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ESLOVAQUIA: POR FIN UN PASO ADELANTE
Mi proyecto original, al partir de Bratislava, había sido el de cruzar el Danubio, dirigirme al sudeste, hacia la frontera húngara, y entonces seguir la ribera derecha hasta la antigua ciudad de Györ. Este itinerario, que me habría conducido por los comienzos de la puszta atisbados desde el castillo, era la entrada tradicional de Hungría.
Pero unos amigos de Hans habían cambiado el plan en el último momento. Gerti von Thuroczy, casada con uno de aquellos despreocupados caballeros rurales a los que me he referido un par de capítulos atrás, me sugirió que modificara la ruta y me alojara con su hermano, Philipp Schey, por el camino. Los barones Schey von Koromla, tal como reza su apellido completo, eran una familia judeoaustríaca civilizada en extremo, amigos de artistas, poetas, escritores y compositores, con parientes y ramificaciones en media docena de países, que habían desempeñado un papel importante en la vida cultural de Europa central y oriental. En el pasado fueron muy ricos, pero, como todo el mundo, ahora no lo eran tanto. Yo me había encontrado cierta vez con Pips Schey, como todo el mundo lo llamaba, pero solo fue un momento. Era un personaje fascinante sobre el que circulaban muchas leyendas y vivía a unos sesenta y cinco kilómetros de Bratislava. Nos habíamos comunicado por teléfono y me esperaban dentro de dos días.
Así pues, me dirigí al nordeste en vez del sur. Aún me encontraba en el otro lado del Danubio y me alejaba más del río a cada paso que daba, internándome en Eslovaquia. Mi nuevo plan consistía en trazar un amplio círculo en el país, alcanzar de nuevo el Danubio a unos ciento sesenta kilómetros río abajo y entrar en Hungría por el puente de Parkan-Esztergom.
Entretanto se ha producido un cambio importante en la materia prima de estas páginas.
Recientemente, tras haber escrito cuanto recordaba de estos antiguos viajes, hice un viaje a lo largo del Danubio, empezando en la Selva Negra y hasta el delta. Y en Rumanía, de una manera romántica, increíble, demasiado complicada para contarla aquí, recuperé un diario que dejé allí, en una casa de campo, en 1939.
Debí de haber comprado el libro en Bratislava, un volumen grueso, deteriorado, encuadernado en tela, con 320 páginas que contienen una apretada escritura a lápiz. Tras un largo pasaje inicial, el relato se interrumpe durante uno o dos meses, se reanuda en forma de notas, vuelve a interrumpirse y florece nuevamente en el formato apropiado de un diario. Y así prosigue, con descripciones esporádicas de mis viajes por todos los países entre Bratislava y Constantinopla, desde donde pasa al monte Athos y se detiene. Al final del libro hay una útil relación de estancias nocturnas, así como rudimentarios vocabularios de húngaro, búlgaro, rumano, turco y griego moderno, y una larga lista de nombres y direcciones. Mientras leía estos últimos, rostros que había olvidado durante muchos años aparecieron de nuevo en mi mente: un vinatero a orillas del Tisza, un hostalero en el Banat, un estudiante en Berkovitza, una muchacha en Salónica, un Pomac hodja en las montañas de Rhodope… Hay uno o dos bocetos con detalles de edificios y trajes, algunos versos, las letras de unas pocas canciones folclóricas y las anotaciones alfabéticas que he mencionado dos capítulos atrás. Las cubiertas manchadas están alabeadas por su posición invariada en mi mochila, y el libro parecía despedir, y sigue pareciéndolo, el olor de aquel viejo viaje.
Fue un hallazgo emocionante, pero también turbador. Existían ciertas discrepancias de tiempo y lugar entre el diario y lo que ya había escrito, pero no importaba, puesto que podría corregirlas. El problema era que había imaginado, como siempre sucede con los objetos perdidos, que el contenido tenía más calidad de la que realmente tenía. Tal vez aquella primera pérdida en Múnich no era tan grave como me pareció en su momento. Pero, a pesar de todos sus inconvenientes, el texto poseía una virtud: había sido escrito a vuelapluma. Sé que es peligroso cambiar de estilo, pero no me resisto a usar algunos pasajes de este viejo diario aquí y allá. No he manipulado el texto, excepto para cortar, condensar y aclarar pasajes confusos. Empieza el día en que partí de Bratislava.
19 de marzo de 1934.
… El cielo era de un azul delicioso con grandes nubes blancas, y caminé por una serpenteante avenida bordeada de olmos. ¡La hierba es de un verde brillante y ha comenzado la primavera! Al mirar atrás, vi todas las chimeneas de Pressburg y el castillo en la montaña, y oí el repique de las campanas que ondulaba sobre los campos. Seguí caminando, al tiempo que fumaba, satisfecho, y a mediodía me senté en un tronco y miré el sol que brillaba sobre las montañas de los Pequeños Cárpatos a la izquierda de la carretera, mientras comía brioches, Speck y un plátano. Una tropa de caballería checoslovaca se ejercitaba en un campo cercano. Sus caballos eran hermosos, de largas patas, colas sin desmochar y espesas crines. Los soldados cabalgaban muy bien. El cabello cortado al cero les daba un aspecto duro, de cosacos.
Sentado bajo el sol, me entró una fuerte modorra. El camino atravesaba un bosquecillo de avellanos donde jóvenes corzos brincaban ágilmente, sus blancas grupas destellantes en el sotobosque. Más tarde comprendí que debía de haber deambulado en una especie de trance, pues a las cuatro de la tarde no tenía idea de dónde estaba, y cada vez que abordaba a los campesinos y les preguntaba la dirección del barón Schey en Kövecsespuszta, ellos gesticulaban impotentes, diciendo «magyar» o «slovenski», y me daba cuenta de la dificultad que iba a tener con los idiomas. ¡Debía aprender algo de húngaro! Me había desviado varios kilómetros de mi ruta, y estaba cerca de una pequeña población llamada Senec, más o menos tan lejos de Kövecses como este lugar lo está de Pressburg. Un cartero rural que hablaba un poco de alemán me dijo que debía dirigirme a Samorin, a unos veinte kilómetros de allí, así que me puse en marcha por una senda desolada en una planicie inmensa con unas pocas granjas blancas aquí y allá. De vez en cuando me encontraba con una anciana agachada que recogía amentos y ramitas de sauce (el domingo siguiente era el de Ramos). Debían de ser unas gentes muy devotas. Nunca he visto nada parecido a la reverencia con que se arrodillaban en la tierra ante las cruces a los lados del camino, se santiguaban y depositaban en el saliente ramitos de palma. Por fin llegué a un afluente del Danubio que serpenteaba por los prados, a la sombra de los sauces. Se llamaba el Kleine Donau, o en magiar, Kish[57] Duna. Caminé hasta llegar a un transbordador y grité en dirección a la otra orilla. Apareció un anciano, subió a la barca y la impulsó tirando de una cuerda tensa que tenía a la altura de los hombros. Me encontraba en el borde de aquella región pantanosa, llena de ríos y arroyos, que había atisbado desde el castillo antes de que fuésemos a Praga.
En el otro lado, volví a caminar por unos campos totalmente llanos. El sol se ponía en un cielo rosa tenue, con algunos filamentos de nubes iluminadas. ¡El lingote de oro celeste! Todo estaba sereno, no había viento y muy por encima de los verdes campos revoloteaban las alondras. Contemplé cómo se remontaban en el cielo, se cernían, subían y bajaban. Era encantador y me hacía pensar en la primavera de Inglaterra.
Pronto, cuando el crepúsculo se extendió por el cielo, llegué a un pequeño lugar llamado Nagy-Magyar,[58] un agrupamiento de casas enjalbegadas con tejado de largas cañas, donde reinaba el descuido y la desolación, con caminos de barro llenos de surcos, sin aceras ni vallas en los jardines. El pueblo entero estaba lleno de chiquillos morenos y de cabello negro, con mantas de colores. Había brujas de piel morena con hebras de cabello grasiento que sobresalían de los pañuelos que llevaban atados alrededor de la cabeza y hombres jóvenes, altos, de tez oscura, miembros ágiles y ojos de mirada furtiva. Zigeunervolk! («¡Gitanos!»). Gitanos húngaros, como los que vi en Pozony. ¡Asombroso! «Östlich von Wien fängt der Orient an!» («Al este de viena comienza Oriente»).
No sé cómo, con toda aquella gente que iba de un lado a otro, encontré la casa del burgomaestre. Era un hombre espléndido, un húngaro típico, bien parecido, de rostro enjuto, que hablaba alemán a la manera húngara, con el acento siempre en la primera sílaba y la mitad de las aes acercándose a oes. Se apresuró a decirme que me alojaría, y nos pasamos toda la noche hablando ante el fuego, fumando su fortísimo tabaco y bebiendo un vino dorado. Vino se dice sor (pronunciado shor); tabaco, dohányi; un encendedor o fósforos gyufa; Buenas noches, jó étszokát kivánok y beso su mano, kezeit csokolom! Lo sé porque la vieja bruja que nos sirvió la cena dijo eso de una manera ceremoniosa y solemne. Me sentí desconcertado, pero parece ser habitual, incluso para un vagabundo como yo, si es un forastero e invitado. (Solo sabía una palabra de eslovaco hasta entonces, selo, que significa «pueblo», como el ruso Tsarkoë Selo, el «Pueblo del Zar o Imperial».) No hay tablas en el suelo, sino solo tierra pisoteada y tan dura que parece cumplir igual de bien su función. El tejado de la casa es de cañas, como las otras. Me acosté en la habitación para invitados y, tras cubrirme con el edredón, no tardé en quedarme dormido.
Acabo de desayunar, tras garabatear las tonterías precedentes a toda velocidad. Debo despedirme del burgomaestre y partir hacia Kövecsespuszta. Hace una hermosa mañana, con un viento ligero.
¡Preso por mil, preso por mil quinientos! Dejaré que mi precursor de diecinueve años prosiga hasta que lleguemos a Kövecses[59] y entonces le haré callar.
Kövecsespuszta, 20 de marzo.
Esta mañana apenas había salido de Nagy-Magyar cuando vi una multitud de chiquillos que buscaban pendencia, de color caqui o más oscuro, y más adelante tres gitanas que avanzaban hacia mí por el camino polvoriento. Llevaban holgados vestidos de seda y algodón, escarlata, verde y violeta. Jamás he visto nada tan maravilloso. Una de ellas tenía un bebé moreno aferrado a su cintura, como el niño de una india, pero las otras dos eran jóvenes y guapas, de mejillas tostadas, ojos muy grandes y oscuros y cabello negro. Al cruzarnos me gritaron algo que parecía muy amistoso, en magiar o caló, y yo les respondí con alegres interjecciones y sonreí un poco. Carecían por completo de timidez. Tomaré una mujer salvaje, y ella criará mi raza de piel oscura.
Pronto llegué a Samorin. Allí, para mi horror y sorpresa, me dijeron que había errado por completo el camino para Sopornya (?) ¡y que me hallaba a cincuenta kilómetros de distancia! Se estaba haciendo tarde y había prometido presentarme en Kövecses a las cinco o las seis, en fin, a la hora del té. Así pues, pregunté si se podía ir allí en tren. Me dijeron que la única manera consistía en regresar a Bratislava en autobús y entonces tomar el tren. No había ninguna otra posibilidad.
El autobús iba abarrotado. Como suele ocurrir, había dos monjas con voluminosos paraguas, campesinos con botas altas, capas de piel de oveja y justillos de lana, dos hombres gordos, con aspecto de ciudadanos, sobre cuyos regazos descansaban maletines de viaje de costados flexibles y se tocaban con sombreros hongo de extraño color gris, y un gendarme rural enfundado en un grueso abrigo que le hacía sudar la gota gorda. El cinturón, con revólver, porra y una espada que más bien parecía un alfanje, se mecía colgado de la rejilla portaequipajes. Tardé una hora en llegar a Pressburg y, por suerte, un tren se disponía a partir en seguida hacia Sered, la estación más cercana a Kövecsespuszta. Pasamos de nuevo por Senec, y luego por Galanta y Diosegh. En Sered me enteré de que había diez kilómetros de marcha, vía Sopornya, hasta Kövecses, lo cual me haría llegar con dos horas de retraso. Así pues, fui a la estafeta de correos e intenté telefonear, pero me enteré de que la estafeta de correos más cercana a Kövecses (un lugar que se llamaba, según creo, Sala-nad-Vahom) cerraba a las seis. Aunque el muchacho de la estafeta no hablaba una sola palabra de alemán, me fue de gran utilidad. Llamó a alguien de la tienda de comestibles que sí lo hablaba, y esa persona me acompañó a la tienda. Su jefe, un hombretón jovial, dijo que me prestaría su coche, y el dependiente lo conduciría. El estado de la carretera era cada vez peor. Había oscurecido y los faros que iluminaban los árboles y arbustos asustaron a varios conejos, sus ojuelos brillantes en la oscuridad. Por fin llegamos a mi destino. El Schloss, el Kastely (pronunciado «koshtey») como lo llamaba el joven en magiar, se alzaba en medio de los árboles. Solo unas pocas ventanas estaban iluminadas. Sari, el ama de llaves del barón, nos franqueó la entrada y sirvió una bebida al muchacho. Era una viejecita conmovedora, con un pañuelo atado bajo el mentón. ¡Por segunda vez me besaron la mano! Encontré al barón Schey en su biblioteca, sentado en un sillón de piel, con zapatillas y leyendo a Marcel Proust.
La casa tenía el encanto de una rectoría amplia e irregular, morada de un antiguo linaje de gentes librescas y acomodadas, divididas entre las pasiones rivales de los deportes al aire libre y su biblioteca.
—No es un Schloss —me dijo el barón Pips cuando me mostró mi habitación—, aunque así es como lo llaman. En realidad es un pabellón de caza, pero también el Salón de la Libertad.
Hablaba un inglés tan bueno que no le sorprendí un solo error durante toda mi estancia, si bien en ocasiones empleaba un giro eduardiano cuyo uso podría haber cesado en Inglaterra décadas atrás. Pasaba allí el invierno. Con excepción de su propio dormitorio y otros dos por si se presentaban amigos, así como la deliciosa biblioteca donde le había encontrado, la mayor parte de las demás habitaciones habían sido cerradas.
La biblioteca estaba tan atestada que casi toda la madera que forraba las paredes quedaba oculta a la vista, y los libros, en alemán, francés e inglés, habían rebasado la capacidad de las estanterías y formaban pulcros rimeros en el suelo. La extensión de pared que había quedado al descubierto estaba ocupada por astas de ciervo y cuernos de corzo, un par de retratos y un grabado de Rembrandt. Había una mesa enorme llena de fotografías, una caja de cigarros con una uña de ciervo adaptada para servir de cortador y, a su lado, varias pitilleras de plata colocadas en hilera, cada una de ellas con un diferente monograma de oro en relieve. (Más adelante, observé que esa clase de objetos nunca faltaban en las casas solariegas de Europa central, sobre todo en Hungría. Eran regalos que se intercambiaban en ocasiones especiales, y siempre entre hombres: por hacer de padrino en un bautizo, de testigo en una boda, de padrino en un duelo y así por el estilo.) Al lado de una enorme estufa abierta había lámparas con pantalla, sillones de piel, un cesto lleno de troncos y, enfrente, un perro de aguas dormido.
—Estoy leyendo el último tomo —me dijo el barón Pips, alzando un libro francés encuadernado en rústica. Era Le Temps Retrouvé, y una plegadera de marfil señalaba el punto donde había interrumpido la lectura, realizada ya en sus tres cuartas partes—. Empecé el primer tomo en octubre y lo he estado leyendo durante todo el invierno. —Lo dejó sobre la mesa, al lado del sillón—. Me siento tan involucrado en todos ellos que no sé que haré cuando lo termine. ¿Has intentado leerlo?
Como se desprende del tono de mi diario, mi conocimiento de Proust era muy reciente, pero siempre había oído mencionarle con tanto respeto que la pregunta del barón me halagó. Aquella noche me llevé el primer tomo a la cama, pero era una selva demasiado densa. Al año siguiente, cuando lo intenté de nuevo en Rumanía, la selva se aclaró, convirtiéndose en un bosque cuyo hechizo ha ido en aumento desde entonces. Así pues, a pesar de ese comienzo vacilante, el barón Pips fue mi verdadero iniciador. Tal vez por ello, cierto proceso perverso del subconsciente le asoció en mi mente durante largo tiempo con el personaje de Swann. Más allá de uno o dos puntos en común casuales, el parecido no era notable. Desde luego, no se parecían físicamente, si hay que identificar a Swann con las fotografías de Charles Haas incluidas en el libro del señor Painter. Sin embargo, la confusión se mantuvo durante años.
El barón Pips tenía cincuenta y dos años, era alto, esbelto, y su apostura extraordinaria tenía una especie de distinción radiante. Recuerdo sus facciones con tanta más claridad (la frente alta y más bien pálida, las líneas cinceladas de la frente, la nariz y la mandíbula, los ojos azul claro y el cabello lacio y plateado) porque al cabo de un par de días le hice un retrato en el que puse sumo cuidado. Su rostro tenía un aire de sabiduría y amabilidad, la línea de la boca hacía pensar en un artista, tal vez un músico, y sus facciones se iluminaban a menudo con una expresión de regocijo. Vestía una chaqueta de caza, de tweed y muy vieja, calzones de piel flexible, como los que yo había visto y envidiado en Austria, y gruesas medias verdes de cordoncillo. Las zapatillas sustituían a unos zapatos de estilo Oxford, cubiertos de barro, que había visto en el vestíbulo. A juzgar por su porte y la excelencia de su inglés, creo que un desconocido en un vagón de tren le habría tomado por un inglés, pero de una clase semiaristocrática y semiintelectual que incluso entonces parecía amenazada de extinción. Yo sabía que su vida había estado llena de movimiento y aventuras, aparte de sus dos matrimonios, el primero con una mujer encantadora y muy apropiada, perteneciente a una dinastía similar, y el segundo con una famosa actriz que actuaba en el Deutsches Theater de Max Reinhardt, en Berlín. Cuando le conocí, existía una gran corriente de afecto entre él y una bella rusa blanca, de aspecto poético, a la que yo había conocido en Bratislava, creo que cuando ella regresaba de Kövecses.[60]
La noche de mi llegada, Sari nos sirvió la cena en la biblioteca, donde nos sentamos ante una mesa plegable. Cuando retiraron la mesa y los cubiertos, volvimos a los sillones y los libros, copa de coñac en mano, y sin que nos disuadieran las campanadas de la medianoche, que tocaba un reloj en alguna parte de la casa, hablamos hasta casi la una de la madrugada.[61]
Esos días pasados en Kövecses fueron deliciosos y constituyeron un importante hito personal. Los motivos de esa delicia son evidentes: la amabilidad del barón Pips, su erudición y conocimiento del mundo, la rememoración y el humor compartidos con un muchacho que tenía la tercera parte de su edad; pero la importancia que esos días tuvieron como un hito es más compleja. Que alguien mucho mayor que yo me pidiera que dejara de llamarle señor pudo haber tenido algo que ver. Era una especie de investidura informal de la toga virilis. Tenía la sensación de que estaba recibiendo lo mejor de cada mundo. La atmósfera en Kövecses era la culminación de un cambio que había tenido lugar desde mi partida de Inglaterra. En el pasado, siempre había llegado a cualquier escenario nuevo llevando a rastras una larga historia de infracciones y desastres. Ahora se había roto la continuidad. En algún punto entre la Dogger Bank inglesa y la costa de Holanda se había disipado aquel aroma a malicia, y durante tres meses no había habido reglas que romper excepto las que yo había elegido. ¡Las cosas se estaban arreglando! No era de extrañar que aguardase alegremente lo que me trajera la vida.
Es difícil pensar en alguien menos didáctico que mi anfitrión. No obstante, ejercía sin ningún esfuerzo una influencia emancipadora y desasnadora, similar en su talante a la que irradia de unos pocos profesores de dones excepcionales, es decir, liberadores cuyo tacto, perspicacia, humor y originalidad aclaran la atmósfera y le proporcionan oxígeno fresco. Se parecía mucho a un aristócrata inglés liberal que hubiera viajado mucho, tal vez amigo de Voltaire y Diderot, el cual, tras haber gozado hasta agotarlas de las intrigas y frivolidades de media docena de cortes europeas, se hubiera retirado con sus libros en algún distante y boscoso condado.
Nunca me cansaba de oír hablar de los aspectos frívolos de la vida centroeuropea, y era mi curiosidad y no su elección lo que a menudo conducía sus recuerdos por esos canales mundanos. Había pasado varios años en Inglaterra, a principios de siglo, y recordaba aquellas temporadas del pasado con todos sus brillantes detalles intactos: fiestas y regatas, carreras de caballos, reuniones en las casas y noches de verano en las que un joven soltero podía asistir a varios bailes en la misma velada.
—Solía hacerlo a menudo —me dijo—, y al pensar en ello me parece demasiado extraordinario. Salía una noche tras otra, y regresaba a la casa de mi primo en plena luz del día. Recuerdo haber visto, poco antes del amanecer, un rebaño de ovejas que salía de Knightsbridge y se dirigían al parque por Albert Gate.
Recordó para mí anécdotas sobre Eduardo VII, la señora Keppel, Lily Langtry, Rosebery, Balfour, sir Ernest Cassel y Ellen Terry, y recordó la conversación de la joven señora Asquith. Los nombres de los hermanos Benson, de Anthony Hope y Frank Schuster salieron a relucir, pero he olvidado el contexto. El diario recuperado es el culpable de esta profusión repentina.
Mientras me hablaba, la Europa elegante de comienzos de siglo se alzaba como una emanación de esplendor absurdo y cautivador. Soberanos y estadistas se confabulaban en una bruma rosada y gris paloma. Embajadores, procónsules y virreyes, se pavoneaban junto a estrellas enjoyadas, con las que conversaban. Uniformes escarlata y azul celeste se diseminaban en la escena y, por encima de todo, había mujeres de una belleza casi sobrenatural. En Rotten Row, el Bois de Boulogne, el Prater o los jardines Borghese, cabalgaban seguidos por criados con tricornio, a la sombra de los árboles, mientras los transeúntes les saludaban alzando sus chisteras. Con sombreros que eran como ibis que doblaran esquinas, giraban similares a personajes de un sueño por perspectivas de carpe entretejido, en un séquito de botas con vueltas de paño. Por la noche, las mujeres realzadas por los arcos iris de las diademas que reflejaban la luz de las arañas, los cuellos de cisne ceñidos por cilindros de perlas, giraban a través de una nube de suspiros a los acordes de Fledermaus y Lily of Laguna. El barón Pips me dijo que París deslumbraba con un estilo distinto e incluso más complejo.
—Bastante parecido a esto —siguió diciendo, al tiempo que tocaba el libro que tenía a su lado—. La primera vez que fui allí, aún se estaba recuperando del caso Dreyfus.
Me dijo que había escuchado a las personas mayores, de la misma manera que yo le escuchaba a él, mientras le describían una Francia anterior al Segundo Imperio, la guerra franco-prusiana y el sitio de París.
«El káiser y el pequeño Guillermito parecen bastante temibles —escribí en mi diario—, aunque el barón Pips se muestra muy considerado con ellos.» Le pregunté por el círculo de Von Moltke y el escándalo de Eulenburg, con sus exóticos paralelos wildeanos. Él había estado muchas veces en Alemania, pero creía que el nuevo régimen estaba envenenando los recuerdos que tenía de ellos. «No solo en el aspecto racial —me dijo—, aunque eso cuenta, por supuesto.» Había tenido muchos amigos en Alemania, pero eran pocos los que habían sobrevenido a los cambios recientes. ¿Cómo habrían podido? Era como si toda una civilización se deslizara hacia la calamidad y arrastrara al mundo consigo. Hablamos mucho de estas cosas, y una vez, a altas horas de la noche, cuando nos dirigíamos a nuestras habitaciones, se detuvo en el pasillo y me dijo: «Tengo la sensación de que debería ponerme en camino como una especie de don Quijote». Entonces añadió con una risa melancólica: «Pero, naturalmente, no lo haré».
Austria era una rica mina de recuerdos. Las familiares figuras de Francisco José y la emperatriz Isabel nos llevaron a Pauline Metternich, Frau Schratt, la tragedia de Mayerling, los axiomas de Taaffe, las desventuras de Bay Middleton. Se desplegó toda una mitología y me alegré de que Viena se hubiera convertido recientemente para mí en un auténtico telón de fondo, tanto para esas sombras como para los dramatis personae más nuevos con los que me encontraba de sopetón: Hofmannsthal, Schnitzler, Kokoshka, Musil, Freud y una galaxia de compositores cuya importancia no llegué a comprender hasta varios años después. (¡Ojalá hubiera ido a la ópera! Podría haber penetrado en un campo de delicias desconocidas una década antes de que lo hiciera.) Hölderlin, Rilke, Stefan George y Hofmannsthal… recuerdo que esos fueron los poetas cuyas obras el barón tomó de las estanterías cuando le pregunté cómo sonaban. Acerca de Lewis Carroll, Lear y la poesía del absurdo en general, me habló de Christian Morgenstern.[62] En seguida me apasionaron los personajes de sus poemas y el mundo vago y alucinante que habitan: un mundo en el que arquitectos sin principios roban los espacios vacíos entre los balaustres de una barandilla; donde unas criaturas inclasificables, seguidas por sus crías, husmean el terreno con sus hocicos múltiples, y donde las piernas de dos chicos, uno al lado del otro bajo el frío, empiezan a congelarse, la de un chico en grados centígrados y la del otro en Fahrenheit… En un poema, un inventor, tras construir un órgano olfativo, compone música para él, tresillos de eucaliptus, tuberosas y flores alpinas, seguidos por scherzos de eléboro; y más adelante, el mismo inventor crea una gigantesca trampa de mimbre hacia la que atrae a un ratón tocando el violín, a fin de dejarlo libre en la soledad de un bosque lejano. Un mundo onírico.
Estábamos sentados delante de la casa a la sombra de dos viejos y enormes álamos, y el barón Pips, a fin de ilustrar la frecuencia excesiva con que, en la Austria anterior a la guerra, aparecían palabras francesas en las conversaciones, me contó que, de niño, había oído al emperador decirle a la princesa Dietrichstein durante una fiesta celebrada en un jardín de Bad Ischl: «Das ist ja incroyable, Fürstin! Ihr Wagen scheint ganz introuvable zu sein».[63] Un entorno similar era el escenario de otra anécdota. Friedrich-August, el último rey de Sajonia, un hombre gordo, plácido y de proverbial generosidad, detestaba todas las actividades cortesanas, y sobre todo la fiesta a mediados del verano en el jardín del palacio de Dresde. Cierta vez, con la sensación de que se licuaba tras la tarde sumida en una ola de calor, una vez realizadas sus tareas se encaminaba a su estudio para tomar una bebida fría cuando observó, al otro lado del parque, bajo un árbol, a dos ancianos profesores de lúgubre aspecto a los que se había olvidado de saludar. Deploraba herir los sentimientos de nadie, así que «hizo el esfuerzo de aproximarme a ellos y les estrechó fláccidamente la mano. Pero el ajetreo de la tarde había sido excesivo para él: tan solo logró articular con voz ronca: “¡Hombre, ustedes dos…”, y se alejó tambaleándose».[64]
Estas anécdotas me encantaban. Otra de ellas, incitada por una mención de Federico el Grande, salió a colación cuando paseábamos por el bosque, al otro lado de la finca. Como nunca la he oído o leído en ninguna otra parte, la ofrezco aquí.
Al enterarse de que uno de sus oficiales había luchado con gran valor, el rey le propuso para la concesión inmediata de la medalla Pour le Mérite, el equivalente prusiano de la Cruz Victoria inglesa, que acababa de fundar. En seguida enviaron la condecoración. Al cabo de unos días, cuando el oficial se presentó en los aposentos del rey con unos despachos, Federico vio que no llevaba la cruz colgada del cuello y le preguntó por el motivo. El oficial le explicó que se había producido un error terrible. Habían enviado la condecoración a un primo suyo que estaba en su regimiento y tenía el mismo nombre y graduación. Una expresión de horror se fue extendiendo gradualmente por el semblante del soberano, y cuando el oficial terminó su explicación, el rey se puso bruscamente en pie y le hizo salir, gritando: «Weg! Geh’ weg! Du hast kein Glück!» («¡Fuera! ¡Vete! ¡No tienes nada de suerte!»).
—Tal vez lo dijo en francés —comentó el barón Pips tras una pausa—. Detestaba hablar en alemán.
Esos paseos nos llevaron muy lejos entre los campos. Apenas quedaban indicios del invierno, la nieve se había fundido, excepto alguna hilera menguante aquí y allá, bajo un seto o un muro, donde el sol nunca llegaba. Por lo demás, el tiempo había dado un salto a la primavera. El césped, pálido y lacio al reaparecer, se había fortalecido y tenía un color verde brillante, y en los montículos y a los pies de los árboles crecían densas las violetas silvestres. Los lagartos verdes, recién despiertos de su letargo invernal, se escabullían como impulsados por electricidad y quedaban inmóviles como estatuas, pero vigilantes. A los avellanos, olmos y chopos, sauces y álamos temblones a lo largo de las riberas les estaban saliendo hojas nuevas. El blanco universal había desaparecido y una Europa que aún no había visto salía a la superficie. Las numerosas alondras y las aves migratorias que regresaban me recordaban que durante un trimestre apenas había visto aves aparte de los grajos, cuervos y urracas, y de vez en cuando un petirrojo o un abadejo. Había un frenético movimiento de aguzanieves, y los gorjeos que acompañan a la construcción y la reparación de los nidos era casi un griterío. En los campos, los labradores se alzaban las gorras de lana o los sombreros negros y saludaban afablemente, y el barón Pips respondía quitándose el viejo sombrero de fieltro verde, con la copa rodeada por un cordón, y la respuesta ritual en eslovaco o húngaro. El Váh,[65] el río ancho y rápido que constituía uno de los límites de la finca, nacía a trescientos kilómetros al noreste, cerca de la frontera polaca. Habían construido altas escarpas en las orillas, para evitar las inundaciones cuando se produjera el deshielo en las montañas Tatra. El tiempo había cambiado tanto que pudimos tendernos en la hierba, para hablar, fumar y tomar el sol como los lagartos bajo un cielo sin nubes, contemplando las aguas del arroyo que fluían hacia su encuentro con el Danubio. Una tarde, provistos de armas tan bien equilibradas que parecían livianas como plumas, «reliquias de un antiguo esplendor», según me dijo el barón Pips, mientras se llenaba los bolsillos de cartuchos en el vestíbulo, fuimos a cazar conejos. Regresamos a través de una inmensa conejera cuando anochecía. Los conejos iban de un lado a otro, formaban grupos, arrojaban sombras en los campos. Aunque llevaba colgados del cinto tres de ellos, comenté que parecían tan alegres y decorativos que era una lástima abatirlos. Al cabo de un momento, el barón Pips se rió quedamente y me preguntó por qué. «Pareces el conde Sternberg», me dijo, y añadió que este era un noble austríaco viejo y bastante ingenuo. Cuando estaba en su lecho de muerte, su confesor le dijo que había llegado el momento de confesarse. El conde, tras devanarse los sesos durante un rato, respondió que no recordaba nada digno de confesión. «¡Vamos, vamos, conde! —exclamó el sacerdote—, debe de haber cometido algunos pecados en su vida. Piénselo más.» Al cabo de una larga pausa de silencio, el perplejo conde dijo, con bastante renuencia: «He abatido unas cuantas liebres», y expiró.
Poco después de la puesta del sol, pasaron seis o siete balsas de troncos, en dirección al Danubio y los Balcanes. Los troncos habían sido cortados en los bosques eslovacos, atados y cargados de tablas en pulcros rimeros entrecruzados. En la popa de cada balsa había una cabaña, y los fuegos que habían encendido los balseros para preparar la cena arrojaban reflejos rojizos en el río. Los leñadores, con botas de cuero que les llegaban a las rodillas, se convertían en siluetas a la luz menguante. Nos desearon buenas noches al pasar y agitaron sus gorros de piel. Les devolvimos el saludo, y el barón Pips gritó: «¡Dios os ha traído!». Con excepción de las llamas y sus reflejos, las balsas se habían sumido en la oscuridad al perderse de vista entre los árboles lejanos.
Una noche, después de mi revés temporal con Proust (aunque disfrutaba de los pasajes que el barón Pips me leía cuando estaba en vena; por ejemplo, las opiniones de Charlus cuando cruzaba París durante un ataque aéreo), descubrí un tesoro escondido de libros infantiles y me los llevé a la cama. Estaban las dos versiones de Alicia, varios libros de hadas ilustrados, Struwwelpeter en original, que nunca había visto, y los pareados ilustrados de Wilhelm Busch: Max und Moritz, Hans Huchebein, etcétera. Había muchas obras en francés: recuerdo a Becassine, y los innumerables volúmenes de la Bibliothèque Rose. En todos esos libros, y con caligrafía infantil, figuraban los nombres «Minka» y «Alix», y allí y allá las mismas manos habían rellenado los contornos de las ilustraciones en blanco y negro con audaces toques de acuarela. Eran las dos bellas hijas de mi anfitrión,[66] ambas habidas de su primer matrimonio, y que ya me resultaban familiares por las fotografías que estaban sobre la mesa de la biblioteca. Años más tarde, mucho después de la guerra, cuando nos encontramos en Francia y nos hicimos amigos, descubriría que tenía un curioso vínculo con aquellas chicas, la afición a decir las cosas al revés, un hábito cuyo origen tal vez radique en la visión de las palabras TAM HTAB arrugadas en la esterilla, en el suelo del baño, cuando aprendía a leer, y luego al descrifrar y cuando miraba por las ventanas de restaurantes y cafés. Al principio se forman palabras sueltas, luego frases enteras y, cuando se pronuncian con suficiente rapidez para que suenen como una lengua desconocida, este logro inútil se ha convertido en una obsesión. Cuando caminaba y se me agotaba el material para recitar, a menudo, casi sin saber lo que hacía, me ponía a recitar, por ejemplo, la Oda a un ruiseñor de esa perversa manera:
Through verdurous glooms and winding mossy ways.
Ym traeh sehca dna a ysword ssenbmun sniap
Ym esnes, sa hguoht fo kcolmeh I dah knurd
Ro deitpme emos llud etaipo ot eht sniard
Eno etunim tsap dna Ehtehlsdraw dah knus,[67]
y así sucesivamente. Para el iniciado, esta manera de hablar posee una belleza misteriosa, fantástica.
Through verdurous glooms and winding mossy ways.
Away! Away! For I will fly to thee!
se convierte en
Through verdurous glooms and winding mossy ways.
Yawa! Yawa! Rof I lliw ylf ot eeht!
y la transposición de
Through verdurous glooms and winding mossy ways.
es
Through verdurous glooms and winding mossy ways.
Hguorht suorudrev smoolg dna gnidniw yssom syaw.
Este último verso casi parece superar al original en la evocación del misterio del bosque.
Habría recordado la mayor parte de los detalles de esos días, incluso sin la recuperación del diario, pero no todos. El regalo de despedida, una edición de bolsillo de Hölderlin, habría puesto freno al olvido, así como la vieja cigarrera de cuero llena de cigarros Regalia Media, pero no así la lata de tabaco de pipa Capstain[68] que el barón Pips descubrió en una alacena, ni el contenido del paquete de comida que me preparó Sari. Su nombre habría sobrevivido, pero no el de Anna, la vieja sirvienta, aunque recuerdo su rostro claramente.
El barón Pips me acompañó por los campos hasta que nos despedimos en las afueras del pueblecito de Kissujfalu. Cuando llegué a las primeras casas, me volví. Él agitó el brazo al ver que estaba en el camino correcto, y entonces se dio la vuelta y desapareció en su bosque, seguido por el perro de aguas.
—¿Pips Schey? —me dijo alguien, un pariente lejano, en París, años después—. ¡Era un hombre encantador! ¡Su compañía era mágica! Pero, mira, nunca hizo nada.
Pues bien, en mi caso lo hizo, como he dado a entender más de una vez. Aunque no volvimos a vernos, mantuvimos correspondencia durante años. Se casó poco después y, cuando las cosas empezaron a torcerse en Austria y Checoslovaquia, el matrimonio abandonó Kövecses y se instaló en Ascona, en la orilla occidental del lago Mayor, al norte de la frontera entre Suiza e Italia. Murió en 1957, en la casa de campo que tenía su hija menor en Normandía, a unos treinta kilómetros de Cabourg, que entre las poblaciones que aspiran a ser la Balbec proustiana es la principal candidata. La coincidencia literaria completa en mi mente un círculo literario. Ojalá hubiéramos vuelto a encontrarnos. He pensado en él a menudo, y sigo haciéndolo.
Me sentía tan optimista los días pasados en la finca del barón Pips que incluso especular vagamente sobre la impresión que le habría causado no hacía mella en mi estado de ánimo: precoz, inmaduro, inquieto, charlatán, propenso a farolear, tal vez con una afición a los libros poco fiable… nada de eso parecía importar lo más mínimo. Mi viaje había adquirido una nueva dimensión, y todas las perspectivas brillaban.