muy bien al señor Hincksey. Estuvimos juntos en Magdalen y solíamos jugar a cartas y caminar grandes distancias. Era un estupendo compañero, no trataba de rivalizar, y le querían mucho en la universidad; me sentía orgulloso de conocerle. También era un gran helenista. Tenía muy buenas relaciones, tan buenas que ahora ocupa dos cargos eclesiásticos, los dos en Kent: uno es el más provechoso del condado y el otro puede mejorar aún. Y sin embargo, no creo que ninguno de nosotros sienta envidia ni resentimiento hacia él, ¿sabe?, incluso los que no tienen beneficios eclesiásticos. Es un predicador excelente, parsimonioso, nunca exaltado. Creo que será obispo pronto, y nuestra iglesia saldrá beneficiada.
—¿No tiene defectos el caballero?
—Supongo que sí —respondió el señor White—, pero le doy mi palabra de que no puedo recordar ninguno. Aunque fuera otro Chartres, estoy seguro de que a la gente le seguiría siendo simpático. Es un hombre alto y atractivo, no demasiado ingenioso ni divertido, pero siempre una buena compañía. No me explico cómo se ha escapado del matrimonio, porque podría llenarse un almacén con el tocado de las mujeres que miran hacia él. No le tiene aversión al estado de casado, lo sé, pero me parece que es difícil de complacer.
* * *
Los días pasaban volando; cada uno de ellos parecía largo, pero rápidamente formaron una semana…, una quincena. Los vientos inestables y débiles del viaje de ida actuaron esta vez impulsando hacia el norte la fragata, que cruzó el Ecuador y, casi sin pausa, encontró de nuevo los vientos alisios. Ahora, casi a cien millas de distancia, podía verse por estribor el pico que dominaba Tenerife, un brillante triángulo bajo su nube particular.
El enorme deseo de llegar a Madeira no había disminuido en lo más mínimo; en ningún momento Jack dejó de llevar la frágil embarcación con todo el velamen desplegado, lo que era casi una temeridad. Pero tanto Aubrey como Maturin sentían una tensión cada vez mayor, una mezcla de placer y temor a lo que ocurriría.
Al norte, la isla se recortaba sobre el cielo amenazador, y antes del crepúsculo quedó oculta por la lluvia, una fuerte lluvia que caía desde nubes bajas y formaba surcos en los costados recién pintados de la fragata. Por la mañana entraban al puerto de Funchal —lleno de barcos— tras el cual se veía la ciudad, blanca y brillante, en medio del aire luminoso. Había una fragata, la Amphion, una corbeta, la Badger, varios barcos portugueses, uno norteamericano, innumerables botes, barcos de pesca y otras embarcaciones pequeñas. Y en un extremo estaban tres mercantes de la Compañía de Indias con sus excelentes vergas sobre la cubierta, pero el Lushington no estaba entre ellos.
—Dispare, señor Hales —dijo Jack.
Los cañones saludaron al castillo, el castillo disparó, devolviendo el saludo, y el humo comenzó a dispersarse por la bahía.
—¡Atención en la proa! ¡Soltar!
El ancla cayó al mar y el cable bajó corriendo tras ella, pero antes de que se clavara y sacudiera el barco, volvieron a oírse cañonazos. Jack se volvió hacia alta mar para ver si venía otro barco, y entonces se dio cuenta de que los mercantes de la Compañía estaban saludando a la Surprise. Seguramente el Lushington les había informado de la escaramuza con Linois y estaban muy contentos.
—Dispare siete, señor Hales —dijo—. Y luego baje la barcaza.
Stephen iba a ser el primero en bajar por el costado. Sin embargo, cuando estaba en el portalón se mostró indeciso, y Bonden, pensando que tenía inseguridad por sus condiciones físicas, murmuró:
—Tranquilo, doctor. Déme su pie.
Jack le siguió. Entonces se oyó el silbato del contramaestre y los marineros empezaron a remar para llevarles a tierra. Iban sentados uno junto al otro, con sus mejores uniformes, de frente a los remeros, que estaban afeitados y llevaban jerséis, blancos y anchos sombreros también blancos con largas cintas con el nombre de Surprise. La única palabra que Jack pronunció fue: «Avanzar».
Fueron directamente a ver al corresponsal de su agente, un inglés de Madeira.
—¡Bienvenido, señor! —exclamó el corresponsal—. En cuanto oí a los mercantes de la Compañía supe que era usted. El señor Muffit estuvo aquí la semana pasada y nos contó su noble hazaña. Permítame que le felicite, señor, y que estreche su mano.
—Gracias, señor Henderson. Dígame, ¿sabe si hay en la isla alguna joven que espera por mí, que ha llegado en un barco del Rey o un mercante de la Compañía?
—¿Una joven, señor? No, que yo sepa, no. Desde luego, no ha venido en ningún barco del Rey. Pero los mercantes de la Compañía llegaron hace poco, el lunes, tras sufrir serios daños en el golfo de Vizcaya, y podía estar en alguno de ellos. Aquí están las listas de pasajeros.
Jack leyó rápidamente los nombres. Enseguida le llamó la atención uno: señora Villiers, y luego, dos líneas más abajo, otro: señor Johnstone.
—¡Pero ésta es la lista del Lushington! —exclamó.
—Sí —dijo el corresponsal—. Las otras, las del Mornington, el Bombay Castle y el Clive están detrás.
Jack las leyó dos veces, y luego, lentamente, por tercera vez. No había ninguna señorita Williams.
—¿Hay correo? —preguntó con voz apagada.
—¡Oh, no, señor! Nadie hubiera preguntado en la isla por la Surprise hasta dentro de muchos meses. Probablemente en Inglaterra no sabían que había zarpado. Me parece que su correo lo tendrá la Bellerophon, que va hacia el sur con el último convoy que ha pasado. Pero ahora que lo pienso, en la oficina dejaron un mensaje para un tal doctor Maturin, que viaja a bordo de la Surprise. Lo dejó una señora que iba en el Lushington. Aquí está.
—Mi nombre es Maturin —dijo Stephen. Reconoció la letra, por supuesto, y notó el anillo al palpar el sobre—. Jack, voy a dar un paseo. Buenos días, señor.
Empezó a subir la montaña. Siguió el camino por dondequiera que atravesaba, por pequeños cañaverales, huertas, viñedos sembrados en terrazas y un bosque de castaños, entre los árboles hasta donde éstos se acababan y aparecían arbustos, luego hasta donde los arbustos se terminaban y comenzaba una zona reseca y de escasa vegetación. Y después de acabarse el camino continuó subiendo hasta un lugar cubierto de rocas volcánicas, las mismas que, dispuestas en capas, formaban la cordillera central de la isla. En las partes que estaban a la sombra había un poco de nieve blanda, y se comió varios puñados; había llorado y sudado tanto que ya no le quedaba agua en el cuerpo y tenía la boca y la garganta tan secas como la áspera roca donde estaba sentado.
Se había convencido de que todo debía serle indiferente, y aunque todavía sus mejillas estaban húmedas y el viento frío las azotaba ahora, no sentía ningún dolor. Abajo se veía un atormentado paisaje: en primer lugar una gran extensión de tierra estéril, luego bosques, y más allá diminutos campos, algunos pueblos y por último la costa sur de la isla. A la derecha estaba Funchal, lleno de barcos que parecían manchas blancas, y mucho más allá el océano se unía con el cielo. Lo observó todo con cierto interés. Al oeste, del otro lado del enorme cabo, estaba Cámara de Lobos, un lugar habitado por focas, según decían.
El sol estaba apenas a un palmo del horizonte, y la sombra, casi tan oscura como la noche, cubría totalmente los innumerables barrancos.
—Bajar…, ese será el problema —dijo en voz alta—. Cualquier hombre puede subir, casi indefinidamente, pero bajar, sobre todo bajar con paso firme, es algo diferente por completo.
Tenía que leer la carta, por supuesto, y cuando la luz del día estaba a punto de acabarse, la sacó del bolsillo. Rasgó el sobre (un ruido atroz) y la leyó con gran frialdad, aunque no pudo evitar que al final sintiera una mezcla de ternura y desesperación. Pero eso no servía de nada, la debilidad no servía de nada. Con la misma aparente indiferencia, miró a su alrededor buscando en las rocas un hueco donde poder tumbarse.
Cuando salió la luna, relajó su cuerpo contraído y exhausto y quedó sumido por fin en la oscuridad, en un profundo sueño, y así, totalmente ausente, permaneció varias horas. El sol, en su trayectoria circular, después de haber iluminado Calcuta y luego Bombay, apareció en la otra parte del mundo y le dio de lleno en la cara, obligándole a despertarse. Entonces se sentó, todavía amodorrado, y aunque experimentaba un doloroso sentimiento, no podía identificarlo. Los dispersos recuerdos volvieron a su mente; asintió con la cabeza, enterró el antiguo anillo de hierro que aún tenía en la mano (la carta se la había llevado el viento) y se frotó la cara con un poco de nieve que quedaba.
Llegó al pie de la montaña por la tarde, y cuando iba camino de Funchal se encontró con Jack en la plaza de la catedral.
—Espero no haberte retrasado —dijo.
—No, en absoluto —dijo Jack, cogiéndole por el codo—. Estamos cargando el agua. Ven a beber un vaso de vino.
Se sentaron. Estaban demasiado desalentados y aturdidos para sentirse molestos.
—Tengo que decirte una cosa —dijo Stephen—. Diana se ha ido a América con un tal señor Johnstone, de Virginia. Van a casarse. No estaba comprometida conmigo; simplemente me trató con amabilidad en Calcuta y yo me hice demasiadas ilusiones, perdí la razón. No me siento agraviado. Brindo por ella.
Terminaron la botella, y otra más, pero eso no les hizo ningún efecto, pues cuando regresaban a la fragata en la barcaza estaban tan silenciosos como cuando habían venido.
Cuando acabaron de cargar el agua y las provisiones, la Surprise levó el ancla y salió a alta mar, bordeando la parte este de la isla y adentrándose en una noche de perros. La alegría de la proa contrastaba fuertemente con el silencio de la popa; Bonden había dicho que la fragata «parecía tener hundida la popa». Los hombres sabían que al capitán le pasaba algo; habían navegado con él mucho tiempo y se habían esforzado por aprender a interpretar su expresión, porque en la mar el capitán de un navío de guerra era un monarca absoluto, quien decidía si habría sol o lluvia. Y también les preocupaba el doctor, porque estaba muy pálido. La opinión general era que ambos habían comido alguna comida extraña de la isla y que en uno o dos días, con enormes dosis de ruibarbo, estarían mejor. Además, puesto que no habían oído palabras duras en el alcázar, habían cantado y reído mientras levaban el ancla y se hacían a la mar. Estaban muy animados porque ese era el último tramo del viaje y el viento era favorable para navegar hacia el cabo Lizard. Allí iban a licenciarse y a encontrarse con sus esposas y novias… ¡Por fin tenían Fiddler’s Green[22] a la vista!
En la cabina, a Stephen le invadió una gran pesadumbre. No sentía tristeza sino un profundo cansancio por volver a la rutina diaria, a una vida monótona que no tenía mucho sentido, a una vida gris. Visitó a los enfermos y durante largo tiempo estuvo reunido con McAlister revisando los libros de la enfermería, pues dentro de una semana más o menos, cuando el barco tuviera que rendir cuentas, ellos tendrían que presentar las suyas y justificar, bajo juramento, el gasto de cada dracma y cada escrúpulo[23] de medicinas y calmantes durante los últimos dieciocho meses, y McAlister tenía muy mala memoria. Cuando se quedó solo, comprobó cuánto láudano —su fortaleza embotellada— le quedaba aún para su uso personal; en otro tiempo había tomado mucho, hasta cuatro mil gotas diarias, pero esta vez ni siquiera quitó el corcho de la botella. Ya no necesitaba fortaleza; ahora no sentía nada, de modo que no tenía sentido conseguir una ataraxia artificial. Se durmió sentado en la silla y permaneció dormido mientras los cañones hacían prácticas y durante casi toda la guardia de media. De repente se despertó y vio por debajo de la puerta la luz que llegaba desde la cabina grande. En ella encontró a Jack, todavía levantado, revisando las notas que le entregaría al hidrógrafo del Almirantazgo: innumerables datos sobre las mediciones con sonda, las corrientes de las costas y la posición de fondeaderos, todas ellas observaciones cuidadosas y valiosas. Jack se había convertido en un marino científico.
—Jack —dijo Stephen de improviso—, he estado pensando en Sophie, sobre todo mientras estaba en la montaña, y se me ha ocurrido algo tan simple que no sé cómo no habíamos pensado en ello antes: no es seguro que el mensajero haya llegado. Por una parte, tenía que recorrer muchas, muchas millas por tierra, a través de desiertos y países incivilizados, y por otra parte, es probable que la noticia de la muerte de Canning se haya difundido con rapidez y se le haya adelantado, e indudablemente habrá afectado a los socios de Canning y sus planes. Hay muchos motivos para creer que ella nunca recibió tu mensaje.
—Es muy amable por tu parte decir eso, Stephen —dijo Jack, mirándole afectuosamente—, y tu conclusión es muy razonable, pero sé que el mensaje llegó a las oficinas de la Compañía de Indias hace seis semanas. Brenton me lo dijo. Solían llamarme Jack El Afortunado, ¿te acuerdas? Y era realmente afortunado en otro tiempo, pero ahora no lo soy tanto. Lord Keith me dijo que la suerte se acababa, y la mía ya se terminó. Me hice demasiadas ilusiones, eso es todo. ¿Qué te parece si tocamos algo?
—Me parece estupendo.
Mientras la lluvia caía y el farol se balanceaba a causa de la marejada, ellos tocaron con entusiasmo obras de Corelli y Hummel, y cuando Jack tenía preparado el arco del violín para una pieza de Boccherini, lo bajó, haciendo chirriar las cuerdas, y dijo:
—Eso ha sido un cañonazo.
Se quedaron inmóviles, con la cabeza en alto. Un guardiamarina empapado llamó a la puerta y entró.
—El señor Pullings le presenta sus respetos, señor —dijo—, y dice que le parece haber visto un barco por sotavento.
—Gracias, señor Lee. Subiré a la cubierta enseguida —dijo, cogiendo la capa de agua—. Dios quiera que sea un barco francés. Preferiría encontrarme con un francés que…
Entonces desapareció y Stephen guardó los instrumentos.
En la cubierta, la fría lluvia y el viento del suroeste le cortaron la respiración, pues contrastaban con el aire de la cabina, adonde todavía llegaba el calor del trópico desde la bodega, donde se encontraba almacenado. Se colocó detrás de Pullings, que estaba inclinado sobre el pasamanos mirando por el telescopio.
—¿Dónde está, Tom? —le preguntó.
—Justamente por la aleta, señor, en ese sendero que forma la luz de la luna. Vi el fogonazo y me pareció ver un barco que viraba. ¿Quiere mirar usted, señor?
Pullings podía verlo bastante bien. El barco estaba a tres millas de distancia, con las gavias desplegadas, y había hecho una señal a otro barco que no podía verse, o tal vez a algún convoy, indicando que iba a virar. Sin embargo, Pullings sentía un gran afecto por su capitán y le apenaba verle triste, por eso quería ofrecerle esa pequeña satisfacción.
—¡Dios santo! Tienes razón, Pullings —murmuró—. Es un barco y navega de bolina escorado a estribor. Vamos a virar y a cargar las gavias. Alcanzaremos su estela y veremos hasta dónde nos deja acercarnos. Ahora no hay prisa.
Entonces, levantando la voz, exclamó:
—¡Todos a virar!
El sonido del silbato y los gritos de los ayudantes del contramaestre despertaron a los marineros, que aún dormían abajo, y unos minutos más tarde la Surprise se acercaba con rapidez a la estela del desconocido sólo con las mayores desplegadas, seguramente invisible en aquella oscuridad. Tenía el viento a dos grados por la aleta, ganaba cada vez más velocidad y se aproximaba al desconocido con los cañones preparados y la cubierta principal iluminada por faroles con pantalla. No sonaban las campanadas y las órdenes se daban en voz baja. Jack y Pullings permanecían en el castillo, observando el barco a través de la lluvia; ahora ya no era necesario el telescopio. Por un claro entre las nubes vieron que era una fragata.
Si era la embarcación que él esperaba que fuera, iba a dispararle una fuerte descarga en cuanto pudiera, y antes de que se repusiera de la sorpresa cruzaría su popa y le lanzaría dos, o tal vez tres, y luego se situaría junto a la aleta. Más cerca, más cerca. Oyó su campana. Sonaron las siete campanadas en la guardia de media y aún no se oyó ningún grito. Más cerca… El cielo comenzó a iluminarse por el este.
—Preparados con los chafaldetes —ordenó en voz baja—. Preparen la carga.
Aún más cerca. Su corazón latía con fuerza.
—¡Soltar! —ordenó.
Las gavias se desplegaron y enseguida fueron atadas las empuñadiras. Entonces la Surprise avanzó rápidamente hasta situarse cerca de la aleta del desconocido.
Se oyeron gritos y ruidos confusos.
—¿Qué barco es ese? —gritó—. ¿Qué barco es ese?
Y por encima del hombro dijo:
—Poner en facha el velacho. Marineros a los palanquines.
La Surprise estaba ahora a tiro de pistola, y todos sus cañones le apuntaban. Entonces se oyó la respuesta:
—¡Euryalus! ¿Qué barco es ese?
—¡Surprise! ¡Ponerlo en facha o lo hundiremos! —gritó Jack, aunque ya no era posible disparar.
«Maldito atajo de marineros inexpertos», pensó. Pero creía que podría tratarse de una estratagema y permaneció allí de pie, mientras las dos fragatas orzaban; parecía dos veces más grande de su tamaño natural y estaba resplandeciente.
Sin embargo, era verdaderamente la Euryalus. En el alcázar apareció Miller, un capitán de mucha más antigüedad que él, en camisa de dormir. Le riñó al oficial de guardia y a los serviolas. Dijo que pagarían caro por aquello y que habría muchas espaldas sangrientas por la mañana.
—¡Aubrey! —gritó Miller—. ¿De dónde demonios viene usted?
—De las Indias Orientales, señor. Bueno, ahora vengo de la isla.
—¿Por qué demonios no hizo la señal nocturna como un cristiano? Si ésta es una broma, señor, es de muy mal gusto, no me hace gracia. ¿Dónde está mi capa de agua? ¡Me estoy empapando! ¡Señor Lemmon! ¡Señor Lemmon! Usted y yo tenemos que hablar ahora mismo, señor Lemmon. Aubrey, no debería aparecer como un muñeco de una caja de sorpresa, lo que debería hacer es decirle a la Ethalion que aumente la velocidad. Buenos días.
Desapareció dando un terrible gruñido. Entonces, desde la proa, justo a los pies de Jack, se oyó una voz gritar:
—¡Euryalus!
—¿Qué? —dijo otra voz desde la popa de la Euryalus.
—¡Cabrones!
La Surprise viró, se acercó despacio a la Ethalion, que estaba rezagada —a una enorme y vergonzosa distancia— y después de hacer la señal secreta repitió la orden del capitán Miller.
La Ethalion indicó que había recibido el mensaje, y cuando Jack estaba poniendo rumbo a Finisterre, el inexperto guardiamarina que se encargaba de las señales durante esa guardia, dijo:
—Han aparecido señales otra vez, señor.
Entonces las miró a través del telescopio, pasó una y otra vez las páginas del libro y, con ayuda del oficial, leyó el mensaje lentamente: Capitán Surprise, tengo dos mujeres para usted. Y luego otro: Una joven. Por favor, ven a desayunar.
Jack cogió el timón mientras gritaba:
—Desplieguen velas, muévanse, muévanse, muévanse, deprisa.
La Surprise cruzó la proa de la Ethalion y se detuvo junto a ella por sotavento. Jack la observó con expresión temerosa, dudando si creer o no que el mensaje era cierto. Y en ese momento, desde el alcázar, Heneage Dundas dijo:
—Buenos días, Jack. Aquí está la señorita Williams. ¿Quieres venir?
El bote cayó al mar, llenándose de agua hasta la mitad, debido a la marejada, y atravesó la distancia que les separaba. Jack saltó al costado de la fragata y subió rápidamente. Saludó a los oficiales del alcázar llevándose la mano al sombrero, estrechó a Dundas entre sus brazos y fue conducido a la cabina sin afeitarse, sin lavarse, empapado y radiante de alegría.
Sophie hizo una reverencia, Jack hizo una inclinación de cabeza, y ambos se sonrojaron. Dundas dijo que iba a ocuparse del desayuno y les dejó solos.
Palabras de cariño…, un beso apasionado. Explicaciones interminables, incesantemente interrumpidas y empezadas de nuevo: el capitán Dundas era muy considerado y se había cambiado a ese barco…, había estado de crucero…, se habían visto obligados a perseguir un barco corsario casi hasta las Bahamas y habían estado a punto de atraparlo… ¡Habían disparado varios cañonazos!
—Voy a decirte una cosa, Sophie —dijo Jack—. Llevo un pastor a bordo. He estado maldiciéndole y casi termina como Jonás, pero ahora estoy muy contento de que esté con nosotros, porque podrá casarnos esta mañana.
—No, amor mío —dijo Sophie—. Si es como Dios manda, en nuestra tierra y con el consentimiento de mamá, sí, cuando tú quieras. Ella no se opondrá ahora, y se lo prometí. En cuanto lleguemos a Inglaterra podremos casarnos en la iglesia de Champflower, si realmente lo deseas. Pero si no quieres, recorreré el mundo contigo, cariño mío. ¿Cómo está Stephen?
—¿Stephen? ¡Oh, cariño, qué torpe y egoísta he sido! Ha pasado algo horrible. Stephen creía que ella iba a casarse con él; me parece que era algo sobreentendido. Ella iba de regreso a Inglaterra en un mercante de la Compañía y al llegar a Madeira desembarcó y se fue con un americano, un americano muy rico, según dicen. Eso es lo mejor que le ha podido ocurrir, pero está tan deprimido que daría mi mano derecha con tal de que ella volviera. Cuando le veas se te caerá el alma a los pies. Pero sé que le tratarás con dulzura.
A Sophie se le llenaron los ojos de lágrimas, pero antes de que pudiera responder, entró su sirvienta, saludó a Jack con una inclinación de cabeza y dijo que el desayuno estaba listo. A la sirvienta no le gustaba nada aquella situación, y a juzgar por la mirada terriblemente asustada del despensero, que estaba detrás de ella, tampoco le gustaban los marineros.
El desayuno fue muy largo. Dundas le contó a Jack detalladamente su cambio y la persecución del barco corsario e insistió en que le explicara cómo había sido la batalla contra Linois. Pusieron los platos a un lado y representaron los barcos con pedazos de pan tostado, y Jack los movía con la mano izquierda —mientras cogía la mano de Sophie con la derecha por debajo de la mesa— mostrando cuál había sido la disposición de la línea de batalla en las diferentes fases del combate. Ella escuchaba con gran atención y comprendía perfectamente quién tenía la ventaja. Fue un desayuno largo y exquisito, al cual pusieron fin los furiosos e insistentes cañonazos del capitán Miller.
Subieron a la cubierta y Jack pidió que prepararan una guindola. Mientras esperaban, Stephen y Sophie no pararon de sonreír y saludarse con la mano. Y se preguntaron: «¿Cómo estás, Stephen?». «¿Cómo estás, querida?».
—Heneage, te estoy muy agradecido, profundamente agradecido —dijo Jack—. Ahora sólo me resta llevar a Sophie y el tesoro a nuestro país y el futuro será como el Paraíso.
FIN.