Capítulo VI
Recogieron sus caballos y bajaron por la calle del Fleet, hacia el gran edificio encalado de los dominicos. Como había tanta gente apiñada, desmontaron los caballos y siguieron caminando.
—¿Creéis que Solper tenía razón respecto a Springall? —preguntó Athelstan.
Sir John asintió.
—Ya lo sospechaba. Hay muchos hombres con tales inclinaciones. Y ya conocéis la sentencia: ser cocido vivo en una gran tina sobre el fuego, en Southwark. ¡No es un final muy habitual para un poderoso mercader de Londres! De ahí el secreto y, de ahí quizás, la pelea viciosa con Brampton, los ademanes afectados del señor Buckingham y el hecho de que sir Thomas no durmiera con su mujer. —Miró furtivamente al fraile—. ¡Con esa mujer, con ese cuerpo! Si se le hace a uno la boca agua. ¿Cómo se explica si no que un hombre de verdad se encierre y rehúya tales placeres, eh? —Se detuvo momentáneamente para mirar a un juglar—. Springall, como muchos otros hombres —dijo al tiempo que reemprendía la marcha—, tenía una vida pública y una vida privada. Me temo que si se tirara de verdad de la manta encontraríamos mucha porquería. —Levantó la mano e hizo un gesto señalando unas grandes casas que había a ambos lados y que, al elevarse cuatro pisos por encima de ellos, tapaban el cálido sol de la tarde—. En cualquiera de estos edificios encontraríamos escándalos, pecado, flaquezas y debilidades. Se dice incluso —dio un codazo a Athelstan juguetonamente— que vicios similares al de Springall se dan en los monasterios, entre frailes. ¿Vos qué pensáis, eh, hermano?
—Pues que los sacerdotes son hombres como los demás, sean juristas o jueces, sir John, tienen sus debilidades. Y, pero por Dios… —La voz de Athelstan se fue desvaneciendo—. ¿Pero qué hacemos aquí? —preguntó enfadado cuando se dio cuenta de que estaban entrando en los terrenos del gran monasterio de los carmelitas.
Cranston le tocó en el brazo y le señaló un recodo alejado, justo pasada la enorme entrada. Al fraile le llamó la atención un tipo demacrado, con cabello negro de punta, labios finos y ojos grandes. El hombre vestía completamente de negro, sobre la capa oscura llevaba muchos símbolos fantásticos, pentágonos, estrellas, lunas, soles, y sobre su cabeza un sombrero puntiagudo. Había expuesto delante de él un gran trozo de lona junto con varios frasquitos y bolecitos. Se quedó entonces quieto y su aspecto extraño fue atrayendo a la gente.
—¡Fijaos en esto! —susurró Cranston—. Ese tipo es nuestro guía.
El hombre sacó dos silbatos y, metiendo cada uno de ellos en un extremo de la boca, empezó a tocar una extraña melodía, rítmica y obsesiva. Después dejó los instrumentos y levantó sus fuertes manos.
—¡Señoras y señores, caballeros, cortesanos, oficiales! —Se fijó en Athelstan—. ¡Frailes, sacerdotes, ciudadanos de Londres! Soy el doctor Mirabilis. He estudiado en Bizancio y en Trebisonda y he viajado por tierra hasta el gran Kan de Tartaria. He visto armadas de guerra en el mar Negro y grandes galeones en el Caspio. He cenado con la Horda de Oro de Gengis Khan. ¡He atravesado desiertos, he visitado ciudades fabulosas y a lo largo de mis viajes he amasado grandes secretos y misterios!
Sus reclamos eran recibidos con carcajadas. Cranston y Athelstan se acercaron. El aprendiz de un puesto cercano cogió un cuerno de buey, lo llenó con agua sucia de lluvia que había en un barril y empezó a salpicar al mago. El doctor Mirabilis no le hizo ningún caso, simplemente levantó las manos para calmar el griterío y los amables silbidos.
—Os voy a demostrar que tengo poder sobre la materia. Sobre los pájaros del cielo. —Se giró y señaló hacia arriba, a la parte más alta del muro del monasterio—. ¡Mirad aquella paloma! —Todos los ojos siguieron la dirección de su dedo—. Ahora mirad —continuó el tipo, y cogiendo un trozo de carboncillo negro dibujó un pájaro tosco sobre el muro del monasterio. Entonces empezó a apuñalar el dibujo, profiriendo conjuros mágicos. El griterío creció a su alrededor. Cranston y Athelstan se acercaron, con las manos en las carteras ya que la multitud estaba tan plagada de trileros, estafadores y rateros como un almiar de ratas y ratones.
Mirabilis continuó acuchillando el dibujo, murmurando maldiciones en voz baja y mirando hacia arriba, donde aún estaba la paloma. De repente, el pájaro, como influido por los conjuros mágicos que se proferían contra el dibujo, se crispó bruscamente y se dejó caer muerto. Los «oohs» y «aahs» de respeto con que fue recibido tal acontecimiento hubieran causado envidia a cualquier sacerdote o predicador. Cranston sonrió burlonamente y agarró a Athelstan por la muñeca.
—Esperad un momento —le dijo.
El doctor Mirabilis, reforzada su reputación con el milagro, empezó a vender tarros y filtros de diamante machacado, piel de tritón recogida a medianoche, ala de murciélago, mejorana, hinojo e hisopo.
—Remedios infalibles —dijo— contra cualquier fiebre, dolor o reúma.
Por un momento el negocio se animó, pero luego la multitud se giró para mirar a un viejo que, camino abajo, corveteaba y bailaba con gran fantasía. Cranston entregó las riendas de su caballo a Athelstan y se dirigió al «doctor».
—Venerable doctor Mirabilis, estoy encantado de que nos volvamos a encontrar.
El tipo levantó la vista, sus ojos eran de un azul lechoso como los de un gato. Examinó a Cranston y se quedó mirando a Athelstan.
—¿Os conozco? —preguntó—. ¿Queréis comprar mi remedio?
—Samuel Parrot —continuó Cranston—, ¿te crees que nací ayer?
Los ojos del individuo iban de un lado a otro.
—¿Quién sois? —susurró.
—¿No te habrás olvidado de mí, Mirabilis? —murmuró Cranston—. Un caso que se vio en los tribunales del Ayuntamiento, relacionado con un remedio que se suponía que tenía que curar y que, en cambio, hizo que varios hombres y mujeres estuvieran enfermos durante semanas.
El famoso doctor Mirabilis dio un paso y se acercó.
—¡Claro! —Su cara se llenó con una sonrisa llena de agujeros—. ¡Sir John Cranston, forense! —La sonrisa era odiosamente falsa—. ¿Os puedo ayudar en algo?
—Aquí no —dijo Cranston—. Pero sí en la Casa del Beleño, en la calle del Gaitero. ¿Nos puedes llevar hasta allí?
El doctor asintió y, habiendo recogido sus filtros y sus pócimas en un trozo de cuero, llevó a Cranston y a Athelstan desde el convento de los carmelitas hacia abajo, por un laberinto de calles tan estrechas que tampoco pudieron montar los caballos.
—¿Cómo lo hace? —susurró Athelstan.
—¿El qué?
—¿El pájaro, la paloma?
Cranston se echó a reír y señaló hacia el doctor Mirabilis que iba caminando delante de ellos.
—Si fuerais a su pequeño desván, encontraríais cestos de palomas amaestradas, ya sabéis, de ésas que llevan mensajes. De vez en cuando, aquí nuestro amigo droga a una con nuez vómica, un veneno de acción lenta. Suelta a la paloma y ésta se va a posar cerca. El pobre pájaro permanece inmóvil por efecto del veneno. Al cabo de un rato cae muerta, y ésa es la magia. —Rompió a reír-Claro está que a veces no funciona. El doctor Mirabilis está siempre dispuesto a correr, rápido como el viento, más que cualquier liebre.
El sabio doctor, como si supiera que estaban hablando de él, se giró y sonrió burlonamente enseñando su dentadura llena de agujeros y les hizo señal de seguirlo más rápidamente.
Athelstan entendió entonces por qué Cranston había contratado a Mirabilis. Southwark estaba mal, pero esa zona cercana a los carmelitas estaba peor. Aunque aún fuera de día, los callejones y arroyos estaban oscuros y encerrados entre las casas construidas a ambos lados. Era un lugar silencioso y maligno, que se hacía más ominoso a medida que se adentraban. Las casas de alrededor, construidas cientos de años atrás, estaban abandonadas y derruidas y se amontonaban unas contra otras tapando el cielo veraniego. El suelo estaba sucio y las sandalias y las botas se les llenaron de porquería y de barro. En la mayoría de puertas no había nadie. De vez en cuando se deslizaba alguna sombra hacia el exterior, pero a la que veía la larga espada de Cranston se retiraba otra vez. Mirabilis serpenteaba y a Athelstan y a Cranston les costaba seguirlo. De repente se detuvo y les indicó un callejón, un pasaje largo y oscuro frente a ellos.
—La calle del Gaitero —susurró—. ¡Adiós, señor!
Y antes de que Cranston pudiera decir nada el doctor Mirabilis se escurrió por otro callejón y desapareció de su vista.
Athelstan y Cranston caminaron con cautela por la calle del Gaitero. Las casas a ambos lados tenían las puertas y las contraventanas cerradas. Finalmente dieron con una casa que se ajustaba a la descripción que el doctor Mirabilis había hecho de la casa de Simón Foreman. Tenía un letrero enorme y maltrecho en el extremo de un largo poste de fresno. Un patio enlosado separaba la Casa del Beleño de la calle y la vía de acceso principal se encontraba defendida por una barandilla de hierro. Incluso a plena luz del día tenía un aspecto sospechoso y sombrío, como si quisiera distinguirse de las casas vecinas. Parecía más una cárcel que una vivienda privada, las ventanas estaban enrejadas y la enorme puerta estaba atrancada y sujeta con tiras de hierro. Cranston llamó a la puerta y al no obtener respuesta volvió a golpear. Tras ellos aulló un perro y una puerta se abrió y se cerró. Miraron hacia el fondo de la calle y vieron unas sombras que se reunían. Cranston volvió a llamar. Athelstan hizo otro tanto y aporreó la puerta con el puño. Se oyó un ruido de pasos suaves, de cadenas que se desataban y de cerrojos que se abrían. Un hombre poco atractivo, de mediana estatura, con cara cremosa y ojos alegres, abrió la puerta. No hacía más que rascarse la calva. Mirabilis parecía un mago, Foreman tenía el aspecto de un cura de pueblo vestido con chaqueta de fustán oscuro, calzas y suaves zapatillas de fieltro. Como si fuera el mesonero de una alegre taberna, les dijo que ataran los caballos y los acompañó hacia el interior, les rogó que se sentaran junto a una mesa y que esperaran hasta que terminara unos asuntos en su aposento privado. Se sentaron y echaron una mirada alrededor. Para su sorpresa, la habitación estaba limpia y ordenada. Un fuego ardía alegremente en el hogar. Por la habitación había mesas y sillas, algunas de ellas cubiertas con cojines acolchados, y en las paredes había estanterías con tarros pulcramente etiquetados. Athelstan examinó los tarros y los desechó, pues no servían más que para fiebres, dolores y males. Contenían hierbas aromáticas como el hisopo, las hojas de sicomoro molidas y el musgo, en fin, nada que no pudiera comprarse en cualquier botica de la ciudad.
Al fin volvió Foreman, alargó una silla junto a ellos, como un tío bondadoso que se dispone a escuchar una historia o un cuento.
—Bien, señores, ¿quiénes sois?
—Sir John Cranston, forense, y mi escribano fray Athelstan.
El hombre sonrió con los labios pero no con los ojos, que se volvieron penetrantes y se pusieron alerta.
—¿Deseáis comprar algo?
—Sí, arsénico rojo y belladona. ¿Los tenéis?
La transformación de Foreman era digna de verse. La máscara de alegría desapareció y sus ojos se volvieron más vigilantes. Se incorporó en la silla, mirando nervioso por encima del hombro. Athelstan se dio cuenta de que si hubiera sabido quiénes eran antes de que contestara a la puerta, no los habría dejado entrar o, al menos, hubiera tomado precauciones escondiendo lo que tenía en la casa.
—¿Bien, señor? —preguntó Cranston—. ¿Tenéis esos venenos?
Foreman negó con la cabeza sin apartar sus ojos de los del forense.
—Señor, yo soy boticario. Si queréis un remedio contra el reuma en las rodillas, contra el dolor de cabeza o contra un estómago revuelto por los malos humores, lo tengo. Pero belladona y arsénico rojo son venenos mortales. —Dejó escapar un suspiro profundo—. Muy poca gente los vende. Son caros y muy peligrosos en manos de quienes podrían usarlos para destruir vidas.
Cranston sonrió y se echó hacia adelante con su cara a unas pulgadas de la del boticario.
—Bueno, señor Foreman, voy a volver a empezar. Vos vendéis arsénico rojo, hierba mora, belladona y otras pócimas mortales a quien esté dispuesto a pagar. Mirad —mintió— tengo en mi cartera una autorización legal del magistrado supremo y yo me quedaré aquí mientras mi escribano se va corriendo a la ciudad y trae a los hombres del gobernador subalterno para que registren vuestra casa. Si aquí hay un grano de veneno, de arsénico rojo, de arsénico blanco, jugo de amapola o cualquier otro filtro abominable, entonces responderéis de él no ante el Ayuntamiento, ¡sino ante el tribunal supremo! Venid, seguro que en algún lugar de esta casa hay registros o memorandos de lo que vendéis.
La cara del boticario palideció y gotas de sudor brotaron en su frente.
—¡Muchos —murmuró el individuo— os maldecirían, Cranston, si me arrastráis a los tribunales! Tengo amigos poderosos. —Sus ojos parpadearon hacia Athelstan—. Abades, archidiáconos, sacerdotes. ¡Hombres dispuestos a defenderme y a mantener mis secretos, y los suyos, alejados de la luz de la justicia!
—¡Bien! —contestó Cranston—. Empezamos a entendernos, señor Foreman. No tengo intención de detener vuestro malvado comercio, sea lo que sea lo que vendáis, compréis y conspiréis, o de descubrir vuestros secretos, aunque tal vez algún día sí lo pretenda. —Levantó la vista y miró fijamente los estantes que estaban por encima de él—. Lo que quiero saber ahora es quién ha venido aquí, durante este último mes, a comprar arsénico y belladona. ¿Reconocéis esto, sin duda? —Sacó el tarrito de veneno y Foreman abrió los ojos sorprendido—. Esto es vuestro, señor —indagó Cranston suavemente—. Mirad en vuestros estantes, son muy parecidos. ¿Quién compró de este veneno durante estas últimas semanas?
Levantó el tarro. Foreman suspiró, se levantó y se marchó a su aposento.
Cranston se sacó la daga y la dejó a su lado, en el suelo. Al rato volvió el boticario, vio la daga y esbozó una sonrisa.
—No hay necesidad de eso, sir John. Os daré la información. ¡Cualquier cosa mientras os vayáis!
Se sentó en la silla con un rollo de pergamino en sus manos. Lo desenrolló lentamente, murmurando para sí.
—Una persona —dijo, levantando la vista— compró ambos venenos en ese tarro hace aproximadamente una semana, junto con una pócima inodora y poco frecuente, que puede parar el corazón y que no deja rastro.
—¿Cómo era el hombre?
El boticario sonrió.
—¡Diferente a todos! Era una dama, ricamente vestida. Llevaba una máscara que le ocultaba el rostro. Ya sabéis, de ésas que usan las señoras en la corte cuando van a algún sitio con un galán que por lo general no es su marido. Vino y pagó espléndidamente.
—¿Qué tipo de mujer era?
—Pues una mujer —contestó el individuo sardónicamente, comprendiendo que tenía muy poca información que ofrecer al entrometido forense.
—¡Describidla!
Foreman enrolló el pergamino y se reclinó en su silla.
—Era alta. Tal como he dicho, llevaba una máscara y una rica capa negra con ribetes de lana de cordero blanca. Iba bien encapuchada pero pude entrever su cabello color castaño rojizo, como el de una hermosa hoja en otoño. Era majestuosa. —Miró a Cranston y encogió los hombros—. Otra mujer, pensé yo, que busca veneno para hacer que su vida amorosa sea algo más fácil. —Foreman daba golpecitos sobre su muslo con el rollo de pergamino—. Esto, señores, es todo lo que os puedo decir.
Cuando se hubieron marchado de la tienda y hubieron recogido los caballos, Athelstan y Cranston cabalgaron tan rápidamente como pudieron por la calle del Gaitero, hasta volver a la calle principal. Se perdieron una o dos veces, pero Cranston siguió con la daga desenvainada y pronto llegaron a los carmelitas y de vuelta a la calle del Fleet.
—¿Vos sabéis quién era la mujer, verdad, Cranston?
El forense asintió.
—Lady Isabel Springall. —Detuvo el caballo y miró al fraile—. La descripción encaja con ella, hermano. También tenía el motivo.
—¿Cuál?
—Es una conjetura pero creo que cierta: lady Isabel es adúltera. No amaba a su marido, sino al hermano de su marido. Pero ahora no es momento de hacer elucubraciones. Preguntémosle a ella misma.
Cuando llegaron a la mansión de Springall en Cheapside, Cranston actuó con toda la majestuosidad y la fuerza de la ley. Le dijo a un sorprendido Buckingham, que les dio la bienvenida en la entrada, que quería ver inmediatamente a sir Richard y a lady Isabel y a otros miembros de la casa en el salón. El joven puso mala cara, como si fuera a poner alguna objeción.
—¡He dicho ahora, señor! —vociferó Cranston, sin importarle que su voz resonara por la casa y saliera al patio donde trabajaban los artesanos—. ¡Quiero ver a todo el mundo! —Entró rápidamente en el salón—. ¡Aquí!
Después entró en el salón, subió a la tarima y se sentó en la cabecera de la mesa que había allí e hizo un chasquido con los dedos, para que Athelstan se reuniera con él. El fraile se encogió de hombros y sacó el tablero para escribir, el pergamino, el tintero y las plumas. Buckingham debió de darse cuenta de que pasaba algo, pues tanto sir Richard como lady Isabel se reunieron rápidamente con él en el salón. La mirada de la lady no estaba entonces marcada por el dolor. No tenía los ojos enrojecidos y sus mejillas resplandecían como rosas. Vestía un traje azul oscuro y un velo blanco escondía su hermoso cabello castaño.
Sir Richard, en calzas y con la camisa de batista abierta, se sacudió el polvo de las manos, al tiempo que se disculpaba, pues había estado fuera con los artesanos que daban los toques finales a la cabalgata para la coronación del joven rey. Cranston asintió con la cabeza, aceptando sus explicaciones como algo irrelevante.
El sacerdote entró también cojeando, con su larga cabellera colgando como un velo alrededor de su rostro demacrado. Lanzó una mirada de profundo desagrado hacia el forense, pero preguntó cortésmente:
—¿Estáis bien, sir John?
—Estoy bien, padre —contestó Cranston—. Mucho mejor al veros a todos aquí.
El joven sacerdote debió de captar un nuevo tono de autoridad en la voz del forense. Se quedó un rato quieto mirando a sir John con los ojos entrecerrados. Después sonrió como si saboreara alguna broma secreta y se dejó caer hacia el final de la mesa, para poder estirar la pierna. Lady Hermenegilda entró rápidamente, escoltada por un Buckingham zalamero. Vestía totalmente de negro, avanzó por el salón como una araña silenciosa y se acercó al forense.
—¡No me vais citar aquí, en mi propia casa! —vociferó.
—Señora —dijo Cranston sin siquiera levantar la vista—, vos os sentaréis y escucharéis lo que voy a decir. Me obedeceréis. De lo contrario, os llevaré a la prisión de Marshalsea, y allí os sentaréis y escucharéis lo que tenga que decir. —Levantó la vista hacia sir Richard y lady Isabel—. No es mi intención ofender. Me doy cuenta de que ayer tuvo lugar el funeral pero también se cantaron misas por el alma de dos hombres más, Brampton y Vechey, y tengo noticias al respecto. No se suicidaron. ¡Fueron asesinados!
Las palabras de Cranston quedaron colgando en el aire como una soga. Lady Hermenegilda apretó sus finos labios y se sentó, sin más. Sir Richard miró nervioso a lady Isabel. Hermenegilda, acomodada junto a Athelstan, también estaba asustada e intentaba esconderlo bajo su máscara de arrogancia. Al fondo, el sacerdote golpeteaba la mesa suavemente, mientras cantaba un himno en voz baja. Buckingham, sentado y con las manos juntas, miraba fijamente al final de la mesa mientras su rostro reflejaba la sorpresa y el susto producido por las palabras de sir John. Allingham fue el último en unirse a ellos. El mercader alto y desgarbado estaba nervioso e intranquilo, sus manos temblaban sin cesar junto a su boca o acariciaban su cabello grasiento. Masculló una disculpa y se sentó junto al sacerdote. Parecía incapaz de enfrentarse a los ojos del forense, no se atrevía siquiera a mirar en su dirección.
—Sir John —masculló sir Richard—, ¿habéis dicho que Brampton y Vechey habían sido asesinados? ¿Pero cómo? ¿Por qué? Brampton quizás era un hombre tranquilo, pero no me lo puedo imaginar permitiendo que alguien lo empujara hacia arriba en una casa llena de gente, le atara una soga al cuello y lo colgara. Lo mismo por lo que respecta a Vechey. —Miró hacia Allingham, al fondo de la mesa—. Esteban, estarás de acuerdo, ¿no?
El mercader no levantó la vista, sino que asintió y murmuró algo para sus adentros.
—¿Qué decís? —preguntó Cranston mientras se apoyaba en la mesa—. Señor Allingham, estabais hablando. ¿Qué decíais?
El mercader se frotó las manos como si intentara lavarlas.
—Hay algo malvado en esta casa —dijo el mercader lentamente—. Satanás está aquí. Se queda en los rincones, en los lugares silenciosos y nos observa. Creo que el forense tiene razón. —Levantó la vista, su lúgubre rostro estaba pálido y Athelstan vio que estaba manchado de lágrimas—. ¡Vechey fue asesinado! Yo creo que sabía algo.
—¡Bah, hombre! —gritó sir Richard—. Esteban, te preocupas demasiado. Has pasado demasiadas horas arrodillado en la iglesia.
—¿El qué? —preguntó Athelstan al tiempo que dejaba la pluma—. ¿Qué es lo que sabía Vechey?
El desgarbado mercader se inclinó con la cara torcida y los ojos llenos de odio.
—No lo se —silbó—. Y si lo supiera no os lo diría, fraile. ¿Qué podéis hacer?
—Por vuestra lealtad —gritó Cranston—, os pregunto, ¿sabéis algo respecto a las muertes que han ocurrido en esta casa?
—¡No! —soltó Allingham—. Son un misterio. Pero a sir Thomas le gustaban los acertijos y sus propias bromas. Debe de haber algo en esta casa que lo explique todo.
—¿De qué habláis, hombre? —preguntó sir Richard.
Pero el mercader se frotó la cara inquieto.
—Ya he hablado bastante —masculló y se quedó en silencio.
—En tal caso —empezó Cranston—, hagamos un breve resumen de lo que sabemos. Corregidme si me equivoco. Sir Thomas Springall era concejal y orfebre. La noche en que murió había dado un gran banquete, una fiesta para la gente que vivía con él y había invitado al magistrado supremo Fortescue. Bebió bastante, ¿no es así?
Lady Isabel asintió con sus bellos ojos fijos en el rostro de Cranston.
Sin embargo, sir Richard observaba cómo la pluma de Athelstan se deslizaba por el trozo de vitela.
—Finaliza el banquete —continuó Cranston—. Sir Thomas se retira. Vos, sir Richard, le dais las buenas noches mientras que lady Isabel envía a una sirvienta a preguntarle si desea algo.
Ambos confirman tales palabras.
—¿Vos, lady Hermenegilda, oísteis a Brampton que le subía la copa de vino a sir Thomas durante la fiesta?
—¡No sólo lo oí! —replicó la lady—. Abrí mi puerta y lo vi. Entonces él bajó.
—¿Y cómo iba vestido?
—Con un jubón y unas calzas.
—¿Y en los pies?
—El par de botas suaves que siempre llevaba.
—¿Por qué recordáis ese detalle?
—Brampton era un hombre silencioso —contestó lady Hermenegilda con un toque de suavidad en la voz—. Un buen mayordomo. Se movía lentamente y en silencio, como un criado respetuoso.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Normal. Un poco pálido. Se dio cuenta de que yo abría la puerta pero no me miró. Bajó las escaleras. ¡No! Siguió por la otra galería y subió al segundo piso a su habitación.
—¿Lo volvisteis a ver?
—No.
—¿Y decís que sólo sir Thomas y luego sir Richard y la sirvienta de lady Isabel pasaron por la Galería del Ruiseñor?
—Sí, de eso estoy segura.
—¿Y estáis segura de que sir Thomas no fue molestado durante la noche?
—¡Sí, hombre, ya os lo dije! —soltó ella—. Tengo el sueño ligero. No oí a nadie.
—¿Y vos, padre Crispín? —Cranston se reclinó sobre un lado para ver la cara del joven clérigo—. Subisteis a la mañana siguiente. Lady Hermenegilda os oyó pasar por la galería. Al ver que no podía despertar a sir Thomas fue a buscar a sir Richard, cuyo aposento está en el pasadizo inmediato. Sir Richard volvió con vos. Como no fueron capaces de despertar a sir Thomas pidieron a los criados que rompieran la puerta.
—Sí —asintió el sacerdote con los ojos brillantes—. Eso es exactamente lo que hice.
—Cuando forzaron la puerta, ¿todos vosotros estabais presentes? Entrasteis. Sir Thomas yacía sobre su cama con una copa de veneno sobre la mesa, junto a él. Nadie dijo nada…
—¡Excepto Vechey! —interrumpió Allingham—. ¡Él dijo «sólo había treinta y una»!
—¿Sabéis qué quería decir? —preguntó Cranston.
—¡No, ojalá lo supiera!
—Mandaron avisar al médico —continuó Cranston—. El señor De Troyes. Vino. Examinó el cadáver de sir Thomas, declaró que había sido envenenado y afirmó que la pócima estaba en la copa de vino medio vacía que había junto a la cama de sir Thomas. En cuanto a Brampton, la última vez que fue visto era ya tarde y llevaba una copa de vino al aposento de sir Thomas y no volvió a ser visto con vida. A la mañana siguiente, después de que se descubriera el cadáver de sir Thomas, fue encontrado el de Brampton colgando de una viga arriba, en el desván. El señor Vechey estaba aquí cuando fray Athelstan y yo vinimos a la casa por primera vez. Aquella misma noche salió tarde. Dios sabe adonde, y fue encontrado colgando de una viga bajo el Puente de Londres. Ahora tenemos pruebas, que por el momento no revelaremos, que demuestran que ni Brampton ni Vechey se suicidaron. Sin embargo, lady Isabel, no hemos avanzado mucho más en lo que respecta a la misteriosa muerte de vuestro marido.
—¡Todavía podría seguir siendo Brampton!
Era Buckingham el que hablaba. Cranston lo miró.
—¿Qué os hace decir eso?
El escribiente encogió los hombros.
—Admito que tengáis vuestras razones para afirmar que Brampton no se suicidó, pero eso no significa que sea inocente de la muerte de sir Thomas.
Cranston sonrió con burla.
—Cierto, señor. Seríais un buen abogado. Lo recordaré.
De repente se oyó un alboroto en la puerta. Un sirviente se escabulló hacia dentro, se apoyó en el hombro de sir Richard y le susurró algo al oído. El mercader levantó la vista.
—Sir John, hay un mensajero, un funcionario del alguacil que desea hablar con vos.
—Lo veré, sir Richard, con vuestro permiso. Decidle que pase.
El funcionario, un joven pomposo, entró contoneándose.
—Sir John, un mensaje del alguacil subalterno. —Miró a su alrededor—. Es respecto al señor Vechey.
—¡Sí! —dijo Cranston—. Podéis hablar aquí.
—Fue visto en una taberna, abajo, junto a la ribera. El dueño de la taberna Llaves de Oro dice que un hombre que encaja con la descripción de Vechey estuvo allí bebiendo hasta tarde. Se marchó con una puta joven y pelirroja que no había visto antes.
—¿Eso es todo? —preguntó Cranston.
—Sí, sir John.
Cranston despidió al funcionario. Athelstan sintió que se elevaban los ánimos del grupo que estaba en el salón.
—¡Lo veis! —gritó exultante lady Hermenegilda—. Vechey fue visto con una de sus putas. El señor Buckingham debe de tener razón. Brampton aún puede ser el que mató a mi hijo, y la muerte de Vechey no tiene ninguna conexión con ésta.
Athelstan se dio cuenta de que a Cranston no le había gustado la información.
—No obstante —vociferó—, tengo otras preguntas. Lady Isabel y sir Richard, debo pediros que os quedéis. Los demás preferiría que se fueran.
Lady Hermenegilda estaba a punto de protestar. Su hijo se estiró sobre la mesa y le tocó la muñeca suavemente con los ojos suplicantes. La dama se levantó, echó una mirada fulminante a Cranston y siguió a los otros hacia afuera. Sir John los vio alejarse.
—Lady Isabel —dijo él suavemente—, ¿habéis estado alguna vez en la Casa del Beleño de la calle del Gaitero, cerca del convento de los carmelitas?
—¡Nunca!
—¿Y no conocéis a un boticario llamado Simón Foreman?
—He oído hablar de él pero no lo conozco.
Athelstan vio miedo en los ojos de lady Isabel. Su cara perdió el matiz dorado y se volvió pálida y angustiada.
—¿Sir Richard?
—¡No! —contestó mientras se inclinaba y daba una palmada sobre el costado, donde debía estar su espada—. ¡Entráis en esta casa! —gritó—. Nos insultáis a los dos insinuando que nos mezclamos con picaros y vagabundos. ¡No os creáis tan listo, Cranston! Mi hermano fue envenenado. Me ofende esa deducción vuestra de que uno de nosotros visitó a ese boticario y obtuvo el veneno para perpetrar el crimen.
—Sin embargo, esta tarde —dijo Cranston locuazmente—, fray Athelstan y yo hemos ido a esa botica. El boticario afirma que vendió veneno a una mujer que encaja con vuestra descripción, lady Isabel. Iba vestida con una capa negra forrada de piel blanca, tenía el cabello castaño y era de vuestra estatura y apariencia.
—¡Yo no he estado nunca en los carmelitas! ¡No he visitado nunca a un boticario!
—¿Pero sí tenéis una capa negra forrada de piel blanca?
—¡Sí, como cientos de mujeres en la ciudad!
—¿Habéis visto alguna vez a Foreman?
—No lo sé. Tal vez. Mi marido tenía muchos amigos extraños. ¿Por qué lo iba yo a matar? —Lady Isabel gritó casi levantándose de la silla—. Era un hombre bueno. Me daba todo lo que una mujer podía desear.
—Lady Isabel —dijo Cranston suavemente—, es bien sabido que vuestro marido tenía gustos y debilidades extraños. ¿Vos lo queríais?
—¡Esto ya es demasiado! —Sir Richard agarró a Cranston por la muñeca pero el forense se soltó.
—¡Ya está bien! —Cranston estaba molesto por la arrogancia de esta gente, creían que lo podían manejar a su antojo cuando querían—. Soy un funcionario real y la corona está comprometida. ¡Estos cargos pueden incluir traición, conspiración, así como asesinato!
Sir Richard se volvió a sentar con la respiración alterada. Lady Isabel lo tomó del brazo. La dama lo miró y meneó la cabeza.
—Señora —dijo Athelstan suavemente—, es mejor que digáis la verdad. ¡Debéis hacerlo! Vuestro marido yace muerto. Otras dos personas han sido brutalmente ejecutadas. El asesino puede golpear otra vez. Sir John y yo vamos por Londres jugando a la gallinita ciega, pero éste es un juego mortal. Vuestro marido, lady Isabel, tenía secretos y por ello fue asesinado. Se suponía que Brampton iba a ser considerado el culpable pero, debido al azar y a las circunstancias, podemos asegurar que es inocente y que también él fue asesinado, aunque se arregló para que pareciera un suicidio. Vechey vio u oyó algo, por eso también a él se le hizo callar. Ahora, lady Isabel, bajo juramento, ¿habéis visitado alguna vez al boticario Simón Foreman?
—¡No!
Athelstan la volvió a mirar fijamente.
—¿Queríais a vuestro marido?
—¡No! Él era un hombre amable y bondadoso, pero no me conoció carnalmente. Tenía otros gustos… —su voz se desvaneció.
—¿Le gustaban los jóvenes? —preguntó Athelstan.
—¡Era un sodomita! —gritó Cranston—. ¡Le gustaban los jóvenes! ¡Los deseaba!
Athelstan lo miró fijamente y sacudió la cabeza. Lady Isabel se sostuvo la cabeza entre las manos y sollozó amargamente.
—Señora —la acosó Athelstan—, ¿vuestro marido?
—Me dejaba sola. Yo no indagaba en lo que pensaba o en lo que hacía.
—Vos, sir Richard, ¿queréis a lady Isabel?
El mercader, cabizbajo, se serenó.
—¡Sí, sí la quiero!
—¿Sois amantes?
—Sí.
—Así pues, ambos tenéis un motivo.
—¿Para qué?
Sir Richard había perdido su exaltación habitual. Se repantigó en la silla con la cara cansada, como si comprendiera el peligro mortal en el que estaban metidos.
—Para asesinar, señor.
El mercader negó con la cabeza.
—¡Quizás he codiciado la mujer de mi hermano —murmuró—, pero no su propia vida!
—En el tribunal supremo no lo parecerá —soltó Cranston—. Parecerá, sir Richard, que codiciabais tanto a la mujer de vuestro hermano como sus riquezas, que mientras él vivía vos cometíais adulterio con ella y con los demás conspirabais para llevar a cabo su muerte y echarle la culpa a Brampton.
—En ese caso —contestó sir Richard dócilmente—, también debo ser responsable de las muertes de Vechey y de Brampton. Pero tengo testigos. Me quedé en el banquete con mi hermano toda la velada. Le di las buenas noches y el tiempo restante estuve con lady Isabel. Compartimos el lecho —confesó.
—¿Y la noche en que murió Vechey? —preguntó Cranston bruscamente.
—Lo mismo. Tenemos criados aquí. Trabajadores en el patio. Atestiguarán que me quedé aquí, haciendo números, saliendo a mirar las tallas que se hacían para la cabalgata de la coronación del rey.
Lady Isabel se incorporó y apoyó los codos en los brazos de la silla.
—¿Si asesinamos a sir Thomas —preguntó la lady—, cómo pudimos entrar en su aposento, hacerle tragar el veneno y marcharnos cerrando la puerta desde dentro con llave y con cerrojo? Esto, señor, es imposible. —Sus ojos se volvieron hacia Athelstan suplicándole—. Os ruego que nos creáis, señor. ¿Si estábamos juntos en la cama cómo podíamos bajar, coger a Brampton, subirlo hasta el desván y colgarlo? No, yo no fui a los carmelitas. Yo no visité a Simón Foreman. No compré venenos. Soy inocente, no de pecado pero sí de la muerte de mi marido y de los demás. Os juro ante Dios que no tengo nada que ver con esas muertes.
—¿Enviasteis vino a Brampton? —preguntó Athelstan.
—Sí, en señal de paz.
—¿Y Brampton estaba en su habitación?
—No, después me enteré que estaba ocupado llevando la copa de clarete a la habitación de mi marido. —La mujer se secó los ojos—. El criado dejó el vino en la habitación de Brampton y bajó. ¡Eso es todo, lo juro!
A pesar de las lágrimas, Athelstan se seguía preguntando si su adulterio la había convertido en asesina o quizás en cómplice de asesinato. El fraile sintió que la frustración crecía en su interior. ¿Cómo había sido asesinado sir Thomas? ¿Cómo había sido colgado Brampton? ¿Y Vechey? Athelstan se rió con la idea de atar a cada una de las personas de esta casa a los movimientos exactos que realizaron la noche en que murió sir Thomas, y lo mismo con la noche siguiente en que Vechey había desaparecido; pero se dio cuenta de la inutilidad. Es más, no había ninguna prueba real que vinculara los crímenes con alguien de la casa. ¿Quizás se habían ejecutado bajo las órdenes otra persona? ¿Pero quién? ¿Cómo? ¿Y por qué?
Athelstan se levantó y anduvo caminando arriba y abajo justo bajo la tarima, con los dedos en los labios. Cranston lo observaba con atención.
El inteligente fraile sabría tamizar los hechos. El forense estaba totalmente dispuesto a dejar que Athelstan utilizara la ventaja que acababan de ganar.
—Lady Isabel, sir Richard —empezó—, no tengo ninguna prueba real para declararos culpables. Sin embargo, tenemos suficientes pruebas para mandar órdenes de detención y pedir vuestro encarcelamiento en Newgate, Marshalsea o incluso la Torre. —Levantó la mano—. Sin embargo, deseamos vuestra cooperación. Queremos la verdad. Los Hijos del Rico Epulón… vos pertenecéis a ellos, ¿no es cierto, sir Richard?
El mercader asintió.
—Todos en esta casa son miembros, ¿no es así?
—Sí —contestó sir Richard dócilmente—. Todos. La Iglesia condena la usura y el préstamo de dinero a interés alto. Los gremios también lo condenan. Sin embargo, en cada gremio de la ciudad, los mercaderes se agrupan en sociedades. Se bautizan con nombres extraños. El nuestro es conocido por los Hijos del Rico Epulón. Prestamos dinero en secreto a cualquiera que lo necesite, pero cargamos un interés mucho más alto que los lombardos o los venecianos. El dinero se entrega rápidamente. El pago es a varios años. Escogemos a nuestros clientes cuidadosamente: sólo aquéllos que pueden subscribir el préstamo y dan garantías de que dispondrán del dinero que han pedido prestado. Un enigma insignificante, nuestro gremio está lleno de aquelarres así.
—¿Y los acertijos? ¿El zapatero?
Tanto sir Richard como lady Isabel negaron con la cabeza.
—¡No sabemos! —murmuraron al unísono.
—Y las citas de las escrituras del Génesis y del libro del Apocalipsis, ¿conocéis el significado?
De nuevo un coro de negativas. Athelstan volvió a la mesa, enrolló el trozo de pergamino y guardó las plumas y el tintero.
—Sir John, dejemos de momento las cosas como están. Sir Richard y lady Isabel saben ahora que quizás no somos tan estúpidos o tan inútiles como parece. Podéis estar seguro, sir Richard, de que al final descubriremos la verdad y al asesino, sea quien sea él o ella, y que colgará en Elms para que todo Londres lo vea.
Cranston apretó los labios y asintió como si Athelstan hubiera dicho todo lo que había que decir. Se despidieron del mercader y de su amante.
Cuando se marcharon de la mansión de Springall y estaban esperando en Cheapside a que un mozo les trajera los caballos de la cuadra, Athelstan se dio cuenta de que Cranston estaba furioso con él. Sin embargo, el forense esperó a que hubieran montado y a que se hubieran alejado de la casa, y entonces se detuvo y descargó su ira.
—Fray Athelstan —dijo malhumorado—, quisiera recordaros que soy yo el forense y que aquellos dos —señaló en dirección a la casa de los Springall—, sir Richard y su cara amante, ¡son culpables de asesinato!
—Sir John —empezó Athelstan—, mis disculpas.
—¡Disculpas! —imitó Cranston. Se inclinó y agarró el extremo de la silla de Athelstan—. ¡Disculpas! Si hubierais mantenido la boca cerrada, fraile, tal vez podíamos haber obtenido la verdad. Pero ¡no!
»Probamos que lady Isabel fue a ver al boticario. Probamos que ella y sir Richard son amantes, adúlteros, fornicadores y, ¡sólo era cuestión de tiempo y hubiéramos conseguido una confesión de culpabilidad por la muerte de sir Thomas y por todas las demás!
—Yo eso no lo admito, sir John. No hay pruebas reales de asesinato. Ah, sí, son culpables de adulterio. —Athelstan sintió que le invadía la rabia—. Si fuera por eso, sir John, colgaríamos a medio Cheapside por adulterio y seguiríamos sin descubrir al verdadero asesino.
—Mirad. —Sir John se acercó hacia él con la cara llena de cólera—. De aquí en adelante, hermano, os agradecería que guardarais las formas y antes de emitir cualquier juicio me lo consultarais. Como ya he dicho, ¡yo soy el forense!
—Permitidme recordaros, sir John —replicó Athelstan mientras se echaba hacia atrás en su silla—, que soy un clérigo, un sacerdote y no un recadero, ¡ni un perrito faldero! Respecto a estos asuntos diré lo que crea que es mejor y si os resulta tan difícil trabajar conmigo, escribidle a mi padre prior. ¡Me encantaría verme liberado de esta carga! —El fraile elevó tanto la voz que la gente que pasaba por allí se detuvo y se quedó mirándolo con curiosidad—. ¿Creéis que esto me gusta? ¿Ir por ahí escuchando cómo los gordos y los ricos confiesan sus pecados secretos, y en secreto se ríen de nosotros cada vez que nos damos contra una pared y no podemos seguir adelante? ¿Sí?
Athelstan hizo girar al caballo.
—Os sugiero, sir John, que volvamos ambos a nuestras respectivas casas y reflexionemos sobre lo que ha pasado. Quizás mañana o pasado mañana podamos continuar nuestras investigaciones.
—¡Vos os iréis a casa cuando yo os lo diga! —gritó sir John.
—¡Iré cuando yo quiera! —replicó Athelstan.
Y sin esperar más respuesta, le arreó a Philomel y se marchó dejando atrás al forense enrabiado.