Capítulo V

Tan pronto como Athelstan rodeó la iglesia vio al forense de pie junto a Philomel. El viejo caballo de batalla estaba ensillado y listo para marchar. Cranston sonrió burlón.

—¡Buenos días, hermano! —vociferó, tan alto que media parroquia lo hubiera podido oír—. Vuestro caballo está listo. Vuestras alforjas cargadas. —Las levantó mostrándoselas—. Plumas, el tablero para escribir, pergamino; me he asegurado de que el tintero esté bien sellado así que si se desparrama la tinta no me echéis la culpa.

Athelstan, aún deprimido después de la visita a la mujer de Hob, no hizo caso del forense y avanzó hacia su casita de dos habitaciones. Cranston lo siguió y entró rápidamente, llenando la habitación con sus grandes dimensiones.

—¡Desde luego, hermano! —tronó mientras echaba una mirada alrededor—. Deberíais vivir con más comodidades. ¿Tenéis vino?

Athelstan señaló una jarra de loza y observó con deleite cómo Cranston echaba un gran trago y después, con la cara rojiza como una ciruela, iba hasta la puerta y lo escupía.

—¡Por Dios, hombre! ¡Si es más agua que vino! —soltó.

—Santo Domingo y mi orden —dijo Athelstan con mordacidad— han decretado, con toda sabiduría, que el vino fuerte no es para los monjes. —Dio unas palmaditas sobre la gordura de Cranston—. ¡Tal vez siquiera para un forense de la corona!

Cranston se enderezó totalmente y miró de reojo a Athelstan.

—Mis órdenes, frailecito, son que me debéis acompañar a Cheapside a una taberna que se llama el Oso. ¿La conocéis?

Athelstan negó descorazonado. Cranston sonrió con afectación.

—Nos vamos a sentar aquí. He de permanecer sobrio y explicaros cómo fue asesinado Vechey. Él no se suicidó.

—Y yo tengo que explicaros, Señoría, que Edmundo Brampton, criado de sir Thomas Springall, no se ahorcó en el desván de aquella casa de Cheapside.

—¿Así que habéis estado meditando, fraile?

—Yo no paro, forense.

—Bien, pues venga entonces.

—Sir John, podríamos quedarnos aquí y discutir nuestros asuntos.

Cranston se giró y negó con la cabeza.

—¿Aquí, donde cualquier mocosillo de Southwark puede venir a llamar a vuestra puerta, molestando con sus quejas? ¡Ah no, hermano! Nuestra parada en la taberna del Oso sólo está a media hora de camino. Después iremos a Newgate y quizás a algún otro sitio.

Dicho esto salió de la casa a grandes zancadas. Athelstan rezó pidiendo paciencia, se santiguó y lo siguió. Cranston, ya montado, lo observó.

—¿No vais a cerrar la puerta con llave? —vociferó.

—¿Y para qué? —contestó Athelstan—. Si la cierro los ladrones la tirarán abajo creyendo que hay algo de valor para robar.

Burlándose de la aparente estupidez del fraile, Cranston giró el caballo y lo guió hasta la calle principal de Southwark. Un grupo de pilluelos que reconocieron a sir John los iban siguiendo de lejos y, a pesar de las súplicas de Athelstan, lanzaron insultos referidos al macizo volumen del forense. Garth el leñador, que también llevaba los carros de los muertos por las calles, estaba bebiendo fuera de la taberna y se unió a los ruidosos insultos.

—¡Sir John Cranston! —vociferó mientras se daba palmaditas en su propia panza—. Debéis de estar embarazado. ¿Qué va a ser, niño o niña?

Eso ya fue demasiado para el forense. Refrenó el caballo y miró airadamente al que le atormentaba tan alegremente.

—¡Si me hubieras embarazado tú, sería un maldito macaco! —le gritó.

Y entre las risas raucas con que fue recibida su agudeza, Athelstan y Cranston siguieron su camino hasta el Puente de Londres. Lo cruzaron en silencio, Athelstan sonrió al pasar por la entrada del final, hacia la calle de Fish Hill. Se preguntó cómo se las arreglaría el hombrecillo, se acordó de las cabezas y llegó a la conclusión de que era una experiencia que no quería repetir.

Un día estupendo había sacado a la multitud a la calle, pajes, escuderos y hombres de armas que acompañaban a caballeros hacia el norte, a la gran feria del caballo de Smithfield, después de la cual tendrían lugar torneos y justas. Las calles estaban repletas de hombres con yelmos y armas, de grandes caballos de batalla engualdrapados de todos los colores y de imponentes insignias de guerra que se agitaban majestuosamente por la calle de Fish Hill. Los caballeros cabalgaban erguidos en sus monturas y sus sobretodos coloreados resplandecían. Sus yelmos, con la abertura a la altura de los ojos, colgaban de sus sillas y escuderos, con lanzas y estandartes, presidían el paso. Otras hordas los seguían a pie: criados ostentosos, ataviados con librea de grandes lores, y jóvenes galanes, vestidos con brillantes sedas francesas, que pululaban por la ciudad como mariposas bajo el cálido sol y el cielo azul. Llenaban las tabernas y sus atuendos coloridos contrastaban bruscamente con los sucios delantales de cuero de los herreros y con los jubones cortos y los bonetes de los aprendices.

Cuando Cranston y Athelstan giraron para entrar en Cheapside vieron que el ambiente festivo se había extendido. Se habían retirado los puestos y había bufones representando milagros. Los hombres se desgañotaban pregonando peleas de gallos, luchas entre perros y salvajes concursos, nunca vistos, entre cerdos salvajes y asquerosos osos. La multitud había obstruido el paso a los carros que recogen la porquería y por todas partes había montones de basura y de desechos, coronados por negros enjambres de moscas.

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo Cranston—. Venid, Athelstan.

Tuvieron que desmontar y abrirse camino hasta el Canal y el Tonel y de allí subir por un callejón que iba a dar a la taberna del Oso. Dejaron los caballos en la cuadra y no entraron en la taberna sino que pasaron hacia un agradable jardín que había al fondo. Era un lugar privado, con un jardín que parecía un tablero de ajedrez: un cuadrado dividido en cuatro por caminitos de grava. Éstos estaban bordeados con setos de diversos arbustos y arbolitos —espino blanco, alheña, zarzales y alguna rosa—, todos ellos entrelazados. Se sentaron contra la pared sobre la hierba y a la sombra y contemplaron las filas de hierbas aromáticas donde crecía el hisopo, la lavanda y otros arbustos fragantes. Una zarrapastrosa mujer trajo una mesita para que Athelstan pudiera apoyar su tablero y por supuesto una jarra de vino y dos copas. Athelstan la rechazó con la cabeza y pidió agua. Allí estuvieron disfrutando de las fragancias y del frescor, después del polvoriento paseo por la ciudad.

—Me quedaría aquí todo el día —dijo Athelstan mientras se apoyaba en la pared—. Este silencio, esta tranquilidad.

—¿Preferiríais volver al monasterio?

Athelstan sonrió.

—¡Yo no he dicho eso!

—¿Pero no os gusta vuestro trabajo?

—Tampoco he dicho eso. —Se giró y miró a Cranston, fijándose en la gorda cara del forense empapada en gotas de sudor—. ¿A vos os gusta el vuestro, sir John? ¿El crimen, las mentiras, el engaño? ¿Os acordáis de que una vez cité a Bartolomé el Inglés? —preguntó Athelstan.

Cranston miró expectante.

—Escribió un libro titulado La naturaleza de las cosas —continuó Athelstan—, en el que describe el planeta Saturno frío como el hielo, negro como la noche y maligno como Satanás. Él sostiene que el planeta gobierna los propósitos criminales del hombre. —Athelstan miró de reojo a unas abejas que revoloteaban sobre un suculento rosal—. A menudo creo que gobierna los míos. ¿Oísteis cómo Fortescue se refería a mi propio hermano? —Cranston asintió—. Mi padre era el propietario de una próspera granja en el sur, en Sussex. A mí me destinaron a la vida religiosa. A mi hermano lo destinaron a cultivar la tierra. Había un camino que pasaba junto a nuestra granja hacia la costa. Solíamos ver a los hombres de armas, a los arqueros de camino a los puertos para cruzar hasta Francia; después los veíamos volver cargados de riquezas. Oíamos leyendas e historias románticas de caballeros con brillantes armaduras y caballos de guerra moviéndose majestuosamente por los verdes campos.

»Una primavera abandoné mi noviciado y volví a la granja. Mi hermano y yo nos unimos al siguiente grupo de soldados que pasó. Zarpamos de Dover, desembarcamos en Honfleur y nos unimos a uno de los muchos grupos que andaban saqueando por Francia. —Athelstan levantó la vista al cielo—. Estábamos bajo las órdenes del Príncipe Negro y de su general Walter de Manny y otros. Pronto nuestros sueños se desvanecieron. Ni caballerosidad, ni armadas majestuosas avanzando según unas reglas, sino acciones horribles, ciudades arrasadas y quemadas, mujeres y niños muertos.

»Un día mi hermano y yo, que servíamos como arqueros, fuimos sorprendidos fuera de una ciudad por un grupo de jinetes franceses. Nosotros nos colocamos en posición e hincamos estacas en el suelo tal como solíamos hacer. Pero los franceses cargaron antes de lo que creíamos. Cuando nos dimos cuenta, los teníamos encima, cortando y matando.

Athelstan se detuvo para calmarse antes de continuar.

—Cuando aquello acabó, mi hermano estaba muerto y yo había envejecido cien años. Os lo aseguro, Cranston. Volví a casa. Nunca olvidaré la cara de mi padre. Nunca lo había visto así. Se quedó mirándome fijamente. ¿Mi madre? Lo único que fue capaz de hacer fue acuclillarse en un rincón y sollozar. Creo que lloró hasta el día de su muerte. Mi padre la siguió pronto a la tumba. Yo volví a mi orden. Oh, sí, me aceptaron, pero la vida fue dura. Tuve que hacer penitencia en privado y en público, y hacer el voto solemne de que una vez hubiera sido ordenado aceptaría cualquier deber que me pidieran mis superiores.

Athelstan resopló riendo y se inclinó, con los brazos cruzados, como si estuviera hablando para sí mismo y se hubiera olvidado de que el forense estaba sentado junto a él.

—¡Cualquier deber! Estudiar mucho y el trabajo más servil que hubiera en la casa: limpiar cloacas, cavar zanjas y después de la ordenación, debo ir aquí, debo ir allá. Finalmente me quejé, así que el padre prior me llevó a pasear por el prado y me dijo que tenía que probar mi valor en un trabajo decisivo.

Se reclinó otra vez en la pared.

—Mi trabajo decisivo fue San Erconwaldo, en Southwark. —Athelstan miró a Cranston—. Mi padre prior sabía lo que hacía. Mis padres me acusaron del asesinato de mi hermano. Cada día muere alguien en Southwark. Hombres y mujeres empapados de bebida se pelean y luchan entre sí con violencia. En algún callejón o arroyo hay un hombre acuchillado de muerte por robar cerveza. O una mujer rajada de la mandíbula a la ingle flotando en una zanja. ¡Y luego vos, sir John! Por si acaso me olvido, me retiro y me escondo tras los muros de mi iglesia, aquí estáis vos, dispuesto a llevarme por las calles y a recordarme que no puedo escapar del crimen, del más grande de los pecados, ¡un hombre que mata a su hermano!

—Quizás vuestro padre prior es más sabio de lo que pensáis —dijo Cranston después de vaciar su copa de vino.

—¿Qué queréis decir?

—Estoy escribiendo un tratado, desde hace años, sobre el mantenimiento de la paz real en Londres. El delito más horrible es el crimen. La creencia de que un hombre puede matar a alguien, marcharse y decir «yo no soy responsable». Yo no soy teólogo, Athelstan, ni conocedor de las Escrituras, pero el primer delito que se cometió después del Edén fue el asesinato. Caín conspiró para matar a su hermano Abel y después afirmó que no sabía nada del asunto. —Cranston sonrió con burla—. El primer gran misterio, es decir crimen. Pero eso no es lo que le pasó a vuestro hermano. —Se giró y escupió—. Eso no fue un crimen. Eso fueron sueños de juventud y sangre caliente, cabezas repletas de historias estúpidas sobre Troya y los Caballeros de la Tabla Redonda. No, el crimen es otra cosa. ¿Y por qué asesinan los hombres, Athelstan? ¿Por afán de lucro? ¿Y qué impedirá que los hombres asesinen? ¿La horca, la tortura? —Negó con la cabeza—. Bajad hasta Newgate, como haremos luego. La cárcel está abarrotada de criminales, las horcas están cargadas como los manzanos en primavera con las ramas dobladas por el peso de la fruta podrida.

Cranston se le acercó con el rostro serio como nunca le había visto Athelstan.

—Lo que evitará el crimen, el robo, el incendio provocado es que el que lo perpetre sepa, crea y acepte profundamente que será atrapado y castigado. Cuanto más vigilantes estemos, menos crímenes, menos muertes. Menos mujeres rajadas de la mandíbula a la ingle, menos hombres con la garganta cortada, colgando en un desván o balanceándose de una viga bajo un puente. Vuestro prior sabe, Athelstan, que vuestra culpa y vuestro profundo sentido de la justicia os hacen idóneo para este trabajo. —Se rió bruscamente y volvió a su copa de vino—. Si vuestra orden produjera más hombres como vos, Athelstan, y menos predicadores y teólogos, Londres sería un lugar más seguro. Por eso os he traído a este jardín silencioso y no a una taberna donde bebería sin sensatez. No, quiero trazar un plan y coger al malvado asesino. Al hombre que mató a Thomas Springall y le cargó las culpas al pobre Brampton, y después hizo que su muerte pareciera un suicidio. Creo que el mismo canalla ejecutó a Vechey y ató su cadáver como carroña bajo el Puente de Londres.

Athelstan bebió ávidamente de la copa de agua, resistiéndose a mirar a Cranston. Había hablado de la muerte de su hermano y era la primera vez que no le habían echado la culpa a él. Athelstan sabía que de momento no cambiaría nada, pero le había plantado una semilla en el alma. La posibilidad de que hubiera cometido un pecado pero no un crimen. De que lo expiaría y de esa manera lo borraría. Dejó la copa.

—¿Decís que Springall fue asesinado por alguien que no era Brampton? —preguntó bruscamente.

—Así es —dijo Cranston—. Y vos también. ¿Y cómo lo podemos probar? El hilo suelto de este asqueroso tapiz es Vechey. Bien, recordaréis que cuando examinamos su cadáver nos fijamos en que el agua lo había empapado hasta las rodillas.

—Sí —asintió Athelstan.

—También sabemos que si Vechey se suicidó tuvo que haberlo hecho de madrugada, justo antes del amanecer. ¿Correcto?

Athelstan volvió a asentir.

—Pero eso es imposible —siguió Cranston con una sonrisa de autocomplacencia—. Veréis, después de medianoche el Támesis fluye rápido y lleno. El agua sube y casi cubre el arco. Habrá como mucho un pie entre la superficie del agua y la viga de la que se colgó Vechey. —Levantó sus dedos regordetes—. Primero ¿hemos de admitir que un hombre vaya andando con el agua al cuello para atar una soga y ahorcarse? ¿O que se colgara casi bajo el agua? Sin embargo, cuando se encontró el cadáver de Vechey estaba seco, salvo por debajo de las rodillas.

Athelstan sonrió.

¡Mirabile dictu, sir John! Claro que el río iría lleno. Vechey hubiera tenido que nadar para colgarse y eso es una contradicción lógica. ¿Qué creéis pues que pasó?

—A Vechey lo drogaron o le dieron un golpe en la cabeza, el cadáver fue atado para que lo encontraran otros.

—¿Pero por qué tanto aparato?

—Eso me he estado preguntando yo —contestó Cranston—. Recordad que sabemos muy poco de ese hombre. Vechey era promiscuo, le gustaba la carne blanda y perfumada pero, como era un ciudadano respetable, debía cazar bien alejado de su casa en Cheapside. Así que yo creo que debió de bajar a los burdeles y lupanares que bordean el río. Sea como fuere fue atrapado, le dieron un golpe en la cabeza, lo drogaron y llevaron su cuerpo al Puente de Londres. Le colocaron la soga al cuello y la ataron a la viga. El asesino fue muy listo, no había nadie en la orilla. El puente, tal como nos dijo el enano, era el lugar predilecto de los suicidas.

»El criminal sólo cometió un fallo. Probablemente examinó la zona cuando el agua había descendido por debajo de los espolones. Se olvidó de que cuando fuera a colgar a Vechey el río habría subido de nivel y habría cubierto cualquier plataforma apropiada para un suicida.

—Sin embargo siguió con el plan. ¿Por qué?

—Porque probablemente Vechey estaba muerto, estrangulado antes de que llegara a aquel puente y, ¿qué otra cosa podía hacer el asesino con el cadáver? ¡Lanzarlo al río con la marca de la soga, o acarrearlo por Londres en busca de otra horca y arriesgarse a que lo cazaran!

Athelstan sonrió.

—Perfecto, sir John.

—¿Y Brampton?

—Recordareis, o tal vez no —contestó Athelstan—, que el cadáver de Brampton vestía calzas y una camisa de hilo. Primero, ¿admitimos realmente que un hombre mientras se está desvistiendo decide repentinamente que se va a colgar y sube al desván sin las botas puestas para llevar a cabo el terrible acto? Bien, incluso si así fuera, el suelo del desván estaba lleno de trozos de cristal y de suciedad. Sin embargo, cuando examiné las plantas de los pies de Brampton no tenían ni señales ni cortes. Pero debería haberlos si él hubiera caminado por aquel suelo sin las botas. De hecho, había muy poco polvo en la suela de sus calzas. La única conclusión es que Brampton murió igual que Vechey. Lo llevaron hasta el desván, probablemente aletargado, borracho o drogado. Le ataron la soga al cuello. Luchó un rato, de ahí las hebras de cuerda que se encontraron bajo las uñas, pero fue asesinado y allí fue dejado colgando para que otros pensaran que se había quitado la vida.

Cranston apretó los labios y sonrió.

—De lo más lógico, hermano.

—El otro factor —continuó Athelstan— es que se supone que Vechey y Brampton se ahorcaron. Bien, yo examiné las contusiones en ambos cuerpos. Resulta una coincidencia extraordinaria que los dos hombres, relativamente desconocidos, se colocaran el nudo de la soga exactamente en el mismo sitio. Parece que Vechey copiara a Brampton con todo detalle cuando se colgó. Bajé hasta el patio de ejecuciones y allí examiné tres cadáveres. Los mismos ejecutores dijeron que cada verdugo tiene su propia marca. Los tres cadáveres que allí examiné tenían la soga colocada igual. Vechey y Brampton también tenían la soga colocada igual. La única conclusión lógica es que Vechey y Brampton fueron colgados por la misma persona.

Athelstan tomó una pluma con humilde ademán, destapó el tintero y la sumergió. Cranston se acercó. A Athelstan le gustó esa proximidad. Sintió como si hubiera regresado al pasado con su hermano y estuvieran planeando cualquier diablura.

—Tal como marcan las normas, empecemos por lo último. Vechey —Athelstan escribió el nombre—, colgado por el cuello bajo el Puente de Londres. En apariencia se quitó la vida pero la verdad es que fue asesinado. ¿Por quién y cómo? —Athelstan trazó el último punto de interrogación y miró a Cranston.

—Tal vez lo sepamos pronto —señaló Cranston—. Cuando bajaba envié un mensaje a la oficina del alguacil en el Ayuntamiento y le pedí que dos funcionarios fueran a hacer indagaciones diligentes a las tabernas y a los burdeles de este lado del río. Quizá descubran algo. Vechey era un hombre bastante conocido, un orfebre. Se vestiría como tal, aunque llevara capa y capucha. En esos sitios suelen conocer a sus clientes.

—En segundo lugar —Athelstan siguió escribiendo—, tenemos a Brampton, criado de sir Thomas Springall, que aparentemente se quitó la vida en el desván de la casa de los Springall.

Cranston observó cómo la pluma de Athelstan corría sobre la página.

—Sabemos que fue asesinato y no suicidio pero ¿cómo y por quién?

Otros signos de interrogación.

—Por último —concluyó Athelstan—, sir Thomas Springall fue asesinado en su propia habitación con una copa de vino envenenado que colocó Brampton. Pero lady Hermenegilda asegura que nadie subió al aposento de sir Thomas después de que Brampton lo visitara. Ni que nadie entró en él después de que éste se retirara. Sabemos que sir Thomas bebió la copa envenenada dentro de la habitación y no durante el banquete, porque si no su muerte hubiera sido pública y en compañía.

Athelstan escribía cuidadosamente. Cranston estiraba el cuello y veía cómo se iban formando las palabras rápidamente con la tinta de un color verde-azulado.

—Tantas preguntas, sir John, tan pocas respuestas. ¿Por dónde empezamos?

Cranston señaló con un dedo regordete las últimas palabras de Athelstan.

—Empezaremos por aquí. No hemos inspeccionado del todo la muerte de Springall. Ésa es la clave. Si la resolvemos, el resto se deshará como un castillo de naipes.

—Dicho y hecho, sir John, ¡y sólo habéis tomado una copa!

—Suficiente, hermano. Deberíais saberlo.

Athelstan cogió de nuevo la pluma.

—Tenemos tres acertijos. Primero, Génesis capítulo tres, versículo uno; segundo, el libro del Apocalipsis, capítulo seis, versículo ocho. Y tercero, el zapatero.

—A mí el zapatero no me dice nada —contestó Cranston—. Pero los versículos… parece que a sir Thomas le gustaba fastidiar a sus colegas y ellos tendrían curiosidad. Probablemente Vechey iba con los versículos por ahí intentando resolver el acertijo. Ah —sonrió con burla el forense—, mis disculpas por no hablar de Eudo el paje, pero por lo que yo recuerdo no tenía nada sospechoso, simplemente una caída desde una ventana.

El fraile hizo una mueca.

—Si el magistrado supremo Fortescue pide un informe podríamos dar muchas preguntas y pocas soluciones, sir John.

—Por eso —ladró el forense al tiempo que se levantaba—, nos vamos a Newgate a ver a Solper. —Sonrió a Athelstan—. Cada mañana el Ayuntamiento me envía una lista de los acusados que van a colgar. El joven Solper estaba en la lista. Una rata de cloaca, pero uno de mis mejores confidentes. ¡Veamos si quiere vivir!

Se alejó a grandes zancadas, dejando a Athelstan que luchaba por guardar el tablero para escribir, llenar la bolsa de cuero y seguirlo por el patio. Cranston ya había pedido los caballos para dirigirse a Cheapside. Cabalgaron por el mercado. El ruido, el griterío y el calor polvoriento impedían cualquier conversación. Cranston miraba alrededor.

Sí, mencionaría esto en el tratado, pensó. Debería haber guardias en cada esquina, cada uno cubriría una sección del mercado y habría otros mezclados entre la multitud. Eso haría disminuir el número de trileros, estafadores y rateros que plagaban aquellos lugares como las langostas en Egipto. Su mente empezó a vagar y él dejó que el caballo se abriera paso entre la gente.

Athelstan se puso la capucha pues sentía el calor del sol en el cogote. Se preguntaba qué quería hacer sir John en Newgate.

Salieron de Cheapside y subieron hacia la antigua muralla de la ciudad que albergaba la infame cárcel, pasaron por delante de la pequeña iglesia de Nicolás Le Quern cerca de la calle Blow Bladder y entraron en la amplia explanada que había frente a la prisión. Ésta no estaba formada más que por dos torres enormes unidas entre sí por la muralla. La explanada frente a Newgate, pensó Athelstan, debe ser lo más cercano al infierno en la tierra. Había un mercado en el centro con los puestos mirando hacia afuera, pero el aire y el suelo estaban contaminados con la sangre, la suciedad y la porquería que bajaba del matadero y con la sangre espesa que bajaba formando un canal. En algún punto la sangre se había salido del cauce y había formado unos grandes charcos negros sobre los que revoloteaban enormes enjambres de moscas.

Athelstan se alegró de que Cranston hubiera decidido ir a caballo.

El mercado estaba lleno de gente que daba empujones, se peleaba y se abría camino entre los puestos. El calor, el polvo y las moscas no hacían sino irritar aún más los ánimos. Frente a la puerta de la prisión se amontonaba lo más indeseable que había bajo el sol: rateros, picaros, parientes de deudores y otras gentes que intentaban acceder a sus seres queridos. Cranston y Athelstan guardaron los caballos en la cuadra de una taberna oscura y caminaron abriéndose paso hasta la gran puerta de la prisión.

Fuera, sobre un barril de cerveza, un miembro de la guardia tocaba una campana que tañía como a muerto, entre el ruidoso griterío del lugar.

—¡Vosotros, presos —gritaba el tipo—, que estáis dentro por maldad y por pecado, ya sabéis que a pesar de tanta misericordia se ha establecido que muráis mañana, justo antes del mediodía!

Y el tipo siguió gritando toda esa porquería de la misericordia divina y la justicia por encima de todas las cosas. Cranston y Athelstan se abrieron paso y aporrearon la gran puerta. Se abrió una reja y apareció un hombre de menudo y malvado rostro, tez amarillenta, ojos de un azul aguado y boca pequeña.

—¿Qué queréis? —soltó el tipo, y sus labios enroscados dejaron ver los restos de unos dientes ennegrecidos.

Cranston acercó su cara a la reja.

—Yo soy sir John Cranston, forense de la ciudad. ¡Ahora, abre ya!

La reja se cerró de golpe y se oyeron unos pasos. Se abrió una puertecita con postigo que había en el entrepaño. Salió un guardia con un palo empujando a la gente hacia atrás, mientras Cranston y Athelstan se colaban hacia el interior. Fueron dando empujones, ahogados por el pestilente olor del guardián de la puerta. Entraron en la casita o habitación donde el guardián daba siempre la bienvenida a los nuevos presos.

—¡Quisiera ver al guardián Fitzosbert! —dijo Cranston.

El tipo sonrió burlón y los llevó por un pasadizo oscuro y apestoso hasta otro aposento donde el guardián de Newgate, Fitzosbert, estaba agazapado detrás de una gran mesa de roble como un rey entronizado en palacio. Athelstan había oído hablar de este tipo pero era la primera vez que lo veía. De hecho, cualquiera que tuviera asuntos legales en Londres sabía de la temerosa reputación de Fitzosbert. Era un hombre muy rico y por lo tanto muy poderoso, ya que como guardián de Newgate, Fitzosbert podía quedarse con las pertenencias de los presos. También se dedicaba a la venta de concesiones, fueran camas, sábanas, capas, bebida, comida e incluso fulanas. Todo el que entraba en la cárcel tenía que pagar y Athelstan recordó que uno de sus feligreses, demasiado pobre para pagar, había sido apaleado por su pobreza mientras Fitzosbert no dejaba de sonreír. El guardián, concluyó Athelstan, no resultaba un hombre agradable y, sólo con verlo, el fraile se creyó todas y cada una de las historias que le habían contado de él. Su cara estaba llena de piojos, su cabello era de un rubio sucio y llevaba los labios pintados con carmín. Tenía las mejillas hundidas y llevaba tanto colorete que sus ojos grises y bulbosos parecían aún más saltones. El fraile se lo quedó mirando y llegó a la conclusión de que a Fitzosbert le hubiera gustado ser mujer. Sólo así se explicaba que llevara un jubón corto y ribeteado de encaje y las calzas rojas ajustadas. Athelstan sonrió pues se divertía imaginando venganzas ilusorias. Quizás un día, pensó, cogerían al cabrón por sodomía y entonces, juró Athelstan, por primera vez en su vida asistiría a una ejecución.

Sin embargo, Fitzosbert ya lo había despachado con un parpadeo y estaba mirando fijamente y con frialdad a sir John, como si quisiera demostrarle que no se amilanaba ante ninguna muestra de autoridad.

—¿Tenéis autorización, señor?

—¡Yo no necesito autorización! —soltó Cranston—. Soy el forense del rey. Quisiera ver a un prisionero.

—¿A quién?

—Nathaniel Solper.

Fitzosbert sonrió.

—¿A santo de qué?

—Eso es cosa mía.

Fitzosbert sonrió de nuevo, aunque Athelstan había visto más ánimo y cordialidad en la tapa plateada de un ataúd.

—Tenéis que explicaros, sir John. —El tipo colocó las manos, cansadas y engalanadas con anillos, sobre el escritorio que tenía delante—. Yo no puedo permitir que nadie, ni siquiera el mismo regente, se presente en mi prisión diciendo que quiere ver a un preso, sobre todo uno como Solper. Es un condenado a muerte.

—¡Todavía no lo han colgado y quisiera hablar con él ahora! —Cranston se apoyó sobre la mesa poniendo sus manos sobre las de Fitzosbert y apretando con fuerza hasta que la cara del guardián palideció y unas gotas de sudor empezaron a brotar de su frente.

—Mirad, señor Fitzosbert —continuó Cranston lentamente—, si así lo deseáis me marcharé ahora. Y mañana volveré con una autorización, debidamente firmada y sellada por el regente, y acompañado de un grupo de soldados de la Torre. Entonces penetraré en la prisión, veré a Solper y quizás… —Sonrió—. Bueno, todos tenemos amistades. Quizás se podría presentar alguna petición en la Cámara de los Comunes. Una petición por ejemplo que exigiera una investigación de vuestras cuentas. Estoy seguro de que los barones del Tesoro tendrían gran interés en conocer los beneficios que se extraen de la prisión del rey y adonde va a parar el dinero que se os confía.

Fitzosbert apretó los labios.

—¡De acuerdo! —murmuró.

Cranston retrocedió.

—¡Y ahora, señor, a ver a Solper!

El guardián se levantó y salió de la habitación con pasos medidos. Athelstan y Cranston lo siguieron; el fraile estaba fascinado por la forma en que Fitzosbert se balanceaba al caminar. Estaba a punto de darle un codazo a Cranston y felicitarlo por sus dotes de persuasión cuando oyó un ruido y se giró rápidamente. Dos carceleros inmensos, con cuerpos de mono y caras de mastín cruel, caminaban silenciosamente detrás de ellos. Fitzosbert se detuvo y se dio la vuelta.

—¡Gog y Magog! —cantó—. Son mis guardaespaldas, sir John, mis ayudantes por si me atacan.

La mano de Cranston voló inmediatamente hacia su espada. Desenvainó la enorme hoja y empezó a dar golpecitos contra la bota.

—¡Es mi criado, señor Fitzosbert! He de recordaros que tengo autorización real. ¡Si me pasa algo, será traición!

—Por supuesto. —Fitzosbert sonrió y pareció aún más horroroso.

Siguieron caminando, atravesaron un laberinto de pasadizos tortuosos donde el ruido y la peste agarraron a Athelstan por la garganta. Había oído decir que Newgate era un agujero del infierno, pero entonces lo estaba experimentando personalmente y entendió por qué algunos presos se volvían locos tan pronto. Muchos hablaban y cantaban sin cesar, mientras que otros, especialmente mujeres, que sabían que no iban a estar allí por mucho tiempo, se negaban a asearse y yacían por ahí como cerdas en su propia porquería. Se fueron adentrando en la prisión. Al pasar junto a un aposento abierto entrevieron miembros de hombres descuartizados, dispuestos como si fueran piezas de carne en la carnicería, esperando a ser empapados en sal y comino antes de alquitranarlos. En el interior del infierno, Athelstan se estremeció y metió los brazos por las enormes mangas de su hábito. Caras enloquecidas se apretaban contra las rejas de las puertas, torturados que pedían misericordia. Los culpables ladraban sus odios, los inocentes imploraban calladamente ser escuchados. Por fin Fitzosbert se detuvo ante la puerta de una celda y chasqueó los dedos. Uno de los gigantes se le acercó, arrastrando los pies, con un manojo de llaves en su inmenso puño. Introdujo una llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Fitzosbert susurró algo, el gigante asintió y avanzó hacia el interior de la celda. Oyeron gritos, patadas, el ruido sordo y asqueroso de un puñetazo y al ogro vociferando el nombre de Solper. Reapareció agarrando al desgraciado por el raído cuello. Fitzosbert se acercó al preso y le dio unos cachetitos en la mejilla.

—Solper, eres afortunado. Tienes visitas importantes. Alguien a quien conoces, sir John Cranston y su —miró tímidamente a Athelstan— acompañante.

El fraile no le hizo caso pues miraba a Solper. El preso no tenía nada que llamara la atención: era joven, tenía una cara muy blanca e iba tan sucio que no se distinguía dónde acababa una prenda y empezaba otra.

—Necesitamos una habitación para hablar con este hombre —exigió Cranston.

El guardián se encogió de hombros y los acompañó por un pasadizo hasta una celda más limpia y vacía. La puerta quedó abierta. Cranston le hizo una señal a Solper para que se sentara.

—¡Señor guardián! —gritó.

Fitzosbert entró en la habitación y Cranston dejó caer unas monedas de plata sobre la mesa.

—Vino, pan y las dos copas más limpias que tengáis.

El guardián recogió las monedas con la habilidad de un recaudador de impuestos. Unos minutos después uno de los gigantes entró en la celda con una bandeja en la que estaba todo lo que había pedido Cranston. La colocó sobre la mesa y salió dando un portazo. El joven preso se sentó nervioso en un taburete y observó a Athelstan.

Cranston tomó una de las copas y una barrita blanca de pan y se la lanzó a las manos.

—Bueno, Solper, nos volvemos a encontrar.

El hombre, nervioso, se lamió los labios.

Cranston sonrió como un lobo.

—¿Te han condenado?

—Ayer, en los tribunales —respondió el hombre vociferando.

—¿De qué te acusaron?

—De falsificar monedas.

—¡Oh, sí! Deja que te presente, hermano —dijo Cranston—. Señor Solper, falsificador, ladrón, bandolero y vendedor de reliquias. Hace dos años, Solper podía conseguirlo todo: un trozo del mantel usado en la Ultima Cena, un pelo de la barba de san José, el pedazo de un juguete que utilizó el Niño Jesús. ¡Lo que ha intentado Solper… bueno, sólo Dios lo sabe! ¿Te han marcado?

El joven asintió y se levantó el sucio jubón. Athelstan vio la «F» gigante grabada en su hombro derecho y que pregonaba su condición de criminal.

—Dos veces acusado y a la tercera atrapado —entonó Cranston—. Te corresponde la horca y sin embargo tal vez puedas escapar a la justicia.

Athelstan se fijó en la señal de esperanza que apareció en los ojos del joven. Éste se retorció nervioso sobre el taburete.

—¿Qué queréis? ¿Qué he de hacer?

—Los Hijos del Rico Epulón, ¿has oído hablar de ellos?

El joven hizo una mueca.

—¿Sí o no?

—Sí, todo el mundo ha oído hablar de ellos. En los gremios —continuó el joven—, siempre hay grupitos o sociedades dispuestos a prestar dinero a interés alto a los nobles o a otros mercaderes. Se ponen nombre y títulos del tipo: los Guardianes de la Puerta, los Vigilantes de los Cofres. —Se encogió de hombros—. Los Hijos del Rico Epulón son otro grupo.

—¿Y su jefe?

—Springall, sir Thomas Springall. Es de sobras conocido.

—Ahora, otra cuestión.

Cranston buscó en la bolsita de cuero que había sacado de su alforja, desató el cordón y sacó una jarrita que contenía el veneno que se había llevado de la casa de Springall. La destapó y se la entregó.

—¡Huele esto!

El joven acercó cautelosamente el borde a su nariz, lo olió, hizo una mueca y lo devolvió.

—¡Veneno!

—Claro que sí, Solper. Ése es el verdadero motivo que me ha traído aquí. Yo ya había sospechado quiénes eran los Hijos del Rico Epulón. Pero, si quisiera comprar veneno, un veneno exótico y especial como belladona, polvo de diamantes o arsénico, ¿dónde debería ir?

El joven miró a Athelstan.

—A cualquier monasterio o convento de monjes. Lo suelen usar en las mezclas de pintura que usan para iluminar los manuscritos.

—Oh, sí, pero no puedes ir llamando a la puerta de un monasterio y decir que quieres un poco de veneno y pretender que el padre abad o el prior te lo entregue sin hacerte ni una pregunta. Sin tomar buena nota de quién eres y para qué lo quieres. Así que ¿en qué otro sitio? ¿En el boticario, Solper?

Cranston descargó su pesado cuerpo sobre la mesa. Athelstan lo observaba nervioso. La mesa, que no era muy fuerte, empezó a crujir y a quejarse en señal de protesta por el peso.

—Solper —continuó Cranston locuazmente—, he venido aquí a ofrecerte tu vida. Tal vez no sea gran cosa, pero si respondes a mis preguntas puedes conseguir un perdón con las condiciones normales: que abjures del reino. ¿Sabes lo que quiere decir? Te vas rápidamente como una flecha al puerto más cercano, compras un pasaje y te vas a cualquier lado. A cualquier sitio, Ultramar, Francia, Escitia, Persia, que no sea Inglaterra, ¡ni por supuesto Londres! ¿Lo entiendes?

El joven se lamió los labios.

—Sí —murmuró.

—Y si no satisfaces mi curiosidad —siguió Cranston—, llamaré a la puerta, me marcharé y mañana te colgarán. Así que, si quiero comprar veneno en Londres, ¿dónde he de ir?

—La Casa del Beleño.

—¿Dónde está eso?

—El dueño es Simón Foreman. Está en un callejón. —El joven se frotó los ojos mientras se concentraba—. Eso es, la calle se llama del Gaitero, La Casa del Beleño en la calle del Gaitero. Simón Foreman vendería cualquier cosa a buen precio y no preguntaría nada. Es probable que el veneno de ese frasquito venga de allí. Él se lo podría decir.

—Otra pregunta más. Sir Thomas Springall, ¿lo conocías?

El joven giró la cabeza hacia la puerta.

—Al igual que a Fitzosbert, le gustaban los muchachos jóvenes, cuanto más suaves y dóciles mejor, o al menos eso es lo que se dice. Iba a las casas en que se reunía esa gente. Springall también era un prestamista, un usurero. Tenía pocos amigos y muchos enemigos. Se murmuraba de él. —El joven vació la copa y se sentó meciéndola, con los ojos fijos en el vino que quedaba en la jarra—. Sólo era cuestión de tiempo que alguien utilizara esa información. —Encogió los hombros—. Pero Springall tenía amigos poderosos en la corte y en la Iglesia. Ningún alguacil ni ningún guardia lo tocaría. Él y los suyos se reunían en una taberna que está a las afueras de la ciudad, en el camino de Mile End, y que se llama Gaveston. Allí se puede comprar lo que uno quiere, siempre que se pague en oro. Esto es todo lo que sé.

Fitzosbert aporreó la puerta.

—¿Habéis terminado, sir John?

—Sí —gritó Cranston—. ¡Escucha! —le dijo a Solper—. ¿Seguro que no sabes nada más?

El joven asintió con la cabeza.

—Os he dicho todo lo que sé. ¿Y el perdón, cumpliréis vuestra palabra?

—Por supuesto. Dios te ampare, Solper —murmuró dirigiéndose a la puerta justo cuando Fitzosbert la abría.

El forense separó suavemente al guardián, sacó su bolsa e hizo tintinear unas monedas en su mano.

—Os vuelvo a dar las gracias por vuestra hospitalidad, Fitzosbert —dijo—. Cuidad a nuestro amigo. Más vino y una celda mejor. Mañana llegarán unas cartas del Ayuntamiento. Haréis lo que os manden. ¿Entendido?

Fitzosbert sonrió y guiñó el ojo.

—Por supuesto, sir John. Ningún problema. Llevaré a cabo cualquier orden que provenga de tan ilustre forense de la ciudad.

Cranston hizo una mueca y él y el fraile salieron caminando de aquel repugnante lugar, con la mayor rapidez. Cuando la gran puerta de Newgate se cerró a su espalda, Cranston se apoyó en ella y respiró un poco de aire puro mientras su gran cuerpo se estremecía como el de una ballena varada.

—¡Gracias a Dios! —balbuceó—. ¡Gracias a Dios que no estamos ahí dentro! Rogad a vuestro Dios y a cualquier otro para que nunca caigáis en poder de Fitzosbert, en una de esas celdas olvidadas de Dios.

Levantó la mirada hacia la gran torre que se elevaba por encima de ellos.

—Si pudiera, quemaría totalmente este lugar y colgaría a Fitzosbert en una horca tan alta que llegara al cielo. Pero vamos, los carmelitas y la mansión de los Springall nos esperan.