XVI
Mistress Pett, al levantarse de la mesa, había regresado a la sala de estar para volver a ocupar su puesto junto a su hijo, que estaba enfermo y se había tumbado en el diván. Estaba un poco preocupada. Ogden no se encontraba nada bien. La taza de caldo que había prescrito el doctor Briginshaw como comida de mediodía estaba todavía intacta sobre la mesita.
Cruzó el cuarto sin hacer ruido y posó su fría mano sobre la frente de su hijo.
—¡Déjame en paz! —balbució Ogden con voz cansina.
—¿No te encuentras un poco mejor, Oggie querido?
—No —dijo Ogden con firmeza—. Me encuentro un poco peor.
—No has tomado tu sopita.
—Dásela al gato.
—¿Te comerías un poco de pan con leche, cariño?
—¡Ten corazón! —replicó el enfermo.
Mistress Pett volvió a sentarse, desconsolada. Le extrañaba la rara coincidencia de que el pobre muchachito se encontrase siempre mal al día siguiente de sus recepciones. Mistress Pett atribuyó aquel malestar a la excitación natural en un temperamento tan sensible. La brutal conducta de Jerry Mitchell había contribuido, sin duda, mucho al presente colapso. Cada gota de su sangre materna hervía de ira y de horror cuando pensaba en los excesos del fornido Jerry. Jamás aquel hombre le había inspirado confianza, su cara nunca le había agradado, no tan sólo por motivos estéticos, sino también porque advertía en ella signos de latente brutalidad. Los acontecimientos habían dado la razón a su instinto. La alegría de comprobar que su presentimiento era exacto le otorgaba, en medio de su dolor, cierta satisfacción al considerarse dueña de una inteligencia y un poder de observación nada comunes.
La paz y el silencio de las primeras horas del atardecer impregnaban el ambiente de la sala de estar. Mistress Pett había cogido un libro. Ogden, en el diván, respiraba ruidosamente. Aida, la perrita de Pomerania, dormía en su cesta un sueño reparador y roncaba dulcemente. A través de la ventana abierta penetraban los cálidos sonidos del estío. Creyendo duraderas aquella paz y tranquilidad, mistress Pett estaba a punto de echar una siestecita, cuando se abrió la puerta y entró en la estancia lord Wisbeach.
Éste había hecho mentalmente unas rápidas consideraciones. La agilidad mental es una cualidad indispensable para los hombres a los que los muchachos conocen como Jack el Caballero, y que se ganan la vida mediante una serie de arduos combates contra las fuerzas de la sociedad y contra las maquinaciones de bandas como la de Potter. Condensadas en pocas palabras, las meditaciones de su señoría durante los escasos minutos transcurridos desde que había dejado a Jimmy llegaron a una conclusión: la de que el ataque es la mejor defensa. El jugador que sabe arriesgarse es el que gana la partida. Alguien menos osado que lord Wisbeach se habría resignado a permanecer en la inactividad después de una charla como la que había sostenido con Jimmy. Pero él, tras considerar el asunto con toda la atención de una mente acostumbrada a escapar por los pelos de innumerables peligros, se había trazado un plan de acción mucho mejor, y para llevarlo a cabo había hecho su aparición en la sala de estar.
Su entrada destruyó la paz que reinaba en ella. Aida saltó fuera de su cesta y se lanzó contra el intruso mientras sus ladridos resonaban en toda la casa.
Lord Wisbeach odiaba a los perros falderos. Los odiaba y los temía. Muchos hombres de acción tienen esas idiosincrasias. Se refugió tras una silla y exclamó:
—¡Quieta, quieta!
Aida, cuyo furor se desfogaba tan sólo con ladridos, y que no tenía ninguna intención de pasar a los hechos, prosiguió a distancia sus hostilidades hasta que mistress Pett la puso en su regazo, donde consintió en quedarse, aunque continuó gruñendo amenazadora. Lord Wisbeach se sentó entonces con aire fatigado.
—¿Puedo decirle unas palabras, mistress Pett?
—Desde luego, lord Wisbeach.
Su señoría miró a Ogden con aire significativo.
—En privado, ¿comprende?
Y lanzó a mistress Pett otra mirada igualmente significativa.
—Ogden, querido —dijo mistress Pett—, creo que deberías irte a tu habitación y acostarte. Te sentaría muy bien dormir un ratito.
El muchacho obedeció con sorprendente docilidad.
—Está bien —dijo.
—Mi pobre Oggie no se encuentra nada bien —suspiró mistress Pett cuando el chico se hubo marchado—. Le dan muy a menudo esos ataques. ¿Qué quiere decirme, lord Wisbeach?
Éste aproximó un poco más su silla a la de mistress Pett.
—¿Recuerda lo que le dije ayer?
—¡Naturalmente!
—¿Puedo preguntarle qué sabe del hombre que se ha presentado aquí diciendo llamarse Jimmy Crocker?
Mistress Pett se estremeció. También ella se había expresado más o menos con las mismas palabras cuando habló con Ann. Sus sospechas, que por un momento habían sido apaciguadas por el rápido reconocimiento del extraño por parte de Skinner y del propio lord Wisbeach, la asaltaron de nuevo con mayor fuerza aún. Un presentimiento lleva consigo otros presentimientos. Había tenido razón en lo que atañía a Jerry Mitchell. ¿La tendría también acerca del hombre que decía llamarse Jimmy Crocker?
—Creo que no ha visto nunca a su sobrino, ¿verdad?
—Nunca. Pero…
—Ese hombre —dijo lord Wisbeach con voz solemne— no es su sobrino.
Mistress Pett sintió una profunda conmoción. Había acertado de nuevo.
—Pero usted…
—Fingí conocerlo, ¿no es eso? Es verdad. Pero tenía un motivo. Quería hacerle creer que no sospechaba nada.
—Entonces cree…
—¡Recuerde lo que le dije ayer!
—¡Pero Skinner, el mayordomo, lo conoce!
—Cierto. Y eso le demuestra que lo que le dije de Skinner también era verdad. Los dos trabajan juntos. Está clarísimo. Considere la cosa desde su punto de vista. Ese hombre dice conocer a Skinner íntimamente. Para usted eso es una prueba de la honradez de Skinner. Skinner, por su parte, afirma conocer a ese hombre y para usted eso es una prueba de que se trata realmente de su sobrino. El hecho de que Skinner diga que Jimmy Crocker es un impostor, lo condena.
—Pero usted, ¿por qué…?
—Ya le he dicho que he fingido conocer a ese hombre porque tenía un motivo. De momento, no puede hacerse nada, ya que el asumir la personalidad de otra persona no constituye delito. Si yo lo hubiese desenmascarado enseguida, usted se habría limitado a echarlo de su casa. En cambio, si esperamos, si hacemos como que no sospechamos nada, lo atraparemos in fraganti cuando intente apoderarse de la invención de su sobrino.
—¿Está seguro de que ha venido para eso?
—¿Qué otra razón podría haber?
—¡Raptar a Ogden!
Lord Wisbeach frunció, pensativo, el entrecejo. No había pensado en aquella eventualidad.
—¡Puede ser! —dijo—. Se frustraron otras tentativas de raptar a su hijo, ¿verdad?
—Sí. Hubo un tiempo —explicó mistress Pett con orgullo— en el que no había niño en América que tuviese que ser vigilado tan estrechamente como Ogden. Los secuestradores de niños incluso le habían puesto un sobrenombre: lo llamaban La Pequeña Pepita de Oro.
—Es muy posible, entonces, que ese hombre tenga los ojos puestos en su hijo. De todos modos, lo mejor es que actuemos como le he dicho. Debemos vigilar atentamente cada uno de sus movimientos. —Calló un momento—. Yo podría ayudarla… Perdóneme que le haga esta sugerencia… Yo podría ayudarla mucho mejor si me invitara a vivir en su casa. Ha sido muy amable al invitarme a su casa de campo, pero allí no irán ustedes hasta dentro de un par de semanas. ¡Y en estas dos semanas…!
—Tiene que instalarse aquí enseguida, lord Wisbeach. Hoy. Esta noche.
—Creo que es la mejor solución.
—¡No puedo decirle lo agradecida que le quedo por todo lo que está haciendo! —exclamó mistress Pett.
—Ha sido tan buena conmigo, que es justo que yo haga todo lo que pueda por usted. Me instalaré aquí esta noche, y me cuidaré de vigilar a esos dos tunantes. Voy a preparar mi equipaje, y haré que se lo envíen.
—¡Es un gesto muy noble por su parte, lord Wisbeach!
—¡De ninguna manera! Será un placer para mí.
El joven le tendió la mano, pero la retiró más que deprisa, porque Aida hizo amago de echársele encima. Así que, tras limitarse a un rápido «Hasta luego», lord Wisbeach abandonó la sala de estar.
Cuando se hubo marchado, mistress Pett quedó sumida en profundos pensamientos durante algunos minutos. Estaba llena de excitación. Su mente era amiga del sensacionalismo, y las revelaciones de lord Wisbeach habían calado hondo en ella. Admiraba profundamente al noble, y tenía en él absoluta confianza. La única duda que la atormentaba era que el joven, no obstante sus buenas intenciones, no fuera capaz de vigilar a dos malhechores tan listos y tan distantes el uno del otro (topográficamente hablando) como el hombre que se hacía llamar Jimmy Crocker y el que se hacía pasar por Skinner. Había una cuestión que no habían considerado: uno de los truhanes estaba alojado en el primer piso, y el otro en las dependencias del servicio, situadas en el piso bajo. Le parecía imposible que lord Wisbeach, a pesar de su buena voluntad, pudiese vigilar a Skinner sin descuidar a Jimmy, o impedir los manejos de éste sin distraer su atención de aquel. Para una situación así se necesitaban aliados. Y decidió pedir ayuda.
Para mistress Pett, quizá debido a su afición de escribir novelas sensacionalistas, la palabra «detective» tenía un atractivo extraordinario. Adoraba a los detectives, aquellos seres de mirada tajante, sonrisa tranquila y sombrero de fieltro de ala estrecha. Cuando entre los personajes de una comedia había un detective, ella escuchaba la representación con más atención, y cuando los introducía en sus novelas, escribía con mucho más ardor e interés. Puede decirse que tenía una especie de unión espiritual con tan benéficos ciudadanos, y la idea de recurrir a los servicios de ellos en la vida real, ahora que los acontecimientos lo reclamaban, le pareció la cosa más natural del mundo. De hecho, no hacerlo le habría parecido una actitud absurda, e incluso carente de sentido artístico.
Cuando Ogden fue víctima del secuestro, lo único que le había proporcionado algún consuelo fueron sus entrevistas cotidianas con los detectives. Ahora ardía en deseos de telefonear a uno de esos personajes tan admirados por ella.
Sólo el miedo de herir la susceptibilidad de lord Wisbeach le impedía descolgar el auricular. El noble había sido tan amable y un astuto, que la idea de recurrir a una ayuda extraña podía ofenderlo. Sin embargo, la situación requería la presencia de una persona especializada.
En el curso de su última conversación, lord Wisbeach se había expresado de un modo que daba a entender que se consideraba capaz de enfrentarse solo con la situación. Pero, por muy hábil que fuese, no podía serlo tanto como un competente profesional en el arte del espionaje. Debía ser ayudado, aunque fuese contra su voluntad.
Una solución feliz acudió a la mente de mistress Pett. Podía, sin duda, recurrir a un detective sin exponerse al riesgo de ofender a lord Wisbeach: contratando a uno sin decirle nada. El teléfono estaba allí, a su lado, escondido, como había querido el interiorista, dentro de lo que parecía una lechuza disecada. Sobre una mesita cercana, encuadernado en tafilete, de tal forma que más parecía una edición de las obras de Shakespeare, se hallaba el listín de teléfonos. Mistress Pett no dudo más. Había olvidado la dirección de la agencia de detectives a la que recurrió cuando Ogden fue raptado, pero recordaba su nombre, y también cómo se llamaba su director, o propietario, o lo que fuese, que había escuchado con tanta benevolencia sus desgracias y lamentaciones.
Descolgó el auricular y marcó el número.
—Deseo hablar con míster Sturgis —dijo.
—Al habla míster Sturgis.
—¡Oh, míster Sturgis! ¿Podría venir a casa enseguida? Soy mistress Pett. Nos conocimos hace unos años, cuando era mistress Ford… Sí, la madre de Ogden Ford… Necesito consultarle… ¿Vendrá inmediatamente? Muchas gracias.
Mistress Pett colgó.