VII
La mar agitada, y una fina lluvia que al caer pinchaba como mil agujas, habían inducido a casi todos los pasajeros del Atlantic a refugiarse en sus camarotes o en la biblioteca, cálida y resguardada. Desde hacía cinco días y cuatro noches, el barco navegaba velozmente sobre el plácido océano, en su camino hacia Sandy Hook; pero en las primeras horas de aquella tarde el viento comenzó a soplar del norte, levantando gruesas olas. Caía la noche, el cielo estaba casi negro, las blancas crestas de las olas fulgían débilmente en el crepúsculo vespertino y el viento silbaba sobre cubierta.
Jimmy y Ann estaban solos en el puente desde hacía media hora. Jimmy era un buen marino, le gustaba luchar contra el viento y pasearse sobre el puente que crujía y vibraba bajo sus pies; pero no esperaba estar en compañía de Ann una noche como aquélla. Había salido por la puerta del comedor principal con su pequeño rostro enmarcado por un capuchón y su esbelto cuerpo enfundado en un gran impermeable, y se le había unido en el paseo.
Jimmy, embargado de felicidad, creía hallarse en el séptimo cielo. Habían transcurrido las últimas jornadas en un estado de intermitente melancolía, consecuencia de haber descubierto que no era el único hombre, a bordo del Atlantic, que deseaba la compañía de Ann, como grata distracción al tedio del viaje. El mundo, cuando se había embarcado en aquella aventura, estaba compuesto exclusivamente por Ann y por él; de tal manera que antes de que el barco estuviese en camino hacia Queenstown no había concebido ni lejanamente la posibilidad de que existieran otros hombres que pudieran dedicar su atención a la muchacha. Y su despertar había sido aún más amargo al darse cuenta de que tales atenciones no parecían ser mal recibidas. Justamente el primer día, a continuación del desayuno, un ser con un leve bigotillo negro y dientes blanquísimos se había precipitado hacia Ann, con gritos de alegría y de sorpresa por el inesperado encuentro. Clamaba que la había conocido antes, en Palm Beach, en Bar Harbour y en una docena de otros lugares y la había inducido a tomar parte en un juego idiota llamado shuffleboard y que resultó ser bastante parecido al tejo.
Y ése no era un caso aislado. Jimmy empezó a darse cuenta de que Ann, a la que hasta entonces había puerilmente considerado una Eva destinada a compartir con él, su Adán, una especie de Edén exclusivo para ellos, era en extremo conocida, y tenía un carácter muy sociable. El empleado de la naviera había mentido absurdamente cuando le había dicho que eran muy pocas las personas que efectuaban aquella travesía en Atlantic. El barco estaba repleto, y albergaba una cantidad enorme de Rollos, Clarences, Dwights y Twombleys que habían conocido a Ann y jugado al golf, montado a caballo, nadado, bailado e ido en coche con ella durante varios años. Un espectral individuo, un tal Edgar o Teddy, había batido a Jimmy apenas por una cabeza en una carrera cuyo premio consistía en el derecho a ocupar una silla al lado de Ann en el puente. Jimmy se había alejado de aquel lugar para no ver el espectáculo de aquella bestial criatura envuelta en mantas y sentada al lado de la muchacha leyéndole unas revistas.
Muy pocas veces había podido hablar con Ann desde el comienzo del viaje. Cuando no paseaba con Rollo, o no jugaba con Twombley al shuffleboard, permanecía en el interior del barco, procurando aliviar los sufrimientos de su tía, enferma permanente de mareo y a la que en las conversaciones denominaba «la pobre tía Nesta». Algunas veces Jimmy veía al hombrecillo —seguramente, su tío— en la sala de fumar, y una vez, en un tranquilo rincón del puente, encontró al muchacho gordo que se reponía de los efectos de un cigarro consumido a escondidas. Pero, aparte estos raros encuentros, la familia de Ann era completamente desconocida para él, como si nunca hubiese visto antes a la muchacha y no le hubiese salvado la vida.
Pero ahora Ann estaba junto a él como caída del cielo. Y estaban juntos, solos, azotados por el viento que soplaba, y bajo una llovizna que mortificaba al caer.
Rollo, Clarence, Dwight y Twombley, sin mencionar a Edgar (o tal vez Teddy), estaban en el interior del buque medio moribundos, como Jimmy deseaba. ¡Tenían el mundo entero para ellos dos!
—Me gusta que haga mal tiempo —dijo Ann levantando el rostro hacia el viento. Sus ojos brillaban. Estaba fuera de duda que no había en el mundo otra muchacha como ella—. A la pobre tía Nesta, en cambio, no le gusta. Ya se marea lo suficiente cuando la mar está tranquila. Este oleaje agrava su estado. Justamente he ido a verla hace un momento, para intentar aliviarla.
Jimmy cayó en una especie de éxtasis al imaginarse aquella escena. Ann, siempre tan hermosa, se lo pareció aún mucho más en su papel de ángel consolador. Quería decírselo, pero no encontraba las palabras precisas. Llegaron hasta la extremidad del puente y regresaron. Ann lo miró.
—Desde que nos hemos embarcado, casi no le he visto. —Hablaba con un ligero tono de reproche—. Hábleme de usted, míster Bayliss. ¿Por qué va a América?
Jimmy tenía en la punta de la lengua una invectiva contra Rollo, pero inmediatamente cerró la boca. Ante la petición de la muchacha de que la informara sobre su vida, le pareció absurda su anterior ojeriza. Después de todo, ¿qué le importaban los Rollos? Carecían de sitio en aquel pequeño mundo azotado por el viento. Estaban en sus camarotes, gimiendo, desfallecidos.
—A hacer fortuna. Así lo espero, por lo menos.
Ann quedó satisfecha por la confirmación de las suposiciones que había empezado a hacer en la estación de Paddington.
—¡Qué feliz sería su padre si lo consiguiera!
La conversación se complicaba de tal forma que Jimmy tuvo que reflexionar unos instantes para comprender a qué padre se refería la muchacha. Y dedujo que debía tratarse de Bayliss, el mayordomo.
—Sí, sería muy feliz.
—Es un simpático anciano —dijo Ann—. Me figuro que está muy orgulloso de usted, ¿no?
—Así lo espero.
—Tendrá que trabajar enormemente en América para no darle una desilusión. ¿Qué es lo que piensa hacer?
Jimmy pensó un momento.
—Creo que me dedicaré al periodismo.
—¡Oh! ¿Por qué? ¿Tiene alguna experiencia?
—Un poco.
Dio la impresión de que Ann se retraía un poco, como si su entusiasmo hubiese recibido una ducha fría.
—Supongo que será una buena profesión. A mí, particularmente, no me gusta mucho. No he conocido más que a un solo periodista en toda mi vida, y me era tan antipático que quizá por eso ahora estoy prevenida contra la profesión en general.
—¿Quién fue el que motivó esta aversión?
—Es imposible que lo conozca. Trabajaba para un periódico americano. Un tal Crocker.
Un repentino golpe de viento los hizo retroceder un paso e hizo imposible cualquier conversación. Fue una suerte para Jimmy, porque en aquel momento habría sido incapaz de articular una sola palabra. El saber que Ann lo había conocido anteriormente le había hecho enmudecer de golpe. Aquellas cosas estaban más allá de su comprensión. Le desconcertaban. Unas nuevas palabras de Ann le dieron la solución. Estaban refugiados tras una barca, y ahora él podía oírla.
—Fue hace cinco años, y lo vi tan sólo unos instantes, pero el prejuicio contra el periodismo ha persistido en mí.
Jimmy empezaba a comprender. ¡Cinco años antes! No era de extrañar que ahora no se hubiesen reconocido. Hurgó en sus recuerdos, pero no salió nada a la superficie. Y, sin embargo, había tenido que ser algo relativamente importante para que ella lo recordase. Era evidente que su sola personalidad no podía haberle sido antipática hasta el punto de producirle una impresión tan duradera.
—Quisiera que usted se dedicase a algo mejor que a escribir en los periódicos —dijo Ann—. Siempre he creído que el lado mejor de América consiste en que es la tierra de las aventuras. Hay millones de posibilidades de que le suceda a uno algo extraordinario. ¿No tiene espíritu aventurero, míster Bayliss?
Ningún hombre acepta fácilmente la insinuación de tener un espíritu refractario a las aventuras.
—¡Claro que lo tengo! —exclamó Jimmy indignado—. Soy capaz de intentar todo lo que se me ofrezca.
—Estoy realmente contenta.
La amistad que sentía por aquel joven no hacía sino profundizarse más y más. Ella amaba las aventuras, y calificaba a los miembros del sexo opuesto según su capacidad aventurera. En su casa, Ann vivía en un tranquilo ambiente rodeado de una atmósfera tan monótona que a veces la enervaba.
—Las aventuras —dijo Jimmy— son todo en la vida. O, por lo menos, casi todo —añadió débilmente.
—¿Por qué las califica de esta manera? Las aventuras son lo mejor que hay en la vida.
A Jimmy le pareció que había llegado el momento oportuno para decir una cosa que tenía en la punta de la lengua desde que había conocido a Ann. Muchas veces, a altas horas de la noche, fumando una pipa tras otra y pensando en ella, Jimmy se había imaginado una escena como aquélla: Ann y él solos sobre el puente desierto, con lo que ella le daría inocentemente la ocasión para murmurar una serie de frases tiernas. Ann se detendría para escucharle, y, tímidamente, le preguntaría qué significaba aquella actitud. Y luego…, oh, bueno, ¡luego eran tantas las cosas que podían suceder! Y ahora el momento había llegado. Era cierto que, según su imaginación, la escena hubiese tenido que transcurrir bajo el claro de luna; y, en cambio, en el momento presente arreciaba lo que casi era un huracán bajo un cielo color de tinta. Además, no podía decirse una sola palabra en voz baja, ya que los elementos mugían y protestaban airados; pero no obstante estas consideraciones, la ocasión era demasiado propicia para dejarla escapar. Tal vez nunca volvería a presentársele otra. Esperó que el barco recobrara el equilibrio tras un salto aparentemente suicida en el interior de una enorme ola, y, acercándose a ella, gritó:
—¡El amor es lo mejor de la vida!
—¿El qué? —chilló Ann.
—¡El amor! —bramó Jimmy.
Un momento más tarde deseó ardientemente haber esperado a formular aquella profesión de fe, porque habían llegado a un lugar de la anatomía del barco que formaba un reducido ángulo bastante tranquilo, donde era posible oír las palabras emitidas en las tonalidades ordinarias de la voz humana. Se detuvo, y Ann hizo lo mismo, pero de mala gana. Tenía conciencia de experimentar cierta desilusión, y su sentimiento de amistad y de camaradería por aquel joven había variado ligeramente. Tenía unos puntos de vista bien arraigados, que creía inalterables, sobre su interlocutor.
—¡El amor! —exclamó. Estaba demasiado oscuro poder contemplar su rostro, pero su voz sonaba con un tono de profundo desprecio—. No creía que fuese usted tan convencional en esto. Consideré que era usted diferente a los demás.
—¿Eh? —dijo Jimmy palideciendo.
—Odio todas esas historias sobre el amor, como si éste fuera la única cosa bella que pudiera darnos la vida. Todos los libros que leemos, todas las canciones que escuchamos, no hablan más que de amor. Es como si todos los hombres de la tierra estuviesen de acuerdo para intentar convencerse de que hay algo maravilloso justamente a la vuelta de cada esquina, y que si quisieran podrían conseguirlo. Y se hipnotizan a sí mismos hasta el punto de que no piensan en nada más, y desprecian todo lo que nos brinda la vida.
—Eso es de Shaw, ¿no? —dijo Jimmy.
—¿Qué es lo que es de Shaw?
—Lo que usted acaba de decir. Ha leído usted a Bernard Shaw, ¿verdad?
—No. —Y vibró una nota de acidez en la voz de Ann—. Es un criterio absolutamente original.
—Pues creo estar seguro de haberlo oído ya.
—Esto significa que ha tratado con otra persona de sentido común.
Jimmy estaba perplejo.
—Pero ¿por qué ese odio contra el amor?
Ann estaba ahora bien segura de que aquel joven no le gustaba tanto como había creído. Para una muchacha inteligente, el oír definir su filosofía con la palabra «odio», era algo terrible.
—Porque he tenido el valor de pensar por mí misma sin dejarme cegar por vulgares supersticiones. Todo el mundo está unido en el esfuerzo de convencerse de que hay algo que llaman amor, y que ese algo es la parte más maravillosa de la vida. Los poetas y los novelistas han contribuido a la formación de esa leyenda, que no es más que una gigantesca estafa.
Un sentimiento de tierna compasión invadió el alma de Jimmy. Ahora lo comprendía todo. Era natural que una muchacha cuya existencia había transcurrido en compañía de Rollos, Clarences, Dwights y Twombleys, acabara por estar convencida de la imposibilidad de enamorarse de nadie.
—Aún no ha encontrado al hombre adecuado —dijo. En realidad, lo había encontrado desde hacía poco, pero eso se lo haría comprender más tarde.
—Si por el hombre adecuado —dijo Ann con resolución— entiende usted un hombre capaz de inspirar lo que se llama un amor romántico, le digo que ese hombre no existe. Creo en el matrimonio…
—¡Bien dicho! —dijo Jimmy, muy satisfecho.
—… pero no como el resultado de una especie de delirio. Creo que tiene que ser una unión entre dos amigos que se conocen muy bien y que se tienen mutua estimación y confianza. Para considerar al matrimonio desde un justo punto de vista, lo que hay que hacer, ante todo, es liberarlo de capítulos de novela, exaltaciones y escalofríos. Es necesario elegir un hombre bueno, amable, divertido, lleno de vida, dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para que su mujer sea feliz.
—¡Ah! —dijo Jimmy arreglándose la corbata—. Bueno, eso ya es algo.
—¿Qué quiere decir con «eso ya es algo»? ¿Le choca mi modo de pensar?
—No creo que ése sea su modo de pensar. Usted ha leído a algunos de esos rígidos autores que analizan las cosas.
Ann se puso a patalear. No podía oírse el sonido, pero Jimmy vio el movimiento.
—¿Tiene frío? —preguntó—. Continuemos paseando.
El sentido del humor de Ann resurgió. Nunca se desvanecía por mucho tiempo. Rompió en una carcajada.
—Sé exactamente lo que está pensando —dijo—. Cree que mantengo una pose, y ésas no son mis verdaderas opiniones.
—No pueden serlo. Pero tampoco creo que esté usted interpretando un papel. Se acerca la hora de la cena, y siente ese vacío, esa languidez, que le hacen considerar al mundo como un enorme fraude. La campana sonará dentro de pocos minutos, y media hora más tarde volverá a encontrarse a sí misma.
—¡Pero si soy siempre yo! Me figuro que no puede comprender por qué una muchacha bonita tiene semejantes ideas.
Jimmy la cogió por un brazo.
—Permítame que la ayude —dijo—. Hay un embrollo de cuerdas sobre el puente. Vigile dónde pone los pies. Y ahora escúcheme bien. Estoy satisfecho de que haya abordado ese punto… Me refiero a que haya dicho que es la mujer más hermosa del mundo conocido…
—Yo nunca dije eso.
—Su modestia se lo ha impedido. Pero es un hecho indudable. Estoy satisfecho, repito, porque eso es lo que creo, y estaba ansioso por discutir con usted mi punto de vista. Tiene usted los cabellos más espléndidos que he visto nunca.
—¿Le gustan los cabellos rojos?
—¡Rojo oro!
—Es usted muy amable diciendo esto. Cuando era niña los otros chicos me llamaban «Zanahoria».
—Y, sin duda, han terminado mal sus días. Creo que sus pequeños amigos eran un grupo de tigres. Pero habría alguno amable entre ellos, ¿no? ¿O es que todos la llamaban «Zanahoria»?
—Casi todos. A excepción de dos o tres que me llamaban «Cabeza de ladrillo».
—Seguramente los habrán electrocutado. ¡Sus ojos son una perfecta maravilla!
Ann retiró el brazo. Su profundo conocimiento de la juventud masculina la avisaba de que había llegado el momento de cambiar de conversación.
—América le gustará mucho —dijo.
—No estamos hablando de América.
—Yo sí. Es un país extraordinario para un hombre que ambicione el éxito. Si me encontrara en su caso, iría al Oeste.
—¿Vive usted en el Oeste?
—No.
—Y entonces, ¿por qué me sugiere que vaya allí? ¿Dónde vive usted?
—En Nueva York.
—Entonces iré a Nueva York.
Ann procedía con prudencia, pero se divertía. Las proposiciones de matrimonio —y Jimmy parecía a punto de hacer una— no eran una novedad en su vida. En el curso de varias temporadas en Bar Harbour, en Tuxedo, en Palm Beach y en la propia Nueva York había gastado buena parte de su tiempo frustrando y desalentando el ardor de una serie de jóvenes sentimentales que habían depositado sus corazones a sus pies sin que ella se lo pidiera.
—Todo el mundo puede ir a Nueva York, según tengo entendido…
Jimmy se había quedado silencioso. Había hecho todo lo que podía para combatir su tendencia a la depresión y esforzándose en permanecer alegre, pero la aparente y total indiferencia de la muchacha era demasiado para sus nervios. Uno de los jóvenes que habían depositado su corazón a los pies de Ann y que habían tenido que recogerlo e ir a otra parte para hacerlo reparar, había confiado a un amigo íntimo, cuando ya la herida no le hacía sufrir tanto, que los sentimientos de un hombre que intentara cortejar a Ann podían compararse a las emociones que se supone que puede sentir el chocolate hirviendo al entrar en contacto con el helado de vainilla. Si Jimmy hubiese conocido esa comparación, habría podido confirmar su perfecta similitud. El viento del mar, que hasta entonces había sido sólo afilado, se había vuelto terriblemente frío. La canción del viento, que antes era melodiosa, se había convertido en un aullido.
—Yo también, hace algunos años, era muy sentimental —dijo Ann, volviendo al argumento anterior—. Cuando salí del colegio soñaba en todo momento con la luna, con el mar, con la primavera. Luego sucedió algo que me hizo comprender qué loca y equivocada estaba. No fue un momento muy agradable, pero vigorizó mis nervios. Desde entonces he sido una mujer completamente diferente. Y, por cierto, fue un hombre el que lo consiguió. Su método fue sencillísimo: se burló de mí; luego la naturaleza hizo lo demás.
En la oscuridad Jimmy frunció el ceño mientras negros pensamientos de muerte contra aquel desconocido bruto invadían su mente.
—Me gustaría encontrarme con ese individuo —gruñó.
—No es fácil —dijo Ann—, vive en Inglaterra. Su nombre es Crocker… Jimmy Crocker. Ya le hablé de él hace un rato.
A través del aullido del viento se oyó la campana del comedor. Ann se dirigió hacia la puerta.
—¡La cena! —dijo alegremente—. ¡Cómo abren el apetito los viajes por mar! —Se detuvo en el umbral—. ¿No entra usted, míster Bayliss?
—No, ahora no —musitó Jimmy.