TUPPY CAMBIA DE OPINIÓN

(Tuppy Changes His Min - 1930)

—¿Qué hay, Jeeves? —dije entrando en el cuarto donde él yacía de rodillas, hundido entre maletas, camisas y trajes de invierno, como un animal marino entre rocas—. Haciendo el equipaje, ¿eh?

—Sí, señor —replicó el honrado Jeeves, ya que nunca hay secretos entre nosotros.

—¡Hágalo, hágalo! —aprobé—. Hágalo con cuidado. Y en presencia de los pasajeros.

Me parece que añadí «Tra-la-rá», porque me sentía alegre.

Todos los años, a mediados de noviembre, se difunden entre los propietarios de las mejores casas de campo de Inglaterra gran aprensión y ansiedad respecto a cuál de ellos gozará el patrocinio de Bertram Wooster durante las fiestas navideñas. Como dice mi tía Dalia, nadie sabe dónde puede descargar el golpe.

Pero aquel año yo había decidido pronto. No había pasado el 10 de noviembre cuando un suspiro de alivio se levantó en una docena de majestuosas mansiones al saber que la suerte nefasta había recaído en Sir Reginald Witherspoon, baronet, de Bleaching Court, Upper Bleaching Hants.

Al llegar a esta decisión me había guiado por varias razones, no contando el hecho de que, hallándose casado con Catalina, hermana menor del marido de tía Dalia, Sir Reginald es en cierto modo tío mío. En primer lugar, los pastos y riegos de la mesa del baronet están muy por encima de toda crítica. En segundo término, siempre tiene en sus cuadras algo digno de ser montado. Y, terceramente, allí no hay peligro de ser atrapado por una partida de aficionados al bucolismo que le lleven a uno a recorrer el campo bajo la lluvia, chapoteando y cantando: Cuando guarda el pastor en la noche el rebaño, o bien: ¡Navidad, Navidad!

Todo esto era muy importante para mí, pero lo que realmente me atrajo como un imán fue la noticia de que Tuppy Glossop se hallaría también en Bleaching Court.

Estoy seguro de haberles hablado ya de, ese tipo de negro corazón, pero se lo recordaré de nuevo para guardar viva su odiosa memoria. Es el sujeto que, despreciando una prolongada amistad en cuyo curso había repetidamente comido mi pan y mi sal, me apostó una noche en «Los Zánganos» a que yo no cruzaría sobre la piscina sujetándome en las anillas que penden de las cuerdas, y luego, con casi inconcebible traicionería, fijó en la viga del techo las cuerdas y anillas extremos, haciendo arrojarme al líquido elemento y estropear uno de los trajes más elegantes que han salido de manos de los mejores sastres de Londres.

Ejecutar una adecuada venganza sobre aquel energúmeno había sido desde entonces la pasión de mi vida.

—¿Sabe usted, Jeeves —dije—, que Tuppy Glossop va a Bleaching?

—Sí, señor.

—Por tanto, ¿no habrá olvidado guardar la jeringa gigante?

—No, señor.

—¿Ni el conejo luminoso?

—No, señor.

—Yo confío en especial en el conejo luminoso. Me han dado excelentes informes de él. Se pone en el cuarto de alguien y brilla en la oscuridad, se mueve, y despide ruidos aterradores. Todo ello lo creo suficiente para sumir a ese miserable Tuppy en un estado de ruina.

—Muy posible, señor.

—Y si eso falla, tenemos la jeringa gigante. No debemos despreciar posibilidad alguna de poner piedras en el camino de ese malvado. El honor de los Wooster está en juego.

Iba a seguir hablando sobre el tema, cuando se oyó sonar el timbre.

—Yo iré —dije—. Debe ser tía Dalia. Me telefoneó antes avisando que vendría.

No era tía Dalia, sino un telegrama. Lo leí y volví al dormitorio, con el entrecejo un tanto fruncido.

—Jeeves —declaré—, ha llegado un mensaje muy raro. De Tuppy.

—¿Sí, señor?

—Voy a leérselo. Está depositado en Upper Bleaching. Y dice: «Cuando vengas mañana, trae mis botas de fútbol, también, si humanamente posible, perro aguas irlandés urgente mucho interés Tuppy.»

—¿Qué saca de esto en limpio, Jeeves?

—A mi juicio, señor, el señor Glossop desea que usted le lleve sus botas de fútbol y, si es humanamente posible, un perro de aguas irlandés. Tiene mucho interés y urgencia.

—Eso parece. Pero ¿por qué las botas de fútbol?

—Porque acaso desee jugar al fútbol, señor.

Examiné la posibilidad.

—Sí: ésa puede ser la solución. Mas ¿por qué un hombre que habita pacíficamente en una casa de campo ansia repentinamente jugar al fútbol?

—No puedo decírselo, señor,

—¿Y para qué quiere un perro de aguas irlandés?

—Tampoco puedo conjeturarlo, señor.

—¿Qué es un perro de aguas irlandés?

—Un perro de aguas de una variedad criada en Irlanda, señor.

—¿Usted cree?

—Sí, señor.

—Tal vez acierte usted. Pero ¿a santo de qué voy a andar buscando perros de ninguna nacionalidad para Tuppy? ¿Se imagina que soy Santa Claus? ¿Piensa que mis sentimientos, después de lo de «Los Zánganos», son de la mayor benevolencia hacia él? ¡Perros de aguas irlandeses! ¡Bah!

—¿Decía, señor?

—¡Bah, Jeeves!

—Muy bien, señor.

El timbre de la calle volvió a sonar.

—¡Qué mañana tan movida, Jeeves!

—Sí, señor.

—Yo abriré.

Esta vez era tía Dalia. Entró con talante de mujer que tiene una preocupación grave, hablando ya desde el quicio de la puerta.

—Bertie —dijo con aquella voz suya que raja cristales y derriba jarrones—, vengo a propósito de ese cachorro de Glossop.

—No se preocupe, tía Dalia —repuse—. Soy dueño de la situación. Poseo la jeringa gigante y el conejo luminoso.

—No sé lo que dices, ni creo por un solo momento que lo sepas tú —dijo ella algo bruscamente—, pero si quieres dejar de hablar memeces, yo te explicaré mis palabras. Catalina me ha enviado una perturbadora carta sobre ese reptil. No he dicho nada a Ángela. Se llevaría las manos a la cabeza.

Ángela es hija de tía Dalia. Ella y Tuppy se presume que están más o menos definitivamente prometidos, aunque la noticia no haya aparecido todavía en el Morning Post.

—¿Por qué? —inquirí.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué va a llevarse Ángela las manos a la cabeza?

—¿No harías tú lo mismo si estuvieras prometido a un diablo en forma humana y te dijesen que estaba cortejando en el campo a una muchacha de esas que andan siempre cargadas de perros?

—¿Una... qué?

—Una muchacha cargada de perros. Una de esas malditas pestes que viven al aire libre y llevan botas gruesas y trajes sastre, infestando los distritos rurales y andando siempre seguidas por un montón de perros atraillados. Yo era de la cofradía en mis tiempos, así que sé lo peligrosas que son. Ésta se apellida Dalgleish. Es hija del anciano coronel Dalgleish. Viven cerca de Bleaching.

Vi un relámpago de luz.

—Ahora me explico el telegrama. Tuppy acaba de telegrafiarme pidiéndome un perro de aguas irlandés. Debe de ser un regalo de Navidad para esa chica.

—Probablemente. Catalina me asegura que está atontado con ella. Dice que la sigue siempre como un gato manso, como una oveja, como...

—Como un parque zoológico, vaya.

—Bertie —dijo tía Dalia, haciéndome comprender que su generoso carácter estaba conmovido hasta los cimientos—, otra bromita de ésas, y me olvido de que soy tu tía y te largo una castaña.

Traté de ablandarla.

—Yo no me preocuparía —opiné—. Seguramente, todo es exageración y nada en el fondo.

—Sí, ¿eh? Pues ya sabes lo que es el Tuppy. Acuérdate de lo que pasó con aquella cantante.

Recordé el caso. Lo hallarán ustedes en los archivos. La tipa se llamaba Cora Bellinger. Estaba estudiando Opera y Tuppy la admiraba indeciblemente. Por fortuna, ella le pegó en un ojo durante una agradable y honesta función en Beefy Bingham en Bermondsey East y el amor murió.

—Además —añadió tía Dalia— hay algo que no sabes aún. Poco antes de venir él a Bleaching, riñó con Ángela.

—¿Sí?

—Sí. Ángela me lo ha dicho esta mañana, llorando hasta picarse los ojos, el angelito... Fue a propósito del último sombrero de ella. Parece que él le dijo que parecía con el sombrero un pequinés y ella le contestó que no quería volver a verle en este mundo ni en el venidero. Y él dijo: «Bueno», y se largó. Y lo demás se comprende. La moza de los perros le ha cogido de rebote y, o se hace algo, u ocurrirá algo. De manera que expón los hechos a Jeeves y dile que actúe en cuanto lleguéis allá.

Siempre me molesta un poco, ¿entienden?, esa presuposición de la esencialidad de Jeeves en todos mis asuntos. De modo que repliqué un poco tensamente:

—Los servicios de Jeeves esta vez no son necesarios. Yo arreglaré el asunto. El programa que tengo en la cabeza quitará de la de Tuppy toda idea de hacer el amor. Me propongo meter el conejo luminoso en su cuarto en la primera oportunidad que se presente. El conejo luminoso brilla en la oscuridad, salta y chilla, y a Tuppy le parecerá la voz de la conciencia, así que se retirará a una casa de salud durante quince días, pasado cuyo tiempo se habrá olvidado de la ciudadana de los perros.

—Bertie —dijo tía Dalia con calma glacial—, eres el Tonto Abismático por excelencia. Gracias a que te aprecio y a que tengo influencia entre los psiquiatras, no te han metido en un manicomio hace años. Pero échame a perder este asunto y te retiro mi protección. ¿No comprendes que la cosa es demasiado seria para hacer necedades? Toda la dicha de Ángela está en juego. Haz lo que te digo, y habla a Jeeves.

—Como usted mande, tía Dalia —repuse, rígido.

—Bueno. Ahora mismo.

Me dirigí al dormitorio.

—Jeeves —dije, sin molestarme en ocultar mi disgusto—, no es necesario que empaquete el conejo luminoso.

—Muy bien, señor.

—Ni la jeringa gigante.

—Muy bien, señor.

—Han sido sometidos a una crítica demoledora y el interés ha desaparecido. ¡Ah, Jeeves!

—¿Señor?

—Tía Dalia desea que cuando lleguemos a Bleaching se esfuerce usted en librar a Tuppy de las garras de una muchacha cargada de perros.

—Muy bien, señor. Examinaré el asunto y haré lo posible para complacer.

Que tía Dalia no había exagerado la gravedad del peligro se me hizo notorio a la siguiente tarde. Jeeves y yo íbamos en el coche de dos asientos, recorriendo la distancia entre el pueblo y la mansión, cuando vimos un mar de perros, y entre ellos a Tuppy girando, reverente, en torno a una de esas muchachotas grandes, alimentadas de féculas.

Se inclinaba hacia ella con devoción y, a pesar de la distancia, pude ver que tenía encarnadas las orejas. Su actitud, en resumen, era la de un hombre esforzándose en conseguir una cosa buena. Cuando me acerqué más y vi que la muchacha llevaba traje sastre y botas gruesas, ya no me quedaron ulteriores dudas.

—¿Ve usted, Jeeves? —dije en voz baja y significativa.

—Sí, señor.

—¿A la muchacha?

—Sí, señor.

Toqué amablemente la bocina y aullé un poco. Se volvieron. Tuppy no me pareció muy complacido.

—Hola, Bertie —dijo él.

—Hola —dije yo.

—Mi amigo Bertie Wooster —indicó Tuppy a la muchacha con aire de excusa, como si hubiera preferido no conocerme.

—Hola —saludó ella.

—Hola —saludé yo.

—Hola, Jeeves —saludó Tuppy.

—Buenas tardes, señor —dijo Jeeves.

Siguió un silencio.

—Bueno, adiós, Bertie —se despidió al fin Tuppy—. Supongo que necesitarás continuar.

Los Wooster sabemos entender una indirecta como el primero.

—Hasta luego —dije.

—Hasta luego.

Puse el motor en marcha y nos alejamos.

—Siniestro, Jeeves —comenté—. ¿Has notado que el sujeto parecía una rana hinchada?

—Sí, señor.

—¿Y que no dio muestra alguna de desear que nos parásemos y nos uniéramos al grupo?

—Sí, señor.

—Creo que los temores de tía Dalia están justificados. La cosa parece seria.

—Sí, señor.

—Hay que afinar el cerebro, Jeeves.

—Sí, señor.

No vi a Tuppy de nuevo hasta aquella noche, mientras me hacía el nudo de la corbata para ir a cenar.

—Hola —dije.

—Hola —dijo.

—¿Quién es esa chica? —pregunté con mi acento casual, indiferente, despreocupado.

—La señorita Dalgleish —contestó Tuppy, ruborizándose un poco.

—¿Está aquí?

—No. Vive en esa casa que se ve cerca de la verja. ¿Has traído mis botas de fútbol?

—Sí. Jeeves las tiene.

—¿Y el perro de aguas irlandés?

—Lo siento. No hallé ninguno.

—¡Es endiablado! La chica está encaprichada con uno.

—¿Qué te importa?

—Quiero regalárselo.

—¿Por qué?

Tuppy se puso un poco alterado. Frío. Provocante.

—El coronel y su esposa —dijo— han sido muy amables conmigo. Y deseo pagarles su hospitalidad. No quiero que me consideren uno de esos groseros jóvenes modernos, de quienes hablan los periódicos, un tipo de esos que se pegan como lapas a todas partes y nunca compran nada a nadie. Cuando la gente le convida a uno a comer, y al té, y a todo, justo es regalar algo, en correspondencia.

—Regálales tus botas de fútbol. Y a propósito, ¿para qué las quieres?

—Para un partido el próximo jueves.

—¿Aquí?

—Sí. Upper Bleaching contra Hockley-cum-Meston. Parece que es el gran partido del año.

—¿Cómo te han enredado?

—El otro día hablé incidentalmente de que los sábados, en Londres, yo jugaba antes con los Austinianos, y la señorita Dalgleish se empeñó en que yo ayudase al pueblo.

—¿Qué pueblo?

—Upper Bleaching, naturalmente.

—O sea que vas a jugar con Hockley.

—Tomaduras de pelo, no, Bertie. Podrás no saberlo, pero yo juego bien... ¡Ah, Jeeves!

—¿Señor? —dijo Jeeves, entrando.

—El señor Wooster dice que tiene usted mis botas de fútbol.

—Las he puesto ya en el cuarto de usted, señor.

—Gracias. ¿Quiere usted ganar un dinerillo, Jeeves?

—Sí, señor.

—Pues apueste por Upper Bleaching en su encuentro anual contra Hockley-cum-Meston, el próximo jueves —dijo Tuppy, mientras salía sacando el pecho.

—Tuppy juega el próximo jueves —expliqué cuando la puerta se cerró.

—Ya me lo han dicho en la sala de la servidumbre, señor.

—¿Y qué opina sobre ello?

—La impresión general, señor, es que el señor Glossop está mal aconsejado.

—¿Por qué?

—El señor Mulready, mayordomo de Sir Reginald, me ha informado, señor, de que este partido difiere en algunos aspectos del fútbol ordinario. A causa de haber existido durante muchos años considerable animosidad entre los dos pueblos, estos encuentros se celebran sobre bases más primitivas que las de una rivalidad amistosa. El objeto esencial de los jugadores no es tan hacer goles como producir descalabraduras.

—¡Dios mío, Jeeves!

—Tal parece ser el caso, señor. Este juego tendría el mayor interés para los arqueólogos. Se empezó a jugar por primera vez en el reinado de Enrique VIII y duró desde mediodía hasta el oscurecer, ocupando un área de varias millas cuadradas. En esa ocasión hubo siete muertos.

—¡Siete!

—Sin contar dos espectadores, señor. En años más recientes los daños parecen haberse limitado a piernas y brazos rotos y otros accidentes de menor cuantía. La opinión de la sala de servidumbre es que el señor Glossop obraría con juicio desistiendo de mezclarse en este asunto, señor.

Yo quedé espantado o poco menos. Quiero decir que, si bien había dedicado mi vida a vengarme de la injuria que me infiriera Tuppy en «Los Zánganos», aún restaban en mí algunos vestigios —si es «vestigios» la palabra adecuada— de mi antigua amistad con él.

Además, hay límites a la sed de venganza de uno. Por profundo que fuese mi resentimiento, no llegaba al punto de anhelar ver entrar a Tuppy confiadamente en el campo y ser hecho gelatina por los bárbaros pueblerinos.

Un Tuppy aterrorizado por un conejo luminoso, sí. Excelente asunto. Feliz desenlace. Pero un Tuppy dividido en seis pedazos, no. Era una cosa totalmente diversa. Y en la que no cabía pensar un solo momento.

Lo oportuno, pues, era una palabra de aviso. Fui a su cuarto y le hallé examinando soñadoramente las botas.

Púsele en posesión de los hechos.

—Lo mejor que puedes hacer (y la sala de la servidumbre piensa lo mismo), es dislocarte un tobillo la víspera del encuentro.

—¿Me sugieres que cuando la joven Dalgleish está confiando en mí, esperando en mí, aguardando con femenil entusiasmo mi ayuda al pueblo, haga desplomarse todas sus ilusiones?

Me agradó su rápida inteligencia.

—Ésa es la idea —dije.

—¡Gug! —repuso Tuppy.

Era la primera vez que yo oía tan armoniosa palabra.

—¿Qué quiere decir gug? —pregunté.

—Bertie —contestó Tuppy—, lo que me dices no hace más que animarme más. Un juego vivo es lo que yo anhelo. Me gusta ese espíritu deportivo por parte del adversario. Me agrada un poco de rudeza. Así desarrollaré todas mis facultades. ¿No comprendes añadió, poniéndose bermejo hasta las sienes— que ella estará mirándome? Y eso me hará sentirme como un caballero antiguo rompiendo lanzas ante su dama. ¿Crees que Lanzarote o Galaor, teniendo que justar en un torneo el jueves próximo, iban a fingir haberse dislocado un tobillo, sólo por temor de que las cosas anduvieran un poco animadas?

—No olvides que en el reinado de Enrique VIII...

—No interesa el reinado de Enrique VIII. Lo único que importa es que este año Upper Bleaching lleva camiseta de colores y por tanto, podré vestir el equipo de los Austinianos. Azul celeste, Bertie, con anchas rayas anaranjadas. ¡Pareceré algo, chico!

—¿Qué parecerás?

—Bertie —siguió Tuppy, hecho pura jalea—, estoy loco de amor por ella. Ésa es la verdad. He encontrado la mujer soñada. Toda mi vida he anhelado hallar una dulce joven con toda la gloria de la campiña inglesa en sus ojos, y la he encontrado. ¡Qué diferentes son estas jóvenes criadas al aire libre de las flores de estufa londinenses! ¿Estaría una chica de Londres sobre el barro, una tarde de invierno, presenciando un partido de fútbol? ¿Sabría lo que procede dar a un alsaciano para curarle de un ataque? ¿Sería capaz de andar diez millas por campos encharcados y volver tan fresca como una rosa? ¡No!

—¿Y por qué habría de hacer todo eso?

—Bertie: todo depende para mí de ese partido del jueves. Ahora, tengo la idea de que ella me considera un tipo débil meramente porque se me ha hecho una llaga en un pie y tuve que tomar el otro día el autobús para volver de Hockley. Pero cuando me vea irrumpir a través de la rústica oposición como una llama devoradora, ¿no le hará esto pensar un poco? ¿No le abrirá los ojos? ¿Qué?

—¿Qué?

—He dicho: ¿Qué?

—Y yo.

—Quiero decir: ¿No es verdad?

—Seguramente.

En esto sonó la campana para comer, si bien no antes que yo estuviera preparado para bajar.

Juiciosas investigaciones hechas al día siguiente, me probaron que la opinión de la sala de la servidumbre al juzgar que Tuppy, criado en la más suave atmósfera de la capital, haría bien en eludir las querellas locales dirimidas en el campo de fútbol, era justa. La sala había pensado bien lo que decía. La aversión entre los dos pueblos era considerable.

Ya saben ustedes lo que pasa en estos distritos rurales. La vida es lenta. No se hace otra cosa en todo el invierno sino escuchar la radio y pensar en lo bestia que es el vecino de uno. Usted recuerda siempre que fue el labrador Giles quien le estropeó la venta de su cerdo, y el labrador Giles recuerda siempre que fue el hijo de usted quien tiró el medio ladrillo a su caballo el segundo domingo antes de Septuagésima. Y así sucesivamente.

No sé cómo había empezado esta disputa particular; pero sí que estaba en muy avanzada madurez. El único tema de charla en Upper Bleaching era el partido del jueves y la gente lo consideraba con un ánimo que sólo acierto a pintar como feroz. Y en Hockley-cum-Meston pasaba lo mismo.

Hice una visita a Hockley el miércoles para ver a los habitantes y ponderar su formidabilidad. Me sorprendió observar que uno de cada dos vecinos parecían ser hermanos mayores del herrero del pueblo. Los músculos de sus largos brazos eran obviamente fuertes como tiras de hierro y el modo que la gente tenía de hablar en «El Cerdo Verde» (donde entré de incógnito a beber cerveza) sobre el partido inmediato, bastaba para helar la sangre de cualquiera que tuviera un amigo dispuesto a tomar parte en el combate. Era como oír a Atila y a unos cuantos hunos conferenciando sobre su próxima campaña.

Me dirigí a Jeeves con una idea ya formada.

—Jeeves —dije—, usted que hubo de secar y planchar mis ropas, sabe cuánto sufrí a manos de ese Tuppy Glossop. De modo que tengo derecho a sentirme contento de que la venganza del cielo caiga ahora sobre su cabeza. Pero si la idea del cielo sobre la justicia retributiva es ésta, no coincide con la mía. En mis más enfurecidos momentos, no he querido ver al pobre diablo asesinado. Y en Hockley-cum-Meston parece existir el propósito de que el empresario local de pompas fúnebres haga su agosto en estas Navidades. Esta tarde, en «El Cerdo Verde», había un sujeto de cabello rojo que quizá fuera dicho empresario, a juzgar por como hablaba. Hemos de obrar, y pronto, Jeeves. Hemos de salvar a Tuppy a pesar suyo.

—¿Qué medio propondría usted, señor?

—Se lo diré. Tuppy se niega a hacer lo único inteligente porque, el muy imbécil, cree que la muchacha estará mirándole y se sentirá admirada de sus méritos. Hemos, pues, de emplear la astucia. Irá usted hoy a Londres, Jeeves, y mañana por la mañana enviará usted un telegrama firmado «Ángela», que dirá lo siguiente... Anote, Jeeves.

—Sí, señor.

—«Siento mucho...» —Y medité—. ¿Qué diría, Jeeves, una chica, que enfadada con el tipo que la ha dicho que parece un pequinés con su sombrero nuevo, deseara tenderle rama de olivo?

—«Siento mucho haber sido dura», señor.

—¿No es poco fuerte?

—Añadiendo la palabra «querido», se daría la suficiente verosimilitud, señor.

—Muy bien. Ponga eso. Pero, no: rómpalo todo. Hemos descarrilado, Jeeves. Estamos echando a perder la posibilidad de conseguir un éxito. No firme «Ángela», sino «Travers».

—Muy bien, señor.

—O, mejor dicho, «Dalia Travers», y el texto será éste: «Ruégole volver en seguida».

—«Inmediatamente» será más económico, señor. Una sola palabra. Y más enérgica.

—Bueno. Siga. «Ángela en un estado infernal.»

—Yo pondría «seriamente enferma», señor.

—Bien: «seriamente enferma. Todo el día llamándole y llamándole y diciendo que tiene usted razón en lo del sombrero...»

—Si me permitiera sugerir, señor...

—Diga.

—Yo creo que lo mejor sería esto: «Ruégole volver inmediatamente. Ángela seriamente enferma. Fiebre y delirio. Pronuncia su nombre desgarradoramente hablando sobre sombrero y diciendo tiene usted razón. Suplico tome primer tren posible. Dalia Travers.»

—Está muy bien.

—Sí, señor.

—¿Le gusta el «desgarradoramente»? ¿No sería mejor «incesantemente»?

—No, señor. «Desgarradoramente» es le mot juste.

—Bien. Usted sabrá. Envíelo de modo que llegue aquí a las dos y media.

—Sí, señor.

—Dos y media, Jeeves. ¿Ve usted la diabólica astucia?

—No, señor.

—Pues se la diré. Si el telegrama llega primero, será antes del partido. Pero a las dos y media, Tuppy habrá salido al campo. Y yo le entregaré el mensaje en un claro de la batalla. Entonces ya se habrá dado cuenta de lo que es un encuentro de fútbol entre Upper Bleaching y Hockley. Y el plan obrará maravillosamente. No puedo imaginar que nadie que se haya entendido deportivamente con los sujetos de ayer no aproveche la más mínima excusa para dar la tarea por terminada. ¿Entiende?

—Sí, señor.

—Muy bien, Jeeves.

—Muy bien, señor.

Uno puede confiar siempre en Jeeves. Le dije a las dos y media, y a las dos y media ya tenía yo el telegrama. Y casi al minuto. Me hallaba en mi cuarto para ponerme una prenda de más abrigo y cogí el despacho a fin de llevármelo. Me planté los guantes y, ¡hala!, al campo de juego en el coche. Llegué cuando los equipos se alineaban. Al medio minuto sonó un silbido y la guerra empezó.

Entre una cosa y otra —empezando por el hecho de que en mi colegio no lo jugábamos—, el fútbol rugby es una cosa cuyos detalles no entiendo muy bien, aunque sí puedo seguir sus principios generales. Sé que el objetivo principal es llevar la pelota al extremo de la línea opuesta, a cuyo efecto cada bando está autorizado a determinado número de golpes, asaltos y cosas que, ejecutadas en otra parte, conducirían a catorce días de arresto sin comunicación, a más de una fuerte reprimenda del tribunal. Pero aquí terminan mis informes. Lo que cabe llamar la ciencia del juego, es para Wooster un libro cerrado. No obstante, me ha sido manifestado por peritos que allí no hubo ciencia alguna que considerar.

Había llovido mucho los últimos días y los movimientos eran un poco pegajosos. Existen pantanos más secos que aquel terreno. El tipo de pelo rojo navegó en las aguas, dando patadones, entre grandes vítores del populacho, y la pelota fue a parar a Tuppy, mancha azul y naranja sobre el fangal. Tuppy cogió la pelota limpiamente y entonces comprendí yo que el partido Hockley-Upper Bleaching iba a presentar ciertas características no corrientes del todo en los campos futbolísticos.

Porque, cuando Tuppy hubo pasado la pelota y permanecía pacíficamente en su puesto, se oyó una tronada de patas, y el pajarraco del cabello rojo llegó al galope, le cogió por el cuello, le derribó a tierra y cayó sobre él. Vi en un relámpago el rostro de Tuppy expresando horror, abatimiento y general insatisfacción ante el plan de las cosas.

Luego se difuminó. Cuando reapareció en la superficie, una especie de tumultuosa guerra tenía lugar al otro lado del campo. Dos grupos de hijos de la gleba inclinaban sus cabezas hacia el suelo y se daban violentos topetazos, con la pelota en medio.

Tuppy quitóse del ojo una buena porción de suelo de Hampshire, miró en torno con extravío, vio la lucha y corrió hacia ella, llegando con el tiempo justo para que un par de pesos pesados cayeran sobre él y le aplicasen de nuevo una dosis de lodo. Esto situó a Tuppy en una posición envidiable para que un tercer peso pesado le cocease las costillas con una bota como una caja de violín. Luego se lanzó sobre él el hombre de pelo rojo. Todo era juego bueno y animado, y muy interesante desde las filas de los espectadores.

Me di cuenta de cuál había sido el error de Tuppy. La ropa. En tales ocasiones, lo mejor es pasar inadvertido, y aquel equipo azul-naranja atraía demasiado la atención. Un equipo pardo, rimando con el color del suelo, era lo que sus mejores amigos le hubiesen recomendado.

Por ende, me parecía que los hombres de Hockley se sentían enojados de ver allí a un forastero. ¿Qué tenía que ver Tuppy en una querella local? Había que escarmentarle.

En cualquier caso, me pareció obvio que le daban un trato de preferencia. Después de cada una de aquellas colisiones a que he aludido, cuando las torres humanas se desplomaban en la pasta del suelo, el último que parecía emerger siempre, era Tuppy. Y en las raras ocasiones en que conseguía mantenerse en pie, alguien —generalmente el del pelo rojo—, invariablemente se entregaba de nuevo a la tarea de derribarle.

Ya empezaba yo a creer que aquel telegrama iba a llegar tarde para salvar una vida humana, cuando se produjo una interrupción. El juego se había aproximado a donde yo estaba y producídose una de las frecuentes pirámides, seguidas de un hundimiento, con Tuppy en el fondo de la cesta, como de costumbre. Pero esta vez, cuando todos se levantaron y diéronse a contar los supervivientes, un corpulento tipo, vestido con lo que antaño fuera camisa blanca, permaneció en el suelo. Y un entusiasta clamor se alzó de cien patrióticos pechos al saberse que Upper Bleaching había derramado la primera sangre.

La víctima fue llevada por un par de compañeros y el resto de los jugadores se sentaron, subiéndose las medias y meditando en la vida durante un rato. Me pareció llegado el instante de sacar a Tuppy del matadero, y así, inclinándome sobre las cuerdas, le llamé en tanto que él intentaba arrancarse el lodo que cubría sus espinillas.

Su cabello parecía haber pasado por unas tenazas monstruosas y en sus ojos relampagueaba una extraña luz. De tal modo desaparecía bajo una capa de depósitos aluviales, que claramente se veía de cuan poco efecto había de serle un mero baño. Para hacerle apto a efectos de recuperar su puesto en la sociedad correcta, había que enviarle primero a Ja lavandera. Y aun era punto a discutir si no convendría mejor tirarlo y comprar un Tuppy nuevo.

—¡Tuppy, chico! —dije.

—¿Eh? —repuso Tuppy.

—Un telegrama para ti.

—¿Eh?

—Tengo un telegrama para ti desde que saliste de casa.

—¿Eh? —contestó Tuppy.

Le di un golpe con la contera de mi bastón y pareció volver a la vida.

—¡Cuidado con lo que haces, burro! —dijo—. No soy de piedra. ¿Qué idioteces dices?

—Ha llegado un telegrama para ti. Puede ser importante.

—¿Te figuras que tengo tiempo ahora de leer telegramas?

—Puede ser muy urgente —insistí—. Aquí está.

Pero ¿comprenden?, no estaba. No sé cómo había sucedido, mas al parecer me lo había dejado en el otro traje, cuando me cambié.

—¡Dios mío! —dije—. ¡Me lo he dejado!

—No importa.

—Sí. Probablemente te conviene leerlo en seguida. Inmediatamente. En tu lugar, yo me despediría de estos asesinos e iría corriendo a casa a leerlo.

Enarcó las cejas. O me lo figuré, viendo que el lodo que cubría su frente se arrugaba un poco.

—¿Piensas que voy a irme así, delante de ella? ¡Dios mío! Además —añadió en voz serena y meditativa—, no habrá poder en la tierra que me haga abandonar este campo hasta haberle sacado las tripas a ese tío del pelo rojo. ¿Has notado cómo se tira a mí cuando no tengo la pelota?

—¿No está bien?

—¡Claro que no está bien! Pero no importa. El pajarraco encontrará una amarga recompensa. Estoy harto. Desde este momento va a saber quién soy yo.

—No estoy muy enterado de las reglas de este deporte —dije—. ¿Tienes derecho a morderle?

—Lo probaré y ya veremos qué pasa —contestó Tuppy, impresionado con la idea e iluminándosele la faz.

En esto, volvieron los portadores del herido y la lucha se hizo general en todo el frente.

No hay nada como un poco de descanso y frotarse las manos para reforzar al atleta malparado. El sucio trabajo se reanudó, con tan superabundante energía, que daba gusto verlo. Y ahora el alma y la vida del juego era el joven Tuppy.

Tratando a un señor en una comida, o en las carreras, o en una casa de campo, y en cosas por el estilo, no cabe conocer sus recónditas profundidades, ¿entienden? Hasta aquel momento, si me preguntaran, yo habría dicho que Tuppy Glossop era un pacífico sujeto, sin elemento alguno de tigre de la selva en su intento a discutir si no convendría tirarlo y comprar un Tuppy nuevo. Y, sin embargo, allí estaba, echando lumbre por las narices, constituido en un positivo peligro para la circulación.

Sí, en absoluto. Animado por el hecho de que el árbitro seguía inspirado por el espíritu de vivir y dejar vivir, o acaso impedido por tener el pito lleno de barro —como resultado de lo cual contemplaba el partido con una especie de serena indiferencia—, Tuppy se había entregado a una tarea impresionante. Aun para mí, poco conocedor de la fineza de la cosa, era notorio que si el Hockley-cum-Meston deseaba concluir con felicidad, debía eliminar a Tuppy a la primera oportunidad posible.

Y digamos en su honor que los de Hockley hicieron todo lo posible, particularmente el hombre de cabello rojo. Pero Tuppy era un tío resistente. Cada vez que el máximo talento de la oposición se sentaba sobre su cabeza, Tuppy reconstruía su personalidad con las propias piedras de su caído organismo, si me permiten ustedes la frase. Y al fin fue el sujeto de pelo rojo quien mordió el polvo en definitiva.

No puedo decir exactamente cómo sucedió, porque a la sazón crecían las sombras de la noche y se levantaba una mediana neblina; pero en cierto momento, el hombre de pelo rojo erraba por el campo sin cuidado alguno en el mundo, al parecer, y luego, repentinamente, Tuppy salió del aire y navegó hacia su cuello. Chocaron con fragor y poco después el pajarraco del pelo rojo era conducido fuera por un par de amigos. Le sucedía no sé qué en el tobillo izquierdo.

Tras esto, lo demás fue fácil. Upper Bleaching se tornó más activo que nunca. Hubo una afanosa tarea en una especie de mar interior existente en el extremo del terreno de los de Hockley; luego una especie de marea desbordó la línea, y cuando los cadáveres fueron recogidos y el tumulto y los gritos se extinguieron, era el joven Tuppy el dueño de la pelota.

Y con esto, más unas cuantas mutilaciones en los últimos cinco minutos, concluyó la refriega.

Me volví a la casa en lo que pudiera considerarse una pensativa disposición mental. Habiendo sucedido las cosas de aquel modo, parecíame que convenía pensar largo y tendido.

Había un criado en el vestíbulo y le pedí que mandase a mi cuarto un whisky con soda, fuertecillo. El cerebro necesitaba estimulantes. A los diez minutos sonó un golpe en la puerta y entró Jeeves con una bandeja y los elementos solicitados.

—Hola, Jeeves —dije, sorprendido—. ¿Ya ha vuelto usted?

—Sí, señor.

—¿Cuándo?

—Hace poco. ¿Fue un partido divertido, señor?

—En cierto sentido, sí, Jeeves. Lleno de interés y demás, ¿entiende? Pero temo que, merced a un descuido mío, haya ocurrido lo peor. Dejé el telegrama en el traje que me quité y, por tanto, Tuppy actuó durante todo el juego.

—¿Y resultó lastimado, señor?

—Peor, Jeeves, fue el as del partido. Presumo que en este momento se brinda por él en todas las tabernas del pueblo. Tan espectacularmente se portó, tan de corazón se lanzó al torneo, que no veo modo de que la chica no esté loca por él. O muy engañado ando, o ella debe haber exclamado: «¡Oh, mi héroe!», y caído en sus fuertes brazos.

—¿Es posible, señor?

No me agradaron las maneras de Jeeves. Excesivamente serenas. Inexpresivas. Yo esperaba un poco de asombro, de boca abierta, etcétera, y ya estaba a punto de decírselo cuando la puerta se abrió y vi entrar a Tuppy.

Llevaba un gabán sobre su equipo de fútbol. Me extrañó que me hiciese una visita antes de irse al baño. Contempló lobunamente mi vaso.

—¿Whisky? —preguntó con voz estrangulada.

—Y soda.

—Sírvame un vaso, Jeeves —dijo—. Uno grande.

Se asomó a la ventana y contempló la oscuridad. Por primera vez noté que tenía una congoja de cierta importancia. Eso se advierte siempre en la espalda de un individuo. Estaba abatido. Encorvado. Doblegado bajo el peso de la angustia, ¿comprenden?

—¿Qué te pasa? —pregunté.

Tuppy emitió una risa lúgubre.

—No, nada. Mi fe en las mujeres ha muerto. Eso es todo.

—¿Sí?

—Sí. Son una porquería. No veo ningún porvenir para ese sexo, Bertie. Son una basura.

—¿Hasta la Dogsbody?

—Su nombre —repuso Tuppy algo ásperamente— es Dalgleish, si te interesa algo. Y si quieres saber más, te diré que es la peor de todas.

—¡Pero, chico!

Tuppy se volvió. Bajo el barro que la cubría, pude ver que su cara estaba demacrada y, para definirlo mejor, pálida.

—¿Sabes lo que ha pasado, Bertie?

—¿Qué?

—No estaba allí.

—¿Dónde?

—En el campo de fútbol, bestia.

—¿No?

—No.

—¿Quieres decir que no figuraba entre los interesados espectadores?

—Claro que no figuraba entre los espectadores. ¡No iba a estar jugando!

—Pues creí que todo tu plan al jugar...

—Y yo también. ¡Dios mío! —exclamó Tuppy, exhalando otra risa cavernosa—. Me he partido los huesos por ella. He permitido a una turba de maníacos homicidas patearme las costillas y aporrearme la cara. Y luego de afrontar un destino peor que la muerte por complacerla, resulta que ella no se ha molestado en ir a verme jugar. ¿Y sabes por qué? Porque no sé quién ha telefoneado de Londres diciéndole que había localizado un perro de aguas irlandés. Y ella ha cogido el coche y me ha dejado plantado. Acabo de encontrarla junto a su casa y me lo ha dicho. Y no se le ha ocurrido pensar sino que está tan molesta como un cuello quemado del sol porque resulta que ha hecho el viaje para nada. No era un perro de aguas irlandés, sino un perro de aguas inglés, de los corrientes. ¡Pensar que he creído amar a una chica así! ¡Vaya una compañera de mi vida que hubiera sido! Cuando el dolor y la angustia descienden sobre la frente, entonces el ángel tutelar... ¡No quiero imaginarlo! Porque, si un hombre casado con una mujer como esa sufre una enfermedad peligrosa, ¿le mullirla ella las almohadas y le prepararía bebidas refrescantes? ¡Nada de eso! Se iría a comprar mastines siberianos o alguna cosa así...

Comprendí que había llegado el momento de decir algo en pro de la casa.

—Mi prima Ángela no es mala chica, Tuppy —declaré con voz grave y fraternal—. Mirándolo bien, no es una mala tipa. Yo siempre he creído que ella y tú... Y tía Dalia piensa lo mismo.

La amarga risa de Tuppy alcanzó su punto culminante.

—¡Ángela! —aulló—. ¡No me hables de Ángela! Una raspa, y un hueso, y un erizo. Me dio el puntapié. ¡Sí, señor! Y todo porque tuve la varonil franqueza de decirle la verdad sobre la porquería de sombrero que fue lo bastante idiota para comprar. La hace parecer un pequinés y le dije que la hace parecer un pequinés. Y en vez de admirar mi valerosa sinceridad, me despidió. ¡Gug!

—¿De verdad?

—Muy de verdad —afirmó el joven Tuppy—. A las cuatro y dieciséis minutos de la tarde del martes, día diecisiete.

—A propósito, chico —dije—, ¿sabes que he encontrado el telegrama?

—¿Qué telegrama?

—Aquel de que te hablé.

—¡Ah!, ¿aquél?

—Sí, aquél.

—Bueno: echemos una ojeada a esa necedad.

Se lo tendí y miréle con fijeza. De pronto, mientras leía, le vi estremecerse. Estaba conmovido hasta el tuétano. Sin la menor duda.

—¿Es algo importante? —dije.

—Bertie —repuso Tuppy con una voz temblorosa de emoción—. Respecto a esas observaciones mías sobre tu prima Ángela, dalas por borradas. Cancélalas. Considéralas inexistentes. Te aseguro, Bertie, que Ángela es impecable. Un ángel en forma humana. Lo declaro oficialmente. Me voy a Londres, Bertie. Está enferma.

—¿Enferma?

—Con fiebre alta y delirio. El telegrama es de tu tía. Me pide que vaya en seguida a Londres. ¿Me prestas tu coche?

—Desde luego.

—Gracias —dijo Tuppy, desapareciendo.

No llevaba fuera un segundo, cuando entró Jeeves con el tonificante.

—Tuppy se ha ido, Jeeves.

—¿Sí, señor?

—A Londres.

—¿Sí, señor?

—En mi coche. A ver a mi prima Ángela. El sol brilla de nuevo, Jeeves.

—Extremadamente agradable, señor.

Le miré.

—¿Fue usted quien telefoneó a la señorita Qué-sé-yo-cuántos acerca del perro de aguas irlandés?

—Sí, señor.

—Ya me lo figuraba.

—¿Sí, señor?

—Sí, Jeeves. En cuanto Tuppy me dijo que una voz misteriosa había telefoneado a propósito de un perro de aguas irlandés, yo reconocí en ello el toque del trabajo de usted. Yo leo en sus motivos como en un libro abierto. Usted sabía que ella habría de acudir corriendo.

—Sí, señor.

—Y sabía usted cómo reaccionaría Tuppy. Si hay una cosa que dé la puntilla a un caballero en el torneo, es no tener espectadores.

—Sí, señor.

—Ahora oiga, Jeeves.

—¿Señor?

—¿Qué pasará cuando llegue Tuppy y vea que Ángela está llena de salud y no delira?

—Ese extremo no se me ha escapado, señor. Me tomé la libertad de telefonear a la señora Travers explicando las circunstancias. Todo estará preparado cuando llegue el señor Glossop.

—Jeeves —dije—, piensa usted en todo.

—Gracias, señor. En ausencia del señor Glossop, ¿por qué no se bebe usted su whisky con soda?

Moví la cabeza.

—No, Jeeves. Sólo hay un hombre que tenga derecho a hacer eso. Usted. Si alguien se ha ganado un buen traguito, es usted. Sírvaselo, Jeeves, y arriba con ello.

—Muchas gracias, señor.

—¡Bravo, Jeeves!

—Bravo, señor, si me permite decirlo.