XVII
Mientras tanto, abajo, en el comedor, Jimmy fumaba un cigarrillo tras otro mientras examinaba mentalmente los aspectos de la situación. Al poco entró Ann.
—Ah, ¿está usted aquí? —dijo—. Creí que estaría en el piso de arriba.
—He tenido una conversación deliciosa y entretenida con mi viejo amigo lord Wisbeach.
—¡Válgame Dios! ¿Sobre qué?
—Sobre esto y aquello.
—¿No han hablado de los viejos tiempos?
—No. No tocamos ese tema.
—¿Continúa creyendo que es usted Jimmy Crocker? ¡Estoy tan nerviosa, que casi no puedo hablar! —exclamó Ann.
—Yo no estaría nervioso —dijo Jimmy con voz alentadora—. Las cosas no pueden marchar mejor.
—Eso es, precisamente, lo que me pone nerviosa. Nuestra suerte es demasiado grande para que pueda durar. Corremos riesgos gravísimos. La situación ya hubiera sido difícil por sí sola sin Skinner ni lord Wisbeach. A cada instante puede usted cometer algún error fatal. Gracias a Dios, por el momento tía Nesta no sospecha de usted desde que Skinner y lord Wisbeach han dicho que lo conocían. Pero los ha visto sólo unos minutos. Si permanecen frente a frente más tiempo, acabarán dudando. No consigo comprender cómo ha podido representar su papel con lord Wisbeach. Estaba segura de que le hablaría de cuando eran amigos en Londres. Pero no debemos abusar de nuestra buena suerte. Deseo que vaya a ver a tía Nesta, y le pida que readmita a Jerry.
—¿Aún sigue usted negándose a que ocupe la vacante de Jerry? —preguntó Jimmy.
—¡Desde luego! Encontrará a mi tía arriba.
—Muy bien. Pero supongamos que no consigo convencerla de que perdone a Jerry…
—Estoy segura de que hará todo cuanto le pida. ¿Ha advertido lo amable que ha estado con usted durante el almuerzo? Es imposible que desde entonces haya sucedido algo que la haya hecho cambiar de idea.
—Muy bien. Allá voy.
—Cuando termine de hablar con ella, vaya a la biblioteca y espéreme allí. Es la segunda habitación del otro lado del pasillo. He prometido a lord Wisbeach que lo llevaría en mi coche a su hotel. Acabo de verlo y me ha dicho que tía Nesta lo ha invitado a hospedarse aquí, y que por eso tiene que ir al hotel a preparar su equipaje. Tardaré unos veinte minutos. Volveré directa a casa.
Jimmy se sintió vagamente intranquilo ante la noticia.
—¿Conque lord Wisbeach viene a vivir aquí?
—Sí. ¿Por qué?
—¡Oh, por nada! Bueno, me voy a ver a mistress Pett.
No podía observarse ninguna señal de la conmoción que poco antes había alterado la paz de la sala de estar cuando Jimmy entró en ella. El auricular del teléfono estaba de nuevo colocado en su soporte, mistress Pett había vuelto a sentarse en su silla, y Aida la perrita, a meterse en su cesto. Mistress Pett, tranquilizada ahora que había llamado a Sturgis en su ayuda, estaba absorta en la lectura de uno de sus propios libros. Aida dormía y roncaba.
A pesar de todo, ver a Jimmy sacó a mistress Pett de su calma literaria. Después de lo que le había dicho lord Wisbeach, sus ojos vieron algo siniestro incluso en la manera como entró en la habitación. Un hormigueo recorrió todo su cuerpo. En su libro titulado Un asesino de la buena sociedad (un dólar y treinta y cinco centavos, precio neto; todos los derechos de traducción reservados para todos los países, incluidos los escandinavos), mistress Pett había retratado precisamente a un hombre semejante: afable, engañoso, temible. Instintivamente, al ver a Jimmy recordó la infame conducta de Marsden Tuke, su personaje —hasta el penúltimo capítulo no conseguían frustrar sus diabólicas maquinaciones—, y le pareció que el joven era su encarnación. Recordó que lo describía como un hombre de aspecto muy agradable, el más adecuado para engañar a las personas decentes y aprovecharse de ellas, por lo que la juventud y la buena presencia de Jimmy lo hicieron parecer aún más ruin a sus ojos. En resumidas cuentas, difícilmente hubiera podido encontrarse en un estado de ánimo menos adecuado para mostrarse receptiva a cualquier petición que procediera de él. Incluso si le hubiera preguntado qué hora era, habría sospechado que tenía motivos ocultos para hacerlo.
Jimmy no lo sabía. Notó que mistress Pett lo miraba con cierta frialdad, aunque no lo atribuyó a que sospechara de él; por ello, procuró captarse su simpatía con una cordial sonrisa. Era lo peor que podía hacer: la sonrisa de Marsden Tuke había sido su arma más temible. La gente, deslumbrada por ella, le confiaba sus joyas y sus bienes más preciados.
—Tía Nesta —dijo Jimmy—, quisiera pedirle un favor personal.
Mistress Pett se estremeció al oír con qué desenvoltura pronunciaba su nombre. Jimmy superaba con creces a Marsden Tuke. Éste, por muy falso que fuera, no habría sido capaz de llamarla «Tía Nesta» con tanta afabilidad.
—¿Sí? —dijo al fin. Le costaba hablar.
—Esta mañana he encontrado a un viejo amigo. Estaba muy triste y apenado. Al parecer, por excelentes razones, sin duda, usted lo despidió. Se trata de Jerry Mitchell.
Mistress Pett quedó ahora anonadada. La conspiración parecía ser cada vez más complicada. Sus ramificaciones incluían al hombre que estaba ante ella, a su mayordomo, que gozaba hasta entonces de toda su confianza, y al ex instructor físico de su marido. ¿Quién sabía hasta dónde podían llegar? Jerry Mitchell nunca le había gustado, pero tampoco habría sospechado nunca que fuese un conspirador. Sin embargo, si aquel hombre que decía llamarse Jimmy Crocker era viejo amigo suyo, no podía ser otra cosa.
—Mitchell —continuó Jimmy inconsciente de las emociones que sus palabras suscitaban en el pecho de la digna señora— me ha explicado lo que sucedió ayer. Está muy deprimido: no comprende cómo pudo comportarse de aquella manera tan abominable. Me suplicó que le dijera cuánto lamenta su brutal conducta, y me rogó que mencionara que, hasta ahora, su hoja de servicios estaba inmaculada.
Jimmy enmudeció. No recibía ninguna palabra de aliento y creía percibir que su discursito no había producido la menor impresión. Mistress Pett permanecía rígida en su silla en actitud defensiva, sin parecer emocionada por su elocuencia.
—En fin —concluyó Jimmy—, el pobre está realmente apenado.
Se hizo el silencio durante un instante.
—¿Cómo es que conoces a Mitchell? —preguntó mistress Pett.
—Nos conocimos cuando yo trabajaba en el Chronicle. Asistí a varios de sus combates. Es un excelente individuo, y tenía un directo de derecha verdaderamente súper…, quiero decir excelente. Ha evitado en muchas ocasiones que cayera sobre la lona, ¿sabe?
—Los boxeadores no me han gustado nunca —dijo mistress Pett—. Y desde el primer momento me opuse a que Jerry Mitchell entrara en la casa.
—Entonces me figuro que no querrá readmitirlo, ¿verdad?
—¡No! ¡Ni soñarlo!
—¡Está lleno de remordimientos!
—Si le resta algún átomo de sentimiento humano, es de suponer que lo esté.
Jimmy calló. Le parecía que las cosas no marchaban como debían. Temió que, por vez primera en su vida, Ann no pudiese lograr lo que se había propuesto. De esta reflexión nació la de que la muchacha tal vez le atribuyese la culpa del fracaso de sus deseos. Lo que no era una perspectiva muy agradable.
—En realidad, le tiene a Ogden mucho cariño.
—¡Ejem! —dijo mistress Pett.
—Creo que ha sido el calor lo que le excitó. En condiciones normales no golpearía ni a un corderito. ¡Nunca le he visto hacerlo!
—¿Qué es lo que no le has visto hacer?
—Golpear a un corderito.
—¡Isch! —dijo mistress Pett. Era la primera vez que Jimmy oía salir aquel monosílabo de una boca humana, y, acertadamente, pensó que debía significar desaprobación, escepticismo y aburrimiento. El joven estaba convencido de que su misión no sería coronada por el éxito.
—Entonces ¿puedo decirle que todo queda igual? —preguntó.
—¿Qué significa eso de que todo queda igual?
—Que puede volver.
—¡De ninguna manera!
Mistress Pett no era una mujer miedosa, pero no pudo menos que estremecerse a medida que el complot se desarrollaba ante sus ojos. Su gratitud por lord Wisbeach se convirtió en una especie de adoración. De no haber sido por las revelaciones del noble, seguramente habría consentido que Jerry Mitchell volviese a ocupar su puesto. A pesar de no tener ninguna simpatía por Jimmy Crocker, había quedado tan satisfecha al ver que el joven había regresado a América contra los deseos de su madrastra, que no le habría negado nada. Pero ahora mistress Pett tenía la impresión de ver, sin ser vista, la banda de conspiradores; es decir, se hallaba en la posición estratégica de una persona que, aparentemente, se deja engañar y que, en cambio, está al tanto de todo.
Pensó por un instante si no sería conveniente permitir que Jerry regresara. Evidentemente, su presencia era necesaria para llevar a cabo el complot, y quizá fuera mejor, para poder sorprender a todos aquellos bandidos juntos, admitirlo de nuevo en la casa. Pero luego pensó que el supuesto Jimmy Crocker y Skinner ya darían bastante que hacer a lord Wisbeach y al detective. Habría sido tonto complicar todavía más las cosas. Mistress Pett lanzó una mirada al reloj que había sobre la chimenea. Si, como le había prometido, míster Sturgis había salido inmediatamente hacia su casa, no podía tardar en llegar. La idea de la inminencia de su llegada la consoló. Estaba contenta de poderse poner en manos de un experto.
Jimmy se había parado en medio de la habitación, resistiéndose a aceptar aquella negativa a su petición.
—No volverá a suceder nunca —dijo—. Me refiero a lo que sucedió ayer. No tenga usted miedo.
—No tengo miedo —contestó secamente mistress Pett.
—Si lo hubiese visto…
—Pero ¿cuándo lo vio? Desembarcó esta mañana, fue enseguida a ver a míster Pett y después vino con él aquí. Me gustaría saber cuándo vio a Mitchell.
Mistress Pett se arrepintió al punto de haber pronunciado aquellas palabras, ya que podían poner sobre aviso a aquel hombre y hacerle comprender que sospechaba algo. Pero, por otro lado, quedó satisfecha al ver que el supuesto Jimmy pareció momentáneamente confundido.
—Lo encontré cuando fui a buscar mi equipaje —dijo al fin Jimmy.
Marsden Tuke se habría comportado exactamente de la misma manera. Tuke siempre lograba salir de apuros con excusas por el estilo. Mistress Pett sintió acrecentarse el horror que le inspiraba Jimmy.
—Le dije —continuó el joven— que usted me había invitado amablemente a hospedarme aquí, y entonces él me habló de su desgracia y me rogó que intercediese en su favor. Si lo hubiese visto como yo lo vi, presa de los remordimientos y del dolor, se habría compadecido. Su corazón de mujer…, su corazón de mujer…
Pero Jimmy no pudo concluir su frase sobre el corazón de mistress Pett, porque se abrió la puerta y la respetuosa voz de míster Crocker anunció:
—Míster Sturgis.
El detective entró con paso rápido, como si el tiempo fuese dinero para él. Efectivamente, la Agencia Internacional de Detectives, de la que era propietario, tenía siempre mucho trabajo. Era un hombre tan delgado que parecía famélico, de unos cincuenta años, pupilas hundidas y labios delgados. Tenía la costumbre de vestirse a la última moda, porque su axioma favorito era que un hombre, aunque sea un detective, debe tener siempre el aspecto de un caballero. Parecía un tendero dispuesto a dar su paseo dominical. Su aspecto exterior engañó a Jimmy por completo, quien abandonó la habitación convencido de que el recién llegado era uno de tantos que solían ir a visitar a su tía.
El detective lo miró con ojos penetrantes mientras Jimmy pasaba a su lado camino de la puerta, tenía la costumbre de mirar a todo el mundo con ojos penetrantes. No costaba nada y era una cosa que impresionaba a los clientes.
—Estoy muy contenta de que haya venido, míster Sturgis —dijo mistress Pett—. Tome asiento, por favor.
Míster Sturgis se sentó, dio un tirón a sus pantalones, lo suficiente para impedir que formasen arrugas en las rodillas y poder de ese modo conservar la elegancia del traje, y miró con ojos penetrantes a mistress Pett.
—¿Quién es ese joven que acaba de salir? —preguntó.
—Precisamente por su causa deseo consultarlo, míster Sturgis.
Míster Sturgis se apoyó en el respaldo de la silla y juntó las puntas de los dedos.
—Dígame por qué razón ha venido aquí.
—Pretende ser mi sobrino James Crocker.
—¿Su sobrino? Pero ¿es que no lo ha visto nunca?
—Nunca. Debo explicarle que hace algunos años mi hermana se casó por segunda vez. Yo no aprobé ese matrimonio y rehusé conocer al marido y al hijo de éste. Hace algunas semanas fui a Inglaterra por razones privadas. Y pedí a mi hermana que dejara venir al muchacho a trabajar en el despacho de mi marido. Ella se negó, y regresé a Nueva York. Esta mañana quedé muy sorprendida al recibir una llamada telefónica de míster Pett desde su oficina en la que me comunicó que James Crocker había llegado inesperadamente y que se encontraba en aquel momento en su despacho. Luego vinieron aquí y el muchacho se portó de tal manera que todo parecía indicar que era en efecto mi sobrino. Mostraba un carácter bromista y sarcástico muy propio del verdadero James Crocker, por lo menos, por lo que he oído decir de él.
Míster Sturgis hizo con la cabeza una señal de aprobación.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo—. He leído algo en los periódicos. ¿Y después?
—Pues bien, por extraño que parezca, desde el primer momento me sentí intranquila. Cuando digo que aquel joven parecía ser precisamente mi sobrino, quiero decir que lo mismo opinaban mi marido y mi sobrina, que vive con nosotros. Por mi parte tenía razones, de las que es inútil que ahora hable, para ponerme en guardia, y enseguida empecé a sospechar. Lo que despertó, sobre todo, mis sospechas fue el hecho de que mi marido creyera reconocer en este individuo a un joven que había viajado con nosotros en el Atlantic cuando regresamos de Inglaterra, mientras que él sostiene que ha desembarcado esta mañana del Caronia.
—¿Está usted segura de esto, mistress Pett? ¿Ha dicho que ha desembarcado precisamente esta mañana? —preguntó míster Sturgis.
—Estoy segura. Por lo que respecta a la afirmación de mi marido, por desgracia, no estoy en condiciones de poder confirmarlo, porque durante la travesía me encontré tan mal que tuve que permanecer constantemente en el camarote. A pesar de todo, como ya le he dicho, tuve ciertas sospechas. No sabía qué hacer para asegurarme de si eran fundadas o no, y entonces recordé que mi mayordomo, Skinner, había servido en casa de mi hermana en Londres.
—¿Es el hombre que me ha anunciado? —preguntó el detective.
—Sí. Lo tomé a mi servicio hace unos días, cuando llegó de Londres. Por lo tanto, decidí esperar hasta que Skinner hubiese visto al joven, porque cuando el impostor llegó por primera vez a mi casa, lo hizo con mi marido, que abrió la puerta con su llave, de manera que Skinner no pudo verlo.
—Comprendo —dijo míster Sturgis, que miraba con ojos penetrantes a la perrita Aida, que se había levantado y le husmeaba las piernas—. Usted pensó que si Skinner conocía a ese individuo, su identidad quedaría plenamente demostrada, ¿verdad?
—Exactamente.
—¿Y le conocía?
—Sí, pero aguarde. Aún no he terminado. Mi mayordomo afirmó conocerlo, y mis sospechas se apaciguaron. Pero tampoco me fiaba de Skinner. Debo decirle que me aconsejó que no me fiara de él un gran amigo mío, lord Wisbeach, un noble inglés al que conocemos íntimamente desde hace mucho años. Pertenece a la familia Wisbeach del Shropshire, ¿la conoce?
—Desde luego —dijo míster Sturgis.
—Lord Wisbeach es muy amigo del verdadero Jimmy Crocker. Hoy ha venido a almorzar y se ha encontrado con ese impostor. Lord Wisbeach fingió que lo conocía para no ponerlo sobre aviso, pero después del almuerzo vino aquí y me dijo que, en realidad, no había visto a ese hombre en su vida, y que, quienquiera que sea, no es ni mucho menos, mi sobrino James Crocker.
Mistress Pett se interrumpió y miró a míster Sturgis. El detective sonrió.
—Pero eso no es todo —continuó mistress Pett—. Hay más. Míster Pett tenía como instructor físico a un tal Jerry Mitchell. Ayer lo despedí por razones que es inútil que exponga. Hoy, justamente, mientras usted venía hacia aquí, el miserable que se hace pasar por Jimmy Crocker me suplicó que permitiese que Jerry Mitchell volviera a ocupar su puesto. ¿No le parece muy sospechoso todo esto, míster Sturgis?
El detective cerró los ojos y sonrió de nuevo. Luego volvió a abrirlos y miró a mistress Pett.
—¡Es un caso verdaderamente interesantísimo! —exclamó—. Mistress Pett, permítame que le diga una cosa. Una de mis cualidades es que nunca olvido un rostro, aunque sólo lo haya visto una vez. Dice que ese joven sostiene que ha desembarcado esta mañana. Pues bien, hace aproximadamente una semana lo vi en un café de Broadway.
—¿Que usted lo vio?
—Sí. Estaba hablando con Jerry Mitchell. Conozco a Mitchell de vista.
Mistress Pett dejó escapar una exclamación.
—Sobre su mayordomo —prosiguió el detective— también tengo algo que decirle. Supongo que sabrá que las grandes agencias de detectives, como la Anderson, por ejemplo, cuando reciben el encargo de dar con el paradero de alguien que es buscado por cualquier razón, recurren a menudo a una agencia pequeña, como la mía, y le proponen trabajar juntos. Se gana tiempo y se amplía el campo de acción. Para nosotros es un placer hacerle un favor a Anderson, y Anderson es una sociedad lo suficientemente importante para darnos trabajo. Pues bien, hace algunos días, un amigo mío que está empleado en la Agencia Anderson vino a verme con un paquete de fotografías que le había sido enviado de Londres, no recuerdo si por algún cliente particular o por Scotland Yard. Tampoco recuerdo la razón por la que buscaban a la persona que aparecía en aquellas fotos, pero sí que Anderson está encargado de encontrarla. Mi don extraordinario de recordar todas las fisonomías me ha permitido ayudar más de una vez a la Agencia Anderson. Estudié muy detenidamente los retratos y conservé un par de ellos. Justamente llevo uno encima. —Sacó una fotografía de un bolsillo—. ¿Lo reconoce?
Mistress Pett vio la fotografía de un hombre de mediana edad, grueso, de aspecto bonachón, con aquella característica mirada a media distancia propia de todas las fotografías.
—¡Skinner! —exclamó.
—Justamente —dijo míster Sturgis, que volvió a guardarse la fotografía en un bolsillo—. Lo reconocí enseguida, en cuanto me abrió la puerta.
—Pero… Pero estoy casi segura de que Skinner es el mayordomo que me introdujo en casa de mi hermana.
—¡Casi! —repitió el detective—. ¿Lo ha observado con atención?
—No, la verdad es que no.
—Es un tipo muy vulgar. Para un bandido inteligente sería sumamente fácil disfrazarse de mayordomo de su hermana lo bastante bien para engañar a una persona que no lo haya visto más que un par de veces. Lo que no logro comprender es el fin que persiguen. Mirándolo bien, no cabe duda de que el hombre que dice ser su sobrino y el que afirma que era el mayordomo de su hermana trabajan juntos, en unión de Jerry Mitchell. Como acabo de decirle, todo son conjeturas, pero parece evidente que el inesperado despido de Jerry Mitchell ha trastornado sus planes. Esto explica el deseo de que Mitchell sea readmitido en esta casa.
—Lord Wisbeach pensaba que querían robar el explosivo que ha descubierto mi sobrino, Willie Partridge. A lo mejor ha leído en los periódicos que ha inventado el explosivo más poderoso de los conocidos hasta ahora. De su padre sí estoy segura que habrá oído hablar. Era Dwight Partridge…
Sturgis hizo una señal de asentimiento.
—Su padre trabajaba, precisamente, en ese invento cuando murió. Willie ha continuado y mejorado los experimentos que su padre había comenzado. Hoy, durante el almuerzo, nos mostró un pequeño tubo de ensayo lleno de explosivo, y luego lo ha guardado en la caja de caudales de mi marido, en la biblioteca. Lord Wisbeach está convencido de que esos canallas intentan apoderarse de la primera muestra del explosivo. Yo, en cambio, no puedo menos que pensar que se trata de otra tentativa para raptar a Ogden. ¿Qué opina usted?
—Por el momento, me es imposible decir nada. Lo cierto es que existe un complot. Naturalmente, habrá rehusado readmitir a Mitchell, ¿verdad?
—Sí. Supongo que hice bien, ¿no es así?
—Muy bien. Si su alejamiento no supusiera graves trabas para el golpe, no insistirían tanto en que volviera a la casa.
—¿Y qué hemos de hacer?
—¿Quiere que me encargue del asunto? —preguntó el detective.
—¡Claro que sí!
Sturgis frunció reflexivo el entrecejo.
—Es inútil que venga yo. Desgraciadamente, el hombre que se hace pasar por su sobrino me ha visto. Si viniese yo, sospecharía enseguida y se pondría en guardia. —Meditó un momento; con los ojos cerrados—. ¡Ya está! ¡Miss Trimble! —exclamó.
—¿Cómo dice usted?
—Miss Trimble es exactamente quien hace falta aquí. Justo la detective que puede llevar este caso a buen puerto.
—¿Una mujer? —preguntó mistress Pett con aire de duda.
—¡Una entre mil! —exclamó míster Sturgis—. ¡Una entre un millón!
—Pero, físicamente, podrá una mujer…
—Miss Trimble conoce el jiujitsu mejor aún que el japonés que fue su profesor. En cierta época hizo de mujer atleta en un circo. Además, su puntería es excepcional. No me preocupan las facultades físicas de miss Trimble. Lo único que me pregunto es con qué motivo puede ser introducida en su casa. ¿Necesita una camarera?
—Nadie puede impedirme que contrate a otra.
—Perfecto. Miss Trimble será una insuperable camarera. Precisamente desempeñó ese papel en el divorcio Marting, y obtuvo un verdadero éxito. ¿Tiene teléfono en esta habitación?
Mistress Pett mostró la lechuza. El detective se puso inmediatamente en comunicación con su despacho.
—Habla míster Sturgis… Dígale a miss Trimble que se ponga al aparato… ¿Miss Trimble…? Hablo desde la casa de míster Pett, en la avenida Riverside. Venga inmediatamente. Coja un taxi… Preséntese en la puerta de servicio y solicite hablar con mistress Pett… Sí, un puesto de camarera… ¿Ha comprendido…? ¡Bien! Un momento, miss Trimble. ¿Oiga? Espere un momento antes de colgar. ¿Recuerda las fotografías que le enseñé ayer…? Sí, las que nos envió Anderson… Ya encontré al hombre. Está en esta casa, de mayordomo. ¡No demuestre que lo conoce cuando lo vea! Ahora vaya a coger el taxi. Mistress Pett se lo explicará todo. —Colgó y añadió—: Y ahora será mejor que me vaya, mistress Pett. Es inútil que permanezca aquí, pues esos individuos podrían sospechar. Deje todo en las manos de miss Trimble. Buenas tardes.
Cuando el detective se hubo marchado, mistress Pett intentó inútilmente continuar su lectura. Comparándola con la realidad, la novela, a pesar de haberla escrito ella, carecía de interés. Le daba la impresión de que había transcurrido mucho tiempo, como si miss Trimble se hubiese dirigido hacia allí a pie y no en taxi, según le ordenaron. Pero, al lanzar una mirada al reloj, se dio cuenta de que no habían pasado más de cinco minutos desde que el detective se había marchado. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Estaba terriblemente excitada.
Por fin se detuvo un taxi en la esquina de la calle. Se apeó de él una mujer joven que se dirigió rápidamente hacia la casa. Si se trataba de miss Trimble, daba realmente la sensación de ser muy competente. Fornida, de cuadradas espaldas, incluso a aquella distancia le fue posible darse cuenta a mistress Pett de que su rostro reflejaba una expresión de astucia y firmeza. Enseguida desapareció en una callejuela lateral que conducía a la entrada de servicio de la casa, y unos momentos más tarde míster Crocker anunciaba a la impaciente señora:
—Una mujer llamada Trimble desea hablar con usted, señora. —Al oír aquella voz monótona y respetuosa, mistress Pett experimentó una dolorosa sensación. Era terrible pensar que un mayordomo tan perfecto pudiese ser un criminal—. Indicó que quiere verla a efectos de una colocación.
—Dígale que suba, Skinner. Es la nueva camarera. En cuanto me ponga de acuerdo con ella, se la enviaré.
—Muy bien, señora…
Mistress Pett tuvo la sensación de que miss Trimble, al entrar en la habitación, mostraba un aire un tanto despectivo. Lo cierto era que miss Trimble tenía unas ideas muy arraigadas sobre la injusta distribución de la riqueza, por lo que las casas de los ricos despertaban en ella un sentimiento de aversión. Skinner se retiró y cerró silenciosamente la puerta tras de sí.
La visitante de mistress Pett dejó oír un significativo gruñido mientras examinaba aquella habitación, en la que el decorador había prodigado los dones de su arte. Vista de cerca, miss Trimble parecía aun más imponente. Su rostro no era sólo astuto y decidido, sino también amenazador. Tenía unas cejas espesísimas, bajo las cuales brillaban dos ojillos relucientes que hacían recordar a un felino agazapado en la maleza. Y esa impresión se acentuaba también porque, mientras el ojo derecho tenía una orientación normal, el izquierdo parecía haber recibido el encargo, por decirlo así, de vagabundear por su cuenta, por lo que en un mismo instante, mientras su colega miraba a mistress Pett, él examinaba concienzudamente el techo.
En cuanto a los restantes aspectos de aquella formidable mujer, nos bastará anotar que su nariz era gruesa y agresiva, y que su boca, rígida y fría, recordaba la puerta de un vagón del metro que se cierra ante nuestras narices justo en el momento en el que estamos a punto de entrar en él. Y esa impresión parecía intimidar a quienes estaban en su presencia e inducirlos a mantenerse a cierta distancia, para no meterse en líos. Mistress Pett, a pesar de ser una mujer fuerte, se sintió presa de una extraña debilidad al contemplar aquella fémina que parecía mucho más temible que cualquier hombre que hubiera conocido hasta entonces. Incluso casi sentía compasión por los malhechores sobre los cuales estaba a punto de lanzarse, como un perro de presa al que le han soltado la traílla, aquella dinámica mujer. No sabía cómo empezar la conversación.
No obstante, miss Trimble supo mostrarse a la altura de la situación. Prefería ser ella quien iniciara la charla. Sus labios se entreabrieron, y sus palabras, al salir de la boca, eran como otros tantos pistoletazos. Observó mistress Pett que miss Trimble juzgaba que no era necesario entreabrir los dientes para hablar, y, que por lo tanto, lo hacía con las mandíbulas encajadas. Este hecho acrecentaba todavía más su tono amenazador.
—¡Buenas tardes! —le espetó miss Trimble a mistress Pett, que tuvo la impresión de que le habían arrojado un ladrillo y se encogió en su silla.
—Buenas tardes —balbució.
—Encantada de conocerla, señora. Me envía míster Sturgis. Me dijo que usted tenía un trabajo para mí. Hubiera querido venir zumbando, pero el tío era más lento que un desfile de cojos.
—¿Cómo?
—Quiero decir que me topé con un taxista que conducía muy despacio.
—¡Ah, ya!
El ojo izquierdo de miss Trimble recorría la habitación como un faro mientras el otro escrutaba inmóvil el rostro de mistress Pett.
—¿Qué sucede? —preguntó. Las palabras salían de su boca como las ráfagas de una ametralladora. La pupila izquierda aprovechó la oportunidad para detenerse sobre un magnífico Corot colgado encima de la chimenea. Dejó oír otro gruñido de desaprobación—. No me extraña que surjan complicaciones en este ambiente. Todos los ricos tienen que tenerlos. No saben cómo emplear su tiempo, y acaban siempre metiéndose en líos.
Lanzó una despectiva mirada sobre un Canaletto.
—Pa…, parece que no le caen bien los ricos —dijo mistress Pett al tiempo que trataba de adoptar sus aires de gran dama.
Pero la reacción de miss Trimble fue tan virulenta, que la pobre señora se asustó como un pollito a punto de ser aplastado por un autobús. Sus aires de gran dama se desvanecieron como volutas de humo ante la furibunda invectiva de la detective.
—¡Odio a los ricos! ¡Soy socialista!
—¿Cómo? —preguntó humildemente mistress Pett. Aquella mujer comenzaba a causarle una angustia casi increíble.
—¡Que soy socialista! ¡Muera la burguesía! ¿Ha leído a Bernard Shaw…? ¿Y a Upton Sinclair? ¡Léalos! ¡Léalos! Le harán pensar un poco. Pero, a todo esto, no me ha dicho todavía qué pasa.
Mistress Pett se sentía amargamente arrepentida de haber seguido el impulso que le hizo telefonear a míster Sturgis. En su vida había tratado a muchos detectives, tanto reales como imaginarios, pero nunca se halló frente a un ejemplar como aquél. Y lo peor era que nadie podía ayudarla. Claro que se contrata a un detective por su astucia y eficacia, y no por la suavidad y elegancia de sus modales.
Un sabueso que pronuncie las frases como ráfagas de ametralladora, pero que descubra a los culpables, siempre será preferible a otro que hable muy bien, pero que sea un inepto. Por otra parte, como muchísimas otras personas, mistress Pett tenía la idea subconsciente de que cuanto más grosera es una persona, tanto más perspicaz resulta. Pocos son los que no se dejan deslumbrar por el encanto que acompaña a los malos modales.
Por ello mistress Pett disimuló la contrariedad que en ella había despertado la ruda actitud de miss Trimble, y procuró convencerse a sí misma de que era preciso soportarla, ya que se trataba de un asunto cuyo resultado interesaba mucho más que el tono de unas cuantas frases. Le fue más fácil aceptar esa idea cuando se puso a mirar con detenimiento la cara de miss Trimble. No era el suyo un rostro bonito, desde luego, pero sí profundamente enérgico, y cuando su boca permanecía en reposo, era, sin duda, la zona que más se destacaba en él.
—Quiero —explicó mistress Pett— que permanezca en esta casa para vigilar a unos hombres…
—¡Hombres! Me lo figuraba. Siempre que hay líos, hay hombres por medio.
—¿No le agradan los hombres?
—Los odio. ¡Soy sufragista! —Miss Trimble miró a mistress Pett. Su ojo derecho parecía saltar bajo la ceja fruncida—. ¿Es usted correligionaria?
Mistress Pett era antisufragista, pero, a pesar de tener un criterio claro y preciso sobre el particular, nada hubiese podido inducirla a exteriorizarlo en aquel momento. Toda su persona se estremeció ante la perspectiva de tener que discutir con aquella mujer. Por consiguiente, consideró más oportuno volver a hablar de lo que le interesaba.
—Esta mañana llegó aquí un joven que se hizo pasar por mi sobrino Jimmy Crocker. Es un impostor. Deseo que lo vigile de cerca.
—¿Qué juego se trae entre manos?
—No lo sé, pero creo que ha venido para raptar a mi hijo.
—¡Me encargaré de él! —exclamó miss Trimble, llena de optimismo—. ¡Y de su mayordomo! ¡Es un pájaro de cuidado!
Mistress Pett abrió los ojos desmesuradamente. No había duda de que aquella mujer conocía su oficio.
—¿Cómo lo ha descubierto? —preguntó.
—Me bastó con mirarlo a la cara —dijo miss Trimble mientras abría su bolso—. Tengo aquí una de sus fotos. La cogí en nuestra oficina. Es un pájaro al que es preciso atrapar.
—Míster Sturgis y yo —dijo mistress Pett— estamos seguros de que trabaja con el individuo que se hace pasar por mi sobrino.
—No me extrañaría. Observaré. —Miss Trimble volvió a colocar la fotografía en su bolso, que cerró de un golpe seco.
—Pero hay otra posibilidad —dijo mistress Pett—. Mi sobrino, Willie Partridge, ha inventado un extraordinario explosivo, y tal vez esos hombres quieran apoderarse de él.
—¡Claro! Los hombres son capaces de todo. Si metiéramos a todos los hombres en el talego, se acabarían los delitos.
Miró con vehemencia a la perrita Aida, que se había levantado de su cesto, para desperezarse con una serie de movimientos gimnásticos de su invención como si sospechara que pudiera pertenecer al aborrecido sexo masculino. Mistress Pett no pudo menos que preguntarse qué tragedia, en un oscuro pasado, había podido despertar tanto odio hacia los hombres en aquella mujer. La detective no tenía el aspecto de dejarse engañar fácilmente por los hombres; y, por otra parte, sólo un hombre muy corto de vista y extraordinariamente susceptible a los encantos femeninos habría tratado de engañarla. Aún daba vueltas mentalmente a ese misterio cuando miss Trimble volvió a hablar.
—Bueno, desembuche el resto.
—¿Cómo?
—Que me explique todos los detalles.
—¡Ah, ahora comprendo!
Y mistress Pett comenzó a explicarle con brevedad los múltiples incidentes que la habían obligado a recurrir a la ayuda de unos especialistas.
—¿Lord Wisbeach? —preguntó miss Trimble interrumpiendo la narración—. ¿Quién es ese lord?
—Un gran amigo nuestro.
—¿Responde personalmente por él? ¿No será un ladrón?
—¡De ninguna manera! —dijo mistress Pett indignada—. Se trata de un gran amigo mío.
—Muy bien. Bueno, creo que eso es todo, ¿verdad? Ahora me marcharé y pondré manos a la obra.
—¿Puede venir inmediatamente?
—Sí. Tengo mi uniforme de camarera en la pensión, que esta muy cerca de aquí, a la vuelta de la esquina. Dentro de diez minutos estaré aquí. Utilizaré el mismo uniforme que me puse para el divorcio Marting. ¿Conoce a los Marting? Es gente muy rica. Y, claro, no pegan golpe en todo el día. A la fuerza han de meterse en líos. Bueno, me voy, que no hay tiempo que perder.
Mistress Pett se apoyó lánguidamente en el respaldo de su silla. Mientras tanto, miss Trimble se había detenido en el vestíbulo para examinar una escultura que estaba a los pies de la escalera. Era una verdadera obra de arte, pero la detective la observó con aire de desprecio.
—¡Ricos holgazanes! —refunfuñó desdeñosamente—. ¡Brrr!
La corpulenta persona de míster Crocker apareció en el vestíbulo procedente de la escalera de servicio. Miss Trimble lo miró atentamente. Míster Crocker tropezó con su mirada, y se estremeció. Míster Crocker tenía esa conciencia de la culpa que, según los filósofos, es el mayor obstáculo para el delito. El pobre no comprendía por qué la mirada de aquella mujer le causaba tanta turbación. Jamás la había visto, y, por consiguiente, no podía saber nada de él. Y, sin embargo, se acobardó.
—Oiga —dijo miss Trimble—. Dentro de un rato volveré para empezar mi trabajo. Soy la nueva camarera.
—¡Oh! —exclamó débilmente míster Crocker.
—¡Grrr! —contestó miss Trimble.
Y se marchó.