EL COMPLEJO DE INFERIORIDAD DE SIPPY

(The Inferiority Complex of Old Sippy - 1926)

Reprimí a mi criado con una de esas miradas típicamente mías. Me sentía sorprendido y asombrado.

—Ni una palabra más, Jeeves —dije—. Ha ido usted demasiado lejos. En sombreros, sí. En calcetines, sí. En americanas, pantalones, camisas, corbatas y guantes, absolutamente. En todas esas cosas me ciño a su criterio. Pero cuando se trate de jarrones, no.

—Muy bien, señor.

—Dice usted que ese jarrón no está en armonía con el mobiliario del cuarto; pero diga usted lo que quiera, yo, Jeeves, niego eso rotundamente. Me gusta ese jarrón. Es decorativo, impresionante, y, en conjunto, una compra que vale con mucho sus quince chelines.

—Muy bien, señor.

—Entonces, nada más. Si alguien llama, dígale que durante toda la próxima hora estaré con el señor Sipperley en las oficinas de la Mayfair Gazette.

Y salí con altivez reprimida, porque me sentía disgustado con mi sirviente. La tarde anterior, mariposeando por el Strand, me hallé sumido dentro de uno de esos cuchitriles donde tipos con voz de bocina en la niebla se pasan el día vendiendo cosas en pública subasta. Y, aun cuando no supiese todavía sino vagamente cómo ello había ocurrido, fue el caso que me encontré poseedor de una gran ánfora de China, ornada con dragones carmesíes. Y no sólo con dragones, sino con pájaros, perros, serpientes y una cosa semejante a un leopardo. Aquel parque zoológico descansaba ahora sobre una repisa junto a la puerta de mi sala.

Me gustaba el objeto. Era animado y alegre. Atraía la vista. Y por eso cuando Jeeves, pestañeando un poco, se había permitido entregarse a cierto criticismo, yo le había reprendido con algún vigor. Ne sutor ultra, le hubiera dicho, de ocurrírseme. O, lo que venía a ser igual: ¿qué es eso de que un ayuda de cámara censure jarrones? ¿Entra en su negociado el criticar las ánforas de China de sus jóvenes señores? No, en absoluto, y así se lo declaré.

Aún me sentía un poco enojado cuando llegué al despacho de la Mayfair Gazette, y sin duda hubiese aliviado mi molestia el abrir mi corazón al buen Sippy, quien, como antiguo compañero mío, hubiese simpatizado con mi disgusto. Pero cuando el muchacho de la oficina me condujo al cubículo donde mi amigo cumplía sus deberes directoriales, me pareció tan preocupado que no tuve ánimos para explicarme.

Entiendo que todos esos directores viven presos de la inquietud en cuanto llevan algún tiempo en el cargo. Seis meses antes, Sippy había sido un simpático muchacho, desbordante de risas felices. Pero entonces era lo que puede llamarse un luchador suelto, redactando algún cuento de vez en cuando y unos pocos versos algún día que otro y divirtiéndose todo el resto del tiempo. Mas, desde que se convirtió en director de aquella porquería, había sufrido un cambio, por decirlo así.

Hoy parecía más directorial que nunca, de modo que, olvidando mis propias turbaciones para pensar en las suyas, procuré animarle diciéndole que me había gustado mucho el último número del semanario. Desde luego, no lo había leído, pero los Wooster no reparamos en un subterfugio cuando se trata de favorecer a un compañero.

El remedio fue efectivo. Sippy mostró en seguida alientos y elocuencia.

—¿Te ha gustado de verdad?

—Brutalmente, chico.

—Lleno de cosas buenas, ¿eh?

—Cargado.

—¿Y el poema Soledad?

—Una joya.

—¡Como que es una obra maestra!

—Una enormidad. ¿De quién es?

—Iba firmado —repuso Sippy, algo fríamente.

—Siempre me olvido de los nombres.

—La autora —dijo Sippy— es la señorita Gwendolen Moon. ¿Conoces a la señorita Moon, Bertie?

—No, que yo sepa. ¿Es guapa?

—¡Dios mío! —exclamó Sippy.

Le miré penetrantemente. La tía Ágata, si le preguntaran, diría —y también lo dice sin que se lo pregunten— que soy un mozo insulso e irreflexivo. Un «casi inconsciente», afirmó de mí una vez, y no niego que en un sentido amplio y general pueda tener razón. Pero hay un departamento de la vida en que soy el detective Ojo de Halcón en persona. Puedo reconocer cuándo un joven alberga un sueño de amor más rápidamente que cualquier tipo de mi peso y edad en la metrópoli. Tantos compañeros míos han atravesado ese experimento en los recientes años, que soy capaz de percibir quién está enamorado, aunque se halle a una milla de distancia y en un día de niebla. Sippy se había recostado en su silla, mascando un trozo de goma, en los ojos una expresión lejana, y yo hice mi diagnóstico en el acto.

—Dímelo todo, muchacho —insté.

—La amo, Bertie.

—¿Y se lo has dicho?

—¿Cómo voy a decírselo?

—No veo por qué no. No hay nada más fácil de traer a una conversación general.

Sippy emitió un sonido cavernoso.

—¿Sabes lo que es, Bertie, sentirse tan humilde como un gusano?

—Sí. A veces me pasa con Jeeves. Pero hoy ha ido demasiado lejos. No lo creerás, chico, pero se ha atrevido a criticar un ánfora que...

—¡Ella está tan por encima de mí!

—¿Es muy alta?

—Espiritualmente. Es toda alma. ¿Y qué soy yo? Barro.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy. ¿Olvidas que hace un año me condenaron a un arresto de treinta días, sin conmutación, por dar un puñetazo en el estómago a un policía durante una carrera nocturna de botes?

—Pero estabas borracho cuando lo hiciste.

—Justo. ¿Y qué derecho tiene un borracho frecuentador de cárceles a pretender a una diosa?

Me sentí muy disgustado por mi compañero.

—¿No exageras un poco? —dije—. Todo hombre bien educado suele emborracharse en la carrera nocturna de botes, y casi todas las personas distinguidas tienen complicaciones con los guardias.

Él movió la cabeza.

—Es inútil, Bertie. Tus intenciones son buenas, pero las palabras no bastan. No puedo sino adorarla desde lejos. Cuando estoy en su presencia desciende sobre mí una torpeza extraña. Me parece tener la lengua pegada al paladar. Cualquier cosa me sería más fácil que proponerle...

E interrumpiéndose, exclamó:

—¡Adelante!

Porque, mientras empezaba a desplegar su elocuencia, había sonado en la puerta un golpe. O mejor dicho, una puñada. O, más exactamente, un aporreo. Y en seguida entró un tipo corpulento, de imponente apariencia, ojos penetrantes, nariz romana y mejillas salientes y huesudas. Muy autoritario. Ésa es la palabra que yo buscaba. No me gustó su cuello y Jeeves hubiera dicho algunas cosas sobre el fondillo de sus pantalones; pero, no obstante, era autoritario. Había en todo él un aire majestuoso. Parecía un guardia de la circulación.

—Hola, Sipperley —dijo.

El buen Sippy pareció muy agitado. Saltó de su silla y permaneció en una actitud forzada, humildes los ojos.

—Siéntate, Sipperley —dijo el tipo.

No se dignó reparar en mí. Tras un breve husmeo con la nariz en dirección mía, Bertram quedó eliminado de su existencia.

—Te he traído una cosita, Sipperley, que... Pero, vaya, mírala con calma, muchacho.

—Sí, señor —repuso Sippy.

—Me parece que te gustará. Ahora que quiero advertirte una cosa. Me complacería, Sipperley, que colocases mi colaboración en mejor lugar, en un punto más sobresaliente de tu revista que no el que has dedicado a mis Límites de la antigua Toscana. Comprendo que el espacio de un semanario es limitado, pero a uno no le gusta que sus trabajos sean... impresos en las últimas páginas, entre anuncios de espectáculos y de sastrerías.

Se detuvo y en sus ojos apareció un resplandor torvo.

—¿Tendrás esto en cuenta, Sipperley?

—Sí, señor —dijo Sippy.

—Muy agradecido, muchacho —manifestó el sujeto, tornándose otra vez cordial—. Perdona que te lo haya mencionado. Siempre seré la última persona que trate de dictar... tu sistema de dirección, pero... Ea, buenas tardes, Sipperley. Mañana, a las tres, te visitaré para saber lo que has decidido.

Y se retiró, dejando en la atmósfera un hueco como de diez pies por seis. Cuando tal brecha se hubo cerrado, hablé.

—¿Quién es ese tío? —dije.

Me asombró ver al pobre Sippy abrumado por la congoja. Se llevó las manos a la cabeza, mesóse el cabello, se tiró de él durante un rato, asestó un puntapié a una mesa con gran violencia y después se desplomó en su silla.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Así resbale en una cáscara de plátano mientras va a su iglesia y se rompa los dos tobillos!

—Pero ¿quién es?

—¡Así se le atasque algo en la garganta y no pueda pronunciar su próximo, interminable y muy aburrido sermón!

—Sí, pero ¿quién es?

—Mi antiguo profesor —dijo Sippy.

—No obstante, muchacho...

—El director de mi antiguo colegio —siguió Sippy, mirando con ojos ausentes—. ¡Dios mío! ¿No comprendes la situación?

—No, chico.

Sippy, levantándose, dio un par de paseos por la alfombra.

—¿Qué sientes —inquirió— cuando te encuentras al director de tu colegio?

—No lo encuentro nunca. Ha muerto.

—Pues yo te diré lo que siento. Me siento como si me encontrase otra vez en la clase cuarta y acabara de ser enviado al director por promover alboroto en la escuela. Así me ocurrió una vez, Bertie, y no lo he olvidado. Lo recuerdo como si fuese ayer. Me veo llamando a la puerta de Waterbury y oyéndole decir: «¡Adelante!» como un león rugiente ante un cristiano primitivo. Y luego me veo entrando y tropezando en la escalerilla, y a él mirándome, y yo explicando... y, después de lo que me pareció una eternidad, me veo inclinándome y recibiendo en donde sabes seis palos de los recios con un puntero que mordía como una víbora. Y siempre que entra en mi oficina, parece que aquellos golpes vuelven a dolerme y no acierto a decir más que «Sí, señor» y «No, señor», y a sentirme como un chiquillo de catorce años.

Principié a comprender la situación. Lo malo en esos tipos como Sippy, que dan en escribir, es que se les desarrolla el temperamento artístico y uno nunca sabe cuándo esto va a estallar.

—Aparece aquí —continuó— con los bolsillos llenos de originales como Los claustros de las escuelas antiguas o Algunos aspectos desconocidos de Tácito, y otras basuras semejantes, y yo no tengo valor para rechazárselas. ¡Y mi revista es un semanario dedicado a los más frívolos aspectos de la sociedad!

—Tienes que ser firme, Sippy. Firme, muchacho.

—¿Cómo voy a ser firme cuando sólo el verle me hace sentirme como una bola de papel mascado? Cuando me mira por encima de esa nariz, mi moral se derrumba hasta sus raíces y vuelvo a los tiempos de la escuela. ¡Es una verdadera persecución, Bertie! Y lo que va a suceder es que mi editor, si lee uno de esos artículos, entenderá con perfecta justicia que debo dejar el cargo y me plantará en la puerta. Medité. Era un problema espinoso.

—¿Qué te parecería...? —empecé.

—No valdría de nada.

—Te hacía una sencilla sugestión —dije.

—Jeeves —llamé al volver a casa—, aparezca usted.

—¿Señor?

—A ver ese talento. Tengo un caso que requiere sus mayores esfuerzos. ¿Ha oído usted hablar de la señorita Gwendolen Moon?

—Es la autora de Hojas de otoño, Un junio inglés y otras obras.

—¡Dios mío, Jeeves! Todo lo sabe usted.

—Muchas gracias, señor.

—Mi amigo Sipperley está enamorado de la señorita Moon.

—Sí, señor.

—Pero teme hablarla.

—Es cosa frecuente, señor.

—Porque se considera indigno.

—Precisamente, señor.

—Pero esto no es todo. Almacene eso en un rincón de su mente, Jeeves, y escuche el resto de los hechos. Sipperley, como usted sabe, dirige un semanario consagrado a los aspectos más frívolos de la sociedad. Y ahora el director del colegio a que fue de muchacho, se ha derrumbado sobre él atiborrándole de trabajos completamente inapropiados a la sociedad frívola. ¿Comprende?

—Perfectamente, señor.

—Y Sipperley se ve obligado a publicar esas porquerías, muy en contra de sus deseos, porque le falta ánimo para decir al tipo que se vaya al demonio. La cosa, Jeeves, es que Sippy es uno de esos sujetos que tienen un... un... ¡Lo tengo en la punta de la lengua!

—Un complejo de inferioridad, señor.

—Exactamente. Un complejo de inferioridad. Yo tengo otro respecto a mi tía Ágata. Ya me conoce, Jeeves. Sabe que si se requieren voluntarios para un salvamento, me pongo a la obra. Si alguien me dijera: «No bajes a una mina de carbón, chico», ello no ejercería el menor efecto sobre mi resolución.

—Indudablemente, señor.

—Y, sin embargo, si oigo que la tía Ágata viene detrás de mí, hacha en mano, corro como una liebre. ¿Por qué? Porque tía Ágata me causa un complejo de inferioridad. Y eso le pasa a Sipperley. Si fuera necesario, se lanzaría el primero a la brecha y sin temor alguno, pero no se atreve a declararse a la Moon ni a dar un puntapié en el vientre a su antiguo maestro y decirle que lleve sus trabajos a otra parte. No, no se atreve, porque tiene un complejo de inferioridad. ¿Qué hacer, pues, Jeeves?

—Temo no poder formar un plan bajo la presión de la urgencia, señor.

—Necesita tiempo para pensarlo, ¿eh?

—Sí, señor.

—Tómese tiempo, Jeeves, tómeselo. Quizá sienta el cerebro más despejado después de una noche de sueño? ¿Cómo llama Shakespeare al sueño?

—El dulce restaurador de la naturaleza, señor.

—Bien. Pues restáurese dulcemente.

Ya saben ustedes que no hay como dormir para pensar bien una cosa. Apenas desperté a la siguiente mañana, descubrí que, durante mi sueño, el destino me había sugerido un plan del que habría estado orgulloso el mismo Foch. Llamé al timbre para pedir el té a Jeeves.

Volví a tocar. Pero aún pasaron cinco minutos antes de que él compareciese.

—Perdone, señor —dijo al acercarse—. No había oído el timbre. Estaba en la sala, señor.

—¿Sí? —repuse, bebiendo un trago del brebaje—. Haciendo alguna cosilla, ¿eh?

—Limpiando el polvo del ánfora, señor.

Me sentí emocionado. Si alguien me es simpático, es esa persona que no tiene el orgullo de insistir en sus yerros. Ninguna afirmación de que rectificara el suyo había brotado de los labios de Jeeves, pero los Wooster sabemos leer entre líneas. Vi que mi hombre empezaba a tomar cariño al jarrón.

—¿Qué le parece?

—Sí, señor.

Una respuesta enigmática, pero la pasé por alto.

—Jeeves...

—¿Señor?

—¿Se acuerda de lo que hablamos ayer?

—¿Lo del señor Sipperley, señor?

—Justo. No se preocupe ya. No se fatigue el cerebro. No necesito por ahora sus servicios. He encontrado la solución. Me ha acudido a la mente como un relámpago.

—¿Es posible, señor?

—Como un relámpago. En una cosa de esta clase, Jeeves, lo primero que hay que estudiar es la... ¿Qué palabra es la que busco?

—No puedo decírselo, señor.

—Una expresión corriente... aunque algo larga.

—¿Psicología?

—Ése es el sustantivo. ¿Es un sustantivo?

—Sí, señor.

—¡Habla usted como un hombre! ¡Pues bien, Jeeves, dirija usted su atención a la psicología de Sipperley. Sippy está en la situación de un ciudadano de cuyos ojos no han caído las escamas aún. Mi tarea, Jeeves, consiste en hacer caer esas escamas. ¿Me comprende?

—No del todo, señor.

—La cosa es ésta: ese tiparraco de Waterbury está amargando la vida a Sippy porque éste se encuentra abrumado ante la dignidad de su antiguo maestro. Han pasado años y Sipperley ocupa un importante cargo de director, pero no ha podido olvidar que aquel sujeto le asestó seis palos de los más sólidos. Resultado: un complejo de inferioridad. El único modo de eliminar ese complejo, Jeeves, es que Sippy vea a Waterbury en una situación muy poco digna. Entonces las escamas caerán de sus ojos. Póngase usted en análogo caso, Jeeves. Sin duda tiene usted gran número de parientes y amigos que le profesan mucho respeto. Pero supongamos que una noche le ven en avanzado estado de embriaguez bailando el charlestón en Picadilly Circus, en paños menores.

—La posibilidad es remota, señor.

—Pero supongamos que ocurriera. ¿No es verdad que caerían las escamas de sus ojos?

—Muy posiblemente, señor.

—Póngase en otro caso. ¿Recuerda usted cuando hace un año mi tía Ágata acusó a la camarera de un hotel francés de haberle robado sus perlas y acabó descubriendo que las tenía en un cajón?

—Sí, señor.

—Pues recordará usted que parecía una indescriptible borrica. No me lo niegue.

—Ciertamente, he visto a la señora Gregson en situaciones bastante más airosas que la que usted recuerda, señor.

—Exactamente. Ahora siga mis palabras como un leopardo la pista. Viendo abrumada a mi tía Ágata, mirándola volverse de color malva y oyendo cómo el patilludo propietario del hotel le decía lo concerniente al caso, en su claro francés y sin mover un músculo de la cara, las escamas cayeron de mis ojos. Por primera vez en mi vida, Jeeves, el temor que me inspiraba esa mujer desde los días de mi infancia, me abandonó. Reconozco que volvió luego, pero en el momento comprendí que tía Ágata no era lo que yo había imaginado (es decir, un tragahombres, a cuya sola mención los varones más recios debían temblar como álamos), sino una especie de gato en el momento de recibir un muy serio ladrillo. En aquel instante, Jeeves, yo le hubiera dicho todo lo que sentía, si un caballeroso respeto por el sexo femenino no me lo hubiese vedado. ¿No me negará esto, verdad?

—No, señor.

—Bien: pues, mi firme convicción es que las escamas caerán de los ojos de Sipperley cuando vea a Waterbury, su antiguo profesor, entrar en su despacho cubierto de harina de pies a cabeza.

—¿De harina, señor?

—De harina, Jeeves.

—¿Y por qué ha de entrar así?

—Porque no podrá evitarlo. El saquito de harina será colocado en lo alto de la puerta y la fuerza de gravedad hará lo demás. Me propongo tender una asechanza a ese Waterbury.

—Realmente, señor, yo diría...

Alcé la mano.

—Silencio, Jeeves. Hay más. Apuesto a que usted ha olvidado que Sippy ama a la señorita Moon.

—No, señor.

—Bien. Yo opino que cuando Sippy se desembarace de ese Waterbury, se sentirá tan ufano, que no vacilará en poner su amor a los pies de su adorada.

—Yo, señor...

—Jeeves —atájele, algo severamente—, siempre que propongo un plan, suele usted decir: «Yo, señor...» en un tono que no me gusta nada. Le ruego que reprima esa costumbre. El plan de acción esbozado por mí no contiene quiebra alguna. Si la contiene, dígala.

—Yo, señor...

—¡Jeeves!

—Perdón, señor, pero iba a observar que, a mi juicio, usted aborda los problemas del señor Sipperley en un orden equivocado.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Yo imagino, señor, que se obtendrían mejores resultados induciendo primero al señor Sipperley a que se declarase a la señorita Moon. En caso de que su declaración fuese bien acogida, creo que el señor Sipperley se encontraría tan animado, que sería capaz de desembarazarse de su profesor.

—Sí, mas ¿cómo convencerle de que se declare?

—Yo creo, señor, que como la señorita Moon es una poetisa y una naturaleza romántica, se sentiría muy emocionada si supiese que el señor Sipperley ha sufrido algún grave percance y ha pronunciado, en el curso de él, el nombre de la amada.

—¿Llamándola desgarradoramente?

—Llamándola, como usted dice, desgarradoramente.

Me senté en el lecho y apunté fríamente a Jeeves con la cucharilla del té.

—Jeeves —dije—, seré el último en afirmar que usted decae, pero no es usted el de siempre. Está usted perdiendo talento, Jeeves. Pueden pasar años antes de que Sippy sufra un grave percance.

—Eso es lo que ha de estudiarse, señor.

—Me parece increíble que sea usted, Jeeves, quien sugiere que suspendamos todas nuestras actividades sobre ese asunto año tras año, en espera de que Sipperley sea atropellado por un camión o cosa así. ¡No! El programa se cumplirá como yo lo he concebido, Jeeves. Después de desayunar, compre libra y media de la mejor harina, y el resto déjemelo a mí.

—Muy bien, señor.

Lo primero que se necesita en un asunto de este estilo es, como sabe cualquier general, un conocimiento exacto del terreno. Si no se conoce el terreno, ¿qué es de uno? Piensen en Napoleón y en el camino hondo de Waterloo. ¡El grandísimo asno!

Yo tenía un minucioso conocimiento del terreno. No ofreceré un plano de él, porque tengo la experiencia de que cuando uno lee una novela policíaca y ve el plano del palacio, con el aposento donde apareció el cadáver, las escaleras que conducen al pasadizo y todo lo demás, uno se hace un magnífico enredo. Por tanto, explicaré la disposición del lugar en pocas palabras.

Las oficinas de la Mayfair Gazette están en el primer piso de un viejo edificio de Covent Garden. Al entrar en el zaguán se encuentra un pasillo que conduce al establecimiento de Bellamy hermanos, tratantes en semillas y productos hortícolas. Prescindiendo de estos señores se suben las escaleras y se hallan dos puertas ante uno. Una, con el rótulo «Privado», conduce al santuario directorial de Sippy. La otra, titulada «Oficinas», lleva a un cuarto reducido donde hay un muchacho de recados comiendo caramelos de menta y leyendo las aventuras de Tarzán. Dejando atrás al muchacho, se llega a otra puerta que da también acceso al despacho de Sippy, como si uno hubiese entrado por la puerta privada. Es muy claro.

Era en la puerta rotulada «Oficinas» donde yo me proponía montar mi trampa.

Pero organizar una asechanza contra un ciudadano tan respetable como un director de colegio, no es cosa para ser emprendida con ligereza y sin cuidadosa preparación.

Creo que no ha habido almuerzo más henchido de pensamientos que el mío de aquel día. Y tras unos bien escogidos manjares, precedidos por un par de Martinis secos y regados con media botella de un champán seco y ligerillo, al que siguió una copa de coñac, me sentí en condiciones de disponer una trampa hasta contra un obispo.

La única dificultad real de la campaña consistía en desembarazarse del chico del despacho, porque uno, naturalmente, no desea testigos cuando va a suspender en una puerta un saquito de harina. Por fortuna, todo hombre tiene su precio y no me fue difícil persuadir al muchacho de que había un enfermo en su casa y le necesitaban en Criklewood. Esto hecho, subíme a una silla y empecé a trabajar.

Hacía muchos años que yo no ejecutaba tal tarea, pero en seguida noté en mí la destreza antigua. Una vez colocada la saqueta tan hábilmente que el menor contacto con la puerta debía vaciarla, descendí de la silla y, cruzando el despacho de Sippy, salí por la puerta privada. Sippy no había llegado todavía. Me constaba que iba siempre a las tres menos cinco. Al llegar a la calle, vi al tipo Waterbury. Llegó al portal y yo me fui a dar un paseo. No entraba en mis cálculos hallarme cerca cuando sucedieran las cosas.

Juzgué que, contando con todas las posibilidades, las escamas debían haber caído ya de los ojos de Sippy a las tres y cuarto del meridiano de Greenwich. Así, tras errar durante unos veinte minutos entre las coles y frutas de Covent Garden, volví sobre mis pasos, subí las escaleras, y entré por la puerta privada. Y presúmase mi sorpresa y disgusto al llegar y no ver sino a Waterbury, solo, sentado en el pupitre de Sippy y leyendo un papel, como si la casa le perteneciera.

Además, no había en su persona la menor huella de harina.

—¡Dios mío! —dije.

Era el caso del camino hondo de Waterloo. Pero ¿cómo demonios iba a tenerse en cuenta la posibilidad de que aquel ciudadano, por muy antiguo profesor que fuera, tuviese el frío descaro de penetrar por la puerta privada y no normal y debidamente, por la puerta del público?

Alzó la cabeza y me apuntó con la nariz.

—¿Qué quiere?

—¿No está Sippy?

—El señor Sipperley no ha llegado aún.

Hablaba con bastante acritud, como hombre que no está hecho a esperas.

—¿Qué? ¿Cómo va eso? —dije por facilitar las cosas.

Suspendió la lectura y me miró como si me considerase un ente muy superfluo.

—¿Decía...?

—No, nada.

—Ha hablado usted.

—Sólo he dicho. «¿Cómo va eso?»

—¿Qué eso?

—Eso.

—No le entiendo.

—Bien: dejémoslo.

Encontraba difícil encontrar una charla trivial. El tipo no era abordable.

—Hace buen día —comenté.

—Sí.

—Pero se dice que conviene que llueva, para las cosechas.

Había vuelto a enterrarse en su papel y pareció enfadarle que le hiciera reaparecer en la superficie.

—¿Cómo?

—Las cosechas.

—¿Las cosechas?

—Las cosechas.

—¿Qué cosechas?

—¡Oh, las cosechas!

Él soltó sus papeles.

—Parece usted deseoso de darme algún informe sobre las cosechas. ¿Qué es?

—He oído que necesitan lluvia.

—¿Sí?

Esto puso fin a la amena charla. Él se volvió a sus papeles y yo, tomando una silla, me dediqué a chupar el puño de mi bastón. Y de esta forma transcurrió el largo día.

Podrían haber pasado dos horas, o acaso cinco minutos, cuando se hizo perceptible en el pasillo una especie de aullido como el de un ser colmado de dolores. El tipo Waterbury alzó la cabeza. Yo también. El aullido se acercó y penetró en la estancia. Era Sippy, cantando.

Te amo, niña, te amo,

y sólo esto sé...

Te amo, niña, te amo,

y sólo estoooooo...

Se interrumpió, no demasiado de prisa, a mi juicio.

—¡Hola! —dijo.

Me sentí asombrado. La última vez que viera a Sippy, parecía un hombre bajo una grave pesadumbre. La faz descarnada. Esquelética. Ojeras violadas. Y todo eso. Y ahora, antes de que hubiesen pasado veinticuatro horas, estaba literalmente radiante. Sus ojos centelleaban Sus móviles labios se plegaban en una sonrisa feliz. Parecía haber bebido tanto de una vez como el que mata el gusanillo cada mañana durante muchos años.

—Hola, Bertie —repitió—. Hola, Waterbury, muchacho. Siento llegar tarde.

Waterbury no pareció en modo alguno complacido de aquella cordialidad. Su voz sonó visiblemente fría.

—Llegas demasiado tarde. He de advertirte que llevo esperando media hora y mi tiempo no carece de valor.

—Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento —afirmó Sippy, jovial—. ¿Querías hablarme de ese artículo sobre los dramaturgos isabelinos que me dejaste ayer? Lo he leído, y lamento decirte, Waterbury, muchacho, que nanay.

—¿Cómo?

—Que no nos sirve para maldita la cosa. Es inadecuadísimo. Nuestra revista se consagra a los aspectos frívolos de la sociedad. Qué ropa piensa llevar el debutante H, o que ayer vimos a lady Betty Bootle en el parque, y que es, por supuesto, la cuñada de la duquesa de Peebles, a quien llaman «Cucú» en la intimidad, y toda esa clase de ñoñerías. Mis lectores no se interesan por los dramaturgos isabelinos.

—¡Sipperley!

Sippy le dio una palmadita paternal en la espalda.

—Escucha, Waterbury —dijo, amable—: ya sabes tan bien como yo que no me gusta defraudar a un antiguo compañero. Sólo que tengo mis deberes con el semanario. No te desanimes. Trabaja, procura esmerarte y verás como llegas. Tus trabajos prometen mucho, pero tienes que pensar en el público. Estáte atento y fíjate en lo que piden los directores. ¿Por qué no haces un artículo sobre perros falderos? Probablemente habrás notado que el galgo ruso, antes tan elegante, ha sido sustituido por el pequinés, el griffon y el Sealykam. Haz un trabajo en ese sentido, y...

El Waterbury navegó hacia la puerta.

—No tengo deseo alguno de trabajar en el sentido que indicas —declaró con rigidez—. Si no te interesa mi artículo sobre los dramaturgos isabelinos, probablemente encontraré otro director cuyos gustos estén más en armonía con mis trabajos.

—Así es como debes tomarlo, Waterbury —afirmó Sippy cordialmente—. Nunca cedas. La perseverancia trae a casa el puchero. Si te aceptan un artículo, envía otro al mismo director. Si te rechazan un artículo, envía ese a otro director. ¡Ánimo, Waterbury! Seguiré tus progresos con el mayor interés.

—Gracias —dijo acremente el tipo Waterbury—. Seguramente un consejo tan bueno me será muy útil.

Salió dando un portazo y yo me volví a Sippy, que giraba por la habitación como un pájaro jubiloso,

—Sippy.

—¿Eh? ¿Cómo? No puedo esperar, Bertie, no puedo esperar. Pero te diré la noticia. Tengo que llevar a Gwendolen a tomar el té en el «Carlton». Soy el hombre más feliz del mundo, Bertie. Nos hemos prometido. Todo está arreglado y acordado debidamente. Boda, el primero de junio, a las once en punto de la mañana, en San Pedro, Eaton Square. Los regalos se cambiarán a fines de mayo.

—Vamos, Sippy, cálmate por un segundo. ¿Cómo ha sido eso? Yo pensaba...

—Es largo de contar. Demasiado largo para decírtelo ahora. Pregunta a Jeeves. Ha venido conmigo y espera a la puerta. Cuando encontré a Gwendolen inclinada sobre mí y llorando, comprendí que bastaba una sola palabra. Tomé su manecita en la mía, y...

—¿Inclinada sobre ti? ¿Dónde?

—En tu sala.

—¿Cómo?

—En tu sala.

—Porque yo estaba en el suelo, borrico. Es muy natural que una muchacha se incline sobre un tipo que está en el suelo. Adiós, Bertie. Tengo prisa.

Salió del cuarto casi sin que me diese cuenta. Le seguí a gran velocidad, pero él había llegado a las escaleras antes de que yo alcanzase el pasillo. Y cuando llegué a la calle, la encontré vacía.

Aunque no del todo. Allí estaba Jeeves, mirando, pensativo, una col de Bruselas que yacía en el arroyo.

—El señor Sipperley acaba de irse, señor —dijo al verme.

Me detuve y me enjugué la frente.

—Jeeves —pregunté—, ¿qué ha pasado?

—En lo que concierne al amor del señor Sipperley, celebro decirle, señor, que todo ha ido bien. Él y la señorita Moon han llegado a un acuerdo satisfactorio.

—Ya sé que se han prometido. Pero ¿cómo ocurrió?

—Me tomé la libertad de telefonear al señor Sipperley en nombre de usted diciéndole que se sirviera pasarse por casa, señor.

—¡Ah, por eso fue! ¿Qué más?

—Luego me tomé la libertad de telefonear a la señorita Moon diciéndole que el señor Sipperley había sufrido un accidente grave. Como había presumido, la señorita Moon se sintió conmovidísima y anunció su propósito de ir a ver al señor Sipperley inmediatamente. Y en cuanto llegó, bastaron pocos minutos para arreglar la cosa. Parece que la señorita Moon llevaba mucho tiempo enamorada del señor Sipperley, y...

—Pues yo hubiera creído que, al llegar y ver que no existía accidente alguno se habría enojado.

—Es que el señor Sipperley había tenido un accidente, señor.

—¿Sí?

—Sí, señor.

—¡Qué coincidencia tan rara! Porque, después de lo que usted dijo esta mañana...

—No fue coincidencia, señor. Antes de telefonear a la señorita Moon, me tomé la ulterior libertad de asestar al señor Sipperley en la cabeza un fuerte golpe con uno de los palos de golf de usted, que afortunadamente estaba en una esquina del cuarto. Recordará, señor, que esta mañana había estado usted practicando con ellos.

Miré a Jeeves. Siempre le había tenido por hombre de infinita sagacidad, y entendedor indescriptible en materia de guantes y corbatas; pero nunca había conocido su capacidad en materia de apaleamiento de aquel sitio. Éste parecía un aspecto enteramente nuevo del sujeto. No puedo decir nada mejor sino que, mirándole, me cayeron las escamas de los ojos.

—¡Cielos, Jeeves!

—Lo hice con el mayor sentimiento, señor. Mas lo juzgué el único procedimiento útil.

—Pero oiga, Jeeves. ¿No se enfadó un poco Sipperley cuando, al volver en sí, averiguó que le había estado usted apaleando?

—No se dio cuenta de ello, señor. Aproveché el momento en que estaba momentáneamente vuelto de espaldas.

—¿Pues cómo le explicó el golpe?

—Le informé de que el ánfora nueva de usted había caído sobre su cabeza, señor.

—¿Cómo pudo creerlo? Habría tenido que estar el ánfora rota.

—El ánfora estaba rota, señor.

—¿Eeeeh?

—A fin de completar la verosimilitud del caso, me vi, contra mi voluntad, obligado a romper el jarrón. Y lamento decir, señor, que en mi nerviosidad lo rompí de tal modo que no hay posibilidad de repararlo.

Me exalté.

—¡Jeeves...! —dije.

—Perdón, señor, pero ¿no sería mejor que se pusiera el sombrero? Sopla un viento muy frío.

Parpadeé.

—¿No llevo sombrero?

—No, señor.

Me llevé la mano a la calabaza y noté que Jeeves estaba en lo cierto.

—Es verdad. Debo habérmelo dejado en la oficina de Sippy. Espéreme aquí, Jeeves, mientras voy a por él.

—Muy bien, señor...

—Tengo muchas cosas que decirle.

—Gracias, señor.

Galopé escaleras arriba y empujé la puerta. Y una cosa blancuzca cayó sobre mi cabeza y al siguiente minuto todo el mundo se convirtió en una espesa masa de harina. En la agitación del momento, había entrado por la puerta general; y lo único que puedo decir es que si en adelante alguno de mis compañeros padece un complejo de inferioridad, allá se las entienda. Bertram se lava las manos.