Capítulo 1

—Creo sinceramente, milord, que el dinero de los botines es de vital importancia para la Armada. La posibilidad de conseguir una fortuna en alguna acción brillante es un gran estímulo para sus hombres, les hace trabajar con mayor diligencia y atención. Seguro que los miembros de la Junta estarán de acuerdo conmigo en esto —dijo, paseando la mirada alrededor de la mesa.

Varias figuras de uniforme levantaron la vista. Hubo un murmullo de aprobación, pero no fue general. Algunos civiles mantuvieron una expresión grave e impenetrable y uno o dos marinos permanecieron con los ojos fijos en las hojas de papel secante que tenían delante. Era difícil conocer la opinión del grupo, en caso de que alguna hubiera logrado imponerse, pues aquella no era una reunión de carácter restringido, como la que los lores al mando del Almirantazgo solían celebrar, sino la primera en que participaban diversos representantes de la nueva administración, la primera desde que lord Melville se había marchado, en la que estaban presentes algunos miembros nuevos y de otras juntas y jefes de numerosos departamentos, por eso todos se mostraban muy reservados y cautelosos. Era difícil conocer su opinión, y aunque sabía que no todos estaban de su parte, notaba que no se oponían rotundamente sino que estaban indecisos y confiaba en que la fuerza de su propia convicción le permitiría lograr su objetivo, a pesar de la falta de entusiasmo del First Lord.

—En una larga guerra, uno o dos casos notables como éste son suficientes para que todos en la Armada, durante años, realicen con mayor celo sus duras tareas. En cambio, si eso se les niega, forzosamente… forzosamente se producirá el efecto contrario.

Sir Joseph era un alto cargo de los servicios secretos navales, un hombre competente y de mucha experiencia, pero no era un buen orador, sobre todo si estaba frente a una gran audiencia. No había encontrado la frase perfecta ni las palabras adecuadas y advertía en el ambiente cierta predisposición al rechazo.

—Creo que sir Joseph no tiene mucha razón al decir que los oficiales de nuestra Armada actúan por interés —señaló el almirante Harte, inclinando la cabeza hacia el First Lord en señal de deferencia.

Los otros miembros de las fuerzas navales dirigieron sus ojos hacia él y luego se miraron entre sí, ya que Harte era el más ávido cazador de botines de toda la Armada y siempre estaba dispuesto a apoderarse de cualquier embarcación, desde un gran arenquero holandés a un pequeño pesquero bretón.

—He tomado como referencia otros casos precedentes —dijo el First Lord volviendo su rostro lampiño e inexpresivo hacia Harte primero y hacia sir Joseph después—, por ejemplo, el caso de la Santa Brígida

—La Thetis, milord —le susurró su secretario particular.

—La Thetis, eso es. Y mis consejeros legales opinan que mi decisión es acertada. Debemos respetar las normas del Almirantazgo: si la presa fue capturada antes de la declaración de guerra, el botín debe entregarse a la Corona, le pertenece a ésta por derecho.

—Una cosa es lo que dicen las normas, milord, y otra la equidad. Los marinos no saben nada de normas, pero están más apegados a las costumbres que los miembros de cualquier otra institución y tienen un particular sentido de la equidad. A mi modo de ver, y también al suyo, lo que ocurrió fue que Sus Señorías, al conocer las intenciones de España de entrar en la guerra como aliada de Bonaparte, aprovecharon la ocasión que se les presentó. Las naves españolas traían un gran tesoro desde Río de la Plata, que España necesitaba para luchar en la guerra como una fuerte potencia, y Sus Señorías ordenaron que éstas fueran interceptadas. Era de vital importancia actuar sin perder un minuto, pero la flota del Canal estaba dispuesta de tal forma que… en resumen, lo único que pudimos enviar fue una escuadra compuesta por las fragatas Indefatigable, Medusa, Amphion y Lively con las órdenes de apresar las naves españolas, que eran más potentes, y llevarlas a Plymouth. Gracias a numerosos esfuerzos y, debo decirlo, con la ayuda de un plan bien ideado por el cual no pretendo atribuirme ningún mérito, la escuadra llegó al cabo de Santa María a tiempo, entabló combate con los navíos españoles, hundió uno y apresó los otros después de un arduo combate, no sin sufrir algunas bajas, lamentablemente. Sus miembros cumplieron las órdenes: dejaron al enemigo sin recursos para hacer la guerra y trajeron a nuestro país cinco millones de reales. Si ahora se les dice que ese dinero, esos reales, en contra de lo que es costumbre en la Armada, no se consideran un botín sino que pertenecen por derecho a la Corona, esto tendrá un efecto nefasto en toda la flota.

—Pero debido a que la batalla tuvo lugar antes de la declaración de guerra… —empezó a argumentar un civil.

—¿Y qué me dicen de la Belle Poule en 1778? —preguntó el almirante Parr.

—Los oficiales y marineros de nuestra escuadra no tenían nada que ver con ninguna declaración —replicó sir Joseph—. No debían meterse en los asuntos de estado sino cumplir estrictamente las órdenes de la Junta. A ellos les dispararon primero, y entonces siguieron las instrucciones, cumplieron con su deber, sufriendo no pocos perjuicios y aportando enormes beneficios al país. Y si se les niega la acostumbrada recompensa, si la Junta, bajo cuyas órdenes actuaron, se queda con ese dinero, la influencia de este hecho sobre los oficiales que participaron en la batalla, que creían tener ya cubiertas todas sus necesidades y, sin duda, confiaban en que se respetaría ese acuerdo, será… —se interrumpió y trató de buscar la palabra adecuada.

—Nefasta —dijo un contraalmirante.

—Nefasta. Y esa influencia se extenderá mucho más y llegará a toda la flota, que ya no contará con el excelente ejemplo de lo que puede obtenerse con decisión y empeño. La solución de este asunto es discrecional, milord, ya que los casos precedentes se han resuelto de manera muy distinta y ninguno se ha juzgado en los tribunales. Creo sinceramente que lo mejor sería que la Junta favoreciera a los oficiales y marineros que participaron en esa batalla. No supondría una gran pérdida para el país y, al tomarse como ejemplo, reportaría un beneficio cien veces mayor.

—Cinco millones de reales —dijo el almirante Erskine, muy impresionado, en medio de un clima general de duda—. ¿Era tanto, en realidad?

—¿Quiénes eran los oficiales responsables? —preguntó el First Lord.

—Los capitanes Sutton, Graham, Collins y Aubrey, milord —respondió el secretario—. Aquí están sus expedientes.

Mientras el First Lord hojeaba los documentos se hizo un profundo silencio, quebrado solamente por el chirrido de la pluma del almirante Erskine, que convertía los cinco millones de reales en libras esterlinas y dividía el resultado entre el número de oficiales que, según las normas, debían compartir el botín, obteniendo una cifra que le hizo dar un silbido. Al ver los expedientes, sir Joseph comprendió que todo estaba perdido, pues aunque el nuevo First Lord no sabía nada de la Armada, era un parlamentario con experiencia y un político astuto y encontraría en ellos dos nombres aborrecidos por la actual administración: Sutton y Aubrey. Ambos pondrían en la inestable balanza el gran peso de la política, y los otros dos capitanes no tenían ninguna influencia, ni en el Parlamento ni en la sociedad ni en la Armada, que pudiera contrarrestarlo.

—A Sutton le he visto en el Parlamento —dijo el First Lord y, frunciendo los labios, escribió una nota—. Y en cuanto al capitán Aubrey…, su nombre me resulta familiar.

—Es el hijo del general Aubrey, milord —le susurró el secretario.

—Sí, sí, ese miembro del Parlamento por Great Clanger que lanzó un furioso ataque contra el señor Addington. Mencionó a su hijo en su discurso contra la corrupción, lo recuerdo. A menudo menciona a su hijo.

Cerró los expedientes individuales y, tras echar un vistazo al informe general, continuó:

—¿Quién es el doctor Maturin?

—El caballero de quien hablaba en la nota que le envié a Su Señoría la semana pasada —respondió sir Joseph.

Y enseguida, con un ligero énfasis, que en tiempos de Melville habría tenido el mismo valor que lanzarle un tintero a la cabeza al First Lord, añadió:

—Era una nota en un sobre amarillo.

—¿Es normal que a un médico se le otorgue temporalmente el cargo de capitán de navío? —observó el First Lord haciendo caso omiso del énfasis y del significado de un sobre amarillo.

Todos los miembros de la Armada levantaron la vista de inmediato y se miraron unos a otros.

—Se le otorgó a sir Joseph Banks y al señor Halley, milord, y creo que también a otros hombres de ciencia. No es una medida nueva ni mucho menos, aunque es excepcional.

El First Lord advirtió algo en la mirada fría y cansada de sir Joseph que le hizo darse cuenta de que había cometido un desliz.

—¡Ah! —exclamó—. Entonces esta medida no se ha tomado sólo en este caso.

—No, milord. Y volviendo al capitán Aubrey, si me lo permite, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que las ideas de su padre no coinciden en absoluto con las suyas.

Afirmó esto no con la esperanza de que podría mejorar la situación sino para que la atención se desviara hacia otra cosa y el desliz pasara desapercibido. Y no le disgustó oír que el almirante Harte, deseoso de ganarse el favor de los demás y a la vez de satisfacer su malévolo instinto, preguntaba:

—¿No sería conveniente pedirle a sir Joseph que nos dijera si tiene algún interés personal en este asunto?

—No, señor. Es una sugerencia completamente fuera de lugar, por Dios —dijo el almirante Parr, mientras su rostro bronceado tomaba un color púrpura. Tosió y siguió refunfuñando, cada vez en voz más baja, aunque pudo oírse parte de lo que decía: «horrible presunción…, un nuevo miembro…, un simple contraalmirante…, una mierda».

—Si el almirante Harte insinúa que tengo algún interés por la riqueza personal del capitán Aubrey —dijo sir Joseph, con una mirada glacial—, se equivoca. Ni siquiera conozco a ese caballero. Lo único que me interesa es el bien de la Armada.

A Harte le sorprendió desagradablemente la acogida dispensada a su observación, que a él le parecía tan aguda, y enseguida intentó la retirada, tan agobiado como bajo el peso de los cuernos que le habían puesto tantos hombres, entre ellos el propio capitán Aubrey. Dio innumerables disculpas y repitió que no había querido decir…, no había querido insinuar…, su verdadera intención no era…, no pretendía en lo más mínimo calumniar a tan honorable caballero…

El First Lord, algo molesto, dio una palmada en la mesa y dijo:

—En cualquier caso, no creo que cinco millones de reales sean una pérdida insignificante para el país. Además, como ya he dicho, nuestros consejeros legales aseguran que pertenecen a la Corona por derecho. Aunque, personalmente, me gustaría mucho aceptar la magnífica y convincente propuesta de sir Joseph, me temo que debemos tomar como referencia los casos precedentes. Es una cuestión de principio. Lamento enormemente decir esto, sir Joseph, porque sé que esa misión de tan rotundo éxito se llevó a cabo bajo sus auspicios y, además, porque deseo más que nadie que los miembros de la Armada tengan riqueza y prosperidad. Pero, por desgracia, tenemos las manos atadas. No obstante, debe servirnos de consuelo pensar que quedará una considerable suma para repartir; no ascenderá a millones, desde luego, pero no cabe duda de que será considerable. Y después de pensar en algo tan agradable, caballeros, creo que debemos ocuparnos de…

Comenzaron a ocuparse de cuestiones técnicas relacionadas con la leva, la compra de naves y su dotación. Y puesto que estas cuestiones no eran de su competencia, sir Joseph se acomodó en la silla y se puso a observar a quienes tomaban la palabra para apreciar sus cualidades. En general, eran mediocres. Además, el nuevo First Lord era un tonto, un simple político, y a sir Joseph, que había servido bajo las órdenes de Chatham, Spencer, Saint Vincent y Melville, le parecía mucho peor que ellos. Todos habían cometido errores, especialmente Chatham, pero todos habrían comprendido la situación: la pérdida la sufrían los españoles, a expensas de los españoles la Armada real contaría con el excelente ejemplo de cuatro jóvenes capitanes de navío nadando en un mar de oro, y el dinero, después de todo, se quedaría en el país. En la Armada había muy pocas fortunas, y casi todas estaban en manos de los almirantes, que gracias a las misiones con éxito habían recibido parte del botín de innumerables presas, sin haber participado siquiera en su apresamiento. A los capitanes que capturaban las presas era a quienes debía estimularse. Quizás no había expuesto su argumento con claridad o con la necesaria contundencia, pues no estaba en forma después de pasar la noche en vela leyendo siete informes de Boulogne. En cualquier caso, ningún otro First Lord, tal vez excepto Saint Vincent, habría convertido el asunto en una cuestión política. Y, sin duda, a ningún otro se le habría escapado el nombre de un agente secreto.

Tanto lord Melville (un hombre que realmente entendía los servicios secretos) como sir Joseph apreciaban mucho al doctor Maturin, su consejero sobre los asuntos españoles y, sobre todo, catalanes. Era un agente extraordinario, totalmente desinteresado, valiente, prudente, fiable y muy bien preparado, que nunca había aceptado ni la más mínima recompensa por sus servicios… ¡sus excelentes servicios! Precisamente él les había dado la información que había hecho posible aquel impresionante combate. Sir Joseph y lord Melville habían decidido darle aquel cargo temporal, pues de ese modo le obligaban a aceptar parte de la fortuna que le arrebatarían al enemigo. Y ahora su nombre, por torpeza, había sido mencionado en público, no en una reunión privada de la Junta sino en otra mucho más heterogénea, y se le había preguntado por él al jefe de los servicios secretos de la Armada. Era incalificable haber confiado en la sensatez de los marinos, quienes pensaban que la única forma de vencer a un enemigo tan astuto como Bonaparte era volar sus naves, y sobre todo era incalificable haber confiado en la de los civiles, políticos locuaces cuya noción del peligro equivalía a estar en el acantilado de Dover observando con un telescopio el ejército invasor de Bonaparte, de doscientos mil hombres, acampado al otro lado del Canal. Observó sus rostros uno a uno mientras discutían, cada vez más acaloradamente, sobre cuáles debían ser sus respectivas jurisdicciones cuando se hiciera la leva. Las voces de los almirantes, gritándose unos a otros, podían oírse en Whitehall, y el First Lord parecía incapaz de poner orden en la reunión. Sir Joseph sintió un gran alivio al verles así, pues seguramente se olvidarían del desliz. Pero mientras dibujaba en su carpeta la metamorfosis de una vanesa roja (huevo, oruga, crisálida y estado perfecto) pensaba: «¿Qué voy a decirle cuando nos veamos? ¿Qué puedo decirle?».

* * *

Sobre Whitehall y el Almirantazgo caía una gris llovizna, pero en Sussex el aire era seco y estaba en calma. En Mapes Court, el humo de la chimenea de la pequeña sala de estar se elevaba unos doscientos pies, formando una larga pluma, y luego se alejaba por detrás de la casa, dispersándose como la bruma por las hondonadas y los downs[1]. Los árboles estaban cubiertos de hojas todavía, pero no sería por mucho tiempo. Y del árbol que había junto a la ventana se desprendían de vez en cuando hojas amarillentas, que caían muy lentamente, balanceándose en el aire, y formaban a su alrededor una alfombra dorada. En medio del silencio, un silencio sepulcral, se escuchaba el murmullo de cada hoja al caer.

—En cuanto sople el viento, todos los árboles se quedarán sin hojas —dijo el doctor Maturin—. En cierto modo, el otoño es una especie de primavera, no hay ninguno que termine sin que aparezcan nuevos brotes. Más al sur esto se aprecia mejor. En Cataluña, por ejemplo, adonde tú y Jack iréis en cuanto termine la guerra, las lluvias de otoño hacen crecer la hierba como puntiagudas lanzas. Allí… Por favor, querida, un poco menos de mantequilla, pues he comido ya mucha grasa.

Stephen Maturin había comido con las damas que vivían en Mapes, la señora Williams, Sophie, Cecilia y Frances (tenía restos de sopa de Windsor, bacalao, pastel de pichón y flan en la corbata, la chaqueta color tabaco y los calzones grises, porque era muy descuidado al comer y la servilleta se le había caído antes de que terminara el primer plato, a pesar de los esfuerzos de Sophie para que la conservara), y ahora estaba sentado junto a la chimenea tomando el té, mientras Sophie, a su lado, inclinada hacia las llamas de color rosa y plata, tostaba bollos, procurando no acercarlos ni alejarlos demasiado para que no se quemaran ni se resecaran. En la penumbra, las llamas iluminaron su redondeado antebrazo y su hermosa cara, acentuando la anchura de la frente, la forma perfecta de los labios y la suave tonalidad rosa de la piel. La preocupación por los bollos había cambiado su habitual expresión reservada; tenía la misma costumbre que su hermana pequeña de sacar la punta de la lengua cuando estaba concentrada, y esto, combinado con su gran belleza, aumentaba inexplicablemente su atractivo. Stephen la miró satisfecho, pero de repente le invadió un extraño sentimiento, un sentimiento que no podía definir. Ella era la prometida de su íntimo amigo, el capitán Aubrey, de la Armada real, y también una paciente. Se tenían gran afecto, el más profundo que un hombre y una mujer podían sentir sin que mantuvieran una relación amorosa, quizás más profundo que si hubieran sido amantes.

—Este bollo está muy bueno, Sophie —dijo—, pero tiene que ser el último, y te recomiendo que tú tampoco tomes otro. Estás engordando mucho. Hace apenas seis meses estabas demacrada y tenías un aspecto lamentable, pero me parece que la idea de contraer matrimonio ha tenido un efecto beneficioso sobre ti. Debes de haber engordado media docena de libras, y la piel… Sophie, ¿por qué estás pinchando otro bollo para tostarlo? ¿Para quién es? Te he preguntado para quién es ese bollo.

—Para mí, amigo mío. Jack dijo que debía tener firmeza. Jack admira la firmeza de carácter. Dijo que lord Nelson…

A través del aire casi helado y en calma llegó el sonido de un cuerno de caza desde el lejano Polcary Down.

—¿Habrán matado ya al zorro? —preguntó Stephen—. Si Jack estuviera aquí, sabría decirnos qué ha pasado con el animal.

—Estoy muy contenta de que no esté en ese horrible bosque —dijo Sophie—. Siempre que iba allí sufría una caída. Temía que se rompiera una pierna, como el joven Savile. Por favor, Stephen, ¿me ayudas a correr la cortina?

«Ha madurado mucho», pensó Stephen, y luego dijo en voz alta:

—¿Cómo se llama ese árbol exótico, de tronco delgado, que está en el jardín?

—Le llamamos el árbol de las pagodas. No lo es realmente, pero lo llamamos así. Mi primo Palmer, el viajero, lo plantó; según él, se le parece mucho.

En cuanto terminó de hablar, Sophie se arrepintió de haberlo hecho, o quizá se había arrepentido ya antes de acabar la frase, porque sabía que aquella palabra podría traerle recuerdos a Stephen.

Los malos presentimientos a menudo se confirman. Cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento de la India asociaría con ella la sófora, el árbol de las pagodas, ya que en la India llamaban pagodas a unas monedas de oro pequeñas que se asemejaban a sus hojas y era corriente la expresión «sacudió el árbol de las pagodas» para indicar que un europeo se había convertido allí en un nabab, es decir, en un hombre extraordinariamente rico. Tanto Sophie como Stephen se interesaban por la India porque corría el rumor de que Diana Villiers vivía allí con su amante Richard Canning. Diana, una joven esbelta, de gran hermosura y muy decidida, era prima de Sophie y en otro tiempo había rivalizado con ella por el cariño de Jack Aubrey, pero además era el objeto de la desenfrenada pasión de Stephen. Había formado parte de sus vidas hasta su fuga con Canning, pero ahora era la oveja negra de la familia y su nombre ya no se mencionaba en Mapes; sin embargo, era sorprendente que ellos conocieran tan bien sus movimientos y pensaran tanto en ella.

Por los periódicos se habían enterado de muchas cosas, ya que el señor Canning era casi un personaje público, un hombre que tenía una gran fortuna, barcos de transporte y acciones de la Compañía Británica de las Indias Orientales, influencia política (mediante la corrupción, él y su familia controlaban tres municipios, donde eran elegidos miembros del Parlamento que les representaban, ya que ellos, por ser judíos, no podían ocupar escaños) y una relevante posición social, pues pertenecía al círculo de amigos del príncipe de Gales. Y por los rumores que llegaban del condado vecino, donde vivían sus primos, los Goldsmid, se habían enterado de más cosas. Pero estos datos no eran comparables a la información que poseía Stephen Maturin, pues a pesar de su aparente ingenuidad y su gran devoción por la historia natural, tenía importantes contactos y gran habilidad para utilizarlos. Sabía cómo se llamaba el barco de la Compañía en que la señora Villiers había viajado, cuál era la posición de su camarote, los nombres de sus dos doncellas y algunos datos sobre su familia y su educación (una era francesa y tenía un hermano militar que había sido capturado al comienzo de la guerra y ahora estaba encarcelado en Norman Cross), y cuántas facturas había dejado de pagar y su importe. Además, estaba enterado del furioso vendaval que había azotado a las familias Canning, Goldsmid y Mocatta y que aún causaba estragos, porque la señora Canning (miembro de la familia Goldsmid) no admitía la pluralidad de esposas y había pedido a todos sus familiares que la defendieran enérgicamente. Ante aquel vendaval, Canning había decidido irse a la India con una misión oficial relacionada con las posesiones francesas en la costa de Malabar, un lugar estupendo para conseguir pagodas.

Sophie tenía razón. A la mente de Stephen acudieron todos esos recuerdos cuando oyó el nombre del desafortunado árbol, y luego, mientras permanecía silencioso junto al fuego, acudieron muchos más. Pero no habían hecho un largo recorrido, pues la mayor parte del tiempo se encontraban muy cerca, dispuestos a aparecer cada mañana, cuando se despertaba preguntándose el motivo de su congoja. Y cuando no aparecían, su ausencia estaba marcada por un dolor físico en una zona del diafragma que podía cubrir con la palma de la mano.

En un cajón secreto de su escritorio, tan lleno que era difícil abrirlo y cerrarlo, había dos informes con los nombres de Villiers, Diana, viuda de Charles Villiers, muerto en Bombay y Canning, Richard, de Park Street y Coluber House, Bristol, que tenían tan amplia documentación como si pertenecieran a dos supuestos informadores de los servicios secretos de Bonaparte. Parte de los documentos los había conseguido gracias a una desinteresada colaboración, pero muchos los había obtenido por el medio más habitual y le habían costado un dineral. Stephen no había escatimado en gastos para hacerse más infeliz, para dejar aún más clara su posición de amante rechazado.

«¿Por qué me provoco estas heridas?», se preguntó. «¿Con qué motivo? Indudablemente, en toda guerra obtener información supone una ventaja, y este asunto lo considero una guerra particular. ¿Será que trato de convencerme a mí mismo de que todavía puedo luchar aunque me hayan derrotado en el campo de batalla? Tiene bastante lógica, pero es falso… es demasiado sencillo».

Pensó todo esto en catalán, pues al ser políglota podía estructurar su pensamiento en la lengua que más se adecuara a su contenido. Su madre era catalana y su padre un oficial irlandés, por lo que pensar en catalán, inglés, francés y castellano era tan natural para él como respirar, y no tenía preferencia por ninguna lengua, sino que las elegía según la naturaleza de sus ideas.

«¡Cuánto me gustaría haberme quedado callada!», pensó Sophie, mirando ansiosamente a Stephen, que seguía sentado junto a la chimenea, con los ojos fijos en la cavidad iluminada de rojo que había bajo el tronco. «¡Pobrecillo! ¡Está tan necesitado de cariño, tan necesitado de alguien que le cuide! Realmente no está hecho para vagar por el mundo solo, eso es algo demasiado duro para las personas sensibles. ¿Cómo pudo ella ser tan cruel? Lo que ha hecho es como pegarle a un niño… a un niño. Los conocimientos les sirven de muy poco a los hombres… Él sabe muy poco de esto; lo que tenía que hacer era haberle dicho el verano pasado “Por favor, cásate conmigo” y ella habría exclamado “¡Oh, sí, encantada!”. Se lo dije. Aunque no le habría hecho feliz, la muy…» La palabra «zorra» pugnó en vano por salir de sus labios. «Ya no me gusta el árbol de las pagodas. ¡Nos sentíamos tan bien juntos! Pero ahora parece que el fuego se hubiera acabado… se acabará si no pongo otro tronco. Y hay mucha oscuridad». Extendió la mano para tocar la campanilla y pedir velas, pero, tras vacilar unos instantes, volvió a ponerla sobre su regazo. «Es horrible que las personas sufran tanto. Soy muy afortunada, y eso a veces me aterroriza. Queridísimo Jack…». En su mente apareció una clara imagen de Jack Aubrey, alto y erguido, alegre, lleno de vida, cariñoso. Podía ver su rubio pelo cayendo sobre la charretera de capitán de navío y su bronceado rostro con una amplia sonrisa y una horrible cicatriz desde la mandíbula hasta el comienzo del cuero cabelludo. Veía todos los detalles de su uniforme, la medalla que había recibido por la batalla del Nilo y el sable que le había regalado la Asociación Patriótica por haber hundido el Bellone, y también sus ojos azules, que cuando se reía quedaban casi ocultos por completo, como dos puntos brillantes, y parecían más azules sobre su cara enrojecida por la risa. Ninguna otra persona le había hecho pasar a Sophie momentos más divertidos, ninguna otra persona se reía así.

Aquella imagen se desvaneció cuando la puerta que daba al pasillo se abrió y la luz entró a raudales. En el umbral apareció la rechoncha figura de la señora Williams y se escuchó su potente voz:

—¿Qué significa esto? ¿Por qué están solos en la oscuridad?

Su mirada pasó rápidamente de un rostro al otro, tratando de confirmar lo que sospechaba desde que ellos se habían quedado en silencio, un silencio que había advertido porque les estaba escuchando desde la biblioteca, a través de un compartimento que, cuando estaba abierto, permitía oír lo que se decía en la salita. Pero por la expresión tan sorprendida de sus rostros, la señora Williams comprendió que se había equivocado.

—Una dama y un caballero solos en la oscuridad —dijo, riéndose—. Eso nunca se hubiera visto en mis tiempos. Los caballeros de la familia le habrían pedido una explicación al doctor Maturin. ¿Dónde está Cecilia? Debería haberse quedado aquí acompañándoles. Esta oscuridad… Seguro que te preocupaba gastar velas, Sophie. Buena chica.

Entonces se volvió hacia Stephen con una expresión cortés, pues aunque éste no podía compararse con su amigo, el capitán Aubrey, tenía un castillo en España (¡un castillo en España!) con el baño de mármol y podría ser un buen partido para Cecilia. (Si Cecilia hubiera estado sentada en la oscuridad con el doctor Maturin, ella no habría irrumpido en la salita).

—No se imagina usted cómo han subido las velas. Seguramente Cecilia habría pensado lo mismo. He enseñado a todas mis hijas a economizar, doctor Maturin; en esta casa no hay despilfarro. No obstante, si hubiera sido Cecilia quien hubiera estado aquí con un pretendiente, eso sería otra cosa y, por supuesto, habría sido mejor gastar la vela. No, no puede usted imaginarse cómo ha subido el precio de la cera desde que empezó la guerra. A veces he estado tentada de volver a utilizar sebo, pero a pesar de que somos pobres no me resigno a usarlo, sobre todo en las salas de la casa que no son privadas. Pero tengo dos velas encendidas en la biblioteca y puedo darles una, así no será necesario que John encienda los candelabros de pared. Tenía que usar dos velas, doctor Maturin, porque he estado reunida con mi agente de negocios todo este tiempo… casi todo este tiempo. Las escrituras, los contratos y las negociaciones de las condiciones económicas del matrimonio llevan mucho tiempo y son complicadas, y además, soy una ignorante en esas cuestiones. (A pesar de ser una ignorante, sus propiedades se extendían fuera de los límites del municipio, hasta Starveacre. Y los niños de todos sus arrendatarios, cuando oían decir: «Que viene la señora Williams a buscarte», enmudecían horrorizados). El señor Wilbraham ha hecho una serie de importantes observaciones sobre nuestra situación y lo que él llama dilatoria, aunque creo que no tenemos culpa de eso, lo que ocurre es que el capitán Aubrey se encuentra muy lejos.

Salió apresuradamente de la habitación para buscar la vela, mientras mantenía los labios fruncidos. Esas negociaciones se estaban alargando, pero no debido a la susceptibilidad del señor Wilbraham sino a la férrea determinación de la señora Williams de no entregar la virginidad de su hija ni sus diez mil libras de dote hasta que las «adecuadas especificaciones», las llamadas capitulaciones matrimoniales, estuvieran firmadas y selladas, y sobre todo hasta que el dinero se hubiera recibido.

Era esa, precisamente, la causa de tanto retraso, pues a pesar de que Jack había aceptado todas las condiciones, por leoninas que fueran, y con generosidad, como si fuera un desheredado de la fortuna, había renunciado a su salario, sus botines y sus propiedades futuras, en beneficio de su viuda y los hijos que nacieran de aquella unión, a pesar de todo, el dinero que debía entregar no se había recibido. La señora Williams no daría un paso hasta que no lo tuviera en sus manos, no en forma de promesas sino de monedas de oro o de cobre acuñadas por el Banco de Inglaterra.

—Aquí está —dijo al volver, y observó que Sophie había echado otro tronco al fuego—. Una será suficiente, ¿verdad?, a menos que quieran leer. Pero seguro que todavía tendrán mucho de qué hablar.

—Quisiera preguntarte algo —dijo Sophie cuando volvieron a quedarse solos—. Desde que llegaste, he tratado de llevarte aparte… Es horrible ser tan ignorante, y por nada del mundo permitiría que el capitán Aubrey lo supiera. Tampoco puedo preguntárselo a mi madre. Pero contigo las cosas son muy diferentes.

—Uno puede decirle todo a su médico —dijo Stephen, y su mirada tierna y afectuosa dio paso a otra más grave, la de un profesional.

—¿A su médico? —preguntó Sophie—. ¡Ah, sí! Desde luego, claro que sí. Pero lo que deseaba preguntarte, querido Stephen, tiene relación con la guerra. Esta guerra ha durado una eternidad, sólo ha cesado durante un corto intervalo. Ha durado una eternidad, años y años… ¡Cuánto me gustaría que terminara!… Existe desde que alcanzo a recordar y, sin embargo, creo que no le he prestado la atención que debía. Naturalmente, sé que los franceses son malos, pero hay muchos más que alternativamente entran y se retiran de ella: los austriacos, los españoles, los rusos… Dime, ¿son buenos los rusos ahora? Sería espantoso, una traición, sin duda, que rezara por los enemigos. Además, hay todos esos italianos… y el pobre Papa. Y Jack mencionó también a Pappenburg; justo el día antes de marcharse, dijo que había izado la bandera de Pappenburg como estratagema de guerra, así que Pappenburg debe de ser un país. Fui una despreciable farsante, pues con una mirada expresiva y asintiendo con la cabeza exclamé: «¡Ah, Pappenburg!». Tengo mucho miedo de que crea que soy una ignorante; lo soy, desde luego, pero no soportaría que él lo supiera. Estoy segura de que hay montones de jóvenes que saben dónde está Pappenburg, y Batavia, y la República de Liguria, pero nosotras nunca estudiamos esos lugares con la señorita Blake. Ni tampoco el Reino de las Dos Sicilias…, por cierto que sólo he podido encontrar una en el mapa. Por favor, Stephen, háblame de la situación actual del mundo.

—¡Ah, quieres conocer la situación actual del mundo, amiga mía! —exclamó Stephen, sonriendo, ya sin aquella mirada de profesional—. Bueno, por el momento es bastante clara. De nuestro lado están Austria, Rusia, Suecia y Nápoles, que forma parte de las Dos Sicilias, y del suyo están una serie de pequeños estados, Bavaria, Holanda y España. Pero estas alianzas no tienen demasiadas consecuencias para ninguno de los dos bandos: los rusos estuvieron primero con nosotros, luego en contra de nosotros, hasta que el zar fue estrangulado, y ahora nuevamente con nosotros, y creo que cambiarán otra vez cuando se les antoje. Los austriacos se retiraron de la guerra en 1797 y otra vez en 1801, después de lo ocurrido en Hohenlinden, y puede volver a pasar lo mismo en cualquier momento. Holanda y España son los países que realmente nos importan, porque tienen armadas, y quienquiera que gane esta guerra ha de ganarla en el mar. Bonaparte tiene aproximadamente cuarenta y cinco navíos de línea y nosotros más de ochenta, lo cual es bastante alentador; pero los nuestros están dispersos por todo el mundo y los suyos no. Por su parte, los españoles tienen veintisiete, y los holandeses otros tantos. Es fundamental evitar que se unan, porque si Bonaparte logra reunir una fuerza superior a la nuestra en el Canal, aunque sea por breve tiempo, el ejército invasor podría cruzarlo, que Dios no lo quiera. Por eso Jack y lord Nelson recorren la zona cercana a Tolón, tratando de evitar que monsieur de Villeneuve, con once navíos de línea y siete fragatas, se una a los españoles en Cartagena, Cádiz o El Ferrol. Me reuniré con Jack allí en cuanto solucione un par de asuntos de negocios en Londres y compre gran cantidad de rubia, así que si quieres enviarle algún mensaje, éste es el momento de dármelo, Sophie, porque me voy volando.

Se levantó y las migas se esparcieron por el suelo. El reloj de pie dio la hora.

—¡Oh, Stephen! ¿Tienes que irte? —inquirió Sophie—. Te pasaré un poco el cepillo. ¿Por qué no te quedas a cenar? Por favor, quédate, te prepararé tostadas con queso.

Desde que había sufrido aquel desengaño era muy descuidado con su ropa interior, había perdido la costumbre de cepillar los trajes y las botas y no tenía muy limpias ni la cara ni las manos.

—No, querida, pero eres muy amable —respondió Stephen, y mientras ella le cepillaba permaneció inmóvil, como un caballo manso, con el cuello doblado y la cabeza pegada a la corbata—. Si me doy prisa, puedo llegar a tiempo a la reunión de la Sociedad entomológica. Ya, ya, querida, ya está bien. ¡Jesús, María y José! ¡Que no voy a ir a la Corte…! Los entomólogos no presumen de elegantes. Y ahora dame un beso, como una niña buena, y dime qué quieres que le diga a Jack…, qué mensaje quieres enviarle.

—¡Cuánto me gustaría ir contigo! ¡Oh, cuánto me gustaría…! Supongo que no vale de nada pedirle que sea prudente, que no corra riesgos.

—Se lo diré, si quieres. Pero créeme, cariño, en el mar Jack no es un hombre imprudente. Nunca corre ningún riesgo sin haberlo considerado cuidadosamente, quiere mucho a su barco y a sus hombres, mucho, para exponerlos a un peligro sin haber reflexionado antes. No es uno de esos saqueadores temerarios y agresivos.

—¿No cometería nunca una imprudencia?

—Nunca en la vida. Esa es la verdad, la pura verdad, créeme —insistió, al ver que Sophie no estaba completamente convencida de que en el mar Jack fuera una persona distinta que en tierra.

—Está bien —dijo, e hizo una pausa—. ¡Este tiempo me parece tan largo! ¡Todo parece tardar tanto!

—¡Tonterías! —dijo Stephen en tono animado—. Las sesiones del Parlamento terminarán dentro de pocas semanas, así que el capitán Hammond volverá a su barco y Jack será arrojado de nuevo a la playa. Podrás verle tan a menudo como deseas. Ahora, dime, ¿qué quieres que le diga?

—Dile que siento un gran amor por él, te lo ruego. Y, por favor, por favor, cuidate mucho tú también.

* * *

El doctor Maturin llegó a la reunión de la Sociedad entomológica cuando el reverendo Lamb comenzaba a leer su trabajo titulado Algunos insectos no descritos encontrados en la costa de Pringlejuxta-Mare en 1799. Se sentó al fondo de la sala y estuvo escuchando atentamente durante unos minutos. Pero el reverendo se salió del tema (como todos esperaban) y ahora trataba de despertar el interés de la audiencia por la emigración de las golondrinas, pues había encontrado un nuevo dato que apoyaba su teoría. Según él, no sólo volaban en círculos cada vez menores, formaban grupos compactos y se sumergían en las profundidades de tranquilas lagunas sino que se refugiaban en los pozos de las minas de estaño… «¡Sí, caballeros, de las minas de estaño de Corwall!». Stephen dejó de prestarle atención y paseó su mirada por los inquietos entomólogos. Conocía a algunos: el extraordinario Musgrave, que le había regalado una excelente Carena quindecimpunctata, el señor Tolson, famoso por su estudio del ciervo volante, Eusebius Piscator, un gran científico sueco. Y aquel otro de espalda ancha y coleta empolvada le resultaba familiar. Pensó que era curioso cómo los ojos pueden apreciar y retener innumerables medidas y proporciones, permitiéndonos reconocer una espalda casi lo mismo que una cara. Y también una forma de andar, una postura, un modo de erguir la cabeza… ¡Cuántas referencias en cada movimiento! Aquel hombre tenía la espalda curvada en una extraña posición y la mano izquierda apoyada de tal forma en la mandíbula que parecía que intentaba ocultar su rostro, y precisamente esa extraña posición había llamado su atención. Sin embargo, Stephen no recordaba haber visto nunca a sir Joseph adoptar semejante postura en ninguna de sus reuniones.

—… por tanto, caballeros, creo que puedo afirmar que la emigración de las golondrinas para invernar, lo mismo que la de todos los demás hirundos, es un hecho probado —dijo el señor Lamb con una mirada desafiante.

—Sin duda, todos le estamos muy agradecidos al señor Lamb —dijo el presidente, en un clima de gran descontento, mientras los presentes se movían nerviosos en sus asientos y murmuraban—. Y aunque me temo que disponemos de poco tiempo y tal vez no podrán leerse todos los trabajos, permítanme pedirle a sir Joseph Blain que nos hable del auténtico ginandromorfo que ha añadido recientemente a su colección.

Sir Joseph se incorporó a medias en su asiento y rogó que le disculparan, pues había olvidado traer sus notas. Dijo que no quería abusar de la paciencia del público hablando sin ellas y que, además, no se sentía muy bien y deseaba retirarse. Luego añadió que sólo tenía una ligera indisposición, tratando de tranquilizar a sus compañeros. Pero a sus compañeros les daba igual que tuviera lepra, y tres de ellos ya se habían puesto de pie, ansiosos por quedar inmortalizados en las actas de la Sociedad.

«¿Qué significa esto?», se preguntó Stephen cuando sir Joseph pasó por su lado y le saludó secamente con una inclinación de cabeza. Luego, mientras escuchaba un estudio sobre coleópteros brillantes llegados recientemente de Surinam (un estudio interesantísimo que más tarde leería con suma atención), le asaltó un mal presentimiento y se sintió angustiado.

Salió de la reunión sintiéndose todavía angustiado, y apenas había caminado cien yardas cuando un mensajero se le acercó discretamente y le dio una tarjeta con un monograma y una invitación de sir Joseph para que se reuniera con él, pero no en su vivienda oficial sino en una casita detrás de Shepherd Market.

—Ha sido usted muy amable al venir —dijo sir Joseph, indicándole a Stephen un asiento junto a la chimenea de la sala de estar que, sin duda, era también biblioteca y estudio.

La casa era confortable e incluso lujosa y el estilo de la decoración era de cincuenta años atrás. En sus paredes se alternaban cuadros con ejemplares de mariposas y cuadros pornográficos, prueba inequívoca de que era una vivienda privada.

—Ha sido usted muy amable… —repitió, visiblemente nervioso y preocupado—. Muy amable…

Stephen permaneció en silencio y sir Joseph continuó:

—Le rogué que viniera aquí porque éste es, digamos, mi refugio, y creo que debo darle en privado la explicación que merece. No esperaba encontrarme con usted esta tarde, y me sentí muy turbado al verle porque tengo muy malas noticias que darle, tan malas que hubiera preferido que otro se las diera, pero debo hacerlo yo. Me había preparado para comunicárselas en nuestro encuentro de mañana, y seguramente lo habría hecho sin mucha dificultad, pero al verle allí de improviso, en aquel ambiente…

Cesó de atizar el fuego, dejó a un lado el atizador y prosiguió:

—Se ha cometido una terrible indiscreción en el Almirantazgo: su nombre fue mencionado y repetido con insistencia en una reunión general y se le relacionó con el combate naval frente a Cádiz.

Stephen asintió con la cabeza, pero siguió guardando silencio. Entonces sir Joseph, mirándole de soslayo, dijo:

—Naturalmente, traté de que la indiscreción quedara olvidada enseguida y luego di a entender que estaba usted a bordo por casualidad, porque iba a algún lugar de Oriente con una misión científica o semidiplomática. Les expliqué que era necesario otorgarle un cargo por la posición que ocupaba y por si debía tomar parte en negociaciones, y cité casos precedentes como los de Banks y Halley. Les aseguré que esto tuvo relación con aquel incidente por pura coincidencia, porque se trataba de ahorrar tiempo. Les dije que esta historia era absolutamente cierta, que sólo la conocían algunos iniciados, porque era un secreto más importante que la propia intercepción de las naves, y no debía divulgarse bajo ningún concepto. Creo que convenció a todos los marinos y civiles que estaban presentes. Pero a pesar de mis esfuerzos, ya está usted marcado de alguna manera, por lo que es preciso reconsiderar nuestro plan.

—¿Quiénes eran los caballeros que estaban presentes? —inquirió Stephen, y sir Joseph le pasó una lista—. Un grupo numeroso… Es una ligereza, una grave irresponsabilidad —hablaba pausadamente— jugar de ese modo con las vidas de los hombres y con toda la estructura de los servicios secretos.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo sir Joseph—. Es monstruoso. Y lo que más me duele es que, en parte, yo mismo he tenido la culpa, pues le había escrito al First Lord sobre el asunto, confiando en su absoluta discreción. Pero es que estaba acostumbrado a tener jefes en quienes tenía una confianza total, y entre ellos ninguno más discreto que lord Melville. Un gobierno parlamentario no puede tener buenos servicios secretos: siempre hay hombres nuevos, más políticos que profesionales, con quienes compartir la información. Son las dictaduras las que tienen los mejores servicios secretos; Bonaparte está mucho mejor informado que Su Majestad. Pero no debo omitir la otra noticia desagradable. Aunque será del dominio público dentro de unos días, considero mi deber decirle que, a juicio de la Junta, el tesoro español pertenece por derecho a la Corona, o sea, no será distribuido como botín. Hice todo lo posible porque cambiaran de parecer, pero me temo que su decisión es irrevocable. Le he dicho esto con la esperanza de evitar que usted, pensando que las cosas iban a ser diferentes, adquiriera compromisos; además, advertirle de ello con algunos días de antelación es mejor que con ninguno. Lamento mucho haber tenido que darle esta noticia, pues sé que este…, este asunto afecta también a otros intereses suyos. Aunque sin mucha convicción, espero que mi advertencia tenga alguna…, usted ya me entiende. Le aseguro que siento tanta pena y tanta decepción que no encuentro palabras con que expresar, aunque sólo sea mínimamente, su intensidad.

—Es usted muy amable —dijo Stephen—, y le agradezco mucho esta prueba de confianza. No puedo decir que la pérdida de una fortuna sea algo que deje indiferente a ningún hombre, y aunque estoy seguro de que con el tiempo experimentaré otros sentimientos, de momento sólo me he llevado un disgusto. Pero esos otros intereses a los que usted cortésmente se ha referido son un asunto diferente, y si me permite se lo explicaré. Tenía grandes deseos de favorecer a mi amigo Aubrey. Su agente de negocios se fugó con todo el dinero de sus botines y el tribunal de apelación no permitió la confiscación de dos barcos neutrales, por lo que contrajo una deuda de 11.000 libras. Esto ocurrió cuando iba a dar promesa de matrimonio a una encantadora joven. Se quieren mucho, pero debido a que la madre de ella, una viuda con numerosas propiedades que están bajo su control personal, es una mujer sumamente estúpida, tacaña, intolerante, codiciosa y obstinada, una repugnante y despreciable avara, una arpía, no hay esperanza de matrimonio hasta que él tenga una buena posición económica y pueda entregarle a ella el dinero estipulado en las capitulaciones. Esa situación era la que me vanagloriaba de haber cambiado, aunque, realmente, eran usted, las circunstancias y el destino los que lo habían logrado. Y también la creían cambiada todos los afectados por ella. ¿Qué voy a decirle a Aubrey cuando me reúna con él en Menorca? ¿Le corresponde algo por haber tomado parte en esa acción de guerra?

—¡Oh, sí, por supuesto! Se repartirá cierta cantidad ex gratia que le permitirá saldar la deuda que usted ha mencionado, o casi, pero no será una fortuna, ni muchísimo menos. A propósito, amigo mío, ha mencionado usted Menorca. ¿Significa esto que piensa continuar con nuestro plan original a pesar de este desagradable contratiempo?

—Sí —dijo Stephen y sus ojos recorrieron de nuevo la lista—. Podemos sacar mucho provecho de nuestros recientes contactos y perder mucho si no… Creo que en este caso es fundamental el tiempo; estoy casi seguro de que tomaré la delantera a habladurías y rumores, porque zarparé mañana por la noche, y además, una noticia filtrada no se propaga con la misma rapidez con que se desplaza un viajero. Por otra parte, creo que ha sabido usted controlar a los más indiscretos. Éste es el único —señalaba un nombre en la lista— que me preocupa. Es un homosexual, como usted sabe. No tengo nada en contra de los homosexuales, cada hombre puede tener su propio concepto de la belleza y mientras más amor haya en el mundo, mejor, pero todos sabemos que los homosexuales tienen que soportar presiones que otros hombres no sufren. Si se vigilara discretamente a ese caballero cuando se reúne con monsieur de la Tapetterie y, sobre todo, si se aislara a monsieur de la Tapetterie durante una semana, no dudaría en llevar a cabo nuestro plan original. Incluso sin esas precauciones, dudo que lo pospondría, porque, después de todo, sólo estaría basándome en simples conjeturas. Además, no serviría de nada enviar a Osborne o Schikaneder, pues Gómez sólo se fiaría de mí, y sin ese contacto el nuevo sistema se vendría abajo.

—Eso es cierto. Y, naturalmente, comprende usted la situación del lugar mucho mejor que nosotros. Pero no desearía que corriera usted este enorme riesgo.

—Es un pequeño riesgo, suponiendo que exista en realidad, y llegaría a ser insignificante si soplan vientos favorables y usted evita la propagación de la noticia que presumiblemente se ha filtrado. De todos modos, no tiene ninguna importancia en este viaje, en el que son más numerosos los riesgos normales de la profesión. Por otra parte, si los rumores tienen su efecto habitual, no seré útil durante cierto tiempo, no lo seré hasta que usted me haya rehabilitado asignándome esa misión científica o semidiplomática en Tartaria… ¡Ja, ja! Y al regresar de ella publicaré unos estudios sobre los criptogramas de Kamchatka de tal profundidad que nadie volverá a sospechar que soy un agente secreto.