XXII
Lo primero que se le ocurrió a Jimmy al oír aquel rumor fue salvar la piel. En aquel momento lo único que pudo pensar era que se hallaba en una situación muy embarazosa, y que le habría resultado difícil explicar por qué se encontraba allí, por lo que lo mejor que podía hacer era no dejarse ver. De un brinco alcanzó la escalerita de la galería, y llegó a su refugio justo cuando se abría la puerta. Permaneció allí, inmóvil, esperando que lo interpelaran; pero, evidentemente, se había escapado a tiempo, porque no oyó ninguna voz. La puerta se cerró sin hacer ruido y volvió a reinar el silencio. La habitación continuaba sumergida en la oscuridad y a Jimmy se le ocurrió la idea de que quizá también el intruso deseaba no ser visto por sus semejantes. En el primer momento de pánico, Jimmy había creído que era la única persona en la biblioteca que no hubiese podido dar satisfactorias explicaciones por su presencia allí, pero ahora, bien escondido en la galería, tenía la comodidad de poder observar los movimientos del intruso y sacar conclusiones.
El primer acto de un hombre honrado hubiese sido el de encender las luces. Y un hombre honrado no hubiese procedido con tanta circunspección. Jimmy, mientras estaba apoyado en la baranda intentando ver algo en la densa penumbra, comprendió que flotaba en el aire algo extraño, y acababa de descubrir este hecho cuando su espíritu adivinó enseguida la identidad del silencioso individuo. No podía ser más que su viejo amigo lord Wisbeach, conocido por los muchachos como Jack el Caballero. Lo sorprendió no haberlo pensado antes. Pero luego se extrañó de que el ladrón se hubiese atrevido a arriesgarse en una empresa semejante, después de la conversación que habían sostenido ambos pocas horas antes en aquella misma habitación.
En aquel instante la oscuridad fue rota por un rayo de luz. El noble había encendido una linterna, y Jimmy pudo verlo perfectamente. Era, como presumió, lord Wisbeach quien estaba arrodillado ante la caja de caudales. Jimmy no lograba ver lo que estaba haciendo, pero la luz de la linterna iluminaba de lleno su rostro, cuyas facciones tenían ahora un aspecto enérgico y decidido, bien diferente de la expresión vacua e indolente que solía adoptar. Luego sucedió algo más: el ladrón dejó escapar una exclamación satisfactoria, y Jimmy pudo ver que la caja de caudales se abría de par en par. Olía a metal fundido. Jimmy no tenía mucha práctica en esas cosas, pero había leído varios artículos sobre los ladrones y sus métodos de trabajo y, por lo tanto, comprendió que Jack el Caballero había usado un soplete de oxiacetileno, que corta los metales.
Lord Wisbeach iluminó con su linterna el interior de la caja fuerte, introdujo una mano y extrajo algo que, con la mayor precaución, colocó en un bolsillo de su americana. Luego se puso en pie, apagó la linterna, dejó sus instrumentos al lado de la caja de caudales y se dirigió a la ventana. Estaba a punto de abrirla cuando Jimmy juzgó que había llegado el momento de intervenir.
—¡Cu-cú! —dijo con tono de amable reproche.
El efecto que aquella voz produjo en lord Wisbeach fue extraordinario. De un brinco se separó de la ventana, dio media vuelta sobre sí mismo e iluminó con su linterna todos los rincones de la habitación.
—¿Quién está ahí? —balbuceó entrecortadamente.
—¡Tu conciencia! —exclamó Jimmy.
Lord Wisbeach, que hasta aquel momento no se había dado cuenta de la galería, dirigió la luz a lo alto, mientras apretaba convulsivamente la pistola.
Jimmy, que se había tendido en el suelo, habló de nuevo.
—Tira esa pistola y la linterna. ¡Te estoy apuntando!
La luz continuó buscando en la oscuridad, pero Jimmy estaba bien escondido.
—Te concedo cinco segundos. Si cuando hayan transcurrido no has dejado caer la linterna y la pistola, dispararé.
Mientras comenzaba a contar, deploró haberse dejado llevar a aquella situación por su amor a las aventuras dramáticas. ¡Con lo fácil que hubiera sido dar la señal de alarma y despertar a toda la casa! ¿Y si su audacia fallaba porque aquel individuo, pasados los cinco segundos, continuaba empuñando la pistola? Lamentó fervorosamente no haberle dado diez en vez de cinco. Jack el Caballero era muy decidido, capaz de arriesgarse a correr el peligro. También era posible que supusiera desarmado a Jimmy. Éste continuó contando lentamente.
—¡Cuatro! —pronunció Jimmy con pesar.
Siguió un momento de profunda ansiedad; luego, con gran contento de Jimmy, la pistola y la linterna cayeron al suelo simultáneamente. En un momento el joven volvió a recuperar su carácter decidido.
—¡Ponte de cara a la pared! —ordenó—. ¡Y manos arriba!
—¿Por qué?
—Porque quiero ver si llevas más armas.
—No llevo ninguna más.
—Prefiero asegurarme por mí mismo. ¡Rápido!
Lord Wisbeach obedeció. Cuando estuvo cerca de la pared, Jimmy bajó la escalera, encendió las luces y buscó en los bolsillos del otro. Enseguida palpó un objeto duro y metálico.
Movió la cabeza con aire de reproche.
—No eres muy veraz en tus afirmaciones. ¿A qué todas estas armas? ¡Yo no eduqué a mi niño para que fuese soldado! Y ahora puedes dar media vuelta y bajar las manos.
Jack el Caballero tenía, sin duda, que poseer un carácter muy filosófico, porque ya parecía consolado de su fracaso. Se sentó en el brazo de un sillón y miró a Jimmy sin aparente hostilidad. Incluso le dedicó una débil sonrisa.
—Creí que te había colocado —dijo—. Eres más listo de lo que me figuraba. Nunca hubiese podido sospechar que no te beberías aquel licor.
Jimmy comprendió entonces un hecho que le había dejado perplejo.
—¿Fuiste tú, pues, quien puso aquel vaso en mi habitación? —preguntó—. ¿Había un narcótico en el licor?
—¿No lo sabías?
—Lo que no sabía era que la virtud fuese premiada tan rápidamente en esta tierra. No bebí aquel licor, no porque sospechase nada, sino por una digna decisión. ¡Me he prometido terminar con cierto estado de cosas!
Su compañero soltó una carcajada. Si Jimmy hubiese conocido mejor a aquel individuo que los muchachos llamaban Jack el Caballero, se hubiese intranquilizado al escuchar aquella risa, porque los que lo conocían bien, decían que cuando Jack el Caballero se portaba de aquella forma, quería decir que tenía reservado algo desagradable.
—Tienes suerte esta noche —comentó Jack el Caballero.
—Así parece.
—Bueno, pero aún no ha terminado todo.
—Le falta muy poco. Harías bien en ir a depositar en la caja de caudales el tubo de ensayo. ¿Creías que me había olvidado?
—¿Qué tubo de ensayo?
—¡Vamos, vamos, viejo amigo! ¡El tubo con el explosivo de Partridge que tienes en un bolsillo de tu americana!
Jack el Caballero rió otra vez y se dirigió a la caja de caudales.
—Deposítalo con todo cuidado en el estante superior —dijo Jimmy.
Un instante más tarde, todos sus nervios estaban a flor de piel. Un grito estentóreo hendió el aire. Jack el Caballero, aparentemente enloquecido, gritaba con todo su aliento:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro…!
Puesto que hasta aquel momento la conversación entre los dos hombres se había mantenido en voz baja, el efecto del tumulto fue semejante al que hubiera podido producir una explosión. Los gritos parecieron repercutir por toda la habitación y sacudir las paredes. Por un instante Jimmy permaneció paralizado, casi atontado por el alboroto. Luego, otro golpe aun más fuerte, que le repercutió en el brazo, le hizo abrir la mano. Extrañado, miró hacia abajo y vio en la alfombra un gran agujero redondo y humeante. El efecto de los gritos del malechor había sido tal que se había olvidado de que tenía en la mano la pistola y, sin darse cuenta, había apretado el gatillo.
Luego los hechos se precipitaron. Jimmy sintió un fuerte golpe en su barbilla. Se tambaleó y, cuando se hubo recobrado, vio apuntándolo la pistola que poco antes había estado a punto de herirle un pie. El rostro sardónico de Jack el Caballero lo miraba por encima del cañón del arma.
—¡Ya te dije que aún no había terminado todo!
El golpe recibido había conmocionado a Jimmy por completo. Permanecía inmóvil, tragando saliva, procurando rehacerse y adquirir el convencimiento de que aún tenía la cabeza sujeta al cuello. Se apoyó en el escritorio para sostenerse mejor.
Justo en aquel momento oyó una voz detrás de él.
—¿Qué ha sucedido aquí?
Jimmy volvió la cabeza. La ventana se abrió, y entró por ella una extraña procesión. En primer término venía míster Crocker, que todavía llevaba su espeluznante disfraz, después un individuo barbudo con gafas redondas que parecían los faroles de un coche, luego Ogden Ford y, finalmente, una mujer de aspecto decidido, con los ojos brillantes, aunque torpemente coordinados, que empuñaba en la mano derecha un revólver de largo cañón y parecía la verdadera imagen de la mujer moderna que no se deja intimidar por naderías.
Jimmy atribuyó a la pesadilla que parecía dominar aquella noche tan accidentada el hecho de que aquella mujer se pareciese extraordinariamente a la camarera que había contestado a su llamada y que había enviado a buscar a su padre. Pero ¿cómo podía ser? A pesar de conocer muy poco las costumbres de las camareras, Jimmy estaba seguro de que no tenían la de vagar durante las horas de sueño con un revólver en la mano.
Mientras el joven se esforzaba para poner un poco de orden en su caos, la puerta se abrió para dejar entrar a otras personas que habían sido atraídas por los gritos y el alboroto. Jimmy se volvió para presenciar aquella invasión y vio a mistress Pett, a Ann, a dos o tres genios y a Willie Partridge, los cuales, en diversos estados de deshabillé, balbuceaban inquiriendo.
La mujer del revólver, que al instante tomó de manera incuestionable el mando de la asamblea, gritó:
—¡Cierren la puerta!
Alguien la obedeció.
—Y ahora, ¿qué ha sucedido? —preguntó, dirigiéndose a Jack el Caballero.