VIII

El sol de mediodía brillaba sobre Park Row. Apresurados mortales, que salían de miles de despachos, congestionaban las aceras con el pensamiento fijo en la visión del almuerzo. Arriba y abajo, por la estrecha calle Nassau, la circulación era más lenta. Vendedores de dulces tropezaban contra vendedores de periódicos, y los grandes caballos de tiro hacían gala de toda su habilidad para no aplastar bajo sus patas a aquella humanidad que corría. Hacia el Ayuntamiento circulaba el acostumbrado enjambre de felices enamorados de camino para adquirir una licencia matrimonial. Hombres y mujeres salían y entraban sin cesar por los accesos del metro como manadas de conejos. Era una escena bulliciosa, llena de movimiento, característica de aquel gran centro nervioso del gigantesco cuerpo de Nueva York.

Jimmy Crocker, de pie en un portal, observaba a aquella muchedumbre con un sentimiento de envidia. Había hombres que mascaban chicle, hombres que llevaban blancas corbatas con alfileres adornados de falsos diamantes, hombres que, tras haber fumado la mitad de su cigarro, mascaban el resto; pero ni uno solo con quien no hubiese cambiado gustosamente, en aquel momento, de identidad, porque todos ellos tenían un sitio en la sociedad. Y en su actual estado de ánimo le parecía que para la felicidad humana este elemento era imprescindible.

Un poeta ha dicho cosas sumamente desagradables sobre el hombre «cuyo corazón no ardió de amor por la patria al volver de tierras extrañas por las cuales lo habían llevado sus pasos», pero habría podido excusar a Jimmy por no sentir el corazón lleno de ardor patrio, precisamente en aquel momento en que se sentía desalentado. Tendría también que haber admitido que palabras como «es noble por sus títulos, puede sentirse orgulloso de su apellido, y la fortuna derrama sus dones sobre él y le proporciona cuanta riqueza necesita», no podían aplicarse a Jimmy Crocker. Todo su caudal consistía en ciento treinta y tres dólares y cuarenta céntimos, y su apellido distaba mucho de ser un motivo de orgullo para él, porque al verlo estampado en el Chronicle pensó que haberlo cambiado por el de Bayliss era la mejor acción de su carrera.

La razón del estado de depresión de Jimmy mientras observaba su patria era muy sencilla. El Atlantic había llegado al puerto el sábado por la noche, y Jimmy, después de haber tomado una hermosa habitación en un lujoso hotel de Nueva York, encargó que a las diez de la mañana del domingo le fuera llevado el desayuno, junto con la edición dominical del Chronicle. Cinco años habían transcurrido desde que leyó por última vez aquel periódico, para el que había hecho un sinnúmero de reportajes sobre incendios, asesinatos, incidentes y matrimonios; y con aquella lectura le parecía volverse a poner en contacto con la patria tan largo tiempo olvidada. Nada podía ser más justo y simbólico que el hecho de que la primera mañana de su regreso lo sorprendiese en la cama leyendo el viejo Chronicle. La noche anterior, antes de dormir, se había preguntado quién sería ahora el editor de la sección de actualidad ciudadana, y si en el suplemento humorístico publicarían todavía las graciosas aventuras de «La familia Doughnut». Una oleada de emoción lo embargó aquella mañana al tener el periódico entre sus manos. El panorama de Nueva York, visto desde el barco que llega, es realmente hermoso, y el ruido de los trenes aéreos y el extraño olor del metro dan una especie de bienvenida; pero lo que más convence al viajero que regresa de que verdaderamente se encuentra de nuevo en la isla de Manhattan es su primer periódico del domingo. Jimmy, como todo el mundo, comenzó abriéndolo por la página de las tiras cómicas, y al mirarla le invadió una especie de desconsuelo, como si sintiera una premonición del destino.

Ya no se publicaba «La familia Doughnut». Comprendía que no era razonable dejarse impresionar de aquella manera, como si le hubiesen informado de la muerte de un amigo querido, porque «Papá Doughnut» y sus compañeros habían empezado sus aventuras cinco años antes que él dejara América, y es difícil que un héroe de tira cómica dure más de una década. Pero, no obstante, una sombra había caído sobre su optimismo matutino, y no experimentó ningún placer ante las artificiosas jovialidades de un personaje muy inferior, llamado el Viejo Amargado, que se ofrecía como sustituto.

Pero eso, como iba a descubrir casi inmediatamente, era un desastre sin importancia. Podía deplorarlo, pero nada tenía que ver con su bienestar material. La verdadera tragedia comenzó cuando volvió la página. Raras veces en su vida se había estremecido tanto como al ver un titular que lo hirió igual que una bala:

¡PICCADILLY JIM VUELVE A LAS ANDADAS!

y debajo pudo leer su propio nombre.

Nada puede causarnos emociones tan distintas como ver nuestro nombre inopinadamente en la prensa. Podemos levantarnos hacia lo alto o hundirnos en el más profundo de los abismos. Jimmy hizo lo último. Una primera y rápida ojeada al artículo bastó para convencerlo de que no era encomiástico. Con mano inexorable, el periodista había machacado su bochornoso pasado y descrito aquel maldito encuentro con lord Percy Whipple en el Club de los Seiscientos con una fuerza y una energía que superaban incluso los esfuerzos de Bill Blake en el Daily Sun de Londres. Bill Blake había sido frenado en su misión por cuestiones de espacio y tiempo, ya que había redactado el artículo cuando el periódico estaba casi todo compuesto. Pero, en cambio, el repórter americano no halló restricciones, y el director había sido tan generoso en cuestión de espacio que, además del artículo, insertó también un ofensivo dibujo que representaba a un joven en indudable estado de embriaguez, con el puño levantado a punto de pegar a otro joven con monóculo y traje de etiqueta, y con una barbilla tan microscópica que Jimmy se preguntó sorprendido cómo había logrado golpearlo. El único consuelo que Jimmy pudo encontrar en aquella repulsiva caricatura fue el hecho de que el artista había tratado a lord Percy en forma aún más insultante que a él. Entre otras cosas, el segundo hijo del duque de Devizes había sido pintado con una corona en la cabeza, cosa que habría provocado comentarios incluso en un club nocturno de Londres.

Jimmy tuvo que leer el artículo tres veces consecutivas antes de darse cuenta de un matiz que su espíritu exasperado no había sabido captar. Aquel reportaje no era un hecho aislado, sino que formaba parte de una serie, ya que el autor se refería en varios puntos a otros artículos anteriores sobre el mismo personaje. El desayuno de Jimmy se heló, intacto, sobre la bandeja.

Una gracia que los dioses raramente conceden —la de vernos como nos ven los demás— le fue concedida plenamente a Jimmy. Cuando hubo concluido de leer el artículo por tercera vez, empezó a estudiarse objetivamente, de la misma forma que un naturalista estudia y examina alguna horrible y monstruosa manifestación de la vida de los insectos. ¡Ahí tenía qué clase de hombre era! Y se extrañó de que le hubiesen dado habitación en un hotel tan respetable como aquel.

Transcurrió el resto del día en tal estado de humildad que le daban ganas de llorar cuantas veces los camareros eran amables con él. La mañana del lunes se dirigió a Park Row para leer los números atrasados del Chronicle; morbosa decisión, semejante al extraño modo de comportarse de los sacerdotes de Baal, que se automutilaban con cuchillos, o a la excéntrica manía de los autores que se suscriben a las agencias que proporcionan recortadas las críticas literarias de los periódicos.

Casi inmediatamente, su vista recorrió un artículo sobre el mismo tema fechado el mes anterior. Luego siguió un intervalo de varias semanas, y la esperanza de que las cosas no marchasen tan mal volvió a renacer en su corazón; pero otro artículo lo hundió en un abismo de desesperanza.

Y prosiguió haciendo sus excavaciones, metódicamente, resuelto a saber lo peor.

En dos horas aproximadamente se enteró de todo. Allí estaba su pelea con el corredor de apuestas, su mal comportamiento en la reunión política, su proceso por incumplimiento de promesa matrimonial. Una concienzuda y erudita biografía. ¡Y el nombre con el que lo llamaban! ¡Piccadilly Jim…! ¡Uf!

Salió a Park Row y buscó refugio en un portal para meditar sobre todos esos problemas. El lado financiero y práctico del asunto no empezó a atormentarlo de manera inmediata. Durante cierto tiempo sufrió sólo moralmente. Le parecía que todas las alegres personas que pasaban por allí lo conocían, lo miraban de soslayo y se reían de él con escarnio; que los que masticaban chicle lo hacían con aire de mofa, y que aquellos que mascaban sus cigarros los trituraban con desaprobación y desdén. Luego, con el tiempo, disminuyó su sensibilidad, y descubrió que había otras cosas, no menos importantes, que considerar.

Cuando abandonó Londres precipitadamente, el único plan que había hecho era dirigirse en cuanto le fuera posible, después de desembarcar, a las oficinas de su viejo periódico para solicitar su antiguo empleo. Tan poco había concretado ese plan que no se le había pasado siquiera por la cabeza la idea de que, a lo mejor, no sería suficiente presentarse en la redacción, cerrar la puerta tras de sí y declarar que estaba dispuesto a reanudar el trabajo. ¡Trabajar! ¡En la redacción de un periódico cuyo principal objetivo parecía ser justamente poner en ridículo sus juergas y francachelas! Aunque hubiese tenido el valor moral —o la cara dura— de ejecutar su idea, ¿qué habría conseguido? Era un hombre señalado con el dedo en un mundo que antaño le había conocido como honrado ciudadano. ¿Qué periódico habría tenido confianza en Piccadilly Jim? ¿Quién le habría dado un empleo? Un estremecimiento le sacudió. Le pareció oír la voz grave de Bayliss, el mayordomo, hablándole al oído, tal como había hecho, no hacía tanto tiempo, en la estación.

—¿No es una temeridad lo que está usted haciendo, míster James?

Temeridad era la palabra justa. Allí estaba, en un país que no le necesitaba para nada, un país en el cual la competencia es enorme y hay pocos empleos para quienes, en el fondo, no tienen ni oficio ni beneficio. ¿Qué tenía que hacer?

En último extremo, podía regresar a la casa de sus padres. Pero no quería hacerlo. Su orgullo se rebelaba ante esa solución. Es una cosa muy bonita hacer de hijo pródigo, pero la cosa pierde mucho efecto si se vuelve a casa a las dos semanas de ausencia. Requería un prudencial intervalo. Además, tenía que pensar en su padre. Podía ser un miserable, como explicaba el Sunday Chronicle, pero no tanto para volver a complicar los asuntos de su progenitor, justamente cuando ya había hecho la única cosa decente que estaba en su mano, es decir, marcharse. No, aquella solución quedaba excluida.

Pero entonces, ¿con qué podía contar? El aire de Nueva York es bueno y saludable, pero un hombre no puede vivir sólo de aire. Era evidente que necesitaba encontrar un empleo. Pero ¿cuál? ¿Qué podía hacer?

Una extraña sensación en la región de su chaleco contestó a la pregunta. La solución que se le ofrecía era transitoria, pero Jimmy la aceptó con entusiasmo, porque la había encontrado excelente en más de una situación crítica. Iría a almorzar, y quizá la comida le diera la necesaria inspiración.

Emprendió la marcha y cruzó la entrada del metro. Tomó un «exprés» y pocos minutos más tarde emergió a la luz del sol en el Gran Central. Siguió por la calle Cuarenta y dos, y entró en un hotel que, según su modo de ver, correspondía a sus necesidades. Acababa de entrar cuando, cerca de la puerta, descubrió a Ann Chester, y al verla toda su depresión se desvaneció de repente y volvió a encontrarse a sus anchas.

—Oh, ¿qué tal está usted, míster Bayliss? ¿Ha venido aquí a almorzar?

—A menos que no haya otro sitio que usted prefiera —dijo Jimmy—. Supongo que no la he hecho esperar mucho.

Ann rió. Estaba graciosísima con el trajecito verde que llevaba.

—¡Pero si yo no almuerzo con usted! Espero a míster Ralstone y a su hermana. ¿Lo recuerda? Ha hecho la travesía con nosotros. Su sillón estaba al lado del mío, en el puente.

Jimmy quedó paralizado. Al reflexionar sobre la suerte de la bella muchacha al librarse por los pelos de almorzar con aquel insoportable Teddy (¿o se llamaba Edgar?) casi se mareó, pero, recobrándose, habló con firmeza:

—¿A qué hora tenían que encontrarse?

—A la una en punto.

—¡Ya es la una y cinco! No puede esperarlos más. Venga conmigo, y tomaremos un taxi.

—¡No sea absurdo!

—Venga, tengo que hablar con usted sobre mi futuro.

—Seguramente no haré nada bueno —dijo Ann riendo. Llegó con él hasta la puerta—. Teddy no me lo perdonará jamás. —Subió al taxi—. Voy sólo porque me ha pedido ayuda para discutir sobre su futuro —dijo cuando el vehículo echó a andar—. De otro modo, nada hubiese podido inducirme a…

—Lo sé —dijo Jimmy—. Pero sabía que podía contar con su simpatía. ¿Adónde quiere que vayamos?

—¿Adónde quiero que vayamos? —dijo Ann—. Oh, me había olvidado de que usted no había estado antes en Nueva York. Pero, a propósito, ¿cuáles son sus impresiones sobre esta gloriosa ciudad?

—Excelentes, sólo con que lograse encontrar un empleo. Dígale al chófer que nos lleve a Delmonico’s. Está justo a la vuelta de la esquina de la calle Cuarenta y cuatro.

—¿Hay muchas cosas maravillosas, entonces, a la vuelta de la esquina?

—¡Qué palabras tan enigmáticas! ¿Qué quiere decir?

—Ha olvidado nuestra conversación de aquella noche en el barco. Rehusó admitir la existencia de cosas maravillosas a la vuelta de la esquina. Dijo unas cosas muy lamentables aquella noche. Sobre el amor, ¿recuerda?

—¡No me hable de amor a la una en punto de la tarde! Hábleme de su futuro.

—El amor está inextricablemente mezclado con mi futuro.

—No con su futuro inmediato. Creo que me ha dicho que andaba buscando una colocación. ¿Es que ha renunciado a la idea de dedicarse al periodismo?

—Absolutamente. Estoy decidido a ello.

—Bueno, esto me pone realmente contenta.

El taxi se detuvo ante la puerta del restaurante, y la conversación se interrumpió. Cuando estuvieron sentados ante la mesa y Jimmy encargó un almuerzo de una abundancia y una riqueza imperdonablemente extravagantes, Ann volvió sobre el tema.

—Bueno, ahora se trata de encontrar algo para usted.

Jimmy miró a su alrededor con ojos satisfechos. El éxodo veraniego todavía no había comenzado y el comedor estaba lleno de gente despreocupada, que, seguramente, no sabía lo que significaba el no poder pagar una cuenta. La atmósfera olía a sustanciosos saldos bancarios. La solvencia brillaba en los bien afeitados rostros de los hombres y se reflejaba en los trajes de las mujeres. Jimmy suspiró.

—Ya me lo imagino —dijo—. Si tengo que decirle la verdad, me gustaría hacer de rico ocioso. Para mí la mejor profesión sería la de entrar en el despacho de papá cada equis días para que me diera unos cuantos miles.

Ann lo miró con severidad.

—¡Me da usted asco! —exclamó—. En mi vida había oído nada tan desagradable. ¡Usted necesita trabajar!

—Uno de estos días —dijo Jimmy quejumbrosamente— estaré sentado en una acera, con mi plato sobre las rodillas. Usted pasará a mi lado en su coche, yo levantaré los ojos hacia usted y diré: «¡He aquí a lo que me ha reducido!». ¿Qué sentirá entonces?

—Un gran orgullo de mí misma.

—En tal caso no hay nada más que decir. De todos modos, preferiría buscar a un millonario y hacerme adoptar por él, pero si insiste en que trabaje… ¡Camarero!

—¿Qué quiere ahora? —preguntó Ann.

—¿Quiere traerme la Guía Telefónica? —dijo Jimmy.

—¿Para qué? —preguntó Ann.

—Para buscar una profesión. No hay nada como ser metódicos.

El camarero regresó con un libro encarnado. Jimmy le dio las gracias y abrió el libro en la letra A.

—¿En qué podré convertirme? —dijo Jimmy volviendo unas cuantas páginas—. ¿Qué le parece auditor? ¿Qué piensa de ello?

—¿Cree que podría?

—No lo sé hasta que no lo haya intentado. Podría convertirme en un formidable auditor. ¿Y si me hiciera arreglador?

—¿Arreglador de qué?

—La guía no lo dice. Se limita a dar una lista de arregladores en el más amplio sentido de la palabra. Para el caso de que optara por ser arreglador, debe usted decirme qué es lo que quiere que arregle. Por ejemplo, podía dedicarme a arreglador de espárragos.

—¿De qué?

—¡Cómo! ¿Es que no lo sabe? Los arregladores de espárragos son esos individuos que venden los instrumentos con los cuales las personas elegantes introducen los espárragos en sus bocas, o, mejor todavía, los que el camarero hace funcionar por ellos. El comensal se apoya en el respaldo de la silla y el camarero hace funcionar el aparatito. Ya no está de moda coger los espárragos con las manos y comérselos. Pero sospecho que para hacer carrera en esta profesión se necesita mucho dinero. Vamos a probar la letra B.

—Vamos a probar esta tortilla. Parece deliciosa.

Jimmy meneó la cabeza.

—La comería… pero habría de hacerlo de una manera ausente y distraída, como conviene a un hombre de negocios. En la letra B no hay nada. Podría dedicar mi ardiente juventud a un bar o a un almacén de botellas. Pero, considerándolo bien, me parece que no podría hacerlo. Tampoco creo que alguien pueda tener un brillante porvenir en el celuloide e industrias derivadas; no, el instinto me dice que eso no se ha hecho para… —se detuvo cuando estaba a punto de decir «para James Braithwaite Crocker», y se estremeció ante la proximidad de la trampa en que había estado a punto de caer— para… —dudó otro momento—… para Algernon Bayliss —concluyó.

Ann sonrió contenta. Era muy típico que su padre le hubiese dado un nombre como aquél. El tiempo transcurrido no había alterado el sentimiento de respeto que sentía por aquel anciano al que había visto breves instantes en la estación de Paddington. Era simpatiquísimo, y en su pensamiento Ann aprobó aquella última prueba del supuesto orgullo del viejo hacia su progenie.

—¿Realmente se llama Algernon?

—No puedo negarlo.

—Pienso que su padre es un tesoro —dijo Ann.

Jimmy se había engolfado de nuevo en la guía telefónica.

—Aquí está la D —dijo—. ¿Es posible que la posteridad me conozca como Bayliss el Dermatólogo? ¿O puedo hacer joyas falsas? Puede que sea una ocupación muy respetable, pero me huele a algo criminal. Me parece que el castigo para los falsificadores de joyas es de veinte años de trabajos forzados, aproximadamente.

—Preferiría que dejara a un lado ese libro y continuara comiendo —dijo Ann.

—Puede que algún día —dijo Jimmy— mis nietecitos se reúnan a mi alrededor y me pregunten con sus agudas vocecitas infantiles: ¡cuéntanos cómo te convertiste en el Rey de la Media Elástica, abuelito!

—Creo que debería avergonzarse. No hace más que perder el tiempo, en vez de hablarme o de pensar seriamente en su porvenir.

Jimmy continuaba volviendo las páginas con rapidez.

—Sólo un momento más —dijo—, procure divertirse unos instantes. Póngase una adivinanza para resolver, cuéntese un chiste, piense en la vida. No, esto no me gusta. No me veo ni como importador de abanicos, ni como cortador de cristales, ni como destructor de insectos, ni como agente de hoteles, avituallador de barcos, fabricante de agua de cal, lavandera, arquitecto de mausoleos, enfermero, oculista, dibujante, arreglatejados, herrero, empresario de pompas fúnebres, veterinario, fabricante de pelucas o de aparatos de rayos X, productor de levaduras, comerciante en cinc. —Cerró el libro—. No me queda más que una cosa: morirme de hambre en el arroyo. Dígame usted, que conoce Nueva York mejor que yo: ¿dónde hay un buen arroyo?

En aquel momento entró en el restaurante una persona irreprochablemente vestida. Era un joven ataviado con un traje de corte perfecto y unos zapatos brillantes, y lucía una flor en el ojal. A través del monóculo examinó la sala. Era un verdadero placer mirarlo, pero Jimmy, al verlo, tuvo un sobresalto, y no, por cierto, de alegría, ya que lo había reconocido.

Era un muchacho al que conocía muy bien, y que, a su vez, muy bien lo conocía; un hombre al que había visto por última vez hacía un par de semanas en el Club de los Solteros de Londres. Pocas cosas son ciertas en este mundo, pero una de ellas era que si Bartling —éste era el nombre del impecable aparecido— lo veía, se le acercaría y lo llamaría Crocker. Jimmy decidió hacer el esfuerzo de ser Bayliss, absolutamente Bayliss, y nada más que Bayliss. Era posible que negando cualquier otra personalidad pudiese salvarse. Después de todo, Reggie Bartling era un hombre cuyo débil intelecto era universalmente conocido.

El monóculo continuaba su recorrido. Se detuvo sobre el perfil de Jimmy.

—¡Válgame Dios! —dijo la correcta visión. Reginald Bartling acababa de llegar aquella misma mañana a Nueva York, y la soledad de una ciudad desconocida empezaba a oprimirlo. Había ido allí en viaje de placer, y, como suele hacerse en esos casos, traía consigo una maleta llena de cartas de presentación que aún no había comenzado a utilizar. Sentía una profunda nostalgia y necesitaba encontrar a un amigo. Y he aquí que de pronto ante él estaba Jimmy Crocker, uno de los predilectos.

—¡Caramba, Crocker, viejo amigazo, no sabía que estuvieses aquí! ¿Cuándo llegaste?

Jimmy estaba profundamente agradecido al destino, que le había hecho ver a aquel nefasto individuo con tiempo para prepararse. Atacado de esa forma, indudablemente se habría traicionado al oír su nombre. Pero, habiéndose anticipado al saludo, le fue fácil continuar hablando con Ann, tranquilamente, como si no fuese a él a quien se dirigían.

—¡Eh! ¡Jimmy Crocker!

Jimmy lo miró extrañadísimo, luego miró a Ann. Después volvió a mirar a Bartling.

—Creo que se equivoca usted —dijo—, mi apellido es Bayliss.

Ante su aturdida mirada, el inmaculado Bartling se estremeció. Todo cuanto había oído sobre los dobles le pasó por la mente. Estaba realmente confundido. Se sonrojó. Era una grave falta de educación acercarse a un perfecto desconocido, como era aquél, pretendiendo conocerlo. ¡Qué estúpido había sido! Continuó sonrojándose de tal modo, que cabía suponer que había enrojecido hasta los tobillos; al cabo, se marchó musitando ininteligibles excusas.

Jimmy no permanecía insensible a las angustias y a los sufrimientos de su amigo. Conocía bastante bien a Reggie, y su devoción hacia todas las formas exteriores de la educación, para comprender su horror al enterarse que había hablado con un individuo que no le había sido presentado. Pero la necesidad lo exigía, y aunque Reggie se hubiese torturado el alma día y noche por el remordimiento de semejante incorrección, Jimmy no habría desistido de su línea de conducta. De todos modos, Reggie había sido extremadamente amable marchándose sin hacer más preguntas.

Tras el incidente, Jimmy se volvió otra vez hacia Ann, mientras Bartling se alejaba tambaleándose, en busca de otro restaurante donde pudiera situar en su tono normal sus descentrados nervios. Ann lo miraba estupefacta, con los ojos dilatados y la boca abierta.

—¡Qué raro! —observó Jimmy con un ligero tono despreocupado que admiró extremamente y del que nunca se hubiera creído capaz, por lo que sintió la necesidad de felicitarse a sí mismo por su gran presencia de ánimo—. Me figuro que tengo que ser el doble de alguien. ¿Qué nombre ha dicho?

—¡Jimmy Crocker! —gritó Ann.

Jimmy levantó un vaso, bebió algunos sorbos y volvió a depositarlo.

—Oh, sí, ya me acuerdo. Ése es el nombre. Es curioso, pero me parece un nombre familiar. Debo de haberlo oído antes en alguna parte.

—Sí. Yo le hablé de Jimmy Crocker en el barco… aquella tarde que estábamos en el puente.

Jimmy la miró con aire de duda.

—¿Fue usted? ¡Oh, claro, desde luego! ¡Ahora lo recuerdo! Es aquel hombre que a usted le disgusta tanto.

Ann lo miraba fijamente, como si de repente hubiera experimentado un cambio.

—Supongo que la semejanza no hará que le disguste yo también —dijo Jimmy—. Hay quien nació Jimmy Crocker, y hay quienes son el retrato de Jimmy Crocker. Espero que no tendrá ninguna duda de que yo pertenezco a estos últimos.

—¡Es algo tan extraordinario!

—Oh, seguramente habrá oído hablar a menudo de los dobles. Hace algunos años había un hombre, en Inglaterra, que cada dos por tres iba a la cárcel por cosas que había hecho otro al que se parecía extraordinariamente.

—No es eso lo que quiero decir —protestó Ann—. Ha habido, en efecto, muchos casos como ése, pero lo extraño es que haya usted venido a América y que nos hayamos conocido en un momento como éste. Verá: fui a Inglaterra para intentar convencer a Jimmy Crocker de que volviera.

—¿Qué dice?

—No me he explicado bien. Quería decir que fui con mis tíos, que eran quienes deseaban convencerlo de que regresase para vivir con ellos.

Jimmy estaba intrigadísimo.

—¿Sus tíos? ¿Por qué?

—Tenía que haberle explicado antes que ellos también son tíos de Crocker. La hermana de mi tía se casó con su padre.

—Pero…

—Es muy sencillo, aunque no lo parezca. Quizá no haya usted leído últimamente el Sunday Chronicle. Pues bien, ese periódico ha publicado unos cuantos artículos sobre la escandalosa conducta de Jimmy Crocker en Londres… ¿Sabe cómo lo llaman? Piccadilly Jim.

Ese nombre en la prensa había sido un golpe para Jimmy, pero ahora, en los labios de Ann, le pareció realmente repugnante. Su bochornoso pasado comenzaba a remorderle amargamente.

—Ayer publicaron otro artículo.

—Lo he leído —dijo Jimmy para evitar la descripción.

—¿Ah, sí? Bueno, sólo para que comprenda usted qué clase de hombre es Jimmy Crocker, le diré que lord Percy Whipple, aquel a quien pegó en un club, era su mejor amigo. Su madrastra se lo dijo a mi tía. Creo que ese muchacho es un caso perdido —sonrió—. Tiene usted un aire muy triste, míster Bayliss. ¡Anímese! Puede usted parecérsele, pero no es él. El alma es lo que cuenta. Si usted tiene un alma buena y honrada, ¿qué importa que se parezca tanto a Jimmy Crocker que sus propios amigos vayan a saludarlo en los restaurantes? Al contrario. Es una ventaja. Estoy segura de que si usted fuese a ver a mi tía y le dijese que es usted Jimmy Crocker, venido a América lleno de remordimiento y arrepentido de su pasada vida, mi tía quedaría tan satisfecha, que haría cuanto usted le pidiese. A lo mejor puede realizar su ambición de hacerse adoptar por un millonario. ¿Por qué no lo intenta? Yo no lo traicionaría.

—¡Y antes de que me descubriesen y me metiesen en la cárcel podría estar a su lado cierto tiempo! ¡Y vivir en la misma casa que usted, hablar con usted…! —La voz de Jimmy tembló.

Ann se volvió para dirigirse a una amiga imaginaria.

—¿Puedes oírlo, querida? —dijo a media voz—. ¡Habla tan maravillosamente! En su pueblo, cuando era pequeño, unas veces lo llamaban «el niño orador» y, otras, el «elocuente Algernon».

Jimmy la miró con seriedad. Desaprobaba aquella frivolidad.

—Uno de estos días me provocará usted demasiado.

—¡Oh! ¿Ha escuchado usted lo que le decía a mi amiga? —preguntó Ann con consternación—. ¡Pero si yo no decía más que la verdad! Me gusta oírle hablar. ¡Pone usted tanto sentimiento!

Jimmy se amoldó al tenor de la conversación.

—¿Y usted tiene sentimientos? —preguntó Jimmy—. ¡Estaba justamente enardeciéndome! Un minuto más tarde le hubiera dicho algo muy importante. ¡Y usted me ha echado una ducha helada! Hablemos otra vez de mi trabajo.

—¿Ha pensado usted en alguna cosa?

—Me gustaría ser uno de esos individuos que no hacen más que firmar cheques y que encargan al botones del despacho que informe al señor Rockefeller de que pueden concederle cinco minutos. Pero temo que necesitaría un talonario de cheques, y no lo tengo. ¡Bueno, ya encontraré algo que hacer! Ahora cuénteme cosas de usted. ¡Dejemos tranquilo al porvenir!

Una hora más tarde, Jimmy erraba por Broadway. Iba pensativo, puesto que eran muchas las cosas que ocupaban su mente. Pensaba, extrañado, por qué los Pett habrían ido a Inglaterra para convencerlo de que volviese a Nueva York. Y aún era más extraño que ahora que se encontraba en Nueva York le fuese cerrado el camino hacia un próspero futuro por algo que cometió cinco años antes. El no poder recordar qué había sido lo irritaba sobremanera. ¿Cuál sería la causa de aquel terrible odio que Ann alimentaba contra él? Empezó a soñar tiernamente con la joven y chocaba con la gente que pasaba, sumido en una especie de éxtasis.

De él lo sacó el séptimo peatón contra quien chocó, el cual lo llamó por su nombre, aquel nombre que las circunstancias le habían obligado a abandonar.

—¡Jimmy Crocker!

La sorpresa llevó a Jimmy desde sus sueños a la realidad de esta prosaica tierra. Era ridículo estar de incógnito en una ciudad en la que no había puesto los pies desde hacía cinco años y ser instantáneamente reconocido en la calle a cada segundo. Miró al hombre con rabia. Era un tipo joven, fuerte, bien plantado y con anchos y cuadrados hombros. Le sonreía amistosamente. Jimmy no era un gran fisonomista, pero incluso el que lo fuera menos en este mundo hubiese reconocido a aquel hombre inconfundible. Su nariz partida, su frente estrecha, y aquellas enormes orejas eran cosas que no podían confundirse fácilmente.

Jimmy había visto a Jerry Mitchell por última vez dos años antes, en el Círculo Nacional del Deporte, en Londres, y se dispuso a enfrentarse con él, exactamente como lo había hecho con el inmaculado Reggie.

—¡Hola! —dijo el boxeador.

—¡Hola! —contestó Jimmy amablemente—. ¿En qué puedo servirle?

La sonrisa desapareció de la cara del púgil. Lo miró extrañadísimo.

—Es usted Jimmy Crocker, ¿no?

—No, me apellido Bayliss.

Jerry Mitchell se sonrojó.

—Perdone, me equivoqué.

Estaba a punto de alejarse, pero Jimmy lo detuvo. Al marcharse, Ann había dejado un gran vacío en su vida, y ahora deseaba gustoso la compañía de los hombres.

—El que lo reconoce soy yo —dijo—. Usted es Jerry Mitchell; lo vi combatir contra Kid Burke, hace cuatro años, en Londres.

En el rostro del púgil volvió a aparecer una mueca amistosa más amplia que nunca. Lo miró con cierta gratitud.

—¿De veras? Gracias. Ahora estoy retirado. Trabajo a las órdenes de un viejo llamado Pett. Y fíjese qué cómico, es el tío de Jimmy Crocker, con quien lo he confundido. Podía haber jurado que era él cuando chocó contra mí. Oiga, ¿tiene algo que hacer?

—Nada de particular.

—Pues venga a charlar un rato. Hay un sitio que conozco, justamente a la vuelta de la esquina.

—Encantado.

Empezaron a caminar juntos.

—¿Qué va usted a tomar? —preguntó Jerry cuando hubieron llegado—. Yo no puedo beber alcohol. Estoy a régimen —añadió como excusándose.

—Yo tampoco bebo —dijo Jimmy—. Encuentro tonto eso de beber continuamente y hacer desagradables exhibiciones en público.

Jerry Mitchell recibió esta declaración en silencio. La última duda que le quedaba de que aquel hombre pudiese ser Jimmy Crocker se esfumó definitivamente. Aunque se mostrara convencido de la identidad de su compañero, no había podido evitar una leve sospecha. Pero aquellas palabras lo convencieron.

Jimmy Crocker nunca las habría proferido ni habría rechazado el ofrecimiento de echar un trago. Tranquilizado por completo, se puso a charlar con él afablemente.