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PRAGA BAJO LA NIEVE
Lo cierto es que a la noche siguiente, cuando debería estar buscando algún lugar donde pasar la noche tras el primer día de marcha por Hungría, Hans y yo desdoblábamos las servilletas bajo las pantallas de lámpara rosadas del vagón comedor, mientras el tren nocturno con destino a Praga nos llevaba a toda velocidad en la dirección contraria. Hans, que se había encargado de mi educación en lo que respectaba a la Europa central, dijo que sería una pena que siguiera pindongueando por el este sin haber visto la antigua capital de Bohemia. No podía permitirme el viaje de ninguna manera, pero él despejó todas mis dudas con una sonrisa y una mano alzada que me ordenaba silencio. Me había ido perfeccionando, cuando estaba involucrado en cosas por encima de mi categoría, en aceptar esa moderación del viento para el cordero trasquilado. El billete que exhibía en los restaurantes, como el dólar de Groucho Marx fijado a una goma elástica, se deterioraba más cada vez que lo aireaba. Me esforzaba por lograr que mis protestas parecieran sinceras, pero mis protectores siempre las dejaban de lado con una amigable firmeza.
Después de cenar nos quedamos dormidos, y de madrugada salimos un momento del sueño, cuando el tren se detuvo en una estación enorme y silenciosa. Las motitas de nieve cernidas en los haces luminosos de las lámparas de la estación caían tan lentamente que apenas parecían moverse. Un tren de mercancías que estaba en otra vía indicaba la repentina accesibilidad a Varsovia: PRAGA-BRNO-BRESLAU-LODZ-WARZAVA. Estos nombres estaban estarcidos en los vagones. Pasó por mi mente la imagen huidiza de un polaco en un trineo tintineante. Cuando el tren empezó a moverse, la palabra BRNO se deslizó en la dirección contraria, y entonces BRNO! BRNO! BRNO! La densa sílaba pasaba veloz ante la ventanilla a intervalos decrecientes, y volvimos a dormirnos mientras avanzábamos por la oscuridad de Moravia y penetrábamos en Bohemia.
A la hora del desayuno, bajamos del tren en la capital que despertaba.
Como está desprovista de la acostumbrada aproximación a pie, Praga permanece en mi recuerdo distinta de todas las demás ciudades de este viaje. La memoria la rodea con una guirnalda, un aro de humo y la celosía de papel de una de esas misivas anónimas que se envían el día de san Valentín. Podría haber salido disparado de un cañón a través de esas tres cosas y aterrizado en una de las viejas plazas, aleteando con el recorte a tijera, el vapor y el follaje que me habrían seguido en la estela. La trayectoria nos había llevado a Hans y a mí de regreso al invierno. Todos los detalles, los adornos arquitectónicos de formas vegetales, los desfiles de estatuas en los puentes y los palacios que parecían flotar en el aire, estaban contorneados por la nieve. Y cuanto más elevada era la ubicación de los edificios, tanto más frondosos los bosques que rodeaban a la antigua ciudad. Los árboles desnudos estaban oscurecidos por los nidos entre sus ramas; la ciudadela y la catedral se alzaban por encima de las copas de un bosque invasor que llenaba el cielo de graznidos.
Era una ciudad desconcertante y cautivadora. El encanto y la amabilidad de los padres y los hermanos de Hans dieron un extraordinario realce a mi estancia, pues todos ellos mostraban un evidente entusiasmo por la vida, y aquella noche, vestido con prendas de etiqueta prestadas, entre los rostros iluminados por las velas de los animados comensales, comprendí por primera vez lo rápido que era el ritmo allí imperante. A Hans ya lo conocemos. Heinz, el hermano mayor, profesor de teoría política en la universidad, tenía más aspecto de poeta o músico que de profesor, y las ideas que expresaba mostraban el sello de la inspiración. Paul, el menor de los hermanos, que contaba pocos años más que yo, hacía gala de la misma amenidad. Aquellas velas, encendidas hoy de nuevo por un momento, también revelan a sus amables padres y la morena y bella esposa de Heinz. También hay un notable pariente de esta, un hombre muy entrado en años y de gran originalidad, llamado Pappi, o Haupt zu Pappenheim. Su conversación, que se apoyaba en una vida de aventuras picarescas por el mundo entero, rebosaba de conocimientos y humor. (Mi obsesión por el siglo XVII conectó en seguida el nombre con el gran jefe de caballería en la Guerra de los Treinta Años, el que buscó a Gustavo Adolfo en Lützen como Rupert había buscado a Cromwell en Marston Moor, para caer en el mismo momento que el rey en otro lugar del campo. La conversación de su pariente tenía un brío de ese estilo.)
Mucho más tarde la escena pasó de aquellas velas al club nocturno en forma de caverna donde las siluetas flotaban ante mí envueltas en humo de tabaco y la charla, inducida por el siseo del sifón y el ruido del descorche, y alentada más que obstaculizada por los blues, los platillos amortiguados y el quejumbroso saxofón, prosiguió sin lagunas y culminó en unas teorías maravillosamente abstrusas e imaginativas ofrecidas por Heinz acerca de Rilke, Werfel y la interrelación entre El castillo de Kafka, que por entonces yo aún no había leído, y la ciudadela que dominaba la ciudad. Cuando salimos de allí, la gran masa pétrea estaba todavía envuelta en la oscuridad, pero sería por muy poco tiempo.
Mientras seguía la ruta zigzagueante y con fuertes altibajos de Hans por la empinada ciudad, se me ocurrió pensar que las resacas no siempre son nocivas. Si no alcanzan la intensidad que le hace a uno ver doble y convierten la catedral de Salisbury en la de Colonia, dan al paisaje un brillo que desconocen los abstemios totales. Una vez estuvimos bajo los arcos apuntados de la catedral de San Vito, empecé a adquirir una segunda convicción. Praga era la recapitulación y el resumen de cuanto había contemplado desde que desembarqué en la costa de Holanda, y más todavía, pues la esbelta nave y el airoso triforio debían lealtad espiritual mucho más allá del corazón teutónico y el mundo eslavo. Podrían haberse alzado en Francia bajo los primeros Valois, o en la Inglaterra de los Plantagenet.
Los últimos fieles salían a la plaza iluminada por un sol momentáneo, veleidoso. En el interior flotaban todavía las vaharadas del incienso entre los haces de pilares. Cómodamente instalados en sus sillas de coro, una retaguardia antífona de canónigos entonaba nonas.
Bajo los sofitos con arabescos y las lámparas de santuario de una capilla, un féretro, como un arca de la alianza recubierta de brocado, contenía los restos de un santo. Por encima, mariposas e hileras de cirios iluminaban su efigie: revelaban a un soberano medieval de aspecto apacible que tenía una lanza en la mano y se apoyaba en el escudo. Se trataba nada menos que del buen rey Wenceslao. Fue como si me encontrara ante Jack el Gigante Asesino o el Viejo Rey Cole… Mientras nos arrodillábamos en un reclinatorio conveniente, Hans me dijo que los cantores de villancicos ingleses le habían ascendido de categoría. El príncipe checo santificado (antecesor, sin embargo, de un largo linaje de reyes bohemios) fue asesinado en el año 934. Y allí yacía, venerado por sus paisanos durante los últimos mil años.
En el exterior, con excepción del coronamiento barroco del campanario, la misma catedral podría haber sido un recargado relicario gótico. Desde los macizos y elevados contrafuertes al lomo de pez espinoso del empinado tejado, estaba cubierta por un bosque de líneas perpendiculares. Desde el ángulo de los cruceros, unas escaleras en forma de cilindros poligonales adornados con grecas ascendían en espiral, y los contrafuertes formaban con todo el tejido arquitectónico una red de líneas oblicuas radiales. Sostenido en su vuelo por una hilera de semiarcos trifoliados, cada uno de ellos acarreaba una empinada procesión de pináculos, y cada moldura era un saledizo para la nieve, como si la mampostería desprendiera continuamente andanadas de dardos con nieve en lugar de plumas entre los grajos y las nubes amoratadas y mercuriales.
Una atmósfera hechizada envuelve a esta ciudadela (la Hradčany, como la llaman en checo; Hradschin en alemán), y me rendí ante ella mucho antes de que pudiera pronunciar su nombre. Incluso hoy, al mirar fotografías de la hermosa ciudad perdida, empiezo a experimentar el mismo hechizo. Cerca de la catedral había otra reliquia de los antiguos reyes bohemios: la iglesia de San Jorge, cuyo caparazón barroco enmascaraba una iglesia románica de gran pureza. Los arcos redondeados que los ingleses llamamos normandos se extendían entre las paredes macizas y desnudas, unas vigas planas sostenían el techo y un delgado San Jorge, dorado y medieval, brillaba en el ábside mientras pasaba con su caballo por encima del dragón alanceado que se contorsionaba en su agonía. Me recordó a aquel garboso caballero abanderado de Ybbs. Era la primera construcción románica que veía desde aquellas poblaciones renanas, vagamente recordadas, donde estuve entre Navidad y Año Nuevo.
Y en este punto comienza la confusión. La ciudad está llena de maravillas, pero no resulta nada fácil determinar a qué correspondía cada elemento. Ciertamente, esa magnífica escalera llamada Escalones de los Caballeros y todo cuanto se extendía más allá formaba parte del gran castillo palacial. La prodigiosa peculiaridad de las bóvedas del gótico tardío que rodean este tramo deben de haber germinado en una atmósfera como el talante inglés que consiguió el florecimiento de la tracería decorativa de bóvedas de abanico. Es posible que, durante su breve y níveo reinado, la Reina de Invierno también se quedara asombrada. Su educación renacentista inglesa, aquellas máscaras y sus fantásticos decorados teatrales creados por Íñigo Jones, podrían haber constituido una preparación más adecuada. Mientras examinaba los techos no dejaba de pensar en ella. Es casi imposible describir esas bóvedas. Las aristas surgen directamente de las paredes en racimos de salmeres que tienen forma de V. Acanalados como tallos de apio y, transversalmente, en forma de hoja de cuchillo con el filo hacia abajo, se expandían y retorcían a medida que se elevaban. Se separaban, volvían a converger, se cruzaban y, al separarse, envolvían estrechos tramos de muro como pétalos de tulipanes; y cuando dos aristas se cruzaban, era como si les hubieran practicado unas ranuras oblicuas para ensamblarlas a medias, con un aparente descuido. Se contorsionaban sobre sus ejes y simultáneamente, seguían la curva de la bóveda. A menudo, tras esas intersecciones contorsionadas, las aristas que seguían un empuje cóncavo quedaban bruscamente interrumpidas mientras el convexo se precipitaba y era engullido por la mampostería. La malla poco compacta se tensaba al acercarse a la cima redonda y la frenética reticulación quedaba momentáneamente trabada. Cuatro aristas truncadas, ensambladas en forma de paralelogramos irregulares, formaban dovelas y volvían a separarse con una brutalidad que a primera vista parecía violencia orgánica totalmente descontrolada. Pero una segunda mirada, que abarcaba todo el conjunto, percibía una coherencia extraña y maravillosa, como si la petrificación hubiera detenido ese remolineante dinamismo en un momento casual de equilibrio y armonía.
Allí todo resultaba extraño. El arco en lo alto de aquellos estrechos escalones, el cual evitaba el desengaño que supondría un cimacio aplanado, se desviaba formando dos lóbulos redondeados a cada lado de una profunda hendidura central en ángulo recto, abierta entre las curvas tangenciales. Hans me dijo que hubo un tiempo en que los caballeros, camino de las palestras interiores, subían a caballo aquellas escaleras enfundados en sus armaduras: unos jinetes con caparazones de langosta que daban traspiés y chacoloteaban al agacharse para que su penacho de plumas de avestruz pasara por el portal jaspeado, llevando cuidadosamente la lanza paralela al suelo para no deteriorar la brillante pintura de las franjas en espiral que la decoraban. Pero en el vasto salón del homenaje del rey Vladislav, las aristas de la bóveda tenían que remontarse más. Surgían cerca del suelo, de unos conos invertidos y bisecados, y ascendían curvándose y expandiéndose por el ancho arco del techo: se separaban, se cruzaban, volvían a unirse y, una vez más, rodeaban a los esbeltos tulipanes subdivididos al ascender. Entonces sus arcos entrelazados formaban círculos cada vez más anchos, con la flexibilidad y la superposición de lazos para ganado mantenidos en movimiento perpetuo, acelerándose, a medida que subían, hasta adquirir la velocidad de látigos en retroceso… Espaciados a lo largo de la ancha arista de la bóveda, sus intersecciones formaban corolas de margaritas y huían de nuevo para sumirse en pautas más amplias cuya percepción requería otro cambio de perspectiva. A lo largo del techo arqueado, los círculos de las nervaduras de piedra se expandían, cruzaban y cambiaban de forma, variaban de dirección al mismo tiempo y transmitían la sucesión de arcos hasta que las parábolas, al alcanzar el límite extremo de esa extraña carrera de relevos curvilínea, empezaban a retroceder. Al aproximarse al origen y completar el viaje en sentido inverso, se reunían con sus compañeros perdidos en su punto de partida y bajaban, ahusándose y entrelazándose. La sinuosa movilidad era visualmente cautivadora, pero no se trataba solo de eso. Iluminadas por el claroscuro invernal de las ventanas altas, las blancas extensiones en forma de tulipán que con tal descuido encerraban aquellas nervaduras pétreas parecían animadas por una energía incluso más rápida y aerodinámica. Cada una de esas facetas accidentales y sinuosas reflejaba una tonalidad blanca diferente, y su movimiento, cuando subían por los conos truncados e invertidos de la bóveda y se enrollaban en el techo, evocaban el despliegue y el empuje hacia arriba que desprende una rociada de un banco de delfines al saltar fuera del agua.
Aquello causaba asombro y maravilla. Nunca había visto nada igual. Imaginaba a un dibujante que trazaba arcos y margaritas con el compás y se entretenía disponiéndolos en grandes marañas simétricas, solo para apartarlos con un suspiro. La alegre audacia de su materialización es lo que da a todo eso un carácter maravilloso. Mientras lo contemplaba, Hans me decía que el conde de Thurn y un grupo de nobles protestantes, con armadura completa, pasaron bajo aquellas bóvedas, camino de su fatídica reunión con los consejeros del sacro emperador romano. Y de repente la palabra «armadura» me ofrecía una solución, parecía una analogía apropiada y la clave de cuanto había allí. ¡Las volutas y acanaladuras en el acero, aquellas exuberantes alas metálicas que adornaban las armaduras de los caballeros de Maximiliano! Caparazones que, a pesar de su vistosidad y vanagloria, resistían los mazazos e impedían que se clavaran las flechas y las puntas de espadas y lanzas. De la misma manera, los ostentosos corredores y las setecientas habitaciones de aquel laberíntico castillo kafkiano habían evitado durante siglos que sus toneladas de mampostería fuesen presa de las llamas y cedieran al asedio. Aquellas bóvedas y escaleras eran vástagos tridimensionales de la súbita aparición danubiana, y refugio de los lansquenetes. ¡El mundo de Altdorfer!
La heráldica sofocaba las paredes y las bóvedas siguientes. Se sucedían los escudos pintados, y aviarios, zoos y acuarios aportaban los emblemas que ondeaban, se encabritaban y corveteaban entre el follaje de los yelmos. Estábamos en el mismo corazón del siglo de los lansquenetes. El último de esos interiores de castillo, al que se accedía por una escalera de caracol, era una habitación austera de gruesos muros, con vigas oscuras en el techo, donde la luz penetraba a través de unas ventanas emplomadas y de ancho alféizar. El suelo era de baldosas enceradas y en el centro había una mesa robusta y antigua. En esta cámara del Consejo Áulico imperial, el 23 de mayo de 1618, Thurn y los señores checos revestidos de cotas de malla impusieron sus reclamaciones a los consejeros imperiales y acabaron con el estancamiento en la negociación arrojándolos por las ventanas. Las defenestraciones de Praga constituyeron el penúltimo acto antes de que estallara la Guerra de los Treinta Años. El último fue la llegada del elector palatino y la electora inglesa para ser coronados.[49]
Era hora de buscar una de las tabernas que habíamos visto al subir.
Rememoro las calles empinadas de la ciudad y vuelvo a descubrir fragmentos, uno tras otro. Hay edificios renacentistas, pabellones con arcadas livianas y pórticos que se apoyan en delgadas columnas jónicas que podrían ser originarias de la Toscana o el Lacio, pero los palacios en las plazas y la ciudadela y las pendientes boscosas pertenecen a la época tardía de los Habsburgo. Una tropa de columnas corintias desfilaba a lo largo de medias fachadas de sillares con juntas de aristas biseladas, como los diseños en forma de cabeza de clavo que decoran ciertas jarras, mientras que símbolos y panoplias inundan los frontones. Estrechos tramos de escaleras se ramifican bajo desfiles de estatuas y vuelven a unirse ante grandes portales donde musculosos atlantes soportan el peso de los dinteles, y en los jardines situados debajo hay una considerable población marmórea. Ninfas que atan gavillas, diosas que inclinan cornucopias, sátiros que persiguen, ninfas que huyen y tritones que tocan fanfarrias soplando sus caracolas. (La nieve en los pliegues de sus atuendos ondeantes y los carámbanos que sellan los labios de los dioses fluviales están ahí hasta la primavera.) Los bancales ascienden por la ladera formando una escalera gigantesca y en algún lugar, por encima de las ramitas heladas, sobresale un capricho arquitectónico en forma de sombrero de mandarín, que debió de ser construido en la época en que Don Giovanni se componía a menos de dos kilómetros de distancia. Los espacios llenos de espejos se sucedían dentro de los palacios, acuosas extensiones bajo pastorales de primavera y ocaso, en las que pintores, yeseros, ebanistas y vidrieros han fusionado todas sus habilidades en un silencio que todavía parece vibrar con fugas, pasacalles y los fantasmas de séptimas que se conduelen.
¿Cuál es el lugar que corresponde a las bibliotecas en este laberinto recordado a medias? Tal vez la vieja universidad, una de las más antiguas y famosas de Europa, fundada por el gran rey Carlos IV en 1384. No estoy seguro, pero de todos modos aparto los pesados cortinajes que cierran el pasadizo del olvido y avanzo a través de la bruma que retrocede, entre la doble hilera de estanterías, hasta que un compartimiento tras otro se fusionan y forman un conjunto. En cada uno de ellos se alinean bruñidos lomos de vitela, unos pálidos, otros de color avellana o castaño, con brillantes letras doradas o escarlata. Hay globos terráqueos espaciados en el suelo de baldosas blancas y negras, y vitrinas con superficie de vidrio donde residen los incunables. Atriles triangulares exhiben salterios y libros de antífonas y libros de horas, y las grandes iniciales sobre las combadas páginas de pergamino encierran escenas a todo color. Los cuadrados y rombos de las antiguas notas musicales suben y bajan en las cuatro líneas del gregoriano, con las respuestas en unciales y letras góticas carolingias. El giro concertado de una veintena de columnas de alfeñique sostiene unas galerías elípticas donde el metal se combina con el roble pulimentado, y obeliscos y adornos en forma de piña tropical se alternan sobre las balaustradas. A lo largo de la somera bóveda de esas cámaras, los adornos de yeso entrelazan los vitrales escarchados con los paños de pared en los que están pintadas escenas clásicas y alegóricas. Ascanio persigue a su ciervo, Dido lamenta la huida de Eneas, Numa dormita en la cueva de Egeria y en toda la superficie del techo figuras celestes envueltas en ropajes caen hacia atrás presas de desvanecimientos ante una serie de prodigios que disipan los nubarrones.
La memoria se desliza cuesta abajo y cava nuevas hondonadas. Las iglesias, que parecen concavidades de mármol oscuras como cisternas en este tiempo nublado, celebran la Contrarreforma. Los evangelistas están alzados sobre peanas alrededor de rotondas. Con túnicas que revolotean en espiral y mitras semiabiertas en forma de podaderas, se ciernen extasiados a media altura de las columnas gemelas sobre cuyos capiteles con hojas de acanto se apoyan los semicírculos sustentadores de la bóveda. En una de esas iglesias, donde el fervor tridentino fue amortiguado por dos siglos de triunfo, había santos de aspecto menos enérgico. San Juan el Divino, imberbe, sonriendo burlonamente, la pluma en la mano y vestido con una cómoda bata, el cabello suelto, como el de una peluca de uso diario, inadecuada para las ocasiones formales, podría estar escribiendo la primera línea de Cándido en lugar del Apocalipsis; tal vez el escultor ha confundido sus Ilustraciones. Vistas desde una plaza de la Hradčany, con una fuente en el centro, las cúpulas de cobre verde, cada uno de cuyos segmentos cargados de nieve está perforado por una luneta adornada con volutas, podría pertenecer a la misma Roma. Los pináculos en todas las cúpulas tienen en la cima custodias que lanzan rayos como fuegos artificiales dorados, y en las infrecuentes ocasiones en que aquellos y las bolas doradas en las puntas de los demás florones reciben un rayo de sol, la atmósfera brilla por un momento con una infinidad de alhajuelas volantes.
Así pues, un primer vistazo revela una ciudad barroca cargada con los trofeos de los césares austríacos. Celebra el derecho, gracias a los enlaces matrimoniales, de los Habsburgo a la corona de Bohemia, y reafirma la cuestionable suplantación de los derechos electivos de los bohemios. Al mismo tiempo, junto con el predominio temporal del emperador, esta arquitectura simboliza el triunfo del paladín imperial del papa sobre husitas y protestantes. Algunas de las iglesias atestiguan la energía de los jesuitas. Son pétreos emblemas de su entusiasmo durante el conflicto religioso. (Bohemia era un país protestante cuando estalló la Guerra de los Treinta Años. Al finalizar esta, volvía a ser católica y estaba tan libre de herejía como el Languedoc tras la cruzada albigense, o la respuesta de las ostras en la orilla del mar al final de «La morsa y el carpintero».)[50]
Pero a pesar de esa escena, un nuevo examen de las apretujadas callejas que se extienden abajo revela una ciudad anterior, medieval, en la que sobresalen algunas torres achaparradas. Los esplendores barrocos están empotrados en un laberinto rojizo de tejados medievales. Esos tejados, inclinados como los de un establo, tienen hileras de buhardillas que semejan escamas, un sistema de ventilación medieval para que la brisa secara la ropa en los infrecuentes días en que se hacía la colada. Sólidos edificios se unen sobre arcadas reforzadas por macizos contrafuertes oblicuos. Casas de fachadas coloreadas se alzan en las esquinas de las calles: son los mismos cilindros y octógonos rematados por cúpulas que admiré por primera vez en Suabia, y las fachadas y gabletes están decorados con frontones, volutas y escalones. Grupos de hombres y animales revocados avanzan solemnemente alrededor de los muros, y gigantes en altorrelieve dan la impresión de que están a medias emparedados e intentan salir abriéndose paso con los codos. Apenas hay una calle que no haya sido escenario de derramamiento de sangre a causa del conflicto religioso. Cada plaza importante ha sido un escenario ceremonial para las decapitaciones. Los simbólicos cálices tallados, suprimidos en las fortalezas de la secta utraquista de los husitas (quienes reclamaban la comunión en ambas especies para los fieles), fueron sustituidos por la imagen de la Virgen tras la restauración del catolicismo. Púas de acero, en racimos junto con agujas de tamaño reducido se alzan a docenas de los campanarios de las antiguas iglesias y los chapiteles de las barbacanas junto al río, aplanados en forma de cuñas afiladas, están encajados en escamas metálicas y provistos de púas, bolas e insignias de hierro. Esas edificaciones son obra de armeros más que de albañiles. Parecen máquinas destinadas a lisiar o desjarretar a una caballería infernal durante la noche. Las calles se elevan bruscamente, los callejones convierten las esquinas en abanicos de escalones, y las calzadas adoquinadas son lo bastante empinadas para que los caballos de tiro se vinieran abajo y los toboganes se desmandaran. (No fue así durante mi estancia. Habían empujado la nieve a los lados de las calles, donde formaba sucios montones, profundos y crujientes, pero desiguales. El verdadero invierno de los tiempos de Wenceslao ya no existía.)
Las agujas y las torres recordaban la Praga primitiva de los Wenceslao, Ottokar y la raza de los reyes Premysl, surgida del matrimonio de cuento de hadas entre una princesa checa y un joven labriego al que había conocido en la ribera del río. Los checos siempre han recordado con nostalgia los reinados del virtuoso soberano y sus descendientes, así como del poderoso y benevolente Carlos IV, una edad de oro en que el checo era el lenguaje de gobernantes y súbditos, se desconocía la discordia religiosa y los derechos de la corona, los nobles, el pueblo y los campesinos estaban intactos. Estos sentimientos se intensificaron durante el renacimiento del checo durante el último siglo de dominio de los Habsburgo. El gobierno austríaco fluctuaba entre un absolutismo poco convencido y un liberalismo que no tardaba en arrepentirse, y, más que por la deshonestidad, estaba incitado por las presiones lingüísticas, una inflexibilidad inoportuna y todas las locuras propias de los imperios en declive. Estos errores del pasado deben de haber perdido gran parte de su importancia a la triste luz de los tiempos modernos, cuando la única prueba que sobrevive es una reliquia de luminosa belleza arquitectónica.
Tardé algún tiempo en comprender que el Vltava y el Moldau eran los nombres checo y alemán, respectivamente, del mismo río, el cual fluye a través de la capital tan majestuosamente como el Tíber y el Sena a través de las ciudades a las que dieron nacimiento. Como ellas, lo adornan islas en medio de las aguas y lo cruzan nobles puentes. Entre las iglesias apretujadas y los tupidos árboles, dos barbacanas blasonadas alzan sus agujas como guanteletes que aferran ambos extremos de una hoja, y entre ellas se extiende uno de los grandes puentes medievales de Europa. Construido por Carlos IV, es un rival de Aviñón, Ratisbona y Cahors, y un epítome pétreo del pasado de la ciudad. Dieciséis ojos a modo de túnel cubren su longitud. Cada arco surge de un machón macizo, y los tajamares de apoyo se adentran en la corriente como una línea de fuertes. En lo alto, y a intervalos de pocos metros en toda la extensión de cada balaustrada, hay santos o grupos de santos, y cuando uno mira a lo largo de la curva del puente, los grupos se unen y forman una población volante. Una mirada hacia atrás a través de una de las barbacanas revela la fachada de una iglesia donde otra muchedumbre santa se alinea en una veintena de salientes. En el centro de un lado y a mayor altura que los restantes, se alza san Juan Nepomuceno, el cual fue martirizado a pocos metros de ese lugar en 1393. Parece ser que, bajo tortura, se negó a revelar el secreto de confesión de la reina Sofía. Cuando los sicarios de Wenceslao IV lo llevaron allí y lo arrojaron a las aguas del Vltava, su cuerpo, que más adelante fue recuperado y enterrado en la catedral, flotó río abajo bajo un aro de estrellas.[51]
Oscurecía cuando cruzamos el puente. Apoyados en la balaustrada, contemplamos el paisaje río arriba, más allá de un islote, hacia sus fuentes. Nace en el bosque de Bohemia, al norte de Linz. Entonces, mirando al otro lado, recorrimos el trazado río abajo. Si hubiéramos depositado en el agua, junto al muelle, un barquito de papel, habría llegado al Elba, a treinta kilómetros de distancia, y penetrado en Sajonia. Entonces, flotando bajo los puentes de Dresde y Magdeburgo, habría cruzado las llanuras de la vieja Prusia con Brandenburgo a estribor y Anhalt a babor, y finalmente, avanzando entre Hannover y Holstein, se habría abierto paso entre los trasatlánticos en el estuario de Hamburgo y salido al mar del Norte en la ensenada de Heligoland.
De seguir así, nunca llegaremos a Constantinopla. Sé que debería proseguir mi camino, como lo sabe el lector… pero no puedo hacerlo, al menos durante una o dos páginas.
Praga me parecía, y sigue pareciéndomelo, después de tantas ciudades rivales, no solo uno de los lugares más bellos del mundo, sino también uno de los más extraños. El temor, la piedad, el entusiasmo, la lucha y el orgullo, atemperados al final por los impulsos más suaves de la munificencia, el aprendizaje y la douceur de vivre, habían erigido una serie impresionante de monumentos que no tenían nada de enigmático. Pero por la ciudad estaban diseminados unos indicios más misteriosos y reticentes, menos fácilmente descifrables. Había momentos en los que cada detalle parecía el extremo de una falange de fantasmas inexplicables. Esta sensación recurrente y ligeramente siniestra estaba reforzada por la convicción de que, entre todas las ciudades en las que me había detenido, Viena incluida, Praga era aquella donde la palabra Mitteleuropa, y todo cuanto implica, encajaba mejor. Allí la carga de la historia era muy pesada. Levantada a ciento sesenta kilómetros al norte del Danubio y a cuatrocientos ochenta al este del Rin, de alguna manera parecía estar fuera de alcance, muy alejada del interior conjetural de un mundo que jamás conocieron los romanos. (¿Existe una diferencia entre regiones separadas por esa antigua prueba? Creo que sí.) Desde que empezó a existir constancia escrita de sus nombres, Praga y Bohemia habían constituido el punto más occidental de trabazón y conflicto de las dos grandes masas de población europea: los oscuros grupos de eslavos y teutones, hostiles entre ellos, naciones de las que yo no sabía nada. Rondada por esas sombras enormes, la misma familiaridad de gran parte de la arquitectura hacía que Praga pareciera más remota. No obstante, la ciudad formaba parte del mundo occidental, así como de las tradiciones de las que con mayor justicia se envanece el mundo occidental, de una manera tan indiscutible como Colonia, Urbino, Tolosa o Salamanca, e incluso Durham, a la que, a escala gigantesca, mutatis mutandis, y con un centenar de adiciones, se parecía fugazmente. (Más adelante pensé en Praga con frecuencia, y cuando llegaron los malos tiempos mis reflexiones estuvieron teñidas por la simpatía, el enojo y el sentimiento de culpa que el destino de la Europa oriental acababa de inculcar en Occidente. Haber conocido Praga en unos tiempos más felices me permitía contrastar la ciudad real con la metamorfosis conjeturada, y esto hacía que los acontecimientos posteriores fuesen más inmediatos y más difíciles de comprender. Cuando te informan sobre las vicisitudes de un absoluto desconocido no hay nada que te sorprenda. En cambio, los dramas distantes de personas amigas son los más difíciles de evocar.
Me alegré de que Hans me hubiera facilitado Las aventuras del buen soldado Schwejk, pero transcurriría bastante tiempo antes de que comprendiera la importancia de esa obra. Después de don Quijote, Schwejk es el otro personaje de ficción que ha conseguido representar, bajo un solo aspecto y en unas circunstancias especiales, a toda una nación. Su posición en la vida y su carácter tienen más en común con Sancho Panza que con el señor de este, pero la hábil ironía del autor nos hace dudar de si es la astucia, la inocencia o tan solo la resistencia natural bajo la ocupación el talismán salvador de su héroe. Jaroslav Hašek fue un poeta, un excéntrico anticlerical y un vagabundo que poseía una riqueza de conocimientos adquiridos al azar, y sus aventuras igualaban a las picarescas andanzas de su creación. Pasaba temporadas en la cárcel, cierta vez lo encerraron por loco y en otra ocasión por bígamo, era un bebedor inmoderado y al final los excesos acabaron con él. Era un apasionado de las chanzas y las revistas científicas. Hasta que se descubrió la superchería, su descripción de la fauna imaginaria en el Mundo animal alcanzó unas cotas de extravagancia inauditas, y su suicidio fingido, cuando saltó desde el puente de Carlos, en el punto donde arrojaron al agua a san Juan Nepomuceno, sembró la discordia en toda Praga.
A algunos compatriotas de Hašek les desagradó su héroe de ficción y desaprobaron al autor. En el clima más bien convencional de la nueva república, Schwejk parecía una parodia impresentable del carácter nacional. No tenían por qué haberse preocupado. Las fuerzas a las que Schwejk hubo de enfrentarse eran inocuas comparadas con los peligros mortales de hoy. Pero le ha salvado la inspiración de su sombra pícara e indestructible.
Parece como si en este último intento de recuperar la ciudad hubiera despejado las calles, las cuales están tan vacías como las vías públicas en un diseño arquitectónico. No sobreviven más que unos pocos fantasmas históricos; un tambor amortiguado, una figura de un libro y un eco de utraquistas alborotados a algunas plazas de distancia; los ciudadanos pululantes y el tráfico veloz se desvanecen, y las voces de la ciudad bilingüe se reducen a un susurro. Tan solo recuerdo a una castañera con un pañuelo que pisoteaba el suelo al lado de un brasero para conservar el calor y a un franciscano apresurado con una docena de panes bajo el brazo. Tres cocheros con sus largos látigos bebiendo schnapps en la barra exterior de una taberna se materializan un instante sobre el serrín, las narices escarlata a causa del frío, la bebida o ambas cosas, y se esfuman de nuevo, con sus enrojecidas narices, como faroles traseros que se desvanecen a través de la niebla.
¿De qué hablamos Hans y yo en la cueva situada más allá y en cuyas paredes se alineaban los toneles? Sin duda de los desaparecidos Habsburgo, cuyos monumentos y moradas habíamos explorado durante todo el día. Mi itinerario austríaco me había contagiado tiempo atrás el triste encanto de la dinastía. Tenía la sensación de que aquella gruta acogedora, con sus vigas, escudos, ventanas emplomadas y la luz de las lámparas que nuestros vasos refractaba sobre la mesa de roble en forma de discos brillantes y oscilantes, podría ser la última de una larga serie de tales refugios. Estábamos tomando vino de Franconia, una región al otro lado de la frontera de Baviera y Bohemia. ¿En qué clase de copas? El vaso, correctamente, era incoloro. Pero, como sabemos, en las riberas del Rin o el Mosela, los pies habrían estado formados por burbujas ambarinas o verdes, ahusadas como pagodas. Tal vez aquellos pies eran rojo rubí que alternaba con cristal acanalado, pues estos, junto con el azul genciana, el verde submarino y el amarillo celidonia son los colores por los que siempre han sido famosos los fabricantes de cristalería praguenses… Habíamos contemplado con admiración los instrumentos astronómicos del emperador Rodolfo II. Un globo celeste con figuras mitológicas en metal calado giraba en una gigantesca y foliada huevera de latón. Astrolabios cincelados relucían entre telescopios, cuadrantes y brújulas. Los aros concéntricos de las esferas armilares destellaban… Más Habsburgo español que austríaco, Rodolfo hizo de Praga su capital y la llenó de tesoros, y, hasta que se iniciaron los horrores de la Guerra de los Treinta Años, Praga fue una ciudad renacentista. El rey, muy versado en estudios astronómicos, invitó a Tycho Brahe a su corte, y el gran astrónomo llegó, desnarigado a causa de un duelo en Dinamarca, y vivió en la ciudad hasta que murió de peste en 1601. Kepler, a quien llamaron en seguida para que continuara la obra de Brahe sobre los planetas, permaneció allí hasta la muerte del emperador. Coleccionaba fieras, y reunió una corte de pintores manieristas. Descubrió las fantasías de Arcimboldi, que se sumieron en el olvido hasta que salieron a la luz al cabo de tres siglos. Taciturno y desequilibrado, vivía en una atmósfera de magia, astrología y alquimia neoplatónicas. Su adicción a las prácticas misteriosas oscurecía ciertamente su faceta científica. Pero Wallenstein, uno de los hombres más capacitados de Europa, tenía el mismo defecto. Toda un ala del palacio de estilo italiano que habitaba Wallenstein con un esplendor tan misterioso estaba dedicada a las artes secretas, y cuando Wallenstein recibió a Kepler como herencia de Rodolfo, el astrónomo participó en aquellas sesiones encogiéndose irónicamente de hombros.[52]
Además de la astrología, había surgido una adicción a la alquimia y un interés por la Cábala. La ciudad se convirtió en un imán para los charlatanes. La amplia túnica y la larga barba blanca de John Dee, el matemático y mago inglés, dejó una gran impresión en Europa central. Este personaje visitaba a los crédulos nobles bohemios y polacos en un castillo tras otro y los animaba por medio de conjuros. Llegó a Europa central tras haber sido despojado de su condición de miembro de la junta de gobierno de la Universidad de Cambridge.[53] (Uno se pregunta cómo reaccionaría a esta extraña atmósfera la Reina de Invierno, quien llegó pocas décadas después. Antes hemos mencionado sus contactos con los primeros rosacruces en Heidelberg.) Los judíos, instalados en Praga desde el siglo X, fueron víctimas en el XVIII de un personaje similar llamado Hayan. Era un judío sefardí de Sarajevo, cabalista y partidario ferviente del falso mesías Sabbatai Zevi, y convenció a los confiados askenazíes. En sesiones privadas, proclamaba que, con la ayuda de Elías, era capaz de convocar a Dios, resucitar a los muertos y crear nuevos mundos.
Nuestras andanzas habían terminado bajo una torre del reloj en el antiguo gueto. Las manecillas se movían en el sentido contrario al habitual e indicaban el tiempo en cifras alfabéticas hebreas. La sinagoga, de color bermejo, con sus gabletes empinados y curiosamente dentados era una de las más antiguas de Europa; sin embargo, fue construida en el solar de un templo aún más antiguo, incendiado durante una revuelta y en el que fueron inmolados tres mil judíos, el domingo de Pascua de 1389. (La proximidad de la festividad cristiana a la fiesta de la Pascua hebrea, unido al mito del asesinato ritual, hacía que la Pascua fuese una época peligrosa.) El cercano cementerio era uno de los lugares más notables de la ciudad. Millares de tumbas en hileras, que databan desde el siglo XV hasta finales del XVIII, se amontonaban bajo las ramas de saúco. Habían raspado el musgo de las letras hebreas, y en la parte superior de muchas lápidas estaban tallados los emblemas de las tribus a cuyos miembros se conmemoraba: uvas para Israel, un cántaro para Leví, unas manos alzadas en un gesto de bendición para Aarón. Los emblemas de las demás lápidas se parecían a las armas parlantes que simbolizan los nombres de ciertas familias en heráldica: un ciervo para Hirsch, una carpa para Karpeles, un gallo para Hahn, un león para Löw, y así sucesivamente. El emblema de un sarcófago lo señalaba como el lugar de descanso del portador más famoso del apellido Löw, el rabino Jehuda ben Bezabel, el célebre erudito y obrador de milagros que falleció en 1609. Su tumba es el recuerdo más importante de la relación de Praga con lo sobrenatural, pues fue el rabino Löw quien construyó la figura robótica del Golem, que ha dado origen a tantas leyendas, a la que podía dotar en secreto de vida, abriéndole la boca e insertando en ella trozos de papel en los que había escrito fórmulas mágicas.
Pasé mi última tarde praguense muy por encima del río, en la biblioteca del piso de Heinz Ziegler. Llevaba un par de días interesado por aquellas paredes recubiertas de libros, y por fin se había presentado la oportunidad. Buscaba vínculos entre Bohemia e Inglaterra, y por una razón concreta: me había tomado muy a pecho mi decepción por la topografía de Cuento de invierno, y aún estaba escocido. Sin duda Shakespeare debía de conocer lo suficiente las características de Bohemia para no dotarla de una costa… Eso musitaba testarudamente mientras pasaba las páginas. No fue necesario que supiera gran cosa de Peter Payne, el lollardo de Yorkshire (de Houghton-on-the-Hill) que llegó a ser uno de los grandes dirigentes husitas, pero sabía mucho del segundo personaje anglobohemio, el cardenal Beaufort. Este no solo era hijo de Juan de Gante, hermano de Bolingbroke y obispo de Winchester, sino también uno de los principales personajes de las dos primeras partes de Enrique VI. Antes de completar su catedral y ser enterrado allí, Beaufort participó en una cruzada contra los husitas y se abrió paso a través de Bohemia, a la cabeza de un millar de arqueros ingleses. Una tercera conexión, la de Juan de Bohemia, debió de haber sido igualmente bien conocida, pues fue el rey ciego que cayó durante la carga contra la «batalla» del Príncipe Negro en Crécy. (En otro tiempo se creyó, erróneamente al parecer, que sus supuestos blasón y lema, las tres plumas de plata y las palabras Ich dien («Estoy al servicio»), constituyeron el origen de la divisa del príncipe de Gales.) Este hombre notable, famoso por las guerras que libró en Italia y sus campañas contra los paganos lituanos, estuvo casado con la última de las princesas Premysl, y uno de sus hijos fue el gran Carlos IV, el constructor de puentes y universidades y, casi de paso, también sacro emperador romano. Y aquí el enlace con Inglaterra se engrosa de repente, pues una de sus hijas fue la princesa Ana de Bohemia, quien llegó a ser reina de Inglaterra al casarse con el hijo del Príncipe Negro, Ricardo de Burdeos.[54] Pero mi último descubrimiento puso un remate a todo esto. El breve paso de sir Philip Sidney por el siglo XVI brilló como la estela de un cometa. Al parecer, no podía viajar a un país extranjero sin que le ofrecieran la corona o la mano de la hija del soberano, y sus dos estancias en Bohemia (una después del invierno en Viena con Wotton y otra al frente de la embajada de Isabel para felicitar a Rodolfo II por su ascensión al trono) debieron de iluminar el reino bohemio, incluso para sus distantes compatriotas más estrechos de mira, con un fulgor de realismo.[55] Shakespeare, diez años más joven que Sidney, solo tenía veintitrés y era del todo desconocido cuando el otro poeta cayó fatalmente herido en Zutphen. Pero la hermana de Sidney estaba casada con lord Pembroke, y los actores de Pembroke eran la compañía teatral más famosa de Londres y debieron de ser amigos del dramaturgo. Al contrario de lo que algunos críticos sostenían irreflexivamente, su hijo William Herbert no pudo ser Mr. W. H., pero cuando se publicó póstumamente la edición del First Folio, estaba dedicada a él y a su hermano, y el editor hace hincapié en los cordiales vínculos que tenían con el poeta. Shakespeare debía de conocer a fondo a sir Philip Sidney. Resultaba cada vez más incontestable que Bohemia no podía haber tenido secretos para él.
Ese era el punto al que había llegado cuando Heinz entró en la sala. Le regocijó el parapeto de libros que mi investigación había levantado sobre la alfombra, y le expliqué mi perplejidad. Tras unos instantes de reflexión, exclamó: «¡Espera un momento!». Cerró los ojos durante unos instantes (los tenía grises, con un círculo de color avellana alrededor de las pupilas), se palmeó despacio la frente, una o dos veces, con el ceño fruncido, esforzándose por recordar, los abrió de nuevo y tomó un libro.
—¡Sí, lo que había pensado! —me dijo entusiasmado mientras pasaba las páginas—. Bohemia tuvo verdaderamente una costa en el pasado —me levanté con brusquedad—, pero no durante mucho tiempo… —Me leyó los pasajes que hacían al caso—: Ottokar II… Sí, eso es… la victoria sobre Béla II de Hungría en 1260… ensanchó las fronteras de Bohemia… el reino se expande sobre toda Austria… sí, sí, sí… ¡el límite meridional se extendía a ambos lados de la península de Istria, incluida una larga extensión de la costa dálmata septentrional!… No logró convertirse en emperador, tal vez debido al prejuicio antieslavo de los electores… Sí, sí… Derrotado y muerto por Rodolfo de Habsburgo en Dürnkrut, en 1273, cuando el país retrocedió de nuevo a sus antiguas fronteras… —Cerró el libro—. ¡Ahí lo tienes! —me dijo amablemente—. ¡Una costa de Bohemia para ti! Pero solo durante trece años.
¡Aquel fue un momento de júbilo! No había tiempo para entrar en detalles, pero parecía que mis problemas se habían resuelto. (La falta de tiempo fue una suerte, pues, una vez más, me aguardaba la decepción. Ni siquiera por medio de los juegos de manos históricos más audaces era posible lograr que los personajes encajaran. Para empeorar las cosas, descubrí que cuando Shakespeare tomó el relato del Cuento de invierno del Pandosto, el triunfo del tiempo, de Robert Greene, ¡cambió tranquilamente los nombres de Sicilia y Bohemia! Fue una derrota total. Tuve la sensación de que el mismo poeta había extendido la mano desde las nubes para hacerme jaque mate, mediante una sola jugada heterodoxa. Por fin comprendí lo que debí haber adivinado al comienzo: Shakespeare era de una exactitud meticulosa en las obras con base histórica, pero la topografía le importaba un bledo en las comedias. A menos que se tratara de alguna ciudad italiana [Italia era el feliz recurso general de los dramaturgos renacentistas], el ambiente espiritual era siempre el mismo, es decir, bosques y praderas en Warwickshire, Worcestershire y Gloucestershire, rebaños, ferias y uno o dos palacios, una mezcla de Cockayne[56] y país encantado con montañas teatrales bastante más altas que los Cotswolds y llenas de torrentes y cavernas habitadas por osos, y bañada, si fuese necesario, por un océano rebosante de barcos naufragados y de sirenas.)
Pero fue aquel un instante de triunfo aparente en el que participaron Heinz, su esposa, Paul y Hans. En seguida Heinz tomó una jarra de cristal tallado con un diseño de cabezas de clavo tan audaz como la fachada del palacio Czernin, y llenó los vasos. Fue también un trago de despedida, pues Hans y yo viajaríamos a Bratislava en el tren nocturno, y al día siguiente me proponía cruzar el Danubio y entrar en Hungría.
Desde las ventanas del piso se abarcaba la totalidad de Praga. Hacia el final de mi búsqueda, el pálido sol se había puesto entre las nubes plateadas y violáceas, y todas las farolas de la ciudad se encendieron simultáneamente. Ahora, aunque la noche ocultaba las torres, los pináculos y las cúpulas cubiertas de nieve, la confabulación de las campanas en todas las iglesias de la ciudad reafirmaba su presencia. El río, delineado por las luces del malecón y los faros de los automóviles en movimiento, era una franja de oscuridad que se curvaba, cruzada por los collares de numerosas cuentas brillantes de los puentes. Allá abajo, entre los racimos de barrocos brazos de lámpara, se discernían vagamente las estatuas a lo largo del puente de Carlos. Las luces iban disminuyendo a medida que ascendían por la ciudadela y se dispersaban alrededor de empinadas y oscuras extensiones donde los grajos se habían reunido para pasar la noche en el denso bosque. Fue un último atisbo de Praga que ha debido durarme desde aquella noche hasta la de hoy.