JEEVES Y LA BOTELLA DE AGUA CALIENTE
La carta llegó en la mañana del 16. Yo estaba echando algún desayuno al estómago de Wooster y, fortalecido por el café y los bollos, resolví transmitir las noticias a Jeeves sin dilación. Como dice Shakespeare, si uno ha de hacer una cosa debe hacerla cuanto antes. Jeeves sufriría cierta decepción y posiblemente disgusto, pero que me maten si un poco de desilusión de vez en cuando no les sienta bien a las gentes. Porque les hace comprender que la vida es dura y difícil.
emdash Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Lady Wickham me escribe invitándome a pasar las Navidades en Skeldings. Así que debemos preparar lo necesario. Iremos el 23. Y pasaremos allí una temporadita.
Hubo una pausa. Comprendí que Jeeves me dirigía una mirada glacial, pero me enfrasqué en la mermelada, negándome a notarlo.
—Me parecía haberle oído, señor, que se proponía usted visitar Montecarlo a raíz de las Navidades.
—Ya lo sé. Pero he cambiado de propósitos.
En este instante sonó el teléfono, facilitando el que amenazaba ser un mal momento. Jeeves descolgó el auricular.
—Diga... Sí, señora. Muy bien, señora. El señor Wooster está aquí. La señora Gregson, señor —añadió, alargándome el aparato.
Yo, ¿saben?, de cuando en cuando creo notar que Jeeves va perdiendo aptitudes. En sus buenos tiempos hubiera sido para él cosa de un instante decir a tía Ágata que yo había salido. Le dirigí una mirada de reproche y empuñé el receptor.
—Diga —manifesté—. Diga, diga, diga. Aquí, Bertie. Diga, diga, diga.
—Déjate de «digas» —atajó la anciana parienta, con su sequedad usual—. No eres un papagayo. Y eso que a veces siento que no lo seas, para que al menos tuvieses un poco de sentido común.
Mala manera, sin duda, de dirigirse a un sobrino por la mañana temprano, pero ¿qué cabía esperar?
—Bertie: lady Wickham me ha dicho que te ha invitado a pasar las Navidades con ella. ¿Irás?
—Sí.
—Pues cuidado con cómo te portas. Lady Wickham es una antigua amiga mía.
—Me esforzaré, como es natural, tía Ágata —dije, con voz severa—, en portarme como un caballero inglés visitando a una persona...
—¿Qué dices? No te oigo.
—He dicho: «Bueno».
—Bien. Hay otra razón para que yo desee que te muestres lo menos imbécil que puedas en Skeldings.
—Y es que estará allí Sir Roderick Glossop.
—¿Quién?
—No aúlles así.
—¿Sir Roderick Glossop?
—Sí.
—¿No será Tuppy Glossop?
—He dicho Sir Roderick Glossop. Y ahora escúchame con atención. ¿Estás ahí?
—Sí, aquí estoy.
—Pues oye. He logrado, tras ímprobas dificultades, casi convencer a Sir Roderick de que no estás loco.
Y ha decidido suspender su juicio sobre ti hasta verte otra vez. De tu conducta en Skeldings, por lo tanto...
Colgué. Me sentía impresionado. Eso es. Impresionado hasta el tuétano.
Aquel Glossop, un tipo formidable, con la cabeza calva y unas cejas fenomenales, era médico psiquiatra de profesión. No sé todavía cómo sucedió, pero el caso fue que una vez tuve por prometida a su hija Honoria, un ejemplar dinámico y tremebundo que leía a Nietzsche y tenía una risa como el romper de las olas en un acantilado rocoso. El compromiso se quebrantó en virtud de ciertos acontecimientos que convencieron al viejo de que yo estaba fuera de mis cabales, y desde entonces había anotado mi nombre en primer lugar de la lista de dementes con los que había tratado.
—¿Sabes lo que pasa, Jeeves? —dije—. Sir Roderick Glossop va a casa de Lady Wickham.
—Muy bien, señor. Si ha concluido usted el desayuno, voy a retirar el servicio.
Frío y torvo. Sin simpatía. Sin el ánimo jovial que a uno le gusta ver. Como yo presumiera, Jeeves había estado contando con algunas apuestecitas en las mesas de Mónaco. Pero los Wooster sabemos disimular nuestros sentimientos. Ignoré su falta de corrección.
—Muy bien, Jeeves —dije con altivez.
Cuando íbamos a Skeldings en el coche, la tarde del 23, Jeeves se mostraba frío y distante. Y antes de cenar aquella noche, puso los gemelos en mi camisa de etiqueta de un modo que cabe llamar exagerado. Todo ello era muy penoso, y mientras me hallaba en cama durante la mañana del 24, parecióme que lo mejor sería poner los hechos ante él tal como eran, para que su buen sentido nato le condujese a una comprensión.
Mi anfitriona, Lady Wickham, era una mujer adusta construida según el modelo de mi tía Ágata, pero se mostró bastante amable al verme llegar. Su hija Roberta me acogió con una cordialidad que, debo decirlo, hizo vibrar las cuerdas de mi corazón. Y Sir Roderick, en el breve momento en que nos saludamos, dijo: «¡Hola, joven!» No muy afectuosamente, pero lo dijo, haciéndome sentir la impresión de que el león estaba pronto a convivir con el cordero.
De manera que la vida se presentaba muy en su punto, y, así, resolví explicar a Jeeves el verdadero estado de cosas.
—Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Temo que la suspensión del viaje a Montecarlo le haya disgustado.
—Nada de eso, señor.
—Sí, sí. Ya sé que tenía ganas de pasar el invierno en ese agradable y pestífero lugar. Le vi iluminársele la mirada cuando le dije que nos invitaban allí. Su rostro se contrajo y se le crisparon los dedos. Sí, sí. Y este cambio de programa ha hecho penetrar un puñal en su alma.
—Nada de eso, señor.
—Sí, sí. Lo veo. Pero quiero hacerle comprender, Jeeves, que no ha sido fútil capricho el motivo de que yo aceptase esta invitación de Lady Wickham. La he anhelado durante varias semanas, impelido por diversas consideraciones. Era imperativo, Jeeves, que yo estuviese esta Navidad en Skeldings porque sé que Tuppy Glossop estará también.
—¿Sir Roderick Glossop, señor?
—Su sobrino. Ya habrá usted observado flotando por ahí un mozo de pelo ralo y de sonrisa de gato en Cheshire. Ese es Tuppy, y estoy ardiendo en ganas de entendérmelas con él. Es cosa en que se juega el honor de los Wooster.
Y bebí un sorbo de té, porque la mera mención del agravio me estremecía.
—A pesar de que Tuppy es sobrino de Sir Roderick Glossop, a cuyas manos he sufrido tanto, como usted sabe, Jeeves, yo fraternizaba con Tuppy francamente, pensando que un hombre no debe ser hecho responsable de la maldad de sus tíos, ya que no sería justo, por ejemplo, que mis amigos me persiguiesen a causa de ser sobrino de tía Ágata. Esto es tener miras amplias, ¿no, Jeeves?
—Muy amplias, señor.
—Así, pues, Jeeves, yo trataba amablemente a Tuppy. ¿Y sabe lo que me hizo?
—No puedo decirlo, señor.
—Pues se lo diré. Una noche, después de cenar en el Círculo de «Los Zánganos», apostó conmigo a que yo no era capaz de cruzar sobre la piscina sosteniéndome en la anillas suspendidas en las cuerdas que hay encima. Yo acepté y fui avanzando, con inmejorable estilo, hasta llegar a la última anilla. Y entonces descubrí que ese diablo en forma humana había sujetado los extremos de la cuerda a la viga del techo, dejándome así colgado en el vacío y sin posibilidad alguna de volver a mi hogar y al seno de quienes me aman. No me quedó más remedio que lanzarme al agua. Y le digo, Jeeves, que si no le hago pagar esta treta ahora, aprovechando los vastos recursos que ofrece una casa de campo, dejo de ser quien soy.
—Ya, señor.
—Y ahora, Jeeves, pasemos al extremo más importante que me fuerza a venir a Skeldings. Jeeves —dije, hundiendo la cara en la taza y sacándola cubierta de rubor—, estoy enamorado.
—¿Es posible, señor?
—Sí. De Roberta Wickham.
—Sí, señor.
—Pues ya lo sabe todo.
Siguióse una pausa.
—Durante nuestra estancia aquí, Jeeves —continué—, tendrá usted muchas ocasiones de tratar a la doncella de Roberta. Procure hacer el artículo.
—¿Cómo, señor?
—Dígale que soy un gran muchacho. Mencione mi buen fondo, y todo eso. Un elogio nunca estorba, Jeeves.
—Muy bien, señor, pero...
—¿Qué?
—Yo, señor...
—Hable, Jeeves. Siempre me satisface oírle, ya lo sabe.
—Lo que yo iba a observar, si me lo permite, señor, es que a duras penas me parece que la señorita Roberta sea conveniente...
—Jeeves —dije con frialdad—, ¿qué tiene usted contra esta señorita?
—Verdaderamente, señor...
—Ea, hable claro. Ya que ha ofendido a Roberta, quiero saber la causa.
—Se me había ocurrido, señor, que la señorita Roberta no resultaría esposa adecuada para un caballero de su modo de ser.
—¿Qué quiere usted decir con mi «modo de ser»?
—Perdón, señor. La expresión se me ha escapado sin darme cuenta. Iba a observar, señor, que, aun cuando la señorita Roberta es una joven encantadora...
—¡Ahora sí que ha dado usted en el clavo, Jeeves! ¡Hay que ver sus ojos!
—Sí, señor.
—Y su cabello.
—Cierto, señor.
—Y su espièglerie. ¿No es esa la palabra adecuada?
—La palabra justa, señor.
—Entonces, de acuerdo. Siga.
—Yo concedo a la señorita Roberta la posesión de todas esas codiciables cualidades, señor. Pero, examinándola como probable esposa de un caballero de su modo de ser, no la juzgo conveniente. A mi juicio, señor, la señorita Roberta carece de seriedad; es voluble y frívola. Para ser su marido, se requiere un hombre de personalidad dominante y gran energía de carácter.
—¡Exacto!
—Yo me miraría mucho antes de recomendar a usted, señor, buscar como compañera una joven con un cabello tan rojo. El cabello rojo es peligroso, señor.
Le miré torvamente.
—Está usted diciendo necedades, Jeeves.
—Muy bien, señor.
—Eso es hablar por hablar.
—Muy bien, señor.
—Mucho ruido y pocas nueces.
—Muy bien, señor.
—Muy bien, señor... Quiero decir, muy bien, Jeeves. No hay más que hablar.
Y tragué un poco de té con no poca altanería.
Rara vez me encuentro en situación de probar a Jeeves que se engaña, pero aquella noche, a la hora de cenar, estaba en condiciones de hacerlo, y lo hice.
—Respecto a lo que hemos discutido esta mañana, Jeeves —dije al salir del baño, interpelándole mientras él abotonaba la camisa—, celebraría que me atienda bien por un momento. ¿Sabe que lo que voy a decirle va a hacerle sentirse muy equivocado?
—¿Sí, señor?
—Sí, Jeeves. Muy equivocado. Recuerdo que esta mañana calificó usted a Roberta de frívola, voluble y carente de seriedad. ¿No fue eso?
—Sí, señor.
—Pues lo que voy a decirle le hará alterar su opinión. Esta tarde, paseando con Roberta, le he contado la trastada que me hizo Tuppy Glossop en «Los Zánganos». Ella me escuchó literalmente colgada de mi boca, Jeeves, y con la mayor simpatía.
—¿Sí, señor?
—Sí. Colgada. Y eso no fue todo. Antes de terminar, me sugirió el plan más jugoso, maduro y sensato que pueda pensarse para hacer encanecer los cabellos del joven Tuppy.
—Es muy satisfactorio, señor.
—Satisfactorio: esa es la palabra. Resulta que en la escuela donde se ha educado Roberta, Jeeves, se juzgaba necesario, de cuando en cuando, por el elemento más inteligente de las colegialas hacer alguna buena pasada a las de menor intelecto. ¿Y sabe lo que hacían, Jeeves?
—No, señor.
—Cogían un palo largo (fíjese bien en esto), y ataban una aguja al extremo. Luego, por la noche, las de la clase de las talentosas se deslizaban en él dormitorio de las demás y, hundiendo el palo bajo las sábanas, pinchaban las botellas de goma llenas de agua caliente. Las muchachas, Jeeves, son más sutiles que los chicos. En mi colegio, a veces, uno echaba un jarro de agua sobre la cabeza del otro mientras éste dormía, pero nunca se les ocurría conseguir el mismo resultado de esa manera tan científica y elegante. Tal es, Jeeves, el proyecto que Roberta me ha sugerido contra Tuppy. Ahora llámela, si quiere, frívola, voluble y carente de seriedad. Una mujer así es mi ideal como compañera... En fin, Jeeves: esta noche le ruego que me procure un palo fuerte con una aguja atada al extremo.
—Yo, señor...
Levanté la mano.
—Ni una sola palabra, Jeeves —dije—, ni una sola palabra. Un palo, y una buena aguja atada a él, han de estar sin falta en este cuarto esta noche, a las once y media.
—Muy bien, señor.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde duerme Tuppy?
—Procuraré averiguarlo.
—Hágalo, Jeeves.
A los pocos minutos volvió con los informes necesarios.
—El señor Glossop duerme en el cuarto del foso, señor.
—¿Dónde está eso?
—Segunda puerta del piso bajo, señor.
—Bien, Jeeves. ¿Están puestos los gemelos de mi camisa?
—Sí, señor.
—¿Y los de los puños?
—Sí, señor.
—Entonces introdúzcame en ella.
La tarea a que iba a consagrarme exigía incomodidades y molestias porque me obligaba a estar despierto hasta la madrugada y recorrer un frío pasillo. Pero no temblé. Nosotros tenemos nuestra tradición de familia. Hubo Woosters en las Cruzadas.
Como víspera de Navidad, tuvimos jarana en grande, de modo que no subí a mi cuarto hasta después de la una. Para asegurarme necesitaba no emprender mi expedición hasta las dos y media como mínimo. He de reconocer que me costó mucho trabajo no meterme entre las sábanas y prescindir del asunto. Ahora no me sienta bien acostarme tarde.
Hacia las dos y media, todo parecía silencioso. Alejé las brumas del sueño, empuñé el picaporte del cuarto buscado, vi que la puerta no estaba cerrada y entré. Al principio la habitación me pareció negra como una carbonera, pero pronto las cosas empezaron a aclararse. Las cortinillas de la ventana no estaban corridas del todo y se podía ver algún que otro detalle del escenario.
El lecho aparecía frente a la ventana, con la cabecera apoyada en la pared y los pies en mi dirección, permitiéndome, después de arrojar la semilla, si vale la frase, emprender una rápida retirada.
Sólo faltaba resolver el no fácil problema de localizar la botella de goma. Porque una cosa que uno no puede hacer en un asunto que, como este, requiere diligencia y secreto, es andar revolviendo las ropas de la cama del tipo.
Animóme bastante un recio ronquido que llegó del lado de la almohada. La razón me dijo que un ciudadano que roncaba así no se despertaría por una bagatela. Adelanté prudentemente la mano sobre la colcha. Un momento después encontré la botella, deslicé palo y aguja bajo las ropas, pinché la goma, extraje el palo y me deslicé hacia la puerta. En un instante más habría estado fuera, en busca de mi cuarto y de un buen reposo, si de improviso no se hubiese escuchado un ruido tremendo que me hizo correr un escalofrío por la espina dorsal. El contenido del lecho saltó como el muelle de una caja de sorpresa y dijo:
—¿Quién anda ahí?
La cosa mostraba cómo los más cuidadosos movimientos estratégicos pueden ser los que echen a perder una campaña. A fin de facilitar un ordenado repliegue, en consonancia con el plan, yo había dejado la puerta abierta, y a la sazón el viento la había cerrado con un ruido como el de una bomba.
Pero no dediqué muchos pensamientos a la causa de la explosión. Lo turbador para mí era el descubrimiento de que, quienquiera que fuese el habitante de la cama, no era el joven Tuppy. Tuppy tenía una de esas voces altas y chillonas que parecen la del tenor del coro de una iglesia de pueblo cuando fracasa en el intento de una nota muy sostenida. Y la voz que yo había oído constituía una mezcla de trompeta del juicio final y de tigre reclamando el desayuno después de un día o dos de dieta. Era una voz adusta y áspera como la que uno oye gritando: «¡Derecha!», cuando es uno un recluta un poco torpón y hay un par de coroneles retirados junto a la línea.
No titubeé. Lánceme hacia la puerta, empuñé el picaporte y huí, cerrándola a mis espaldas. Podré ser un asno en muchas cosas, según testimonia mi tía Ágata, pero sé muy bien cuando conviene estar presente en los sitios y cuando no.
Y ya ganaba el tramo de corredor que debía conducirme a la escalera, cuando algo me hizo retroceder con súbito impulso. Una fuerza irresistible refrenaba mi marcha.
Hay veces, ¿saben?, en que el destino se pone contra uno a tal extremo que se siente la duda de si conviene o no seguir luchando. Siendo la noche más fría que el diablo, yo me había vestido una larga bata. Y era el extremo posterior de la infernal prenda la que había sido atrapada por la puerta cortándome la retirada en el último instante.
Un segundo después, la puerta se abría, y el tipo de la voz me apresaba por el brazo. Era Sir Roderick Glossop.
Durante tres o cuatro segundos, o tal vez más, ambos permanecimos mirándonos mutuamente, bebiéndonos nuestros rostros, por decirlo así, siempre el viejo asido a mi brazo con la mayor vehemencia. De no haber él ido vestido de bata, llevando debajo un traje de dormir rosa a rayas azules, y también de no tener el rostro de quien está pronto a cometer un asesinato, la escena hubiese parecido uno de esos anuncios de las revistas, donde el experto viejo dice al incauto joven: «Muchacho, si te suscribes a los cursos por correspondencia de la Escuela Mut-Jeff, de Oswego (Kansas), como yo lo hice, algún día podrás llegar a ser tercer vicepresidente auxiliar de la Compañía Unida de Fábricas de Pinzas para las Cejas y Limas de Uñas, S. A.»
—¡Tú! —dijo al fin Sir Roderick.
Y debo decir al propósito que es tonto pensar que no puede sonar silbante una palabra que no tenga ese. Porque aquel «¡Tú!» sonaba silbante como una cobra indignada.
Creo que lógicamente yo debía haber dicho algo en aquel momento. Pero no acerté a emitir sino un débil y blando sonido.
—Ven aquí —dijo, introduciéndome en el cuarto—. No es preciso despertar a toda la casa. Y ahora —añadió, depositándome en la alfombra y arrugando el entrecejo en gran extensión—, ¿quieres decirme la causa de esta última manifestación de demencia?
Me pareció que una risa ligera y alegre podía mejorar las cosas, y la emití.
—¡Nada de bromas! —dijo mi afectuoso huésped.
Y he de reconocer que la risa ligera y alegre no salió tal como yo quería.
Traté de recobrarme con un poderoso esfuerzo.
—Lo siento muchísimo —dije con una voz tan animada como pude—. El caso es que creí que usted era Tuppy.
—Haz el favor de no expresarte en tu idiótico caló cuando hables conmigo. ¿Qué adjetivo es ese de «tuppy»?
—No es un adjetivo, ¿sabe? Más bien un nombre, si vamos a ver. Lo que quiero decir es que había creído que era usted su sobrino.
—¿Mi sobrino? ¿Por qué había yo de ser mi sobrino?
—Creí que este era su cuarto.
—Él y yo cambiamos de habitaciones. Me disgusta vivir en los pisos altos. Me preocupa la posibilidad de un incendio.
Por primera vez en el curso de la entrevista me sentí algo más sereno. Perdí aquella impresión de sapo bajo un rastrillo que había informado mi conducta hasta entonces. Llegué incluso a mirar al viejo del pijama rosa con ojos de desdén y aborrecimiento. Porque a aquel su necio temor del fuego y a su egoísta propósito de que Tuppy se achicharrase en su lugar se debía el incidente sucedido, que había llevado al fracaso mis bien meditados planes. No sólo le miré, sino que hasta creo que rezongué algo.
—Creí que tu criado —dijo Sir Roderick— te había informado de mi propósito de cambiar de cuarto. Lo encontré poco antes de comer y se lo dije.
Tan extraordinaria aserción me dejó atónito. Que Jeeves estuviera informado de que aquel viejo iba a cambiar su cuarto y a ocupar el lecho cuya botella de agua caliente me proponía yo horadar con una aguja en un palo, y no me lo advirtiese, iba más allá de todo lo creíble. Era espantoso. Literalmente espantoso.
—¿Dijo usted a Jeeves que iba a dormir aquí? —pregunté.
—Sí. Sé que mi sobrino y tú sois amigos íntimos y deseaba evitarme la posibilidad de una visita tuya. Confieso que no la esperaba, de todos modos, a las tres de la mañana. ¿Qué diablos te propones —intercaló, con súbito arranque— andando por la casa a estas horas? ¿Y qué es eso que llevas en la mano?
Miré y vi que aún sostenía el palo con la aguja. Les doy mi sincera palabra de honor que en el maelstrom de emociones que me había causado la revelación concerniente a Jeeves, no me había dado cuenta de ello y el descubrimiento me dejó perplejo.
—¿Esto? —dije—. ¡Ah, sí!
—¿Qué es eso de «¡Ah, sí!» ¿Qué es eso?
—Es largo de contar.
—Tenemos toda la noche por delante.
—Pues pasó así: imagínese hace pocas semanas, en «Los Zánganos», fumando pacíficamente un cigarrillo después de cenar...
Me interrumpí. El tipo no me escuchaba, absorto en contemplar una serie de gotas que iban a dar en la alfombra cayendo del lecho.
—¡Cielos!
—Pacíficamente un cigarrillo, y hablando con placidez de...
Volví a interrumpirme. El viejo había alzado las sábanas y contemplaba el cadáver de la botella de agua caliente.
—¿Lo has hecho tú? —dijo con voz ahogada.
—Bien... Sí... Iba a decirle...
—¡Y tu tía se esforzaba en afirmarme que no estabas loco!
—No lo estoy. No. Si me deja explicarme...
—Nada de eso.
—Todo empezó...
—¡Silencio!
—Bueno.
Hizo varias profundas inspiraciones.
—Mi cama está anegada.
—Todo empezó...
—¡A callar! Y ahora, miserable idiota, ten la bondad de decirme dónde está el dormitorio que se presume que ocupas.
—En el piso alto. El cuarto del reloj.
—Gracias. Ya lo encontraré.
—¿Cómo?
Me miró, torvo.
—Me propongo —dijo— pasar el resto de la noche en tu cuarto, donde verosímilmente habrá una cama en condiciones de dormir en ella. Puedes arreglarte como gustes. Buenas noches.
Y salió, dejándome anonadado.
Nosotros, los Wooster, somos gente adaptable. Sabemos tomar las duras con las maduras. Pero decir que me complacía la perspectiva inmediata sería faltar algo a la verdad. Una mirada al lecho me hizo comprender que toda idea de dormir allí era superflua. Una merluza podría haber dormido en cualquier sitio, pero Bertram no. Otra mirada a mi alrededor me dijo que el mejor modo de pasar la noche era acomodarme en una butaca. Cogí un par de almohadas del lecho, púseme la alfombrilla sobre las piernas y, sentándome, empecé a contar a efectos de dormirme.
Pero no servía de nada. La calabaza estaba demasiado llena de ideas para poder dar cabida al sueño. La odiosa revelación de la traición de Jeeves me despertaba cada vez que me adormecía. Empezaba a preguntarme si el sueño habría desaparecido de este mundo cuando una voz dijo a mi lado: «Buenos días, señor», y yo me desperté con un sobresalto.
Habría jurado que apenas había dormido un minuto, pero al parecer no era así. Porque las cortinas estaban descorridas, el sol entraba por la ventana y Jeeves se hallaba a mi lado con una taza de té en una bandeja.
—Felices Pascuas, señor.
Tendí una débil mano hacia el restaurador brebaje. Tomé un par de tragos y me sentí algo mejor. Me dolían los músculos y la cabeza me parecía de plomo; pero me sentí capaz de pensar con cierto despejo, y así, mirando al hombre, me preparé a soltarle la rociada.
—Felices Pascuas, ¿eh? —dije—. Eso depende mucho de lo que usted entienda por felicidad. Y si supone que van a ser felices para usted, rectifique esa impresión, Jeeves.
Tomé otras dos tazas de té y seguí, con fría y mesurada voz:
—Deseo hacerle una pregunta. ¿Sabía usted o no que Sir Roderick Glossop iba a dormir en este cuarto anoche?
—Sí, señor.
—¿Confiesa que sí?
—Sí, señor.
—¿Y no me lo dijo?
—No, señor. Me pareció más juicioso no hacerlo.
—¡Jeeves...!
—Si me permite explicarme, señor...
—¡Explicarse!
—Yo sabía que mi silencio podía conducir a alguna pequeña complicación, señor.
—¡Ah! ¿Lo sabía?
—Sí, señor.
—Adivinó bien —dije, sorbiendo un poco más de la pócima.
—Pero me pareció, señor, que, pasase lo que pasara, redundaría en bien suyo.
Bien podía yo haber deslizado aquí un par de palabritas duras, pero él me las cortó, prosiguiendo:
—Pensé que posiblemente usted preferiría que las relaciones con Sir Roderick Glossop y su familia fuesen tirantes más bien que cordiales, señor.
—¿Mis relaciones? ¿Qué relaciones?
—Me refiero a la posibilidad de un enlace matrimonial con la señorita Honoria Glossop, señor.
Una especie de choque eléctrico me sacudió. Jeeves abría una nueva ruta a los pensamientos. Comprendí repentinamente lo que me amargaba y en un relámpago vi que había sido injusto con mi buen servidor. Mientras yo suponía que me había echado a las patas de los caballos, él había procurado librarme de ellas.
Era como en esos cuentos que lee uno de chico, cuando el viajero se interna en una selva oscura y su perro le tira de las calzas con los dientes, diciéndole:
«¡Detente! ¿Adonde vas, oh desgraciado?» Y el perro tira, y el hombre maldice, y el perro sigue tirando y luego de pronto la luna brilla entre las nubes, y el hombre descubre que estaba al borde de un precipicio, y si diera un paso más... Bien, ya saben. Y al parecer lo mismo había estado a punto de suceder.
Les doy mi sincera palabra de que no se me había ocurrido hasta entonces que mi tía Ágata planease el que Sir Roderick me acogiese en el redil y entonces me casaran con Honoria.
—¡Dios mío, Jeeves! —dije, palideciendo.
—Justamente, señor.
—¿Cree usted que había riesgo?
—Muy grave, señor.
Un conturbador pensamiento acudió a mi mente.
—Pero dígame, Jeeves ¿no reflexionará Sir Roderick que mi objetivo era Tuppy y que lo sucedido es una mera manifestación del espíritu juvenil, una de esas cosas que han de mirarse con sonrisa indulgente y perdonarlas, previo un paternal movimiento de cabeza? Es decir, que si piensa que yo no me proponía perseguirle a él, todo el propósito habrá, fracasado.
—No, señor. Me parece que no. Ésa habría sido probablemente la reacción mental de Sir Roderick, de no mediar el segundo incidente.
—¿El segundo incidente?
—Por la noche, señor, mientras Sir Roderick dormía en el lecho de usted, alguien cruzó la puerta de Sir Roderick, perforó su botella de agua caliente con un instrumento punzante y se desvaneció en la oscuridad.
No comprendía nada.
—¿Cómo? ¿Cree que yo, sonambúlicamente...?
—No, señor. Fue el joven señor Glossop quien lo hizo. Le encontré esta mañana, señor, poco antes de venir aquí. Estaba muy jovial y me pregunto qué le había parecido a usted el incidente, ignorando que la víctima había sido Sir Roderick.
—¡Qué asombrosa coincidencia, Jeeves!
—¿Señor?
—El que Tuppy tuviera exactamente la misma idea que yo. 0 más bien que Roberta. Parece un milagro.
—No lo es, señor. Creo que el joven señor Glossop recibió la sugestión de la propia señorita Roberta.
—¿De Roberta?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted insinuar que, después de proponerme pinchar la botella de Tuppy, propuso a Tuppy pinchar la mía?
—Precisamente, señor. Es una joven de muy agudo humorismo, señor.
Me incorporé. El pensar que había estado a punto de ofrecer la mano, corazón y amor de un joven fuerte y sincero a una moza capaz de una burla por partida doble, me estremeció.
—¿Tiene usted frío, señor?
—No. Era un estremecimiento.
—Acaso el incidente, si me tomo la libertad de decirlo, refuerce un poco la opinión que me permití expresarle, ayer, señor, de que la señorita Roberta, aunque es una joven encantadora en muchos sentidos...
Alcé la mano.
—Ni una palabra más, Jeeves. El amor ha muerto.
Medité un rato.
—¿Ha visto esta mañana a Sir Roderick, Jeeves?
—Sí, señor.
—¿Qué aspecto, tenía?
—Un poco excitado, señor.
—¿Excitado?
—Algo conmovido, señor. Expresó un vivo deseo de charlar con usted.
—¿Y qué me aconsejas, Jeeves?
—Podría usted, señor, salir por la puerta trasera, llegar al pueblo y alquilar un automóvil que le condujese a Londres. Yo llevaría su equipaje en su propio coche, señor.
—¿Londres, Jeeves? ¿Puedo estar seguro? Mi tía Ágata se halla en Londres.
—¿Entonces...?
Él me miró un instante impertérrito.
—Creo, señor, que lo mejor sería salir de Inglaterra, que en esta época del año no es país agradable. No me tomaré la libertad de dictar sus actos, señor, pero como tiene usted asiento reservado en el exprés azul, para Montecarlo, pasado mañana...
—Pues, ¿no canceló la reserva?
—No, señor.
—Se lo mandé.
—Sí, señor. E iba a hacerlo, pero se me borró la gestión de la cabeza.
—¡Oh!
—Sí, señor.
—Muy bien, Jeeves. En ese caso, a Montecarlo.
—Muy bien, señor.
—Es una suerte, ya que las cosas se han puesto así, que usted olvidase cancelar la reserva de asiento.
—Muy afortunado, señor. Si aguarda usted aquí un momento, traeré de su cuarto un traje, señor.