I
La residencia neoyorquina de míster Peter Pett, el conocidísimo financiero, está situada en la avenida Riverside, y es una de las edificaciones más horrendas que cabe contemplar en esa ancha y elegante vía. Tanto si pasa usted por allí en un suntuoso automóvil como si goza por diez céntimos de la fresca brisa desde el imperial de un verde autobús, la casa en cuestión, al aparecer ante su vista, le produce el efecto de un porrazo. Los arquitectos se tambalean al verla y levantan las manos en gesto de defensa; cualquier profano experimenta ante su enorme fealdad una sensación de choque. Esa casa parece al mismo tiempo, y en idénticas proporciones, una catedral, una villa de recreo, un hotel y una pagoda china. Muchas de sus ventanas ostentan vidrieras de colores, y ante la entrada del portal se hallan dos leones de terracota, más repulsivos incluso que los complacientes animales que custodian la Biblioteca Pública de Nueva York. En fin, es imposible que la casa en cuestión pase inadvertida, y probablemente por esta razón mistress Pett insistió para que su marido la comprase, ya que era una mujer a quien gustaba hacerse notar.
En el interior de la mansión, lujosamente decorada, su propietario nominal, míster Pett, vagaba de un lado a otro como alma en pena. Eran aproximadamente las diez de una hermosa mañana dominguera, pero la calma de la festividad, que parecía impregnar toda la casa, no había hecho presa en su espíritu. Su rostro, habitualmente calmoso y resignado, denotaba en aquel instante una profunda exasperación. Fue entonces cuando una imprecación exhalada entre dientes, aprendida sin duda en ese antro de perdición que es la Bolsa, se escapó de sus labios:
—¡Maldita sea!
Lo afligía una sensación de profunda tristeza, causada por su situación. No era mucho lo que le pedía a la vida. Algo sí, desde luego, pero muy poquita cosa. En aquel momento, cuanto quería era encontrar un sitio donde poder leer en solitario recogimiento su periódico dominical. Sin embargo, no podía hallarlo, porque detrás de cada puerta acechaban intrusos. El edificio estaba saturado de ellos.
En los últimos dos años, es decir, desde su matrimonio, aquel estado de cosas había ido empeorando de día en día. En la mente de mistress Pett se había infiltrado un fuerte virus literario. Además de escribir abundantemente (el nombre de Nesta Ford es bien conocido por los aficionados a las novelas sensacionalistas), mistress Pett tenía una idea fija: la de crearse un salón. Para ello había comenzado atrayendo a su sobrino Willie Partridge, que trabajaba en un nuevo explosivo que debería revolucionar el arte de la guerra. Después su colección de protegidos fue aumentando de forma gradual, y ahora cobijaba bajo su techo artesonado nada menos que a seis jóvenes genios, aunque todavía no habían sido reconocidos como tales. Y, en aquella hermosa mañana de junio, seis brillantes jóvenes, en su mayor parte novelistas que aún no habían empezado a escribir, y poetas que estaban a punto de comenzar a hacerlo, sembraban el desorden en las habitaciones de míster Pett mientras éste, con el periódico dominical debajo del brazo, deambulaba de un sitio a otro sin encontrar la paz en ninguno, exactamente como le sucedió a la paloma del Génesis. En esas ocasiones sentía una especie de envidia hacia el primer marido de su mujer, Elmer Ford, buen amigo suyo y gran hombre de negocios, que falleció de repente a consecuencia de un ataque de apoplejía; en esas ocasiones la lástima que el difunto solía inspirarle casi estaba a punto de convertirse en el sentimiento opuesto.
Su matrimonio había complicado la vida de míster Pett, como les suele suceder a quienes esperan hasta cumplir los cincuenta para casarse. Además de llenar la casa de genios, mistress Pett se había traído también consigo a su nuevo hogar a su único hijo, Ogden, un muchacho de catorce años extraordinariamente antipático, al que la convivencia con personas mayores, y la falta más absoluta de cualquier especie de disciplina, habían dado una precocidad tal, que todos los intentos de sus ya numerosos profesores particulares para educarlo habían resultado infructuosos. Todos llegaban llenos de confianza en trasformarlo, y todos se marchaban al cabo de poco tiempo, aniquilados por la obstinada resistencia que el muchacho ofrecía a cualquier forma de educación. Para míster Pett, siempre cohibido en presencia de la juventud, Ogden Ford era origen de constante irritación. Detestaba la personalidad de su hijastro; además, estaba seguro de que el chico le robaba sus cigarrillos y de que nunca lograría cogerlo in fraganti, razón que aumentaba su antipatía hacia él.
Míster Pett volvió a vagabundear. Se había parado un momento para escuchar ante la puerta del salón, pero, al oír una voz de tenor que discrepaba sobre la auténtica cristiandad del poeta Shelley, se había alejado otra vez.
El absoluto silencio que reinaba tras otra puerta al final del pasillo lo impulsó a poner los dedos sobre el pomo para abrirla, pero alguien oculto a su vista comenzó en aquel momento a tocar un piano y esto le hizo retirarlos más que deprisa. Continuó su peregrinación, y poco después, por un proceso de eliminación, se halló delante de la que era nominalmente su biblioteca particular; una habitación amplia y tranquila, repleta de viejos libros que su padre había coleccionado con gran amor.
Se quedó inmóvil delante de la puerta y escuchó con gran atención. No se oía ningún ruido. Entró, y durante breves instantes saboreó el placer, común a los caballeros maduros ansiosos de tranquilidad, de encontrarse por fin a solas en una casa llena de gente joven. Pero sonó una voz que destruyó sus sueños de paz.
—¡Hola, papá!
Desde la penumbra, Ogden Ford, que estaba hundido en un enorme sillón, continuó diciendo:
—¡Adelante, papá, adelante! ¡Aquí hay sitio para todos!
Míster Pett permaneció quieto en el umbral y fulminó a su hijastro con la mirada. El tono de protección del muchacho, que siempre lo había sublevado, lo irritaba de tal modo en aquella ocasión que le resultaba dificilísimo soportarlo con filosófica calma, porque, además, el chico se había adueñado de su sillón favorito. Desde el punto de vista estético, la contemplación del muchacho también le ofendía. Ogden Ford era grueso y fofo, y resultaba evidente que comía demasiado: tenía esa tez amarillenta y enfermiza de las personas que comen muchos dulces y apenas hacen ejercicio. En aquel momento movía acompasadamente los maxilares, a pesar de que no hacía aún media hora que había terminado de almorzar.
—¿Qué estás comiendo? —preguntó míster Pett, en quien la desilusión empezaba a ceder el paso a la irritación.
—¡Bombones!
—¡No quiero que te pases todo el santo día comiendo bombones!
—Mamá me los dio —contestó Ogden con sencillez.
Como suponía, el golpe enmudeció la batería contraria. Míster Pett soltó un leve gruñido, pero no hizo ningún comentario.
Ogden celebró la victoria comiéndose otro bombón.
—Tienes los nervios de punta esta mañana, ¿eh, papá? ¿No es verdad?
—¡No quiero que se me hable en este tono!
—¡Claro que los tienes! —dijo su hijastro complacido—. Me he dado cuenta enseguida. Lo que no entiendo es por qué has de emprenderla conmigo. ¡No he hecho nada malo!
Míster Pett olfateó lleno de sospechas.
—¡Has fumado!
—¿Quién, yo?
—¡Has fumado cigarrillos!
—¡No, señor!
—Hay dos colillas en el cenicero.
—No son mías.
—Una está caliente aún.
—¡Hace un día tan caluroso…!
—La dejaste cuando me oíste entrar.
—¡Te repito que no! Sólo llevo unos minutos en esta habitación. Puede que alguno de nuestros huéspedes estuviera aquí antes. Son unos aprovechados. ¡Tendrías que hacer algo, papá! ¡Tendrías que imponerte!
Míster Pett se sintió invadido por una sensación de impotencia. Por enésima vez aquel calmoso muchacho de ojos saltones, que lo trataba con tanta frialdad, se había burlado de él.
—Tendrías que salir un poco. ¡Hace una mañana tan hermosa! —dijo tímidamente míster Pett.
—Muy bien. Si tú sales, yo saldré.
—¿Yo…? ¡Yo tengo otras cosas que hacer! —exclamó míster Pett, aterrorizado ante semejante perspectiva.
—Y, además, eso de salir a pasear es una idea pasada de moda. ¿Para qué sirve tener una casa si no estás en ella? —dijo Ogden.
—A tu edad, en un día como el de hoy, yo estaría afuera jugando…, jugando al aro.
—¡Y fíjate cómo estás ahora!
—¿Qué estás diciendo?
—¡Mártir del lumbago!
—¡No soy un mártir del lumbago! —protestó míster Pett, que era muy sensible en este punto.
—Como quieras. Pero yo sé que…
—¡No importa!
—Yo sólo digo lo que mamá…
—¡Basta ya!
Ogden cogió otro bombón de la caja.
—¿Quieres uno, papá?
—¡No!
—Haces bien. A tu edad hay que ser prudente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no debes cometer excesos. Ya no eres tan joven… Pero entra de una vez. ¡Sopla una corriente de aire cuando está la puerta abierta…!
Míster Pett se retiró furibundo, preguntándose cómo se hubiera comportado otro hombre en circunstancias semejantes. La ridícula falta de coherencia del carácter humano le causaba una profunda indignación. ¿Por qué tenía que ser un hombre tan diferente en la avenida Riverside de lo que era en la calle Pine? ¿Cómo era posible que aquí fuera capaz de hacer frente a unos financieros bigotudos y autoritarios, mientras que allá se sentía incapaz de echar de un sillón a un muchacho de catorce años? Algunas veces le parecía que su voluntad, después de haber concluido el trabajo diario, se paralizaba por completo.
Mientras tanto, aún no había podido encontrar un lugar adecuado para leer su periódico. Se quedó pensativo por unos instantes; luego su rostro adquirió una expresión más serena y, por último, empezó a subir decidido las escaleras. Llegó hasta el último piso, siguió un pasillo y llamó a una puerta que se encontraba justamente al final de éste. También tras esa puerta se oían ruidos, como en las del piso inferior, pero esta vez míster Pett no se sintió molesto. Era el tecleo de una máquina de escribir lo que llegaba a sus oídos, y él lo escuchaba con aire de aprobación. Ese ruido le gustaba mucho, porque le recordaba su despacho.
—¡Adelante! —gritó una voz femenina.
La habitación en la que entró míster Pett era pequeña, pero confortable; tenía aquella comodidad habitual en las habitaciones de los hombres; hecho éste muy extraño, considerando el sexo de quien la ocupaba en aquel momento. Una estantería muy amplia llenaba casi por entero una de las paredes, y los libros encuadernados en rojo, azul y marrón parecían sonreír alegremente a las visitas. En las paredes estaban colgados unos grabados elegidos y colocados con muchísimo gusto. El sol entraba a raudales por una ventana abierta en el lado izquierdo, y el ruido de los coches que pasaban por la avenida llegaba apagado, como un runruneo. Delante de un escritorio, a la derecha de la ventana, con los cabellos de un tono rubio rojizo encrespados por la brisa que venía del río, estaba sentada una joven que escribía a máquina. Al oír entrar a míster Pett, la joven se volvió y le sonrió.
Ann Chester, la sobrina de míster Pett, cuando sonreía era aún más hermosa. Lo que se destacaba en ella primordialmente eran los cabellos, pero su nota característica y personal era la boca. Era una boca que dejaba adivinar maravillosas posibilidades de felicidad. Cuando estaba cerrada, parecía que hubiese acabado de decir algo muy humorístico y estuviese tímidamente satisfecha de sí misma. Al sonreír, dejaba ver una hilera de dientes blanquísimos, y si hacía un gracioso mohín sin abrir los labios, en la mejilla derecha aparecía un gracioso hoyito que daba a todo el rostro un aire de maliciosa alegría. Era una boca fuerte y decidida; la boca de una mujer que sabe despertar con una broma las esperanzas perdidas u organizar conjuras extrañas y caprichosas contra los convencionalismos sociales. Los ángulos de la boca y la línea decidida de la barbilla traicionaban también una ligera imperiosidad. Un fisonomista hubiese comprendido enseguida que Ann Chester quería hacer siempre lo que le diera la gana y estaba acostumbrada a lograr lo que se proponía.
—Hola, tío Peter —dijo—, ¿qué pasa?
—¿Te interrumpo, Ann?
—De ninguna manera. Estoy copiando un relato para tía Nesta. Se lo había prometido. ¿Quieres que te lea un trozo?
Míster Pett rehusó.
—Haces mal —dijo Ann mientras volvía las páginas—. Yo estoy entusiasmada. Su título es «Un delito en la noche», y está lleno de muertes y aventuras. Parece mentira que tía Nesta tenga tanta imaginación. Hay policías, secuestradores de niños y cosas por el estilo. Quizá sea por efecto de estas lecturas, pero tengo la impresión de que estás buscando algo. ¡Tienes un aire tan decidido!
El rostro amable de míster Pett se contrajo en una mueca que quería ser una amarga sonrisa.
—Sencillamente, estoy buscando un sitio tranquilo para poder leer en paz mi periódico. En mi vida he visto una casa como ésta. Vista desde fuera parece lo suficientemente grande para cobijar a un regimiento, y, sin embargo, cuando estás dentro, te encuentras a un poeta, o lo que sea, en cada habitación.
—¿Y la biblioteca? ¿No está reservada para ti?
—Allí se ha instalado Ogden.
—¡Qué vergüenza!
—¡Retrepado en mi sillón, fumando mis cigarrillos! —continuó míster Pett, ceñudo.
—¿Fumando? Creía que había prometido a tía Nesta que no volvería a hacerlo.
—Naturalmente, me ha dicho que no fumaba, pero era evidente que mentía. No sé qué hacer con ese chico. ¡Tiene…, tiene conmigo unas maneras tan protectoras! —concluyó míster Pett, indignado—. Está tumbado en el sillón, con los pies sobre la mesa, y me habla como si fuese su sobrino.
—¡Es un animal!
Ann estaba irritada y disgustada. Desde que había muerto su madre —y de eso habían pasado ya muchos años—, la joven y míster Pett habían sido inseparables. El padre de Ann, gran explorador, gran cazador y viajero infatigable, a quien encantaba vivir en los lugares más desiertos y salvajes del mundo y que no hacía más que cortas escapadas a Nueva York, había dejado a su hija al cuidado de míster Pett.
Míster Chester era, sin duda, un hombre admirable, pero no un hombre de familia, y las relaciones con su hija se habían limitado casi siempre a cartas y regalos. En los últimos años, Ann se había acostumbrado a considerar a míster Pett como si fuera su padre. La muchacha era de naturaleza sensible a todas las manifestaciones de bondad, y puesto que su tío, además de ser bueno, tenía algo de patético, no sólo sentía afecto por él, sino también un poquitín de lástima.
El gran financiero conservaba ciertos vestigios del niño que fue antaño, del niño que vive y se mueve en un mundo que no le comprende, y que por esto no hace nada bueno, y este estado de cosas interesaba y atraía a la muchacha. Aún estaba en la edad en que se tiene un ardiente deseo de socorrer a los oprimidos y de hacer triunfar a la justicia; y en su cabeza bullían disparatados proyectos para reformar a su pequeño mundo. Desde el primer momento había sido testigo, con mal reprimido furor, de las tribulaciones que oprimían a míster Pett en su vida conyugal, y si éste le hubiese pedido su parecer y sus consejos, hacía tiempo que habría puesto fin de manera violenta a sus disgustos domésticos. Porque Ann, en sus momentos de meditación, había proyectado varios planes que hubiesen hecho poner de punta los grises cabellos de su tío.
—He conocido a muchos chicos —dijo Ann—, pero Ogden es un tipo completamente diferente. Lo cierto es que tendríamos que enviarlo a un colegio muy severo.
—A Sing Sing es donde deberíamos enviarlo —musitó míster Pett.
—¿Por qué no lo matriculas en un internado?
—Tu tía Nesta no quiere siquiera oír hablar de ello. Tiene miedo que lo rapten, como sucedió la última vez que estuvo en uno, y ahora quiere vigilarlo constantemente. No hay duda que tiene razón.
Ann, pensativa, dejó corretear los dedos sobre las teclas de la máquina.
—He pensado a menudo…
—¿Qué?
—¡Oh, nada, nada…! Voy a terminar este relato para tía Nesta.
Míster Pett dejó el periódico a sus pies y se puso a leer la sección de tiras cómicas. Lo que en él había de infantil y que tan grato era a Ann lo inducía a iniciar siempre su lectura dominical de esta manera. A pesar de tener los cabellos grises, conservaba la afición por el humor de brocha gorda, tanto en el arte como en la vida real. Nadie podría figurarse lo que se había divertido el día en que Raymond Creen, un novelista protegido por su mujer, tropezó y cayó rodando por la escalera.
Desde un lugar lejano del pasillo llegó un apagado ruido de golpes. Ann interrumpió su trabajo para escuchar.
—Es Jerry Mitchell, que está haciendo ejercicios con el saco de arena.
—¿Cómo? —preguntó míster Pett.
—He dicho que he oído el ruido que Jerry Mitchell hace en el gimnasio.
—Sí, claro, está en el gimnasio.
Ann miró pensativa por la ventana. Después, de repente, dio media vuelta sobre su silla giratoria.
—¡Tío Peter…!
Míster Pett levantó la vista lentamente de las tiras cómicas.
—¿Qué?
—Escucha, ¿no te ha hablado nunca Jerry Mitchell de un amigo suyo que tiene un hospital para perros en Long Island? En este momento no recuerdo su nombre, me parece que es Smithers, o Smethurst, o algo semejante. La gente, señoras ancianas ¿sabes?, y otras personas le llevan sus perros cuando están enfermos, y tiene un remedio que es infalible para curarlos. Por lo menos, eso es lo que asegura Jerry, y creo que gana muchísimo dinero.
—¿Dinero? —Ante esa mágica palabra Pett, el hombre que había vuelto a la adolescencia, se convirtió en Pett, el financiero—. Ya, ya, puede que sea un negocio bastante bueno. ¡Como los perros están tan de moda! No dudo de que haya una gran demanda. Quizá fuera un buen asunto patentar un tratamiento…
—No creo que sea posible lanzar el remedio de míster Smethurst. Es ineficaz si los perros no han comido demasiado, y no han estado un tiempo excesivo sin hacer ejercicio.
—Esto es justamente lo que les pasa a estos perritos de salón. Creo que podré entenderme con ese individuo. Tendré que ver a Mitchell para que me dé su dirección.
—No pienses en ello, tío Peter. Nunca podrás hacer ningún negocio con ese hombre, por lo menos sobre este particular. Todo lo que hace míster Smethurst cuando le llevan algún perro enfermo es darle poquísima comida y hacerlo correr mucho. En una semana, aproximadamente, el perro está alegre y hermoso otra vez.
—¡Oh! —exclamó desilusionado míster Pett.
Ann tocó ligeramente las teclas de la máquina.
—Te he mencionado a míster Smethurst precisamente porque estábamos hablando de Ogden. ¿No crees que ese tratamiento sería también una magnífica cura para Ogden?
Los ojos de míster Pett brillaron.
—¡Lástima que no se le pueda enviar allí un par de semanas!
Ann tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Le sentaría estupendamente, ¿no es verdad?
El silencio reinó en la habitación, sólo interrumpido por el ruido de la máquina de escribir. Míster Pett, cuando hubo leído las tiras cómicas, dedicó su atención a los deportes, pues tenía verdadera locura por el béisbol. Los negocios no le permitían asistir a todos los partidos, como hubiera sido su deseo, pero seguía atentamente el desarrollo de ese deporte nacional en las páginas de los diarios, y sentía una profunda admiración por el napoleónico talento de John McGraw, el famosísimo jugador y luego empresario, quien, de haberlo sabido, se habría sentido, sin duda, muy halagado.
—¡Tío Peter! —exclamó Ann volviéndose otra vez.
—¿Qué?
—Es chocante que hayas mencionado el rapto de Ogden. Esta historia de tía Nesta trata precisamente de un niño bueno y dulce, es evidente que ella ve a Ogden así, que fue raptado y ocultado. Es extraño que tía Nesta escriba historias semejantes.
—Tu tía deja que su imaginación se desborde demasiado cuando se trata de esas cosas. Me dijo un día que hubo un tiempo que todos los secuestradores de América iban detrás de Ogden. Lo envió a un colegio de Inglaterra, es decir, su marido fue quien lo envió, porque en aquella época estaban separados y, según parece, todos los secuestradores tomaron el primer barco que se dirigía hacia el Viejo Continente y sitiaron la escuela.
—Es una verdadera lástima que ahora alguien no se lo lleve y lo guarde hasta que se vuelva más agradable.
—¡Ah! —dijo meditabundo míster Pett.
Ann lo miró atentamente, pero míster Pett tenía la mirada fija en el periódico. La joven suspiró y volvió a trabajar.
—Te aseguro que desmoraliza el tener que copiar las historias de tía Nesta. ¡Se le meten a una las ideas más extrañas en la cabeza!
Míster Pett no dijo nada. Estaba leyendo un artículo de medicina, porque era su costumbre leer todo el periódico del domingo, sin omitir una sola línea. Ann empezó de nuevo a escribir.
—¡Válgame Dios!
La joven dio media vuelta y miró desconcertada a su tío, que tenía clavada la vista, sin expresión, en el periódico.
—¿Qué pasa?
La página sobre la que estaba concentrada la atención de míster Pett contenía un dibujo imaginario que representaba a un joven vestido de etiqueta que perseguía, alrededor de una mesa de un restaurante, a una señorita vestida con traje de noche. Ambos tenían el aspecto de divertirse muchísimo. En el epígrafe se leía:
¡Otra vez PICCADILLY JIM!
Las más recientes aventuras de míster Crocker
en Nueva York y en Londres
Pero no era por el título ni por la ilustración por lo que habían quedado como fascinados los ojos de míster Pett. Lo que estaba mirando era la reproducción de una pequeña fotografía que estaba incluida en el artículo. Representaba a una mujer como de cuarenta años, de una belleza extraordinaria. Debajo decía: «Mistress Nesta Ford Pett, la popular escritora, una de las damas más conocidas en la buena sociedad».
Ann se había levantado y miraba el periódico por encima de los hombros de su tío. Al leer el título que encabezaba la página, su frente se contrajo; luego su mirada se posó sobre la fotografía.
—¡Dios mío! ¿Por qué han publicado la fotografía de tía Nesta?
Míster Pett dejó escapar un suspiro lleno de aprensión.
—¡Han descubierto que es tía de Jim! ¡Temía que ocurriera! ¡No sé qué dirá cuando se entere!
—No permitas que tía Nesta vea el periódico —le aconsejó Ann.
—Ella también tiene un ejemplar. Probablemente lo estará leyendo en este momento.
Ann estaba dando un vistazo al artículo.
—Me parece que es lo mismo que publicaron hace algún tiempo. Lo que no comprendo es por qué el Chronicle tiene tanto interés en divulgar todo lo que hace Jimmy Crocker.
—Es muy natural. Jimmy era periodista, y el periódico para el que trabajaba era, precisamente, el Chronicle.
Ann se sonrojó.
—Lo sé —dijo secamente.
Algo en su voz llamó la atención de míster Pett.
—¡Sí, sí, claro! —dijo apresuradamente—. Me había olvidado de ello.
Siguió un embarazoso silencio. Míster Pett tosió. Entre ellos habían acordado tácitamente no hablar nunca de míster Crocker ni de sus relaciones con el Chronicle de Nueva York.
—No sabía que fuese sobrino tuyo, tío Peter.
—Sobrino político —se apresuró a aclarar míster Pett—, porque Eugenia, la hermana de Nesta, se casó con su padre.
—Así es como si fuese primo mío.
—Una especie de primo lejano.
—Nunca será lo bastante lejano para mí.
Se oyó un ruido de pasos presurosos, la puerta se abrió y entró mistress Pett. Llevaba un periódico en la mano, que agitó delante de las narices de su marido.
—Ya lo sé todo, querida —dijo su marido, que dio un paso hacia atrás—. Ann y yo estábamos hablando precisamente de eso cuando entraste.
La pequeña fotografía no había sido muy justa con mistress Pett. Vista personalmente, era doblemente hermosa de lo que aparecía en la reproducción. Se trataba de una mujer alta y escultural, con un rostro bonito y unos ojos de mirada tan autoritaria como atrevida; su gran personalidad perturbaba la atmósfera sosegada y sencilla de la habitación.
Era justamente ese tipo de mujer con el que parece que tengan siempre que casarse instintivamente los hombres bajitos, delgados y más bien timoratos, incapaces de defenderse, como les sucede a las barquitas que el huracán sorprende en alta mar.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó mistress Pett mientras se dejaba caer en la silla de la que se había levantado su marido.
Míster Pett no había considerado nunca las cosas en aquel sentido, ni le había pasado por la cabeza la posibilidad de tener que hacer algo. Excepción hecha de los negocios, era por naturaleza un individuo pasivo, y cuando se encontraba metido en algún lío, tenía tendencia a dejarse arrastrar a la deriva, sin reaccionar de ninguna forma. Recoger las flechas que disparaba contra él la fortuna adversa y devolverlas no entraba en sus costumbres. Se rascó la barbilla, y no dijo una sola palabra.
—Si Eugenia hubiese tenido un poco de sentido común, habría previsto lo que tenía que suceder al sacar al muchacho de Nueva York, donde trabajaba mucho y no se metía en líos, llevarlo a Londres y dejarle allí vivir a su aire, con la cartera llena y sin tener nada que hacer. Pero, si hubiese tenido sentido común, para empezar, jamás se habría casado con ese absurdo míster Crocker. Bien le aconsejé que no lo hiciese.
Calló mistress Pett y sus ojos brillaron con el fuego del recuerdo. Revivía la escena que había tenido lugar tres años antes entre ella y su hermana, cuando Eugenia le había comunicado que tenía la intención de casarse con un desconocido actor de edad madura llamado Bingley Crocker. Mistress Pett no conocía a su futuro cuñado, pero se había opuesto al matrimonio en tales términos que había provocado una ruptura de relaciones, definitiva y para siempre, entre ella y su hermana. Eugenia no era una mujer que permitiera que sus acciones fueran criticadas impunemente. Tanto física como moralmente se parecía de manera sorprendente a mistress Pett.
Mistress Pett volvió nuevamente al momento actual. El pasado estaba lejos, y era el presente el que exigía una acción rápida e inmediata.
—Me parece que también Eugenia habría tenido que comprender que un muchacho de veintiún años necesita tener una ocupación estable.
Míster Pett vio, satisfechísimo, que se le presentaba la ocasión de decir algo. Era el Apóstol del Trabajo, y esa misión le gustaba sobremanera.
—Exacto —dijo—, todos tenemos que trabajar.
—Fíjate en lo que ha sido la vida del joven Crocker desde que se fue a vivir a Londres. Siempre está buscando algo para hacerse notar. Primero fue el proceso por ruptura de promesa matrimonial, después aquella pelea en una reunión política, luego sus escapadas a Montecarlo, y después…, en fin, ¡todo! Además, creo que está siempre borracho perdido. Eugenia debe de haberse vuelto loca. De otro modo, no se comprende que no trate de ejercer su influencia sobre su hijo.
Míster Pett suspiró en señal de simpatía y de comprensión.
—Ahora los periódicos han descubierto que soy su tía. Y cada vez que publiquen un artículo sobre esa perla, estoy segura que veremos también publicada una fotografía mía.
Calló, presa de justa indignación. Míster Pett, que sabía que le tocaba representar el papel del coro en los monólogos de su mujer, juzgó que había llegado el momento apropiado para su intervención.
—¡Eso es muy duro! —exclamó.
Mistress Pett se volvió como una leona herida.
—Sí, pero decir eso no sirve para nada. Nada de lo que se diga sirve para nada.
—¡Claro, claro! —exclamó míster Pett, que se abstuvo prudentemente de decir que ella se había desfogado a gusto.
—Tienes que hacer algo.
Por vez primera, Ann tomó parte en la conversación. La joven no tenía mucha simpatía por su tía, y le gustaba menos aún cuando tiranizaba a su pobre tío. Había algo en el carácter de mistress Pett que la irritaba y que hacía poner en pie de guerra a su fuerte carácter, pero escondía sus sentimientos bajo la misma apariencia alegre y despreocupada con que acostumbraba a relacionarse con todo el mundo.
—¿Qué debería hacer entonces el tío Peter? —preguntó.
—¿Cómo? ¿Que qué tendría que hacer…? Obligar al muchacho a que regrese a América y darle trabajo. Esta es la única solución.
—Pero ¿se puede hacer eso?
—¡Naturalmente que se puede!
—Suponiendo que Jimmy Crocker aceptara la invitación de venirse a América, ¿qué trabajo podría encontrar? Después de todos esos años de francachelas, y de haberse forjado esa fama de turbulento y pendenciero, le sería absolutamente imposible volver a trabajar para el Chronicle. Y, aparte del periodismo, ¿qué es lo que sabe hacer?
—¡No sé por qué buscas tantas dificultades! —exclamó mistress Pett.
—No soy yo quien las busca, es que ya existen por sí solas.
Míster Pett intervino entonces. Siempre tenía miedo a un choque entre las dos mujeres. Ann era pelirroja, y tenía la naturaleza que generalmente acompaña a este color de cabello. Impulsiva y un tanto predispuesta a la lucha con exceso, recordaba Pett que también su padre había sido así. Pero Ann, a pesar de estar siempre dispuesta a luchar, se arrepentía con facilidad de sus arranques, y la oferta de pasar a máquina el relato que en aquel momento estaba sobre su escritorio no era más que una amende honorable después de una escena que había tenido con su tía. Pett no quería que aquella tregua tan recientemente lograda terminara tan pronto. Y dijo, para suavizar asperezas:
—Podría darle una colocación en mi oficina.
Darles a los jóvenes colocaciones en su oficina era lo que más le gustaba a Pett. En aquellos momentos, seis jóvenes brillantes vivían en su casa y comían a expensas suyas. Su máxima satisfacción hubiese sido el poderlos ver a los seis ocupados en escribir direcciones, sobre todo al sobrino de su mujer, Willie Partridge, que a su claro juicio, era un perezoso, incapaz de hacer nada bueno. No le inspiraba ninguna confianza el explosivo que tenía que revolucionar el arte de la guerra; sabía, como todo el mundo, que el padre de Willie había sido un gran inventor, pero no aceptaba la posibilidad que el hijo hubiese tenido que haber heredado forzosamente la genialidad de su difunto padre. Observaba los experimentos que Willie Partridge realizaba para hallar la «partridgita» (así habría de llamarse el explosivo) con profundo escepticismo, y pensaba que lo único que el sobrino de su mujer había inventado con éxito era un método para vivir sin dar golpe a expensas del prójimo.
—Eso está muy bien —exclamó mistress Pett, completamente satisfecha por esta solución.
—¿Quieres escribirle, entonces, para decírselo? —preguntó míster Pett, feliz al ver la manera desacostumbrada con que su mujer había concedido su aprobación.
—¿Escribir? ¿Y para qué? Eugenia no me haría ningún caso. Además, por carta no podría decirle todo lo que quisiera. No, lo único que podemos hacer es ir a visitarla a Inglaterra. Le hablaré claramente, le demostraré las enormes ventajas que tendría su hijo si trabajase en tu oficina y si viviese aquí…
Ann dio un respingo.
—¿No querrás decir aquí…, en esta casa?
—Naturalmente que sí. Sería inútil que el muchacho viniese desde Inglaterra para que luego anduviera por su cuenta.
Míster Pett tosió.
—No creo que eso fuera agradable para Ann, querida.
—Pero, ¡en nombre del cielo!, ¿por qué tendría Ann que oponerse?
La joven se dirigió hacia la puerta.
—Gracias por tu delicadeza, tío Peter. Has sido muy bueno acordándote de ello. Pero no te preocupes por mí. Haz lo que quieras; de todos modos, estoy segurísima que no podréis convencerlo de que regrese. Por lo que parece, según afirman los periódicos, se divierte mucho en Londres. A los hombres como Jimmy Crocker se los puede llamar siempre, pero ¿cuántos responderán a tu llamada?
Mistress Pett miró primero a la puerta que se cerraba tras la muchacha, y luego a su marido.
—¿Qué significa eso, Peter? ¿Por qué no sería agradable para Ann que el joven Crocker viniese a vivir con nosotros?
Míster Pett titubeó un instante.
—Mira, Nesta, espero que no le dirás que fui yo quien te lo dijo. ¡Es tan sensible en este asunto esta buena muchacha! La cosa pasó antes de nuestro matrimonio. Ann era entonces muy joven, y ya sabes cómo son las adolescentes. ¡Locas y sentimentales! En realidad, la culpa fue toda mía. Yo hubiese tenido que…
—¡En nombre de Dios!, Peter, ¿qué quieres decir?
—Ann era una niña…
Mistress Pett se levantó de su silla, horrorizada.
—¡Peter! ¡Habla! ¡No me vengas con subterfugios!
—¡Ann escribió un libro de poesías y yo se lo hice editar!
Mistress Pett se dejó caer suavemente sobre su silla, emitió un «¡oh!» que tanto podía ser de alivio como de desilusión, y le preguntó a su marido:
—Pero ¿por qué tantas historias y tanto misterio?
—Fue culpa mía —continuó míster Pett—. Hubiese tenido que pensarlo mejor, pero lo único que se me ocurrió fue que Ann se pondría muy contenta al ver publicados sus versos, y que experimentaría una gran satisfacción regalando el libro a sus amistades. Y, en efecto, se lo dio a todas. Y, desde entonces, su mayor deseo es que se olviden de que lo hizo. La he visto ponerse hecha una furia con un joven que quería ganarse su simpatía recitando uno de sus poemas que leyó en la biblioteca de una hermana suya.
—Pero, ¡por el amor de Dios!, ¿qué tiene que ver el joven Crocker con todo esto?
—Te lo diré. Muchos periódicos se contentaron sencillamente con citar el libro de Ann entre las «Publicaciones recibidas», otros le dedicaron dos o tres renglones, pero el Chronicle se interesó extensamente, puesto que Ann, en aquella época, era una muchacha muy conocida en sociedad. Fue Crocker quien le hizo una entrevista sobre sus métodos de trabajo, su inspiración y otras cosas por el estilo. No sospechamos que aquello pudiera no ir en serio. Incluso aquella misma tarde encargué un centenar de ejemplares del periódico, con la orden de que me los enviaran cuando apareciera el artículo. Pero lo cierto —y se sonrojó por el recuerdo— es que no fue más que una tomadura de pelo, desde el principio hasta el fin. El muy sinvergüenza se burló de los poemas y de todo lo que Ann le había contado sobre su inspiración, y reprodujo algunas poesías justamente para ponerla en ridículo. Yo temía que Ann no sobreviviese al disgusto. Ahora, como es natural, ya no le importa nada y reconoce que fueron chiquilladas, pero es lógico que no se ponga a saltar de alegría ante la idea de que el joven Crocker venga a vivir a esta casa.
—¡Ridiculeces! —exclamó mistress Pett—. No tengo ninguna intención de cambiar mis planes sólo por este estúpido incidente sucedido hace varios años. Nos marcharemos el miércoles.
—¡Muy bien, querida! —dijo míster Pett con aire resignado—. Y… ¿nos marcharemos los dos solos?
—Y Ogden, naturalmente.
Míster Pett, con un gran esfuerzo de su voluntad, contuvo una mueca. ¡Justamente lo que se temía!
—No podría dejarle aquí de ninguna manera, después de lo que sucedió cuando el pobre querido Elmer lo envió al colegio inglés.
El difunto míster Elmer Ford se había pasado casi toda su vida matrimonial peleando con su mujer o lejos de ella. Eso no era obstáculo para que desde su muerte hubiera sido canonizado como «el pobre querido Elmer».
—Además —prosiguió mistress Pett—, un viaje por mar le sentará bien. Desde hace algún tiempo tiene un aspecto que no me satisface.
—Si Ogden viene con nosotros, me gustaría llevarme también a Ann.
—¿Por qué?
—Porque solamente Ann puede… —buscó sustituir la expresión «tenerle a raya» por otra más suave. A sus ojos Ann era lo único que existía en el mundo contra Ogden, pero comprendía que hablar de esta manera sería una cosa poco amable por su parte— vigilarlo en el barco. Ya sabes que siempre te mareas en las travesías.
—Bueno, bueno… Llévate a Ann. Y ahora que me acuerdo, había algo que quería decirte y que aquel infame artículo hizo que se me fuera de la cabeza. Lord Wisbeach ha pedido a Ann que se case con él.
Míster Pett asumió una actitud de persona ofendida, pues generalmente él recibía las confidencias de la joven.
—¡Ann no me ha dicho nada! —exclamó.
—A mí tampoco. Sólo me habló de ello lord Wisbeach. Ann le prometió que lo pensaría y que le daría una contestación más adelante. Mientras tanto, me lo ha dicho, para estar seguro de mi consentimiento; ha sido muy amable y correcto al hacerlo.
—¿Así que Ann no lo ha aceptado todavía?
—No, aún no se ha decidido.
—Espero que no se case con él.
—¡No digas tonterías, Peter! Sería un excelente partido.
Míster Pett se agitó, intranquilo.
—No me gusta; es demasiado melifluo y dulzón.
—Si lo que quieres decir es que tiene unos modales perfectos, estoy de acuerdo contigo. Haré todo lo que pueda para convencer a Ann de que lo acepte.
—¡Pues yo no! —dijo míster Pett con un tono mucho más resuelto que de costumbre—. Tú sabes la reacción de Ann cuando se la quiere obligar a que haga algo; se pone terca y no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Exactamente como su padre. Cuando íbamos al colegio juntos, a veces…
—¡Basta de sandeces, Peter! ¡Hablas como si se me hubiera puesto en la cabeza obligar a Ann a hacer algo contra su voluntad!
—Además, no conocemos a ese individuo. ¡Hace apenas dos semanas que ignorábamos que estuviese en el mundo!
—¿Qué más quieres que sepamos de él, después de haber sabido su nombre?
Míster Pett calló, pero no estaba convencido. El tal lord Wisbeach, de quien estaban hablando, era un joven elegante, de aspecto agradable, que poco tiempo antes se había presentado en el despacho de míster Pett para consultarle sobre la mejor manera de invertir cierta cantidad. Llevaba una carta de presentación de Hammond Chester, el padre de Ann, a quien había conocido en el Canadá, con motivo de un concurso de pesca. Si míster Pett hubiese sido capaz de frenarse, sus relaciones se habrían limitado a una entrevista más de negocios, puesto que el joven lord no le había resultado nada agradable. Pero míster Pett era americano, y, como todos los de su nación, tenía desarrolladísimo el sentimiento de la hospitalidad. Al saber que el joven Wisbeach era amigo de Hammond Chester, se sintió en el deber de invitarlo a su casa aunque lo acosasen tristes presentimientos, que ahora, por lo visto, estaban bien fundados.
—Ann debería casarse —dijo mistress Pett—; se está acostumbrando demasiado a hacer lo que mejor le place. Pero es ella la que tiene que decidirlo, nosotros no podemos intervenir. Espero solamente que sea razonable.
Y se marchó dejando a míster Pett más preocupado que nunca. El financiero no podía aceptar la idea de que Ann se casase con lord Wisbeach, el cual, aunque no hubiese tenido defectos, habría sido un partido poco deseable, ya que habría llevado a la joven a vivir a su país, a miles de kilómetros de distancia. Y la idea de perder a Ann lo ponía infinitamente triste.
Mientras tanto, la muchacha se había dirigido hacia el gimnasio que míster Pett había hecho construir en interés de su salud al final de la casa, para lo cual había reformado una amplia habitación que el anterior propietario, de temperamento artístico, había utilizado como estudio de pintor.
Ya no se oía el «tap-tap-tap» de los puñetazos sobre el saco de arena, pero unas voces le hicieron comprender que Jerry Mitchell, el profesor de gimnasia de míster Pett, permanecía allí.
Ann abrió la puerta, preguntándose quién podía ser el que estaba con Jerry, y vio a Ogden que, apoyado en la pared, miraba al profesor de una manera tan arrogante e imperativa, que éste parecía soportarlo a duras penas.
—Pues sí —estaba diciendo en aquel momento—, he oído a Biggs que le estaba pidiendo que saliera con él.
—Y apuesto que ella le ha dicho que no —dijo Jerry Mitchell con voz sombría.
—No, todo lo contrario. ¿Por qué habría tenido que decirle que no? Biggs es un hombre muy guapo.
—¿De qué estás hablando, Ogden? —preguntó Ann.
—Le estaba diciendo que Biggs le ha pedido a Celestine que vaya a dar un paseo en coche con él.
—¡Le romperé la cabeza! —masculló Jerry, irritadísimo.
Ogden prorrumpió en una carcajada llena de veneno.
—¡Muy bien! Y mamá te despedirá. ¡No permitirá, ciertamente, que se toque a su chófer!
Jerry Mitchell se volvió hacia Ann con un gesto de súplica. Las revelaciones de Ogden y, sobre todo, la alabanza que éste había hecho del físico de Biggs habían alterado su corazón. Bien comprendía que al hacerle la corte a Celestine, la camarera de mistress Pett, era un obstáculo su físico, en el que no depositaba la menor ilusión. No era precisamente un Adonis, y, además, durante su larga y afortunada carrera en el ring, los guantes de cientos de contrincantes le habían hecho la cara nueva tantas veces, que en sus asuntos sentimentales sólo podía apoyarse en sus dotes morales y en la distinción de sus modales. Pertenecía a la vieja escuela de los boxeadores que lo son de verdad, y en aquella época de pugilistas que parecían vedettes de revistas, su aspecto era un tanto anacrónico. Se trataba de un hombre robusto, con una cabeza sólida, redonda, ojos pequeños, barbilla prominente, y una nariz que los malos tratos habían reducido a un mero vestigio. Una pequeña tira de frente, que había actuado como tope, separaba los cabellos de las cejas, y una oreja, señal indeleble de su profesión, estaba completamente deformada. Sin embargo, era un hombre de mérito y un buen ciudadano, y a Ann le había caído bien desde que lo había visto por primera vez. En cuanto a Jerry, adoraba a Ann, hubiese hecho todo lo que ella le hubiera pedido, y desde que había descubierto que simpatizaba con él y escuchaba con agrado todo cuanto le confiaba sobre el proceso de sus desgraciados amores, se había convertido en un esclavo suyo.
Ann acudió en su socorro con su característica energía.
—Vete, Ogden —ordenó.
Ogden intentó sostener su mirada, pero no lo logró.
Por qué Ann le inspiraba tanto miedo, era una cosa que ni él mismo podía explicarse, pero resultaba un hecho indudable que era la única persona a la que respetaba. La muchacha poseía una mirada tan serena e imperativa que nunca le fallaba cuando tenía que amansarlo.
—¿Por qué? —refunfuñó—. Tú no eres mi dueña.
—¡Venga, deprisa, Ogden!
—¡Pero qué manía tienes de darme órdenes!
—Y cierra despacito la puerta tras de ti —añadió Ann. Cuando su orden fue obedecida, se volvió hacia Jerry—. Ha venido a molestarte, ¿verdad?
Jerry Mitchell se secó el sudor de la frente.
—Oiga, si este chico no cesa de venir a darme la lata cuando estoy trabajando en el gimnasio, yo… ¿Ha oído usted lo que ha dicho de Maggie, miss Ann?
Celestine había sido bautizada con el nombre de Maggie O’Toole, pero mistress Pett se había negado rotundamente a llamar con semejante nombre a una camarera de su servicio personal.
—Pero ¿por qué le haces caso, Jerry? Tendrías que haberte dado cuenta de que mentía expresamente. Ogden gasta todo su tiempo buscando a alguien a quien atormentar. Entonces es cuando se divierte. Con seguridad que Maggie ni ha soñado con ir a dar un paseo en coche con Biggs.
Jerry lanzó un suspiro de alivio.
—Es una cosa muy agradable que me tenga simpatía, miss Ann.
Ella se dirigió hacia la puerta y la abrió. Inspeccionó el pasillo; luego, satisfecha al ver que estaba vacío, volvió a sentarse.
—Jerry, quiero hablar contigo. Tengo una idea, y necesito que hagas algo por mí.
—Sí, miss Ann.
—Tenemos que darle una lección a ese muchacho. Hoy ha vuelto a burlarse de mi tío Peter, y eso no lo puedo tolerar. La última vez le advertí que si volvía a hacerlo le sucedería algo terrible, pero me figuro que no quiso creerme. Jerry, ¿qué tipo de hombre es tu amigo míster Smethurst?
—¿Quiere decir Smithers, miss Ann?
—Bueno, Smithers o Smethurst, lo mismo da. Me refiero al hombre de los perros. ¿Es persona de confianza?
—Completa. Lo conozco desde que éramos niños.
—Verás. Quiero enviarle a Ogden para que lo cure, y necesito saber si puedo realmente contar con tu ayuda.
—¡Válgame Dios!
Jerry Mitchell, después de un instante de aturdimiento, se enredó mirando a Ann con estupefacta admiración. Siempre había sabido que tenía una inteligencia poco común, pero aquello le parecía, sencillamente, genial. Por un momento la magnificencia de la idea le dejó sin respiración.
—¿Quiere decir que le va usted a hacer raptar?
—Exactamente. Y, además, quien lo raptará serás tú, si puedo convencerte que hagas esto por mí.
—¿Sacarlo de aquí y llevarle al hospital para perros de Bud Smithers?
—Sí. Para que le haga un tratamiento. Me gustan los métodos de míster Smithers; creo que convertirían a Ogden en el ser más bueno de la tierra.
Jerry estaba entusiasmado.
—Estoy seguro que Bud sería capaz de reformarlo. Pero, dígame, miss Ann, ¿no corremos un riesgo muy grande? ¡El secuestro es un delito muy grave!
—Pero éste no sería un verdadero secuestro.
—Bien, pero… encuentro que se le parece mucho.
—No creo que debas tener miedo de ir a la cárcel. Tía Nesta nunca te perseguiría, porque en ese caso tendría que confesar que hemos enviado a Ogden a un hospital de perros. Le gusta mucho la publicidad, pero de otra especie. No. Corremos riesgo, desde luego, pero no ese que dices. Corres el riesgo de que te despidan, y yo de que me envíen a casa de mi abuela por un tiempo indeterminado. ¿No conoces a mi abuela, Jerry? Es la única persona del mundo que me da miedo. Vive en un lugar a mucha distancia de cualquier centro habitado, y todas las mañanas a las siete en punto reúne a toda la gente de la casa para rezar en común. Bien, pues estoy dispuesta a enfrentarme con mi abuela si tú lo estás a jugarte la colocación por una buena causa como ésta. Tú también quieres a mi tío Peter. En cambio, Ogden lo está irritando continuamente. Supongo que no me rehusarás tu ayuda, ¿verdad, Jerry?
Jerry se levantó y le tendió su mano callosa.
—¿Cuándo vamos a hacerlo?
Ann le apretó la mano con calor.
—Gracias. Jerry, ¡eres una joya! Envidio a Maggie. Bueno, no creo que podamos hacer nada hasta que regresen de Inglaterra, porque seguramente tía Nesta se llevará a Ogden consigo.
—¿Quiénes van a Inglaterra?
—Mis tíos. Hace un rato estaban hablando de ese viaje para intentar convencer a un joven llamado Crocker de que regrese aquí.
—¿Crocker? ¿Jimmy Crocker? ¿Piccadilly Jim?
—El mismo. ¿Es que lo conoces?
—Lo vi algunas veces, cuando trabajaba para el Chronicle. Según parece, ha adquirido cierto renombre en el viejo Londres. ¿Ha visto el periódico de hoy?
—Sí. Ésa es la razón por la que tía Nesta quiere ir a buscarlo. Pero opino que no hay la más remota posibilidad de que consiga su objetivo. ¿Por qué habría de regresar aquí?
—La última vez que vi a Jimmy Crocker —comentó Jerry— fue hace un par de años, cuando yo entrenaba a Eddie Fynn para su combate con Porky Jones, en el Nacional. Estaba un poco bebido.
—Creo que siempre está borracho.
—Me llevó a cenar a un restaurante de mucho postín que está de moda. Yo me encontré en él como un pez fuera del agua. Era un buen muchacho, pero, por lo que dicen los periódicos, parece que va por el mal camino. Es lo que siempre les sucede a los muchachos cuando dejan una buena ocupación y recorren el mundo a sus anchas con demasiado dinero en el bolsillo.
—Exactamente por eso quiero hacer algo por Ogden. Si continúa como hasta ahora, será otro Jimmy Crocker.
—¡Oh! ¡Jimmy Crocker no es como Ogden, ni mucho menos! ¡Está hecho de una pasta muy diferente! —protestó Jerry.
—Te equivocas. No hay entre ellos ninguna diferencia.
—Oiga, miss Ann, usted no le tiene simpatía a Jim, ¿verdad? —preguntó Jerry, extrañado—. ¿Por qué le cae tan mal?
Ann se mordió los labios.
—No es que le tenga antipatía —dijo—. Es que no me gustan los hombres de su estilo. Bueno, estoy muy contenta de que hayamos ultimado el asunto de Ogden. Pero, desde luego, no quiero que trabajes por nada. Tío Peter te dará algo…, lo suficiente para que puedas comprarte la finca de que siempre estás hablando. Así podrás casarte con Maggie y vivir feliz con ella.
—¡Ah! ¿También míster Pett forma parte de este asunto?
—No, aún no. Pero ahora iré a decírselo. ¡Cuidado, que me parece que viene alguien!
Entró míster Pett. Estaba todavía algo trastornado.
—¡Oh, Ann…! Buenos días, Mitchell… Tu tía ha decidido ir a Inglaterra. Quiero que vengas tú también.
—¿Quieres que vaya yo también? ¿Para ayudaros a convencer a Jimmy Crocker?
—¡Oh, no! Sólo para que me hagas compañía durante el viaje, y, de paso, podrías también ayudarme a defenderme de Ogden. Eres la única persona de la tierra capaz de dominarlo. Ignoro cómo te las arreglas. Pero parece que conviertes a aquel chico en otra persona.
Ann miró a Jerry de manera significativa, y éste le contestó con una mirada de complicidad. Ann se vio obligada a hablar más claramente que con el lenguaje de los ojos.
—¿Querrías dejarnos solos unos momentos, Jerry? —dijo la joven—. Tengo algo que decirle a mi tío.
—¡Claro, claro! —dijo Jerry, y se fue.
Ann se volvió hacia míster Pett.
—¿Te gustaría que hiciéramos algo que cambiara radicalmente a Ogden de manera de ser, tío Peter?
—¡Con toda mi alma, si fuera posible!
—Te ha molestado mucho en estos últimos tiempos, ¿no es así? —preguntó Ann con simpatía.
—¡Ya lo creo! —suspiró míster Pett.
—Entonces está bien —dijo ella alegremente—. Lo que temía era que no aprobases mi idea. Pero si das tu consentimiento, todo saldrá a pedir de boca.
Míster Pett se estremeció violentamente. Vibraba algo en la voz de Ann, y, al mirarla bien, algo asimismo en su rostro que le hicieron temer lo peor. Sus ojos fulgían con la inspirada luz de una naturaleza guerrera, y el sol convertía su cabellera roja, a la que ella debía su deplorable falta de ponderación, en una ardiente llama. Cierta rara atmósfera flotaba en el aire, y míster Pett la recogió con todos los nervios de su aprensiva personalidad. Miró a Ann, y le pareció ver a Hammond Chester, el muchacho de antaño, al que impelía a cometer toda clase de travesuras su propia voluntad superior. Chester había sido el héroe de la juventud de míster Pett.
Creo que todos en esa época hemos tenido un ídolo, un Napoleón hipnótico cuya voluntad es ley, sin escuchar las sugerencias de nuestro sentido común.
En la vida de míster Pett, el padre de Ann había representado este tipo. Hammond Chester lo había dominado en la edad en la que el espíritu es más maleable. Es bien cierto que, aunque el tiempo borre nuestros recuerdos juveniles, éstos perviven siempre en nosotros dispuestos a salir a la luz en cada momento crítico de la vida, exactamente como las explosiones llevan a la superficie a los peces escondidos en lo más profundo del fango. Ahora le parecía hallarse otra vez frente a Hammond Chester sintiéndose obligado a cometer una acción que se daba cuenta de que debía desaprobar, pero a la que no podía sustraerse.
Miró a Ann como un hombre cogido en la trampa mira la bomba que está a punto de estallar y se prepara contra sus efectos, aun sabiendo que no puede hacer nada para evitarlos.
Era la hija de Hammond Chester, y le hablaba con la misma voz de su padre. Era digna hija de éste, en plena elaboración de algo muy serio.
—Lo he arreglado todo hace un momento —dijo Ann—. Jerry está dispuesto a ayudarnos a sacar a Ogden de aquí y llevarlo a casa de su amigo, ese que tiene un hospital para perros y del que ya te he hablado. Su amigo lo tendrá hasta que Ogden se haya corregido de todos sus defectos. Es una idea perfectamente espléndida, ¿no?
Míster Pett palideció. La terrible realidad superaba cualquier espera.
—¡Pero, Ann…!
Sólo con un gran esfuerzo las palabras le salían de los labios. Todo su ser estaba paralizado por el terror, y para completar la angustia del momento se daba cuenta de que, a pesar de rebelarse contra aquel proyecto disparatado y criminal, terminaría aceptándolo y, lo que aún era peor, en el fondo de su alma había un sentimiento que no tenía el valor de analizar, y que sabía que era de aprobación.
—Jerry, por cierto, no quería ninguna compensación —continuó Ann—, pero yo le he prometido que le darías algo por las molestias que se tome. Os podéis poner de acuerdo entre vosotros, más tarde.
—¡Pero, Ann…! ¡Pero, Ann…! ¡Suponte que tu tía descubre la verdad!
—¡Oh, entonces habría una escena terrible! —dijo Ann con calma—. Y no tendrías otro remedio que imponerte. Sería una ocasión estupenda. Tú sabes muy bien que eres demasiado bueno con todo el mundo, tío Peter. Dudo que nadie fuera capaz de soportar lo que tú soportas. Mi padre me dijo en una carta que, cuando erais chicos, te llamaba Peter el Paciente.
Míster Pett se estremeció. ¡Aquel apodo tan detestado surgía otra vez para obsesionarlo! Había creído siempre que aquel odiado sobrenombre permanecía sepultado en la tumba de su pasada juventud. ¡Peter el Paciente! La primera, aunque débil, llama de rebeldía empezó a surgir de su espíritu.
—¡Peter el Paciente!
—Peter el Paciente —repitió Ann inexorable.
—¡Pero, Ann…! —Y la voz de míster Pett temblaba—. ¡Pero, Ann…, si me gusta la vida sosegada!
—Nunca la conseguirás si no te impones. Comprendes perfectamente que papá tiene razón. Todo el mundo pisotea tus derechos. ¿Crees que mi padre permitiría que le molestara cualquier Ogden, y que su casa estuviese llena de pretendidos genios, hasta el punto de que no dispones de una habitación para tu uso particular?
—Pero, Ann, tu padre es muy diferente de mí. Le he visto contradecir a un hombre que pesaba ochenta kilos, y pelearse con él, sólo por el gusto de llevarle la contraria. Le gusta meterse en jaleos. Y tú te pareces mucho a él, Ann, ya me había dado cuenta de ello.
—¡Naturalmente! Por eso quiero que te impongas y eches de tu casa a esos haraganes. Pero, ante todo, tienes que ayudarme a enviar a Ogden a la clínica de míster Smithers.
Se hizo un prolongado silencio.
—Son tus cabellos rojos —dijo al fin míster Pett, con el aire de un hombre que ha resuelto un problema difícil—, son tus cabellos rojos los que te hacen conducirte de esta manera. También tu padre los tiene del mismo color.
Ann se rió.
—No es culpa mía si soy pelirroja, tío Peter. ¡Es mi desgracia!
Míster Pett meneó la cabeza.
—¡Y la de los demás! —exclamó convencido.