Capítulo X
Athelstan señaló la puerta del aposento.
—Mi señor de Gante, supongamos que detrás de aquella puerta está acostado alguien a quien vos queréis mucho.
Gante lo miró airadamente.
—La puerta está cerrada con llave y vos queréis despertar a ese alguien. ¿Qué haríais?
—¡Vaya una pregunta! Intentaría abrir la puerta, aporrearía, golpearía, ¡gritaría!
—Gracias, Su Excelencia. Lady Hermenegilda, vos oísteis subir al padre Crispín a despertar a sir Thomas aquella aciaga mañana. ¿Qué pasó?
La anciana captó la intención de las palabras de Athelstan y su rostro perdió algo de su altanera serenidad. Entrecerró los ojos.
—Lo oí subir. Intentó abrir la puerta de la habitación de mi hijo. Entonces se marchó. Se fue a buscar a sir Richard.
—Bien, ¿por qué lo hicisteis, padre? —preguntó Athelstan—. Subisteis a despertar a vuestro amo ya que él os había pedido que lo hicierais temprano, ¿recordáis? Subís como hubiera hecho cualquiera, intentáis abrir la puerta, pero entonces os vais a buscar al hermano de sir Thomas. ¿Por qué no intentasteis despertar vos solo a sir Thomas Springall? Vos intentasteis abrir la puerta pero no se oyó ningún ruido en el interior. Cualquier otra persona hubiera aporreado la puerta gritando el nombre de sir Thomas. Vos en cambio no lo hicisteis. Os fuisteis inmediatamente a despertar a sir Richard. ¿Por qué?
—Porque creí que era lo mejor que podía hacer.
—No era lo más lógico —contestó rápidamente Athelstan—. Lo lógico hubiera sido que aporrearais la puerta y gritarais a sir Thomas por su nombre. No lo hicisteis. Es como si supierais que pasaba algo.
El sacerdote tragó saliva rápidamente pero echó una mirada a la habitación con serenidad.
—¿Qué insinuáis, hermano?
—De momento nada. Prosigamos. Sir Richard subió con otros miembros de su casa. Se fuerza la puerta. ¿Y dentro?
—Pues, mi amo, sir Thomas Springall, yacía sobre la cama, envenenado —respondió el sacerdote.
—¿Y qué pasó exactamente entonces?
—Me acerqué a sir Thomas.
—¡No, no es así! —Sir Richard se puso en evidencia—. Eso lo hice yo. Vos entrasteis en la habitación conmigo, pero yo me acerqué a sir Thomas.
—Así, padre, ¿qué hicisteis? —continuó Athelstan.
—Pues, me quedé allí.
—No, hicisteis otra cosa.
—Ah, sí. Cogí la copa de vino y la olí. La llevé hasta la ventana para mirar el contenido porque el olor era extraño.
—Y cuando os acercasteis a la ventana, pasasteis por el tablero de ajedrez. ¿Y entonces?
—Declaré que la copa estaba envenenada. Lo demás ya lo sabéis.
—¿Y cómo iba vestido usted?
—Ya os lo dije. Había estado fuera, en las cuadras.
—¿Llevabais guantes? ¿Una capa?
—Pues, sí.
—Os voy a decir una cosa —contestó Athelstan—, vos llevabais guantes por un motivo. Vos sabíais que sir Thomas ya estaba muerto antes de entrar en el aposento. Vos lo habíais arreglado para que así fuera. La copa de vino no estaba envenenada. Vos la acercasteis a la ventana y vertisteis en su interior el veneno que llevabais escondido en el guante. Al pasar junto al tablero de ajedrez tomasteis una pieza, el alfil, por la sencilla razón de que estaba totalmente recubierta de cierto veneno.
El padre Crispín se puso blanco como el mármol y sacudió la cabeza en señal de negación sin decir una palabra.
—Esto es lo que sucedió —continuó Athelstan—. La tarde del banquete, os lo arreglasteis para hacer una partida de ajedrez con sir Thomas. Jugasteis con habilidad y astucia y conseguisteis que sir Thomas cayera en la trampa. Detuvisteis la partida justo antes de la cena. Vos sabíais lo mucho que sir Thomas odiaba perder, vos mismo lo admitisteis. Estaría absorto pensando en los movimientos para que cuando la partida se reanudara pudiera escapar de la trampa que le había tendido vuestra pieza.
»Veamos qué os parece esto. Justo antes del banquete, cuando la gente ya iba llegando, vos subisteis a la habitación de sir Thomas, sin que nadie se diera cuenta, y escogiendo una pieza de ajedrez, la recubristeis con una buena capa de veneno. Algo más tarde Brampton subió la copa de vino.
»Cuando la fiesta hubo terminado, sir Thomas se retiró a su aposento, cerrando la puerta con llave. Entonces hizo lo que vos habíais previsto que hiciera, lo que cualquier buen jugador de ajedrez hubiera hecho. Fue hasta el tablero de ajedrez e intentó establecer el mejor método para escapar de la trampa en que vos le habíais hecho caer. Cogió el alfil, la pieza amenazada, y la fue moviendo por el tablero, intentando encontrar una salida. Como cualquiera que está bien enredado, se acercaría los dedos a la boca. Mal sabía él que cada vez que lo hacía, se estaba envenenando. No tardaría mucho. Los venenos que habíais comprado en el boticario eran fuertes. Sir Thomas se debió de encontrar raro con los primero síntomas; dejó el tablero de ajedrez y se fue hacia la cama, donde posteriormente murió.
»A la mañana siguiente vos subisteis a su habitación con guantes, porque sabíais que tendríais que tocar el veneno. Pero necesitabais testigos, queríais que quedara bien claro que la culpa la tenía Brampton. Sir Richard entró en la habitación con vos, lo mismo hicieron los restantes miembros de la casa. Como haría cualquiera que entra en una habitación y se encuentra a alguien inesperadamente muerto, se reunieron todos alrededor del cadáver. Mientras tanto vos retirasteis la pieza de ajedrez, envenenasteis la copa de vino y la volvisteis a poner sobre la mesita. La copa, entonces, ya podía ser la causante de la muerte, y se le echó la culpa a Brampton.
El sacerdote se serenó.
—¡Eso es imposible! —dijo—. ¿Cómo iba a saber yo que sir Thomas tocaría el tablero de ajedrez después de retirarse aquella noche?
—Ah, pero lo sabíais —interrumpió Cranston—. Lo confesasteis vos mismo, dijisteis que sir Thomas no podía dejar el tablero solo. Y las únicas personas que tocaron la copa fueron Brampton, sir Thomas y vos mismo. Sólo después de eso se detectó el veneno en ella.
—¿Y supongo que también seré responsable del asesinato de Brampton?
—Sí. —Cranston retomó el cuento—. Aquí mi buen secretario, mi escribano fiel, ha establecido que Brampton probablemente volvió a su habitación después de que el banquete terminara. Estaba herido por las acusaciones de sir Thomas de que había estado entrometiéndose en sus papeles privados. Por supuesto Brampton no había sido. Habíais sido vos. No obstante, volveremos luego a esto. Probablemente drogasteis a Brampton.
—¡Drogado! —soltó el sacerdote— ¡Brampton no fue drogado! ¡Eso es una tontería!
Echó una mirada por la habitación, buscando apoyo, pero Athelstan se dio cuenta de que los demás empezaban a distanciarse del sacerdote. El magistrado supremo Fortescue miraba fijamente hacia la cabecera de la mesa. Gante sonreía con los labios retorcidos. El joven rey parecía totalmente absorto. Cranston sacudió la cabeza.
—No hace falta que mintáis, asesino —le soltó—. Vos sabíais que Brampton había bebido mucho aquel día. Un criado nos lo dijo. Y vos, señora, ¿no dijisteis que vuestro marido había espitado el mejor barril de burdeos y que vos le habíais enviado a Brampton una copa en señal de paz?
—Sí, eso hice —murmuró la dama—. ¡No! Yo envié la copa arriba —señaló al sacerdote—, pero vos la llenasteis, padre Crispín. Sí, fue idea vuestra. ¡Estaba drogada! —exclamó lady Isabel.
—Aquella noche —interrumpió Athelstan—, cuando los demás ya se habían retirado, el padre Crispín subió a la habitación de Brampton. Vos sois un hombre fuerte, Crispín. Brampton era pequeño y ligero; vivía en el segundo piso de la casa, muy cerca de la escalera que lleva al desván. Lo sacasteis de la cama y lo llevasteis hasta arriba, lo medio sentasteis sobre la mesa, le atasteis la soga que estaba esperando alrededor del cuello y lo dejasteis colgando, ¡Dios lo ampare! Pero el pobre Brampton supo por un momento que estaba muriendo ahogado. Se agarró a la cuerda, pero fue inútil. Su respiración se detuvo y su alma inconfesa huyó hacia las tinieblas.
Athelstan fue a colocarse de pie junto al sacerdote.
—Estáis empapado de pecado mortal —murmuró—. Vuestra alma está roja, escarlata y herida. Matasteis a aquel hombre pero cometisteis un error. ¿Por qué iba a subir Brampton al desván sin botas? Y si las hubiera llevado, las habría lanzado al aire cuando se debatía entre la vida y la muerte. —Athelstan se inclinó, su cara estaba sólo a unas pulgadas de la de Crispín—. Pero supongamos que subió arriba sin las botas. El desván estaba sucio, había cristales por el suelo, y sin embargo las suelas de Brampton, incluso después de que se bajara su cuerpo, estaban limpias y sin señales. ¿Por qué? Porque sus pies nunca llegaron a tocar el suelo.
—Vechey también fue asesinado, ¿no es así? —tartamudeó lady Isabel.
—Sí —contestó Athelstan—. ¿Y sabéis por qué? Cuando se forzó la puerta de la habitación de vuestro marido, entró Vechey. En algún momento debió de mirar hacia el tablero de ajedrez, después de que Crispín quitara la pieza envenenada para limpiarla.
—Claro —interrumpió lady Hermenegilda—. Por eso Vechey iba diciendo aquello de que sólo había treinta y una. Se dio cuenta de que faltaba una pieza. ¡Vechey siempre codició los sirios!
—Y entonces la pieza fue devuelta —contestó Athelstan—, lo que no hizo más que aumentar su perplejidad. Sin embargo, su agudeza visual le costó la vida y también él fue apuntado a morir por miedo a que expresara sus temores.
—¡Sabe Dios cómo llevó a cabo ese crimen! —vociferó Cranston—. La prostituta pelirroja debió de ser un señuelo pagado por vos. Pudiera ser incluso, astuto sacerdote, que fuerais vos mismo disfrazado. Me pregunto si haciendo un registro minucioso no encontraríamos una peluca pelirroja. Pero, de nuevo, cometisteis un fallo. Vechey fue probablemente drogado o le golpearon en la cabeza. Lo colgasteis bajo un arco del Puente de Londres, pero el nivel del agua hacía que tal muerte no fuera posible. Pensasteis que nadie se daría cuenta.
—¡Un momento! —gritó Crispín—. Vos decís que yo tenía el veneno, pero sabéis que una mujer de aspecto y ropas muy similares a los de lady Isabel compró un veneno idéntico al boticario Simón Foreman.
—Sí —dijo Cranston—, y éste ha sido vuestro tercer fallo. Desde luego le pregunté a lady Isabel al respecto, pero vos no estabais en la habitación. ¿Recordáis que os pedimos que os retirarais? Lady Isabel, sir Richard, ¿no es así?
Los dos asintieron con la cabeza.
—¿Le comentasteis algo al sacerdote respecto a mis preguntas?
Ambos menearon la cabeza en señal de negación.
—¡Y no pudisteis oírlo por casualidad! —soltó lady Hermenegilda—. Porque yo me quedé junto a la puerta del salón. Intenté escuchar pero no fui capaz de oír nada.
—La única forma de saberlo —murmuró Athelstan— es porque os vestisteis con ropa de lady Isabel, que habíais sacado en secreto de su armario. Os tapasteis la cabeza con una peluca pelirroja y con una capucha. Fuisteis a la Casa del Beleño y comprasteis el veneno. —Athelstan bebió un sorbo de vino de su copa—. Os debisteis de divertir, ¿verdad?
El sacerdote no contestó.
—¡Pero, tales subterfugios! —gritó lady Isabel.
—Oh, Crispín lo planeó muy bien. La tragedia empezó cuando colocó un botón de Brampton cerca de los manuscritos de vuestro marido. Sin embargo, por si acaso algo fallaba y el veneno dejaba traza… ¿A quién mejor que a vos, lady Isabel, hubiera podido implicar? —observó Cranston—. ¡Después de todo vos le poníais cuernos a vuestro marido con su propio hermano!
Lady Isabel miró hacia otro lado mientras Crispín escondía la cabeza entre sus manos. Lady Hermenegilda se giró hacia Cranston, con los ojos llenos de malicia.
—No sois tan tonto, señor forense. Pero ¿no habéis olvidado alguna cosa? Si mi hijo hubiera tocado la pieza envenenada, sus manos estarían manchadas. ¿Y cómo se explica la muerte de Allingham?
Athelstan bajó la mirada hacia el sacerdote. El padre Crispín levantó la cabeza y le devolvió la mirada sin parpadear.
—Recordad que nuestro asesino también administró los sacramentos de la Iglesia. Se aseguró que tanto las manos de sir Thomas Springall como las del señor Allingham estuvieran bien limpias antes de ungirlas con los santos óleos.
—¡Eso es! —susurró sir Richard—. ¡Y la unción tuvo lugar inmediatamente!
—Así que no había mancha —continuó Athelstan locuazmente, como en todos sus crímenes, sin pruebas reales. Sois un asesino, padre. Un criminal. Y sabemos por qué. ¿Recordáis el joven paje que se cayó de la ventana? Sir Thomas lo deseaba, de hecho averiguó que vos habíais escrito un poema amoroso. Lo conocemos. Sospecho que vos intentasteis seducir al muchacho. Sólo Dios sabe lo que pasó. Decidnos, padre, ¿saltó él porque estaba asustado o lo empujasteis vos?
El sacerdote lo miró airadamente pero no contestó.
—Yo creo que sir Thomas sabía la verdad, pero no se atrevió a acusaros abiertamente. Después de todo, él era culpable del mismo pecado de sodomía que vos. Por supuesto, al ser vos el capellán, estabais al tanto de los secretos de los demás. Así que lo que hizo sir Thomas fue vengarse mediante la talla, el tablero que se iba a usar en el desfile de la coronación y que después colgaría en la capilla. —Athelstan echó un vistazo a sir Richard—. ¿Recordáis la talla? ¿De que se trataba?
—Unos demonios que se llevan arrastrando a un zapatero.
—¿Os fijasteis alguna vez en los pies del zapatero?
—No.
Cranston dio un taconazo en el suelo.
—Pobre padre Crispín, siempre cojeando, utilizando su mal como estandarte. Pero cuando quiere, se pone sus botas de tacón alto y, mira, resulta que camina como todos. ¿No es así, padre? ¿No estabais montando el día en que murió Allingham?
El padre Crispín rechazó la acusación de Cranston con los ojos.
—Sir John está en lo cierto. —Athelstan retomó la historia—. Un sacerdote puede ir por todas partes, ya sea a la habitación de su amo para envenenar una pieza de ajedrez, dando vueltas por la casa en la quietud de la noche para consolar al pobre Brampton, rezar en Santa María Le Bow… cuando por el contrario en realidad la noche en que murió Vechey el padre Crispín se disfrazó de fulana pelirroja y fue a la caza de su presa por los burdeles del río. —Athelstan hizo una pausa y miró rápidamente a Fortescue—. Le dije a sir John que había más de un asesino. En cierto modo yo tenía razón. Hay dos personas en vos, padre, el cura cojo y el astuto criminal.
Athelstan se dio cuenta de que la cara del magistrado supremo se había vuelto tan pálida que parecía que iba a vomitar.
—Por supuesto, Crispín —continuó Athelstan—, vos teníais un cómplice. Alguien que habíais conocido en la mesa de vuestro amo. Alguien que pudiera deciros dónde íbamos para que vos mientras tanto siguierais matando. ¿Recordáis el evangelio, padre, y el hombre que afirmaba que su nombre era Legión, y que muchos demonios lo poseían? Se reconocería en vos. Vos matasteis por venganza, por lucro, pero también por puro placer malvado de intriga y maquinación.
—¿Qué tiene que ver esto con la talla en el patio de los Springall? —interrumpió bruscamente Gante.
Athelstan miró a sir Richard.
—Deberíais haber examinado aquella talla —observó Athelstan—. Particularmente el zapatero. Se parece mucho al padre Crispín. Tiene un pie zopo.
Athelstan no hizo caso del grito de asombro de lady Isabel. Miró en cambio hacia el joven rey Richard, quien parecía fascinado por el sacerdote, mientras que Gante estaba mirando fijamente a Fortescue de reojo.
—¿Y quién es, padre, el santo patrono de los zapateros?
Athelstan admiraba la compostura del sacerdote, ni un músculo se contraía en su cara flaca y encantada.
—Vamos, padre, vos lo sabéis. ¡Crispín Crispianus! Su santo se celebra en octubre. Sir Thomas se estaba burlando de vos. El insulto sería llevado a lo largo y ancho de Londres y después os ridiculizaría cada vez que vos entrarais en la capillita en casa de sir Thomas. Quizás algún día una persona astuta se daría cuenta de ello. Así sucedió con Allingham, ¿no es así, padre? Empezó a recordar la obsesión de Vechey por el número treinta y uno y a preguntarse por el motivo de ella.
Cranston eructó y se levantó espontáneamente como si hubiera olvidado que estaba en presencia de la realeza.
—Mi escribano —anunció con magnificencia— tiene razón. Así que vos, padre, maestro envenenador, volvisteis a atacar. Le comprasteis los venenos a Foreman, los mezclasteis deliberadamente para que la copa de vino oliera mal y repugnantemente y aseguraros así de que Brampton cargaría con las culpas. Pero con Allingham lo hicisteis de otra manera. El veneno que tomó era más difícil de descubrir. Después de comer a mediodía, Allingham volvió a su aposento y se quedó dormido. Lo que no sabía era que la manilla de su puerta había sido untada con veneno. El mismo truco que habíais utilizado con sir Thomas, pero vos estabais seguro de que volvería a funcionar.
Cranston paró para llenar su copa con la mano temblona, así que el vino se derramó sobre la mesa. Pero al forense le importó un bledo, pues estaba ya puesto y bien decidido a tomar algo.
—Fray Athelstan —anunció comunicativo— resumirá mis conclusiones.
Athelstan ocultó su sonrisa. Cranston se divertía pero el sacerdote de rostro penetrante, el lobo con piel de cordero, no.
—Veréis, primero, Allingham tenía un tic nervioso. ¿Recordáis? Siempre se llevaba las manos a los labios, moviéndolos a un lado y a otro como una mariposa. Durante su última noche, el padre Crispín debió de cerrarlo con llave en su habitación. Allingham se despierta y ve que no está la llave. Nervioso y agitado, intenta abrir la puerta. Sus dedos portadores de muerte no cesan de dirigirse a su boca. Se siente mal y vuelve a la cama, donde cae muerto. Crispín fuerza la puerta, se asegura que Allingham esta allí y tira la llave en el suelo. Naturalmente, la gente creería que debió de caer cuando se forzaba la puerta. Y por supuesto, aquí Crispín hace el papel de inocente perplejo. Se hace la pregunta: si a Allingham le dio un ataque, ¿por qué no intentó abrir la puerta? Y aunque parezca extraño, mientras está probando la cerradura nuestro asesino lleva en la mano una servilleta que había estado usando para limpiar el vino que se le había caído. Él examina la manilla usando la servilleta para tener más apoyo. Por supuesto, lo que está haciendo en realidad es retirar el veneno. —Athelstan buscó bajo su hábito y sacó el trozo de tela sucia que le había pedido a la lavandera—. Éste es el trapo.
—¡No puede ser! —gritó de repente Fortescue.
—¡Callaos! —le gritó el sacerdote con la cara y los ojos llenos de odio—. ¡Callaos, idiota!
—¿Por qué no puede ser? —preguntó Cranston suavemente—. ¿No resulta raro que vos recordéis lo que le ha sucedido a una inocente servilleta?
Athelstan contuvo la respiración. ¿Habría una confesión?
—Yo sólo hice lo que me pidió —susurró Crispín.
—¿Quién? —preguntó Cranston suavemente.
—¡Fortescue, claro está!
El magistrado supremo levantó la mirada y su cara estaba blanca de terror.
—Yo le pedí al sacerdote que consiguiera los secretos que guardaba sir Thomas. Yo no planeé asesinar.
—Tal vez no —contestó Athelstan—. Pero vos fuisteis cómplice, y el padre Crispín lo hizo. Bajo vuestras órdenes, magistrado supremo Fortescue, él intentó averiguar los secretos de sir Thomas Springall. Sir Thomas, hombre astuto, sabía que sus documentos privados habían sido registrados y Brampton cargó con las culpas. Sin embargo, sir Thomas y Brampton podían haber llegado a un acuerdo y entonces se empezarían a hacer muchas preguntas. Por eso el padre Crispín maquinó la muerte de Springall. A Brampton se le echarían las culpas después de su supuesto suicidio y vos tendríais vía libre para buscar los secretos de Springall.
Juan de Gante se levantó de repente.
—¡Señor forense, cumplid con vuestro deber! —ordenó.
Cranston fue contoneándose alrededor de la mesa.
—¡Padre Crispín, os arresto en nombre del rey por los horribles crímenes de traición, homicidio y sedición!
El sacerdote miraba hacia atrás de forma glacial y mientras así hacía entró un fornido guardia, al que había llamado Gante, y le ató los pulgares a la espalda.
—¡Un momento!
Athelstan se acercó hacia Fortescue. Se dio cuenta de que Buckingham estaba temblando de miedo, tenía la cara bañada en sudor. El joven secretario nunca olvidaría ese día.
—Magistrado supremo Fortescue —murmuró Athelstan—, vos sois el máximo funcionario jurídico del rey. ¿Por qué actuasteis así? ¿Fue por afán de poder, de lucro, o el deseo de controlar al regente? Vos sabíais que Springall guardaba importantes secretos y, en una de sus visitas a la casa, hicisteis un pacto con este sacerdote, este representante de Satanás.
Fortescue intentó contestar pero se quedó sin habla.
—¿No os dais cuenta, Su Excelencia el Magistrado Supremo, que cuando se hace un pacto con el diablo se pierde el alma?
—Yo no soy un criminal —murmuró Fortescue.
Athelstan se volvió hacia el sacerdote.
—Vos matasteis al paje, a Eudo, ¿no es así? Vos enviasteis a aquellos delincuentes a por sir John y a por mí. Vos erais la mujer pelirroja, así como la puta de escarlata.
El padre Crispín se rió y, tirando la cabeza hacia atrás, escupió a Athelstan en plena cara.
—¡Preguntádmelo en el infierno, hermano! —gritó—. ¡Cuando vos y yo bailemos con el diablo!
Aún se estaba riendo como un loco, cuando la puerta se cerró tras él.
—Yo no planeé los crímenes. Fui curioso, pero no soy un criminal —proclamó Fortescue, medio levantándose de la silla.
—Dentro de cuarenta y ocho horas —chirrió Gante—, enviaré soldados a vuestra casa. Si para entonces no habéis abjurado del reino, os arrestaré, Fortescue, ¡por traición! ¡Os podéis pudrir durante mucho tiempo antes de que reúna las pruebas para procesaros!
Fortescue salió huyendo de la habitación.
Athelstan examinó al duque, fijándose en las gotas de sudor que había en su cara y sus ojos agitados. Miró a Cranston casi suplicante.
—Sir Richard Springall —soltó el forense— y lady Isabel, es mejor que os vayáis ahora, junto con vuestra gente. Si aún tenéis curiosidad por los textos de la Biblia que citaba sir Thomas, examinad los postes de su cama que profanasteis.
El mercader, lady Isabel, y Buckingham nervioso y una lady Hermenegilda menos orgullosa se apresuraron a salir de la habitación, acobardados por las horribles cosas que habían visto y oído. Cranston los siguió hasta afuera y murmuró a un comandante que avisara a la guardia. Acababa de entrar cuando el joven rey se levantó.
—¿Cuál era el secreto de sir Thomas? —preguntó.
—¡Sobrino! —La voz de Gante era áspera y frágil—. Majestad —tartamudeó—, creo que deberíais salir. Estos asuntos no son para mentes tan tiernas.
El rey Richard se giró y en su fina y blanca cara se vio una mirada obstinada.
—Majestad —repitió Gante—, estos asuntos no son de vuestra incumbencia. Insisto. Sir John, hermano Athelstan, ¡no digáis nada!
El rey se dirigió hacia la puerta. Cuando tenía sus dedos enguantados sobre la manilla, se detuvo y le hizo señas a Athelstan. El fraile fue hasta allí y se inclinó, de manera que el rey pudiera susurrarle al oído.
—Hermano —siseó—, cuando sea mayor, ¡os haré abad! Y os sentaréis a mi lado cuando… —La voz del joven rey se desvaneció.
—¿Cuando qué, Su Majestad? —murmuró.
Richard acercó a sus labios al oído del fraile.
—¡Cuando mate a mi tío! —susurró.
Athelstan se quedó mirando fijamente aquellos ojos azules infantiles y, sin embargo, tan fríos. El joven rey sonrió y le besó en ambas mejillas antes de desaparecer por la puerta entreabierta, como un niño que se iba a jugar. Athelstan se levantó y cerró la puerta.
—¿Qué ha dicho, hermano?
—Nada, mi Señor, un juego de niños.
Gante sonrió burlonamente como si saboreara alguna broma personal y estiró la mano.
—El documento. ¿Lo tenéis?
—Sí, mi Señor.
Gante chasqueó los dedos.
—¡Dádmelo!
Cranston le entregó el documento y el poema amoroso. Gante los observó atentamente, los estrujó en su mano y miró cómo las llamas del fuego los quemaban y los convertían en cenizas voladoras.
—¿Sabíais qué ponía?
Cranston se mordió los labios y no respondió.
—Sí, mi Señor. —Athelstan se sentó sin ser invitado y sin cumplidos—. Mi Señor, estamos cansados. Sabemos lo que pone en el documento, pero no es asunto nuestro. Hace catorce meses, vuestro hermano, el Príncipe Negro, el padre del joven rey, estaba muriendo. Vos redactasteis un documento con sir Thomas Springall en el que él os prometía enormes sumas de dinero para reclutar tropas. Vos ofrecíais como garantía las joyas de la corona, el anillo, el orbe, el cetro y la cortina de Eduardo el Confesor. No eran vuestras, no podíais ofrecerlas. Si vuestro hermano lo hubiera sabido, si vuestro padre, el anciano rey, lo hubiera siquiera sospechado, vos hubierais perdido la cabeza. Si la Cámara de los Comunes se entera ahora, sospecharán que estáis urdiendo un complot contra el rey. Si vuestros nobles hermanos y los demás grandes lores, Gloucester y Arundel, siquiera entrevieran este documento, os destrozarían.
—Yo estaba preocupado —respondió Gante vacilante—. Mi hermano se estaba muriendo, mi padre senil, el joven Ricardo enfermo. Este reino necesita un gobierno fuerte. Sí, si hubiera sido necesario habría embargado la corona.
—¿Y ahora, mi Señor? —preguntó Cranston.
—Soy el sirviente más leal del rey —contestó Gante, con mucha facilidad—. Estoy en deuda con vos, sir John. No lo olvidaré.
—Así pues, os deseamos buenas noches.
—Sir John —les llamó Gante—, hablaremos de este asunto más adelante. Fray Athelstan, pedid el favor que queráis.
—Sí, mi Señor. Quisiera algo de plata para mi iglesia y luego, una pensión para una pobre mujer, la viuda de Hob el sepulturero.
Gante sonrió.
—¡Tan poco por tanto! Hablad con mis secretarios. Se hará.
Athelstan y Cranston salieron por los pasillos vacíos del palacio Savoy, y bajaron hasta el perfumado jardín y luego hasta el río.
Athelstan se frotó los ojos.
—El asesino cometió un fallo y nosotros también, sir John. Primero, sospecho que el padre Crispín esperó a que bajara la marea para colgar el cadáver.
—Pero él nos dijo que había ido a un recado.
—Y ahí es donde nos equivocamos, Su Señoría. No preguntamos cuándo volvió, tampoco hubiera cambiado nada, en aquella casa, donde sir Richard y lady Isabel andaban absortos en sí mismos y Allingham seguía con su existencia solitaria. Es más, estoy seguro de que el sacerdote sabía cómo salir y entrar de la mansión sin ser visto.
—¿Creéis que Crispín se colgará? —preguntó Cranston.
Athelstan negó con la cabeza.
—Fortescue le pidió que consiguiera información, pero entonces, como ya sabemos, se le fue el asunto de las manos. Fortescue se irá del país y encontrará trabajo en alguna corte extranjera. El padre Crispín, como es un sacerdote, será recluido en un monasterio para el resto de sus días y comerá el amargo pan del arrepentimiento. —Se santiguó—. Gante no se atreverá a juzgarlos. Pero me temo que dentro de unos años, Fortescue y nuestro maldito sacerdote sufrirán algún «accidente» y responderán de sus crímenes ante Dios. —De repente se acordó de Benedicta—. Sir John —gritó—. ¿Vuestra mujer? ¿Benedicta?
Cranston se giró y lo miró tímidamente.
—Le pedí al capitán —dijo— que dos de sus hombres escoltaran a lady Matilde hasta casa. Benedicta estaba invitada a ir con ella, ahora, si ha ido o no… —Su voz se desvaneció.
Athelstan miró fijamente hacia el cielo de color rojo sangre, pues empezaba a caer el día. Sintió la fresca brisa sobre su cara. Apenas tuvo un pensamiento para los asesinos impregnados de crimen y ambición. ¡Qué sonrojado estaba su corazón! ¿Acaso no había cometido él también un pecado?
—¿Qué hacemos, hermano? —interrumpió Cranston.
Athelstan miró aquella cara gorda y amigable, su sonrisa de buen humor y su mirada compasiva y cubierta de bebida.
—Sois un hombre bueno, sir John.
El forense desvió la mirada.
—Y os voy a decir lo que vamos a hacer —continuó Athelstan mientras lo cogía por el codo—. ¡Celebrémoslo!
Llevó a sir John por la ribera hasta la taberna más cercana, donde se procuró los mejores asientos cercanos a la ventana. Athelstan levantó la mano y mandó venir al dueño.
—Quiero una jarra de vuestro mejor burdeos y dos copas bien hondas. ¡Mi amigo y yo nos vamos a emborrachar!
Sir John aplaudió como un niño y gritó de entusiasmo. Bebieron como esponjas. Oyeron el repique de campanas de medianoche y vieron cómo aparecían las estrellas antes de volver haciendo eses por la ciudad, hasta la cálida seguridad de la casa de Cranston. Lady Matilde chilló cuántas veces había oído de buena semilla entre zarzas caída, ¡pero nunca de buenos arrastrados por frailes! Cranston le mandó callar y le anunció que iba a dejar la cerveza y que se iba a hacer dominico. Todavía estaba sonriendo burlonamente cuando ella se le acercó. Lady Matilde se arrodilló junto al cuerpo de marsopa de su marido y lo acomodó para que pasara la noche. Le hablaba suavemente, cantando un lamento como si él fuera Abelardo y ella Eloísa. El amor es extraño, pensó Athelstan, ¡y tiene tantas formas!
A la mañana siguiente, tarde, con la cabeza pesada y algo más juicioso, Athelstan volvió a su iglesia. Dijo misa sin congregación y cantó los maitines, preguntándose qué le habría pasado a Benedicta. Le había faltado coraje para preguntárselo a lady Matilde. Estaba acabando un salmo cuando la puerta se abrió detrás de él. Supo que Benedicta estaba allí de pie, como siempre, apoyándose en la columna, al fondo de la iglesia. Ella lo llamó suavemente, una vez, dos, pero Athelstan no se giró. El fraile oyó unas pisadas, y la puerta que se cerraba tras ella. Athelstan recordó las palabras del poeta: «Cuando un corazón se rompe, el mundo se hace añicos en silencio».
El padre prior fue a visitar a Athelstan y apareció de repente como un ladrón en medio de la noche. Fue bastante cortés, pues también había visitado a sir John Cranston para preguntarle acerca de los progresos de Athelstan y el buen forense lo había escoltado a través del Puente de Londres hasta Southwark. Por supuesto, a Athelstan lo habían avisado; Cranston hizo que Walt, el hijo de Lionel el verdugo, se adelantara y le avisara de la inminente llegada del prior. Athelstan reunió rápidamente a algunos de sus feligreses, cosa que no le costó mucho, pues siempre andaban holgazaneando por las escaleras de la iglesia, ocupados en sus propias actividades.
Cecilia la cortesana barría y fregaba el pórtico, mientras que Watkin hacía todo lo posible por limpiar la suciedad de la nave y llenaba las pilas de agua bendita, de las que siempre bebían los niños. Athelstan acababa de pronunciar un sermón sobre cómo los hombres y las mujeres eran todos flores de Dios, unos rosas y otros campanillas. Había esperado convencer a sus feligreses de que Dios amaba estas diferencias y que un jardín lleno de rosas sería muy agradable, pero también muy aburrido. Le coste) dar el sermón, pues Benedicta persistió en arrodillarse frente a él, mirándolo fijamente con sus preciosos ojos. Se hubiera parecido a santa Ágata, de no ser por la sonrisa de su boca.
Finalmente llegó el padre prior con sus escribientes, secretarios, sacristán y otros miembros. Cranston estaba bien sobrio e iba sentado en su caballo, como Salomón cuando juzgaba. Los feligreses de Athelstan se apiñaron alrededor; Orme, uno de los numerosos hijos de Watkin, creyó que el padre prior era el papa, pero Cecilia la cortesana le gritó que era el obispo. Athelstan los dispersó e hizo entrar a sus invitados en la iglesia, mientras Crim y Dyke se ocupaban de guardar los caballos. Los acompañantes del padre prior se divertían mirando alrededor. No tardaron mucho y Athelstan vio que el sacristán de nariz mocosa se reía ante los patéticos intentos que hacía por convertir su iglesia en la casa de Dios. ¿Pero a quién le importaba su opinión?, pensó Athelstan. Tal vez alguien debería recordarle que todo empezó en un pesebre, y que el establo de Belén no tenía hermosas pinturas. El padre prior, en cambio, fue amable.
Se sentó frente a Athelstan en el otro banco de la iglesia y le fue preguntando sobre lo que había estado haciendo durante los últimos meses. Cranston se sentó junto a él. El padre prior escuchó al fraile, antes de tomarle la mano.
—Fray Athelstan —le dijo—, si queréis podéis volver al monasterio. Vuestro trabajo y vuestra penitencia han acabado. —Se giró hacia el forense—. ¿Qué pensáis vos, sir John?
Cranston sonrió y se encogió de hombros.
—¡Es mejor sacerdote —dijo sarcásticamente— que escribano de forense! Creo que es mejor que vuelva.
Sus ojos evitaron encontrarse con los de Athelstan.
El prior asintió, se levantó, y le dio unas palmaditas en el hombro a Athelstan.
—He de ir a otro sitio —dijo—. Sir John se ha ofrecido a escoltarme. No es muy lejos. Volveremos dentro de una hora y acogeremos vuestra respuesta.
Salió de la iglesia, con su hábito blanco y negro ondulando tras él. Cranston no se ahorró una segunda mirada a Athelstan, mientras salía de la iglesia. Algo después el fraile oyó que le gritaba a Cecilia la cortesana que no le importaba lo bonito que tuviera el culo, ¡que tenía que bajarse de su silla! Los acompañantes del padre prior, deseosos de marchar, no esperaron una segunda invitación. Athelstan oyó cómo los caballos resonaban y le dijo a Watkin que vigilara la puerta de la iglesia y lo dejó solo.
—¿Os vais a marchar, padre? —preguntó el hombre, ansioso.
Athelstan no contestó. Cerró la puerta, la atrancó y fue a sentarse a las escaleras del sagrario. ¿Qué tenía que hacer? Por un lado, estaba contento de que el padre prior hubiera venido a buscarlo, pero por otro lado ¿qué les pasaría a sus feligreses? ¿A la prole de Watkin? El más pequeño, Edmundo, parecía inteligente. Si se le instruyera bien, podría ser escribiente. ¿Y Cecilia la cortesana? ¿Qué pasaría si dejara de darle los peniques por limpiar la iglesia? ¿Y Benedicta? Cerró los ojos e intentó borrarla de su mente. Rezó para recibir una señal. El buen Dios seguramente lo guiaría. Abrió los ojos, se levantó y se fijó en la vela que siempre encendía Benedicta frente a la Virgen. Athelstan se acercó y se la quedó mirando. Sólo entonces se fijó en la rosa, pequeña y blanca, colocada a los pies de la estatua. Ya tenía respuesta.
Athelstan estaba esperando al padre prior cuando éste apareció con su comitiva por el camino y se detuvo en el exterior de la iglesia. Athelstan tomó el caballo de su superior por las bridas y levantó la vista hacia la amable cara del padre prior. No hizo caso de la mirada de Cranston.
—¿Ya sabéis qué responder, fray Athelstan?
—Sí, padre prior —contestó—. ¡Quisiera quedarme aquí hasta que sea tan buen escribano de forense como sacerdote!
—¿Estáis seguro, hermano?
—Sí, padre.
El prior sonrió.
—Así sea —murmuró. Trazó la señal de la cruz en el aire, sobre la cabeza de Athelstan, se despidió de él y arreó al caballo. Athelstan esperó hasta que el sonido de los caballos desapareciera antes de mirar a Cranston, quien se estaba secando los ojos con el jubón.
—¡Por los clavos de Cristo, Athelstan! —vociferó—. ¡Nunca había estado tan sobrio durante tanto tiempo! Ahora tengo tanto calor, que hasta los ojos me sudan.
Miró a Athelstan con picardía.
—¿Quizás deberíamos tomar algo?
—¡Que Dios nos ampare! —murmuró Athelstan y se volvió a las escaleras de la iglesia, dejando que Cranston vociferara tras él.