Capítulo VII
Cuando llegó a la iglesia de San Erconwaldo, Athelstan se arrepintió de sus irreflexivas palabras. Sir John tenía razón. Él se había pronunciado respecto a la culpabilidad o inocencia de lady Isabel y sir Richard sin hacer ninguna referencia al forense. Tal vez Cranston hubiera querido hacer más preguntas. Le hubiera gustado haberse llevado aparte a sir John, hacer las paces y ofrecerle tomar algo, un clarete en alguna de las tabernas de Cheapside. Después dé todo había otras hebras en el caso, cabos sueltos que había que atar. ¿Quién era aquella fulana pelirroja que había atraído a Vechey a la muerte? ¿Era lady Isabel? Pero muchas fulanas llevan peluca pelirroja.
Cuando hubo dejado a Philomel en la cuadra, Athelstan recordó los versículos de las Escrituras y se puso a estudiar la gran Biblia encuadernada en piel, que guardaba encadenada en el único armario que había en su casa. Génesis 3, versículo 1: «La serpiente era el más astuto de todos los animales salvajes que había en el jardín de Dios».
Athelstan iba traduciendo a medida que leía en voz alta: «¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de este árbol del jardín?». Y el otro texto, libro del Apocalipsis 6, versículo 8: «Escuché la voz —murmuró Athelstan— del cuarto animal gritar “¡ven!” e inmediatamente apareció otro caballo, pálido de muerte, cuyo jinete se llamaba Muerte y el Hades lo acompañaba».
¿Qué querrían decir estas citas? De algún modo, Athelstan sabía que en estos textos estaba la clave del enigma. ¿Y sir John? Athelstan se preguntó si debería cenar algo rápidamente y volver a atravesar la ciudad y hacer las paces. Pero estaba cansado, harto, esos asuntos esperarían.
Salió y cerró la puerta de la iglesia con llave y verificó que todo estuviera en su sitio. Cogió un jarro de agua para Philomel y un plato de cremosa leche para Buenaventura. La había comprado justo después de cruzar el Puente de Londres. Todavía estaba preocupado cuando volvió a su casa, se estiró en su jergón y se quedó mirando fijamente al techo desconchado. Intentó sosegarse, primero con un salmo: «Exsurge Domine, Exsurge et vindica causam meam[3]».
Athelstan dejó que su mente vagara y volviera a Cranston y al rostro sorprendido y asustado de lady Isabel. Se sacudió la cabeza como para liberarse de tales imágenes. Se preguntó cómo estaría el cielo esa noche y si el padre prior le enviaría una copia de los escritos de Richard de Wallingford. Éste había sido abad de San Albans y había inventado un instrumento maravilloso para medir y ubicar las estrellas. Athelstan había hablado con otro fraile que había visto el ingenioso reloj de Wallingford, cuyas ruedas interiores parecían estar sujetas por magia y que no sólo medía las horas sino que también indicaba los estados y las señales, las fases de la luna, la posición del sol, los planetas y el cielo. Athelstan se lamió los labios. Daría una fortuna por tenerlo en sus manos durante unas horas. ¿Tal vez el padre prior le ayudaría? Ya le había pedido una copia de los calendarios del carmelita, Nicolás de Lyn.
El techo le recordó la iglesia, lo habían reparado pero en realidad, no era más que una pocilga. Oyó voces afuera, se levantó, sólo llevaba la túnica puesta, se asomó por la ventana y se quejó en silencio.
¡Claro, lo había olvidado, la reunión con los feligreses! Se tenían que encontrar en la nave y discutir sobre la procesión del Corpus.
Las premoniciones que había tenido Athelstan al respecto fueron acertadas. No fue una reunión alegre. Entre sus principales feligreses se encontraban Watkin, el recogedor de estiércol, y su esposa, una mujer con cuerpo de ariete, rostro penetrante y cabello gris acerado cayendo sobre los hombros. Cecilia la cortesana hizo continuas y mordaces alusiones insinuando que conocía a Watkin mejor que su mujer. Ranulfo el cazador de ratas, Simón el techador y muchos otros abarrotaron la nave y se sentaron los unos frente a los otros en los dos únicos bancos de la iglesia, mientras que Athelstan se sentó en medio en la silla del sagrario.
La ocasión se perdió a causa de las disputas. No se resolvió nada y Athelstan vio que había perdido la oportunidad de tener un papel decisivo. La reunión terminó con todos los feligreses mirándolo de forma acusadora. Se disculpó, dijo que estaba cansado y prometió que se volverían a encontrar cuando se pudieran tomar algunas decisiones. Salieron todos en tropel, mascullando y murmurando, excepto Benedicta.
Ella se quedó sentada en la punta de un banco con la capa puesta.
Athelstan fue a cerrar la puerta tras los feligreses. Cuando volvió creyó que Benedicta estaba llorando pues movía mucho los hombros. Pero cuando ella levantó la vista, él se dio cuenta de que estaba riendo y que las lágrimas le corrían por la cara.
—¿La reunión de la parroquia os ha parecido divertida, Benedicta?
—Sí. —Él se fijó en lo suave y culta que resultaba su voz—. Sí, padre, sí. Es que… —extendió las manos y volvió a reír.
Athelstan la miró airadamente pero ni siquiera así pudo controlar la alegría. Los hombros de la mujer se movían por la risa y sus mejillas de alabastro se ruborizaron de calor. Athelstan no pudo evitar una sonrisa.
—Es que —dijo ella—, ¡menuda ambición la de Cecilia la cortesana, querer hacer el papel de la Virgen María! ¡Y la cara de la mujer de Watkin!
Su risa era tan contagiosa que Athelstan se le unió y por primera vez desde que había llegado a San Erconwaldo, en la nave de su iglesia resonaron risas. Finalmente Benedicta se sosegó.
—No resulta muy decente —hizo notar ella con los ojos bailando de alegría— que una viuda y su párroco estén riendo de este modo en la iglesia a costa de los feligreses. Pero he de decir que jamás en mi corta existencia había presenciado nada tan divertido. Para vos debemos de ser una cruz.
—No —contestó Athelstan y se sentó junto a ella—. Cruz no.
—¿Entonces qué pasa, padre? ¿Por qué estáis tan triste?
Athelstan miró hacia la pintura azul, roja y dorada que se iba formando en la pared. ¿Cuál es mi cruz?, pensó. Una pesada carga, un verdadero pecado mortal de la carne, calvo, con ojos castaños astutos y una cara roja como una bandera. Sir John Cranston, señor de barriga grande y gorda, señor de piernas robustas y de culo tan enorme que Athelstan en secreto lo llamaba el «aplastacaballos». ¿Pero cómo iba a hablarle de Cranston a Benedicta?
—No tengo cruces, Benedicta. No es nada, quizás sólo sea soledad.
De repente se dio cuenta de lo cerca que estaba de ella. Ella bajó los ojos, con su cabello negro escapándose bajo su griñón. Su cara era tan tersa. Él estaba fascinado por su boca generosa y por sus ojos, hermosos y oscuros como la noche. Athelstan tosió súbitamente y se levantó.
—Os habéis esperado, Benedicta, ¿queríais hablar conmigo?
—No. —Ella también se levantó como si notara una repentina frialdad entre los dos—. Pero deberíais saber que Hob ha muerto. Yo visité su casa antes de venir aquí y vi a su viuda.
—¡Dios le ampare! —susurró Athelstan—. ¡Dios nos ampare a todos, Benedicta! ¡A todos!
Al día siguiente Athelstan no quiso pensar ni en sir John ni en los terribles crímenes de la mansión de Springall. Se ocupó, en cambio, de sus deberes con la parroquia. Restituyó la nueva hucha para los pobres y la cerró con candado, junto a la pila bautismal. Intentó arreglar las cosas entre Cecilia y la mujer de Watkin y llegó a un acuerdo: Cecilia sería la Virgen siempre que la mujer de Watkin pudiera ser la prima de la Virgen, santa Isabel. Watkin ocuparía un puesto de honor siendo san Jorge, mientras que a Ranulfo el cazador de ratas, le pareció muy bien disfrazarse y hacer el papel del dragón.
También había asuntos más serios. Hob, el sepulturero, fue enterrado a última hora de la tarde y Athelstan organizó una colecta y dio lo que pudo a su pobre viuda y le prometió más tan pronto como las circunstancias lo permitieran. Aquella noche durmió bien, se levantó temprano para subir las escaleras mojadas y enmohecidas que conducen a la torre de la iglesia, donde pudo contemplar las estrellas en el cielo despejado y estudiar su alineación antes que desaparecieran con el amanecer.
Entrada la mañana estuvo en la iglesia preparando el cadáver de Meg, «la de las cuatro calles», para el entierro. Meg, la del cabello negro y suelto, tez blanca y nariz ganchuda como la de un águila. En vida no era guapa, muerta era fea, con mechones grasientos que le caían sobre los hombros sucios. Su cara era puro hueso, recubierto de una piel tirante y transparente como un trozo de tela. Sus ojos color verde claro no tenían vida y estaban bien hundidos en las cuencas.
Su boca colgaba abierta y su cuerpo, de un blanco sucio como el vientre de un pez fuera del agua, estaba lleno de señales y contusiones. El cuerpo lo habían traído unos miembros de la parroquia, justo después de la misa de la mañana. Athelstan había pedido una bata a una vieja que vivía detrás de la iglesia y había vestido el cadáver de Meg con toda la dignidad que permitían las circunstancias. El alguacil de la parroquia, un hombrecito lúgubre, le había informado de que Meg había sido asesinada.
—¡Un final trágico para una vida triste! —se había lamentado.
Athelstan le había hecho algunas preguntas al respecto. Al parecer algún canalla cachondo había comprado el cuerpo de Meg y había tenido trato carnal con ella antes de hundirle una navaja entre las costillas. Justo después del amanecer habían encontrado su cuerpo, frío y duro, en un soto infestado de ratas. Nadie iba a reclamar su cuerpo y Athelstan sabía que el vigilante de la parroquia lo enterraría como si fuera el cadáver descompuesto de un perro. Sin embargo, la misa de la mañana había sido concurrida y los miembros de la parroquia habían decidido otra cosa. Tab el calderero, que había venido a confesarse, había estado de acuerdo en hacer un ataúd con diversos tablones finos. Lo había construido en las escaleras de la iglesia y lo había colocado sobre un caballete frente a la reja que separa el coro de la nave. Athelstan bendijo a Meg, salpicando el ataúd abierto con agua bendita, y dijo una oración para que el buen Cristo tuviera misericordia de su alma. Después, con la ayuda de Tab clavó la tapa, recitó las oraciones de los muertos c incluyó su nombre en la lista de muertos de la parroquia que habían de ser recordados en la misa semanal de Réquiem.
Después de esto, Athelstan le dio a Tab y a sus dos aprendices algunos peniques para que sacaran el féretro de la iglesia y lo llevaran al viejo cementerio. Athelstan fue caminando detrás, cantando versos de los salmos. El ataúd de Meg fue descendido a una tumba poco profunda, cavada en la tierra seca y dura. Athelstan, distraído, se comprometió a acordarse de colocar una cruz allí y rápidamente cantó una misa por su alma y la del pobre Hob. Volvió a la iglesia sintiéndose culpable. Había perdido el tiempo observando las estrellas mientras gente como Meg moría de una forma horrible, luego sus cuerpos eran enterrados en oscuras tumbas.
Athelstan estaba furioso y fue a arrodillarse frente a la imagen de la Virgen y rezó por Meg y por el maldito bastardo que había enviado su alma sin confesar a las tinieblas. Se levantó y estaba a punto de volver a su casa a lavarse la porquería que la tumba de Meg le había dejado en las manos, cuando entró Cranston contoneándose, abriendo la puerta de par en par como si estuviera anunciando la Segunda Venida.
—¡Es asesinato, Athelstan! —gritó—. ¡Crimen sangriento! ¡Repugnante homicidio!
Athelstan sabía que a Cranston le encantaba sorprenderlo, se deleitaba con entradas y salidas dramáticas, y no sabía si reír o llorar. Cranston se paró allí, con las piernas separadas y las manos en las caderas. El fraile se sentó en las escaleras del sagrario y se lo quedó mirando a la cara gorda y alegre.
—¿De qué estáis hablando, sir John? —le dijo enojado.
La tina de manteca se quedó allí sonriendo.
—¡Los Springall! —berreó por fin—. Ha vuelto a suceder. Esta vez es el pobre Allingham el que ha sido encontrado muerto en su habitación, sin señales en el cuerpo. El magistrado supremo Fortescue está que salta como un gato. Por cierto, ¿y el vuestro?
—¡Probablemente Buenaventura se haya ido cuando os oyó venir! —musitó Athelstan—. ¿Por qué, qué le pasa al magistrado supremo? ¿Qué tiene que ver con Buenaventura?
—Fortescue está sobre ascuas y exige que se haga algo, pero, como yo, no sabe el qué. En cualquier caso, ¡nos vamos, Athelstan, volvemos a casa de los Springall!
—¡Sir John! Yo tengo cosas que hacer aquí. Dos muertes, dos entierros.
El forense se dirigió hacia él con una sonrisa malvada en su cara de sátiro.
—Ahora, ahora, Athelstan. Dejadlo todo.
Por supuesto Athelstan lo dejó todo. Sabía que no tenía elección, pero renegó y murmuró mientras iba llenando las alforjas, ensillaba a Philomel y se reunía con Cranston, que estaba repantigado sobre su caballo en el camino de la iglesia. Se detuvieron para que Athelstan le diera unos recados a Tab, que estaba bebiéndose las ganancias por el entierro de Meg en la taberna más cercana, y comenzaron su trayecto hacia el Puente de Londres y Cheapside. Cranston estaba de muy buen humor, ayudado e incitado por una bota de vino aparentemente milagrosa que parecía no tener fondo.
Athelstan intentó disculparse por la pelea de su última despedida pero el forense le quitó importancia.
—¡No fue culpa vuestra, hermano! —retumbó—. ¡No! Los humores, el calor. Todos nos peleamos. Pasa en las mejores familias.
Así que, con Athelstan rezando y renegando y Cranston echándose pedos y tambaleándose sobre su silla, cruzaron el Puente de Londres y se apresuraron hacia la calle de Fish Hill. Por supuesto, cuando se acabó el vino, el humor de Cranston cambió. Declaró que le importaban un pedo los monjes que mascullaban.
—¡Órdenes son órdenes! —vociferó mientras miraba tristemente al fraile, antes de empezar a entretener a los caballos, y a él mismo, con un relato de la comida que su pobre mujer estaba preparando para el domingo venidero.
—¡Un verdadero banquete! —anunció Cranston—. Cabeza de jabalí, pollo de cisne, venado, tartas de membrillo, manjar de leche con sabor a manzana…
Athelstan escuchaba a medias. Allingham estaba muerto. Recordó al mercader, alto, desgarbado y de semblante lúgubre. Cuan alterado e inquieto estaba la última vez que habían visitado la casa de los Springall. Miró a Cranston con tristeza y deseó que el forense no estuviera muy borracho.
Cuando llegaron a la casa en Cheapside, Athelstan se sorprendió de ver lo tranquilos y sosegados que estaban sir Richard y lady Isabel. De repente el fraile se dio cuenta de que la afirmación de Cranston de que Allingham había sido asesinado no era más que una conjetura suya. Sir Richard los saludó cortésmente y junto a él lady Isabel. Ella iba vestida con terciopelo azul oscuro y un griñón alto de encaje blanco en la cabeza. La mujer relató cómo habían subido al aposento del señor Allingham y al haber encontrado la puerta cerrada con llave habían ordenado a los trabajadores del patio que la forzaran.
—Allingham fue encontrado muerto sobre su cama, debido a un ataque o a una apoplejía —comentó sir Richard—. No sabemos el qué. Mandamos llamar al padre Crispín. —Señaló hacia donde estaba sentado el sacerdote en la puerta del salón—. Él examinó a Allingham y aguantó un trozo de cristal contra sus labios, pero no había señal alguna de aliento. Así que hizo lo que se suele hacer en estos casos, dar los últimos sacramentos. ¿Deseáis ver el cuerpo?
Athelstan se giró y miró a Cranston, quien simplemente se encogió de hombros.
—¿Así, creéis que Allingham murió de muerte natural?
—¡Oh, por supuesto! ¿Y si no? No hay señal de violencia. Ni restos de veneno —contestó sir Richard.
Athelstan recordó las palabras de Foreman respecto a que la mujer que había visitado su tienda había comprado un veneno que no dejaba rastro ni olor, pero que paraba el corazón. Creía que sir Richard y lady Isabel estaban diciendo la verdad, al menos literalmente: ante sus ojos, y tal vez los de un médico calificado, la muerte de Allingham se debía a causas naturales. Pero Athelstan era de otra opinión. Estaba de acuerdo con sir John, Allingham había sido asesinado.
Buckingham, el joven secretario, vestido ya de forma más festiva pues los funerales habían terminado, los llevó al primer piso y después más arriba, por las escaleras hasta el segundo piso de la casa. La habitación del centro en aquel piso era la de Allingham: la puerta estaba forzada y salida de los goznes de piel y había un trabajador ocupado en sustituirla. Buckingham la empujó para que pasaran y entraron.
El aposento era pequeño pero agradable, con una ventana que daba al jardín. Sobre la cama, pequeña, con cuatro columnas y los travesaños elevados, yacía Allingham como si estuviera dormido. Athelstan echó una mirada a la habitación. En la pared había un tapiz pequeño y de colores que representaba a Simeón saludando al niño Jesús, dos o tres cofres, una mesa, un sillón, algún taburete y un armario con la pesada puerta de roble abierta. Athelstan sintió la fragancia a hierbas aromáticas, espolvoreadas por el interior para mantener la ropa fresca. Athelstan atravesó la habitación y fijó la mirada en el cuerpo de Allingham. Rezó una corta oración. Cranston se sentó en la cama mirando fijamente el cadáver, como si el hombre estuviera vivo y el forense quisiera entablar conversación con él.
Athelstan sabía que Cranston, a pesar de sus modales de fanfarrón y de borracho, era bien capaz de hacer un estudio cuidadoso y perspicaz del muerto. Athelstan se inclinó para llevar a cabo su propia inspección. La piel del mercader muerto parecía las frías escamas de un pez. El rigor mortis se había instalado, pero no totalmente. Le abrió la boca e inhaló. Un ligero olor aromático, pero nada anormal, y sin decoloración de la piel, uñas o rostro. Tomó los dedos. De nuevo ningún olor, excepto el crisma allí donde el sacerdote había ungido al muerto. Athelstan se sintió ligeramente ridículo, él y sir John sentados en la cama, Buckingham y sir Richard mirándolos. Detrás de ellos, en la puerta, asomó lady Isabel de puntillas por encima de sus hombros, como si observara alguna mascarada o juego de mimo. Y tras ella, arrastrando torpemente los pies, el padre Crispín, pues también él subió a reunirse con ellos.
—Decidme, ¿quién encontró el cadáver? —preguntó Athelstan.
—Yo —contestó sir Richard—. Nos hemos levantado todos pronto esta mañana. El padre Crispín sacó uno de los caballos, uno joven, por Aldgate para que galopara en el campo. Volvió, metió el caballo en la cuadra y entró para desayunar con nosotros. Fue entonces cuando nos dimos cuenta que Allingham no había bajado a pesar de que era buen madrugador. Mandamos subir a un criado. Intentó despertar a Esteban, pero como no pudo, bajó a decírnoslo. Al padre Crispín se le acababa de caer una copa de vino y estaba limpiando lo que se había ensuciado con una servilleta. Cuando el criado me llamó, subí. El padre Crispín, Buckingham y lady Isabel me siguieron. Como Allingham no se despertaba, mandamos llamar a los trabajadores del patio. Subieron un madero y forzaron la puerta.
Athelstan se fue hacia la puerta y la observó con detenimiento. Tanto el pestillo como la cerradura estaban entonces rotos y no tenían arreglo allí donde el ariete provisional había sido forzado para entrar.
—Dentro, Esteban Allingham yacía sobre la cama, tal como lo veis ahora. El padre Crispín lo examinó y dijo que no había signos de vida.
—¿Qué más sucedió?
—Nada. Arreglamos el cuerpo que yacía medio caído, con las piernas en el suelo y el resto sobre la cama.
—¿Nada sospechoso?
—No.
—Excepto una cosa —el padre Crispín alzó la voz sin hacer caso a la mirada de advertencia de sir Richard—. Yo no entendía por qué, si a Allingham le había dado un ataque, no había intentado abrir la puerta, girar la llave y pedir ayuda. Yo creí que la cerradura se debía haber atascado. —Se encogió de hombros—. Volví y la examiné. La manilla de la puerta estaba bloqueada. Intenté soltarla con la servilleta que había subido del salón para poder hacer más fuerza. Pero no pude, quizás porque entretanto había sido forzada. La cerradura en sí estaba bien, aunque torcida por haber entrado a la fuerza. La llave estaba en el suelo.
—¿Y cómo estaba Allingham estos días?
—¡De mal humor! —soltó sir Richard—. Apartado de los demás. Una vez mi madre, lady Hermenegilda, lo encontró murmurando para sí algo respecto al mismo número que mencionó Vechey, treinta y uno. ¡Y de zapateros!
—Sí, es verdad —dijo lady Isabel—. En la mesa sólo hacía que mirar ceñudo la comida y se resistía a hablar. Decía que debía tener mucho cuidado con lo que comía y lo que bebía. Pasó mucho tiempo en el patio de abajo con los carpinteros y albañiles que construían la carroza para la procesión de la coronación. Se pasó horas hablando con ellos, particularmente con el maestro carpintero, Andrés Bulkeley.
—¿Y qué era tan importante?
Lady Isabel encogió sus bellos hombros con un movimiento que hizo que el mismo Athelstan se quedara sin respiración.
—No lo sé —murmuró la dama—. Solía bajar allí y quedarse mirando el friso que tallaba Bulkeley; el que coronaría el carro y que luego colgarían en el altar de la capilla en el otro extremo de la casa. ¿Quizás deberíais hablar con él?
Cranston dirigió una mirada a Athelstan y asintió.
—Ah, una pregunta más, lady Isabel, y os la haré aquí en presencia de los demás. La fortuna de vuestro marido, ¿tenía hecho testamento?
—Sí. Ya está en el Tribunal de Legalización de la Cancillería, en Westminster Hall. ¿Por qué lo preguntáis?
Athelstan se dio cuenta de que las mejillas de la mujer se ruborizaban y que sir Richard estaba agitado.
—¿Quiénes eran los herederos de vuestro marido?
—Sir Richard y yo misma.
—¿De toda su fortuna?
—Sí, de toda.
—Y, sir Richard —continuó Cranston—, ya debéis de haber revisado todos los memorandos, documentos y libros de cuentas que tenía vuestro hermano. ¿Habéis encontrado algo sospechoso? ¿Préstamos, quizás, que hubiera hecho a alguna persona poderosa que se negara a pagar?
Sir Richard sonrió.
—Nada de eso. Bueno, los lores poderosos le debían a mi hermano, y ahora a mí, dinero pero no se atreverían a no devolverlo. Recordad que sólo lo podrían hacer una vez. Después, ¿quién les haría un préstamo?
Cranston se dio palmaditas en el muslo y sonrió.
—El mundo de las finanzas, sir Richard, me resulta ajeno y, por supuesto, a fray Athelstan aquí presente, con su voto de pobreza, también. ¡Vamos, hermano! —Se levantó y Athelstan lo siguió hacia afuera.
—¿Adónde vais? —dijo sir Richard dándose prisa para alcanzarlos.
—¡Pues a ver al maestro Bulkeley! Me gustaría saber qué era lo que le interesaba tanto a Allingham en el patio.
Sir Richard los acompañó hasta abajo, atravesando la cocina embaldosada y el fregadero, y luego salieron al gran patio alrededor del cual estaba construida la casa. Aquello era un hervidero de actividad. Perros corriendo como locos y dispersando a las gallinas y a los gansos que picoteaban en busca de comida en el suelo endurecido. Mozos, herradores y palafreneros sacaban y recogían los caballos de las cuadras, comprobando que las patas, los cascos y el pelo no tuvieran heridas ni manchas. Algunos chiquillos, los hijos de los criados, jugaban al escondite detrás de los carros, de las cestas y de las balas de paja. Unos sirvientes entraban y salían de la cocina presurosos, con jarros de agua, mientras que otros estaban sentados en la sombra matando el rato con dados y otros juegos de azar. En la parte exterior de la puerta de la cocina, unos pinches sacaban gruesos pedazos de carne roja cocidos al vapor y los dejaban caer en barriles de adobo y sal para conservarlos. En el otro extremo del patio, los carpinteros se afanaban alrededor de un carro enorme y decorado alegremente, cuyos cuatro lados estaban ya cubiertos por telas trabajadas y tallas. Sir Richard llevó a Cranston y a Athelstan hasta allí.
—Ah, por cierto, sir Richard. Los sirios, el magnífico juego de ajedrez, ¿dónde está? —preguntó Cranston.
Sir Richard se quedó quieto mirando hacia arriba al cielo azul y girando la cara para poder sentir el sol.
—Demasiado precioso para dejarlo a la vista. El señor Buckingham lo ha limpiado y lo ha guardado con llave en un cofrecito. Está seguro. ¿Por qué lo preguntáis?
Cranston encogió los hombros.
—Por nada, curiosidad.
El ruido que había alrededor de los carros era horroroso: el golpear y el serrar y el desplazar la madera. El aire estaba cargado de serrín y del dulce olor de madera recién cortada. El desfile que preparaba Springall, que era sólo una pequeña parte de la enorme procesión de la coronación, resultaba aún más suntuoso de cerca. El carro era enorme, de unos nueve pies de alto. El mercader explicó que habría un cuadro que honraría al rey, al tiempo que reflejaría la gloria del gremio de los orfebres, con enormes biombos sobre los que los carpinteros y los albañiles habían grabado escenas trabajadas.
—Son cuatro —explicó sir Richard—, uno para la parte de delante, otro para la de atrás y uno para cada lateral del carro. Los sujetarán y encima de ellos irá una plataforma sobre la cual se colocará el cuadro. Todo ha de estar perfecto —comentó—. Si el carro se desplomara mientras va rodando por las calles de Cheapside nuestro gremio quedaría deshonrado y no queremos que eso suceda.
No se había reparado en gastos. Athelstan examinó en particular los biombos que escenificaban el final de la vida: Muerte, Juicio, Cielo e Infierno. Admiró la fina complejidad de las escenas, así como el genio de los artesanos, en particular su descripción del Infierno. Se trataba de una representación del diablo llevándose a los malos al Hades. Cada una de las almas condenadas iba custodiada por un grupo de horribles demonios. En el centro del fragmento había una talla de un zapatero que se resistía a que cuatro diablos hirsutos lo arrancaran de los brazos de lo que, a primera vista, Athelstan creyó que era una joven dama pero, al mirar de cerca, se dio cuenta de que con esa cola y el cabello rapado, era la pintura de un hombre que se prostituía. La profesión del cautivo, un zapatero, se hacía notoria por la bolsa de herramientas que agarraba en una mano y el zapato inacabado en la otra.
—¿Quién talló esto? —preguntó Athelstan a sir Richard.
—Andrés Bulkeley.
—¿Dónde está?
Sir Richard se giró y gritó el nombre y un hombre bajo y calvo se acercó caminando. Su gran volumen, mayor que el de Cranston, iba envuelto en un delantal blanco sucio. Se parecía a alguno de los descuidados diablos que había tallado, con cara gorda y alegre, nariz chata y grandes ojos azules que parecían bailar con perverso regocijo.
—Maestro Bulkeley. —Athelstan sonrió y le dio la mano—. Vuestras tallas son exquisitas.
—Gracias, hermano. —La voz descubrió un acento suave, propio de una región más cálida y más pura.
Athelstan señaló la descripción del infierno.
—¿Esta talla en especial, es vuestra?
—Sí, hermano.
—¿Y la idea es vuestra?
—Oh, no, hermano. El mismo sir Thomas dispuso lo que teníamos que hacer y cómo teníamos que tallarlo.
—¿Pero por qué el zapatero y el hombre que se prostituye?
El artesano se limpió la boca con el revés de la mano.
—Yo no lo sé. Ya he hecho esas escenas muchas veces. Siempre es lo mismo. Alguien a quien arrancan de los brazos de un grupo de mujeres jóvenes. Pero esta vez, creo que sir Thomas guardaba alguna broma secreta. Insistió en que ese alguien fuera un zapatero y que la prostituta fuera un hombre. Eso es todo lo que sé. Él me pagó y yo hice lo que me pidió. ¿Habéis visto los otros?
—Sí, gracias —dijo Athelstan, y miró hacia Cranston.
—¿El señor Allingham vino a mirar estas tallas? —preguntó Cranston.
—Sí.
—¿Sabéis por qué?
—No.
—¿Alguna en especial?
El artesano se encogió de hombros.
—Las miraba todas, normalmente cuando nosotros no estábamos aquí, pero siempre estaba preguntando por qué sir Thomas había escogido ciertos temas. Yo le respondí lo mismo que a vos.
Athelstan se volvió hacia el mercader.
—¿Vuestro hermano estaba fascinado con los zapateros?
—Ya os dije —contestó sir Richard exasperado— que le gustaban los acertijos. Tal vez un zapatero le había ofendido. ¡Yo qué sé!
Athelstan tocó a sir John suavemente en el codo.
—Yo ya he visto bastante. ¿Tal vez deberíamos irnos?
El forense estaba extrañado, pero estuvo de acuerdo. Volvieron a pasar por la cocina y siguieron por el corredor hasta la entrada principal de la casa.
Estaban a punto de marcharse cuando sir Richard los llamó:
—¡Sir John! ¡Fray Athelstan!
Los dos se giraron en redondo.
—Volveréis por aquí, ya que no habéis encontrado ninguna prueba que relacione las muertes o los motivos, ¿no es así?
El mercader había recuperado algo de su arrogancia y Cranston no se pudo aguantar.
—Sí, así es, sir Richard. Puesto que no hemos encontrado nada concluyente. Pero tengo una noticia fresca, la podéis dar a los demás.
—¿Sí, sir John?
—Cualquiera que sea la prueba, cualquiera que sea lo que penséis, Esteban Allingham fue asesinado. ¡Deberíais tener mucho cuidado!
Antes de que el mercader pudiera pensar una respuesta, Cranston había cogido a Athelstan por el codo y lo había conducido hacia afuera, a la calle quemada por el sol.
—La última vez que estuvimos aquí —dijo Athelstan sarcásticamente—, vos me advertisteis, sir John, de que no abriera la boca y dijera cosas si no me lo mandaban. Sin embargo hoy lo habéis hecho. No hay prueba de que Allingham fuera asesinado.
—Oh, eso ya lo sé —gruñó sir John—. Y vos también. —Se detuvo y le dio unas palmaditas al fraile suavemente en la sien—. Pero ahí arriba, Athelstan, y aquí en vuestro corazón, ¿qué creéis realmente?
Athelstan observaba el alboroto a su alrededor, la gente ajena a sus oscuros pensamientos de crimen, abriéndose camino entre los puestos, murmurando, hablando, comprando y vendiendo, inmersos en los asuntos cotidianos.
—Yo creo que vos tenéis razón, sir John. El asesinato de Allingham fue bien planeado, y el asesino está en esa casa. —Se puso la capucha para prevenirse del sol de mediodía—. ¿Recogemos los caballos?
Sir John desvió la mirada tímidamente.
—Sir John —repitió Athelstan— los caballos, que si los recogemos.
Cranston suspiró, movió la cabeza en señal de negación y miró suplicante a Athelstan.
—Tengo malas noticias, hermano. Nos requieren en Westminster. El magistrado supremo Fortescue cree que ya hemos gastado suficiente dinero público y suficiente tiempo en la búsqueda de lo que él llama una quimera. Quiere que respondamos de nuestros gastos. ¡Pero antes de que vea su cara miserable, tengo la intención de tragarme todas las copas de vino que pueda! ¿Estáis de acuerdo?
Por primera vez Athelstan estuvo totalmente de acuerdo con el deseo de sir John. Caminaron rápidos por Cheapside hasta la calle del Fleet y entraron en la Cabeza del Sarraceno, un lugar fresco y oscuro junto a la calle principal. A Athelstan le gustó comprobar que estaba vacío e insistió en que esta vez invitaría él. Le pidió al tabernero que les trajera dos jarras rebosantes de cerveza y, puesto que era viernes, nada de carne sino un plato de lamprea y pan blanco y tierno. Cranston se fue hacia la comida como un pato al agua, chasqueando los labios, apurando la jarra, y gritando para que el chico del tabernero fuera y la volviera a llenar. Una vez satisfechas las primeras ansias de comida, Cranston interrogó al fraile.
—Venga, hermano, ¿qué pensáis? ¿Hay alguna solución? Vos sois el filósofo, Athelstan, aunque no fue uno de vuestros famosos filósofos el que dijo ¡«Nada proviene de la nada, Nihil ex nihilo»!
—Tiene que haber una respuesta —dijo Athelstan al tiempo que se reclinaba contra la fría piedra que había tras él—. Cuando estudié lógica, aprendimos una verdad principal. Si existe un problema tiene que haber una solución, si no hay solución es que no hay problema. Por consiguiente, si hay un problema tiene que haber una solución.
Cranston eructó y le guiñó un ojo a Athelstan.
—¿Dónde lo aprendisteis? —dijo mofándose.
—La lógica resolverá este problema —insistió Athelstan—. Eso y las pruebas. El problema, sir John, es que no tenemos pruebas. Sin ellas no podemos establecer premisas. Somos como dos hombres al borde de un precipicio. Un abismo nos separa del otro lado y ahora estamos buscando el puente. —Athelstan hizo una pausa antes de continuar—. Nuestro puente serán las pruebas, la solución de las adivinanzas de sir Thomas respecto a los versículos bíblicos y al zapatero.
—Teníamos que haber hablado con Allingham —dijo Cranston mientras sacudía la cabeza.
—Ya lo intentamos, sir John, pero él se negó obstinadamente a confiar en nosotros, aunque estoy de acuerdo en que sabía algo. Yo creo que él iba a huir o quizás a chantajear a los asesinos, sin decírnoslo. Cometió un error. Subestimó la sutil malicia de sus oponentes.
—¿Qué os hace decir eso?
Athelstan se mordió los labios, acunando la jarra entre sus manos y disfrutando de su frescor.
—Disfrutan con lo que están haciendo. Maquinan e inventan estratagemas, causan toda la confusión de que son capaces. No sólo persiguen cierta información, los enigmas y acertijos de sir Thomas, sino que yo creo que disfrutan matando. Son de una arrogancia inaguantable. Tienen a Satanás en el alma. En pocas palabras, sir John, les gusta tanto lo que hacen como a vos una copa de clarete o un juego de azar o fastidiarme. Para ellos el crimen forma parte de sus vidas, es un trozo de tela de sus almas. Seguirán asesinando por lucro, para protegerse, pero también porque quieren. Más aún para vernos andar torpemente por la oscuridad. Cuanto más nos enredamos, mayor placer les proporcionamos.
Sir John se estremeció y echó una mirada por la taberna. Por primera vez estaba intranquilo, una punzada en la nuca, una sensación de peligro. ¿Los habían seguido? Miró rápidamente hacia Athelstan. El fraile estaba bien. Quienquiera que hubiera cometido esos asesinatos los había planeado bien. Si lady Isabel no era la mujer que fue a la botica, ¿quién era entonces? ¿Y la ramera que había atraído a Vechey a su perdición? ¿Y el envenenador secreto de sir Thomas y de Allingham? De repente Cranston pestañeó.
—Vos decís siempre «ellos» —dijo—. ¿Por qué?
—Tiene que ser más de uno. O eso, o es alguien muy inteligente. He llegado a pensar que alguien de fuera de la casa estaba utilizando a asesinos, criminales profesionales, pero eso sería demasiado peligroso. Mirad, cuanta más gente se contrata para llevar a cabo un complot mayor es el riesgo de traición; o bien por error, o por soborno, o simplemente porque alguien ha sido cogido con las manos en la masa.
—¿Y no sospecháis de nadie?
—No. Podría ser sir Richard, podría ser lady Isabel, Buckingham, el padre Crispín o incluso lady Hermenegilda. ¿Quién sabe? Uno de los asesinados podía haber sido un criminal.
Sir John vació su jarra y golpeó la mesa con ella.
—Sabéis Athelstan, si no fuera por vos y por vuestra maldita lógica, creería que todo este enigma es cuestión de brujería. Gente que va y viene en la quietud de la noche, venenos administrados dentro de habitaciones cerradas con llave. ¿Cómo diablos se puede resolver esto?
—Tal como os he dicho, sir John, con lógica y alguna prueba, alguna conjetura y quizás alguna ayuda de la señora Fortuna. Al final descubriremos la verdad. Yo no lamento especialmente la muerte de esos cuatro. Lo que me fastidia, lo que me amarga y me pone de mal humor, es que los asesinos se están riendo de nosotros, al vernos ir a tientas. Tienen que pagar por este placer. Todos podemos asesinar, sir John. —Se levantó y se sacudió las migas del hábito—. Caín está en cada uno de nosotros. Perdemos los estribos, nos sentimos acorralados y nos asustamos, puede ser fruto de un instante. Pero saborear el crimen, ¡eso no es el impulso de Caín, eso es Satanás!
Cranston, con la boca llena de comida caliente, simplemente masculló una respuesta. Athelstan sintió que la espesa cerveza le rezumaba en el estómago haciendo que se sintiera relajado, incluso soñoliento.
—Venid, sir John. El magistrado supremo Fortescue nos espera y, como ya sabéis, la justicia no espera a nadie.
Sir John miró airadamente, se embutió el resto de comida en la boca y vació de un sorbo su jarra.
Salieron deprisa hacia la calle del Fleet, sir John limpiándose la boca con el revés de la mano, enganchándose el cinturón de la espada y gritando que volvería a visitar la taberna en cuanto tuviera ocasión. Estaban a medio camino de la calle del Fleet cuando de repente el humor del forense cambió. Se detuvo súbitamente y miró alrededor, observando hacia atrás la multitud entre la que se habían abierto paso.
—¿Qué pasa, sir John?
El forense se mordió el labio.
—Nos están siguiendo, fray Athelstan, y eso no me gusta.
Echó una mirada alrededor y se dirigió hacia el puesto de un calderero. Athelstan vio dinero que cambiaba de manos y Cranston volvió con un grueso palo de escoba.
—¡Aquí, Athelstan!
El fraile miró sorprendido el palo de fresno largo y bien cepillado.
—Yo no necesito bastón, sir John.
Cranston hizo una mueca, y sus manos se fueron hacia la daga y la gran espada que llevaba.
—Pero lo podríais necesitar, Athelstan. Recordad lo que decía vuestro salmista: «El diablo corre por ahí como un león buscando a quien devorar». ¡Creo que un león o un diablo, o ambos, van detrás de nosotros!