Capítulo 7

Fruta fresca para los enfermos había, sin duda, y también abundante comida para quienes tuvieran tiempo de comérsela. Sin embargo, aparte de los omnipresentes olores y un poco de arac que subieron a bordo furtivamente, las maravillas de Oriente y los palacios de mármol seguían siendo para la Surprise objetos distantes, sólo imaginarios. La fragata fue llevada directamente al astillero, donde la despojaron de todos los aparejos, le quitaron los cañones y vaciaron sus bodegas para ver el fondo; y encontraron éste en tales condiciones que el encargado del astillero mandó despejar enseguida el dique seco para llevarla allí antes de que se hundiera.

El almirante, un hombre sonrosado y alegre, la visitó personalmente e hizo grandes elogios de ella, pero de inmediato dejó a Jack sin su primer oficial, al nombrar al señor Hervey capitán de corbeta y asignarle una de dieciocho cañones. De esa forma, todo el trabajo de volver a armar la fragata recaía sobre su capitán.

El almirante, sin embargo, tenía conciencia y, además, sabía que el señor Stanhope era un hombre de cierta importancia, así que intercedió con el encargado en favor de ellos y todos los recursos de aquel astillero tan bien equipado quedaron a disposición de la Surprise. Los estragos causados por la sanguijuela borriquera no eran nada comparados con los del capitán Aubrey al pasar por un astillero de Tom Tiddler lleno de brea, cáñamo, estopa, aparejos, cabos, acres de lona, brillantes láminas de cobre, palos, poleas, botes y baos de batería naturales, y a pesar de que él también estaba deseoso de pasearse por la costa coralina bajo los cocoteros, le dijo a Stephen:

—Mientras esto dure, ningún hombre abandonará el barco. Hay que recoger la fruta cuando está madura, como decía nuestro amigo Christy-Pallière.

—¿No crees que los hombres se sentirán descontentos? ¿No crees que podrían ponerse todos de acuerdo para abandonar el barco?

—No se sentirán contentos, pero saben que debemos tomar el monzón con un barco bien equipado; y saben que pertenecen a la Armada. A quien lo quiere celeste, que le cueste.

—Querrás decir que no se puede repicar y estar en la procesión.

—No, no, tampoco es eso. Quiero decir…, me gustaría que no me confundieras, Stephen. Quiero decir que tenemos más o menos una semana para coger todo lo que queramos, pues después llegarán la Ethalion y la Revenge pidiendo a gritos palos y cabos. Seguro que entonces podremos tomarnos las cosas con más calma, con la ayuda de los calafates nativos del astillero, y la tripulación podrá salir de permiso. Pero hay mucho trabajo que hacer… ¿Has visto el sobretrancanil? Tendremos que trabajar durante largas semanas y muy deprisa.

Desde que había entrado en contacto con la Armada, Stephen se había sentido agobiado por la prisa: prisa para ver lo que aparecía en el horizonte, prisa para llegar a un puerto determinado, prisa para alejarse de él si ocurría algo en un punto distante y prisa ahora no sólo para recoger la fruta sino para tomar el monzón. Si no llevaban al enviado del Rey a Kampong en cierta fecha, Jack se vería obligado a hacer todo el camino de regreso navegando contra vientos de proa y tardaría meses, un tiempo valioso durante el cual podría participar activamente en la guerra.

—La guerra podría acabarse antes de que dobláramos El Cabo si perdemos el monzón del noreste —continuó—, y eso sería desastroso.

Además, ahora tenía una incomparable oportunidad de conseguir que la Surprise volviera a ser lo que era y estuviera como debería estar. Pero a Stephen no le interesaba nada de eso, y el deseo que en vano empujaba a Jack a bajar a tierra era en él una llama ardiente, una fuerza arrolladora, irresistible.

Mientras observaba a Jack acariciar un grueso mástil de la mejor teca de la isla, le dijo:

—Mis pacientes están el hospital y el señor Stanhope se recupera en casa del gobernador; no tengo nada que hacer aquí. Debo pasar algún tiempo en tierra, diversos asuntos requieren mi presencia en tierra.

—Puedes bajar —dijo Jack con aire ausente—. ¡Señor Babbington! ¡Señor Babbington! ¿Dónde está ese maldito perezoso del carpintero? Puedes bajar, pero por muy ocupado que estés no te pierdas cómo plantamos los mástiles. Los traemos con la machina flotante, que puede elevarlos con una facilidad pasmosa; es la cosa más bonita del mundo. Te avisaré el día antes. Lamentarías no poder ver la machina flotante en acción.

Stephen iba a la fragata de cuando en cuando. Una vez fue con un matemático parsi que quería ver las cartas marinas de la fragata; otra vez con una niña de raza desconocida que le había encontrado perdido entre los búfalos acuáticos en la llanura de Aungier, corriendo el peligro de ser pisoteado por ellos, y le había sacado de allí de la mano, hablándole todo el camino en urdu, aunque adaptándolo para conseguir un mínimo de comprensión; y otra vez con un patrón de barco chino, un cristiano de Macao que en un tiempo había estudiado para sacerdote, con quien conversaba en latín mientras le enseñaba el funcionamiento de la bomba de cangilones. Y algunas veces iba a ver a Jack a su casa, donde, en teoría, también él tenía alojamiento. Jack era demasiado discreto para preguntarle dónde dormía cuando no estaba allí con él y demasiado educado para hacer comentarios al verle aparecer unas veces envuelto en una toalla, otras vestido como un europeo y otras con una túnica y pantalones blancos, pero siempre con una expresión cansada y a la vez satisfecha.

Se quedaba a dormir donde le apetecía o donde el profundo cansancio le obligaba: bajo los árboles, en galerías, en un caravasar, en las escaleras de un templo o en el suelo, rodeado de filas de hombres que solían dormir allí, envueltos en una especie de sudario. En la abarrotada ciudad, donde habitualmente se mezclaban cientos de razas e innumerables lenguas, no llamaba la atención cuando se paseaba por los bazares y los palmares o visitaba las cuadras de caballos árabes, ni cuando entraba y salía de templos, pagodas, iglesias y mezquitas, ni cuando caminaba por la playa entre las piras funerarias hindúes o daba vueltas y más vueltas mirando a maratas, bengalíes, rajputas, persas, sijs, malayos, siameses, javaneses, filipinos, kirguis, etíopes, parsis, judíos de Bagdad, cingaleses y tibetanos; ellos también le miraban a él si no estaban ocupados en algo, pero sin mucha curiosidad, sin especial interés, sin ninguna animosidad en absoluto. A veces le miraban por segunda vez, inquisitivamente, porque les llamaban la atención sus asombrados ojos claros, que parecían tener menos color aún en contraste con su piel bronceada; a veces le tomaban por un religioso. Muchas veces le echaban aceite encima y, con una sonrisa, le ponían en las manos dulces calientes hechos de algún vegetal, fruta o un cuenco de arroz amarillo; también le ofrecían té con mantequilla derretida, savia de palma fresca y jugo de caña de azúcar. Por fin regresó a la casa, antes de que los malletes del palo mayor fueran reemplazados, llevando sobre los hombros desnudos una corona de flores que le habían dado como ofrenda un grupo de rameras. Colgó la corona del respaldo de la silla y se sentó a escribir en su diario.

Esperaba encontrar maravillas en Bombay, pero las cosas que había imaginado, basándome en la lectura de Las mil y una noches y libros de viaje y en lo que había visto en las ciudades moras de África, eran un pálido reflejo de la realidad. He encontrado aquí una civilización que tiene avidez por los bienes materiales y se esfuerza por conseguirlos, y esos enormes y animados mercados donde se compra y se vende incesantemente son una prueba evidente. Sin embargo, no imaginaba que lo sagrado era omnipresente ni hasta qué punto otro mundo podía entrelazarse con el seglar. La suciedad, el mal olor, la enfermedad, la «crasa superstición», como le llaman en mi tierra, la repugnante promiscuidad, no afecta esta relación ni tampoco mi visión de este grupo humano que me rodea. ¡Qué agradable es una ciudad en la que un hombre, si lo desea, puede caminar desnudo porque tiene calor! Hoy, en las escaleras de una iglesia portuguesa, estuve hablando con un religioso hindú que estaba desnudo, un parama-hamsa, un verdadero gimnosofista, y le expresé mi idea de que en un clima como éste la sabiduría y la ropa son inversamente proporcionales; entonces él, midiendo mi ropa con su mano, me dijo que yo carecía de sabiduría.

Nunca me he sentido tan dichoso de tener esta facilidad para aprender una lengua, al menos superficialmente. El uso de la gramática de Fort William, lo poco que sé de árabe y, sobre todo, mis conversaciones con Achmet y Butoo han dado fruto. Si fuera sordo, casi sería mejor que fuera ciego también, porque, ¿de qué vale poder ver un violín si no pueden oírse sus notas? Esa niña encantadora, Dil, me ha enseñado muchas cosas. Habla incansablemente, hace comentarios y narraciones sin parar y, cuando no entiendo, repite muchas veces las palabras; está empeñada en que llegue a entenderla, y las respuestas evasivas no la engañan. Pero no creo que el urdu sea su lengua materna, pues cuando habla con esa bruja con la que vive emplea una lengua muy diferente, de la que no me resulta familiar ninguna palabra. La vieja me ofreció a la niña por doce rupias, asegurándome que era virgen, y quería enseñarme la fíbula que confirmaba su estado. Esto hubiera sido superfluo, ya que nada demuestra mejor la virginidad de esa frágil criatura que el hecho de que, sin ningún temor, me mire a la cara como si yo fuera un animal doméstico no muy inteligente y comparta conmigo sus ideas y opiniones en el momento en que se forman, como si yo también fuera un niño. Puede tirar piedras, saltar y trepar como un varón, pero no es un garçon manqué, porque además de ser comunicativa y afectuosa demuestra tener instinto maternal cuando intenta controlar, por mi bien, lo que hago y lo que como: desaprueba que fume hachís, que mastique opio y que use pantalones que sobrepasen determinada longitud. Pero también es violenta; el viernes le pegó a un muchacho de ojos bondadosos que quería unirse a nosotros en el palmar y amenazó a sus compañeros con un trozo de ladrillo, profiriendo blasfemias que les hicieron abrir desmesuradamente los ojos. Come con voracidad, pero ¿cuántas veces comerá a la semana? Tiene un gran pedazo de tela de algodón que a veces usa como una falda escocesa y otras como chal, una piedra negra ungida con aceite que venera sin demasiada convicción y la fíbula su virginidad. Cuando ha comido creo que se siente completamente feliz, a pesar de que todavía suspira por conseguir, sin muchas esperanzas, una pulsera de plata. Aquí casi todas las niñas van cargadas de esas pulseras, que se oyen sonar cuando pasan. ¿Qué edad tiene? ¿Nueve? ¿Diez? Su primera menstruación no está lejos y ya tiene un poco abultados los pechos, pobrecilla. Estoy tentado de comprarla para que siga siendo como es ahora, no una persona asexuada sino que no tiene conciencia de su sexo, liberada de sí misma y de las calles y bazares de Bombay, con su profunda humanidad y su sensatez. Pero sólo Josué puede detener el sol. Dentro de un año o menos estará en un burdel. ¿Sería mejor una casa europea? ¿Sería mejor que fuera una sirvienta extenuada y aislada? ¿Podría tenerla conmigo como un animal doméstico? ¿Cuánto tiempo? ¿Debería darle una dote? Es triste pensar que un espíritu jovial y vitalista como el suyo se hunda, se pierda entre la gente corriente. Consultaré a Diana; tengo la ligera impresión de que tienen alguna cualidad en común.

Esta ciudad está llena de hombres piadosos, pero también moran en ella los pecadores. He visto cadáveres de personas que han muerto de hambre, apaleadas, apuñaladas o estranguladas; como ya se sabe, en una ciudad mercantil, lo que es malo para una persona es bueno para otra. Sin embargo, este materialismo, que en Dublín o Barcelona no provocaría ningún comentario, escandaliza al extranjero en Bombay. Estaba sentado junto a las torres del silencio, en el promontorio Malabar, observando los buitres (¡qué espectáculo! Había llevado el catalejo de Jack, pero no me hizo falta; todos los pájaros eran muy dóciles, incluso el alimoche de pico amarillo, que, según el señor Norton, es muy raro encontrar al oeste de Hyderabad) y recogiendo huesos con anomalías cuando Khowasjee, un mercader parsi que ofrecía servicios funerarios, con un sombrero color ciruela, me habló. Como yo venía de visitar al señor Stanhope, vestía como un europeo, así que me preguntó en inglés que si yo no sabía que estaba prohibido coger los huesos. Le respondí que ignoraba las costumbres de su país, pero creía que los cuerpos de los muertos se exponían sobre esas torres para ser devorados, de una vez o poco a poco, por los buitres, y por tanto, se convertían en bonus nullius. Le dije que si existía la propiedad sobre la carne, había que atribuírsela a los buitres, los cuales, como era justo, me daban derecho a coger aquel fémur y aquel hiodes curiosamente torcido; pero le aseguré que no quería ofender a ningún hombre, que me contentaba con contemplar los despojos y no iba a llevármelos, pues no era un profanador de tumbas ni un comerciante sino un filósofo.

Me dijo que él también era un filósofo, que cultivaba la filosofía de los números, y que si lo deseaba, me diría la raíz cúbica de cualquier cifra que yo escogiera. Sus cálculos eran asombrosos y las respuestas llegaban en cuanto terminaba de escribir las cifras en la tierra con una costilla. Estaba encantado, y habría continuado eternamente si yo no hubiera mencionado los bastones de Neper, las tablas de Gunter, la matemática aplicada a la navegación, las mediciones lunares y las indispensables cartas marinas. Pero me había salido de mi terreno y no podía describírselas satisfactoriamente, por eso le propuse llevarlo a la fragata, y a pesar de que sentía un evidente temor, su curiosidad fue más fuerte. Le complacieron mucho las atenciones y también los instrumentos, y al volver a tierra me invitó a tomar té en su oficina (es un mercader de considerable fortuna) y allí, a petición mía, hizo un sucinto relato de su vida. Me sentí decepcionado, aunque no sorprendido, al descubrir que era un tipo satisfecho de sí mismo, pragmático y materialista. No sé mucho de matemáticas ni de leyes, pero en los pocos matemáticos y abogados que conozco me ha parecido observar esa insensibilidad, que es proporcional a su brillantez; posiblemente se sienten satisfechos con un mundo limitado y, en el caso de los abogados, casi totalmente artificial. Sea así o no, este hombre ha convertido su antiguo credo lleno de benevolencia en un árido sistema de prácticas mecánicas: dedicar una serie de horas a ceremonias preceptivas, separar una parte de los ingresos reconocidos para ayudar a las almas (no creo que esto sea caridad), expresar su odio por los khadmees, contrarios a su secta, y también por los shenshahees, aunque no debido a una cuestión doctrinal sino a la fijación de la fecha de su origen. Me dio la impresión de estar en medio de esa disputa. No me parece un típico parsi excepto por su enorme interés por los negocios y su dedicación. Entre otras cosas, es un asegurador, un asegurador marítimo, y me contó que las primas de seguros han subido desde que la escuadra del almirante Linois empezó a hacer ciertos movimientos, o al menos corrió el rumor de que los hacía, y esos preparativos no sólo han alarmado a la Compañía sino a todos los barcos del país; las primas son más altas ahora que en tiempos de Suffren. Su familia tiene innumerables negocios, se ocupa del comercio del bórax tibetano, la nuez moscada de Bencoolen y las perlas de Tuticorin, que yo recuerde. Tiene un primo cuya banca está estrechamente relacionada con los comisarios para los asuntos de las antiguas posesiones francesas. Podría haberme contado muchas cosas sobre ellos, si no hubiera sido por su sentido de la prudencia; a pesar de todo, me habló bastante de Richard Canning, por quien siente gran respeto y estima. Me dijo pocas cosas que no supiera ya y me confirmó que ellos tenían previsto regresar el día diecisiete.

No pudo decirme nada acerca de la ceremonia hindú que tendrá lugar a la orilla de la bahía la próxima luna nueva; no le interesaba ni la conocía. Tendré que pedirle información a Dil otra vez, aunque sus ideas religiosas proceden de diferentes doctrinas y esto le crea confusión. Afirma que Dios no será piadoso con el hombre que, por vanidad, usa pantalones largos (una idea de la religión musulmana) y, por otro lado, está convencida de que soy un hombre oso, un oso que pertenece a otro lugar y ha perdido su forma original, un torpe demonio rústico que se ha extraviado en la ciudad, y cree que puedo volar si quiero, pero que no podría hacerlo bien ni en la dirección adecuada; esta idea debe de haberla tomado de los tibetanos. Sin embargo, tiene razón al pensar que necesito la guía de alguien.

El día diecisiete. Si los cálculos de Jack son exactos, y en estas cuestiones nunca le he visto equivocarse, me quedan tres semanas libres antes de que la fragata esté preparada. Ahora estoy impaciente por que regresen, aunque temía un poco ese momento cuando desembarcamos. Este tiempo ha sido un maravilloso interludio, ha enriquecido mi vida…

* * *

—¡Ah, estás ahí, Stephen! —exclamó Jack—. ¡Por fin has vuelto!

—Así es —dijo Stephen con una mirada afectuosa, pues apreciaba mucho que Jack le dijera esa clase de frases—. Tú también, y más temprano que de costumbre. Pareces turbado. ¿Te afecta el calor? Quítate algo de tu espléndido atuendo.

—No, no me afecta más que otras veces —respondió Jack, quitándose el sable—, aunque hace un calor espantoso, húmedo y pegajoso. No. He pasado por aquí por si acaso… Tuve que ir a comer a casa del almirante, ¿sabes?, y allí me enteré de algo que me dejó helado y enseguida pensé que debía decírtelo: Diana Villiers está aquí, y ese tipo, Canning, también. Te juro que me gustaría que la fragata estuviera lista para hacerse a la mar. No podría soportar el encuentro. ¿No te sorprende, no te impresiona?

—No. Sinceramente, no. Y por mi parte, te diré que espero con ansia ese encuentro. Pero no están en Bombay, regresarán el día diecisiete.

—¿Sabías que ella estaba aquí? —gritó Jack.

Stephen asintió con la cabeza.

—Eres una persona muy cerrada, Stephen —dijo Jack, desviando la vista.

Stephen se encogió de hombros.

—Sí, me temo que sí —dijo—. Tengo que serlo, ¿sabes? Por eso estoy vivo. Y la mente se acostumbra…, pero te pido disculpas por no haber sido franco contigo, como debía. Sin embargo, éste es un asunto delicado.

Hubo un tiempo en que ambos eran rivales, y Jack se sentía tan atraído por Diana que la situación llegó a ser muy peligrosa. Por causa de ella, Jack estuvo a punto de arruinar su carrera y su compromiso con Sophie, y ahora, al mirar hacia atrás, lo lamentaba profundamente, tanto como había sufrido por su infidelidad, a pesar de que ella no estaba obligada a serle fiel. En cierto modo, la odiaba. La consideraba malvada y peligrosa y temía encontrarse con ella…, lo temía más por Stephen que por él.

—No, no, amigo mío, no tienes que pedirme disculpas —dijo, sacudiéndole por el brazo—. Haces bien. Me refiero a lo de guardar los secretos.

Tras una pausa, Stephen comentó:

—Pero me sorprende que no hayas oído hablar de ellos ni en Inglaterra ni aquí. A mí me han entretenido con historias sobre su cohabitación ilícita cada vez que he ido a cenar o a tomar el té a casa de un europeo o cuando me he encontrado casualmente con alguno.

Así era. La llegada de Canning y Diana Villiers había sido una bendición del cielo para Bombay, pues en la aburrida ciudad sólo se hablaba de la hambruna de Gujarat y de una posible guerra marata. Canning ocupaba un puesto oficial importante, tenía un gran poder dentro de la Compañía y vivía con esplendor. Era un hombre activo y desenvuelto, preparado e incluso deseoso de responder a cualquier desafío, y dejó claro que esperaba que su amancebamiento fuera aceptado. Los altos oficiales que conocían al padre de Diana y los que tenían concubinas indias no representaron ninguna dificultad, ni tampoco los solteros, pero las esposas europeas eran más difíciles de convencer. Pocas de ellas estaban en condiciones de tirar la primera piedra, pero la hipocresía no ha faltado nunca en la clase media inglesa, en ninguna latitud, así que, con gran satisfacción y desenfado tiraron muchas, desde pequeños guijarros a grandes rocas, limitadas en tamaño sólo por el miedo a que sus maridos no consiguieran el ascenso. La benevolencia y la discreción nunca habían estado entre las virtudes de la señora Villiers, y si lo que querían eran motivos para chismorrear, ella se los dio a carretadas. Canning pasaba mucho tiempo en las posesiones francesas y en Goa, y durante su ausencia las respetables señoras mantenían sus telescopios enfocados hacia la casa de Diana. Con gran aspaviento se lamentaron por la muerte del señor James, del 87º regimiento de infantería, muerto a manos del capitán Macfarlane, y también por la herida que había recibido un miembro del Consejo y por otros altercados de menor importancia, y hablaban de todos estos incidentes como si fueran sacrilegio, mientras que muchas otras peleas que ocurrían en aquella comunidad libertina, sobrealimentada y sofocada se pasaban por alto por considerarlas simples debilidades, consecuencia natural del calor. El señor Canning era muy celoso y recibía anónimos que le daban cuenta de los visitantes de Diana, reales e imaginarios.

—¡Señor, señor! —gritó Babbington desde la galería.

Jack respondió con su vozarrón:

—¡Aquí estoy!

La escalera tembló. La puerta se abrió de repente y la sonrisa de Babbington apareció en la oscuridad, aunque se desvaneció cuando vio la expresión malhumorada del capitán.

—¿Qué haces en tierra, Babbington? ¿Con dos pares de obenques rotos todavía y bajas a tierra?

—Bueno, señor, es que el kolipar del gobernador trajo el correo y pensé que le gustaría verlo enseguida.

—Sí, tienes razón —dijo Jack, mientras la oscura habitación se iluminaba.

Cogió la saca y se fue apresuradamente a la otra habitación. Al cabo de unos momentos volvió con un paquete de cartas para Stephen y luego desapareció otra vez.

—Bien, señor, no le haré perder más tiempo —dijo Babbington.

—Ni tampoco a esa fulana —dijo Stephen, mirando por la ventana.

—¡Oh, no, señor, no es una fulana! —exclamó Babbington—. Es la hija de un clérigo.

—Entonces, ¿por qué siempre le estás pidiendo prestadas importantes sumas de dinero a cierta persona del barco, la única lo bastante débil para dártelas? Dos pagodas la semana pasada y cuatro rupias y seis paísas la semana anterior.

—Es que ella deja a sus amigos…, a su amigo ayudarla a pagar el alquiler…, se ha retrasado un poco en el pago. Cuando bajo a tierra, que es en rarísimas ocasiones, me alojo en su casa, ¿sabe? Verdaderamente, señor, usted ha sido muy bueno conmigo.

—¡Ah, te alojas allí! Bien, permíteme que te diga algo, señor Babbington: estas cosas pueden ser perjudiciales a la larga. Además, los clérigos no siempre son lo que parecen. ¿Te acuerdas de lo que te he dicho sobre esos tumores llamados gomas y la tercera generación? En los bazares puedes ver muchos ejemplos de ello. ¿Te gustaría tener un nieto raquítico que farfullara y que antes de los doce años estuviera calvo, desdentado y decrépito? Por favor, ten cuidado. Cualquier mujer es una fuente de peligros para un marinero.

—¡Oh, sí, señor, lo tendré! —exclamó Babbington, mirando disimuladamente a través de la persiana—. ¡Ah, señor! ¿Sabe que me ha pasado algo absurdo? He bajado del barco sin dinero en los bolsillos.

Stephen le oyó bajar estrepitosamente las escaleras, suspiró y volvió a sus cartas.

Sir Joseph se ocupaba casi únicamente de los insectos, de una clase o de otra. Le decía que le agradecería muchísimo que se acordara de él si, por casualidad, encontraba algún bupréstido. Pero en una enigmática posdata le daba la clave para entender la carta de Waring, que aunque parecía referirse a un grupo de conocidos estúpidos, pendencieros y polemistas, en realidad, le daban una visión general de la situación política: en Cataluña los servicios secretos militares apostaban por el caballo perdedor, como de costumbre, y en Lisboa, a través de la embajada, se mantenían conversaciones con otro dudoso representante de la resistencia. Existía el peligro de un cisma en el movimiento y estaban ansiosos por que volviera.

Una noticia de su agente de negocios: la señora Canning preparaba un viaje a la India para enfrentarse con su esposo. Los Mocatta habían averiguado que él estaría en Calcuta antes de las lluvias y ella embarcaría en el Warren Hastings con rumbo a ese desagradable puerto.

Por olvido de Sophie, tres de sus cartas sólo estaban fechadas con el día de la semana, y Stephen las leyó en el orden incorrecto. Su primera impresión fue que el orden cronológico estaba completamente alterado: Cecilia estaba esperando un hijo («¡Cuánto deseo ser tía!») sin haber perdido su virginidad y sin recibir las críticas de sus amigos; Francés vivía en la desolada costa de Lough Erne y temblaba de frío en compañía de una tal lady F. esperando el regreso de un tal sir O. Una segunda lectura aclaró las cosas: las dos hermanas menores de Sophie se habían casado, Cecilia con un joven oficial del ejército y Frances, emulando a su hermana, con un primo de éste, mucho mayor, propietario de tierras en el Ulster y, además, representante del condado de Antrim en Westminster. Debido a esto último, Frances vivía con la madre de él, ya anciana, en Floodesville, brindando con vino de bayas de saúco por la perdición del Papa dos veces al día. Sophie estaba exultante de alegría ante la felicidad de sus dos hermanas (al menos a Cecilia le encantaba el matrimonio, lo encontraba más divertido de lo que creía, aunque estaban alojados provisionalmente en Gosport y allí permanecerían hasta que sir Oliver fuera inducido a hacer algo por su primo) y hacía una descripción detallada de las bodas que, con un tiempo espléndido, habían sido celebradas de forma impecable por el señor Hincksey, el vicario de su propia parroquia, tan estimado por ellas. Pero las cartas no eran alegres, no eran las cartas que a él le habría gustado leer.

Una tercera lectura le convenció de que el matrimonio de Cecilia había sido bastante apresurado. La señora Williams se había visto obligada a rendirse en todos los frentes porque el joven y determinado oficial había destruido su ciudadela. No obstante, había sabido manejar a sir Oliver Floode, un hombre adinerado y un insulso. Esa tercera lectura también confirmó su impresión de que la victoria frente al abogado del señor Oliver y la excitación por las bodas le habían levantado los ánimos a la señora Williams, pero ahora su salud estaba otra vez deteriorada y se quejaba de su soledad. Puesto que ella y Sophie se habían quedado solas, había reducido el número de sirvientes, había cerrado el ala de la casa donde estaba la torre y había dejado de invitar a sus amistades; casi su único visitante era el señor Hincksey que, por lo general, iba a verlas un día sí un día no y cenaba con ellas cuando sustituía al señor Fellows. Ahora que no tenía nada más en qué ocupar su mente, había empezado a acosar a Sophie de nuevo, hablando con fluidez cuando se sentía bien y entre jadeos cuando se veía obligada a guardar cama. «Y lo extraño es que, a pesar de que oigo su nombre tan a menudo, el señor Hincksey es un verdadero consuelo para mí. Es un hombre afable, y también un buen hombre, como estaba segura que sería, porque me lo habías recomendado tú. Tiene una gran opinión del bondadoso y generoso doctor Maturin, y seguro que enrojecerías si nos oyeras hablar de ti, cosa que hacemos muy a menudo. Nunca menciona sus sentimientos ni me molesta, y es muy amable con mamá, aun cuando no es muy discreta. Sabe predicar muy bien, sin entusiasmo ni palabras duras ni lo que podría llamarse elocuencia, y es un placer oírle, incluso cuando habla del deber, lo cual ocurre muy a menudo. Y, verdaderamente, hace lo que predica, porque es un hijo muy obediente. Eso me hace sentir culpable y avergonzada. Su madre…». A Stephen no le interesaba la anciana señora Hincksey, que según ella era encantadora, muy dulce y amable, pero completamente sorda. Stephen pensó: «Cielo, esa mujer puede oír cuando quiere. Se aprovecha sin escrúpulos de esas cosas, y de sus canas también». Saltó a la parte que le preocupaba más. Sophie encontraba muy extraño que Jack no le hubiera escrito. «Vamos, niña tonta, ¿no ves que un barco de guerra es más veloz incluso que el más rápido barco correo?». Estaba segura de que Jack nunca, nunca haría nada malo a propósito, pero aun los mejores hombres eran distraídos y olvidadizos a veces, sobre todo cuando tenían mucho que hacer, como le ocurría al capitán de un barco de guerra; además, según el conocido dicho, la distancia y el mar borran los sentimientos. Nada era más normal que un hombre se aburriera de una ignorante provinciana como ella y que incluso los más ardientes sentimientos se apagaran en un hombre que tenía muchas otras cosas en que pensar y tan grandes responsabilidades. Ella no quería ser un estorbo para Jack ni en su carrera (lord Saint Vincent estaba totalmente en contra del matrimonio) ni en ninguna otra cosa. Probablemente él tendría amigas en la India, y ella se sentiría muy mal si, por su causa, él se consideraba atado o retenido.

«El catalizador de todo esto ha sido el general», pensó Stephen, comparando la letra de la carta con la de otras anteriores. «Ha escrito deprisa, con cierta agitación. La ortografía es mucho peor de lo habitual». Sophie lo consideró un incidente sin importancia, pero su tono alegre era forzado y poco convincente: el general Aubrey, la madrastra de Jack, (joven alegre y vulgar, hasta hacía muy poco una lechera) y su pequeño hijo habían ido a Mapes. Y por fortuna la señora Williams estaba entonces en Canterbury con la señora Hincksey. Sophie les ofreció la mejor comida que pudo, acompañada, desgraciadamente, por varias botellas de vino. El general Aubrey pertenecía a otro grupo social, un grupo en el que no habían influido la Ilustración ni el desarrollo de la burguesía y que había desaparecido de los condados cercanos a Londres antes de que ella naciera, un grupo al que su respetable familia, urbana y de clase media, no había pertenecido nunca. Sophie se había criado en una casa muy seria, donde no había ningún hombre, y no sabía cómo interpretar sus galanterías ni el modo en que elogió el gusto de Jack (Cecilia se habría sentido más cómoda con él) ni el comentario de que Jack era y siempre había sido un tipo de cuidado, pero que ella no tenía que darle importancia a esas cosas, pues la madre de Jack no se las había dado. Y a esto había añadido que estaba seguro de que ella no le daría importancia a media docena de hijos naturales.

El general Aubrey no era un desvergonzado; era amable y educado, pero tenía la tosquedad propia del medio rural. Sin embargo, tenía la cabeza hueca y era impulsivo, y cuando estaba nervioso (Sophie se asombraba de lo elocuente que podía ser un hombre de casi setenta años) y bebido pensaba que debía estar hablando todo el tiempo. A Sophie le resultaban sumamente desagradables sus bromas groseras y atrevidas, sus jocosas chabacanerías, su falta de principios y su defensa de la vida disoluta y el libertinaje, y le parecía una burda caricatura de su hijo. Su único consuelo era que el general y su madre no llegaron a encontrarse y que ésta no conoció a la segunda señora Aubrey.

Sophie recordaba la voz fuerte y clara del general, tan parecida a la de su hijo, cuando le había gritado desde la punta de la gran mesa que Jack no tenía «ni un groat[8] de qué disponer» ni nunca lo tendría y que todos los Aubrey eran «desgraciados en las cuestiones de dinero», por eso tenían que ser «afortunados en el matrimonio». Recordaba la larga pausa después de la comida, durante la cual el niño hacía agujeros en la pantalla de la chimenea, y cuánto deseaba que el general terminara rápido la botella para poder pasar a la salita a tomar el té y conseguir que se fuera antes de que volviera su madre, que a esa hora ya debería haber llegado. Recordaba cómo entre ella y la señora Aubrey, que reía sin parar, le habían llevado hasta el coche. Una despedida interminable… El general contó una larguísima anécdota de aquella vez que había ido a la caza del zorro y se había perdido, mientras el niño arruinaba los macizos de flores chillando como una lechuza. Y diez minutos después, cuando todavía tenía los nervios destrozados, el regreso de su madre, la escena, los gritos, las lágrimas, el desmayo, la cama, la extrema palidez, los reproches.

—Stephen. Perdona, Stephen, no te he interrumpido, ¿verdad? —preguntó Jack, que había salido de su habitación con una carta en la mano—. Aquí hay algo muy extraño. Sophie me ha escrito una condenada sarta de disparates. No puedo enseñarte la carta porque tiene algunas cosas muy íntimas, ya me entiendes, pero dice, en sustancia, que si quiero ser libre ella lo aceptará con agrado. ¡Dios bendito! ¿Libre para qué? ¡Maldita sea! Estamos prometidos, ¿no? Si lo dijera cualquier otra mujer sobre la tierra creería que otro hombre la está rondando. ¿Qué querrá decir con eso? ¿Entiendes algo?

—Tal vez alguien ha inventado una historia…, tal vez alguien le ha dicho que venías a la India para ver a Diana Villiers —respondió Stephen, tratando de ocultar la cara, avergonzado, porque aquel era un claro intento de mantenerles alejados por su propia conveniencia…, al menos en parte por su propia conveniencia, y puesto que no era sincero con Jack como lo había sido hasta ahora, sentía una inmensa rabia que, sin embargo, no le impidió seguir adelante—. O que ibas a encontrarte con ella aquí.

—¿Ella sabía que Diana estaba en Bombay? —inquirió Jack.

—Claro que sí, eso era del dominio público en Inglaterra.

—¿Así que Mamá Williams lo sabía?

Stephen asintió con la cabeza.

—¡Ah, esa es la auténtica Sophie! —exclamó Jack, con una radiante sonrisa—. ¿Crees que se puede decir algo más noble? ¿Has visto a alguien con más humildad? Como si uno pudiera mirar a Diana después de… Sin embargo —miró a Stephen con aire avergonzado—, no es mi intención decir nada incorrecto ni descortés. Ya ves, Stephen, en toda la carta no hay ni un reproche ni una palabra dura. ¡Dios mío, cuánto la quiero! —Sus brillantes ojos azules se llenaron de lágrimas y algunas se le escaparon y él se las secó con la manga—. Ni el menor indicio de que la tratan mal, aunque sé muy bien la clase de vida que lleva al lado de esa mujer, que le llena la cabeza de historias falsas. Una vida horrible, y el hecho de que Cecilia y Frances se hayan ido (se han casado, ¿sabes?) la hace aún peor. ¡Dios mío, haré todo lo que pueda para que el barco esté armado cuanto antes! Deseo con vehemencia regresar al Atlántico o el Mediterráneo; en estas aguas un hombre no puede encontrar ninguna forma de distinguirse ni mucho menos de hacerse rico. Si al menos hubiéramos capturado una presa importante cerca de Île de France, le escribiría pidiéndole que fuera a Madeira y seguro que… Unos cientos de libras bastarían para comprarnos una hermosa casa de campo. ¡Cuánto me gustaría tener una hermosa casa de campo, Stephen! Con patatas, coles y otras cosas.

—Sinceramente, no sé por qué no le escribes, con presa o sin ella. Tienes tu sueldo al menos.

—¡Oh, no! Eso no estaría bien, ¿sabes? He saldado casi todas mis deudas, pero aún quedan unas dos mil libras. No sería honorable pagarlas con su dinero. Además, sólo podría ofrecerle siete chelines al día.

—¿Pretendes enseñarme la diferencia que hay entre una conducta honorable y una no honorable?

—No, no, desde luego que no. Por favor, no te enfades conmigo, Stephen. He vuelto a expresarme mal. Lo que quiero decir es que eso no sería correcto por mi parte, ¿comprendes? No podría soportar que la señora Williams me llamara cazadotes. En Irlanda es diferente, lo sé… ¡Maldita sea, he vuelto a meter la pata! No he querido decir que tú eras un cazadotes, pero en tu país veis las cosas diferentes. Autre pays, autre merde. En cualquier caso, ella ha jurado que no se casará sin el consentimiento de su madre, y eso es una barrera.

—Ni hablar, amigo mío. Si Sophie va a Madeira, la señora Williams tendrá que dar su consentimiento o soportar los jocosos comentarios de sus vecinos. Me parece que se vio obligada a hacer lo mismo en el caso de Cecilia.

—¿No sería ese un comportamiento jesuítico, Stephen? —preguntó Jack, mirándole a la cara.

—De ninguna manera. La negación de un consentimiento sin motivos razonables justifica que sea obtenido por la fuerza. La felicidad de Sophie y la tuya me preocupan más que la señora Williams vea satisfecha su avaricia. Debes escribir esa carta, Jack. Tienes que pensar que Sophie es la mujer más bella del mundo, mientras que tú, aunque tienes cierto atractivo como marino, eres un poco mayor y lo serás más todavía, eres demasiado gordo y lo serás más todavía…, llegarás a ser obeso. —Jack se miró la barriga y sacudió la cabeza—. Tienes horribles heridas y cicatrices y te falta una oreja; amigo mío, no eres ningún Adonis. —Le puso una mano a Jack en la rodilla—. No te sientas ofendido porque te diga que no eres un Adonis.

—Nunca pensé que lo fuera —dijo Jack.

—Ni tampoco porque te diga que no eres ningún lince, que careces de una notable inteligencia que pueda compensar tu falta de gracia y atractivo, de juventud y de riquezas.

—Nunca me las he dado de listo —dijo Jack—, aunque a veces se me ocurren buenas ideas, con tiempo.

—Sophie, te repito, es una auténtica belleza, y hay muchos Adonis, Adonis listos y ricos, en Inglaterra. Además, lleva una vida horrible. Sus dos hermanas menores se han casado, y ya sabes la importancia que tiene el matrimonio para una mujer joven, pues le sirve para subir de posición social, de escape, de certificación de que no ha fracasado, y garantiza por completo su subsistencia. Tú estás muy lejos, a diez mil millas o más; en cualquier momento puedes resultar herido y la mayoría de las veces no te separa de la tumba más que un tablón de dos pulgadas de grosor. Te separa de ella la mitad del mundo y de Diana sólo media milla. Ella sabe poco o nada del mundo, poco o nada de los hombres aparte de lo que su madre le cuenta, que seguramente no será muy bueno. Y además, tiene un gran sentido del deber. Por lo tanto, aunque los sentimientos de Sophie sean muy puros, más que los de cualquier otra joven, ella es un ser humano y la afectan las consideraciones humanas. No digo que por ahora las analice fríamente, pero esas consideraciones existen, y también presiones muy fuertes. Debes escribir esa carta, Jack. Coge pluma y tinta.

Jack le miró durante unos momentos con una expresión seria y preocupada, luego se puso de pie, dio un suspiro y encogió la barriga.

—Tengo que ir al astillero —dijo—. Vamos a subir el nuevo cabrestante esta tarde. Gracias por lo que me has dicho, Stephen.

Fue Stephen quien escribió en su diario:

«Tengo que ir al astillero. Vamos a subir el nuevo cabrestante esta tarde», dijo. Si en la habitación hubiera habido humo de pólvora, prueba tangible de que un enemigo estaba cerca, no habría dudado ni se habría quedado tanto rato con la mirada fija, habría tomado una decisión y habría actuado enseguida, según un plan inteligente. Pero ahora está paralizado. Me parece odioso que le haya hablado con esa libertad, porque lo hice para lograr ocultar mi vergüenza; fue algo muy cruel y deshonesto por mi parte. En el instante que transcurrió desde que me preguntó si entendía algo hasta que le respondí, el diablo me dijo: «Si Aubrey está realmente enfadado con la señorita Williams, volverá junto a Diana otra vez. Y ya el señor Canning te ha puesto difíciles las cosas». Caí enseguida. Sin embargo, ya casi me he convencido a mí mismo de que las palabras que siguieron luego eran las mismas que habría pronunciado un hombre honesto, las que habría pronunciado yo mismo si no hubiera existido este vínculo. No puedo llamarle unión, porque la unión implica una atracción mutua, y sólo tengo pruebas de que ésta existe por mi falible intuición. Deseo vehementemente que llegue el día diecisiete. Estoy empezando a matar el tiempo, como si fuera un joven ardiente. Con la ceremonia de la playa quizás pueda matar seis inocentes horas.

La ceremonia se celebraba a la orilla de la bahía Negra, desde el promontorio Malabar hasta el fuerte, y la amplia zona cubierta de hierba que estaba delante del fuerte, formando una especie de parque, era el mejor lugar para contemplar los preparativos. Como todas las ceremonias hindúes que había visto, ésta parecía prepararse con profundo entusiasmo, gran alegría y absoluta falta de organización. Ya había varios grupos en la playa, y sus principales representantes estaban metidos en el mar hasta la cintura y tiraban flores al agua. Parecía que la mayoría de los habitantes de Bombay se había reunido allí sobre la hierba; vestían sus mejores trajes, reían, cantaban, tocaban los tambores, comían dulces y platillos de comida que sacaban de unas casetas, y de vez en cuando formaban una irregular procesión y cantaban un himno con voz fuerte y chillona. Un gran calor, infinita variedad de olores y colores, el ronco sonido de las caracolas, el toque de las trompetas, multitud de personas; elefantes que se paseaban entre la gente llevando sobre el lomo torres abarrotadas, carros de bueyes, cientos y cientos de palanquines, jinetes, vacas sagradas, coches europeos…

Una cálida mano cogió la suya, y al bajar los ojos Stephen vio a Dil, que le sonreía.

—Estar vestido de forma muy extraña, Stephen —dijo—. Casi te había tomado por un topi-wallah. Tengo una fuente llena de pondoo, vamos a comerlo antes de que se derrame. Cuidado no te manches tu bonita túnica con los excrementos…, es demasiado larga tu túnica.

Le condujo por la pisoteada hierba hasta la explanada por donde se subía al fuerte y se sentaron en un lugar vacío que pudieron encontrar.

—Echa la cabeza hacia delante —le dijo, y desenvolvió la rebosante fuente y la puso entre los dos—. No, no, delante, más hacia delante. ¿No ver que estar chorreándote la camisa? Debería darte vergüenza. ¿Dónde te enseñaron? ¿Qué madre te trajo al mundo? Delante.

Desesperada por hacerle comer como un ser humano, se puso de pie, le limpió la camisa con la lengua y dobló sus piernas morenas y flexibles hasta quedar agachada.

—Abre la boca —le dijo, y con mano experta moldeó el pondoo en pequeñas bolas y empezó a dárselas—. Cierra la boca, Stephen. Traga. Abre. Así, maharajá. Otra. Así, mi jardín de ruiseñores. Abre. Cierra. —Stephen sentía pasar por su interior la masa dulce, arenosa y grasienta, mientras la voz de Dil subía y bajaba de tono—. No saber comer mucho mejor que un oso. Traga. Ahora para y eructa. ¿No saber eructar? Así. Yo puedo eructar siempre que quiero. Eructa dos veces. ¡Mira, mira, los jefes maratas! —Era un espléndido grupo de jinetes vestidos de color carmesí con los turbantes y los sudaderos de encaje dorado—. Ese del medio es el peshwa[9], y ahí está el rajá de Bhonsli. ¡Har, har mahadeo! Otra bola y se acabó. Abre. Tener quince dientes arriba y uno menos abajo. Ahí hay un coche europeo lleno de franchutes. ¡Uf! Siento su olor desde aquí, es más fuerte que el de los camellos. Se nota que comen vaca y cerdo. ¡Pobre Stephen, no comer con los dedos con más habilidad que un oso o un franchute! ¿No ser a veces como un franchute?

Ella le hizo la pregunta mirándole fijamente, con gran curiosidad, pero, antes de que él pudiera responderle, ya había desviado la vista hacia una fila de elefantes con silla. Iban tan cubiertos de gualdrapas, oropeles y pintura que por debajo sólo se les veían los pies deslizándose entre el polvo y por delante sólo la trompa, en continuo movimiento, y los colmillos adornados con cintas doradas y plateadas.

—Te cantaré el himno marwari dedicado a Krishna —anunció Dil, y empezó a entonar un canto lúgubre con su voz nasal, mientras cortaba el aire con la mano derecha.

Otro elefante pasó frente a ellos, y en la silla llevaba un palo con un gallardete ondeando al viento en el que se leía: Revenge. La mayoría de los gavieros de estribor de ese navío estaban allí, apretados unos contra otros, formando una masa compacta, mientras que sus compañeros de babor corrían detrás gritando que también tenían derecho, que ya estaba bien. Otro elefante en competencia con aquel, de la Goliah, casi oculto por una masa de alegres marineros vestidos con la ropa de bajar a tierra y sombreros de paja con cintas. En un camello iba el señor Smith, un oficial bajito y de cabeza redonda (el típico oficial activo, esmerado y bebedor de oporto) que había sido compañero de tripulación de Stephen en la Lively y ahora era segundo de a bordo de la Goliah; estaba sentado tranquilamente con las piernas dobladas sobre el cuello del animal como si estuviera acostumbrado desde la cuna. Pasó ágilmente entre el elefante y la pendiente, a unos quince pies de distancia de Stephen, pero con la cara a su altura. Los hombres de la Goliah le lanzaron gritos de saludo al señor Smith mientras agitaban botellas en el aire, y éste les devolvió el saludo. Podía verse cómo abría y cerraba la boca, pero no podía oírse nada con todo aquel ruido. Dil seguía cantando, hipnotizada por su monótono canto y la retahíla de palabras.

Cada vez aparecían más europeos y muchísimos más hindúes, pues ya estaba próximo el clímax. La playa estaba casi cubierta por figuras de piel morena y trajes blancos, y el sonido de las trompas ahogaba el ruido del mar; en la zona cubierta de hierba los grupos eran cada vez más numerosos y los coches avanzaban al ritmo de los peatones, si es que avanzaban algo. Aumentaba el polvo, el calor, la alegría; y por encima de aquella masa en actividad, en el cielo despejado, los milanos y los buitres volaban describiendo círculos, elevándose cada vez más hasta desaparecer en lo alto del cielo. Dil seguía cantando. Stephen apartó los ojos de los buitres y el resplandor, y al bajarlos los posó casualmente en el rostro de Diana. Ella iba en un birlocho con tres oficiales, bajo la sombra de dos sombrillas de color de albaricoque, y estaba inclinada hacia delante, muy interesada en ver qué les había detenido. Justo delante del coche, dos carros de bueyes tenían las ruedas enganchadas entre sí; los conductores se gritaban mientras los bueyes, con los ojos cerrados, permanecían con los yugos apoyados uno contra otro, y detrás de los postigos de las ventanillas, encerradas para que no pudieran verlas los hombres, las mujeres protestaban, pedían consejo o daban órdenes. Con una interminable procesión de gente por el lado derecho y la pendiente por el izquierdo, era evidente que el birlocho tendría que esperar a que desengancharan los carros. Ella se levantó y se volvió a un lado y a otro con un movimiento que Stephen había olvidado, pero que conocía tan bien como los latidos de su corazón. Los sirvientes que estaban detrás sosteniendo las sombrillas las apartaron y se agacharon para que ella viera mejor, pero la muchedumbre no se retiró. Entonces volvió a sentarse, diciéndole algo al hombre que estaba frente a ella y él se echó a reír. La sombra de color de albaricoque volvió a cubrirles.

Estaba más hermosa, si eso era posible, que la última vez que la había visto. Aunque se encontraba bastante lejos, se notaba que aquel clima (el clima en que casi se había criado y que había puesto amarillenta la piel de tantos ingleses) la había favorecido, pues su tez tenía un color rosado que nunca le había visto en Inglaterra. Y sus movimientos seguían siendo perfectos, como él los recordaba; en su sinuoso giro no había nada estudiado, nada que pudiera afectar su juicio sobre ella.

—¿Qué te pasa? —inquirió Dil, levantando la vista hacia él.

—Nada —respondió Stephen, mirando fijamente hacia delante.

—¿Estar enfermo? —preguntó ella, y se puso de pie y le puso las manos en el corazón.

—No —contestó Stephen, y le sonrió mientras sacudía la cabeza con una expresión muy tranquila.

Ella se agachó, sin dejar de mirarle. En ese momento Diana miraba a su alrededor, respondiendo con una sonrisa mecánica a un comentario de su vecino de asiento. Empezó a recorrer la pendiente con la vista, la pasó por encima de Stephen y, de repente, se volvió para verle otra vez y se quedó mirándole fijamente, primero llena de duda, luego con gran asombro; y entonces la alegría se dibujó en su rostro, que enrojeció y poco después palideció. Abrió la portezuela y saltó al suelo, dejando a todos sorprendidos.

Subió corriendo por la pendiente. Stephen se puso de pie y, pisoteando a Dil, cogió sus manos tendidas.

—¡Stephen, qué sorpresa! —exclamó—. ¡Stephen, qué contenta estoy de verte!

—También yo estoy muy contento, amiga mía —dijo, riendo como un niño.

—Pero, por el amor de Dios, ¿cómo has llegado hasta aquí?

Por mar, por barco…, de la forma normal…, breves explicaciones interrumpidas una y otra vez por frases de asombro…, diez mil millas…, comentarios sobre la salud, la apariencia…, miradas atrevidas, sonrisas, intercambio de frases corteses: «¡Qué moreno estás!», «¡Tienes la piel más blanca que cuando te vi por última vez!».

—Stephen —murmuró Dil.

—¿Quién es tu encantadora compañera? —preguntó Diana.

—Permíteme que te presente a Dil, una gran amiga y mi guía.

—Stephen, dile a la mujer que quite el pie de mi khatta —dijo Dil, con una fría mirada.

—¡Oh, hija mía, te ruego que me perdones! —suplicó Diana, agachándose y sacudiéndole el polvo de los harapos de Dil—. ¡Oh, cuánto lo siento! Pero si se te ha estropeado, te daré un sari de seda de Gholkand con hilos de oro dobles.

Dil miró el trozo pisoteado y luego dijo:

—Puede pasar así. Oye, tú no oler como una franchute.

Diana sonrió y agitó su pañuelo frente a la niña para esparcir el olor de la esencia de Oudh.

—Quédate con él, te lo ruego, Dil-gudaz. Quédate con él, corazón, y sueña con la diosa Siva.

Dil volvió la cabeza y en su cara se notaba claramente el conflicto entre lo agradable y lo desagradable. Por fin venció lo agradable; Dil cogió el pañuelo haciendo una graciosa reverencia y, después de darle las gracias a la begum lala, aspiró su voluptuoso aroma. Oyeron el ruido de los carros de bueyes al desengancharse; el mozo de cuadra, empinándose, le gritó que el camino estaba libre, que les apremiaban y que los caballos estaban sudados y asquerosos.

—Stephen, no puedo quedarme. Ven a verme. Tengo que darte mi dirección. ¿Sabes dónde está el promontorio Malabar?

—Lo sé, lo sé —contestó Stephen, queriendo decir que sabía dónde vivía, que conocía bien su casa, pero ella, tan concentrada en sus pensamientos y con tanta prisa, no le prestó atención y continuó hablando—. No. Seguro que te vas a perder.

Se volvió hacia Dil y le preguntó:

—¿Sabes dónde está el templo de Jain, después de pasar la Pagoda Negra…? El palacio de Jaswant Rao y luego la torre Satara… —Una serie de complicadas indicaciones se sucedieron con rapidez, y Dil las escuchaba muy seria, con una mirada astuta e insolente; era evidente que sólo la cortesía le impedía interrumpirlas y gritar como Stephen: «¡Lo sé, lo sé!»— y entonces pasas por el jardín. Él se perderá sin una mano experta que le guíe. Tráelo mañana por la noche y podrás pedir tres deseos.

—Por supuesto que necesita quien le guíe.

La portezuela del birlocho se cerró, el mozo de cuadra levantó el pescante y los tres oficiales, a pesar de su comportamiento sumamente discreto, lanzaron miradas furtivas a la pendiente. El coche se incorporó a la incesante marea de formas; las sombrillas de color de albaricoque pudieron verse unos minutos más y luego desaparecieron.

Stephen sentía el peso de la mirada de Dil, que le observaba sin pestañear. Se rascó y permaneció callado, escuchando los fuertes latidos de su corazón.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó ella por fin, poniéndose de pie y juntando sus delgadas manos como las bailarinas de los templos—. ¡Ya lo entiendo! —Empezó a retorcer el cuerpo, a dar golpes en el suelo con el pie, y a balancearse mientras cantaba—. ¡Oh, Krishna, diosa Krishna! ¡Oh, Stephen bahadur!

¡Oh, diosa Siva! ¡Oh, corazón! ¡Ja, ja, ja! —Reía tanto que no pudo seguir bailando y cayó al suelo—. ¿Entender?

—Tal vez no tan bien como tú.

—Te lo explicaré muy claro. Ella estar cortejándote, querer verte de noche. ¡Qué desvergonzada! ¡Ja, ja, ja! Pero ¿por qué si tiene tres esposos? Porque querer tener cuatro, como las tibetanas. Sí, las tibetanas tienen cuatro esposos, y las franchutes se les parecen mucho…, tienen costumbres muy extrañas. Ninguno de los tres esposos le ha dado un hijo, por eso tiene que tener otro más, y te ha escogido a ti porque ser muy diferente a ellos. Seguro que le revelaron en un sueño dónde podía encontrarte a ti, alguien tan distinto a los demás.

—¿Muy distinto?

—¡Oh, sí, sí! Ellos son estúpidos, lo llevan escrito en la frente. Son ricos y tú ser pobre; son jóvenes y tú ser viejo; son guapos y tienen la cara roja y tú…, la mayoría de los hombres santos son espantosos, aunque sean más o menos inocentes. ¡Trompas y trompetas! ¡Rápido! ¡Vamos, rápido, tenemos que bajar corriendo hasta el mar!

Stephen entró en el callejón de los plateros, uno de los callejones más estrechos, con toldos desplegados para evitar el ardiente sol del ocaso; en medio del calor se oían incesantes chirridos parecidos a los de un insecto. A cada lado del callejón los plateros hacían filigranas, narigueras, ajorcas, pulseras y petos en un pequeño taller abierto en el frente de su tienda; algunos tenían braseros con tubos para dirigir la llama, y el olor a carbón vegetal se extendía por todo el callejón.

Se sentó a observar cómo un joven pulía algo que había fabricado sobre una enloquecida rueda, salpicando la calle de un líquido rojo. «No quiero que Dil me acompañe, y vestido de europeo menos aún», pensó. La sombra de un toro brahmán se proyectó sobre él y el taller, haciendo que el brasero tomara un color rosa; el toro pegó el hocico contra el pecho, resopló y siguió andando. «¡Estoy tan cansado de las mentiras! He estado rodeado de mentiras y engaños de una forma u otra durante mucho tiempo. Disimulo y subterfugios…, una actividad peligrosa…, lo malo termina por salir. Hay algunas personas, y creo que Diana es una de ellas, que tienen una verdad propia; las personas corrientes, como Sophie y como yo, por ejemplo, no son nada sin la verdad común, nada en absoluto. Mueren sin la verdad, sin inocencia, sin candor. En realidad, la mayoría de ellas se matan mucho antes de que les llegue su hora. Son muy vivas en la niñez, languidecen en la adolescencia, reviven con el amor y mueren a los veinte y tantos años y van a juntarse con las pobres almas furiosas que vagan sin descanso por la Tierra. Dil está viva. Este joven está vivo». Desde hacía algún tiempo, aquel joven de ojos enormes le sonreía entre las pulseras; todos ya sabían lo que Stephen iba a decir.

—Muchacho, ¿cuánto cuestan esas pulseras?

—Pandit —dijo el joven, y sus dientes brillaron—, soy hijo de la verdad y no te mentiré. Hay pulseras para todo tipo de fortuna.

* * *

Encontró a Dil jugando a algo parecido al tejo, un juego de su infancia, y sintió la misma ansiedad de entonces mientras la piedra plana se deslizaba hacia el paraíso cruzando las rayas. Una de sus compañeras, con aire triunfante, llegó saltando hasta la meta, entre el ruido de las ajorcas. Pero Dil gritó que no valía porque no había saltado bien y que una hiena ciega habría visto que se había tambaleado y había tocado el suelo. Con los puños en alto miró a su alrededor clamando justicia al cielo y la tierra; entonces vio a Stephen y abandonó el juego, gritándole a sus compañeras que eran unas hijas de puta y que serían estériles toda su vida.

—¿Nos vamos? ¿Estar muy ansioso, Stephen? —inquirió. Creía que Stephen se sentía como un novio y eso le resultaba muy gracioso.

—No —respondió Stephen—. No. Conozco el camino, he estado allí varias veces. Tengo otro encargo que hacerte, que lleves esta carta al barco.

Su cara se ensombreció. Puso el labio inferior sobre el superior y con todo el cuerpo expresó su descontento y su oposición.

—¿Tienes miedo de llevarla de noche? —preguntó Stephen, mirando hacia el sol, a una distancia del mar igual a su propia anchura.

—¡Bah! —protestó, dando una patada a la tierra—. Quiero ir contigo. Además, si no voy contigo, ¿cómo voy a conseguir mis tres deseos? No hay justicia en el mundo.

No era difícil saber cuáles eran los deseos de Dil, fuera cual fuera la cantidad. Desde el día en que se habían conocido, ella le había hablado de pulseras, de pulseras de plata, le había descrito detalladamente todos los tipos que había en Bombay, en la provincia vecina y en los reinos cercanos, precisando su tamaño, su peso y su calidad. Y la había visto dar patadas, por pura envidia, a más de una niña cargada de sonoros aros. Fueron hasta un cocotal desde donde se veía la isla Elefanta y él dijo:

—Nunca he visto las cuevas.

Sacó del pecho un paquete de tela, y Dil, como si también hubiera tenido una revelación en un sueño, se quedó inmóvil, mirándole fijamente, y sin poder respirar.

—Aquí está el primer deseo —continuó, sacando la primera pulsera—. Aquí está el segundo. —Sacó la segunda—. Y aquí está el tercero. —Sacó tres pulseras más.

Dil extendió la mano tímidamente y las tocó con delicadeza; su expresión alegre y decidida había dejado paso a otra muy grave. Sostuvo una durante unos momentos, volvió a dejarla con gesto solemne y miró a Stephen, que contemplaba la isla frente a la bahía. Se la puso en silencio, se agachó y se quedó mirando con asombro la brillante banda plateada alrededor de su brazo; luego se puso otra, y otra, y se sintió invadida por el extraordinario placer que produce la posesión. Se echó a reír estruendosamente, se las quitó y se las volvió a poner en diferente orden, empezó a hablarles, acariciándolas, y les puso nombres. Se levantó de un salto y comenzó a dar vueltas, agitando los delgados brazos para que las pulseras sonaran. De repente, se postró ante Stephen y durante un rato estuvo bendiciéndole y acariciándole los pies, dándole encarecidamente las gracias entre exclamaciones. Se preguntaba cómo lo había sabido… Su inteligencia era sobrenatural, no cabía duda… ¿Le parecía que estaban mejor de esta manera o de la otra?… ¡Cómo brillaban! ¿Podía quedarse con la tela en que estaban envueltas?… ¡Se deslizaban con tanta suavidad!… Se las quitó, las acarició y se las puso de nuevo. Luego se sentó, apoyándose contra sus rodillas, y se quedó contemplando la plata que envolvía sus brazos.

—Niña —dijo—, el sol se ha puesto. Se está haciendo de noche y tenemos que irnos.

—Enseguida —dijo—. Dame la hoja y me iré corriendo al barco, directamente al barco. ¡Ja, ja, ja!

Bajó la cuesta corriendo y saltando. Él estuvo mirándola hasta que desapareció en la penumbra, agitando sus brillantes brazos como alas y sujetando la carta con la boca.

* * *

Había visto la casa desde fuera muchas veces, y los muros, las ventanas y las entradas ya le resultaban familiares. Era una casa retirada, precedida de grandes patios y jardines amurallados. Le sorprendió lo amplia que era por dentro; en verdad, parecía un pequeño palacio, y aunque no era tan grande como la residencia del comisario, era más hermosa, pues estaba hecha de mármol blanco. El mármol estaba profusamente adornado con orlas en la habitación donde se encontraba, una habitación muy fresca, de forma octogonal, rematada por una cúpula y con una fuente en el centro.

Bajo la cúpula había una galería adornada con el mismo encaje de mármol, y desde allí, describiendo una curva, bajaba una escalera hasta donde estaba Stephen. En el quinto escalón había tres cazuelas pequeñas y un recogedor de basura de bronce; en el sexto había un cepillo corto hecho de hojas de palma atadas cuidadosamente y otro cepillo más largo que era casi como una escoba. Un escorpión se había escondido bajo el recogedor, pero, aparentemente, aquel refugio no le había parecido adecuado, porque ahora Stephen lo veía moverse despacio entre las cazuelas, balanceando las pinzas y la cola, erguido sobre sus patas con cierta gracia.

Oyó voces y miró hacia arriba. En la galería se veían unas sombras proyectándose a través de los arcos. Y en ese momento apareció Diana en lo alto de la escalera, seguida de otra mujer. La mayoría de las mujeres tienen peor aspecto si se miran desde abajo, pero Diana no; su figura no se veía recortada. Parecía muy alta y esbelta; vestía pantalones de muselina azul claro, ajustados en los tobillos, un fajín azul oscuro y una chaqueta sin mangas.

—¡Maturin! —exclamó, y bajó corriendo la escalera.

Tropezó con el recogedor con el pie derecho y con el mango del cepillo más grande con el izquierdo, y el impulso de la carrera la hizo saltar por encima de los otros objetos y los restantes escalones. Stephen la cogió al pie de la escalera, sosteniendo su frágil cuerpo entre los brazos. Luego la besó en las mejillas, y la bajó hasta el suelo.

—Por favor, tenga cuidado con el escorpión, señora —le gritó a la señora mayor que estaba en la escalera—. Está detrás de la escoba pequeña.

—¡Maturin! —exclamó Diana de nuevo—. Todavía estoy asombrada de verte, realmente asombrada. Me parece imposible que estés aquí de pie…, es mucho más sorprendente que haberte visto sentado allí, entre la muchedumbre que estaba junto al fuerte…, es como un sueño. Lady Forbes, permítame presentarle al doctor Maturin. Doctor Maturin, lady Forbes, que tiene la amabilidad de vivir conmigo.

Era una mujer regordeta y de cara ancha. Vestía descuidadamente y apenas tenía adornos, pero había dedicado especial atención a su rostro, tan pintado que ya no parecía humano, y a su peluca, cuyos largos rizos caían en prefecto orden sobre su frente. Se incorporó de una profunda genuflexión y dijo:

—Es un horrible malvado. Creo que ha salido del cepillo para dar brea. ¡Maldita pierna! No me levantaré nunca. ¿Cómo está señor? Encantada. ¿Nació usted en la India, señor? Recuerdo algunos Maturin en la costa Coromandel.

Diana dio unas palmadas y una hilera de sirvientes entró en la habitación. Hubo exclamaciones lamentando el peligro que había corrido y aquel desorden; leves murmullos desaprobatorios y reverencias; ansiedad y silenciosa, firme obstinación. Por fin trajeron a un anciano para que se llevara el recogedor y cogieron al escorpión con unas pinzas de madera; luego otros dos sirvientes recogieron lo que quedaba.

—Perdóname, Maturin —dijo—. No puedes ni imaginarte lo que es llevar una casa con criados de tantas castas diferentes: uno no puede tocar esto, el otro no puede tocar aquello, y la mitad imita a los demás. ¡Qué tonterías! Pero, por supuesto, una radha-vallabhi puede tocar las cazuelas. Bueno, vamos a ver si nos traen algo con que mojarnos la garganta. ¿Has cenado ya, Maturin?

—No —respondió Stephen.

Ella dio de nuevo unas palmadas y apareció otro grupo de unos veinte sirvientes. Mientras daba órdenes (había más discusiones, ruegos y risas de los que Stephen esperaba encontrar fuera de Irlanda), él se volvió hacia lady Forbes y dijo:

—Es muy fresca esta habitación, señora.

—Discutir, discutir, discutir —dijo la señora Forbes—. No sabe manejar a los criados, no ha sabido nunca. Sí, señor, es que está enterrada con ese propósito, bastante enterrada, ¿sabe? ¡Dios mío! Espero que pida champán, porque estoy reseca. ¿Creerá que este joven lo merece? Sí, esa es la cuestión. Canning es muy tacaño con los vinos. Pero tiene el inconveniente de que se inunda. Recuerdo que en tiempos de Raghunath Rao, que era el dueño, ¿sabe?, el barro cubría el suelo hasta dos pies de altura. Pero el monzón no ha traído lluvia; no ha llovido apenas. Dentro de poco habrá otra hambruna en Gujarat y esas anodinas criaturas morirán a montones, y el paseo matutino a caballo resultará muy desagradable. —De estas frases, las que iban dirigidas a sí misma las decía en un tono más grave, pero el volumen no variaba.

—Villiers, ¿en qué lengua les hablabas? —preguntó Stephen.

—En banga-bhasa, la lengua que hablan en Bengala. Cuando fui a Calcuta traje a algunos antiguos sirvientes de mi padre. Pero ven, cuéntame cosas de tu viaje. ¿Fue bueno? ¿En qué has venido?

—En una fragata, la Surprise.

—¡Qué nombre tan bonito! No lo creerás, pero casi me caigo de espaldas cuando te vi en la pendiente con aquella horrible túnica. Era exactamente lo que me imaginaba que usarías en este clima, mucho más apropiado que la ropa gruesa. ¿Te gustan mis pantalones?

—Muchísimo.

—La Surprise. Me dejas sorprendida. El almirante Hervey me habló de una fragata en la que venía un sobrino suyo, pero dijo que se llamaba Nemesis. ¿Está Aubrey al mando? Desde luego que lo estará, de lo contrario no habrías venido. ¿Se ha casado ya? Leí el anuncio en The Times, no he visto nada sobre la boda todavía.

—Creo que se celebrará de un momento a otro.

—Todas mis primas Williams estarán casadas —dijo, perdiendo un poco de su chispeante alegría—. Aquí está el champán por fin. ¡Oh, Dios, qué falta me hace una copa! Seguro que estás tan sediento como yo, Maturin. Brindemos por su salud y su felicidad.

—De mil amores.

—Y dime, ¿ha madurado? —preguntó Diana.

—No creo que puedas notar mucha más madurez —respondió Stephen y vació el vaso pensando: «Mientras más viejo, más rudo soy».

Un anciano con una maza de plata se acercó a Diana, hizo una reverencia y golpeó tres veces el suelo. Enseguida aparecieron mesitas bajas y grandes bandejas de plata con innumerables platos de comida, casi todos muy pequeños.

—Te pido que me disculpes, querida —dijo lady Forbes, poniéndose de pie—. Ya sabes que nunca ceno.

—Desde luego —dijo Diana—. Y por favor, al pasar por las habitaciones, ¿tendrías la amabilidad de comprobar si todo está listo? El doctor Maturin se quedará en la habitación de lapislázuli.

Se sentaron en un diván, y frente a ellos estaban agrupadas las mesitas. Ella le describió los platos con todo detalle, comiéndoselos con los ojos.

—No te importará comer a la manera india, ¿verdad? A mí me encanta.

Tenía un excelente humor, reía y hablaba sin parar, como si hubiera pasado mucho tiempo sin compañía. Stephen pensó: «¡Cómo le favorece reírse! Dulce loquentem, dulce ridentem. La mayoría de las mujeres son serias como lechuzas. Además, pocas tienen dientes tan brillantes». Entonces le preguntó:

—¿Cuántos dientes tienes ahora, Villiers?

—Pues no lo sé. ¿Cuántos debería tener? En cualquier caso, los tengo todos. ¡Ja, ja, nos ha traído bidpai chhatta! De niña me gustaba mucho…, todavía me gusta. ¿Crees que a Aubrey le agradaría venir a comer aquí con sus oficiales? Podría pedirle al almirante que viniera. Es bastante desagradable, pero puede ser muy simpático si quiere. Su mujer es estúpida, pero eso no es extraño, ¡son tantas las mujeres de oficiales navales que son imposibles! Y también invitaría a los encargados del astillero; sólo a hombres.

—No puedo responder por él, desde luego, pero sé que está muy ocupado con la fragata. Están reparándole el casco y reemplazando piezas vitales en su interior, porque sufrió grandes destrozos cuando estaba al sur de El Cabo. Jack ha rechazado todas las invitaciones, a excepción de la del almirante; tuvo ese día libre por obligación.

—Bueno, pues, al diablo Aubrey. No tengo palabras para expresar lo contenta que estoy de verte, Stephen. Me he sentido muy sola…, Justo antes de verte, tu recuerdo vino a mi mente con toda claridad. No eres muy hábil comiendo a la manera india, por lo que veo… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué te ha pasado en las manos?

—Nada de importancia —contestó Stephen, apartándolas—. Tienen algunas heridas…, quedaron atrapadas en una máquina. Pero no es nada de importancia, pronto se pasará.

—Te daré de comer yo.

Se sentó en un cojín frente a él, con las piernas cruzadas. Iba formando bolas con la comida de una docena de platos y cuencos y se las ponía en la boca. Stephen sentía que algunas le explotaban como bombas en el estómago y otras le refrescaban el paladar y le dejaban un sabor dulzón. Observaba sus piernas torneadas y firmes bajo la muselina azul y el movimiento de sus caderas cuando se inclinaba hacia los lados o hacia él.

—¿Quién era esa niña tan delgada que estaba contigo? —inquirió—. ¿Una dhaktari? Es demasiado pálida para ser una gond. Habla mal el urdu.

—Nunca le he hecho preguntas, ni ella a mí tampoco. Dime lo que debo hacer con ella, Villiers. Quiero que pueda comer todos los días sin que tenga que mendigar o robar la comida, como hace ahora. Podría comprarla por doce rupias, lo cual parece una solución fácil, pero no lo es. No puedo hacer que se gane la vida honradamente, como costurera, por ejemplo, porque no sabe coser ni siente la necesidad de aprender. Tampoco quiero confiársela a las monjas portuguesas para que la conviertan y la hagan vestir los hábitos. Pero estoy seguro de que tiene que haber una solución.

—Seguro que la hay —dijo Diana—. Pero antes de poder decir algo concreto tengo que saber mucho más sobre ella, por ejemplo, la casta y otras cosas. No te imaginas las dificultades que pueden surgir cuando uno intenta encontrar colocación para una niña. Puede que sea una intocable; lo más probable es que lo sea. Mándala aquí cuando tengas algún mensaje que enviarme y podré averiguarlo. Entretanto, puede venir siempre que tenga hambre. Encontraremos una solución, estoy segura. Pero eres muy tonto si pagas doce rupias, Stephen; tres es el precio más normal. ¿Quieres un poco más?

—Sí, por favor. Y no olvidemos la cerveza que está ahí, cerca de tu codo.

Cervezas, sorbetes, mangostanes, pasteles indios (el cielo palideció cuando hablaron de ellos); el viaje de la fragata y su propósito; el señor Stanhope, los perezosos, los grandes hombres de Bombay… Diana hizo referencia a Canning de forma indirecta cuando dijo: «En sus días buenos, lady Forbes puede ser una entretenida compañía. Además, me ayuda a no perder la serenidad…, lo necesito, ¿sabes?» y «Cabalgué sesenta millas anteayer y otras sesenta el día anterior, atravesando los Gates, por eso regresé mucho más pronto de lo que esperaba. Había que tratar un aburrido asunto con el nizam[10], y de repente sentí que no podía aguantar más y regresé sola, dejando atrás a los elefantes y los camellos. Llegarán el día diecisiete».

—¿Eran muchos elefantes y camellos?

—No. Treinta elefantes y unos cien camellos. Y carros de bueyes, naturalmente. Pero incluso una pequeña caravana tarda una eternidad en moverse, y no puedes evitar enfurecerte y empezar a gritar.

—¿De verdad que viajas con treinta elefantes?

—Este viaje era corto, sólo hasta Hyderabad. Cuando atravesamos todo el país llevamos cien, y todo lo demás proporcionalmente. Lo mismo que un ejército. ¡Oh, Stephen, quisiera que hubieras podido ver al menos la mitad de lo que he visto yo en este viaje! Leopardos por docenas, una pitón que se comió a un ciervo, pájaros y monos de todo tipo y un cachorro de tigre muy desarrollado, un hermoso ejemplar, aunque no puede compararse con los que tenemos en Bengala. Dime, Stephen, ¿qué quieres que te enseñe de este país? Es mi país, después de todo, y me gustaría servirte de guía. Seré mi propia dueña durante algunos días.

—Dios te bendiga, amiga mía. Quisiera ver las cuevas de Elefanta, un bosque de bambúes y un tigre.

—Puedo prometerte que iremos a Elefanta. Daremos una fiesta este fin de semana y se lo diremos al señor Stanhope, que es un hombre encantador y ha sido muy galante conmigo en Londres, y también al pastor. Podrás ver el bosque de bambúes Sin embargo, no puedo asegurarte que verás el tigre. Seguro que el peshwa tratará de encontrarnos uno en las montañas de Poona, pero ha llovido mucho en esa zona y la selva es tan espesa que… No obstante, si no podemos encontrar un tigre allí, te prometo que verás media docena en Bengala, pues, según tengo entendido, después de dejar al respetable caballero en Kampong debéis ir a Calcuta.

Tal vez fue un error invitar al señor Stanhope. El día era horriblemente caluroso y húmedo y a él sólo le apetecía estar tumbado en la cama mientras el punkah[11] con un leve rumor, movía el aire irrespirable. Sin embargo, pensó que era su deber presentar sus respetos a la señora Villiers y, además, tenía mucho interés en ver al doctor Maturin, que inexplicablemente había desaparecido durante los últimos días, así que, sobreponiéndose a las náuseas y con un poco de carmín en sus pálidas mejillas, subió al barco para cruzar las aguas densas y grasientas, y como no soplaba viento, hubo que atravesar remando las seis malditas millas de la bahía.

El señor Atkins iba sentado junto a él y, muy excitado, le contó rápidamente, en voz baja, las cosas que había descubierto; el señor Atkins siempre se enteraba de todos los chismorreos de una comunidad al poco tiempo de estar en ella. Le dijo que, según sus noticias, la señora Villiers no era una persona respetable, pues era la amante de un comerciante judío («¡Un judío! ¡Por amor de Dios!»), y su presencia era considerada una vergüenza en Bombay y despertaba indignación. Añadió que el doctor Maturin sabía que la pareja convivía ilícitamente y le había puesto a él en una difícil situación. ¡El representante de Su Majestad apoyaba una relación de ese tipo!

El señor Stanhope apenas respondió, pero cuando desembarcó estaba más serio y reservado que habitualmente, y a pesar de los innumerables cumplidos que le hizo a Diana y de los elogios del magnífico conjunto de tiendas, sombrillas y alfombras, en el que no faltaban las bebidas frías (esas cosas le recordaban Ascot), de la rudimentaria estatua del elefante y de la asombrosa cantidad de esculturas de las cuevas, a pesar de todo eso, su falta de cordialidad y alegría afectó a todo el grupo.

Llamó a Stephen aparte mientras caminaban hacia las cuevas y le dijo:

—Estoy muy preocupado, doctor Maturin. El capitán Aubrey me ha asegurado que zarparemos el día diecisiete y yo contaba con otras tres semanas por lo menos, porque el tratamiento del doctor Clowes a base de sangrías y baños de lodo dura tres semanas más.

—Seguro que ha hablado de la forma extravagante e hiperbólica en que se expresan los marinos. A menudo hemos leído la noticia de que unos pasajeros que habían sido llamados con urgencia para embarcar en Greenwich o los downs se encontraron con que los marinos no tenían ni la más mínima intención de zarpar por falta de ganas o incluso por falta de velas. Puede estar tranquilo, señor. Por lo que yo sé, hace muy poco tiempo la Surprise estaba aún sin mástiles, así que es materialmente imposible que pueda zarpar el día diecisiete. Me sorprende la precipitación de Jack.

—¿Ha visto al capitán Aubrey recientemente?

—No. Ni tampoco he visitado al doctor Clowes desde el viernes, de lo cual me avergüenzo. ¿Ha notado mejoría con los baños de lodo?

—El doctor Clowes y sus colaboradores son excelentes médicos, sin duda, y muy atentos, pero parece que no aciertan con la enfermedad del hígado. Temen que pueda extenderse y afectar el estómago. No obstante…, mi propósito al rogarle su atención unos momentos era decirle que me han llegado varios despachos de ultramar y quisiera consultarle sobre ellos. Y al mismo tiempo deseo señalar, si me lo permite, que no ha ido usted a la oficina con la frecuencia que podría considerarse ideal. No hemos podido encontrarle durante los últimos días, a pesar de los repetidos avisos que le hemos enviado al barco y a su casa. No cabe duda de que sus pájaros le han seducido y le han hecho olvidar su habitual puntualidad.

—Le ruego que me perdone, Su Excelencia. Iré esta tarde. Y al mismo tiempo podremos hablar de su hígado con el doctor Clowes.

—Se lo agradezco infinitamente, doctor Maturin. Pero estamos descuidando de un modo terrible nuestro comportamiento. ¡Señora Villiers! —Recorrió con sus cansados ojos el banquete que había preparado frente a las cuevas—. ¡Esto es magnífico, magnífico! ¡Es un banquete digno de Lúculo, se lo aseguro!

El señor White, el pastor, a quien Atkins le había contado enseguida lo que había averiguado, tenía un aire tan reservado como el jefe de éste. Además, le habían impresionado desagradablemente las esculturas femeninas y hermafroditas y le había picado en la nalga izquierda un desconocido insecto sobre el que se había sentado. Estuvo serio y taciturno durante todo el tiempo que duró la excursión.

Al señor Atkins y a los jóvenes del séquito del señor Stanhope les afectaba menos el tiempo, y por el ruido que hacían parecía que estaban disfrutando mucho, y Atkins más que ninguno. Tenía una actitud campechana, hablaba muy alto y sin cohibición, y durante el picnic le gritó a Stephen: «No se quede con la botella… No todos los días podemos beber champán». Después llevó a Diana al fondo de la segunda cueva para ver un destacado grupo escultórico y, sosteniendo en alto el farol, le dijo que se fijara en sus suaves curvas, su deliciosa armonía, su equilibrio, y señaló que parecía digno de Fidias, el famoso escultor griego. Ella se asombró de su desfachatez y de que la hubiera cogido por el codo y le hubiera susurrado al oído, pero no le dio demasiada importancia, porque supuso que estaba borracho. Entonces se soltó, lamentando haber sido tan tonta como para seguirle. Y se sintió muy contenta al ver a Stephen acercarse a ellos apresuradamente.

Sin embargo, el señor Atkins siguió muy animado y, cuando el grupo desembarcó en Bombay y se separó, metió la cabeza por la ventanilla del palanquín y dijo:

—Iré a verla una de estas tardes. —Arqueó las cejas y la miró de tal modo que ella se quedó sin habla—. Sé dónde vive.

Más tarde Stephen volvió a la casa del promontorio Malabar y le dijo a Diana:

—El señor Stanhope te envía sus más sinceras felicitaciones y te da las más encarecidas gracias por esta tarde deliciosa e inolvidable. Lady Forbes, servidor de usted. ¿No cree que hace demasiado calor, señora?

Lady Forbes esbozó una tímida sonrisa y abandonó la habitación.

—Maturin, ¿has visto alguna vez en tu vida un picnic tan horrible, tan rematadamente malo como ese? —preguntó Diana. Ahora tenía puesto un vestido azul muy feo, de tela gruesa y profusamente adornado de perlas, y llevaba al cuello una sarta de perlas más grandes con un nudo cerca de la cintura—. Pero es muy amable por su parte enviarle sus felicitaciones a una mujer caída.

—¿De qué estás hablando, Villiers? —preguntó él.

—Debo de haber caído muy bajo para que un odioso reptil como ese tal Perkins se tome esas libertades. ¡Dios santo! ¡Maturin, esta vida es horrible! No puedo salir sin que exista el peligro de una afrenta; y estoy sola, encerrada todo el tiempo en este espantoso lugar. Sólo media docena de mujeres me reciben con agrado, y de ellas cuatro carecen de buena reputación y las otras dos son tontas que se dedican a hacer la caridad… ¡Menuda compañía! Y las otras mujeres que conozco, sobre todo las que conocía desde antes, cuando vivía en la India, saben muy bien adonde disparar sus dardos. No lo hacen de manera evidente, porque podría devolvérselos y Canning podría destruir a sus maridos, pero son bastante afilados, y muy venenosos. No puedes imaginarte lo malvadas que son las mujeres. Me pongo tan furiosa a causa de esto que no puedo dormir. Me enfermaré. Estoy llena de rabia y parece que tengo cuarenta años. Dentro de seis meses no estaré en condiciones de que me vea nadie.

—Claro que sí, amiga mía. Te engañas a ti misma. En cuanto te vi noté que tu piel tenía mucho mejor color que en Inglaterra. Y esa impresión se confirmó cuando vine aquí y pude observarla con tranquilidad.

—Es asombroso con qué facilidad se te puede engañar. Sólo es una buena cantidad de trompe-couillon, como lo llama Amélie, ella es la mejor pintora que ha habido desde…, ¿cómo es el nombre?

—¿Vigée Lebrun?

—No. Jezebel. Mira —dijo, pasándose un dedo por la cara y mostrándole la delgada capa rosada que había sobre él.

Stephen lo observó atentamente y, sacudiendo la cabeza, dijo:

—No. No es esa la causa. Y de paso te desaconsejo que uses cerusa, porque puede resecar y arrugar las capas más profundas de la piel. La manteca de cerdo es más apropiada. Realmente, tu ánimo, tu valor, tu inteligencia y tu alegría son la causa. Ninguna de estas cosas es fingida, y son ellas las que dan forma a tu rostro…, tú eres responsable de tu propio rostro.

—Pero ¿cuánto tiempo crees que puede conservar el ánimo una mujer con este tipo de vida? Cuando Canning está aquí nadie se atreve a tratarme mal, pero él se ausenta con frecuencia, porque tiene que ir a Mahé y otros lugares; pero también cuando está aquí peleamos constantemente. A menudo casi llegamos a romper. Y si rompemos, ¿te imaginas cuál será mi futuro? Quedarme en Bombay sin dinero. Eso es espantoso. Pero, por otra parte, seguir unida por cobardía también es espantoso. Él es amable, no digo que no, pero es tremendamente celoso. ¡Fuera! —Le gritó a un criado que estaba en el umbral de la puerta—. ¡Fuera! —Le gritó de nuevo, porque se había quedado allí haciendo gestos de desaprobación, y luego le tiró una jarra a la cabeza.

—¡Es tan humillante que sospechen de uno! —se lamentó—. Sé que los sirvientes tienen orden de vigilarme. Si no me resistiera, no tardarían en aparecer aquí un montón de eunucos negros, tan flácidos, los pobres. Por eso tengo a mis propios criados… ¡Oh, estoy tan cansada de esas peleas! Lo único que es medianamente tolerable es viajar, visitar otros lugares. Esta situación es insoportable para una mujer con ánimo. ¿Te acuerdas de aquello que te dije hace ya mucho tiempo, que los hombres casados eran el enemigo? Pues aquí me tienes, me he entregado al enemigo y estoy atada de pies y manos. Por supuesto, la culpa es mía, no es necesario que me lo digas, pero eso no hace que mi vida sea menos desgraciada. Vivir en la abundancia está muy bien, y, desde luego, me gusta tener una sarta de perlas tanto como a cualquier mujer, pero me conformaría con la casa de campo inglesa más fría y más húmeda.

—Lamento que no seas feliz —dijo él en tono grave—. Pero, al menos, eso me da un poco más de confianza y un buen motivo para hacerte mi proposición.

—¿También tú quieres que sea tu mantenida, Stephen? —preguntó con una sonrisa.

—No —contestó él, esforzándose por imitarla. Se encomendó a Dios y siguió hablando con frases un tanto desordenadas a causa de su agitación—. Nunca le he hecho una proposición de matrimonio a ninguna mujer y no conozco las fórmulas que se usan para ello. Disculpa mi ignorancia. Te ruego que tengas la bondad, la inmensa bondad de casarte conmigo.

Ella no respondió. Y entonces él añadió:

—Te lo agradecería mucho, Diana.

—¡Vaya, Stephen! —dijo ella por fin, mirándole todavía con gran asombro—. Te doy mi palabra de honor de que me has sorprendido. Casi no puedo hablar. Es la cosa más amable que podías haberme dicho. Pero te has dejado llevar por la amistad y el afecto; tu buen corazón y la lástima que sientes por una amiga son los que…

—No, no, no —dijo impetuosamente—. Mi declaración ha sido deliberada. He meditado mucho antes de hacerla, pues concebí la idea hace ya tiempo y la he madurado a lo largo de más de doce mil millas. Sé que, desgraciadamente, mi apariencia no me favorece —mientras hablaba se retorcía las manos tras la espalda—, que hay muchas cosas que objetar en cuanto a mi persona, mi nacimiento y mi religión, y que mi fortuna no puede compararse con la de un hombre rico, pero ya no soy aquel don nadie sin dinero que era cuando nos conocimos y puedo ofrecerte un matrimonio digno, incluso espléndido. Y por lo menos tengo un sueldo decente para mantener a mi esposa, o a mi viuda, y asegurar su futuro.

—Mi querido Stephen, tus palabras me honran y no sé cómo agradecértelas; eres el hombre más bondadoso que conozco y mi mejor amigo. Pero ya sabes que cuando me enfado hablo sin pensar, digo cosas que no quisiera decir, y tengo mal genio. Canning y yo estamos muy unidos; él ha sido muy bueno conmigo… Además, ¿qué clase de esposa sería yo? Deberías haberte casado con Sophie; ella se habría contentado con muy poco y tú nunca te habrías sentido avergonzado de ella. Avergonzado… Piensa en lo que he sido y en lo que soy ahora. Y Londres no está lejos de Bombay, los chismorreos son los mismos en ambos lugares. Por otra parte, después de haber llevado esta vida, ¿crees que alguna vez podría…? Stephen, ¿te encuentras mal?

—Iba a decir que también están Barcelona, París, Dublín…

—No hay duda de que te encuentras mal. Estás muy pálido. Quítate la chaqueta, quédate en camisa y calzones.

—Nunca me había afectado tanto el calor —dijo, quitándose la chaqueta y la corbata.

—Bebe un poco de agua helada y baja la cabeza. Mi querido Stephen, quisiera poder hacerte feliz. Por favor, no te pongas tan triste. Bueno, tal vez si llegamos a romper…

—De todos modos —dijo él, como si no hubieran pasado diez silenciosos minutos—, no es tan pequeña si se compara con la generalidad de las europeas. Tengo diez mil libras aproximadamente, tierras por ese valor que incluso pueden llegar a valer más. Y también tengo mi sueldo: doscientas o trescientas libras al año.

—Y un castillo en España —dijo Diana, sonriendo—. Túmbate y háblame de ese castillo en España. Sé que tiene el baño de mármol.

—Sí, y el techo, donde lo conserva todavía. Pero no quiero engañarte, Villiers: no es como el que tienes aquí. Dispone de seis, no, cinco habitaciones donde se puede vivir, y la mayoría de ellas están ocupadas por ovejas merinas. Es una ruina llena de romanticismo, rodeada de montañas llenas de romanticismo, pero de romanticismo no se vive.

Había hecho el intento, pero había errado al lanzar su carga; ahora su corazón volvía a latir despacio. Hablaba en un tono amable y muy tranquilo sobre las ovejas merinas, las peculiaridades del alquiler de propiedades en España, los perjuicios de la guerra y las posibilidades que tenía un marino de conseguir botines, y en el momento en que trataba de coger la corbata ella le interrumpió.

—Stephen, lo que me has dicho me ha desconcertado tanto que casi no sabía qué contestar. Tengo que pensarlo. Hablaremos de ello otra vez en Calcuta. Necesito muchos meses para pensarlo. ¡Dios mío! ¡Qué pálido te has puesto otra vez! Ven, ponte una bata ligera y nos sentaremos en el patio para respirar aire fresco. Estas lámparas son insoportables dentro de casa.

—No, no. No te muevas.

—¿Por qué no? ¿Porque es una bata de Canning? ¿Porque Canning es mi amante? ¿Porque es judío?

—Tonterías. Tengo en gran estima a los judíos, si es que alguien puede hacer una generalización de un grupo de hombres tan grande y heterogéneo.

Canning entró en la habitación. A pesar de ser un hombre corpulento, sus pisadas no eran fuertes. «¿Cuánto tiempo habrá estado ahí fuera?», pensó Stephen. Entonces Diana dijo:

—Canning, el doctor Maturin tiene demasiado calor. Estoy tratando de persuadirle de que se ponga una bata y se siente junto a la fuente en el patio de los pavos reales. ¿Te acuerdas del doctor Maturin?

—Perfectamente, y me alegro mucho de verle. Estimado amigo, lamento que no se sienta usted bien. Verdaderamente hoy hace un calor asfixiante. Por favor, déme su brazo y saldremos a tomar el aire; también yo lo necesito. Diana, ¿te importaría pedir una bata o un chal?

«¿Qué cosas sabe de mí?», se preguntaba Stephen mientras estaban sentados en aquel lugar relativamente fresco y Diana hablaba con Canning de su viaje, el nizam y un tal señor Norton. Por lo que decían, la mujer del señor Norton había huido con el mejor amigo de éste al territorio gobernado por el nizam.

«No deja traslucir nada», pensó Stephen, «pero eso es, en sí mismo, significativo. Y no ha preguntado por Jack, lo que es más significativo todavía. Es notorio su aire varonil y arrogante, muy parecido al de Jack, que refleja buena parte de su personalidad; pero también advierto el brillo de una inteligencia oculta. ¡Cuánto me gustaría que tuviera el don de la señora Forbes de revelar sus pensamientos!». En voz alta preguntó:

—¿El señor Norton, el ornitólogo?

—No —respondió Diana—, él está interesado en los pájaros.

—Tan interesado que se fue hasta Bikanir para ver una ortega —dijo Canning—, y cuando volvió la señora Norton había huido. Creo que no está nada bien seducir a la esposa de un amigo.

—Tiene usted razón —afirmó Stephen—. Sin embargo, ¿es eso realmente una ofensa? Una joven ingenua puede huir con un seductor, pero ¿puede hacer lo mismo una mujer casada? Por mi parte, pienso que nunca un matrimonio se rompe por una fuerza externa. Supongamos que a la señora Norton se le da a escoger entre el clarete y el oporto y ella comprueba que no le gusta el clarete pero sí le gusta el oporto. Desde ese momento se siente ligada a ese turbio vino y es inútil asegurarle que el clarete es mejor. Y no creo que la culpa sea de la botella elegida.

—¡Si al menos soplara un poco de brisa del mar! —exclamó Canning, riendo ruidosamente—. Podría hacer pedazos su analogía. Además no debería meterse en eso…, es un asunto enmarañado, si los hay. Lo que quería señalar es que Norton era íntimo amigo de Morton. Norton le llevó a su casa y él se metió en la cama de Norton.

—Eso no estuvo bien, debo admitirlo. Eso huele a deslealtad.

—No le he preguntado por nuestro amigo Aubrey. ¿Sabe algo de él? Tenemos que brindar por su felicidad. Tal vez deberíamos hacerlo ahora.

—Está aquí, en Bombay. A su fragata, la Surprise, la están armando de nuevo en Bombay.

—Me asombra usted —dijo Canning.

«Lo dudo mucho, amigo mío», pensó Stephen. Se puso a escuchar los comentarios que hacía Canning sobre la Armada, su ubicuidad y sus innumerables compromisos y los elogios de Jack como marino, a quien deseaba sinceramente felicidad. Entonces se puso de pie y dijo que, con su permiso, quería retirarse, porque hacía algún tiempo que no iba a su casa y le esperaba mucho trabajo, añadiendo que su casa estaba cerca del astillero y le apetecía ir andando hasta allí.

—No puede ir andando hasta el astillero —dijo Canning—. Mandaré buscar un palanquín.

—Es usted muy amable, pero prefiero andar.

—Pero, amigo mío, es una locura pasear por Bombay a esta hora de la noche. Sin duda alguna, le matarán. Créame, ésta es una ciudad muy peligrosa.

Stephen no era fácil de convencer, pero Canning le obligó a aceptar una escolta, así que bajó las desiertas calles a la cabeza de un grupo de barbudos sijs armados de sables, no demasiado contento consigo mismo («Y sin embargo, él me agrada como persona y no le reprocho del todo la satisfacción de saber que estoy fuera del juego y que vivo sin esperanza»), y mientras bajaba veía el resplandor de las piras funerarias en la playa, que despedían un olor a carne quemada y a sándalo. Atravesaron calles llenas de vacas sagradas que dormían tranquilamente, vieron perros vagabundos y un árbol sin hojas donde dormían innumerables milanos, buitres y cuervos, formando un siniestro conjunto. Pasaron por los bazares, ahora llenos de figuras que yacían en el suelo envueltas en sudarios. Cruzaron el barrio de los burdeles, donde había actividad y se veían algunos músicos mal acoplados y grupos de marineros, entre los cuales, sin embargo, no había ninguno de la Surprise. Luego siguieron el largo camino junto al muro del astillero y, al doblar una esquina, toparon con un grupo de moplahs que formaban un corro. Los moplahs se levantaron, les miraron vacilantes, calculando sus fuerzas, y huyeron dejando un cadáver en el suelo. Stephen se inclinó sobre él con el farol de los sijs en la mano y, viendo que ya no podía hacer nada, siguió su camino.

A cierta distancia de la casa vio una luz en su interior y se sorprendió mucho. Pero aún se sorprendió más al entrar y ver a Bonden, que dormía inclinado sobre la mesa, con la cabeza apoyada sobre los brazos vendados; y la cabeza y los brazos los tenía cubiertos por una capa grisácea que parecía ceniza, pero que, en realidad, estaba formada por innumerables insectos voladores que la luz del farol había atraído. Y en la mesa había un grupo de salamanquesas preparadas para comerse las mariposas deslumbradas.

—¡Por fin ha llegado, señor! —exclamó, levantándose y esparciendo su cargamento de muertos y ahuyentando a las salamanquesas—. Me alegro mucho de verle.

—Eres muy amable, Bonden —dijo Stephen—. ¿Qué pasa?

—Hay un lío de todos los diablos, y perdone la expresión. El capitán ha intentado encontrarle desesperadamente, señor. Ordenó a los guardiamarinas y los grumetes que se turnaran para esperarle aquí y mandaba a un mensajero cada hora para preguntar si usted había vuelto. A todos les daba miedo regresar y decir que usted no había llegado y que tampoco había enviado ningún recado. A Babbington le mandó poner grilletes. Y a los cadetes Church y Callow les azotó con sus propias manos en la cabina. ¡Menudos golpes les dio! Se quejaban lastimosamente como gatos.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? Que ha habido protestas, señor. No hay permisos para bajar a tierra, los suspendieron todos, a la barca la llevaron a la dársena, no conseguimos nada de beber porque no dejan acercarse a los vivanderos, y todos los marineros trabajando doble jornada, y los oficiales también. No hay permisos, aunque prometió darlos hace semanas. ¿Se acuerda de que al Caesar le pusieron los mástiles nuevos en un santiamén en Gibraltar, antes de nuestra escaramuza con los españoles? Bueno, pues esto ha sido más o menos igual, sólo que un condenado día tras otro…, con todos los tripulantes que eran capaces de halar un cabo, enfermos o no, los marineros indios contratados por él personalmente, miembros de la dotación del buque insignia y aparejadores del astillero…, aquello parecía un jodido hormiguero, perdone la expresión, y siempre bajo el sol abrasador. ¡Sin pudín de pasas los domingos! No se permite a nadie bajar a tierra, excepto a esos renacuajos que son inútiles a bordo y a los mensajeros que vienen aquí corriendo. Yo mismo no estaría aquí si no fuera por mi brazo.

—¿Qué te ha pasado?

—Me quemé con alquitrán hirviendo, señor. Cayó desde la cofa. Pero eso no es nada comparado con lo que nos ha obsequiado el capitán. Suponemos que debe de saber algo sobre Linois, pero, en cualquier caso, no hemos hecho más que correr, correr y correr. No había ninguna vigota colocada el martes y ya hemos amarrado los obenques hoy y zarpamos mañana en la marea alta. El almirante no creía que eso era posible, yo no creía que era posible, ni tampoco el más viejo de los marineros del castillo. El señor Rattray se metió en la cama el lunes porque, según dicen, estaba enfermo y extenuado; y la mitad de la tripulación también haría lo mismo si se atreviera. Y todo el tiempo el capitán repetía: «¿Dónde está el doctor? ¡Maldita sea! ¿No puede usted encontrar al doctor, condenado inútil?». Estaba muy enfadado. El equipaje de Su Excelencia se subió a bordo el doble de rápido: se disparaban los cañones cada cinco minutos de forma que las balas pasaran por encima de los botes y animaran a los hombres a remar. ¡Bendito sea Dios! Aquí tiene la hoja que me dio para usted.

Surprise

Bombay

Señor:

Por la presente se le ordena presentarse en la fragata de Su Majestad que se encuentra bajo mi mando inmediatamente que reciba esta orden.

Queda de usted,

Jack Aubrey

—Tiene la fecha de hace tres días —dijo Stephen.

—Sí, señor. Nos la hemos pasado unos a otros. Y Ned Hyde la manchó de ponche en la punta.

—Bueno, la leeré mañana. Ahora casi no veo y, además, tenemos que dormir al menos un par de horas antes de que amanezca. ¿Conque piensa realmente zarpar mañana en la marea alta?

—¡Oh, sí, señor! Estamos anclados en el canal sólo con un ancla. Su Excelencia está a bordo y también casi toda la pólvora, sólo faltaban por estibar algunos barriles cuando me fui.

—¡Oh, Dios mío! Entonces vete ahora a la fragata, Bonden, dale mis saludos al capitán y dile que me reuniré con él antes de que suba la marea. Pero ¿por qué te quedas ahí como una estaca, como una estatua, Barret Bonden?

—Señor, él me llamará torpe, estúpido y no sé cuántas cosas más si no regreso con usted, y le aseguro que enviará a un grupo de infantes de marina para que lo lleven a la fragata tan pronto se entere de que está aquí. Le conozco hace muchos años, señor, y nunca le he visto tan enfurecido; parece un león.

—Bueno, llegaré antes de que zarpe la fragata. No es necesario que vuelvas a ella corriendo, ¿sabes? —dijo mientras empujaba fuera de la habitación al pobre Bonden, ansioso y descorazonado, y cerraba la puerta.

El día siguiente era el diecisiete. Aunque podrían existir otros factores, estaba seguro de que la razón principal de aquella loca carrera era que Jack quería sacarle de Bombay antes de que Canning y Diana regresaran. No había duda de que tenía buenas intenciones: quería evitar que se enfrentara con aquel hombre. Su estratagema era muy ingeniosa, pero a pesar de que Stephen estaba sometido al derecho naval, nunca le habían gustado las leyes y no era fácil conseguir que las acatara.

Se quitó la ropa, se echó agua por encima y se sentó a escribirle una nota a Diana. No serviría; había usado un tono erróneo. Otra versión; el sudor de sus dedos emborronó las palabras. Canning era un temible enemigo —silencioso, inteligente, sagaz—, si es que podía llamarle así, con una peligrosa tendencia a extralimitarse y capaz de formar astutamente complejos enredos. Las constantes sospechas e intrigas provocaban repugnancia y la desesperada nostalgia de mantener una relación sincera, limpia. Cogió otra hoja. Le dijo que el enemigo, aparentemente, estaba en alta mar…, pedía disculpas por no haberse despedido…, deseaba ardientemente verla en Calcuta…, rogaba que se acordara del tigre que le había prometido…, enviaba saludos al señor Canning…, estaba seguro de que podría confiarle a su pequeña protegida, a quien iba a comprar por…

«Eso me hace recordar mi bolsa», se dijo. Encontró la pequeña bolsa de tela y se la colgó al cuello, se puso una túnica y salió. Afuera el aire era más frío, más limpio. Atravesó de nuevo las calles, más concurridas ahora. Los hortelanos traían las frutas y los vegetales en carretillas, muías y carros tirados por bueyes y camellos que, lentamente, se abrían paso entre la gris penumbra, seguidos por perros vagabundos. En los bazares se veían faroles por todas partes, los braseros resplandecían y había una gran actividad, pues la gente recogía su cama para guardarla dentro de la tienda o la convertía en un puesto. Cruzó el caravasar Gharwal, pasó la iglesia de los franciscanos, pasó el templo de Jain y llegó hasta el callejón donde vivía Dil.

El callejón estaba muy lleno; la gente lo ocupaba de lado a lado. Él consiguió que un toro brahmán que tenía delante avanzara y pudo llegar hasta la choza triangular hecha de tablones y sostenida por un puntal. La vieja estaba sentada a la entrada; a su derecha había un farol con una oscilante llama, a su izquierda un hombre vestido de blanco, y frente a ella el cadáver de Dil, parcialmente cubierto por un trozo de tela. Y en el suelo había una jofaina con algunas caléndulas y cuatro monedas de cobre. La gente se agolpaba ante la vieja formando un semicírculo y escuchaba con expresión grave su voz áspera y airada.

Stephen se sentó en la segunda fila (cayó al suelo como si le hubieran cortado las piernas, lanzando un gemido) y una inmensa tristeza se apoderó de él. Había visto la muerte tantas veces que no podía estar equivocado, pero a pesar de eso y de saber aceptar la dura realidad, tardó en resignarse. La vieja estaba pidiéndole dinero a la gente; entonces se interrumpió para decirle al brahmán que bastaría con muy poca leña y siguió discutiendo con él, insistiendo. Todos eran muy amables; expresaban su condolencia, decían palabras de consuelo, hacían alabanzas, y depositaban pequeñas ofrendas en la jofaina, pero aquel era un barrio desesperadamente pobre y las monedas no alcanzaban ni para media docena de troncos.

—Aquí no hay nadie de su casta —dijo el hombre que estaba al lado de Stephen.

Otros murmuraron que eso era lo lamentable de la cuestión, porque la gente de su propia casta se habría encargado del fuego, pero, con la hambruna que se avecinaba, nadie quería ayudar a otra casta que no fuera la suya. Stephen tocó en el hombro al hombre que estaba delante de él y le dijo:

—Yo soy de su casta. Amigo, dile a la mujer que le compro a la niña y que me la llevaré allí abajo y me encargaré del fuego.

El hombre se volvió hacia él. Stephen tenía la mirada perdida, las mejillas hundidas, arrugadas y sucias, y el pelo le caía sobre la cara; daba la impresión de que estaba loco o absorto. El hombre miró a los demás y, al advertir la aprobación en sus serios rostros, dijo:

—Abuela, aquí hay un hombre santo de tu casta que por piedad comprará a la niña y la llevará allí abajo, y también se encargará del fuego.

Aumentó la conversación…, gritos…, y un silencio sepulcral. Stephen sintió cómo el hombre le colgaba de nuevo la bolsa en el pecho y le arreglaba el cuello de la túnica alrededor del cordón.

Después de unos momentos, se puso de pie. En el rostro de Dil había una infinita placidez. A veces, cuando se movía la llama del farol, parecía que sonreía misteriosamente, pero al acercarle la luz se notaba que era incapaz de sentir emociones, lo mismo que el mar. En los brazos tenía las marcas que le habían hecho al arrancarle las pulseras. Eran marcas superficiales: no había habido lucha ni desesperada resistencia.

La cogió en brazos y, seguido por la vieja, algunos amigos y el brahmán, la llevó hasta la playa, con la cabeza apoyada en su hombro. Amaneció cuando pasaban por los bazares, y cuando llegaron a la orilla del mar, ahora en calma, tras pasar junto a los vendedores de leña, otros tres grupos ya estaban allí.

Plegarias, purificación; cánticos, purificación. La puso cuidadosamente en la pira. El sol iluminaba las pálidas llamas y los troncos de sándalo ardían deprisa; una columna de humo subió y subió y luego se desvió y empezó a alejarse con la brisa del mar.

—… nunc et in hora mortis nostrae —repitió de nuevo mientras sentía las olas chocar suavemente contra sus pies.

Levantó la vista. Todos se habían ido. La pira se había convertido en una mancha negra y se escuchaba el siseo del mar al cubrir sus ascuas. Estaba solo. La marea subía muy rápido.