JEEVES Y LA CATÁSTROFE INMINENTE
Era la mañana del día que había sido designado para que yo aterrizase en casa de mi tía Ágata, en Woollam Chersey, condado de Herts, a fin de hacerle una visita de tres duras semanas; y cuando me senté a la mesa de mi desayuno, debo confesar que mi corazón estaba singularmente abrumado. Nosotros, los Wooster, somos hombres de hierro, pero bajo mi intrépido exterior de aquel momento, anidaba un inexpresable terror.
—Jeeves —dije—, esta mañana no soy el hombre jovial de costumbre.
—¿Es posible, señor?
—Lo es, Jeeves. Estoy lejos de ser jovial. Muy lejos de ser el hombre jovial de otros días.
—Lamento saberlo, señor.
Me presentó los fragantes huevos con jamón y yo empuñé, sombrío, un tenedor.
—No hago más que preguntarme esto, Jeeves: ¿por qué mi tía Ágata me ha invitado a su casa de campo?
—No puedo decirlo, señor.
—No será por el cariño que me tenga.
—No, señor.
—Es cosa bien averiguada que el verme le da calambres en el estómago. No puedo decir cómo sucede, pero siempre que nuestros caminos se cruzan, por expresarlo así, parece ser una mera cuestión de tiempo el que yo perpetre algún asolador disparate y tenga a mi tía Ágata en pos, hacha en mano. El resultado es que ella me mire como un gusano y un paria y se sienta dispuesta a lanzarme cualquier cosa sobre la cabeza desde la ventana más alta.
—Perfectamente correcto, señor.
—Y, sin embargo, ahora ha insistido cerradamente en que yo cancele todos mis compromisos y me desplome en Woollam Chersey. Debe, pues, tener alguna siniestra razón que desconocemos. ¿Me censurará usted, Jeeves, si le digo que tengo el corazón abrumado?
—No, señor. Perdone, pero me parece haber oído el timbre.
Salió y yo tomé, indiferente, unos bocados de huevos con jamón.
—Un telegrama, señor —dijo Jeeves, recompareciendo.
—Ábralo, Jeeves, y léalo. ¿De quién es?
—No tiene firma, señor.
—¿Quiere usted decir que no lleva ningún nombre al pie?
—Eso es precisamente lo que me esforzaba en hacerle comprender, señor.
—Traiga que le eche una ojeadita.
Cogí el papel. Era un mensaje raro. Raro. No había otro calificativo.
Decía:
Recuerda cuando vengas aquí es absolutamente vital que parezcamos totalmente desconocidos.
Nosotros, los Wooster, no tenemos muy sólida la cabeza, sobre todo a la hora del desayuno, y noté un fuerte dolor entre ceja y ceja.
—¿Qué significa esto, Jeeves?
—No puedo decirlo, señor.
—Dice «cuando vengas aquí». ¿Dónde es «aquí»?
—Notará usted, señor, que el telegrama está depositado en Woollam Chersey.
—Tiene usted mucha razón. En Woollam, como usted claramente ha señalado, Chersey. Esto ya explica algo, Jeeves.
—¿El qué explica, señor?
—No lo sé. De mi tía Ágata no debe ser, ¿verdad?
—Es difícil, señor.
—Nuevamente tiene usted razón. Así que cuanto podemos entender es que una persona desconocida, residente en Woollam Chersey, considera absolutamente vital para mí que parezcamos totalmente extraños el uno al otro. ¿Y por qué debo parecer totalmente extraño, Jeeves?
—No puedo decirlo, señor.
—Y, examinando la cuestión desde otro punto de vista, ¿por qué no debo parecerlo?
—Bien observado, señor.
—La deducción es que se trata de un misterio que sólo el tiempo puede solucionar. Debemos esperar a ver qué pasa, Jeeves.
—Esa misma expresión iba yo a emplear, señor.
Caí en Woollam Chersey a eso de las cuatro de la tarde y encontré a tía Ágata en su cubil, escribiendo cartas. Y, por cuanto me constaba de ella, probablemente cartas ofensivas, con aviesas posdatas. Me miró con no muy excesiva alegría.
—¡Ah, eres tú, Bertie!
—Sí, soy yo.
—Tienes la nariz sucia.
Yo desplegué el pañuelo.
—Me alegro de que hayas llegado tan pronto. Quiero hablar dos palabras contigo antes de que conozcas al señor Filmer.
—¿Quién?
—Filmer, el ministro. Está pasando unos días en casa. ¿No has oído hablar del señor Filmer?
—Creo que sí —repuse, aunque de hecho el tipo me era absolutamente desconocido. Porque, por una razón u otra, no estoy muy al corriente de las personalidades del mundo político.
—Tengo particular interés en que causes a Filmer buena impresión.
—Bueno.
—No hables con esa indiferencia, como si considerases perfectamente natural el tener que causarle buena impresión. Filmer es un hombre serio, de elevado carácter y miras, y tú eres precisamente el tipo de inutilidad frívola e insulsa contra la que siente más fuertes prejuicios.
Duras palabras son éstas para ser oídas en quien es de la misma carne y sangre que uno, pero correspondían bien con las experiencias del pasado.
—Por tanto, mientras estés aquí, procura no obrar como una inutilidad frívola e insulsa. En primer lugar, prescindirás de fumar en tanto que dure tu estancia.
—¡Oh!
—Filmer es presidente de la Liga Contra el Tabaco. Tampoco beberás estimulantes alcohólicos.
—¡Oh, maldita sea!
—Y tendrás la bondad de excluir de tu conversación todo lo que huela a bar, billar y profanidades. Filmer te juzgará principalmente por tus palabras. Yo puse el dedo en la llaga.
—¿Y para qué debo hacer buena impresión a ese... señor Filmer?
—Porque —dijo la anciana parienta, mirándome— así lo quiero.
Acaso ésta no fue una razón particularmente poderosa, pero bastó para convencerme de la imposibilidad de resistir, y salí de la estancia con el corazón dolorido.
Me encaminé al jardín y que me maten si la primera persona a quien hallé no fue el joven Bingo Little. Bingo Little y yo habíamos sido amigos virtualmente desde la cuna. Nacidos en el mismo pueblo con un par de días de diferencia, fuimos juntos al parvulario, a Eton y a Oxford, y al florecer en más adultos años, gozamos mucho, en la capitalota, de nuestra mutua amistad y compañía. Si había en el mundo un sujeto capaz de aliviar los horrores de mi residencia en aquel lugar, ese tipo era el joven Bingo Little.
Pero el motivo de que se hallase allí era cosa superior a lo que yo podía adivinar. Porque, ¿saben?, poco antes se había casado con la célebre autora Rosa M. Banks, y la última vez que yo le había visto estaba a punto de acompañar a su esposa a América para una excursión de conferencias que ella iba a realizar. Recordaba haberle oído maldecir con energía, a causa de que el viejo le haría perder las carreras de Ascot.
Pero, por absurdo que ello fuese, allí estaba. Y yo, que anhelaba ver una faz amiga, caí sobre él, abierta la boca como un sabueso.
—¡Bingo!
Miró en torno, y por Júpiter que su faz no parecía muy amiga, al fin y al cabo. La tenía crispada, sí, señor. Agitó los brazos como aspas de molino.
—¡Chist! —cuchicheó—. ¡No me arruines!
—¿Eh?
—¿No has recibido mi telegrama?
—¿Era tuyo el telegrama?
—Claro que era mío el telegrama...
—¿Y por qué no lo firmaste?
—Lo firmé.
—No lo firmaste. Y no pude comprender nada.
—Pero lo comprenderías por mi carta.
—¿Qué carta?
—Mi carta.
—No he recibido ninguna carta.
—Entonces debo haber olvidado depositarla en Correos. Te decía que estaba aquí como preceptor de tu primo Tomás y que era esencial, cuando nos encontrásemos, que pareciéramos totalmente desconocidos.
—¿Por qué?
—Porque si tu tía sospecha que soy amigo tuyo, me pondrá, naturalmente, en la calle.
—¿Por qué?
Bingo arqueó las cejas.
—¿Por qué? Sé razonable, Bertie. Si tú fueras tu tía y supieses la clase de pájaro que eres tú, ¿permitirías a un tipo conocido como amigo tuyo ser preceptor de tu hijo?
Esto sonaba a cosa un poquitín extraña, pero no tardé en comprender su significado y hube de admitir que había cierta dosis de buen sentido en lo que opinaba mi camarada. Con todo, no me había explicado aún la clave o nudo del misterio.
—Te creía en América —dije.
—Pues no estoy allí.
—¿Por qué? —No importa por qué. No estoy.
—¿Y por qué te has colocado de preceptor?
—No importa por qué. Tengo mis razones. Y quiero que te metas en la cabeza, Bertie, que tú y yo no debemos ser vistos secreteando. Tu bendito primo fue sorprendido fumando, anteayer, en un matorral y eso ha hecho mi posición delicadísima, porque tu tía dice que, de haber yo vigilado adecuadamente a su hijo, el mal no se habría producido. Y si, después de eso, descubre que soy amigo tuyo, nada puede salvarme de que me plante en la puerta. Y es vital que eso no ocurra.
—¿Por qué?
—No importa por qué.
En este momento pareció oír llegar a alguien, porque, de un salto, desapareció con increíble agilidad en un seto de laureles.
Y yo me alejé para consultar a Jeeves sobre aquellos extraños acontecimientos.
—Jeeves —dije, presentándome en el dormitorio donde él estaba desempaquetando mis efectos—, ¿recuerda usted el telegrama?
—Sí, señor.
—Era del señor Little. Está aquí como preceptor de mi primo Tomás.
—¿Es posible, señor?
—Sí. No puedo comprenderlo. Siempre le he creído un hombre independiente, ¿sabe?, y, ¿cómo un hombre independiente puede venir a una casa que contiene a mi tía Ágata?
—Parece curioso, señor.
—Además, ¿cómo un hombre con voluntad propia puede buscar el empleo de ser preceptor de mi primo Tomás, conocido universalmente como un irremediable cabezota y un demonio en forma parecida a la humana?
—Parece improbable, señor.
—Aquí hay mar de fondo, Jeeves.
—Justamente, señor.
—Y lo más abominable de todo es que parece considerar parte vital de su empleo mantenerse tan apartado de mí como de una bala perdida. Y así mata mi única probabilidad de tener algo parecido a unos ratos decentes en este lugar de desolación. Porque, ¿sabe, Jeeves, que mi tía dice que no debo fumar mientras esté aquí?
—¿Sí, señor?
—Ni beber.
—¿Por qué, señor?
—Porque desea, en virtud de alguna tenebrosa y furtiva razón que no quiere explicar, que yo cause buena impresión a un tipo llamado Filmer.
—Es muy lamentable, señor. Sin embargo, muchos doctores, según tengo entendido, sostienen que tal abstinencia es el secreto de la salud. Dicen que ello promueve una más fácil circulación de la sangre, asegurando las arterias contra un endurecimiento prematuro.
—¿Ah, sí? Pues la próxima vez que vea a esos doctores, dígales de mi parte que son unos asnos.
—Muy bien, señor.
Y así empezó lo que, en el curso de una feliz carrera, puedo considerar como la más desasosegante temporada que yo haya pasado en mi vida. Porque la tortura de prescindir del vivificante cóctel antes de las comidas; la penosa necesidad de verme obligado, cada vez que deseaba fumar tranquilamente un cigarro, a tenderme en el suelo de mi alcoba y exhalar el humo por la chimenea; la perenne congoja de encontrar a tía Ágata en los más inesperados rincones; y la tremenda tensión moral de tener como compañero al muy honorable A. B. Filmer, contribuyeron a que antes de mucho Bertram se sublevase en su interior hasta una extensión inimaginada antes.
Yo jugaba al golf con el muy honorable todos los días y sólo mordiéndome el woosteriano labio y apretando los puños hasta que los nudillos se volvían blancos en el esfuerzo, podía contener mis ímpetus.
El muy honorable A. B. Filmer, salpicaba el más sombrío golf que yo jugara jamás, amenizándolo con una que, en cuanto me concernía, poníame los nervios de punta. En conjunto, sentíame muy disgustado de mi destino cuando una noche, mientras aspiraba el aroma de la sopa de pescado en preparación para la próxima comida, el joven Bingo cayó en mi cuarto haciéndome olvidar mis propias turbaciones.
Porque cuando un compañero se encuentra en un brete, nosotros, los Wooster, dejamos de pensar en nosotros mismos. Y que el pobre Bingo estaba sumergido en un brete hasta las rodillas, se veía sólo por su aspecto, que era el de un gato que acaba de recibir medio ladrillo y está esperando uno más de un momento a otro.
—Bertie —dijo Bingo, tras sentarse en el lecho y sembrar en torno durante unos instantes una silenciosa tetricidad—, ¿cómo anda estos días el cerebro de Jeeves?
—Creo que muy en su punto. ¿Cómo va esa sustancia gris, Jeeves? ¿Tan boyante como siempre?
—Sí, señor.
—Gracias a Dios —dijo Bingo—. Porque necesito un consejo atinado. A menos que personas de buen criterio emprendan enérgicas medidas por los oportunos conductos, mi nombre se halla a punto de caer en el fango.
—¿Qué pasa, chico? —pregunté con simpatía.
Bingo dio un tirón de la colcha.
—Voy a decírtelo —repuso—. Voy a decirte por qué me encuentro en esta apestosa casa siendo preceptor de un mozo que no necesita ser instruido en latín ni griego, sino recibir un golpe en la base del cráneo con una barra de plomo. Vine aquí, Bertie, porque era el único recurso que veía. En el último momento de embarcar para América, Rosa decidió que valía más que yo me quedase aquí cuidando a nuestro pequinés. Me dejó doscientas pavas para mis gastos hasta que ella regresase. Esa suma, juiciosamente invertida habría bastado para mantenernos al pequeño pequinés y a mí hasta el regreso de Rosa, en moderada abundancia y tranquilidad. Pero ya sabes lo que pasa.
—¿Qué pasa?
—Lo que pasa cuando un sujeto te dice en el Círculo que tal caballo no puede dejar de ganar, aunque se le declaren lumbago y lombrices a diez yardas de la meta. En tal caso, uno considera la cosa como una inteligente inversión de capital.
—¿Quieres decir que apostaste todo tu dinero a un caballo?
Bingo rió con amargura.
—Eso suponiendo que aquello pudiera llamarse un caballo. De no haber avivado un poco más al final, hubiera llegado a la meta después de empezar la carrera siguiente. El caso es que entró el último poniéndome en una situación algo delicada. De un modo u otro, yo tenía que ganar algún dinero para mantenerme mientras no volviese Rosa, si quería evitar que ella se enterase. Rosa es la muchacha más buena del mundo; pero si tú fueses un hombre casado, Bertie, comprobarías que la mejor de las mujeres se pone un poco brusca cuando descubre que su marido ha gastado el dinero de seis semanas en una sola carrera. ¿No es cierto, Jeeves?
—Sí, señor. Las mujeres son muy raras en ese sentido.
—El momento exigía ideas rápidas. Me había sobrado del naufragio lo bastante para colocar al pequinés en una buena pensión de perros. Así que le llevé a «La Gran Perrera Mimosa», en Kingsbridge, Kent, y yo, convertido en un hombre al agua, tomé este cargo de preceptor, para enseñar al niño Tomás. Y aquí estoy.
Era una triste historia, desde luego, pero me pareció que, por lúgubre que fuese una constante asociación con tía Ágata y el primo Tomás, Bingo, no obstante, había acertado a librarse bien de un mal paso.
—Cuanto necesitas hacer —dije— es aguantar unas pocas semanas y luego todo habrá quedado resuelto brutalmente bien.
—¡Unas pocas semanas más! —ladró Bingo, sombrío—. Seré afortunado si puedo sostenerme dos días más. Ya te dije que la fe de tu tía en mí como custodio de su maldito hijo quedó muy quebrantada por el hecho de haberle descubierto fumando. Y ahora resulta que quien le descubrió fumando fue ese Filmer. Sólo hace diez minutos, Tomás me ha comunicado que se propone tomar una terrible venganza de Filmer por haberle acusado ante tu tía. No sé lo que va a hacer, pero si lo hace, a mí me echarán inevitablemente a puntapiés. Tu tía no mira más que por los ojos de Filmer, así que me pondrá en la puerta en el acto. ¡Y eso, tres semanas antes de que vuelva Rosa!
Lo comprendí todo.
—Jeeves —dije.
—¿Señor?
—Lo veo todo. ¿Y usted?
—Sí, señor.
—Van a echar a Bingo.
—Temo, señor...
Bingo exhaló un gruñido apagado.
—No me diga, Jeeves —quejóse, abatido—, que no se le ocurre ninguna idea.
—Siento decir, señor, que por el momento no se me ocurre nada.
Bingo bufó, acongojado, como un perro alano al que se quita un bollo.
—Entonces —dijo, tétrico— lo único que puedo hacer es no perder de vista a ese endiablado cara de urraca ni por un segundo.
—En absoluto —repuse—. Incesante vigilancia, ¿eh, Jeeves?
—Precisamente, señor.
—Pero, entretanto, Jeeves —añadió Bingo, en voz baja y apremiante—, ¿dedicará sus más intensos pensamientos a la materia?
—Ciertamente, señor.
—Gracias, Jeeves.
—De nada, señor.
Debo decir, en honor del joven Bingo que, cuando la acción se imponía, desplegaba una determinación y vigor merecedores de todos los respetos. Creo que en los días siguientes no hubo un solo minuto durante el que Tomás pudiese exclamar: «¡Al fin solo!» Pero la noche del segundo día, tía Ágata anunció que iban a acudir a la siguiente mañana algunos visitantes a jugar al tenis, y entonces temí que, finalmente, aconteciese lo peor.
Porque Bingo, ¿comprenden?, es uno de esos sujetos que, en cuanto ponen los dedos en una raqueta de tenis, caen en una especie de trance en cuyo curso nada existe para ellos fuera del radio del campo de juego. Si en medio de una partida fuese alguien a decir al joven Bingo que su mejor amigo estaba siendo devorado por una pantera en el huerto, le miraría a uno y diría: «¿Ah, sí?», o alguna frase por el estilo. Comprendí que Bingo no dedicaría un solo pensamiento a Tomás ni al muy honorable hasta que la última pelota hubiese rebotado. Y, mientras me vestía para la cena de aquella noche, sentí gravitar en el espacio una catástrofe inminente.
—Jeeves —dije—, ¿ha pensado usted alguna vez en lo que es la vida?
—Alguna vez, señor, en mis momentos de ocio.
—Y es triste, ¿verdad?
—¿Triste, señor?
—Me refiero a la diferencia entre lo que parecen las cosas y lo que son.
—Acaso convendrá que se suba los pantalones media pulgada, señor. Un ligero arreglo en los tirantes bastará. ¿Decía usted, señor...?
—Quiero decir que en esta casa sus moradores parecemos una reunión alegre y despreocupada. Pero bajo la brillante superficie, Jeeves, circulan corrientes tenebrosas. Uno mira al muy honorable sirviéndose salmón con mayonesa y le juzga libre de todo cuidado mundano. Y, sin embargo, un terrible destino se cierne sobre él, acercándosele cada vez más. ¿Qué medidas exactas cree usted que se propondrá tomar mi primo Tomás contra el muy honorable?
—En el curso de una conversación que he tenido con el joven esta tarde, me ha informado de que había leído una novela llamada La isla del tesoro, habiéndole impresionado mucho el carácter y actos de un tal capitán Flint. Y presumo que está rumiando la conveniencia de modelar sus propias acciones según las del capitán.
—¡Cielos, Jeeves! Si no recuerdo mal, el capitán Flint era el sujeto que aspiraba a golpear a las gentes con un chafarote. ¿Cree usted que Tomás se propone herir a Filmer con un chafarote?
—Acaso no posea ningún chafarote, señor.
—Pues con otra cosa.
—No hay más remedio que esperar y ver lo que pasa, señor. Apriétese un poco más el nudo de la corbata, si no le molesta, señor. El objeto es que parezca lo más posible una mariposa. Si me permite indicarle...
—¿Qué importan las corbatas, Jeeves, en un momento como éste? ¿Se hace cargo de que se encuentra en juego la felicidad doméstica del señor Little?
—Siempre, señor, importan las corbatas.
Comprendí que Jeeves estaba apenado y no quise ahondar la herida. Y en cuanto a lo que yo sentía, ¿cuál era la palabra indicada? Preocupación. Yo estaba preocupado, ¿entienden? Y abstraído. Por no decir roído de inquietud.
Seguía roído de inquietud cuando, a las dos y media del día siguiente, comenzaron las partidas en el campo de tenis. El día era de esos encapotados y bochornosos, en que suena el trueno en todos los ámbitos del horizonte, y parecíame que pesaba una creciente amenaza en la atmósfera.
—Bingo —dije cuando nos adelantamos para participar en el primer encuentro por parejas—, ¿qué hará el primo Tomás esta tarde en que los ojos de la autoridad no están fijos en él?
—¿Eh? —repuso Bingo, distraídamente.
Ya su aspecto habitual en el tenis había asomado a su rostro. Los ojos le relampagueaban. Blandió su raqueta y emitió un gruñido.
—No le he visto en ningún sitio —añadí.
—¿No qué?
—No le he visto.
—¿A quién?
—A Tomás.
—¿Cómo?
Resolví dejarle.
El solo consuelo que tuve desde el principio del torneo fue ver al muy honorable tomar asiento entre los espectadores, teniendo a cada lado sendas señoras con sombrillas. La razón me decía que ni aun un chicuelo tan osado como Tomás podía inferir un ultraje a un caballero situado en tan estratégica posición. Considerablemente tranquilizado, ocupé mi puesto en el juego y estaba cambiando ágiles pelotazos con el vicario local, cuando hubo una espantable tronada y empezó a llover a cántaros.
Todos corrimos hacia la casa y ya había entrado yo en el salón para tomar té, cuando tía Ágata, alzando la vista de sobre su bocadillo de pepino, preguntó:
—¿Ha visto alguien al señor Filmer?
Aquél fue uno de los más álgidos momentos que yo atravesara jamás. Mientras mi compañero me servía rápidos raquetazos desde la red y el hombre de Dios repelía mis golpes desde el centro del campo, yo había vivido durante un rato en otro mundo. Ahora recaí en la tierra con tremendo golpe, y mi trozo de raqueta, deslizándoseme de entre los dedos, cayó al suelo y fue devorado por Mclntosh, el perro de mi tía. Una vez más presentí la catástrofe inminente.
Porque, ¿saben?, aquel Filmer no era de los que faltan con facilidad a la mesa del té. Fuerte gastrónomo y gran amante del té de las cinco, con sus bollos correspondientes, siempre, hasta aquella tarde, había sido carrerista aventajado entre los que nos precipitábamos hacia el té. Si algo había cierto en el mundo, era que sólo las maquinaciones de un enemigo podían mantenerle alejado del salón a la hora del té.
—Debe haber sido sorprendido por la lluvia y estará refugiado en cualquier parte —dijo tía Ágata—. Bertie, vete a buscarlo y llévale un impermeable.
—Bien —repuse. Y lo dije de corazón.
Mi único deseo en la vida era ahora encontrar al muy honorable. Y anhelé no encontrar solamente su cadáver. Me embutí en un impermeable y me eché otro al brazo. Ya salía cuando encontré a Jeeves en el zaguán.
—Jeeves —declaré—, temo lo peor. Filmer ha desaparecido.
—Sí, señor.
—Voy a explorar el terreno en su busca.
—Puedo evitarle la molestia, señor. El señor Filmer está en el islote que hay en medio del lago.
—¿Con esta lluvia? ¿Y por qué no vuelve?
—Porque no tiene barca, señor.
—Pues, ¿cómo está en la isla?
—Fue a ella a remo, pero el señorito Tomás hizo lo mismo detrás de él, y cuando el señor Filmer desembarcó, el joven se trajo su barca a remolque. Hace un momento me ha informado de esas circunstancias, señor. Parece que el capitán Flint tenía la costumbre de abandonar hombres en las islas, y el señorito Tomás ha opinado que no podía haber cosa más juiciosa que seguir su ejemplo.
—¡Dios mío, Jeeves! Ese ministro debe estar empapado.
—Sí, señor. El joven Tomás ha comentado ese aspecto... del asunto.
Se imponía la acción.
—Acompáñeme, Jeeves.
—Muy bien, señor.
Yo corrí hacia el embarcadero.
Spencer Gregson, esposo de mi tía Ágata y financiero, había recientemente ganado una asombrosa cantidad de libras esterlinas con las plantaciones de caucho de Sumatra, y tía Ágata, al adquirir una propiedad en el campo, había hecho las cosas muy en grande. Existían millas de tierra cubiertas de parque, árboles en considerable proporción, bien provistos de palomas que se arrullaban con tono nada incierto, jardines llenos de rosas, establos, pabellones, casas, formando un muy rico tout ensemble. Pero lo más notable del lugar era el lago.
Se extendía a oriente de la casa, allende el jardín de los rosales, y cubría varios acres. En su centro había una isla. Y en medio de la isla un edificio llamado el «Octógono». Cuando nos acercábamos a toda prisa, empuñando yo los remos y Jeeves el timón, oímos gritos cuyo volumen crecía gradualmente, si es ésta la expresión oportuna, y al fin, pareciéndonos, a distancia, encaramado sobre los arbustos, divisé al muy honorable. Estaba en el «Octógono», sentado en el techo y derramando agua como una fuente pública. Opiné que incluso un ministro de la Corona podía haber tenido el sentido común de no permanecer expuesto al agua pudiéndose haber refugiado bajo un árbol.
—Un poco más a la derecha, Jeeves.
—Muy bien, señor. Abordé la costa con toda limpieza.
—Espere aquí, Jeeves.
—Muy bien, señor. El jardinero mayor me ha informado por la mañana de que uno de los cisnes ha anidado recientemente en esta isla.
—Éste no es momento para hablar de historia natural, Jeeves —dije con cierta severidad, ya que la lluvia arreciaba más que nunca y los pantalones de Wooster estaban empapados.
—Muy bien, señor.
Me abrí camino entre los matorrales. El avance era difícil y seguramente disminuyó en unos ocho chelines y once peniques el valor de mis zapatos de tenis durante las dos primeras yardas. Pero perseveré y al cabo me hallé en una especie de explanada frente al «Octógono».
Aquel edificio, según mis noticias, había sido construido en el siglo pasado, al efecto de que el abuelo del último propietario se entregase a tocar el violín fuera de terrenales oídos. A juzgar por lo que yo sabía de los violinistas, tal hombre debía haber producido en sus tiempos muy espantables sonidos, pero no eran nada en comparación a los que en este momento surgían del tejado del edificio. El muy honorable, no habiendo avistado sin duda la expedición de salvamento, lanzaba tremendos alaridos con el propósito de que su voz, sobre las aguas, alcanzase la casa, y no niego que ello producía un efecto muy vigoroso.
Filmer tenía una fuerte voz de tenor y sus aullidos parecían estallar sobre mi cabeza como granadas.
Creí conveniente advertirle que había llegado socorro antes de que se le reventase alguna cuerda vocal.
—¡Eh! —grité, esperando calmar las vociferaciones.
Él ladeó la cabeza hacia el borde del tejado.
—¡Eh! —aulló, mirando a todas partes menos a donde yo estaba, como era natural.
—¡Eh!
—¡Eh!
—¡Eh!
—¡Eh!
—¡Oh! —exclamó, avistándome al fin.
—¿Qué hay? —dije, con miras a cambiar el tono de la conversación.
Porque no creo que hasta entonces cupiera afirmar que se había mantenido a muy elevado nivel. Pero sin duda hubiésemos empezado una plática más sesuda, si no fuese porque en el momento en que yo me preparaba a decir alguna cosa buena, oyóse un ruido sibilante como el despertar de un nido de cobras, y de los matorrales de mi izquierda salió un objeto tan grande, blanco y activo, que, pensando con viveza tal como nunca hiciera ni jamás me jactara de hacer, me levanté como un faisán que remonta el vuelo, y, antes de saber lo que hacía, principié a trepar por el edificio para salvar la piel. Una cosa golpeó el muro a una pulgada escasa de mi tobillo derecho y entonces cualesquiera dudas que yo abrigara sobre la conveniencia de quedar abajo, se desvanecieron. En aquel momento, el modelo de Bertram eran esos mocetones que izan una bandera sobre una elevada cumbre de nieve y hielo.
—¡Tenga cuidado! —aconsejó el muy honorable.
Y lo tuve.
El constructor del «Octógono» parecía haberlo edificado con miras a este género de crisis. En sus paredes había, a intervalos regulares, argollas muy adecuadas para aferrarse a ellas con manos y pies, y así, antes de mucho, llegué al tejado y me hallé en compañía del muy honorable, los dos contemplando, al pie de la casa, uno de los cisnes más grandes y malhumorados que yo viera jamás. Extendía un cuello largo como una manguera y yo calculé que un medio ladrillo, juiciosamente apuntado, podría alcanzar por en medio aquella monstruosidad.
Empuñé el ladrillo y tomé puntería.
El muy honorable no pareció complacido al verme disparar.
—No le enfurezca —dijo.
—Él me ha enfurecido a mí —contesté.
El cisne alargó otros ocho pies el cuello y emitió un silbido muy semejante al de un pito de vapor. La lluvia continuaba cayendo con lo que pudiera llamarse indescriptible rabia y sentí el disgusto de advertir que, en la agitación inseparable del hecho de escalar una pared en menos de un segundo, yo había dejado caer el impermeable que traía para mi compañero de techumbre. Por un momento pensé en cederle el mío, pero la prudencia prevaleció.
—¿Le faltó mucho al cisne para picarle? —pregunté.
—Tanto así —replicó mi compañero con expresivo ademán, mientras miraba hacia abajo con marcado disgusto—. Tuve que dar un salto rapidísimo.
El muy honorable era un tipo menudo y rechoncho y la imagen que evocaba me pareció bastante placentera.
—No es cosa de risa —dijo, con mirada de desagrado.
—Perdone.
—He podido sufrir un grave daño.
—¿Qué le parecería tirar otro ladrillo al pajarraco?
—Nada de eso. Solamente conseguiríamos irritarle.
—¿Y qué más da? Hasta ahora no ha mostrado con nosotros la menor consideración.
El muy honorable planteó otro aspecto del asunto.
—No puedo comprender cómo mi bote, que amarré sólidamente a un sauce, puede haber desaparecido.
—Es endiabladamente misterioso.
—Sospecho que lo ha soltado deliberadamente alguna persona maligna.
—No puedo creerlo. ¿Lo ha visto usted?
—No, señor Wooster, pero los matorrales forman una verdadera pantalla. Además, sintiéndome algo soñoliento por el insólito bochorno de la tarde, me adormecí un poco después de llegar a la isla.
Aquellas especulaciones eran las que menos me interesaban que hiciese y, por tanto, procuré cambiar de tema.
—Se ha metido el día en agua, ¿eh? —dije.
—Ya lo había notado yo —repuso el muy honorable con voz acre—. No obstante, gracias por hacérmelo observar.
Comprendí que la charla sobre el tiempo no era muy oportuna. Se me ocurrió comentar la vida de las aves en los condados ingleses.
—¿Se ha fijado usted —le dije— en e! modo que tienen los cisnes de mirar?
—He tenido ocasión de ver cuanto puede verse con respecto a los cisnes.
—¿No es una mirada impertinente?
—La mirada de que habla no ha escapado a mi observación.
—Es raro —insistí, procurando animar la conversación— el mal efecto que produce la vida familiar sobre el carácter de los cisnes.
—Preferiría que eligiese un tema de plática diverso a los cisnes.
—¡Pero si es muy interesante! Quiero decir que, probablemente, ese pajarete es amable como un rayo de sol en circunstancias normales. El niño mimado de una casa. Y, pura y sencillamente, porque su mujercita anida...
Me detuve. No me creerán ustedes, pero hasta aquel momento, en medio de tanto movimiento y actividad, había olvidado del todo que, mientras nos hallábamos ocupados en la techumbre, esperaba a corta distancia un cerebro titánico que, de notar el peligro y ser llamado, encontraría en un par de minutos media docena de planes para solucionar nuestros pequeños problemas.
—¡Jeeves! —grité.
—¿Señor? —repuso una voz débil y respetuosa.
—Es mi criado —expliqué al muy honorable—. Un hombre de infinitos recursos y sagacidad. Nos sacará de esta situación en un minuto. ¡Jeeves!
—¿Señor?
—Estoy en el techo.
—Muy bien, señor.
—Nada de «muy bien». Venga y ayúdenos. El señor Filmer y yo estamos sitiados, Jeeves.
—Muy bien, señor.
—Déjese de «muy bien». No hay ningún bien aquí. El lugar pulula de cisnes.
—Procuraré remediarlo en seguida, señor.
Me volví al muy honorable e incluso le di una palmadita en la espalda. Era como palmotear una esponja mojada.
—Todo está resuelto —dije—. Ya viene Jeeves.
—¿Y qué puede hacer?
Arrugué el entrecejo. No me gustaba aquel tono impertinente.
—Eso —repliqué con cierta severidad— no podemos decirlo hasta que le veamos proceder. Puede aplicar un método o puede aplicar otro. Pero hay una cosa en que podemos poner entera confianza, y es que Jeeves encontrará medio de salvarnos. Véale, ya llega a través de los matorrales, resplandeciente su rostro con la luz de la inteligencia pura. No hay límites para el poder mental de Jeeves. Es un hombre sin par.
Me incliné al borde del tejado y contemplé el abismo.
—¡Cuidado con el cisne, Jeeves!
—Le tengo bajo estrecha observación, señor.
El cisne había alargado un nuevo suplemento de cuello hacia nosotros, pero ahora giró en redondo. El sonido de una voz a sus espaldas parecía afectarle profundamente. Sometió a Jeeves a un breve y agudo escrutinio, y luego, tomando un breve respiro para silbar no sé qué razones, cargóle de cara.
—¡Ojo, Jeeves!
—Muy bien, señor.
Bien puedo decir que allí un cisne no servía para nada. Entre los cisnes, nuestro enemigo podría figurar tal vez en las filas de la intelectualidad, pero querer luchar con el cerebro de Jeeves era sencillamente perder el tiempo. Más le hubiera valido volverse de una vez a su casa.
Todo joven que empieza la vida debe saber la técnica de repeler a un cisne enojado, y, por tanto, voy a explicarle concisamente el método. Primero se coge el impermeable que alguien ha dejado caer, y luego, calculando con exactitud la distancia, se arroja el impermeable sobre la cabeza del ave y, deslizando bajo el cuerpo del cisne el botavante de una barca que uno prudentemente ha traído consigo, se empuja al animal hacia arriba. El cisne va a caer en un matorral, y mientras trata de desembarazarse del impermeable, uno se vuelve, victorioso, a su bote, llevándose consigo a los amigos que se encuentran en el tejado próximo. Tal fue el método de Jeeves, y no veo posibilidad de mejorarlo.
El muy honorable mostró una celeridad de que yo no le hubiese creído capaz nunca, y así llegamos al bote en cortas zancadas.
—Se ha portado usted muy inteligentemente, amigo mío —dijo el muy honorable a Jeeves, cuando desatracamos.
Aquellas palabras parecieron las últimas que en algún tiempo deseaba pronunciar el muy honorable. Desde aquel momento le vi hundirse en sus meditaciones. Endiabladamente hundido se encontraba. Ni aun cuando di una remada en falso y le arrojé por el cuello una pinta de agua manifestó notarlo.
Sólo al desembarcar volvió otra vez a la vida.
—Oiga, señor Wooster.
—¿Eh?
—He estado pensando en el problema que le dije antes: cómo me fue arrebatado mi bote.
No me gustó aquel principio.
—Es un problema del diablo —dije—. Insoluble casi. Será preferible no pensar más en él.
—Por lo contrario, he llegado a una solución que me parece plausible. Entiendo que el único que ha podido llevarse la barca es Tomás, el chiquillo de nuestra anfitriona.
—No creo. ¿Por qué?
—Porque está furioso contra mí. Y una cosa como ésta sólo a un niño o a un completo imbécil podía habérsele ocurrido.
Se encaminó a la casa y yo me volví a Jeeves, espantado. Sí, señores, espantado.
—¿Ha oído, Jeeves?
—Sí, señor.
—¿Qué haremos?
—Acaso el señor Filmer, pensándolo mejor, opine que sus sospechas son injustas.
—Pero no lo son.
—No, señor.
—¿Qué hacemos?
—No puedo decírselo, señor.
Entré con animación en la casa y referí a tía Ágata que el muy honorable había sido salvado. Luego subí a mi estancia a tomar un baño caliente, ya que me hallaba considerablemente mojado de pies a cabeza a consecuencia de mis aventuras. Mientras estaba gozando el grato calorcillo del agua, oí un golpe en la puerta.
Era Purvis, el mayordomo de tía Ágata.
—La señora me ha dicho, señor, que desea verle tan pronto como esté usted preparado.
—Ya me ha visto antes.
—Presumo que desea verle de nuevo, señor.
—Bueno, bueno-Permanecí bajo el agua algunos otros minutos, y luego, tras secarme, me encaminé a mi cuarto por el pasillo. Jeeves estaba allí, revolviendo ropas interiores.
—Jeeves —dije—, he estado pensando, y creo que alguien debería ir a dar al señor Filmer un poco de quinina o algo parecido. ¿No le parece?
—Ya lo he hecho, señor.
—Bien. No diré que me sea muy simpático ese hombre, pero me disgustaría que cogiese un catarro a la cabeza.
Empuñé un calcetín y proseguí:
—¿Sabe, Jeeves, que debemos pensar algo y muy pronto? ¿Se da cuenta de la situación? Filmer sospecha que Tomás ha hecho lo que hizo, y si lo dice a tía Ágata, ésta, indudablemente, despedirá al señor Little, y entonces la señora Little descubrirá lo que ha hecho el señor Little. ¿Y qué podrá salir de todo esto, Jeeves? Yo se lo diré. Saldrá que la señora Little dará un rapapolvo al señor Little en tal extensión como yo, aunque soltero, puedo decir que ninguna mujer debe dar a su marido si el adecuado toma y daca de la vida matrimonial, o sea el equilibrio de los cónyuges, ha de ser mantenido. Las mujeres toman las cosas así, Jeeves. No saben perdonar y olvidar.
—Muy cierto, señor.
—¿Qué hacemos entonces?
—Ya he atendido al asunto, señor.
—¿Sí?
—Sí, señor. Apenas me había separado de usted, se me ocurrió la solución del caso. Fue una observación del señor Filmer la que me dio la idea.
—¡Es usted una maravilla, Jeeves!
—Muchas gracias, señor.
—¿Y en qué consistió la solución?
—Se me ocurrió decir al señor Filmer que quien le había quitado el bote era usted.
Me pareció que la figura de Jeeves oscilaba ante mí. Cogí un calcetín con mano calenturienta.
—¿Decir... qué...?
—Primero el señor Filmer mostró dificultad en creer mis palabras. Pero yo le hice notar que era usted el único que sabía que él estaba en la isla, hecho que él convino en estimar altamente significativo. Además, le advertí que era usted un señor joven de cabeza un poco alocada, señor, muy capaz de poner en práctica una broma. De modo que le dejé completamente persuadido y no hay posibilidad alguna de que atribuya el hecho al joven Tomás.
Le miré como si estuviera hechizado por un mal sortilegio.
—¿Y a eso lo llama usted una solución?
—Sí, señor. El señor Little conservará su cargo, como usted desea.
—Pero ¿y yo?
—Usted saldrá beneficiado también, señor.
—¿Yo? ¡Yo!
—Sí, señor. He averiguado de buena fuente que el propósito de la señora Gregson al invitarle a su casa era presentarle al señor Filmer con miras a que éste le tomase a usted como secretario particular.
—¿Eh?
—Sí, señor. Purvis, el mayordomo, oyó casualmente una conversación de la señora Gregson con el señor Filmer sobre el asunto.
—¡Secretario de ese pelma gordo! Yo no hubiera sobrevivido a esa prueba, Jeeves.
—No, señor. Comprendí que usted no lo encontraría agradable. El señor Filmer no es persona que congenie con usted. Pero si la señora Gregson conseguía para usted el cargo, quizá le hubiera sido embarazoso aceptar o rechazarlo, señor.
—¡Y tan embarazoso!
—Sí, señor.
—Muy bien, Jeeves; pero hay un extremo que ha olvidado usted. ¿Dónde me meto ahora?
—¿Cómo, señor?
—Tía Ágata ha enviado a Purvis hace un momento con el recado de que quiere verme. Probablemente está afilando el hacha en este momento.
—Quizás el mejor plan fuera no acudir, señor.
—Pero ¿cómo evitarlo?
—Junto a esta ventana, señor, corre un canalón muy recio y grueso. Y yo puedo tenerle el cochecito esperando a las puertas del parque dentro de veinte minutos.
Le miré con reverencia.
—Jeeves —repuse—, siempre está usted en lo justo. Pero lo tendrá todo dispuesto en cinco minutos, ¿verdad?
—Pongamos en diez, señor.
—Muy bien, Jeeves. En diez. Lléveme alguna ropa adecuada para el viaje y deje lo demás de mi cuenta. ¿Dónde está ese canalón que tanto me ha elogiado?