Capítulo 2

De un lado a otro, de un lado a otro, las fragatas de la escuadra encargada de vigilar Tolón, los ojos de la flota del Mediterráneo, iban desde el cabo Sicié hasta la península de Giens, viraban en redondo y regresaban, todos los días, una semana tras otra, un mes tras otro, fuera cual fuera el tiempo; salían a alta mar navegando en línea, después del cañonazo de la tarde, y volvían al amanecer, con sus gavias ondeando sobre el horizonte, por el sur, mientras Nelson seguía esperando la salida del almirante francés.

Desde hacía tres días soplaba el mistral. El mar estaba más blanco que azul y el viento de alta mar formaba pequeñas olas que cubrían de espuma el combés de las fragatas. Las tres habían reducido velamen a mediodía, pero aun así navegaban a siete nudos y tan escoradas a estribor que la espuma llegaba al pescante.

La silueta ya familiar del cabo Sicié estaba cada vez más cerca. El aire era tan límpido y el cielo estaba tan luminoso que podían verse las casitas blancas y el camino que llevaba hasta el puesto de señales y las baterías, por donde subían con dificultad los carros. Ahora estaban aún más cerca, casi al alcance de sus altos cañones de cuarenta y dos libras, y llegaban ráfagas de terral desde la zona alta.

—¡Cubierta! —gritó el serviola desde el tope—. ¡La Naiad está haciendo señales, señor!

—¡Todos a virar en redondo! —dijo el teniente al mando de la guardia, por pura formalidad, pues no sólo la tripulación de la Lively había trabajado junta durante años sino que había hecho esa maniobra cientos de veces, en ese mismo lugar, y la orden era innecesaria. Aunque, debido a la rutina, los tripulantes trabajaban con menos ahínco, seguían siendo muy eficientes, y el contramaestre tenía que decirles: «Despacio, despacio con esa condenada escota», pues se corría el riesgo de que la botavara del foque atravesara el pasamanos de la Melpomene, que iba justo delante y no tenía grandes cualidades para la navegación.

La Naiad, la Melpomene y la Lively viraron en redondo una detrás de otra, girando cada una donde lo había hecho la anterior, luego orzaron, volvieron a colocarse en línea y pusieron rumbo a Giens una vez más.

—Detesto este ir y venir —le dijo un delgado guardiamarina a otro delgado guardiamarina—. Eso no le da a uno ninguna oportunidad; no tenemos nada que ver, no hay ni una salchicha, ni una sola… no podemos ni siquiera oler una —miraba entre la jarcia y las velas hacia el espacio que separaba la península de la isla de Porquerolles.

—¡Salchichas! ¡Oh, Butler, no deberías decir esa palabra! —gritó entre el rumor del viento, inclinándose sobre la batayola y mirando también hacia aquel paso por donde era probable que apareciera la Niobe, que a su regreso de un crucero se aprovisionaría de agua en Agincourt Sound y volvería a recorrer la costa italiana, acosando al enemigo y recogiendo todas las provisiones que pudiera encontrar, y después de ella le tocaría el turno a la Lively—. ¡Salchichas calientes, crujientes, jugosas! ¡Bacon! ¡Setas!

—¡Cállate, gordo! —le susurró su amigo, dándole un terrible pellizco—. ¡Qué Dios te perdone!

El oficial de guardia se fue a babor cuando oyó presentar armas a los infantes de marina que estaban de centinelas. Unos momentos después, Jack Aubrey salió de su cabina envuelto en una bufanda y con un telescopio bajo el brazo y comenzó a pasearse por el lado de barlovento del alcázar, el lugar sagrado del capitán. De vez en cuando levantaba la vista hacia las velas, mecánicamente, pero no encontraba nada criticable, ya que la fragata era una máquina eficiente que navegaba sin ninguna dificultad. En este tipo de servicio, la Lively podía funcionar a la perfección aunque él se quedara en el coy todo el día. No era posible hacer reproches, ni aunque estuviera tan iracundo como Lucifer después de su caída, lo cual distaba mucho de la realidad. Tanto él como los hombres bajo su mando, a pesar de la tediosa tarea de mantener un bloqueo, la más dura y fatigosa en la Armada, habían estado muy animados durante todas aquellas semanas y meses. Esto se debía a que pensaban en la riqueza que les aguardaba por haber capturado en septiembre un navío con un enorme tesoro, y si bien la riqueza no da la felicidad, la idea de obtenerla en breve produce un sentimiento muy similar. En su mirada había una gran benevolencia, aunque no aquella ternura con que contemplaba la Sophie, una embarcación pequeña y estanca que no navegaba bien de bolina, la primera que había estado bajo su mando. La Lively, en realidad, no le pertenecía; él estaba al mando temporalmente, como capitán suplente, hasta que su titular, el capitán Hammond, volviera de Westminster, donde ocupaba un escaño por la circunscripción de Coldbath Fields, representando los intereses de los Whigs. Y aunque Jack apreciaba y admiraba la eficiencia de la fragata y su silenciosa disciplina (desplegaba todo un conjunto de velas con la simple orden: «¡Zarpar!» y sólo en tres minutos cuarenta y dos segundos) no se acostumbraba a ellas. La Lively era un ejemplo excelente, claramente representativo de la estructura mental de los Whigs, y Jack era un Tory. Sentía admiración por ella, pero a la vez le parecía distante, como si fuera la esposa de un oficial compañero suyo, una mujer casta, elegante y falta de imaginación que organizara su vida según principios científicos.

El cabo Cépet estaba a babor. Jack se colgó el telescopio, se encaramó a los flechastes, que se doblaron bajo su peso, y subió jadeando hasta la cofa del palo mayor. Los gavieros le esperaban y habían enrollado un ala para que se sentara.

—Gracias, Rowland. Hace fresquito, ¿verdad? —dijo, dejándose caer en ella, todavía jadeante.

Apoyó el telescopio en la vigota más alta de los obenques del mastelero y enfocó el cabo Cépet. Enseguida apareció ante sus ojos, con gran nitidez, el puesto de señales, y a la derecha la zona este de la rada grande, donde se encontraban cinco navíos de guerra de setenta y cuatro cañones, tres de ellos ingleses: el Hannibal, el Swiftsure y el Berwick. A bordo del Hannibal, la tripulación practicaba cómo hacer rizos en las velas, y en el Swiftsure una gran cantidad de hombres subía por la jarcia, probablemente campesinos en el proceso de adiestramiento. Casi siempre los franceses tenían los barcos capturados en la rada exterior; lo hacían para molestar, lo cual indudablemente conseguían. A Jack le molestaban, y mucho, dos veces al día, pues subía a la cofa para observar la rada todos los días por la mañana y por la tarde. Subía, en parte, por celo profesional, si bien no existía ninguna posibilidad de que los franceses salieran, a menos que una fuerte tempestad y un furioso vendaval apartaran de su puesto a la flota inglesa; pero también subía porque de ese modo hacía un poco de ejercicio. Estaba engordando otra vez, pero no tenía ninguna intención de dejar de subir y bajar por la jarcia, como hacían algunos capitanes gruesos, pues le hacía inmensamente feliz sentir los obenques entre las manos y el constante movimiento de los aparejos y balancearse con el vaivén del barco mientras ascendía a la cofa.

Los restantes navíos anclados allí aparecían ahora ante su vista, y Jack, frunciendo el entrecejo, dirigió el telescopio hacia las fragatas enemigas para observarlas atentamente. Todavía había siete, y sólo una se había movido de su posición del día anterior. Eran embarcaciones muy hermosas, aunque, en su opinión, tenían los mástiles demasiado inclinados. Se acercaba el momento. La torre de la iglesia estaba casi en línea con la cúpula azul, y Jack enfocó de nuevo el telescopio concentrando toda su atención. Daba la impresión de que la tierra no se movía, pero poco a poco se abrieron los brazos de la pequeña rada y pudo verse el puerto interior, un tupido bosque de mástiles; las vergas estaban ya colocadas en ellos, y todo parecía preparado para salir y luchar. Había una bandera de vicealmirante, una de contraalmirante y el gran estandarte de un comodoro; nada había cambiado. Los brazos iban cerrándose; se deslizaron imperceptiblemente hasta juntarse, y la pequeña rada se cerró.

Jack dirigió entonces el telescopio hacia la colina del faro, luego hacia la que estaba detrás, y trató de encontrar el camino que llevaba a aquella pequeña taberna donde él, Stephen y el capitán Christy-Pallière habían comido y bebido tan maravillosamente no mucho tiempo atrás, junto con otro oficial francés cuyo nombre había olvidado. Hacía mucho calor entonces; hacía mucho frío ahora. La comida había sido extraordinaria entonces (¡Dios santo, habían comido a reventar!) y ahora era muy escasa. Al pensar en aquella comida, sintió una punzada en el estómago, pues la Lively, a pesar de ser considerada la embarcación mejor aprovisionada del puerto y mantener una actitud desdeñosa frente a las peor dotadas de la escuadra, tenía escasez de alimentos frescos, tabaco, leña y agua, lo mismo que el resto de la flota. Además, debido a la epidemia que se había extendido entre las ovejas y la cisticercosis que había atacado a los cerdos, incluso las provisiones de los oficiales habían sido reemplazadas por la horrible carne de caballo salada que comía en sus días de guardiamarina, y los marineros ya llevaban mucho tiempo comiendo sólo galletas. No obstante, quedaba una pequeña paletilla para la cena de Jack. «¿Debo invitar al oficial de guardia? Hace tiempo que no invito a nadie a mi cabina, excepto para desayunar», pensó. También hacía tiempo que no hablaba de igual a igual con nadie ni intercambiaba ideas. Sus oficiales, mejor dicho, los del capitán Hammond, porque Jack no les había escogido ni les había formado, le invitaban a cenar en la sala de oficiales una vez por semana y él les invitaba bastante a menudo a su cabina, y casi siempre desayunaba con el oficial y el guardiamarina de guardia, pero esos encuentros no resultaban divertidos. Todos los oficiales eran caballerosos, estaban un poco influenciados por Bentham y seguían estrictamente el protocolo naval, que prohibía a todo subordinado hablar con su capitán si éste no le dirigía antes la palabra, y por otra parte, estaban acostumbrados a tratar con el capitán Hammond, a quien, por su modo de pensar, ese rigor le resultaba agradable. Además, eran orgullosos (muchos podían permitirse serlo) y detestaban la adulación y la pugna por conseguir favores que solía haber en otros navíos. En cierta ocasión, llegó como tercero de a bordo un teniente tan adulador que le obligaron a cambiarse al Achilles a los dos meses. Mantenían en todo momento esa actitud distante, y aunque no les desagradaba en lo más mínimo el capitán suplente (en realidad, le consideraban un gran marino y un arrojado capitán) inconscientemente le veían como a un dios del Olimpo. Por todo ello, Jack vivía rodeado de un gran silencio que a veces le hacía sentirse muy triste. Pero sólo a veces, porque no permanecía inactivo mucho tiempo; había tareas que no podía dejar en manos del primer oficial, aunque fuera perfecto, y además, por las tardes supervisaba las clases de los guardiamarinas en su cabina. Eran jóvenes simpáticos, y ni la presencia de su capitán, un ser divino para ellos, ni la severidad de su maestro, ni el digno ejemplo de sus mayores conseguían que reprimieran su alegría. Ni siquiera podía conseguirlo el hambre, y tenían tanta que comían ratas desde hacía más de un mes. Las ratas las cazaba el encargado de la bodega, y ya sin piel, abiertas y limpias, como corderitos, las ponía a la venta; su precio subía de semana en semana y había llegado a alcanzar la asombrosa cifra de cinco peniques el cuarto.

Jack sentía simpatía por los jóvenes, y como muchos otros capitanes se ocupaba de su educación, su asignación económica, su formación profesional e incluso moral. Pero su asidua presencia en las lecciones no era totalmente desinteresada; de niño no se le daban bien las matemáticas, a bordo no había tenido una buena enseñanza, y aunque era un marino nato, había aprobado el examen de teniente porque se había aprendido todo de memoria y le habían ayudado la Providencia y dos capitanes del tribunal que estaban de su parte. A pesar de que su amiga Queenie le había explicado pacientemente qué era una tangente, una secante y un seno, nunca había entendido muy bien los principios de la trigonometría. En realidad, había aprendido a navegar de modo empírico, partiendo desde un nivel muy elemental, pero por suerte, como a muchos otros capitanes, la Armada siempre le proporcionaba la ayuda de un oficial experto en navegación. Sin embargo, ahora, influenciado quizá por el interés que existía en la Lively por la ciencia en general y por la hidrografía, estudiaba matemáticas, y como otros estudiantes tardíos, avanzaba a un ritmo muy rápido. El maestro enseñaba muy bien cuando estaba sobrio, y aunque los guardiamarinas no siempre atendían a sus clases, Jack sí que sacaba provecho de ellas. Por las noches, después del relevo de la guardia, observaba la luna o leía con auténtico deleite Secciones cónicas, de Grimble, cuando no le escribía a Sophie o tocaba el violín. «¡Qué asombrado se quedaría Stephen!», pensó. «Ahora podría hablarle como un filósofo. ¡Cuánto me gustaría que estuviera aquí!».

Pero la pregunta de si debía invitar al señor Randall a cenar estaba aún sin respuesta, y cuando estaba a punto de decidirse, oyó toser fuertemente al capitán de la cofa.

—Perdone, Su Señoría —dijo—, pero me parece que la Naiad ha avistado algo.

Tenía un acento cockney, en claro contraste con su rostro amarillento y sus ojos rasgados. Esto se debía a que la Lively, por haber pasado muchos años en los mares orientales, tenía tripulantes de raza amarilla, cobriza y negra, además de blancos, y todos, por haber trabajado tanto tiempo juntos, hablaban con el acento de Limehouse Reach, Wapping y Deptford Yard.

El Alto no era el único que había visto mucho movimiento en la cubierta de la fragata que les precedía. El hijo del señor Randall, completamente empapado, también lo observó desde el penol de la verga de la cebadera y abandonó su puesto, atravesó corriendo la cubierta y se reunió con sus compañeros.

—¡Está doblando el cabo! ¡Está doblando el cabo! —gritó, y su aguda vocecilla, propia de sus siete años, pudo oírse desde la cofa.

La Niobe apareció como por arte de magia entre la niebla que cubría las islas Hyères, navegando con las mayores y las gavias y formando a proa enormes olas blancas. Quizá traía comestibles, quizá alguna presa (todas las fragatas habían acordado compartir los botines), pero en cualquier caso les haría salir de la terrible monotonía y por eso era bienvenida.

—¡Y ahí está el Weasel! —añadió el niño.

El Weasel era un cúter grande que ocasionalmente hacía de mensajero entre la flota y las fragatas que estaban en los puertos. Seguramente también él traía provisiones y noticias del mundo exterior. ¡Qué feliz coincidencia!

El cúter navegaba bajo una nube de velas, escorado cuarenta y cinco grados, y la escuadra, que estaba en facha frente a Giens, le animó con sus gritos al ver que alcanzaba la estela de la Niobe y viraba a barlovento con la intención de adelantarla. En la fragata aparecieron las juanetes y el fofoque, pero la juanete de proa se desgarró cuando le ataban las empuñiduras, y antes de que los nerviosos tripulantes de la Niobe pudieran calmarse, el Weasel se encontraba cerca de la amura de estribor, a punto de adelantar a la fragata y de causarle una gran humillación. Las olas que se formaban a proa de la Niobe disminuyeron, y el cúter pasó a su lado como una bala, dando entusiastas vivas, para deleite de todos. Éste llevaba a bordo una señal con el número de la Lively, lo que indicaba que tenía órdenes para ella, y fue aproximándose a la escuadra hasta quedar situado a sotavento de la fragata, con su enorme vela mayor dando gualdrapazos y crujidos como los de una galería de tiro.

Pero no hubo preparativos para bajar un bote, sino que el capitán gritó que le lanzaran un cabo.

«¿No trae provisiones?», se preguntó Jack, frunciendo el entrecejo, sentado en la cofa. «¡Maldita sea!», pensó mientras sacaba un pie de allí y trataba de apoyarlo en las arraigadas. Pero alguien vio asomar por la escotilla principal del cúter la conocida saca color púrpura y gritó: «¡El correo!», y al oírlo, Jack se agarró al brandal y se deslizó rápidamente por él hasta la cubierta como si fuera un guardiamarina, olvidando su dignidad, mientras en sus delicados calcetines blancos se formaban carreras. Permaneció de pie, a una yarda de los oficiales de derrota y el centinela de guardia, esperando a que las dos sacas, balanceándose, cruzaran por encima del mar.

—¡Echad una mano! ¡Echad una mano! —gritó.

Y cuando por fin las sacas estuvieron a bordo, tuvo que hacer un gran esfuerzo por reprimir su impaciencia y esperar a que el guardiamarina las entregara solemnemente al señor Randall y éste las llevara hasta el alcázar.

—El Weasel ha traído esto del buque insignia, señor, con su permiso —dijo el señor Randall, quitándose el sombrero.

—Gracias, señor Randall —dijo Jack, llevándoselas a su cabina con gran cuidado.

Una vez allí, quitó de un tirón el sello de la saca del correo, desató la cuerda y echó un vistazo a las cartas, pasando con rapidez una tras otra. En tres estaba escrito: «Capitán Aubrey, Lively, navío de Su Majestad» con la letra de trazos redondeados pero firmes de Sophie, y eran muy abultadas, por lo menos el triple de una carta normal. Se las guardó en el bolsillo, sonriendo, y cogió la pequeña saca oficial o, mejor dicho, la bolsita, abrió la envoltura de lienzo alquitranado, después la de seda lubrificada y por último el pequeño sobre que contenía sus órdenes. Las leyó, frunció los labios y luego volvió a leerlas.

—¡Hallows! —gritó—. Avise al señor Randall y al segundo oficial. Entregue estas cartas al contador para que las reparta. ¡Ah, señor Randall! Por favor, haga señales a la Naiad comunicándole que tenemos permiso para abandonar la escuadra. Señor Norrey, tenga la amabilidad de poner rumbo a Calvette.

* * *

Por primera vez no había prisa, por primera vez no había aquella «sensación de agobio, de no tener ni un minuto que perder» de la que tan a menudo Stephen se había quejado. En esa época del año, en el Mediterráneo occidental soplaban casi ininterrumpidamente vientos del norte: el mistral, el gregal y la tramontana, todos favorables para navegar rumbo a Menorca, adonde se dirigía la Lively. Sin embargo, era importante no llegar a la isla demasiado pronto ni mantenerse cerca de la costa, levantando sospechas. Y puesto que las órdenes, que incluían las instrucciones de «causar daños a la flota, las comunicaciones y las instalaciones del enemigo», le daban a Jack una gran libertad de acción, ahora la fragata atravesaba el golfo de León rumbo a la costa de Languedoc, con todo el velamen desplegado que podía llevar, mientras la blanca espuma cubría de cuando en cuando el pasamanos por sotavento. La práctica con los cañones como cada mañana, una descarga tras otra en las solitarias aguas, y la agradable sensación que producía desplazarse velozmente bajo un sol brillante habían hecho desaparecer las expresiones malhumoradas y los murmullos de descontento del día anterior porque se habían quedado sin provisiones y sin crucero. Esas condenadas órdenes les habían arrebatado de las manos un crucero justo cuando les correspondía hacerlo y todos maldecían al odioso Weasel por sus inoportunas cabriolas y su exagerado despliegue de velamen que reflejaban la presunción de sus tripulantes, unos estúpidos de poca categoría. Dick El Javanés había comentado: «Si hubiera llegado navegando como un barco cristiano y no como uno turco, ya estaríamos a mitad de camino de la isla de Elba». Pero eso había sido el día anterior; el ejercicio, la posibilidad de encontrar algo bueno en cada nueva milla del amplio horizonte y sobre todo la placentera idea de que muy pronto serían ricos, habían logrado que los tripulantes de la Lively olvidaran rápidamente lo ocurrido y les habían devuelto la alegría. El capitán lo advirtió al dar el último recorrido por la cubierta antes de irse a su cabina para recibir a sus invitados y sintió una sensación extraña, difícil de definir. No era envidia, puesto que él era más rico que muchos de ellos juntos. «Más rico in posse», pensó y cruzó los dedos, un gesto habitual en él. Pero, en parte, tal vez era envidia, porque ellos tenían un barco y formaban un grupo muy unido; ellos tenían un barco y él no. No, no era envidia exactamente, no sería esa la definición de la envidia… Una sucesión de excelentes definiciones quedó interrumpida cuando el infante de marina, en el momento en que la ampolla del reloj se quedó vacía, fue hasta proa y tocó las cuatro campanadas, a la vez que el guardiamarina de guardia halaba la corredera. Jack corrió a su cabina de día y observó la larga mesa colocada de través; las bandejas de plata brillaban tanto con la luz del sol que los destellos llegaban hasta el techo, juntándose con el reflejo de las olas (¿cuánto tiempo resistiría el metal tanto brillo?). Las fuentes, los vasos y los platos estaban ya colocados y bien sujetos con barras de madera para que no se cayeran; el despensero y sus ayudantes estaban de pie junto a las jarras, como petrificados.

—¿Todo preparado, Killick? —preguntó.

—Hasta el último detalle, señor —respondió el despensero, y enseguida le indicó con la barbilla que mirara hacia atrás.

—Bienvenidos, caballeros —dijo Jack, volviéndose hacia donde señalaba la barbilla—. Señor Simmons, por favor, siéntese a la cabecera de la mesa; señor Carew, siéntese… ¡Cuidado, cuidado! —El pastor había perdido el equilibrio a causa de un bandazo a sotavento y había caído en su asiento con fuerza, como si fuera a moverlo por toda la cubierta—. Aquí, lord Garron; señor Fielding y señor Dashwood, por favor —les señalaba con la mano sus asientos—. Antes de empezar, quiero pedirles disculpas por esta cena —mientras hablaba, la sopa hacía un peligroso viaje de un lado a otro de la cabina—. A pesar de tener la mejor voluntad del mundo… Permítame, señor —sacó de la sopera la peluca del clérigo y le alcanzó a éste el cucharón—. Killick, traiga un gorro de dormir para el señor Carew, limpie esto y llame al guardiamarina de guardia. ¡Ah, señor Butler, mis felicitaciones al señor Norrey! Creo que podremos cargar la vela de mesana durante la cena. A pesar de tener la mejor voluntad del mundo, repito, esto se parece al banquete de Barmecida.

Esta frase le pareció muy buena y bajó la vista con modestia. Pero pensó que Barmecida no era famoso por ofrecerle carne fresca a sus invitados cuando vio allí, en el cuenco del pastor, la inconfundible forma de un botero, el más grande de los gusanos que se criaban en las galletas viejas, de cabeza negra y cuerpo liso y frío y de sabor peculiar. Y es que la sopa, naturalmente, la habían espesado con trocitos de galleta para contrarrestar el balanceo del barco. Como el pastor no llevaba mucho tiempo en la mar, posiblemente ignoraba que aquel gusano no era dañino, ni tampoco amargo como el gorgojo, así que podría rechazar la comida.

—¡Killick, otro plato para el señor Carew! —gritó—. Hay un pelo en su sopa… Sí, el banquete de Barmecida… Pero tenía especial interés en invitarles porque quizá sea ésta la última vez que tengo el honor de hacerlo. Iremos a Gibraltar, pasando primero por Menorca, y en Gibraltar el capitán Hammond volverá al barco. —Hubo exclamaciones de sorpresa y alegría debidamente mezcladas con otras de pena—. Y ya que he recibido instrucciones de causar daños a las instalaciones del enemigo en la costa, así como a su flota, desde luego, no creo que nos quede mucho tiempo libre para cenar después que doblemos el cabo Gooseberry. ¡Cuánto deseo que encontremos algo digno de la Lively! Lamentaría entregarla sin llevar al menos un ramito de laurel en la proa, o donde sea más adecuado llevar los laureles.

—¿El laurel crece en esta costa, señor? —preguntó el pastor—. ¿Es laurel silvestre? Siempre creí que se daba en Grecia. En verdad, no conozco el Mediterráneo más que por los libros, pero por lo que recuerdo, los clásicos no mencionan la costa de Languedoc.

—Bueno, señor, allí lo han encontrado, según creo —dijo Jack—. Dicen que es muy bueno para el pescado. Y también dicen que una o dos hojas realzan el sabor, pero más de dos son como un veneno mortal.

Siguieron diversas consideraciones sobre los peces: el pescado era un alimento completo, aunque no gustaba a los pescadores… el lenguado de Dover era el mejor…, los cisnes, las ballenas y esturiones pertenecían por ley al Rey…, los papistas habían clasificado las marsopas, las ranas y los frailecillos como peces por motivos religiosos… Y el señor Simmons contó que se había, comido una ostra en mal estado en el banquete de lord Mayor.

—Este pescado, señores —dijo Jack, cuando retiraron la sopera y trajeron un atún—, es lo único que realmente puedo recomendarles; lo ha pescado ese chino que está en su división, señor Fielding, ese chino bajito. No es El Alto ni El Bajo ni…

—¿John Satisfacción, señor?

—Ese mismo. Un tipo alegre, muy listo y hábil. Rodeó un largo trozo de filástica con pelo de las coletas de sus compañeros y colocó en el anzuelo un pedazo de corteza de cerdo con la forma de un pez, y así lo pescó. Además, tenemos una botella de buen vino para acompañarlo. La elección de este vino no es mérito mío, fue el doctor Maturin quien lo escogió; él entiende de estas cosas, incluso tiene viñedos propios. A propósito, haremos escala en Menorca para recogerle.

Dijeron que les encantaría volver a verle…, tenían muchos deseos de encontrarse de nuevo con él…, esperaban que estuviera bien…

—¿Menorca, señor? —preguntó el pastor, con aire pensativo—. ¿Pero no le habíamos devuelto Menorca a los españoles? ¿No es española ahora?

—Sí, así es —respondió Jack—. Creo que viaja con una autorización especial, ya que tiene propiedades en esas tierras.

—En esta guerra, los españoles se comportan mucho más civilizadamente que los franceses, por lo que se refiere a los viajes —afirmó lord Garron—. Un amigo mío que es católico obtuvo un permiso para ir de Santander a Santiago de Compostela a cumplir una promesa y viajó sin escolta, como un ciudadano normal, sin ningún problema. Aunque los franceses no son tan malos cuando se trata de hombres de ciencia. En el ejemplar de The Times que trajo el Weasel he leído que un científico de Birmingham fue a París a recibir un premio de la Academia francesa. Son los científicos los que viajan siempre, haya o no haya guerra; y según creo, señor, el doctor Maturin es una auténtica maravilla en todas las ciencias.

—¡Oh, desde luego que lo es! —exclamó Jack—. Es como el admirable Crichton: puede cortar una pierna en pocos minutos, decir el nombre en latín de todo ser viviente —miraba un amarillento gorgojo que caminaba rápidamente por el mantel— y habla tantas lenguas que es como una torre de Babel andante. Bueno, las habla todas menos la nuestra. ¡Dios santo! A estas alturas no sabe distinguir todavía babor de estribor —se rió con ganas—. Me gustaría que brindáramos por él.

—Con mucho gusto, señor —dijo el primer oficial, intercambiando con sus compañeros una mirada perspicaz que Jack había notado desde su llegada a la cabina—. Pero si me permite decírselo, señor, el ejemplar de The Times al que Garron ha aludido tenía otra noticia mucho más interesante, una noticia que nos ha llenado de entusiasmo a todos los oficiales, que guardamos un gran recuerdo de la señorita Williams. En nombre de todos, señor, quisiera darle nuestra más sincera enhorabuena y desearle felicidad. Y permítame sugerirle que antes del brindis por el doctor Maturin hagamos otro más importante.

* * *

Lively, en alta mar

Viernes 18

Amor mío:

Brindamos por ti, repitiendo tres veces tres hurras, el lunes pasado, porque el mensajero de la flota vino a traernos nuevas órdenes mientras vigilábamos el cabo Sicié, y también el correo, con tres hermosas cartas tuyas que compensaron mi frustración porque no fuimos autorizados a hacer un crucero, como nos correspondía, y dejó un ejemplar de The Times con el anuncio de nuestro compromiso, aunque yo no lo sabía ni había visto el ejemplar.

Había invitado a cenar a la mayoría de los oficiales, y el bueno de Simmons dio la noticia y propuso que brindáramos por tu felicidad. Dijo cosas muy hermosas de ti —que todos tenían un gran recuerdo de la señorita Williams cuando había hecho el viaje por el Canal que, lamentablemente, había sido muy corto, y todos eran tus fieles…— y muy bien expresadas. Me puse colorado como un tapabocas recién pintado y bajé la cabeza pudorosamente como una doncella. Y poco faltó para que empezara a lloriquear y pareciera una de verdad, pues deseaba con vehemencia volver a tenerte a mi lado en esta cabina. Luego Simmons, en nombre de los oficiales, preguntó si preferías una tetera o una cafetera, que querían regalarte con una inscripción apropiada. Sin duda, brindar por ti me hizo recobrar el ánimo y le dije que me parecía mejor una cafetera, sugiriéndole que la inscripción podía ser: «La Lively guarda un gran recuerdo». Todos la acogieron con entusiasmo, incluso el pastor, que es un tipo muy soso.

Y esa noche nos acercamos a la costa con un viento apropiado para desplegar las juanetes, y cuando avistamos el cabo Gooseberry pusimos rumbo al puesto de señales; desembarcamos a unas dos millas de éste y atravesamos las dunas para atacarlo por detrás, pues, justo como sospechaba, sus cañones de doce libras estaban colocados de tal manera que sólo podían disparar hacia el mar o la zona de la costa que abarcaban con un giro máximo de 75°. Era un camino difícil, y la arena, arrastrada por el fuerte viento que suele soplar en aquellas tierras, se nos metía en los ojos, la nariz y el cañón de las pistolas. Dice el pastor que los clásicos no mencionan esa costa, y me parece que los clásicos eran muy listos y sabían muy bien lo que hacían… allí las horribles tormentas de arena se suceden una tras otra. Pero a pesar de todo, guiándonos por la brújula, logramos llegar hasta el puesto sin ser advertidos, y entre exaltados gritos lo tomamos enseguida. Los franceses huyeron en cuanto entramos, todos menos un alférez, que se defendió como un héroe. Pero Bonden le sorprendió por detrás y le agarró por el cuello, y entonces él estalló en lágrimas y bajó su sable. Luego clavamos los cañones, destruimos el semáforo, volamos el polvorín, cogimos su código de señales y volvimos apresuradamente a los botes en que habíamos llegado. Fue un trabajo excelente, pero lento, y si hubiéramos tenido que contar con las mareas, lo cual no era necesario allí, nos habríamos visto perdidos. Y aunque los tripulantes de la Lively no están acostumbrados a estas piruetas, tienen mucha voluntad, e incluso a algunos se les dan bien.

El alférez aún estaba furioso cuando le llevamos a nuestro barco. Dijo que no nos habríamos atrevido ni a asomarnos por allí si la Diomède, la fragata en que iba su hermano, hubiera estado todavía cerca de la costa, pues ella nos habría destrozado; creía que alguien nos había avisado, ya que había traidores en todas partes, y afirmaba que él mismo había sido traicionado. Hizo referencia a la partida de la fragata hacia Port-Vendres, pero no entendimos bien si había zarpado hacía tres días o tres horas, porque hablaba muy rápido… y no en inglés, desde luego. En ese momento salíamos a alta mar, donde había bastante marejada, y ya no dijo nada más, el pobre, tuvo que callarse porque se había mareado.

La Diomède es una de sus más potentes embarcaciones, una fragata de cuarenta cañones de dieciocho libras. Siempre he anhelado encontrarme con ella, pero ahora lo anhelo más aún, porque —no pienses mal de mí, amor mío— debo dejar el mando de este barco dentro de pocos días y ésta es mi última oportunidad de destacarme para poder conseguir otro; y como ya se sabe, en tiempo de guerra, un barco es tan necesario para un marino como una esposa. No es preciso que lo consiga inmediatamente, desde luego, pero sí mucho antes de que todo termine. Así que pusimos rumbo a Port-Vendres (podrás encontrarlo en el mapa, está en el extremo inferior derecho de Francia, donde las montañas se unen con el mar, justo antes de empezar España), capturamos dos barcas de pescadores que encontramos en el camino y avistamos el cabo Béar poco después del crepúsculo, cuando aún había luz en las montañas que rodeaban la ciudad. Les compramos a los pescadores todo el pescado que llevaban y les prometimos que les devolveríamos sus barcalongas, pero eran tipos huraños y no les pudimos sacar nada. —¿Está la Diomède en Port-Vendres?… Sí, quizá… ¿Se fue a Barcelona?… Bueno, tal vez… ¿Son ustedes un atajo de tontos que no entienden ni el francés ni el español?… Sí, monsieur—, sólo abrían los brazos dando a entender que lo sentían pero que eran simplemente unos humildes pescadores. Y cuando le pedimos ayuda al alférez, adoptó una actitud altiva y se mostró sorprendido de que un oficial británico pudiera creer que él colaboraría en el interrogatorio de los prisioneros; luego hizo una serie de consideraciones sobre honneury patrie que debían de ser muy edificantes pero que no entendimos en absoluto.

Así que mandé a Randall a entrar al puerto en uno de los barcos pesqueros. Es un puerto alargado, con el canal de acceso en forma de línea quebrada y una entrada muy estrecha protegida por un amplio malecón, una batería a cada lado y otra de cañones de veinticuatro libras en lo alto de Béar. A los barcos les resulta difícil entrar y salir de él, pues la infernal tramontana azota la estrecha entrada, pero está muy resguardado y sus aguas son profundas y llegan a la altura de los muelles. Al regresar, Randall dijo que había gran cantidad de barcos dentro del puerto y había visto uno muy grande de jarcia de cruz al final, y aunque no estaba seguro de que fuera la fragata Diomède, pues dos botes de guardia habían pasado por delante y estaba muy oscuro, era muy probable.

Para no aburrirte con detalles, mi queridísima Sophie, te diré que le atamos cinco guindalezas unidas por un extremo a nuestra mejor ancla, que dejamos firmemente asentada en el fondo arenoso para poder remolcar la fragata en caso de que la batería más alta nos arrancara algún palo, y antes de que amaneciera nos acercamos a la costa con viento moderado del NNE. Entonces comenzamos a disparar contra las baterías que protegían la entrada. Cuando hubo mucha más luz, y aquel era un día realmente luminoso, ordenamos a los grumetes que se pusieran las chaquetas rojas de los infantes de marina y fueran en los botes hasta un pueblo situado al otro lado del cabo más cercano; y como esperaba, todos los soldados de la caballería, dos escuadrones, empezaron a descender trabajosamente por el único y sinuoso camino que llevaba a la costa para evitar que desembarcaran. Pero antes de que se hiciera de día, ordenamos que las barcalongas, repletas de marineros bajo las escotillas, fueran hasta el otro lado del cabo Béar y luego se acercaran a la costa. Al recibir una señal se dirigieron a tierra rápidamente, navegando de bolina (con velas latinas se navega con asombrosa rapidez) y desembarcaron en una cala de aquel lado del cabo. Luego rodearon la batería situada al sur, lograron hacerse con su control, giraron los cañones y abrieron fuego contra la otra batería, o lo que quedaba de ella después de recibir los cañonazos de la fragata. Entretanto nuestros botes regresaron, y enseguida saltamos a ellos; y mientras la fragata disparaba hacia el camino que llevaba a la costa para impedir a los soldados volverse atrás, nosotros nos avanzamos hacia el puerto a la mayor velocidad posible. Tenía grandes esperanzas de poder llevarme a la Diomède, pero desgraciadamente la que estaba allí no era ella sino un enorme barco abastecedor, el Dromadaire, que no nos dio problemas. Pero cuando una brigada iba sacándolo del puerto con las gavias desplegadas, llegaron desde las montañas ráfagas de viento que lo azotaron por proa, y como era difícil de gobernar por su inmenso tamaño y navegaba mal de bolina, se quedó detenido en la entrada del puerto, junto al malecón, y empezó a hacer agua enseguida. Así que le prendimos fuego hasta la línea de flotación, quemamos todos los demás barcos, menos los de pescadores, volamos los puestos militares de ambos lados con su propia pólvora y recogimos a nuestros hombres. Killick había pasado parte del tiempo de compras, y traía leche fresca, pan, mantequilla, café y el sombrero lleno de huevos. Los tripulantes de la Lively tuvieron un buen comportamiento, no asaltaron las tabernas, y era estupendo ver a los infantes de marina formando en el muelle, tan bien alineados como si se fuera a pasar revista, aunque tenían un aspecto deplorable y muy extraño con las camisas de cuadros y los jerséis, de marinero. Regresamos a los botes muy tranquilos y sobrios y nos dirigimos hacia la fragata.

Pero la fragata se había alejado, porque le disparaban desde la fortaleza en lo alto del cabo Béar, y dos cañoneras se habían aproximado desde la costa para interponerse entre ella y nosotros y nos lanzaban metralla con sus cañones de dieciocho libras. No podíamos hacer otra cosa que acercarnos a ellas, y eso hicimos. Entonces, cuando estábamos a punto de abordar una, me quedé muy sorprendido al ver lo que hacían los tripulantes de la lancha (y ya sabes que la mayoría son chinos o malayos, personas calladas, corteses y de buen comportamiento), pues la mitad de ellos se tiraron al agua y los otros fueron a agacharse junto a la borda. Solamente Bonden, Killick, el joven Butler y yo dimos una especie de grito de ataque cuando llegamos junto a la cañonera, y me dije: «Jack, estás perdido, has contado con un grupo de hombres que no te van a seguir». Pero no había alternativa, así que, entre débiles gritos, la abordamos.

Hizo una pausa…, la tinta de la pluma comenzó a secarse. Recordaba con viveza cómo los chinos habían subido por el costado segundos antes de que empezaran los disparos de mosquete y, desafiando las balas, silenciosamente, atacaban en parejas a los tripulantes: uno tumbaba a un hombre al suelo y el otro le cortaba la cabeza, y enseguida cogían a otro y repetían la operación. Llevaron a cabo el ataque de proa a popa, de forma sistemática y eficiente, sólo gritando a veces para comunicarse, no para expresar su rabia. Y justo después de comenzar el ataque, subieron por el otro costado los marineros javaneses, que habían pasado nadando por debajo de la quilla, y cuando los franceses vieron aparecer sus manos cobrizas a lo largo del pasamanos de la cañonera, empezaron a correr por la resbaladiza cubierta dando gritos, mientras la gran vela latina daba gualdrapazos. Y entretanto, lenta pero tenaz, continuaba aquella silenciosa lucha cuerpo a cuerpo, sólo con cuchillos y cuerdas. Recordaba cómo aquel marino que luchaba con él en la proa, un tipo achaparrado con un gorro de lana, había caído finalmente por la borda, tiñendo de rojo el agua. Entonces él había gritado: «¡Amarrar esas escotas! ¡Coger el timón! ¡Llevar los prisioneros bajo las escotillas!», y Bonden le había respondido asombrado: «No hay prisioneros, señor». Recordaba el intenso rojo de la cubierta, que brillaba al sol, a los chinos agachados en parejas junto a los muertos, despojándoles meticulosamente de sus pertenencias, a los malayos recogiendo las cabezas y formando montones redondos como balas, y a otro marinero hurgando en el vientre de un cadáver. Al timón había dos hombres, y a su lado, en un bulto, tenían su botín; las escotas ya estaban bien amarradas. Había visto escenas horribles… —la matanza a bordo de un navío de setenta y cuatro cañones en una encarnizada batalla de la Armada, numerosos abordajes, la bahía de Aboukir después de explotar el Orion— y, no obstante, sentía náuseas; la captura de un barco era un asunto profesional lo mismo que otros, pero le hacía sentirse asqueado de su profesión. Recordaba todo esto con viveza, pero ¿cómo podía describirlo con palabras si no se le daba bien escribir? A la luz de la lámpara observó la herida que tenía en el antebrazo, por cuyo vendaje todavía salía sangre, y reflexionó. Enseguida comprendió que, en realidad, no deseaba en absoluto describirlo, ni mucho menos. Para Sophie, la vida en la mar debía de ser, bueno, no como ir de picnic cada día, pero algo bastante parecido, con algunas dificultades, por supuesto (escasez de café, leche fresca y vegetales), y de vez en cuando algunos cañonazos y cruces de sables que no herían a nadie; pensaría que los muertos tenían una muerte instantánea, a causa de heridas que no podían verse, y que eran simples números en la lista de bajas. Mojó la pluma y continuó escribiendo.

Pero me había equivocado. Abordaron el barco por ambos costados, tuvieron un comportamiento excelente y todo terminó en pocos minutos. La otra cañonera se retiró en cuanto recibió dos cañonazos desde la proa de la Lively. Entonces, con los botes a remolque, fuimos a reunirnos con la fragata, desplegamos las velas con gran rapidez, recuperamos las estachas y salimos a alta mar. Una vez allí, viramos al ESE ½ E, pues no creí conveniente ir hasta Barcelona persiguiendo a la Diomède, ya que nos alejaríamos mucho de Menorca, por el oeste, y podría llegar tarde a mi cita, lo cual no sería correcto. En realidad, tenemos tiempo de sobra, porque esperamos avistar Fornells al amanecer.

Queridísima Sophie, confío en que me perdonarás estos borrones; la fragata está en facha y tiene un fuerte cabeceo debido a la marejada, y además, me he pasado la mayor parte del día tratando de estar en tres lugares o más al mismo tiempo. Seguramente dirás que no debería haber desembarcado en Port-Vendres, que he sido un egoísta y un desconsiderado con Simmons; sé muy bien que un capitán debería dejar las acciones de ese tipo a su primer oficial, pues son las que ofrecen a éste la mejor oportunidad de destacarse. Pero no sabía cómo iban a comportarse ellos, ¿comprendes? No es que dudara de su buena conducta, pero creía que estaban más preparados para luchar a la defensiva o en un combate entablado por la escuadra, que les faltaba empuje y agilidad porque no tienen práctica, no han hecho incursiones rápidas. Por eso llevé a cabo el ataque en pleno día, porque era más fácil advertir las equivocaciones; y me alegré mucho de haberlo hecho, pues hubo momentos en que la lucha estuvo muy reñida. En general, todos tuvieron un buen comportamiento (los infantes de marina hicieron maravillas, como siempre) pero en una o dos ocasiones las cosas podrían haberse complicado. La fragata tiene el casco perforado en algunos puntos, las crucetas del palo trinquete destrozadas, la jarcia cortada en varias partes y ha perdido la verga de la mesana redonda, pero podría entablar un combate mañana mismo. Por otra parte, hemos tenido muy pocas bajas, como podrás comprobar por la carta que se hará pública, y en cuanto al capitán, sólo se ha visto afectado por una gran preocupación por su seguridad personal y la pérdida de su taza de desayuno, que se hizo añicos cuando la llevaban a la bodega durante el zafarrancho de combate.

Pero te prometo que no lo haré más. Y creo que el destino me ayudará a cumplir esta promesa, porque si se mantiene este viento, dentro de pocos días estaré en Gibraltar sin ningún barco con que volver a hacerlo.

«Volver a hacerlo», escribió otra vez. Entonces apoyó la cabeza sobre los brazos y enseguida se quedó dormido.

* * *

—Fornells a un grado por la amura de estribor, señor —anunció el primer oficial.

—Muy bien —dijo Jack en voz baja, con la sensación de que iba a estallarle la cabeza y sintiendo la tristeza que solía invadirle después de una batalla—. Manténgala en facha. ¿Ya está limpia la cañonera?

—No, señor, me temo que no —respondió Simmons.

Jack no dijo nada. El día anterior había sido muy duro para Simmons, pues se había desgarrado la piel de las espinillas en Port-Vendres cuando subía corriendo la escalera de piedra del muelle, y seguramente por eso estaba menos activo, pero aun así Jack se sorprendió de ello. Se acercó a un costado y miró hacia la presa; todo hacía indicar que no la habían limpiado. Observó que aquella mano cortada que antes tenía un color rojo brillante ahora estaba negruzca y encogida y por su aspecto podría confundirse con una enorme araña muerta. Se volvió y miró hacia el contramaestre y su brigada, que trabajaban en lo alto de la jarcia, luego hacia el carpintero y sus ayudantes, que tapaban un agujero de bala en el otro costado, y entonces, con una sonrisa forzada, dijo:

—Lo primero es lo primero. Probablemente la mandaremos a Gibraltar esta noche y me gustaría echarle un vistazo antes.

Esa era la primera vez que le hacía un reproche a Simmons, aunque fuera de manera indirecta. El pobre hombre, que cojeaba y apenas podía ir al paso de su capitán, se lo tomó muy mal, y su expresión era tan angustiada que Jack pensó decirle algo que le animara, pero en ese momento apareció Killick.

—El café está servido, señor —dijo en tono malhumorado.

Y mientras Jack corría hacia su cabina, le oyó decir: «… estará helado…, en la mesa desde las seis campanadas…, se lo he dicho una y otra vez…, tanto que ha costado conseguirlo y lo deja enfriar». Estas palabras parecían dirigidas al infante de marina que estaba de centinela, pero el horror de su mirada, proporcional a su respeto, casi su devoción por Jack, igual al que sentían todos los demás en el barco, indicaba que se negaba a prestarles atención y a apoyarlas.

En realidad, el café estaba todavía tan caliente que Jack casi se quemó la lengua.

—Excelente café, Killick —dijo, después de beberse toda la cafetera.

Killick dio un gruñido y luego, sin darse la vuelta, dijo:

—Supongo que querrá usted otra cafetera, señor.

¡Tan fuerte y caliente, qué bien le sentó! Notaba con placer que su embotada mente estaba cada vez más activa. Empezó a tararear un fragmento de Fígaro y se interrumpió para ponerle mantequilla a una tostada. Killick era un maldito bastardo. Suponía que si intercalaba muchas veces la palabra «señor» en las frases, las otras palabras no tenían importancia. Pero lo cierto era que había conseguido café, pan, mantequilla y huevos en la costa y que se los había servido a la mañana siguiente de una dura batalla, a pesar de que todo permanecía encerrado en las bodegas y un costado de la cocina había quedado destrozado por los cañonazos del cabo Béar. Jack conocía a Killick desde que le habían dado su primer mando, y a medida que él había subido de categoría Killick se había vuelto más malhumorado. Ahora estaba más enfadado que de costumbre, porque Jack se había roto el uniforme —el tercero ya— y había perdido un guante.

—La chaqueta rota por cinco lugares… Este corte que el sable le hizo en la manga no sé cómo voy a zurcirlo. Este agujero de bala tiene el borde chamuscado, nunca podré quitar esas manchas de pólvora. Los calzones hechos trizas y todo lleno de sangre y asqueroso como si se hubiera revolcado en un establo, señor. ¡No sé lo que diría la señorita…! ¡Quisiera que Dios me dejara ciego! La charretera completamente destrozada. ¡Jesús, qué vida!

Desde fuera llegaba el ruido de las bombas y los gritos de: «¡Coger y pasar! ¡Coger y pasar!» mientras se extendía la manguera; todo indicaba que los lampaceros iban a subir a bordo de la cañonera. Y poco después, cuando Killick había acabado de repetirle el sermón del uniforme del día anterior, recordándole cuánto costaba, el señor Simmons mandó preguntarle si podía atenderle.

«¡Dios mío! ¿Habré sido demasiado rudo y severo?», pensó, y luego en voz alta dijo:

—Dígale que pase. Pase, pase, señor Simmons. Siéntese. ¿Le apetece una taza de café?

—Gracias, señor —dijo Simmons, mirándole inquisitivamente—. ¡Qué aroma tan delicioso! Me he tomado la libertad de molestarle porque Garron encontró esto en un cajón cuando registraba la cabina del capitán de la cañonera. No tengo tantos conocimientos de francés como usted, señor, pero en cuanto le eché un vistazo pensé que debía usted verlo inmediatamente.

Entonces le pasó a Jack un libro ancho y delgado, con las tapas hechas de láminas de plomo.

—¡Oh! —exclamó Jack, con un intenso brillo en la mirada—. ¡Bendito sea Dios! ¡Hemos encontrado un tesoro! Señales secretas…, un código numérico…, señales luminosas…, de reconocimiento en la niebla…, de los españoles y otros aliados… ¿Sabe usted lo que quiere decir bannière de partance? El pavillon de beaupré es la bandera de proa. El misaine es el palo trinquete, aunque usted no lo crea. ¿Qué significará hunes de perroquet?. Bueno, al diablo las hunes de perroquet los dibujos están muy claros. Son estupendos, ¿verdad? —Volvió a observar la portada—. Es válido hasta el día veinticinco. Probablemente lo cambiarán con la luna. Espero sacar provecho de él; es un tesoro, pero sólo mientras tenga validez. ¿Cómo va el trabajo en la cañonera?

—Muy adelantado, señor. Estará lista para recibir su visita en cuanto las cubiertas se hayan secado.

Existía en la Armada la superstición de que el suelo mojado era mortal para los oficiales superiores y que su peligrosidad aumentaba a medida que la graduación era más alta. Pocos primeros oficiales salían a la cubierta si no estaba casi terminada la limpieza de cada mañana y ningún capitán de fragata ni de navío subía hasta que las hubieran secado completamente con lampazos y rodillos de goma. Justo en ese momento secaban con lampazos las cubiertas de la cañonera.

—Pienso enviarla a Gibraltar al mando del joven Butler, acompañado de uno o dos cabos responsables y la tripulación de la lancha. Butler tuvo un destacado comportamiento —le disparó al capitán de la cañonera—, y también los otros, aunque siguiendo sus salvajes costumbres. Tener un mando le hará bien. ¿Tiene alguna observación que hacer, señor Simmons? —preguntó, mirando al teniente a los ojos.

—Bueno, señor, ya que ha tenido la delicadeza de preguntarme, le sugeriría que enviara otra tripulación. No tengo nada que decir en contra de esos hombres, son callados, atentos, están sobrios, no crean problemas y jamás se les ha llevado al enjaretado, pero capturamos a los chinos en un junco que iba armado y sin ninguna carga, seguramente un barco pirata, y a los malayos en un prao con las mismas características, y pienso que si les mandamos lejos podrían tener la tentación de volver a sus antiguos hábitos. Si hubiéramos encontrado alguna prueba, les habríamos ahorcado; llegamos a colocar la cuerda en un penol, pero el capitán Hammond, que también es abogado, sintió escrúpulos porque faltaban pruebas. Poco después corrió el rumor de que se las habían comido.

—¿Piratas? Ahora entiendo. Eso explica muchas cosas. Sí, muchas, desde luego. ¿Está usted seguro?

—No me cabe ninguna duda, tanto por las circunstancias en que les encontramos como por los comentarios que se les han escapado. En esos mares, desde el golfo Pérsico hasta Borneo, uno de cada dos barcos es pirata, o se comporta como tal si se presenta la ocasión. Allí tienen otro modo de ver las cosas. Pero, si le digo la verdad, no me gustaría ver ahora al Alto ni a John Satisfacción colgando de una cuerda con nudo corredizo, porque han cambiado mucho desde que están entre nosotros. Han dejado de rezar a los iconos y de escupir en la cubierta y escuchan con gran respeto los pasajes que les lee el señor Carew.

—¡Oh, no! ¡Ahora no es posible! —exclamó Jack—. Si el Juez Supremo de la Armada me dijera que ahorcara a un capitán de la cofa o tan siquiera a un marinero de primera le diría… me negaría. Pero, como dice usted, no debemos propiciar que sientan esa tentación. Había pensado en ello como una mera posibilidad, pero tal vez sea mejor que la cañonera siga con nosotros. Sí, creo que es mejor. De todas formas, Butler irá al mando. Por favor, tenga la amabilidad de decirle que escoja una tripulación adecuada.

La cañonera siguió con ellos. Y cuando ya anochecía, el bote de la Lively, dando un rodeo por detrás de la popa, se dirigió hacia la costa, hacia la borrosa silueta de la isla. Desde su propio alcázar, el señor Butler dio la orden de saludar, y su voz, al principio muy grave, subió de tono hasta volverse chillona, porque por primera vez sentía la angustia que un mando traía consigo.

Jack estaba sentado en la popa del bote, envuelto en una capa alquitranada y con un farol de señales entre las rodillas. Se sentía contento por anticipado, pues iba a ver a Stephen Maturin después de mucho tiempo, un tiempo que le había parecido aún más largo debido a la horrible monotonía del bloqueo. ¡Qué solo se había sentido sin escuchar aquella voz áspera y desagradable! Había doscientos cincuenta y nueve hombres viviendo mezclados en la cubierta inferior y el que hacía el número doscientos sesenta era un ermitaño; pero ese era el destino de todos los capitanes, la culminación de la profesión de marino, y como tantos otros, cuando era teniente había puesto todo su empeño en conseguir ese absoluto aislamiento, aunque admitirlo no cambiaba en nada sus consecuencias. Filosofar no le servía de consuelo. Seguramente Stephen habría visto a Sophie hacía muy pocas semanas y tendría algún mensaje de ella, tal vez incluso una carta. Jack llevó la mano al rizo de pelo que tenía oculto en su pecho y se quedó ensimismado. Las olas moderadas llegaban por popa, empujando el bote hacia tierra, y Jack se adormeció con su vaivén y con el crujido y el movimiento acompasado de los remos. Y aun dormido sonreía.

Conocía bien aquella cala, lo mismo que la mayor parte de la isla, porque había estado de servicio en ella cuando era posesión británica. Se llamaba Cala Blau, y él y Stephen habían ido allí a menudo desde Puerto Mahón para ver una pareja de halcones de patas rojas que tenían su nido en lo alto del acantilado.

La reconoció enseguida, en el mismo momento que Bonden, su timonel, levantaba la vista de la brillante aguja náutica y daba una orden en voz baja para desviar apenas el rumbo. Allí estaba el curioso pico rocoso, la capilla en ruinas, recortándose sobre el horizonte, y un agujero muy oscuro en la parte baja del acantilado que era una cueva donde las focas fraile tenían a sus crías.

—¡Dejen de remar! —susurró, y movió el farol de señales en dirección a la costa, tratando de ver en la oscuridad.

No hubo ninguna señal luminosa en respuesta, pero eso no le preocupó. Entonces ordenó:

—¡Ciar!

Y cuando los remos se hundieron en el agua, acercó su reloj a la luz. Habían calculado bien el tiempo: diez minutos para llegar. Pero Stephen no tenía, ni podría tener dada su propia naturaleza, el sentido del tiempo de un marino. De todas formas, ese sólo era el primero de los cuatro días en que podrían reunirse.

Volvió la mirada hacia el este. Vio las primeras estrellas de las Pléyades brillando en el horizonte y recordó que una vez que había recogido a Stephen en una playa desierta las estrellas brillaban así. El bote tenía un suave cabeceo y mantenía la popa hacia tierra con un simple toque de remos. Ahora las Pléyades habían subido y podía verse toda la constelación. Hizo otra señal. «Es muy probable que no pueda encender una luz», pensó, todavía sin inquietarse. «En cualquier caso, quisiera caminar por allí. Además, le dejaré un mensaje secreto». Entonces, en voz alta, dijo:

—Acerque el bote a la costa, Bonden. Despacio, despacio, sin hacer ruido.

El bote se deslizó por las oscuras aguas, donde se reflejaba la luz de las estrellas. Se detuvieron dos veces para escuchar; una de las veces se oyó el resoplido de una foca que salía a la superficie, y luego nada más, hasta que se escuchó cómo la arena arañaba la proa.

De un extremo a otro recorría la playa en forma de media luna, con las manos tras la espalda, dejando algunas señales secretas que harían sonreír a Stephen si faltaba al primer encuentro. Sentía cierta tensión, sin duda, pero ésta no se parecía en nada a la terrible ansiedad que le había invadido aquella noche mucho tiempo atrás, al sur de Palamós, cuando no sabía de lo que su amigo era capaz.

Saturno apareció por detrás de las Pléyades. Subió y subió hasta situarse casi a diez grados del horizonte. Por encima de su cabeza, Jack oyó un ruido de guijarros en el sendero que atravesaba el acantilado. Lleno de esperanza, levantó la mirada y, al distinguir una silueta que se movía, empezó a silbar muy bajo Deh vieni, non tardar.

No hubo una respuesta inmediata, pero poco después, desde arriba llegó una voz:

—¿Capitán Melbury?

Jack permaneció detrás de una roca, sacó su pistola y la montó.

—¡Baje! —dijo amablemente, y después se volvió hacia la cueva—. ¡Bonden, ven!

—¿Dónde está usted? —susurró la voz al pie del acantilado.

Cuando Jack estuvo seguro de que nada se movía en el sendero, dio varios pasos por la arena y alumbró con el farol a un hombre vestido con una capa marrón, de rostro cetrino y expresión cansada, acentuada por aquella luz en medio de la oscuridad. El hombre se adelantó con los brazos extendidos y repitió:

—¿Capitán Melbury?

—¿Quién es usted, señor? —preguntó Jack.

—Joan Maragall, señor —susurró en inglés con acento menorquín, muy parecido al inglés que hablaban en Gibraltar—. Me manda Esteban Domanova. Me encargó que le dijera: Sophie, Mapes, Guarneri.

Melbury Lodge era la casa que ambos habían compartido; Domanova era el segundo apellido de Stephen; y en cuanto a Guarneri, nadie más que Stephen sabía que había estado a punto de comprarse uno. Desmontó la pistola y la tiró hacia atrás.

—¿Dónde está?

—Ha sido capturado.

—¿Capturado?

—Sí, capturado. Me dio esto para usted.

A la luz del farol, Jack vio en el papel una serie de palabras dispersas e inconexas. Empezaba: «Querido J…», luego algunas palabras, filas de números y por último la firma, una «S» de sinuosas curvas con uno de los extremos saliéndose por la punta del papel.

—Ésta no es su letra —susurró, inmóvil en la oscuridad, con la certeza de que había ocurrido lo peor y sintiendo desconfianza otra vez—. Ésta no es su letra.

—Le han torturado.