Capítulo III

Al salir de la cervecería sir John se detuvo para vomitar, después de haber protestado en voz alta que se encontraba bien. Athelstan cogió al forense del brazo y se abrieron paso por Cheapside. Estaba lloviendo y el suelo estaba sucio. Los paró la ronda, un grupo de criados y partidarios de las familias de algunos de los grandes concejales. Los habrían arrestado a ambos, encantados de meterse con un fraile; sin embargo, Athelstan les hizo saber que su compañero era nada más y nada menos que sir John Cranston, quien se encontraba mal. Así que se apartaron, haciendo esfuerzos por ocultar su sonrisa afectada. Cuando Athelstan salió de Cheapside hacia el Gallinero, aún podía oír sus sonoras carcajadas.

La casa del forense era agradable, con dos pisos y situada en un callejón que arranca del Gallinero. Athelstan aporreó la puerta hasta que apareció la esposa de sir John, una mujer pequeña como un pajarito y mucho más joven que Cranston, quien recibió a su marido como si fuera Héctor regresando de la guerra.

—¡El peso del cargo! —chilló—. Es el peso del cargo lo que le hace beber.

Y agarrando rudamente a sir John por la mano lo empujó hacia arriba sin más ceremonia.

Athelstan se quedó en el vestíbulo, echando una mirada alrededor pues era la primera vez que estaba en casa de Cranston y que veía a su mujer. La habitación más allá del vestíbulo era acogedora y confortable con esteras limpias en el suelo y un gran sillón ante el fuego. Athelstan sintió un aroma fragante que provenía de la cocina, era la cena que sir John se había perdido. El fraile se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

Matilde, la mujer de Cranston, se reunió con él y se comportaba todavía como si Athelstan hubiera traído a casa a su marido de un heroico campo de batalla y no medio borracho y con el jubón manchado de vómitos.

—Hermano —dijo mientras le cogía la mano y lo miraba con sus ojos azules y brillantes llenos de vida—, ésta es la primera vez que nos vemos. Por favor, debéis quedaros.

Athelstan no necesitó mayor insistencia y se hundió agradecido en una silla y aceptó el pastel de carne, el bizcocho con frutas y la copa de vino fresco que lady Matilde le puso delante. Después de esto, la mujer lo acompañó hasta arriba a una habitación que había en lo alto de la casa. Athelstan dijo sus oraciones: el Dies Réquiem por Springall, por Brampton, por su propio hermano y por otros, se santiguó y dio gracias a Dios por un día tan saludable.

Durmió como un niño y se despertó justo después del amanecer. Se sentía culpable por no haber vuelto a su iglesia, pero esperaba que sus pocos feligreses lo entenderían. ¿Habría arreglado el tejado Simón, el techador?, se preguntó. ¿Le habrían dado de comer a Buenaventura? ¿Y Wat, el recogedor de estiércol, se habría asegurado de que la puerta estaba cerrada con llave y que Godric estaba a salvo? ¿Y Benedicta, la viuda que asistía a misa cada mañana, cuyo marido había muerto en las guerras del rey más allá de los mares…? Athelstan se sentó en la cama y se santiguó. Alguna vez había sorprendido a Benedicta mirándolo con su adorable cara pálida como el marfil y sus risueños ojos oscuros.

—¡No es pecado! —murmuró Athelstan—. ¡No lo es!

El mismo Cristo tenía amigas. Miró fijamente al suelo. Por primera vez se daba cuenta de lo mucho que la echaba de menos cuando no la veía. Cada mañana en misa buscaba su mirada sonriente como si ella fuera la única que entendiera su soledad y lo compadeciera. Athelstan se removió, se vistió y fue hasta la cocina a pedirle a una criada asustada un tazón de agua caliente, una toalla limpia y un poco de sal para restregarse los dientes. Después de las abluciones y viendo que la casa estaba aún en silencio, se marchó y volvió hacia Cheapside a la iglesia de Santa María Le Bow. Las campanas sonaban en la alta torre que se elevaba hacia el cielo de un azul metálico. Athelstan vio cómo el sereno apagaba la luz del faro que se encendía cada noche para guiar a los viajeros por las calles de Londres.

Dentro, la misa de madrugada estaba acabando y el sacerdote ofrecía Cristo a Dios en presencia de tres ancianas, un mendigo y un ciego con su perro. Todos se agacharon en el suelo ante la reja. Athelstan esperó cerca de la pila bautismal. Cuando la misa hubo terminado siguió al sacerdote hasta la sacristía. El padre Mateo era un tipo sensacional y atendió complacido la petición de Athelstan, a quien dio vestiduras y vasos sagrados para que pudiera celebrar su propia misa en una de las capillitas construidas junto a la nave principal.

Después de la misa y de los cantos del oficio divino, Athelstan agradeció al sacerdote su amable ofrecimiento de comida, aunque lo rechazó, y fue caminando de vuelta a Cheapside. La calle principal ya se estaba animando. Las casas de comida estaban abiertas, los toldos de los puestos ya sacados y los aprendices ya se lanzaban por un lado y por otro en busca de clientela para sus amos. El fraile subió hasta el Gallinero y llamó a la puerta del forense. Cranston lo recibió reformado de sus vicios, sobrio, austero y lleno de autoridad como si quisiera borrar del recuerdo la noche anterior.

—¡Entrad, hermano! —Miró de reojo mientras hacía señas a Athelstan de que pasara a la sala—. Os agradezco lo que hicisteis anoche cuando estaba indispuesto.

Athelstan escondió la sonrisa mientras Cranston le señalaba con la mano una silla y él se sentaba enfrente en un gran sillón con respaldo alto. En la cocina, Matilde cantaba suavemente mientras horneaba pan, cuyo aroma dulce y fresco llenaba la casa.

Es extraño, pensó Athelstan, que un hombre como sir John, inmerso en muertes violentas y sangrientas, viva en un entorno tan hogareño.

Cranston se estiró y cruzó las piernas.

—Bien, hermano, ¿hemos de consignar un caso claro de suicidio?

—Me gustaría estar de acuerdo con vuestro veredicto —contestó Athelstan—, pero hay algo que se me escapa. Algo que no puedo situar, algo pequeño, como si mirara un tapiz con un hilo suelto.

—¡Vaya por Dios! —vociferó Cranston al tiempo que se levantaba e iba a buscar las botas que estaban en el rincón. Se las puso y miró hacia el fraile agriamente—. Os conozco, hermano, y conozco vuestro olfato para la maldad. Si creéis que pasa algo, así es. Sin embargo hemos de ser prudentes. Springall pertenecía a la facción de la corte y si damos un paso en falso, bien… —Su voz se desvaneció.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Athelstan secamente.

—Lo que digo —replicó Cranston cáusticamente—. Yo me mantengo al margen de los lodazales de la política. Eso me da derecho a insultar a locos como Fortescue. Pero si ofendo a la corte, sus enemigos creerán que soy su amigo. Y si soy parcial, me convierto en enemigo. —Se abrochó el jubón—. Sabe Dios cuándo se restablecerá el orden. El rey es joven, no es más que un muchacho. Gante es muy ambicioso. Ya sabéis, por su mujer pretende el trono de Castilla, por su abuela el de Francia. Y entre él y el trono de Inglaterra, ¡un niño! —Cranston cerró la puerta de la sala para que su mujer no pudiera oír nada—. Puede haber violencia. No temo por mí, pero no quiero que partidarios armados aterroricen a mi familia arrestándome en la quietud de la noche. —Suspiró y cogiendo su capa se la puso—. Sin embargo, confío en vuestro juicio, Athelstan. Algo está pasando, aunque ¡Dios sabe qué!

Athelstan apartó la mirada. Había hablado mucho sin pensar. Recordó la visita a la casa de Springall el día anterior. Sí, pasaba algo. Oh, todo estaba claro y en orden. Springall había sido asesinado y su asesino se había suicidado, así quedaba todo limpio y arreglado. Pero todo era demasiado claro, demasiado preciso, y la muerte no era así. Era violenta, molesta, desordenada. Venía arrastrando su cola salpicada de sangre por todas partes.

—Sabéis… —empezó.

—¿Qué pasa, hermano?

—Oh, simplemente estoy pensando en la visita de ayer a la mansión de Springall. Un extraño aquelarre. Las muertes estaban tan en orden. —Levantó la mirada hacia Cranston—. ¿Vos notasteis lo mismo, verdad, sir John? Todo preciso, firmado, sellado, cumplimentado, como si estuviéramos viendo una mascarada amañada. ¿Qué me decís?

Cranston volvió hacia el sillón y se sentó.

—Lo mismo —contestó—. Ya sé que bebí mucho. Siempre lo hago. Pero estoy de acuerdo, percibí algo en aquella casa: un mal, un aura, una humedad, a pesar de la riqueza. Algo que se me agarró al alma. Alguien está escondiendo algo. Por supuesto —sonrió—, ¿sabéis que son ellos los Hijos del Rico Epulón? Deben de serlo. Una especie de aquelarre o de sociedad secreta, y yo creo que todos son cómplices. ¿Os fijasteis en las caras cuando hice la pregunta? —Cranston tiró hacia atrás su gran cabeza y rugió de risa—. Ah, sí, y esa lady Hermenegilda, ya he oído hablar de ella. ¡Una buena pieza, viciosa y venenosa como una víbora! Bien —se dio una palmada en la rodilla—, ya veremos.

Salió hacia la cocina. Athelstan oyó que lady Matilde protestaba con gusto. El forense volvió, sonrió a Athelstan, eructó sonoramente y, sin más ni más, volvieron a la calle.

Estaban a medio camino de Cheapside cuando una vocecita gritó: «¡Sir John, sir John!».

Se detuvieron. Un muchacho corría, la cara sucia, sus ropas desaliñadas y su respiración entrecortada de manera que apenas podía hablar. Sir John retrocedió y Athelstan sonrió. Cranston siempre parecía tener miedo de los niños. Quizás un recuerdo de la niñez cuando un gordo Cranston debió de ser molestado despiadadamente. Athelstan se arrodilló ante el muchacho y le cogió la mano delgada y huesuda.

—¿Qué pasa, chico? —le preguntó amablemente—. ¿Qué quieres?

—Traigo un mensaje del alguacil —jadeó el muchacho—. El señor Vechey… —El niño cerró los ojos para hacer memoria—. El señor Vechey ha sido encontrado ahorcado bajo el Puente de Londres. El alguacil dice que lo hizo él mismo. El cuerpo se ha retirado y está en la casa del guarda. El alguacil envía sus sa…

—Saludos —interrumpió Athelstan.

—Sí. —El muchacho abrió los ojos—. Saludos y desea que sir John vaya allí inmediatamente y examine el cadáver.

Cranston, junto a Athelstan, silbó suavemente.

—Así que teníamos razón, hermano —dijo, lanzando una moneda al muchacho que se fue corriendo—. Se está tramando algo perverso. Un crimen se puede explicar, un suicidio se puede justificar, pero ¿otro suicidio? —Su cara gorda brilló—. Ah, no, sir Richard puede ser pomposo, lady Isabel glacial, lady Hermenegilda puede golpear el suelo con su bastón con mal humor, pero la muerte de Vechey no se puede despachar así como así. Aquí hay algo aciago y vos y yo, Athelstan, vamos a seguir la pista como dos buenos perros hasta que descubramos la presa. ¡Venga! ¡Tal vez los vivos no quieran hablarnos pero los muertos esperan!

Y sin hablar de tomar nada, Cranston se fue contoneando por Cheapside con Athelstan andando a grandes pasos junto a él. Se adentraron en la multitud de la mañana: monjes, frailes, buhoneros y mercachifles, sin hacer caso de los gritos y chillidos de la ciudad que se oían cuando giraban hacia la calle Fish Hill que bajaba al Puente de Londres. Se pararon en la taberna de las Tres Cubas para asegurarse de que sus caballos estaban en la cuadra. Cranston pagó la cuenta. Philomel, contento de ver de nuevo a su amo, hocicó y le dio un golpecito con la pata. La calle que baja al puente estaba abarrotada de gente, así que decidieron dejar los caballos e ir a pie.

En la entrada, al lado mismo de la puerta de la casa del guarda, Cranston se paró y llamó con fuerza a la puerta tachonada con metal. Primero no hubo respuesta, así que Cranston volvió a aporrear con un ladrillo suelto que cogió. Al fin abrieron la puerta. Apareció una pequeña criatura de cara peluda, un verdadero retaco que levantó la mirada airadamente hacia sir John.

—¿Qué queréis? —vociferó—. ¡Fuera, cabrón! La casa está cerrada por orden del rey hasta que llegue el forense.

—¡Yo soy el forense! —contestó Cranston rugiendo—. ¿Y quién sois vos, señor?

—Roberto Burdon —replicó el retaco. Se arregló la capa y metió el pulgar en el ancho cinturón de piel que llevaba en la cintura como un luchador a la espera del ataque de su oponente. Sir John no le hizo caso y siguió hacia adelante hasta la húmeda entrada de la habitación.

—Hemos venido a inspeccionar el cuerpo del señor Vechey.

El retaco corrió frente a Cranston, dando saltos de arriba abajo.

—¡Me llamo Roberto Burdon! —chilló—. Soy el guarda de esta puerta del puente. ¡Nombrado directamente por el rey!

—Me importa un bledo —contestó Cranston—, ¡aunque os hubiera nombrado el Santo Padre! ¿Dónde está el cadáver de Vechey?

Examinó la pequeña habitación cerca de las escaleras en la que probablemente comía, vivía y dormía el retaco. Un bebé salió gateando y con la cara cubierta de suciedad. El retaco lo cogió, lo empujó de vuelta a la habitación y cerró la puerta de golpe.

—El cadáver está en el piso de arriba —dijo con aire pomposo—. ¿Qué queréis? No puedo tenerlo aquí abajo junto con mi mujer y mis hijos. El cadáver está listo. —Señaló con el pulgar—. Está en el tejado. ¡Vamos arriba!

Y ágil como un mono, subió saltando por las escaleras delante de Cranston y de Athelstan. Abrió la puerta que había arriba de todo de un empujón y los llevó hasta el tejado, un amplio espacio rodeado de un alto muro almenado. El viento del río les azotaba las caras. Cranston y Athelstan se taparon el rostro y la nariz a causa de la horrible peste que resoplaba.

—¡Por los clavos de Cristo! —gritó Cranston mientras miraba a su alrededor.

El cadáver de Vechey yacía en el centro de la torre cerca de una casucha destartalada que usaban anteriormente los centinelas. El cuerpo estaba tumbado con el rostro cubierto por un sucio harapo. Athelstan pensó que la peste provenía de la casucha, pero al echar una mirada alrededor vio las cabezas podridas que estaban empaladas y colocadas en los portillos del muro almenado.

—¡Cabezas de traidores! —murmuró Cranston—. ¡Claro, las clavan aquí!

Athelstan miró de cerca, intentando evitar las náuseas. Sabía, al igual que todos los londinenses, que cuando los cuerpos de los traidores se habían cortado y cuarteado sus cabezas se enviaban a adornar el Puente de Londres. Se acercó aún más a mirar. Unos charcos oscuros y negros alrededor de las estacas evidenciaban que algunas de las cabezas eran frescas, aunque todas estaban podridas y destrozadas bajo la lluvia y el viento que azotaba y levantaba los cabellos que, aunque suene extraño, parecían de seda. Unos cuervos enormes que habían estado ocupados arrancando bocados jugosos con sus picos amarillos, se elevaron sobre ellos formando círculos amenazadores.

—Su cabello —dijo Athelstan—. ¡Mirad, están peinadas!

—¡Yo las peino! —gritó el retaco—. ¡Siempre las estoy cuidando, mis cabezas! Cada mañana subo y las peino, las mantengo suaves y con buen aspecto. Eso —añadió taciturno— hasta que los cuervos empiezan a picarlas, aunque normalmente dejan ese bocado para el final. Ah, sí, las peino y cuando he terminado les canto. Subo mi viola. Lo mejor son las canciones de cuna. —Levantó la mirada hacia Athelstan con el rostro resplandeciente de orgullo—. No me siento nunca solo, aquí arriba —dijo—. ¡Lo que deben de saber estas cabezas!

—¡Por los clavos de Cristo! —musitó Cranston—. ¡Necesito tomar algo! Pero no importa, esta mañana he jurado que no tocaría el zumo de la uva o la dulzura prensada del lúpulo. Veamos primero el cadáver de Vechey.

El retaco fue saltando hasta mostrarles lo que inesperadamente venía a sumarse a su cadavérica colección. Levantó el harapo que el viento se llevó hasta una de las cabezas empaladas.

—Examinadlo, hermano —susurró Cranston—. Estoy marcado. El vino de anoche.

Athelstan se agachó. Vechey llevaba la misma ropa que el día anterior. La cara blanda estaba entonces más hinchada y su color era blanco sucio. Sus ojos estaban medio abiertos, la boca suelta y los labios separados mostraban las hileras de dientes negruzcos. Parecía que Vechey le estaba sonriendo, como mofándose de él con su muerte misteriosa. Athelstan le giró ligeramente la cabeza hacia un lado. Se cogió el hábito con la rodilla y resbaló. Le vino una náusea al tocar con su mano el estómago inflado del cadáver y se percató de que las piernas del muerto estaban empapadas. Examinó el corte alrededor del cuello de Vechey, muy similar al de Brampton; morado como un collar horroroso y con un broche oscuro e hinchado detrás de la oreja izquierda. Contuvo la respiración y olió los labios del muerto. Nada sino apestosa podredumbre de sepulcro. Luego examinó las manos del cadáver. No había heridas, las uñas limpias, más cortas que las de Brampton. Aquí no había restos de cuerda. Athelstan miró al retaco.

—¿Dónde está la soga?

—La tiré —contestó el tipo en tono triunfal—. Lo vi aquí, corté la soga para bajarlo, aflojé la cuerda y cayó al agua. —Su cara adquirió solemnidad, sus ojos ansiedad—. ¿Por qué, no tenía que haberlo hecho?

—Hiciste bien, Roberto —contestó Athelstan en voz baja—. Muy bien. ¿Lo encontraste tú, el cuerpo?

—Bueno, no, fueron mis hijos. Estaban jugando donde no debían, en los espolones bajo el puente. Ya sabéis, las barreras de madera que hay alrededor de los arcos. —Meneó la cabeza—. Son tantos. Nueve, tengo —declaró—. ¡Serían diez, pero el mayor se emborrachó y cayó al río!

Cranston miró fijamente al retaco con absoluta incredulidad por semejante potencia.

—¿Así que cortasteis y lo bajasteis? —preguntó el forense—. ¿Cómo supisteis que era Vechey?

—Encontré unas monedas en su bolsillo y un trozo de pergamino. Lleva su nombre. El suyo y el de otro. Thomas… —cerró los ojos.

—¿Thomas Springall?

—Eso es. Mirad, aquí lo tengo. Hay algo más escrito.

El pequeño guarda de la gran puerta escarbó en su cartera y sacó un legajo grasiento de pergamino. Había dos nombres escritos: Teobaldo Vechey y sir Thomas Springall. Junto a este nombre, con la misma letra ponía: Génesis 3, versículo 1 y libro del Apocalipsis 6, versículo 8.

—Aquí, monje —musitó Cranston—. Vos sois el predicador, ¿qué os parece?

—Primero, sir John, tal como ya os he dicho varias veces, soy un fraile no un monje. Y segundo, aunque he estudiado la Biblia, no puedo recordar todos los versículos.

Cranston sonrió afectadamente.

—¿Había algo más?

El hombrecito iba dando saltos.

—Sí, algunos anillos y unas monedas, pero los hombres del alguacil se los llevaron. Envié a uno de mis chicos al Ayuntamiento y mandaron guardias de distrito. Eso debió de ser —se chupó el dedo— justo después de amanecer. Les oí decir que os habían mandado llamar.

—Bien —suspiró sir John—, tenemos un cadáver y un trozo de papel, y los hombres del alguacil tienen los objetos de valor, que ya no volveremos a ver —añadió con amargura. Miró hacia abajo—. ¿El hombre estaba colgado con las manos sueltas?

—Oh, sí —contestó el tipejo—. Colgado de una de las vigas, balanceándose libre como una hoja que se lleva el viento. ¡Venid, que os lo enseño!

Guió a Cranston y a Athelstan al piso inferior, pasada la habitación cerrada donde el ruido de su numerosa prole sonaba como el aullido de los demonios en el infierno. Regresaron por la casa del guarda, siguiendo la orilla del río hasta bajar por una especie de escalera desigual cortada en la roca y bajo el puente.

—¡Cuidado! —gritó el retaco.

No hacía falta que los avisara. El Támesis fluía caudaloso y furioso, sus aguas lamían sus pies con glotonería como si quisiera agarrarlos y arrastrarlos bajo su superficie negra e hinchada. El puente estaba construido sobre diecinueve arcos. Vechey había decidido ahorcarse del último. Había trepado a una de las grandes vigas que aguantan el arco, había atado una cuerda alrededor y, sujetando la soga al cuello, simplemente saltó del gran plinto de piedra. Un trozo de cuerda aún se balanceaba, colgando directamente sobre las aguas.

—¿Por qué habría de colgarse alguien aquí? —preguntó Cranston.

—No es la primera vez que pasa —respondió el guarda—. Ahorcados, ahogados, siempre escogen el puente. ¡Parece como si les atrajera!

—¿Será tal vez porque representa el espacio entre la vida y la muerte? —señaló Athelstan. Miró a Cranston—. Bartolomé el Inglés escribió un famoso tratado en el que comentaba lo extraño que resultaba que la gente escogiera los puentes para morir.

—Dadle las gracias a Bartolomé el Inglés —respondió Cranston secamente—, pero eso no explica por qué un mercader londinense vino hasta aquí en la oscuridad, ató una cuerda a una viga y se ahorcó.

—Aquí vienen fulanas —dijo el guarda—. ¡Alcahuetas!, ¡putas! —explicó—. A menudo traen a sus clientes hasta aquí.

—¿Qué dice de ello Bartolomé el Inglés, fraile?

—No lo sé, pero cuando lo sepa, ¡vos seréis el primero en saberlo!

Volvieron a examinar la cuerda y, convencidos de que ya lo habían visto todo, subieron la escalera de piedra hasta el camino que sigue el curso del río. Cranston agradeció al guarda las molestias mientras le deslizaba algunas monedas en las manos.

—Para los niños —murmuró—, unos pasteles, unos dulces.

—¿Y el cadáver?

Cranston se encogió de hombros.

—Envíe un mensaje a sir Richard Springall. Tiene una mansión en Cheapside. Decidle que tiene el cuerpo de Vechey. Si no lo recoge, los hombres del alguacil que vaciaron los bolsillos de todo objeto de valor del pobre Vechey ya le encontrarán un lugar en la fosa común.

—En la encrucijada —dijo el tipo con los ojos bien abiertos.

—¿Qué queréis decir?

—Lo que pretende decir, sir John —interrumpió Athelstan—, es que lo de Vechey fue un suicidio. Igual que a Brampton, se le ha de atravesar el corazón con una estaca y el cuerpo debe ser enterrado en la encrucijada. En el campo aún se hace. Dicen que evita que el alma en pena del muerto vaya vagando por ahí. Y qué importa, si es sólo el pellejo. Recordaré al pobre Vechey en misa.

Se despidieron del guarda, le recogieron los caballos al chiquillo y viendo el gran gentío que les esperaba decidieron caminar hasta Cheapside. La multitud era densa, amontonada como en un panal de abejas, el ruido y el clamor tan intensos que no se oían al hablar. En Cheapside, donde la calle es más ancha y las casas no están tan juntas, se relajaron. Athelstan acarició el hocico de Philomel y miró fijamente hacia Cranston, que estaba otra vez sudando.

—¿Por qué tenía que ahorcarse Vechey? —preguntó.

—¡Y a mí qué me contáis! —replicó Cranston con enfado mientras se secaba el sudor de la cara—. Si no fuera por ese pobre tío, ¡estaría más trompa que el pedo de un obispo en la taberna de las Llaves Cruzadas y vos estaríais de vuelta en vuestra decrépita iglesia dando de comer a aquel maldito gato u observando vuestras malditas estrellas! ¡O intentando salvar el alma de algún maldito cabrón que os cortaría el cuello con la misma rapidez con que os miraría!

Athelstan sonrió burlón.

—Necesitáis tomar algo, sir John. La mañana ha sido dura. Los rigores del oficio, los deberes agotadores de un forense acabarían con un hombre de menos categoría.

Cranston miró mal al fraile.

—Gracias, hermano —dijo—. Vuestras palabras de consuelo me tranquilizan el alma.

—La paz sea con vos, hijo mío —dijo Athelstan con tono burlón al tiempo que señalaba—: Allí arriba está la mansión de Springall. Y aquí —se giró e indicó el rótulo grande y llamativo— está la taberna del Cordero Sagrado de Dios. El cuerpo necesita algo. —Sonrió con burla—. ¡Y vuestro cuerpo, grande como es, más que cualquier otro!

Cranston se dio unas palmadas en el gran estómago con seriedad.

—Tenéis razón hermano. —Suspiró—. Las intenciones son buenas pero la carne es muy, muy débil.

Y ahí hay mucha debilidad, pensó Athelstan.

—Pero ahora no —añadió rápidamente al ver un destello en los ojos de Cranston—. Sir Richard Springall nos espera. Hemos de verle.

Cranston apretó la boca con gesto obstinado.

—¡Hemos de ir ahora, sir John! —insistió Athelstan.

Cranston asintió con la cabeza y sus ojos parecían susceptibles como los de un niño al que acaban de negar un caramelo. Dejaron los caballos en la cuadra del Cordero Sagrado de Dios y se deslizaron por entre el bullicioso mercado. Una figura vestida de negro y con una máscara blanca de diablo en la cara iba dando saltos entre los puestos y gritando imprecaciones contra los ricos y los avariciosos. Un guardia con su uniforme rayado intentó arrestarlo pero el maldito huyó entre los vítores de la gente. Cranston y Athelstan miraron cómo se interpretaba el drama: el guardia persiguiendo y el diablo esquivándolo. El oficial, gordo y bajo, pronto se quedó bañado en sudor. Apareció otro diablo, vestido igual que el primero, y la multitud rompió a reír con estruendo. El guardia se había visto engañado y estafado por dos bufones y su juego de ilusión.

—Como la vida, ¿no es así, sir John? —preguntó Athelstan—. Tal como dijo Heráclito, nada es lo que parece. O tal como escribió Platón, vivimos en un mundo de sueños, la realidad está fuera de nuestro alcance.

Cranston echó una última mirada de pena al guardia.

—¡Mierda de filosofía! —dijo—. He visto más verdades en el fondo de una copa de vino y he aprendido más después de una buena jarra de vino blanco que lo que pueda enseñar un filósofo enjuto en un salón polvoriento.

—Sir John, vuestro dominio de la filosofía nunca deja de asombrarme.

—Bien, ahora voy a asombrar a sir Richard Springall. —Cranston hizo rechinar los dientes—. No me he olvidado de ayer.

El mismo criado anciano los acompañó hasta el salón. Minutos después bajó sir Richard, seguido de cerca por lady Isabel y Buckingham. Este último les informó de que el padre Crispín y Allingham estaban trabajando por ahí.

—¿Os encontráis mejor, sir John? —preguntó Springall.

—Señor, no estaba enfermo. Es más, me encontraba mejor ayer que hoy.

Sir Richard simplemente miró con enojo, sin querer entrar en el juego de Cranston.

—¿Ya sabéis de la muerte de Vechey?

Sir Richard asintió.

—Sí —dijo en voz baja—. Ya lo sabemos. Pero venid, no hablemos de estos asuntos aquí.

Los llevó a una habitación pequeña y más confortable, detrás del gran salón, en la que ardía un fuego en el hogar endoselado; era más acogedora y no tan impresionante, las paredes estaban revestidas de madera y unos sillones de alto respaldo formaban un semicírculo frente a la chimenea.

—Aquí incluso en pleno verano hace fresco —señaló sir Richard.

Athelstan sintió la fragancia de los troncos de pino que ardían en el hogar, mezclándose con el sándalo, la resina y algo aún más fragante, el fuerte perfume de lady Isabel. La miró ásperamente. Ya se había vestido de riguroso luto. Un griñón de encaje negro enmarcaba su bello rostro blanco mientras que su cuerpo, espléndido, se vestía del cuello a los pies con un vestido de seda totalmente negro, siendo la única concesión al color los puños y el cuello de encaje y la pequeña cruz que colgaba de una cadena de oro alrededor de su cuello. Buckingham estaba más pálido, más calmado. Athelstan se fijó en lo elegante de su andar. Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —gritó sir Richard.

Entró el padre Crispín con su delgada cara arrugada por el dolor de su torpe cojera. Captó la mirada de Athelstan y sonrió airoso.

—No os preocupéis, hermano. Tengo el pie zopo de nacimiento. Tal vez os hayáis dado cuenta de que una bota de montar me alivia. A veces me olvido de mi cojera, pero sigue existiendo. Como un enemigo malvado dispuesto a herirme —añadió con amargura.

Lady Isabel se adelantó y agarró al joven sacerdote por la mano.

—Hermano, lo siento —susurró—. Venid, uníos a nosotros.

Se sentaron. Un criado trajo una bandeja con copas llenas hasta el borde de vino del Rin y una fuente con pastelitos. A Cranston le desapareció la mirada agria y se sintió recompensado al mirar sardónicamente a Athelstan mientras sorbía delicadamente de la copa de vino.

—Así pues —dijo sir John chasqueando los labios— una tercera muerte, el suicidio del señor Vechey. —Levantó tres dedos—. Un crimen y dos suicidios en la misma casa. —Miró alrededor—. ¿No estáis afligidos?

Sir Richard dejó la copa de vino sobre la mesita que tenía al lado.

—Sir John, os estáis mofando de nosotros. Nos aflige la muerte de mi hermano. Su funeral tendrá lugar mañana. Nos aflige la muerte de Brampton, cuyo cuerpo se ha envuelto en una sábana y se ha llevado a Santa María Le Bow. Nuestra pena no es un pozo sin fondo y el señor Vechey era un colega, pero no un amigo.

—Un hombre austero —señaló Buckingham—, con grandes ambiciones pero sin el talento necesario para satisfacerlas. —Sonrió ligeramente—. Al menos no en lo que respecta a amores.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Cranston.

—Vechey era viudo. Su mujer murió hace años. Se las daba de mujeriego, cuando estaba borracho, un trovador de Provenza. —Buckingham hizo una mueca—. Vosotros mismos lo visteis. Era pequeño, gordo y feo. Las mujeres se burlaban de él, riéndose a sus espaldas.

—Lo que quiere decir el clérigo —interrumpió sir Richard— es que el señor Vechey estaba inmerso en los placeres de la carne. Tenía pocos amigos. Sólo mi hermano lo escuchaba de verdad. Bien pudiera ser que la muerte de sir Thomas llevara a Vechey hacia la autodestrucción. —Extendió las manos—. Si no me considero el guardián de mi hermano, ¿cómo voy a serlo de Vechey? Sentimos su muerte pero ¿qué culpa tenemos?

—¿Cuándo se fue de la casa el señor Vechey?

—Como una hora después de vuestra partida.

—¿Dijo adonde iba?

—No, nunca lo hacía.

Cranston se acomodó en la silla con la cabeza hacia atrás, dejando que el vino blanco envolviera su lengua.

—Cambiemos de tema. ¿Dónde estabais la pasada noche?

Sir Richard se encogió de hombros y echó una mirada alrededor. Cada uno fue a lo suyo.

—¿Padre Crispín?

El sacerdote tosió, moviendo la pierna para acomodarla mejor.

—Fui a ver al vicario de Santa María Le Bow para preparar el funeral de sir Thomas.

—¿Sir Richard?, ¿lady Isabel?

—¡Nos quedamos aquí! —replicó la mujer—. Una viuda apenada no anda por las calles.

—¿Señor Buckingham?

—Fui al Ayuntamiento a llevar unos mensajes de sir Richard respecto al desfile que estamos preparando.

—A mi hermano le hubiera gustado así —intervino sir Richard—. No vería ninguna razón para que no contribuyéramos a la coronación real. —Su voz se elevó—. ¿Por qué, qué es esto? ¿Acaso nos consideráis culpables de la muerte de Vechey? ¿Insinuáis que lo llevamos atado hasta la orilla y lo colgamos? ¿Por qué motivo?

—El forense no afirma nada —observó Athelstan suavemente—. Pero, sir Richard, deberíais reconocer que es poco corriente que se produzcan tantas muertes en una casa.

—¿Os dice algo esto? —Cranston sacó de su cartera el fragmento de pergamino grasiento y se lo entregó. Sir Richard lo estudió.

—El nombre de Vechey, el de mi hermano y dos versículos de la Biblia. ¡Ah! —dijo sir Richard levantando la mirada y sonriendo—. Dos versículos que mi hermano citaba siempre: Apocalipsis 6, versículo 8 y Génesis 3, versículo 1.

—¿Conocéis estos versículos, sir Richard?

—Sí. —El mercader cerró los ojos—. El segundo se refiere a la serpiente que entra en el Edén.

—¿Y el primero?

—A la Muerte cabalgando sobre un caballo pajizo.

—¿Por qué los citaba siempre vuestro hermano? —preguntó Cranston.

—No sé. Tenía sentido del humor.

—¿Respecto a la Biblia?

—No, no, respecto a estos dos versículos. Afirmaba que contenían su clave para la fama y la fortuna. A veces, cuando estaba bien borracho, los citaba.

—¿Y sabéis qué quería decir? —preguntó Athelstan.

—No. A mi hermano le encantaban los acertijos desde que era un muchacho. Simplemente citaba los versículos, sonreía y decía que le traerían mucho éxito. No sé lo que quería decir.

—¿Qué otros acertijos planteaba? —preguntó Cranston.

—Ninguno más.

—Sí —intervino lady Isabel, retirándose el velo negro de la cara—. ¿Recuerdas, el zapatero?

—Ah, sí —sonrió sir Richard—. El zapatero.

—Lady Isabel —inquirió Cranston—, ¿que zapatero?

Ella jugaba con el anillo brillante que llevaba en el dedo.

—Bien, durante los últimos meses, mi marido solía referirse a un zapatero. Afirmaba que el zapatero sabía la verdad y que el zapatero era culpable. —Sacudió la cabeza—. No sé lo que quería decir. A veces, en la mesa —sonrió con falsedad—, mi marido era como vos, sir John. Le encantaba una honda copa de clarete. Entonces solía cantar: el zapatero conoce la verdad, el zapatero conoce la verdad.

Cranston la observó atentamente.

—Estos acertijos que usaba vuestro marido, ¿cuándo empezaron?

—¿Las citas de la Biblia? Hace unos catorce o quince meses.

—¿Y la del zapatero?

Cranston advirtió que lady Isabel se ponía tensa e inquieta.

—¿Justo después de las Navidades? Sí, eso es. Planteó el acertijo del zapatero por primera vez durante uno de los juegos de bufones en la Noche de Reyes.

Athelstan vio que de alguna manera estos acertijos eran importantes.

La habitación permanecía en silencio sepulcral salvo por las bruscas preguntas de Cranston, las mismas respuestas bruscas y el crujir y crepitar de los leños en el fuego. ¿Qué temía esta gente?, se preguntó.

¿Qué significaban esos acertijos?

—Decidme —dijo Athelstan alzando la voz—, ¿sucedió algo en la casa que pudiera explicar tales acertijos? ¿Algo en la vida de sir Thomas? Sir Richard, lady Isabel, vosotros erais las personas más cercanas a sir Thomas.

—No sé —murmuró sir Richard—. A mi hermano le gustaba hablar usando adivinanzas, referirse a cuestiones oscuras, sermones y parábolas. Era un hombre al que gustaban los secretos por sí mismos y los abrazaba contra su pecho como otros hombres hacen con el oro, la plata o las piedras preciosas. No, aquí no pasó nada especial.

—¿Estáis seguro? —Cranston se giró y lo miró, apoyando su copa en el muslo grande y gordo—. ¿Seguro, sir Richard? Me falla la memoria respecto a los detalles específicos, pero ¿no es cierto que aquí hubo una muerte hace ocho meses?

La cara de lady Isabel palideció entonces y sir Richard se resistió a levantar la mirada.

—¡No!

—Vamos, vamos, señor —ladró Cranston—. Algo pasó.

—Sí —dijo lady Isabel en voz baja—. A sir Richard le falla la memoria. —Miró a sir John más cautelosamente, como si se diera cuenta de que el forense no era tan tonto como parecía—. La muerte de Eudo.

—Ah, sí, Eudo —repitió Cranston—. ¿Quién era?

Sir Richard levantó la vista.

—Un joven paje. Se cayó de una ventana y se rompió el cuello, ahí fuera en el patio. No se dio nunca una explicación de la caída, aunque sir Thomas creía que debía de estar relacionada con alguna broma estúpida. El muchacho murió en el acto, con la cabeza aplastada y el cuello roto.

Cranston apuró la copa mientras resplandecía de auto-complacencia, lanzando una sonrisa furtiva a Athelstan, que le devolvió la mirada airadamente. ¡Habría deseado que el forense le hubiera hablado de esto!

—Sí, la muerte de Eudo. Yo estaba entonces enfermo con fiebre pero recuerdo que se hizo constar el veredicto. ¡Pobre muchacho! —murmuró Cranston—. Esta casa tiene mala suerte. —Se puso de pie y echó una mirada fija al auditorio—. Os ruego que tengáis mucho cuidado. Aquí hay malevolencia y una maldición terrible. ¡Puede aún reclamar más vidas! Lady Isabel, sir Richard. —Hizo una inclinación y salió del aposento.

Athelstan se detuvo en la puerta y volvió la vista. El grupo permanecía sentado y en silencio como ligado por un secreto.

—¿Sir Richard? —preguntó Athelstan.

—¿Sí, hermano?

—¿Podríais darme permiso para visitar el desván donde murió Brampton?

—¡Por supuesto! Pero, tal como os he dicho, su cuerpo se ha envuelto en una sábana y se ha llevado a Santa María Le Bow.

Athelstan sonrió.

—Sí, pero hay algo que debo observar.

Le pidió a Cranston que le esperara fuera y se fue al piso de arriba. En el primer descansillo se detuvo y echó una mirada furtiva hacia la Galería del Ruiseñor, tan absorto estaba que dio un salto cuando Allingham le tocó de repente en el hombro.

—Fray Athelstan, ¿os puedo ayudar?

La cara alargada del mercader parecía aún más triste y el fraile estaba seguro de que aquel hombre había estado llorando.

—No, no, señor Allingham, gracias. Sin duda sabréis lo de la muerte de Vechey.

El mercader asintió afligido.

—¡Pobre hombre! —murmuró Athelstan—. ¿Conocéis algún motivo para que se quitara la vida?

—Era un alma atormentada —contestó Allingham—. Un alma atormentada, enfadada y torturada por su propia lujuria y sus placeres. —Hizo una pausa—. La única cosa confusa es que seguía murmurando: sólo había treinta y una, sólo había treinta y una.

—¿Sabéis qué quería decir?

—No. Cuando ayer entramos en el aposento de sir Thomas le oí murmurar. —Allingham apretó los ojos—. Vechey dijo: «Sólo treinta y una, estoy seguro de que sólo había treinta y una». Lo recuerdo —continuó— porque Vechey estaba desconcertado y preocupado.

—¿Sabéis a qué se refería?

Allingham frunció los labios.

—No, hermano, no lo sé. Pero si me entero os lo diré. Me despido de vos.

Continuó bajando por las escaleras de madera y Athelstan siguió por la galería y después arriba hacia el desván. Empujó la puerta de entrada y se arrepintió de no haber pedido una vela. El aposento estaba oscuro y húmedo. Athelstan se estremeció. La atmósfera era siniestra y sintió una malevolencia opresiva. Se preguntó si los padres de la Iglesia tenían razón cuando afirmaban que el alma de un suicida quedaba ligada eternamente al lugar donde había muerto. ¿Flotaría allí el alma de Brampton hasta la eternidad, entre el cielo y el infierno?

Entró y miró alrededor. Ya se habían retirado de la mesa los horribles restos y se había recogido la basura del suelo. Estaba más limpio y ordenado que el día anterior. ¿Qué había visto aquí que posteriormente le había sacudido, le había espoleado el recuerdo? ¿Algo fuera de sitio? Se apoyó contra la pared intentando desesperadamente despejar su mente, pero el recuerdo se resistía. Suspiró, miró alrededor una vez más y volvió a reunirse con sir John.

El forense estaba irritado y saltaba con un pie y luego con el otro junto al muro de la casa, bien alejado de la muchedumbre que atestaba la calle de Cheapside. Tiró de Athelstan.

—Mienten, ¿verdad, hermano? Pasa algo, pero ¿qué?

—No lo sé, sir John, pero tal vez hay varias explicaciones lógicas. Puede pasar algo, pero que ellos no se den cuenta. Puede pasar algo, pero solamente uno o dos conocen la verdad. O finalmente, puede pasar algo pero sólo conocido por alguien de fuera de la casa.

—¿Como quién?

Athelstan echó una mirada alrededor y bajó la voz.

—Mi señor de Gante o incluso el magistrado supremo Fortescue. Después de todo, él mintió. El magistrado dijo que se había ido de la casa cuando el toque de queda pero sir Richard afirma que fue mucho después.

Sir John se frotó la cara.

—Sí, el magistrado supremo Fortescue. Ni siquiera tenemos una buena razón que justifique por qué estaba allí. ¿Por qué tenía que visitar a un mercader de Londres? —El forense sonrió con malicia al tiempo que se mordía el labio inferior con sus dientes blancos y fuertes—. Sólo espero hacerle esta misma pregunta a nuestro lord magistrado supremo, pero ahora vayamos a tomar algo. ¡Ah! —exclamó Cranston al tiempo que sonreía burlón y golpeaba su cartera—. Me he llevado el frasquito de veneno que se supone que usó Brampton. —Se dio unos golpecitos en la nariz—. Tengo una idea, pero ahora no. ¡Lo que necesito ahora es una copa!