Capítulo IX

Dejaron Smithfield tomando una ruta diferente de vuelta a la ciudad, pasaron por el foso, cuyo olor era tan asqueroso y tan fétido que incluso Cranston, lleno como iba de vino hasta los topes, se detuvo porque le vinieron náuseas y se tapó la nariz. El forense hizo mentalmente una nota para incluir en su tratado un capítulo especial sobre la limpieza del foso. Se apresuraron por Cock Lane. La entrada de la calle estaba llena de fulanas con vestidos de color escarlata, rojo o violeta; una de ellas movía las caderas y hacía bailar el pecho mientras gritaba: «¡Sir John! ¡Sir John! ¡Miradnos ahora!».

Cranston se giró, con una amplia sonrisa en su cara ancha, sin importarle que Athelstan estuviera a su lado retorciéndose de vergüenza.

—¡Mis chicas! —murmuró el forense—. Mis adorables chicas.

Entonces, animado por Athelstan, continuaron por Newgate y se metieron en Shambles y Westchepe. La ciudad estaba bastante silenciosa, más tranquila de lo normal, debido al gran torneo de Smithfield. Las autoridades de la ciudad habían aprovechado el día para procesar algunos casos en los tribunales. Algunas prostitutas, cogidas y declaradas culpables en segunda infracción, eran llevadas, con la cabeza rapada y una vara blanca en las manos, abajo hacia Tun, cerca de Cornhill, la cárcel abierta donde se quedarían para que los transeúntes las ultrajaran. No parecía que les importara que les dieran golpecitos en la cabeza y les gritaran que ya les crecería pronto el cabello, que era más de lo que le podían decir a los guardias calvos que las escoltaban. En el puerto había un mentiroso o un perjuro, con una gran piedra de afilar alrededor del cuello y un cartel que pregonaba que era un perjuro y que había roto un juramento; junto a él había un joven desventurado que había robado una pierna de cordero y estaba allí, de pie, con la pierna de cordero, ahora ya bien podrida y llena de moscas, colgada de su cuello. Athelstan observó el escenario que lo rodeaba y procuró olvidarse de Benedicta y de los celos mezquinos que le corroían.

Encontraron la casa de los Springall vacía, salvo por algunos sirvientes. Por sus miradas se dieron cuenta de que habían estado jugando mientras el gato estaba fuera. Muchos de ellos estaban borrachos y no pusieron ninguna objeción cuando Cranston llamó a la puerta y dijo que quería entrar. El viejo criado que los había recibido cuando visitaron la casa por primera vez intentó evitarlo, pero Cranston lo apartó suavemente y le dijo que era fiesta y que además estaba allí a petición de sir Richard para proseguir la investigación en privado. Naturalmente, la fragancia del vino le recordó a Cranston que hacía mucho tiempo que no tomaba nada, así que pidió que le trajeran una jarra enorme y la copa más honda que encontraran en la cocina.

El forense fue siguiendo al fraile, que iba de un lienzo a otro. Cranston se mostró sorprendentemente conocedor de los temas de las pinturas que examinaban. Afirmó que algunas eran obra de Eduardo Prince, un artista que vivía en la parte norte de la ciudad. Athelstan escuchaba a medias el parloteo de Cranston, mientras intentaba recordar dónde había visto el cuadro de Eva, en el jardín, encantada por la serpiente. Finalmente recordó que no había sido en la Galería del Ruiseñor sino en la que va hacia la izquierda.

Seguido de Cranston, que se iba tambaleando, Athelstan subió al piso de arriba y quitó el enorme lienzo de la pared. Soltó una maldición. Era evidente que alguien se había dado cuenta de que el cuadro podía contener la clave del enigma de sir Thomas. La madera de la parte trasera del cuadro estaba profundamente rayada por una daga, como si alguien hubiera estado buscando algún compartimiento o hendedura secreta. Sin embargo, no había nada.

—¡Es inútil, hermano! —murmuró Cranston mientras se llenaba otra copa de clarete—. ¡Es absolutamente inútil! Aquí no hay nada. ¿Y los otros dos? ¿Y la alusión a la muerte sobre un caballo pajizo en el Apocalipsis, y el zapatero? Estamos perdiendo el tiempo.

Athelstan le hizo sentar en el suelo con la espalda apoyada en la pared y, en cuclillas junto a él, le explicó tranquilamente lo que había aprendido: que las tallas de madera que se habían hecho para el desfile de la coronación podían contener la clave para conocer la identidad del asesino. Cranston, a pesar de estar algo atontado, lo escuchó hasta el final y entonces vociferó con justa indignación:

—¿Por qué no me lo habéis dicho antes? Tiene sentido. Puede ser. ¿Pero por qué no me lo dijisteis?

A Athelstan le pareció muy divertido ver a Cranston representando la virtud ultrajada y dejó que el forense divagara hasta que hubo acabado su letanía de quejas. Athelstan levantó el cuadro y lo colgó en la pared.

Después, fue de habitación en habitación, de pasillo en pasillo, buscando otros lienzos que pudieran encajar con el versículo del Apocalipsis.

Cranston iba tambaleándose detrás de él, sosteniendo con una mano la copa de vino y con la otra la jarra. No encontraron nada. Por supuesto algunos aposentos estaban cerrados: por ejemplo el de sir Richard y el de lady Isabel. Con Cranston botando por la Galería del Ruiseñor, toda la casa parecía estar cantando. La habitación de sir Thomas, vacía salvo por una cama, una mesa y otros muebles, estaba sorprendentemente abierta.

Cranston echó una mirada alrededor. Allí tampoco había pinturas. Las paredes estaban desnudas. Athelstan fue hasta la ventana y observó la mesa de ajedrez.

—Sabéis una cosa, sir John, que si no encontramos nada esta tarde, entonces estaré de acuerdo en que deberíamos consignar los fallos de suicidio y asesinato y dejar en paz este asunto porque estamos progresando muy poco.

Oyó un sonoro estallido detrás de él. Cranston había colocado la copa de vino y la jarra junto a la cama, se había dejado caer sobre el colchón y sonreía beatíficamente hacia el techo, bien adormecido. Athelstan dejó ir un suspiro, fue hasta allí, y con grandes dificultades arregló el enorme cuerpo de sir John más confortablemente en la cama. Entonces, él se sentó al lado. No se había traído el tablero para escribir ni su material de escritura, pero repasó mentalmente cada una de las muertes que había investigado, intentando establecer una pauta, sin éxito alguno. Cranston roncaba suavemente como un niño, murmurando de vez en cuando y chasqueando los labios. Athelstan sonrió burlonamente cuando oyó las palabras «tomar algo» y «¡unas copas de vino blanco!». Sir John eructó ruidosamente, se dio la vuelta hacia un lado y si Athelstan no hubiera estado allí se habría caído de la cama. Athelstan dejó dormir al forense. ¿Y por qué no? Después de todo, sólo uno de los cuadros encajaba con los textos y no contenía nada. Sus pensamientos se desviaron hacia Benedicta. ¿Lo estaría echando de menos? ¿Por qué se había puesto a hablar con tanta facilidad con aquel noble? ¿Todas las mujeres eran iguales? ¿Se había equivocado invitándola?

Cogió la copa de vino y dio un sorbo y se sentó en la cama junto a sir John, observando los grandes postes de madera de la cama. Se adormiló y estaba a punto de quedarse dormido, cuando de repente se despertó sobresaltado. ¡Las tallas! Sobre todo las de la derecha… Se levantó de la cama y dio la vuelta. Quienquiera que hubiera construido el poste de la cama había creado una escena muy real. La serpiente tallada parecía retorcerse con la lengua fuera, mientras que su pretendida víctima, Eva, era la personificación de la inocencia, con una mano se tapaba la ingle y con la otra levantada sostenía su cabello largo y suelto. En medio de ambos colgaba la rama de un manzano. A pesar de ser de madera, la fruta parecía sabrosa y lujuriante. Athelstan se quedó quieto un instante, incrédulo. Entonces se dirigió al otro poste: allí, en el centro, el artista había grabado un cabello que parecía vivo. El marrón oscuro de la madera hacía que la criatura pareciera real, una pata levantada, la cabeza arqueada y sobre el lomo, una figura asustada y espectral encapuchada. Por debajo asomaba la cara esquelética de la misma Muerte.

Athelstan gritó asombrado y dio la vuelta para despertar al forense.

—¡Sir John, despertad!

El forense se movió, soltó un ronquido y chasqueó los labios.

—¡Sir John! —Athelstan le dio unos cachetitos en la cara. El forense abrió los ojos.

—Mi querida Matilde…

—¡No soy Matilde! —contestó Athelstan bruscamente—. Sir John, he descubierto algo.

—¿Una copa de vino?

Athelstan llenó la copa y se la acercó a los labios.

—¡Por el amor de Dios, sir John, despertad!

El forense se incorporó, se sacudió el sueño y miró fijamente alrededor con los ojos nublados.

—¿Por el amor de Dios, hermano, qué pasa ahora?

Athelstan se lo mostró. Primero, con la cabeza espesa por el sueño y el vino, Cranston miró sin ver nada, pero el significado de lo que había descubierto el fraile se le fue revelando gradualmente. Sin más ni más, el forense empezó a tocar el grabado de la figura de la Muerte, examinándola y presionándola.

—Debe de haber un compartimiento secreto. He oído hablar de ellos, como hacen los italianos, construidos en el interior de sillas, mesas y escritorios. Incluso he oído hablar de lugares ocultos en las camas pero nunca he visto ninguno.

Su búsqueda no fue fructífera, así que fueron a otro de los postes de la cama. Apretaron en varios sitios de la talla pero no se movió nada. De repente Cranston miró hacia arriba y dio un codazo a Athelstan.

—¡Mirad, hermano!

Athelstan miró hacia el poste donde un taco de madera, sobre el cual descansaba la talla, se acababa de abrir hacia afuera como una puerta.

—El mecanismo debe de estar en el poste, con un resorte que va por aquí, bajo el entablado, y sube por el otro.

Apretaron de nuevo, mirando cómo se cerraba la puertecilla cuando Athelstan empujó la manzana entre la serpiente y Eva. Apretó y se volvió a abrir. Se acercaron lentamente a la cavidad, intentando controlar su excitación. Athelstan metió la mano cautelosamente en el exiguo y oscuro espacio y sacó dos rollos de pergamino. Sin hacer caso de los ruegos excitados de Cranston para que se diera prisa y fuera hacia la ventana, los desenrolló con cuidado. El primero era un poema de amor escrito con mala caligrafía, en francés normando. Primero Athelstan pensó que iba dirigido a una mujer, pero se dio cuenta de que iba dirigido a un joven. Se lo entregó a Cranston.

—¡Haced lo que queráis con esto!

El segundo era una pequeña escritura o acuerdo. La parte superior estaba perforada, de manera que otra persona tenía una copia. Athelstan lo leyó y supo por qué Juan de Gante, duque de Lancaster, estaba tan en deuda con sir Thomas Springall y por qué el mercader tenía secretos que le hubieran reportado mayores riquezas. Cranston ya había dejado el poema, pero cuando leyó la escritura se sentó en los pies de la cama estupefacto, con el pergamino suelto entre sus dedos.

—Esto fue escrito hace catorce meses —dijo tranquilamente—. Cuando el Príncipe Negro, padre del actual rey, se estaba muriendo. Si el rey Eduardo hubiera sabido esto, habría mandado que la cabeza de Juan de Gante ondeara colgada de un palo en el Puente de Londres. Si se supiera ahora habría un alboroto público.

—Así que ya sabemos los motivos que provocaron la muerte de Springall —dijo Athelstan—, pero no el cómo, el porqué, y sobre todo el culpable o los culpables. Mirad, sir John, sigamos el método de las escuelas de Oxford. Vos os sentáis en la cama, yo me sentaré junto a vos. Vos narraréis todo lo que sepáis de cada una de las cuatro muertes, empezando por la de sir Thomas Springall. Aunque de hecho hubo otro asesinato, cinco en total. —Señaló el poema del pergamino—. El joven que murió aquí debe considerarse una víctima.

Y así lo hicieron. Cranston hacía pausas de vez en cuando para beber, mientras iba recitando con un sonsonete lo que sabían de la muerte de Springall, y después de Brampton, Vechey y Allingham. Athelstan le iba corrigiendo y le hizo repetir a Cranston una y otra vez la lista de hechos hasta que el forense, que no era famoso por su paciencia, exclamó:

—¡Diablos! ¿Qué estáis haciendo, hermano? ¡Estamos perdiendo el tiempo! Lo único que hacemos es repetir lo que ya sabemos.

—Paciencia, sir John —contestó Athelstan—, recordad que buscamos una pauta. En lógica cuando se tiene un problema, las mismas palabras del rompecabezas contienen la respuesta. Tiene que haber una pauta para cada una de las muertes. —Vio que sir John apretaba la boca y miraba airadamente bajo unos párpados tupidos y grises—. Mirad, de un asesinato sabemos poca cosa, el de Vechey. Pero de los otros tres, el de Allingham, el de Brampton y el de Springall tenemos más datos. Tienen que haber factores comunes, algo que los relacione a los tres. Ya hemos establecido uno: el veneno. Yo sospecho que también Vechey y Brampton fueron drogados. No hubieran permitido que alguien los cogiera bruscamente, se los llevara presos, les atara una soga al cuello y los matara. Así que tenemos algunas piezas que encajan. Veamos si hay más.

Una vez más sir John recitó de mala gana los hechos que conocían. Fuera, caía el día. Athelstan, escuchando entonces a medias la narración de sir John, miró por la ventana y se preguntó qué les habría pasado a Benedicta y a lady Matilde. ¿Debían volver para acompañar a las damas? Rompió la concentración de sir John para preguntárselo, pero éste lo miró ceñudo.

—Las señoras Benedicta y Matilde son bien capaces de arreglárselas solas —dijo—. Vos empezasteis esto, hermano, así que vamos a seguir hasta el final. Es más —sonrió—, le pedí al joven galán que estaba sentado junto a Benedicta que cuidara de ambas mujeres. Estoy seguro de que lo hará.

Athelstan hizo rechinar los dientes y miró airadamente al forense, pero éste le respondió con una sonrisa dulce como si fuera inocente de cualquier sucia estratagema. Athelstan le hizo repetir de nuevo todo lo que sabían, aunque esta vez excluyendo el asesinato de Thomas Springall. Entonces caminó hacia la ventana y observó el tablero de ajedrez. Sin darse cuenta empezó a contar los cuadrados y su corazón se aceleró.

—Hay una pauta, sir John —dijo suavemente—. ¡Sí! —Se giró con su delgada cara brillante de excitación—. ¡Hay una pauta!

—Sabéis quién es el asesino, ¿verdad? ¡Venga, maldito fraile! —vociferó Cranston—. ¡Decídmelo! ¡No he estado aquí sentado en la cama como un niño en el colegio recitando listas de hechos para nada!

—Paciencia, sir John, paciencia —contestó Athelstan—. Dejadme meditarlo. Dejadme que me haga la secuencia de acontecimientos apropiada, entonces os diré lo que sé y el problema estará resuelto. Pero de momento quedaos aquí, examinad la escritura, reflexionad sobre lo que ha dicho. ¡No tardaré!

Antes de que un perplejo Cranston pudiera decir nada, Athelstan se deslizó fuera de la habitación, caminando cauteloso por la ruidosa Galería del Ruiseñor, bajó las escaleras y salió a Cheapside. Por si se encontraba con alguno de los Springall bajó por la calle del Viernes, giró hacia la calle del Pan y subió hasta Santa María Le Bow. La iglesia estaba abierta. Athelstan entró en la nave y se sentó en la base de una columna, con las piernas cruzadas, mientras observaba el altar mayor detrás de la reja. Echó una mirada a la iglesia fresca y bonita, a las pinturas de las paredes, al facistol y al púlpito de roble exquisitamente tallado. Desde los sitiales del sagrario oyó al maestro que agrupaba al coro y ensayaban himnos y cánticos para la fiesta del Corpus. Athelstan se apoyó, dejando que su cabeza descansara contra la frialdad de la columna, mientras observaba en la oscuridad e intentaba reestructurar lo que sabía, establecer la pauta y atrapar al criminal. En esta ocasión los hijos de Caín, los criminales, no se volverían y afirmarían con inocencia burlona: «¿Acaso somos los guardianes de nuestro hermano? No somos responsables porque somos inocentes», mientras la sangre de tres seres humanos les manchaba las manos y ensombrecía sus almas.

El coro empezó el hermoso himno Pange Lingua. Athelstan dejó que su mente y su alma se calmaran y se dejaran llevar por el canto rítmico. En un punto, los muchachos más jóvenes, los sopranos del coro, retomaron el estribillo, puro y lúcido, que llenó la iglesia con su sonido angelical. «Réspice. Réspice Domine[4]

Athelstan murmuró estas palabras en voz baja. «Acuérdate, Señor», rezó. «Concédeme sabiduría y luz. Permíteme sondear las tinieblas y arrancar la maldad. Deja que estas cosas que se hicieron en la oscuridad de la noche aparezcan a la luz del día para justicia tuya y la del rey

Athelstan estuvo meditando durante una hora. Le pareció una ironía estar en una iglesia, la casa de Dios y la puerta al cielo, meditando sobre un crimen. Pero poco a poco fue resolviendo la pauta. Identificó los culpables, descubrió sus motivos y admiró a regañadientes su tortuosidad, la sutil maldad de su plan. Ideó sus propias trampas, rodeándolos, y cuando estuvo listo, volvió a la mansión de los Springall.

Encontró a Cranston todavía descansando en la cama de sir Thomas, con una copa de vino en la mano y cantando suavemente una nana. Athelstan hubiera jurado que se estaba comportando como si hubiera alguien más allí. Como si le estuviera cantando a alguien que quería. El fraile se dio cuenta de que los ojos del forense rebosaban lágrimas. Miró hacia otro lado, haciendo ver que observaba por la ventana, y empezó a resumir sus conclusiones. Detrás de él, Cranston recuperó la compostura. Escuchó cómo el fraile iba describiendo el motivo y la identidad de los asesinos. Al principio, el forense rechazó todo lo que decía su ayudante.

—¡Demasiado ingenioso! —gritó—. ¡Demasiado inteligente! ¡Demasiado diabólico!

Athelstan se giró.

—Diabólico, sí. Pero estos crímenes fueron ideados por el alma humana y decididos por la mente humana aunque llevados a cabo con propósitos malvados y diabólicas. Creo que estoy diciendo la verdad, sir John.

Cranston se quedó mirando malhumoradamente las tablas del suelo, arrastrando las botas sobre la superficie pulida. De repente la Galería del Ruiseñor crujió y cantó. Cranston se llevó la mano a la daga y Athelstan se acercó rápidamente a la puerta. Sólo era un criado, más borracho que Cranston. Se tambaleó y se apoyó en la puerta.

—Hace rato que estáis aquí, señores. ¿Os vais a quedar? ¿Esperáis a sir Richard?

—No —contestó Cranston—, ya os lo he dicho. ¡Estamos aquí por orden del regente! —Levantó la copa de vino y la vació—. Pero os doy las gracias por vuestra hospitalidad, señor. No lo olvidaré.

—Ah —añadió Athelstan—, ¿podría hablar con una de las lavanderas?

El criado parecía sorprendido. Parpadeó, pero estuvo de acuerdo y rato después hizo entrar a una muchacha asustada en la habitación. Se espantó mucho más cuando Athelstan perfiló la petición y le pidió que trajera la servilleta lo antes posible. Cuando la trajo, Athelstan vertió en ella los restos del vino, limpió una parte polvorienta de la habitación y se la guardó bajo la capa. La sirvienta se marchó rápidamente. Sir John estaba perplejo.

—Lo que he hecho es vital, sir John —le aseguró Athelstan—. Bien pudiera hacer caer en la trampa a los asesinos.

Abandonaron la casa, el viejo criado cerró con llave la puerta tras ellos, y fueron bajando por Cheapside, ya vacío. Nubes negras de lluvia corrían por el Támesis. Ya era oscuro y algunos mercaderes habían encendido la linterna en el exterior de las puertas, Athelstan entrevió la luz del faro brillando roja e intensa en el campanario de Santa María Le Bow. Bajaron por la calle del Viernes, y la calle de Old Fish y entraron en el Vintry. Alquilaron un esquife en el muelle de Queershithe para que los llevara por el picado río hasta el palacio Savoy. Desde la orilla del río, el palacio de Juan de Gante parecía todavía más magnífico, aquella noche de celebraciones. Las ventanas estaban iluminadas con las llamas de miles de velas de cera de abeja y a medida que se fueron acercando a la entrada principal, oyeron acordes tenues de música, cháchara y sonidos de alegría. Un alguacil corpulento los paró, les preguntó su ocupación y los dejó pasar a regañadientes al patio principal donde un mayordomo los volvió a parar y luego los llevó arriba, al salón principal.

Athelstan se quedó asombrado por el suntuoso espectáculo que les esperaba: el salón era largo, el techo de vigas alto, mientras que tanto la carpintería como la piedra estaban recubiertas con colgaduras del terciopelo y del brocado en seda más lujoso, vistosos estandartes. A lo largo del salón, a cada lado, había largas mesas de caballete cubiertas con la seda más costosa. Cada pocos pies había enormes candelabros de ocho brazos, cada uno con velas de cera de abeja. Por encima, en la galería, tocaban los músicos, a pesar de que su música tenía que competir con el ruido de los jaraneros sentados a la mesa.

Al fondo de todo, en la tarima, Athelstan entrevió a Juan de Gante. En la misma mesa vio al joven rey, al magistrado supremo Fortescue y a algunos miembros de la nobleza dominante del reino. En la mesa justo bajo la tarima, colocada paralela a ésta, vieron a sir Richard Springall, con la cara roja y bien borracho. A su lado lady Isabel, quien por un día se había quitado el luto y llevaba un vestido de oro puro con velo a juego. El padre Crispín y el señor Buckingham también estaban visibles, mientras que en el otro extremo de la mesa estaban lady Matilde y Benedicta, entre ambas el joven noble que había mostrado sus intenciones de forma tan descarada. Lady Matilde estaba mirando por el salón, obviamente buscando a su marido. Benedicta, más serena y más tranquila, escuchaba atentamente alguna historia que le estaba contando el noble, aunque de vez en cuando se separaba ligeramente de él como si se resintiera de las atenciones del joven galán. El mayordomo estaba a punto de anunciarlos, pero Athelstan le puso una mano sobre el brazo.

—No —murmuró—. Ahora no. La fiesta está en marcha.

Miró hacia los manteles salpicados de grasa y vino y hacia los platos que retiraban. Los criados traían boles de fruta, manjar de crema, platos con pastelería selecta, dulces rellenos de azúcar y gelatinas con exquisitas formas de castillos, cisnes y caballos. El banquete acabaría pronto. Athelstan miró a sir John.

—No hay por qué unirse a la fiesta. Es mejor que no tengamos tratos con sir Richard ni ningún otro miembro de su casa.

El forense, que contemplaba con anhelo las jarras de clarete, estaba a punto de protestar.

—Sir John —le recordó Athelstan—, tenemos importantes asuntos que atender.

Cranston suspiró, asintió con la cabeza, se giró hacia el mayordomo y le pidió que los llevaran a uno de los aposentos privados del duque. El hombre miró con recelo, pero Cranston insistió.

—Sí, señor, nos llevaréis —repitió—, nos llevaréis a uno de los aposentos privados del duque, aquí en palacio. Después le diréis a vuestro amo y al magistrado supremo Fortescue que tenemos asuntos importantes que narrarles, asuntos que afectan a la corona. Le pediréis también a sir Richard y su gente que se reúnan con nosotros tan pronto acabe la fiesta.

Cranston le hizo repetir el mensaje al hombre mientras los acompañaba a desgana al exterior del salón principal y luego hacia arriba por las amplias y espaciosas escaleras, hasta uno de los aposentos privados del duque.

Athelstan miró a su alrededor y movió la cabeza en señal de aprobación. Sí, esto iría bien. Un pequeño fuego ardía en el hogar. En la habitación, que posiblemente el duque utilizaba como cancillería, sobresalía una mesa larga con sillas a cada lado y un sillón parecido a un trono en la cabecera. El mayordomo dejó a Cranston y a Athelstan, que se quedaron examinando las exquisitas colgaduras en las paredes y un armario pequeño lleno de manuscritos encuadernados con el cuero más costoso. Un criado les trajo algo de vino y dulces, que Cranston atacó de inmediato. Entró otro criado, un joven paje, que anunció en voz alta y estridente que el duque había recibido el mensaje de sir John y que se reuniría con él tan pronto como la dignidad y las circunstancias lo permitieran.

Una vela horaria colocada sobre la mesa que había bajo la ventana había consumido un anillo completo cuando Cranston oyó pisadas en el exterior. Él y Athelstan se levantaron cuando Gante entró en la habitación. Junto al duque estaba el joven rey con una guirnalda de plata sobre su cabeza. Tío y sobrino iban vestidos iguales, con trajes púrpura ribeteados de oro. El joven rey estaba sereno, en cambio Gante parecía enfadado y preocupado, como si se resintiera del mensaje de Cranston. Gante se dejó caer en el sillón del extremo de la mesa y mandó a un criado que trajera otro igual para su sobrino. El magistrado supremo Fortescue se escurrió hacia el interior como una araña, corriendo para sentarse al lado del duque. Le seguía sir Richard Springall y su gente. El mercader estaba rojo por la bebida; sonrió burlonamente a Cranston y a Athelstan como si fueran grandes amigos; lady Hermenegilda, con la nariz levantada, optó por no hacerles caso. El padre Crispín y Buckingham sonrieron débilmente mientras que lady Isabel parecía realmente agitada.

—¿Estamos todos reunidos? —preguntó Gante sardónicamente.

—Sí, Su Excelencia, estamos todos —contestó el magistrado supremo Fortescue al tiempo que echaba una mirada alrededor y asentía con la cabeza.

Athelstan se fijó en que un guardia corpulento acababa de entrar en la habitación.

—¡Quiero este aposento bien custodiado! —ordenó el regente—. No saldrá ni entrará nadie sin mi permiso. ¿Entendido?

El hombre asintió. Fuera Athelstan pudo oír el grito de órdenes, el sonido de pies corriendo y el estruendo de armas. Contempló a la gente reunida. Sir Richard se había desembriagado con una rapidez sorprendente. Lady Isabel lo miraba, retorciendo sus dedos con nervios. Lady Hermenegilda, a pesar de hallarse en presencia de la realeza, estaba sentada mirando fijamente la pared frente a ella. Los demás mantenían la vista sobre el duque, esperando ver lo que se escondía bajo su convocatoria.

Gante se adelantó, las joyas en sus manos curtidas relampagueaban a la luz de la vela.

—Sir John, forense de la ciudad, me complace veros. Y a pesar de que no estabais presente en el banquete, resulta obvio que habéis bebido bien. Espero que el día haya sido fructífero.

Cranston captó el tono de amenaza que había en las palabras del duque y lanzó una mirada a Athelstan.

El fraile saludó al regente y al joven rey.

—Mi Señor de Gante, Su Excelencia, se nos encargó investigar las verdaderas causas y propósitos que se escondían tras la muerte de sir Thomas Springall, y por consiguiente la verdad que se hallaba detrás de otras muertes igualmente desafortunadas. —Se puso en pie—. Su Excelencia, solicito su indulgencia pero quisiera que representáramos una pequeña obra de bufones, una introducción muy útil de lo que vamos a declarar.

Gante contempló al fraile con enfado.

—¿Qué es esto, hermano? —le preguntó.

—¡Un juego, tío! —El joven rey intervino de repente, con alegría infantil que reemplazó la máscara de realeza en su cara. Aplaudió.

—Su Excelencia —dijo Gante mientras apenas sonreía a su sobrino—, quizás no deberíais estar aquí.

—¡Quizás sí debería! —respondió el muchacho—. Quiero estar. Tengo derecho.

Athelstan se sorprendió de la precocidad del muchacho y, a pesar de sus tiernos años, de la influencia que tenía sobre su formidable tío.

Gante suspiró.

—Hermano, estamos en vuestras manos. Aunque os aviso —e hizo un gesto amenazador—, no me hagáis perder el tiempo ni nos comprometáis con mañas entremetidas e inútiles. ¡Quiero la verdad!