Capítulo 4
—¿Tomará el caballero enfermo un poco de posset[2] antes de irse? —preguntó la patrona del Crown—. Está muy pálido y, además, hace un día terriblemente frío y húmedo… Porstmouth no es Gibraltar.
Iba a decir que el ropaje que había preparado la camarera era más apropiado para un coche fúnebre que para una silla, pero pensó que tal vez eso haría parecer inadecuada la mejor silla de posta del Crown, ahora frente a la puerta.
—Por supuesto, señora Moss. Es una excelente idea. Se lo subiré yo mismo. Puso un calentador de cama dentro de la silla, ¿verdad?
—Dos, señor; han estado calentándose hasta hace menos de media hora. Pero aunque pusiera doscientos, él no debería viajar con el estómago vacío. ¿No podría convencerle de que se quedara a comer, señor? Hay pastel de ganso, y no hay nada que fortalezca más que el pastel de ganso, como todo el mundo sabe.
—Lo intentaré, señora Moss, pero es terco como una mula.
—Todos los enfermos lo son, señor —dijo la señora Moss, moviendo de un lado a otro la cabeza—. Todos son iguales. El señor Moss, cuando yo le cuidaba en su lecho de muerte, también era irritable y rebelde. No quería pastel de ganso, ni mandrágora, ni posset, nada de eso.
—Stephen —dijo, con fingida alegría—, bébete esto, por favor, y enseguida partiremos. ¿Te están calentando el abrigo?
—No me lo tomaré —dijo Stephen—. Es otro vaso de ese condenado posset. ¡Por el amor de Dios, no soy un niño pequeño al que hay que atormentar, martirizar, aniquilar con caudle![3]
—Sólo un poquito —insistió Jack—. Te dará fuerzas para el viaje. A la señora Moss no le parece muy conveniente que viajes, y creo que tiene razón. De todas formas, te he comprado una botella de Vigorizante instantáneo del doctor Mead, que contiene hierro. Le añadiré una gota al posset.
—La señora Moss… la señora Moss… el doctor Mead… hierro… ¡Válgame Dios! —exclamó Stephen—. Actualmente existe una fuerte tendencia a…
—El abrigo, señor —dijo Killick—. Calentito como una tostada. Póngaselo antes de que se enfríe.
Le abotonaron el abrigo y se lo colocaron bien; le bajaron por la escalera sosteniéndole por los codos, de manera que los pies sólo rozaban los escalones, y le llevaron hasta la silla, junto a la cual esperaba Bonden. Al introducirle en ella, en cuyo interior hacía un calor asfixiante, él comenzó a protestar a gritos —le estaban ahogando con aquellas malditas alfombras y pieles de cordero, parecía que querían enterrarle vivo, le habían puesto bajo los pies paja suficiente para alimentar a los caballos de un regimiento—, mientras ellos, por encima de su cabeza, se cruzaban expresivas miradas.
En tanto que Killick y Bonden metían los últimos manojos de paja, Jack se dispuso a entrar por la otra puerta, y entonces sintió que le tocaban en el hombro. Al volverse, vio a un hombre malencarado con una placa en forma de corona en la mano; luego echó un vistazo a su alrededor y vio a otros dos junto a los caballos y a un grupo de refuerzo compuesto por alguaciles armados de palos.
—¿Es usted el capitán Aubrey? —preguntó el hombre—. En nombre de la ley le pido que me acompañe. Debe responder ante la justicia por un asunto pendiente con Parkin y Clapp. No cause problemas, señor. Nos iremos tranquilamente, sin escándalo. Si lo prefiere, iré detrás de usted y Joe le precederá.
—Muy bien —dijo Jack, y se inclinó hacia la ventanilla—. Stephen, me han apresado. Estoy bajo arresto por ese asunto con Parkin y Clapp. Por favor, habla con Fanshaw. Te escribiré a Grapes y tal vez me reúna allí contigo. Killick, saca mi equipaje. Bonden, ve con el doctor y cuida de él.
—¿Adonde le llevan?
—A casa de Bolter[4], en Vulture Lane —dijo el policía—, donde tendrá todos los lujos y comodidades y un trato respetuoso.
—En marcha —dijo Jack.
* * *
—¡Maturin, Maturin, mi querido Maturin! —exclamó sir Joseph—. ¡Estoy tan sorprendido, tan apenado, tan conmovido!
—Bueno —dijo Stephen en tono malhumorado—, mi apariencia impresiona bastante, sin duda, pero estas marcas son superficiales, no tengo ninguna lesión seria. Me pondré bien. Pero me vi obligado a pedirle que me visitara aquí porque no puedo subir las escaleras. Ha sido usted muy amable al venir y desearía poderle recibir mejor.
—¡Oh, no! —exclamó sir Joseph—. Me gusta mucho su posada…, parece de otra época…, es muy pintoresca…, digna de un cuadro de Rembrandt. Y tiene usted un fuego espléndido. Seguro que aquí consiguen que se sienta usted bien.
—¡Oh, sí! Aquí conocen mis gustos. Todo sería perfecto si la patrona de la casa no hiciera el papel de médico sólo porque me paso varias horas al día en la cama. Le digo: «No, señora, no me tomaré las gotas de Godfrey Cordial ni las de Ward. Yo no le digo a usted cómo tiene que preparar este salpicón, porque usted es una cocinera, así que, por favor, no me diga usted a mí qué tratamiento debo seguir, pues, como sabe, soy médico». Y ella me contesta: «No, señor, porque a Sara, que quedó en las mismas condiciones que usted cuando se cayó hace seis meses, mientras azuzaba osos, las gotas de Godfrey le sentaron muy bien. Así que, por favor, señor, tómese esta cucharada». Y Jack Aubrey era exactamente igual. Le dije: «Yo no pretendo enseñarte cómo gobernar tu corbeta o tu bergantín, o como le llames a esa condenada embarcación, por tanto, tú no debes pretender…». Pero es lo mismo. Me dan panaceas que venden los curanderos en las ferias y remedios de viejas… ¡Bah! Si la rabia pudiera unir mis tendones, ya estaría fuerte como un salsifí.
Sir Joseph iba a recomendarle las aguas de Bath, pero no lo hizo.
—Espero que su amigo esté bien —dijo—. Le estoy infinitamente agradecido. Su acción fue heroica, y mientras más pienso en ella, más admirable me parece él.
—Sí. Lo fue. Creo que estas acciones se llevan a cabo con éxito sólo de dos maneras, con previsión, enormes esfuerzos y muchos preparativos o con extrema rapidez. Y para esto último es necesario tener una cualidad muy especial, una virtud que no sé cómo denominar; los moros le llaman baraka. Él posee esa virtud; y la conducta que en otro hombre se calificaría de delictiva y temeraria, en él es normal. Y sin embargo, se ha quedado bajo la custodia de un alguacil en Portsmouth.
Asombro. Disgusto.
—Sí —continuó—. Parece que su virtud nada más es apreciable en la mar o afecta solamente a su comportamiento como marino. Le han arrestado por deudas a solicitud de un grupo de abogados. Según Fanshaw, su agente, la cuantía de la deuda es de setecientas libras. Aunque el capitán Aubrey sabía que el tesoro español capturado no iba a considerarse un botín, ignoraba que la noticia se hubiera extendido por Inglaterra; a decir verdad, yo también lo ignoraba, porque no ha habido ningún anuncio oficial. Pero no quiero importunarle con problemas privados.
—Mi querido Maturin, le ruego que me hable siempre como a un amigo íntimo, un amigo que le aprecia mucho, al margen de las cuestiones oficiales.
—Es muy amable, sir Joseph, muy amable. Entonces le confesaré una cosa: temo que sus otros acreedores se enteren de que está de nuevo en una situación difícil y consigan que se abran procesos contra él, procesos de los que no podrá salir bien. Mis recursos no me permiten sacarle de esa situación, y aunque con la paga ex gratia que usted mencionó podría saldar la mayor parte de su deuda, aún le quedará por pagar una suma considerable. Y un hombre puede pudrirse en la cárcel tanto si debe unos cientos de libras como si debe diez mil.
—¿No le han pagado todavía?
—No, señor. Y además, Fanshaw se muestra reacio a darle un anticipo a cuenta, pues dice que estas cosas no son habituales ni son seguras ni se sabe cuánto pueden retrasarse y que el capitán Aubrey está ya demasiado endeudado.
—Esto no entra dentro de mis competencias, desde luego. Los pagos extraordinarios tienen que ser aprobados por la Junta de transporte, que es muy lenta, y por la Oficina de pagos, que es más lenta todavía. Pero le prometo que intentaré que todo sea rápido. Entretanto, el señor Carling hablará con Fanshaw y estoy seguro de que éste podrá proporcionarle la suma de que habló antes.
—¿Le gustaría que abriera una ventana, sir Joseph?
—Si a usted no le molesta… ¿No tiene demasiado calor?
—No. Lo que yo necesito es el calor del trópico y consigo algo parecido con varios celemines de carbón mineral. Pero reconozco que es casi insoportable para un cuerpo normal. Por favor, quítese la chaqueta…, aflójese la corbata. Yo no estoy de etiqueta, como puede ver, pues tengo el gorro de dormir y esta piel de gato como bufanda.
Empezó a tirar de un conjunto de cuerdas y palancas que estaba conectado a la ventana, pero enseguida volvió a reclinarse.
—¡Jesús, María y José! —murmuró—. No tengo fuerza, no tengo ninguna fuerza. ¡Bonden!
—¿Señor? —dijo Bonden, apareciendo inmediatamente en la puerta.
—Coge ese cabo, tira de él hacia atrás y amárralo, por favor —dijo Stephen, y miró a sir Joseph con mal disimulado orgullo.
Bonden se quedó boquiabierto, pero luego comprendió lo que quería el doctor y avanzó unos pasos. Sin embargo, cuando tenía la cuerda en la mano, se detuvo y dijo:
—No creo que la corriente le haga bien, señor. No tenemos muy buen tiempo esta mañana.
—Ya ve usted cuál es la situación, sir Joseph. No hay disciplina; ninguna orden se cumple sin que antes haya una discusión casi interminable. ¡Maldito Bonden!
Bonden, malhumorado, abrió la ventana una o dos pulgadas, atizó el fuego y salió de la habitación.
—Me parece que tendré que quitarme la chaqueta —dijo sir Joseph—. ¿Cree usted de verdad que un clima cálido podría convenirle?
—Mientras más caliente, mejor. En cuanto pueda me iré al sur, a Bath, para sumergirme en sus cálidas aguas sulfurosas…
—¡Justamente lo que iba a sugerirle! —exclamó sir Joseph—. Me alegra oírle. Eso es lo que le habría recomendado yo… —«si no estuviera usted tan malhumorado e irritable ni fuera tan caprichoso y obstinado», pensó—, pero no soy quien para aconsejarle. Eso fortalece las fibras; mi hermana Clarges conoce un caso…, aunque tal vez no sea exactamente igual… —Tuvo la impresión de que estaba pisando un terreno peligroso y entonces tosió y, sin transición, habló de otra cosa—. Pero volviendo a su amigo, ¿no cree que el matrimonio mejorará su situación? He visto el anuncio en The Times, y tengo entendido que la joven es una rica heredera. Lady Keith me ha dicho que tiene muchas propiedades, entre ellas algunas de las mejores tierras de labranza del condado.
—Es cierto, pero todas están en manos de su madre; y su madre, gorda y estúpida como una bestia, es el ser más insensible que existe sobre la faz de la tierra. Jack, en cambio, no lo es; tiene una peculiar idea de lo que significa ser un don nadie y siente un gran desprecio por los cazadotes. Es un idealista, y también el peor mentiroso que uno es capaz de imaginar; cuando le dije que el tesoro español no sería considerado un botín y que, por tanto, era pobre otra vez, fingió que hacía mucho tiempo que lo sabía y se rió, luego me consoló con la misma ternura que una mujer y dijo que ya se había resignado a ello desde hacía meses y que no debía preocuparme, pues a él no le importaba. Pero sé que aquella noche le escribió a Sophie y estoy convencido de que la eximió de su compromiso, aunque eso no hará cambiar de idea a esa adorable criatura.
Bonden entró en la habitación, jadeando bajo el peso de dos sacos de carbón, y avivó el fuego.
—Sir Joseph, ¿le apetece una taza de café? ¿Tal vez un vaso de madeira? Aquí tienen un excelente vino, se lo recomiendo.
—Gracias, gracias. Preferiría un vaso de agua. Sí, me vendrá bien un vaso de agua fría.
—Un vaso de agua y una botella de madeira, Bonden, por favor. Y te advierto que si vuelvo a encontrar en la bandeja otro vaso de ron con un huevo crudo disuelto en él, te lo tiraré a la cabeza. Lo más doloroso de todo el viaje —decía entre sorbo y sorbo de vino— fue darle esa noticia. Más doloroso que el hecho de que el interrogatorio, llamémosle así, me lo hicieran los franceses, hijos de la nación que más admiro.
—¿Y qué hombre civilizado no la admira? Dejando aparte a sus gobernantes, sus políticos, sus revoluciones y ese horrible engouement por Bonaparte.
—Así es. Pero esos hombres no son nuevos en el poder. Dutourd pertenecía ya al ejército en el Antiguo Régimen y Auger formaba parte del cuerpo de dragones: los dos son antiguos oficiales. Fue un terrible golpe. Creía conocer muy bien esa nación, porque había vivido allí, había estudiado en París… Sin embargo, Jack supo cómo derrotarles. Sí. Como le dije, es un idealista; después del ataque tiró su sable al mar, a pesar del aprecio que me consta que le tenía. Le gusta hacer la guerra, ningún otro hombre lucha con mayor vehemencia, y sin embargo, después de la batalla parece rechazar la idea de que la guerra consiste en matar al enemigo. Sus sentimientos son contradictorios.
—Me alegro mucho de que se vaya usted a Bath —dijo sir Joseph, a quien el conflicto interior de un capitán de fragata que no conocía le interesaba menos que el restablecimiento de la salud de su amigo. (A pesar de que el jefe de los servicios secretos, en sus relaciones profesionales, parecía un iceberg en vez de un ser humano, sentía un profundo y verdadero afecto por Maturin.)— Estoy encantado. Allí conocerá a mi sucesor y le visitaré de vez en cuando, pues es un gran placer para mí estar en su compañía. —Notó con satisfacción cómo a Stephen se le endureció la mirada cuando oyó la palabra sucesor—. Además, les ayudaré a ustedes a conocerse mejor. Me jubilaré dentro de poco y me dedicaré a estudiar los escarabajos, como Sabine; tengo una casita en la zona de los Fens, que es un paraíso para los coleópteros. Estoy realmente ansioso por jubilarme, aunque también siento un poco de pena, desde luego; pero me sirve de consuelo pensar que dejo mis intereses, nuestros intereses, en buenas manos. Usted conoce al caballero a que me refiero.
—¿Ah, sí?
—Sí. Cuando usted me pidió que le mandara a alguien de confianza para que escribiera su informe, debido al estado en que tenía las manos (ha sido una barbaridad, una enorme barbaridad haberle maltratado de esa manera), le rogué al señor Waring que fuera. Durante dos horas estuvo sentado con él —dijo con aire triunfante.
—Me sorprende usted —dijo Stephen con el ceño fruncido.
Pero inmediatamente se dibujó en su cara una sonrisa. El señor Waring, aquel hombre gris, insignificante, sería perfecto. Había hecho su trabajo con orden y eficiencia y sus únicas preguntas fueron muy directas; no había dejado traslucir nada, ni una información especial ni un determinado interés. Podría haber sido un sencillo y respetable funcionario que ocupaba un lugar intermedio en la jerarquía.
—Admira mucho su trabajo y su profundo conocimiento de la situación. El almirante Sievewright le representará (este sistema es mucho mejor), pero usted hablará directamente con él cuando me haya ido. Se llevarán muy bien, estoy seguro. Él es un gran profesional; se ocupó del asunto del difunto monsieur de la Tapetterie. Por cierto, creo que le indicó usted que tenía otros documentos u observaciones al margen de su informe.
—Sí. Tenga la bondad de pasarme ese objeto forrado de piel. Gracias. La Confederació quemó la casa (a esos tipos les encantan las llamas), pero antes de que nos fuéramos de allí le pedí a su jefe que sacara los documentos importantes, y de entre ellos le ofrezco éste como regalo por su jubilación. Le pertenece por derecho, pues en él aparece su nombre al referirse a les agissements néfastes de sir Blaine, en la página tres, y le perfide sir Blaine, en la página siete. Es un informe firmado por el coronel Auger pero redactado realmente por el brillante Dutourd. Está dirigido a su homólogo en París y describe la actual situación de la red de servicios secretos del ejército en la parte oriental de la península, incluyendo Gibraltar, hace una valoración de los agentes, da detalles sobre los pagos y sobre muchas más cosas. No está terminado, porque el caballero fue interrumpido a mitad de redacción, pero es bastante completo y tan auténtico como sus propias manchas de sangre. Se encontrará con algunas sorpresas, sobre todo en relación con el señor Judas Griffiths, pero creo que, en conjunto, le será muy útil. ¡Ojalá tuviéramos un documento así para Inglaterra! En mi opinión, un documento como éste debía pasar directamente de mis manos a las suyas —dijo, entregándoselo.
Sir Joseph, lleno de curiosidad, se apresuró a coger el documento, luego se aproximó a la luz y, sentándose inclinado hacia ella, devoró las páginas, en las que aparecían listas y una información detallada.
«¡Ese cerdo…!», dijo para sí. «¡Ese cerdo despreciable…! ¡Ah, Edward Griffiths, Edward Griffiths, ponte a rezar! ¡En la propia embajada…! Así que Osborne tenía razón. ¡Ese cerdo…! ¡Que Dios me ayude!».
Luego, en voz alta, dijo:
—Bien, tendré que comunicar esto a mis colegas de la Guardia montada y el Ministerio de Asuntos Exteriores, desde luego, pero me quedaré con el documento para recrearme con su lectura en mi tiempo libre. De modo que soy le perfide sir Blaine… Es un documento importantísimo. Le estoy muy agradecido, Maturin. Y ya verá cómo la sorpresa voy a darla yo.
Hizo ademán de estrecharle la mano, pero recordó cuál era la situación de Stephen y sólo se la tocó suavemente.
* * *
El cartero no era un visitante habitual en Mapes. La señora Williams vivía cerca de su administrador y recibía la visita de su agente financiero una vez a la semana, por lo que se relacionaba por carta con pocas personas, y esas pocas rara vez le escribían. Sin embargo, su hija mayor reconocía perfectamente los pasos del cartero y su forma de abrir la verja de hierro. Por eso al oírle salió corriendo de la salita, recorrió tres pasillos y bajó las escaleras hasta la entrada. Pero llegó demasiado tarde, porque el mayordomo ya había colocado The Ladies’Fashionable Intelligencer (El informador de la moda femenina) y una carta en la bandeja y se dirigía a la sala de desayuno.
—¿Hay algo para mí, John? —preguntó ella.
—Sólo han llegado una revista y una carta con un sello de tres peniques, señorita Sophie —respondió el mayordomo—. Voy a dárselas a la señora.
Sophie notó que trataba de ocultar algo y le dijo:
—Dame esa carta inmediatamente, John.
—La señora me ha dicho que le entregue todo a ella para evitar confusiones.
—Debes dármela a mí. Podrías ser apresado y ahorcado por apropiarte de las cartas de otras personas. Eso está en contra de la ley.
—¡Oh, señorita Sophie, en mi posición no puedo hacer otra cosa!
En ese momento, la señora Williams salió de la sala de desayuno, cogió el correo y se alejó, arqueando sus negras cejas. Sophie la siguió, oyó cómo rasgaba el sobre y dijo:
—Mamá, dame mi carta.
La señora Williams, con el rostro enrojecido, se volvió hacia su hija y le gritó:
—¿Acaso das tú las órdenes en esta casa? Deberías avergonzarte. Te he prohibido que mantengas correspondencia con ese criminal.
—No es un criminal.
—Entonces, ¿por qué está en prisión?
—Lo sabes perfectamente bien, mamá. Por no pagar las deudas.
—En mi opinión, eso es aún peor. Despojar a la gente de su dinero es peor que matarla, es un delito grave. Y en cualquier caso, te he prohibido que le escribas.
—Estamos prometidos, por tanto tenemos derecho a escribirnos. No soy una niña.
—¡Tonterías! Había dado mi consentimiento, pero era condicional. Ya no lo tienes, estoy cansada de repetírtelo. Tantas pretensiones y tantas palabras bonitas… Menos mal que pudimos escaparnos, pues muchas mujeres demasiado confiadas se han dejado llevar por bonitas palabras y grandes promesas, y cuando ha llegado el momento no han tenido ni siquiera el respaldo de una sólida inversión en bonos del Estado. Dices que no eres una niña, pero lo eres para estos asuntos y necesitas protección. Por esa razón, quiero leer tus cartas. Si no tienes nada de qué avergonzarte, ¿por qué te opones? En mi opinión, la inocencia es un escudo contra todo. ¡Cuánta rabia hay en tu mirada! Deberías avergonzarte, Sophie. Pero no voy a dejar que seas la víctima del primer hombre que se encapricha de tu fortuna. ¡Ni hablar, señorita! No permitiré correspondencia secreta en mi casa. Ya tenemos bastante con que tu prima sea una mantenida, o una amiguita, o como se diga hoy en día; cuando yo era joven, no había nada de eso. Tampoco en mis tiempos ninguna joven se habría atrevido a hablarle a su madre en un tono tan impropio, y estoy segura de que incluso la chica más descarada habría preferido morir antes que pasar esa vergüenza —la señora Williams pronunció esta frase más lentamente, pues estaba leyendo al tiempo que hablaba—. De todas formas, tu obstinación y tu furia han sido innecesarias y me has provocado la migraña otra vez inútilmente, porque la carta es del doctor Maturin. No creo que tengas ningún motivo para sonrojarte si la leo:
Querida señorita Williams:
Le pido excusas por haber dictado esta carta, pero debido al mal estado en que tengo la mano, me resulta difícil escribir. He cumplido enseguida el encargo que tuve el honor de recibir de usted, y fui muy afortunado porque conseguí todos los libros de la lista por mediación de mi librero, el respetable señor Bentley, que me hace un descuento del treinta por ciento.
La señora Williams hizo un gesto de aprobación con la boca.
Además, he encontrado a un mensajero, el reverendo Hiksey, el nuevo párroco de Swiving Monachorum, que pasará por Champflower cuando vaya a la toma de posesión, o tal vez debería decir la investidura…
—Muy bien; nosotros le llamamos la «investidura» de un clérigo. ¡Ah, Sophie, seremos las primeras en verlo! —exclamó la señora Williams, cuyo humor cambiaba bruscamente.
… Posee un gran coche y, puesto que no tiene familia, se ha comprometido a llevar al párroco de Eldin, Duhamel, Falconer y a los demás de la sede. Eso le permitirá a usted ahorrarse la espera y, además, media corona, que no es una suma despreciable…
—Por supuesto que no: ocho hacen una libra. Pero parece que no todos los caballeros piensan así.
… He tenido una gran alegría al enterarme de que irán ustedes a Bath. Estaré allí desde el día veinte y podré tener el placer de presentar mis respetos a su mamá. Espero que esa visita no signifique que su salud es mala o que está aquejada otra vez de su antigua dolencia…
—Siempre se preocupa mucho por mis dolencias. Sería realmente conveniente para Cissy. Si ella pudiera atraparle, tendríamos un médico en la familia, siempre a mano. Después de todo, ¿qué importancia tiene el papismo? Al fin y al cabo, todos somos cristianos.
… Por favor, dígale que si puedo serle útil estoy a su disposición. Me hospedaré en casa de lady Keith, en Landsdowne Crescent. Estaré solo, pues el capitán Aubrey ha sido arrestado en Portsmouth…
—Piensa como yo, por lo que veo. Ha cortado todos los lazos de unión porque es un hombre juicioso.
… Y sin más, querida señorita Williams, rogándole transmita mis saludos a su mamá, a las señoritas Cecilia y Frances…
—… y etcétera. Una carta muy bonita y respetuosa, muy bien escrita. Creo, sin embargo, que podría haber conseguido una exención de franqueo a través de sus conocidos. La letra es de hombre, no de mujer. Le ha dictado la carta a un caballero, no cabe duda. Puedes quedarte con ella, Sophie. No me opongo a que veáis al doctor Maturin en Bath, porque es un hombre sensato, no un despilfarrador. Sería muy conveniente para Cecilia. Nunca un caballero ha necesitado más a una mujer, y es obvio que tu hermana necesita un marido. Con tantos oficiales de la reserva rondando por ahí y con el ejemplo que ha tenido, no habrá quien la detenga, así que mientras más pronto se case, mejor. Quiero que en Bath les dejen solos lo más posible.
* * *
Bath. Las escalonadas terrazas bajo el sol, la abadía. Las aguas termales, cuyos vapores reflejaban la luz del sol. Sir Joseph Blaine y el señor Waring paseaban por la galería de los baños del Rey. Allí se encontraba Stephen, metido dentro del agua hirviendo y completamente relajado; parecía una figura gótica, pues vestía una especie de hábito de lienzo y estaba sentado en un nicho de piedra. A ambos lados de él estaban sentados otros hombres, afectados de escrófula, reuma, gota, tisis o, simplemente, demasiado gruesos, que miraban sin mucho interés hacia el otro lado, donde se encontraban las mujeres, en su mayoría aquejadas de los mismos padecimientos. Por otra parte, una docena de peregrinos caminaban a trompicones dentro del agua, sujetos por sirvientes. Apareció entonces la corpulenta figura de Bonden que, en calzoncillos de lienzo, atravesó la corriente y llegó junto al nicho de Stephen. Entonces le cogió en brazos y comenzó a abrirse paso diciendo: «Con su permiso, señora… Hagan sitio, compañeros…» con gran seguridad, pues ese era su elemento, independientemente de la temperatura que tuviera.
—Está mejor hoy —dijo sir Joseph.
—Mucho mejor —dijo el señor Waring—. Caminó casi una milla el jueves y hasta casa de Carlow ayer. Nunca creí que eso fuera posible. ¿Ha visto cómo tiene el cuerpo?
—No, sólo las manos —respondió sir Joseph, cerrando los ojos.
—Debe de tener una extraordinaria fuerza de voluntad y una constitución igualmente extraordinaria.
—Sin duda, las tiene —dijo sir Joseph, y ambos continuaron paseando un rato más—. Ya regresa a la silla. Mire con qué agilidad sube, se nota que las aguas termales le han hecho mucho bien; yo se las recomendé. Dentro de pocos minutos partirá para Landsdowne Crescent. Tal vez podríamos ir hasta allí cruzando despacio la ciudad; estoy muy ansioso por hablar con él.
Luego, mientras pasaban entre la multitud, continuó:
—Es fuerte, sí, desde luego que es fuerte. Crucemos para el lado del sol. ¡Qué día tan espléndido! Casi es innecesario este abrigo. —Saludó con una inclinación de cabeza y besándole la mano a alguien que estaba del otro lado—. A sus pies, señora. Esa es una conocida de lady Keith; tiene muchas tierras en Kent y Sussex.
—¿De veras? La habría tomado por una cocinera.
—Sin embargo, tiene una considerable fortuna. Como le decía, es fuerte, aunque también tiene debilidades. El otro día tachaba de idealista a un amigo íntimo (el que va a casarse con la hija de esa señora que acabamos de ver) y si no me hubiera sentido tan apenado por su estado, me habría reído, porque precisamente él es un quijote: apoyó la Revolución hasta 1793, perteneció a Irlandeses Unidos hasta el levantamiento, fue consejero de lord Edward…, por cierto que eran primos…
—¿Es un Fitzgerald?
—De la rama menos afortunada. Y ahora defiende la causa de la independencia catalana. O tal vez la defendía desde antes, al mismo tiempo que las demás. En cualquier caso, vive siempre entregado en cuerpo y alma a alguna causa de la cual no puede obtener ningún beneficio personal.
—¿Es un idealista en todos los sentidos?
—No, pero era tan casto que llegamos a sentirnos inquietos; sobre todo nuestro amigo Subtlety estaba muy preocupado. No obstante, empezó a mantener una relación amorosa y eso nos tranquilizó. Era una joven de muy buena familia, pero la relación tuvo un final desgraciado, desde luego.
En la calle Pulteney les detuvieron dos grupos de amigos y luego un caballero tan importante que no era posible cortar la conversación, por lo que tardaron bastante en llegar a Landsdowne Crescent, y cuando preguntaron por el doctor Maturin les dijeron que tenía visita. Sin embargo, pasados unos momentos, les invitaron a subir. Al llegar arriba encontraron a Stephen en su lecho y a una joven sentada junto a él. Ella se puso de pie e hizo una reverencia; era una joven soltera. Los dos hombres apretaron los labios y apoyaron la barbilla contra el cuello blanco y almidonado, pensando que una joven tan hermosa no debía estar sola en la habitación de un caballero.
—Querida, permíteme que te presente a sir Joseph Blaine y al señor Waring. La señorita Williams —dijo Stephen.
Ambos inclinaron otra vez la cabeza, sintiendo por el doctor Maturin otro tipo de respeto, pues cuando la joven se volvió hacia la luz vieron que tenía una belleza sin par, era realmente encantadora, dulce, cándida. Sophie no volvió a sentarse. Dijo que tenía que dejarles, desgraciadamente, porque debía reunirse con su madre en la sala del balneario donde se bebían sus aguas y el reloj ya había dado la hora. Les pidió que la disculparan porque antes tenía que… Se puso a revolver dentro de la cesta y sacó un frasco, una cuchara de plata envuelta en papel de seda y una caja de pastillas de color amarillo brillante. Entonces llenó la cuchara, se la acercó cuidadosamente a Stephen a la boca y vertió en ésta el líquido verdoso y puso dos pastillas; luego, con aire benevolente, esperó a que se las tragara.
—Bueno, señor —dijo sir Joseph cuando la puerta se cerró—, le felicito por el médico que tiene. No recuerdo haber visto nunca a una joven tan bella, y eso que en mi larga vida he visto a la duquesa de Hamilton y lady Coventry cuando aún eran solteras. Aceptaría volver a tener calambres si alguien como ella me diera las medicinas, y también yo me las tomaría como si fuera un cordero. —Él y el señor Waring sonrieron con afectación.
—Es usted muy amable al expresar su admiración —dijo Stephen secamente.
—Hablo en serio, se lo aseguro —dijo sir Joseph—, y con el máximo respeto hacia la señorita. Nunca antes había experimentado tanto placer al contemplar a una joven… Esa gracia, esa lozanía, ese color…
—¡Ja! —exclamó Stephen—. Debería usted verla cuando tiene su mejor apariencia…, debería usted verla cuando Jack Aubrey está cerca.
—¡Ah! ¡Entonces esa es la joven en cuestión! ¡Esa es la prometida del capitán! ¡Qué tonto he sido! Debí haberme fijado en el nombre. Eso explica todo —dijo e hizo una pausa—. Y dígame, querido doctor, ¿es cierto que está usted bastante recuperado?
—Mucho, gracias. Ayer caminé una milla sin fatigarme, hoy comí con un antiguo compañero de tripulación y esta tarde pienso hacer la disección del cadáver de un viejo vagabundo junto con el doctor Trotter. Dentro de una semana estaré de regreso en la ciudad.
—¿Y cree usted que un clima cálido le ayudaría a recuperarse del todo? ¿Puede soportar mucho calor?
—Soy una salamandra.
Ambos miraron a la salamandra. Su aspecto era lamentable, su cuerpo parecía deforme y muy diminuto en aquella enorme cama, y daba la impresión de que estaba más apto para viajar en un coche fúnebre que en una silla de posta o un barco. A pesar de todo, asintieron con la cabeza, reconociendo su superioridad en esa materia, y sir Joseph dijo:
—En ese caso, no tendré escrúpulos en tomarme la revancha. Y creo que le sorprenderé tanto como usted a mí en Londres. A buen entendedor con pocas palabras basta.
A la irritada mente de Stephen acudieron otros refranes: «Palabras y plumas el viento las lleva», «De tales bodas, tales costras», «No mentar la soga en casa del ahorcado», «Vanse los amores y quedan los dolores», «Dinero, amor y cuidado, difícil disimularlos», pero sólo dio un suspiro.
—En el departamento —continuó sir Joseph con su voz monótona—, cuando el jefe se jubila, es costumbre otorgarle una serie de privilegios; lo mismo que ocurre con un almirante, que al arriar su insignia puede conceder ascensos. Pues bien, en Plymouth están armando una fragata para llevar a nuestro enviado, el señor Stanhope, a Kampong. El mando ha sido medio prometido a tres caballeros y ya existe la habitual… En resumen, seguramente podré disponer de él. Y me parece que si hace usted ese viaje con el capitán Aubrey, quedará demostrado que únicamente tiene intereses científicos. ¿No está de acuerdo, Waring?
—Sí —respondió Waring.
—También, y ruego porque así sea, se restablecerá su salud y, por otra parte, su amigo quedará alejado de los peligros que usted mencionó. A pesar de los numerosos aspectos positivos, existe un grave problema. Como usted sabe, todas, todas las decisiones de nuestros colegas en otros departamentos del Almirantazgo o el Ministerio de la Marina se toman tras interminables deliberaciones, si es que se llega a un acuerdo, o demasiado apresuradamente. El señor Stanhope subió a bordo con su comitiva en Deptford, hace mucho tiempo, y allí pasó quince días ofreciendo comidas de despedida; luego continuaron viaje hasta Nore, donde ofreció otras dos. Sus Señorías advirtieron que la Surprise tenía los fondos desgastados o le faltaban mástiles o velas y entonces bajaron al señor Stanhope a tierra, en medio de una tempestad, y enviaron la fragata a Plymouth para que la armaran de nuevo. Entretanto, él ha perdido a su secretario oriental, su cocinero y un ayuda de cámara, y el toro que iba a llevarle de regalo al sultán de Kampong ha enflaquecido. La fragata perdió a la mayoría de sus oficiales en activo porque fueron trasladados, y a un gran número de marineros porque fueron reclutados por el almirante del puerto. Pero ahora todo ha cambiado. Las provisiones se suben a bordo con rapidez día y noche. El señor Stanhope está a punto de llegar desde Escocia en silla de posta y la fragata debe zarpar esta semana. ¿Cree que está usted en condiciones de subir a bordo? ¿Está el capitán Aubrey en libertad?
—Estoy en magníficas condiciones, amigo mío —contestó Stephen, con nuevos bríos—. El capitán Aubrey salió de prisión en cuanto el ayudante de Fanshaw pudo liberarle, justo antes de que llegara una avalancha de mandatos judiciales. Enseguida subió a bordo de un barco reclutador que lo llevó por el Támesis hasta Grapes.
—Volvamos a los detalles.
—¡Bonden! —gritó Stephen—. Coge la pluma y la tinta y escribe.
—¿Que escriba, señor?
—Sí. Siéntate, pon derecho el papel y escribe: «Landsdowne Crescent…». Barret Bonden, ¿estás a sotavento?
—Sí, señor o, mejor dicho, a la deriva. Pero puedo leer muy rápido las letras grandes de imprenta y la lista de la guardia.
—No importa. Te enseñaré cuando estemos navegando. Es fácil, fíjate cuántos tontos se pasan escribiendo todo el día, y resulta muy útil en tierra. Sabes montar a caballo, ¿verdad?
—Bueno, sí que he montado a caballo, señor. He montado tres o cuatro veces cuando estaba en tierra.
—Bien. Quiero que tengas la amabilidad de ir, o mejor aún, dar un salto hasta la calle Paragon y decirle a la señorita Williams que si al dar su paseo de la tarde puede pasar por Landsdowne Crescent le estaré infinitamente agradecido. Luego quiero que vayas hasta el cabo Saracen y le transmitas mis saludos al señor Pullings y le digas que me gustaría verle en cuanto tenga un momento disponible.
—Sí, señor, a Paragon y luego al cabo Saracen. Deben venir enseguida a Landsdowne Crescent.
—Ve corriendo, Bonden, por favor. No hay ni un momento que perder.
La puerta de entrada se cerró de golpe y se oyeron pasos apresurados que bajaban la calle, alejándose por la izquierda, y después una larga, larga pausa. En los jardines del otro lado de la calle un mirlo cantaba débilmente, anunciando que se aproximaba la primavera. La triste voz de un cortacallos, cantando con monotonía: «Hago un buen trabajo… Hago un buen trabajo», se acercó y luego volvió a alejarse. Stephen pensó en la etiología de los callos y el conducto biliar de la señora Williams. Oyó de nuevo la puerta de entrada, cuyo eco se propagó por la casa vacía (los Keith y todos los sirvientes, excepto una vieja bruja, se habían ido), luego pasos en la escalera y una alegre conversación. Frunció el ceño. La puerta se abrió y entraron Sophie y Cecilia, mientras Bonden, detrás de ellas, hacía un guiño y un gesto con el pulgar.
—¡Dios santo! ¡Pero si está usted en la cama, doctor Maturin! Bueno, por fin estoy en el dormitorio de un hombre… Lo siento, no era «por fin» lo que quería decir. ¿Cómo está? Supongo que acaba usted de llegar de los baños y estará sudoroso. ¿Cómo se siente? Nos encontramos a Bonden cuando íbamos a salir, y enseguida dije que tenía que preguntar cómo estaba usted. ¡No le hemos visto desde el martes! Mamá estaba muy…
Llamaron estruendosamente a la puerta dos veces. Bonden bajó con rapidez. Se oyeron en la escalera potentes voces de marinos y una comparación con «una pieza con estopa arriba» que sólo podía referirse a Cecilia y su pelo rubio muy cardado. Entonces apareció el señor Pullings, un joven bien parecido, alto y ágil, seguidor del capitán Aubrey, si podía decirse que un capitán tan desafortunado tenía seguidores.
—Creo que conocen ustedes al señor Pullings, de la Armada real —dijo Stephen.
Por supuesto que le conocían… Había estado dos veces en Melbury Lodge… Cecilia había bailado con él…
—¡Qué divertido fue! —exclamó Cecilia, mirándole complacida—. ¡Me encantan los bailes!
—Su madre me ha dicho que tiene usted gran sensibilidad para el arte —dijo Stephen—. Señor Pullings, por favor, enséñele a la señorita Cecilia el nuevo cuadro de Tiziano que tiene lord Keith; está en la galería, junto con muchos otros cuadros. Además, explíquele la escena de la batalla del Glorioso Uno de Junio. Explíquesela con todo detalle —repitió mientras se alejaban—, por favor. Sophie, querida, coge rápidamente papel y pluma y escribe:
Querido Jack:
Tenemos una fragata, la Surprise, con destino a las Indias Orientales. Debemos embarcar en Plymouth enseguida…
—¡Ja, ja, ja! ¿Qué dirá cuando lea esto?
«¡Surprise!» fue lo que dijo, con tal vozarrón que las dos ventanas frontales de Grapes temblaron y a la señora Broad se le cayó un vaso en el bar.
—El capitán ha recibido una sorpresa —dijo ella tranquilamente, mirando los pedazos.
—Espero que sea agradable —dijo Nancy, recogiéndolos—. ¡Es un caballero tan apuesto!
Pullings, muy cansado del viaje, se volvió discretamente hacia la ventana cuando Jack empezó a leer la carta y se dio la vuelta otra vez al oírle gritar:
—¡Surprise! ¡Bendito sea Dios! ¿Sabes lo que ha hecho el doctor, Pullings? Nos ha conseguido una fragata, la Surprise, con destino a las Indias Orientales. Hay que embarcar enseguida. ¡Killick! ¡Killick! ¡Mi baúl, mi capa, mi maleta pequeña! Y corre a la oficina de correo; nos iremos a Plymouth en el coche del correo.
—Usted no irá en el coche del correo, señor —dijo Killick—, ni en una silla de posta, con tantos sinvergüenzas que hay a lo largo de la costa. Llamaré a un coche fúnebre, a un hermoso coche de cuatro caballos.
—¡Surprise! —exclamó Jack otra vez—. No he subido a ella desde que era un guardiamarina.
La veía con nitidez en su mente, bajo la brillante luz de English Harbour, atracada a un cable de distancia de donde se encontraba él. Era una hermosísima embarcación de veintiocho cañones construida en Francia, de proa puntiaguda y suaves líneas, que navegaba bien de bolina y podía ser muy rápida si estaba bien gobernada. Era estable, espaciosa, estanca… Había navegado en ella bajo las órdenes de un capitán muy duro y de un primer oficial más duro aún. Había pasado horas y horas castigado en el tope, donde había leído mucho e incluso había grabado sus iniciales… ¿Podrían distinguirse todavía? Era vieja, no cabía duda, y necesitaba muchos cuidados, pero valía la pena estar al mando de ella… Por su mente cruzó la infeliz idea de que no podría encontrar ningún botín en el océano Índico (se habían acabado hacía tiempo), pero la rechazó. Entonces dijo:
—Navegando de bolina podríamos ser más rápidos que el Agamemnon con la vela mayor y las juanetes… Seguramente podré escoger a uno o dos oficiales. ¿Vendrás conmigo, Pullings?
—Por supuesto, señor —respondió asombrado.
—¿No pondrá la señora Pullings ninguna objeción?
—Me parece que la señora Pullings llorará, pero enseguida volverá a sonreír. Y seguro que se pondrá muy contenta cuando me vea regresar de esa misión, tal vez más contenta de lo que está ahora. Siempre estoy estorbando entre escobas y cazuelas. La vida a bordo de un barco no es igual que la de casado, señor.
—¿De veras, Pullings? —preguntó Jack, mirándole con aire pensativo.
Stephen siguió dictando:
La Surprise llevará a Kampong al enviado de Su Majestad. El señor Taylor, del Almirantazgo, está au courant y ya tiene preparados los papeles necesarios. Creo que si tomas el camino de Bath y te desvías en la bifurcación de Dayrolle pasarás por el cruce de Wolmer aproximadamente a las cuatro de la madrugada y podrás subir a bordo el domingo, el día en que los deudores no pueden ser apresados, según una medida de gracia. Te esperaré un rato en el cruce, en una silla de posta, y si no tengo la suerte de verte, seguiré el viaje con Bonden y te esperaré en Blue Posts. Parece que la fragata es pequeña; le faltan oficiales y marineros y, si sir Joseph no habló hiperbólicamente, tiene los fondos desgastados.
—Rápido. Date prisa, Sophie. Nunca te ganarás la vida como escribiente. ¿No sabes escribir «hiperbólicamente»? ¡Por fin está terminada! Enséñamela.
—¡Jamás! —exclamó Sophie, doblándola.
—Me parece que has escrito más de lo que te he dictado —dijo Stephen, entrecerrando los ojos—. Estás muy colorada. Espero que por lo menos hayas puesto exactamente todo lo referente a la cita.
—En el cruce de Wolmer a las cuatro de la madrugada del día tres. Estaré allí, Stephen. Saldré por la ventana y saltaré por el muro del jardín; podrás recogerme en la esquina.
—Muy bien. Pero ¿por qué no vas a salir por la puerta principal como Dios manda? ¿Y cómo vas a regresar? Si te ven andando por Bath al amanecer, te encontrarás en una situación comprometida.
—Tanto mejor —dijo Sophie—. Entonces mi reputación será tan mala que tendré que casarme lo antes posible. ¿Cómo no se me había ocurrido esto antes? ¡Oh, Stephen, qué ideas tan estupendas tienes!
—Está bien. En la esquina, a las tres y media. Ponte una capa que abrigue mucho, dos pares de medias y ropa interior de lana gruesa. Hará frío, y tal vez tengamos que esperar mucho tiempo. Además, es posible que no le veamos, y en ese caso sentirás más frío todavía, porque debes tener en cuenta que la decepción junto con la sensación de humedad… Silencio… Dame la carta.
Las tres y media de la madrugada. Un fuerte viento del noreste aullaba entre las chimeneas de Bath, el cielo estaba despejado y la luna parecía inclinarse sobre la calle Paragon. La puerta de la casa número siete se abrió lo suficiente para que Sophie pasara; luego se cerró de golpe con un horrible estruendo, llamando la atención de un grupo de soldados borrachos que entonces empezaron a imitar los ladridos de los perros. Sophie se encaminó con aire decidido hacia la esquina, pero sintiendo una gran desesperación, pues no veía ni rastro del coche, sólo dos hileras de puertas extendiéndose hasta el infinito bajo la luna, con aspecto irreal, extraño, desolado y hostil. Detrás de ella unos pasos se acercaban cada vez más rápido. De repente, oyó un susurro:
—Soy yo, señorita, Bonden.
Enseguida doblaron la esquina. Allí, a una prudencial distancia de la casa había dos sillas de posta, y ellos subieron a la primera, que tenía un fuerte olor a cuero. Las chaquetas rojas de los cocheros parecían negras a la luz de la luna. El corazón de Sophie latía tan fuertemente que durante cinco minutos apenas pudo hablar.
—¡Qué extrañas son las cosas de noche! —exclamó mientras salían de la ciudad—. Da la impresión de que todos están muertos. Mira el río, está completamente negro. Nunca he salido a esta hora.
—No, querida, seguro que no has salido —dijo Stephen.
—¿Todas las noches son iguales?
—A veces son más suaves, pues este condenado viento es más cálido en otras latitudes. Pero siempre durante la noche el mundo parece cambiar. Escucha. ¿No la oyes? Debe de estar en el bosque cerca de la iglesia.
Se había oído el horrible grito de una raposa, capaz de helarle la sangre al más valiente, pero Sophie estaba muy ocupada tratando de ver a Stephen a la débil luz de la luna y arreglándole la ropa.
—¡Pero si nada más has venido con ese horrible abrigo viejo y roto! —exclamó—. Stephen, ¿cómo puedes ser tan abandonado? Déjame que te envuelva con mi capa; está forrada de piel.
Stephen se resistió a ser envuelto en la capa, argumentando que cuando la piel conseguía cierta protección, cuando la epidermis tenía un grosor suficiente para evitar que se disipara el calor natural de la piel, cualquier otra envoltura no sólo era superflua sino dañina.
—A un jinete, sin embargo, no le ocurre lo mismo —dijo—. Le recomendé a Thomas Pullings que antes de salir se pusiera un pedazo de seda untado con aceite entre la camisa y el chaleco, ya que el propio movimiento del caballo, independientemente de la velocidad del viento, hace desaparecer la protección de la piel y ésta pierde calor. En cambio, en un coche bien construido no hay que temer nada de eso. La protección contra el viento es fundamental; los esquimales, por ejemplo, viven felices y despreocupados de las tormentas al amparo de su casa de nieve y pasan allí confortablemente la larga noche invernal. Pero me he referido a coches bien construidos; no te recomendaría que fueras con el pecho descubierto o sólo con una camisa de algodón en un típico carruaje ruso a través de las estepas de Tartaria. Tampoco te recomendaría que lo hicieras en un típico coche irlandés.
Sophie le prometió que no lo haría nunca. Luego ambos, envueltos en la amplia capa, volvieron a calcular cuánto tardaría Pullings en ir de Bath a Londres y Jack en llegar a Bath.
—Trata de no sentirte decepcionada, querida —dijo Stephen—. Hay muy pocas probabilidades de que él tenga en cuenta mi sugerencia y menos aún de que acuda a la cita. Piensa en los accidentes que podría tener en tantas millas de camino (podría caerse, el caballo podría tirarle o romperse una pata) y en los peligros que le acecharán durante el viaje, como por ejemplo, los salteadores de caminos…, pero es mejor que me calle, no debo alarmarte.
Las sillas de posta aminoraron la marcha. Stephen miró por la ventanilla y dijo:
—Seguramente estamos cerca del cruce.
A partir de allí el camino subía, pasando entre los árboles; parecía una cinta blanca con grandes manchas oscuras. El viento del noreste silbaba. Siguieron avanzando y, de repente, en uno de los claros, apareció un jinete. El cochero refrenó en cuanto le vio y, volviéndose hacia la silla que iba detrás, gritó:
—¡Es Jeffrey El Carnicero!
—¡Detrás de nosotros hay otros dos malvados! ¡Son crueles asesinos! Quédate quieto y espera dócilmente a que se acerquen, Amos. Controla los caballos y no opongas resistencia.
Se oyó un fuerte ruido de cascos y Sophie susurró:
—No dispares, Stephen.
Stephen, mirando por la ventanilla abierta, dijo:
—No tengo intención de disparar, cariño…
En ese momento, un caballo llegó tan cerca de la ventanilla que su cálido aliento penetró en el coche, y una oscura y corpulenta figura se inclinó sobre su lomo, impidiendo el paso de la luz de la luna por la ventanilla y susurrando en tono cortés:
—Señor, le ruego me disculpe por causarle molestias.
—¡Tenga piedad de mí! —exclamó Stephen—. ¡Llévese todo lo que tengo…, llévese a esta señorita…, pero tenga piedad de mí, tenga piedad de mí!
—Sabía que eras tú, Jack —dijo Sophie, dando una palmada—. Lo supe inmediatamente. ¡Oh, estoy tan contenta de verte, cariño!
—Te concedo media hora —dijo Stephen—, ni un minuto más; esta joven deberá estar de nuevo calentita en su cama antes del amanecer.
Se fue a la otra silla de posta, donde Killick, con infinita satisfacción, le contaba a Bonden cómo habían salido de Londres. Habían ido hasta Putney en un coche fúnebre, seguidos por el señor Pullings en el coche donde debían ir los familiares de luto. A ambos lados del camino habían visto a montones de alguaciles, y todos se quitaban el sombrero y saludaban respetuosamente con la cabeza.
—¡No me lo habría perdido por nada del mundo!
Stephen se paseó de un lado a otro y luego se sentó en la silla de posta. Volvió a pasearse, hablando con Pullings de los viajes del joven en un barco que hacía el comercio con las Indias, el calor aplastante en los ancladeros del río Hugli, la sofocante temperatura en tierra, el despiadado sol y el calor que incluso la luna despedía de noche.
—Si no llego pronto a un lugar donde el clima sea cálido —dijo—, me enterraréis y diréis: «He aquí quien pereció por una desgracia».
Apretó el botón de su reloj de repetición y cuando el viento se calmó se oyó sonar la pequeña campanilla de plata marcando las cuatro y luego los tres cuartos. No llegaba ningún sonido desde el coche de delante. Se detuvo, indeciso, y en ese momento la puerta se abrió y Jack ayudó a bajar a Sophie.
—¡Bonden! —gritó—. Regresa enseguida con la señorita Williams a Paragon y ven después en el coche del correo. Sophie, cariño, sube. Dios te bendiga.
—Dios te bendiga y te proteja, Jack. Cuida que Stephen se envuelva en la capa. Y recuerda que es para siempre, digan lo que digan, para siempre, para siempre.