JEEVES Y EL CANTAR DE LOS CANTARES
Alboreó una mañana calurosa y despejada, y perseverando en mi constante costumbre de aquel periodo, estaba yo cantando Hijo mío en el baño, cuando la voz de Jeeves se filtró a través de la puerta.
—Señor...
Yo llegaba a ese punto en que se dice que los ángeles están solitarios y necesitaba todas las onzas de concentración existentes en mí para llegar al espectacular final, pero prescindí cortésmente de ello.
—¿Qué hay, Jeeves?
—El señor Glossop, señor.
—¿Qué?
—Que está en la sala, señor.
—¿Tuppy Glossop?
—Sí, señor —repuso Jeeves, en su tono monosilábico usual.
—¿En la sala? —pregunté.
—Sí, señor.
—¿Y quiere verme?
—Sí, señor.
—¡Hum!
—¿Decía, señor?
—Decía «¡Hum!»
Y les explicaré porqué decía «¡Hum!» Porque la visita de Tuppy me interesaba mucho. Y les diré por qué me interesaba mucho. A causa de cierto episodio sucedido poco atrás en «Los Zánganos», la amistad de Tuppy conmigo había experimentado lo que podría llamarse cierta frialdad. Por tanto, la noticia de que Tuppy venía a mi piso, y a una hora en que yo me hallaba en inmejorable posición estratégica para tirarle una esponja mojada, me sorprendió mucho.
Salté con cierta agilidad y, envolviéndome el busto en un par de toallas, me encaminé al salón. Encontré a Tuppy al piano, tocando Hijo mío con un dedo.
—¿Qué hay? —dije, no sin altivez.
—Hola, Bertie —repuso Tuppy—. Quería verte para una cosa importante, chico.
Me pareció que el tío estaba turbado. Se acercó a la chimenea y rompió un jarrón con aire contrito.
—La cosa, Bertie, es que estoy a punto de casarme.
—¿Casarte?
—Casarme —dijo Tuppy, quebrando juguetonamente el marco de una fotografía contra el guardafuego—. Virtualmente casarme.
—¿Virtualmente?
—Sí. La chica te gustará. Se llama Cora Bellinger. Estudia para cantar ópera. Tiene una voz maravillosa. Y unos ojos negros y fulgurantes. Y un alma grandiosa.
—¿Qué quieres expresar con «virtualmente»?
—Porque falta un detalle. Antes de encargar el equipo de boda, ella, que a pesar de su alma grande, tiene una visión seria de la vida, quiere cerciorarse de que no soy un hombre de esos que gustan de bromas pesadas y demás. Y, desgraciadamente, parece que ha oído algo de aquella cosa tan divertida que te hice en «Los Zánganos...» Tú lo has olvidado ya, ¿verdad, Bertie?
—¡No!
—No quiero decir «olvidado». Quiero decir que nadie se ríe más que tú al recordarlo. Y, por tanto, chico, deseo que llames a Cora aparte, a la primera oportunidad, y le niegues categóricamente la verdad de esa historia. Mi felicidad, Bertie, está en tus manos, ¿entiendes?
Poniendo las cosas así, ¿qué podía hacer yo? Los Wooster tenemos nuestro código.
—Bien —dije, sin animación alguna.
—¡Eres un gran muchacho!
—¿Cuándo vas a presentarme a esa endiablada mujer?
—No la llames endiablada mujer. Todo está arreglado. La traeré aquí hoy, a comer.
—¿Eh?
—A la una y media. Eso. Bueno. Gracias. Ya sabía que podía confiar en ti.
Salió y volvíme a Jeeves, que entraba con el desayuno.
—Comida para tres, Jeeves —dije.
—Muy bien, señor.
—Esto es un poco amargo, Jeeves. ¿Me ha oído usted hablar de lo que Tuppy me hizo una noche en «Los Zánganos»?
—Sí, señor.
—Durante meses he acariciado sueños de espantosa venganza. Y ahora, en vez de humillarle en el polvo, tengo que servirles a él y a su novia una suculenta comida y obrar como un ángel tutelar.
—Así es la vida, señor.
—Sí, Jeeves. ¿Qué me trae? —pregunté, inspeccionando la bandeja.
—Arenques asados, señor.
—No me extrañaría —dije, siguiendo mi humor meditabundo— que hasta los arenques tuviesen preocupaciones también.
—Posible, señor.
—Aparte del de asarlos.
—Sí, señor.
—Así es, Jeeves, así es.
No puedo decir que coincidiera exactamente con Tuppy en su admiración por la Bellinger. Mientras su compañero contaba veinticinco años, ella parecía ser un peso pesado de unos treinta, con unos ojos dominantes y una barbilla cuadrada que yo me hubiese apresurado a evitar en mi camino.
No sé por qué, me pareció una Cleopatra demasiado amiga de abusar de féculas y cereales. Desconozco el motivo, pero toda mujer que tiene alguna relación con la ópera, aunque sólo sea estudiarla, presenta siempre un exceso de peso impresionante.
Tuppy estaba claramente loco por ella. Toda su conducta, antes y después de comer, fue la de uno empeñado en hacerse digno de un alma grande. Cuando Jeeves le ofreció un cóctel, lo rechazó como si rechazara una serpiente. Era terrible ver el cambio que el amor había producido en aquel hombre. El espectáculo me quitó el apetito.
A las dos y media, la Bellinger se fue a una lección de canto. Tuppy trotó, solícito, tras ella y volvió de la puerta mirándome con ansiedad.
—¿Qué, Bertie?
—¿Qué, qué?
—¿No es formidable?
—Sí —dije, siguiendo el humor al pobre hombre.
—¿No tiene unos ojos maravillosos?
—Sí.
—¿Y una figura maravillosa?
—Sí.
—¿Y una voz maravillosa?
Aquí pude contestar con más calor. A petición de Tuppy, la Bellinger nos había cantado unas cuantas cositas antes de ponernos a la gamella y nadie podía negar que sus pulmones estaban en gran forma. Aún seguía cayendo cal del techo.
—¡Terrible! —afirmé.
Tuppy suspiró y, tras servirse cuatro pulgadas de whisky y una de soda, echóse al coleto un profundo trago.
—¡Bien lo necesitaba! —dijo.
—¿Por qué no lo tomaste mientras comíamos?
—Porque —declaró— no estoy seguro de cuáles son las opiniones de Cora sobre la materia de echar un buen traguito de cuando en cuando, pero he preferido no hacerlo. Me pareció que así parecería hombre de más seriedad. Como sabes, el toque más ligero puede desequilibrar una báscula.
—Lo que me asombra es que esperes que ella te tome por un hombre serio.
—Tengo mis métodos, chico.
—Apuesto a que son estúpidos, Tuppy.
—¿Lo crees? —inquirió Tuppy con calor—. Pues no es así. He llevado este asunto con consumada pericia. ¿Te acuerdas de Beefy Bingham, que estuvo en Oxford con nosotros?
—Le vi el otro día. Es párroco de una iglesia.
—Sí, en el Este de Londres, y ha organizado un círculo de barriada para los tipos de la parroquia. Uno de esos círculos donde se toma cacao y se juega al chaquete en la sala de lectura y donde de vez en cuando dan una funcioncita. Yo le estoy ayudando en su tarea. Llevo semanas enteras sin abandonar el chaquete y Cora está muy contenta. Ha prometido cantar el martes en la próxima función organizada por Beefy.
—¿Es posible?
—En absoluto. Y ahora, Bertie, observa mí diabólica astucia. Yo voy a cantar también.
—¿Por qué demonios...?
—Porque la forma que voy a tener de cantar probará a Cora cuan profundos abismos de ternura hay en mi alma, ternura que ella no ha sospechado aún. Ella verá a ese tosco y plebeyo auditorio secándose los ojos llorosos y diciendo: «¡El grandísimo bestia tiene un alma grande!», porque no se trata de una cancioncilla cómica de las que tú cantas, Bertie. Nada de bufonadas viles. Voy a cantar una cosa donde los ángeles están solitarios y no sé qué más. Exhalé un recio grito.
—¿No irás a cantar Hijo mío?
—Precisamente.
Quedé impresionado. ¡Sí, maldita sea, impresionado!, Yo, ¿saben?, tengo mis opiniones sobre ese cantar. Creo que sólo puede entonarse en la soledad de un cuarto de baño. Y el pensamiento de ver asesinada la canción por un trasto como Tuppy en un local público y ante muchos espectadores, me colmó de un horror semejante al de la noche de la burleta en «Los Zánganos». Me causó náuseas, sí.
Pero no tuve tiempo de expresar mi espanto y disgusto, porque Jeeves acudió, de improviso, en esta coyuntura.
—Acaba de telefonear la señora Travers, señor. Dice que vendrá a verle dentro de unos minutos.
—Toma nota, Jeeves —repuse—. Ahora, Tuppy, escucha... —Me interrumpí. El sujeto había desaparecido.
—El señor Glossop se ha marchado, señor.
—¿Marchado? Si estaba aquí hace un segundo.
—En este momento está cerrando la puerta, señor.
—¿Y por qué se marcha así?
—Posiblemente el señor Glossop no quiere encontrarse con la señora Travers, señor.
—¿Por qué no?
—No puedo decirlo, señor. Pero al oírla mencionar se levantó rápidamente.
—Muy extraño, Jeeves.
—Sí, señor.
Volví a un tema de más actualidad.
—Jeeves —dije—, el señor Glossop se propone cantar Hijo mío el próximo martes, en un barrio del Este, ante un auditorio compuesto principalmente de verduleros, más cierto número de vendedores del mercado, proveedores de naranjas injertas y pugilistas de menor cuantía.
—¿Es posible, señor?
—Anótelo para recordármelo. Como dará un gallo infaliblemente, quiero ser testigo de su catástrofe.
—Muy bien, señor.
—Y cuando llegue la señora Travers estaré en la sala.
Quienes conocen a Bertram Wooster saben que su viaje a través de la vida se hallaba estorbado por una colección de tíos tales como no se han reunido jamás. Pero hay una excepción a la general adustez, es decir, mi tía Dalia. Se casó con Tom Travers el año en que Frasco Azul ganó el «Cambridgeshire» y es de las mejores mujeres que se conocen. Siempre me ha gustado charlar con ella, y por tanto la acogí con insuperable humor cuando aterrizó en el umbral a cosa de las dos y cincuenta y cinco.
Me pareció algo conturbada. Entró en el asunto sin preámbulos. Tía Dalia es una mujer de las más corpulentas y cordiales. En sus tiempos le gustaba mucho la caza, y generalmente habla como si acabase de avistar un zorro en una colina, a media milla.
—Bertie —clamó con voz análoga a la del que estimula a una jauría a seguir adelante—, necesito tu ayuda.
—Y la tendrá usted, tía Dalia —dije suavemente—. Aseguro sinceramente que no hay nadie a quien con más gusto satisfaga, nadie a quien tenga más placer en...
—Menos charla, menos charla —apremió ella—. ¿Conoces a ese amigo tuyo, Tuppy Glossop?
—Ha estado precisamente comiendo aquí.
—¿Ah, sí? Pues me habría gustado que le hubieras envenenado la sopa.
—No ha habido sopa. Y en cuanto a llamarle amigo mío, es cosa que no encaja exactamente con los hechos. Hace algún tiempo, estando en «Los Zánganos» después de cenar...
Aquí, tía Dalia dijo —algo bruscamente, según me pareció— que para saber mi historia prefería esperar a verla en forma de libro. Comprendí que no era la mujer de costumbre, y así, olvidando mis propios agravios, le pregunté qué le sucedía.
—Ese perro de Tuppy Glossop —repuso.
—¿Qué ha hecho?
—Desgarrar el corazón de Ángela.
(Angela es la hija de tía Dalia. Mi prima. Una gran moza.)
—¿Cómo?
—Desgarrar el corazón de Ángela.
—¿Dice usted que está desgarrando el corazón de Ángela?
Tía Dalia me pidió que suspendiésemos de momento las repeticiones.
—¿Y cómo lo ha hecho? —pregunté.
—Con su abandono. Con su odiosa y empedernida doblez.
—Doblez es la palabra, tía Dalia —dije—. Al hablar de Tuppy Glossop, la expresión viene naturalmente a los labios. Una noche, en «Los Zánganos», después de cenar...
—Desde el principio de la temporada, o sea hace unas tres semanas, ha estado dando la lata a Ángela. O sea lo que en mis tiempos hubiéramos dicho cortejándola.
—O pretendiéndola.
—Cortejándola o pretendiéndola, como quieras.
—Como usted quiera, tía Dalia —dije, cortés.
—El caso es que se pasaba la vida en casa, iba a comer a diario, la tenía fuera bailando la mitad de la noche, y, claro, la pobre niña, completamente loca por él, ha dado por hecho que era sólo cuestión de tiempo el que le propusiese pasar la vida juntos bajo el mismo techo. Y ahora él ha desaparecido, dejándola a punto como un ladrillo caliente, y anda con una chica que conoció en un té de Chelsea y se llama... ¿Cómo se llama?
—Cora Bellinger.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ha comido aquí.
—¿La trajo él?
—Sí.
—¿Qué mujer es?
—Muy maciza. Como una figura de Rubens.
—¿Parece enamorado de ella?
—No le quitó los ojos de encima de la estructura en toda la comida.
—El joven moderno —dijo tía Dalia— es un indecente avechucho, que necesita una niñera que le lleve de la mano y un vigoroso asistente para darle de puntapiés a intervalos regulares de un cuarto de hora.
Yo enfoqué el aspecto práctico de la cuestión.
—Si he de decirle la verdad, tía Dalia, creo que Ángela ha ganado mucho quitándoselo del lado. Glossop es un tipo de cuidado. De los de más cuidado que flotan por Londres. Iba a contarle lo que me hizo una noche en «Los Zánganos». Después de ponerme a tono con una botella del rancio, me apostó a que no cruzaría toda la piscina sujetándome en las anillas que cuelgan de las cuerdas. Comprendí que podría hacerlo y acepté la apuesta, muy divertido. Y al llegar al final encontré que Tuppy había atado a la viga del techo los extremos de la cuerda, no dejándome otra alternativa sino arrojarme al agua y nadar hasta la orilla en correcto traje de etiqueta.
—¿Hizo eso?
—Cierto que sí. Han pasado varios meses y todavía no he podido secarme del todo. ¿Verdad que no puede usted dar a su hija a un tipo capaz de una cosa como esa?
—Por el contrario, tú restauras mi fe en el muy sinvergüenza. Ya veo que, al fin y al cabo, tiene cosas buenas. Y quiero que rompa su compromiso con la Bellinger, Bertie.
—¿Y cómo?
—No sé cómo. Como te parezca.
—Pero ¿qué puedo yo hacer?
—¿El qué? Explicárselo todo a Jeeves. Jeeves hallará un medio. Es uno de los tipos más talentudos que he conocido. Explica las cosas claramente a Jeeves y deja a la naturaleza seguir su curso.
—Puede que tenga usted razón, tía Dalia —dije, pensativo.
—Claro que sí. Una menudencia como ésta será un juego de niños para Jeeves. Habíale y mañana vendré a saber el resultado.
Con lo cual se largó y yo hice comparecer inmediatamente a Jeeves.
—¿Ha oído usted?
—Sí, señor.
—Lo suponía. Tía Dalia tiene una voz del demonio. ¿No ha pensado usted que, si algún día le faltaran otros recursos, podría ganarse la vida llamando a los ganados en las dunas del Dee?
—No he reflexionado en ese punto, señor, pero sin duda tiene usted razón.
—Bien: ¿qué haremos? ¿Cómo reacciona usted ante las circunstancias? ¿Podemos contar con su ayuda?
—Sí, señor.
—Estimo mucho a mi tía Dalia y estimo a Ángela. A las dos. Lo que la chica encuentre de atractivo en Tuppy, no puedo decirlo, y usted tampoco. Pero parece que quiere al tipo (cosa que yo habría juzgado increíble, de no oírla) y que está en la situación...
—De una figura de la paciencia en un monumento, señor.
—Justo. De una figura de la paciencia, como sagazmente ha dicho usted, en un monumento. Ponga su cerebro al servicio del problema, Jeeves. Esto exigirá todas sus facultades.
Tía Dalia cayó en casa por la mañana y yo llamé a Jeeves, el cual apareció con aire más intelectual que nunca, respirando talento por todos sus rasgos. Comprendí que la máquina cerebral había trabajado de firme.
—Hable, Jeeves —dije.
—Muy bien, señor.
—¿Ha meditado usted?
—Sí, señor.
—¿Con qué resultado?
—Tengo un plan, señor, que pienso que producirá satisfactorios resultados.
—A verlo —dijo tía Dalia.
—En asuntos de este género, señora, lo primero es estudiar la psicología del individuo.
—¿La qué?
—La psicología, señora.
—Quiere decir la psicología —apunté.
—¡Ah! —repuso tía Dalia.
—Y por psicología, Jeeves —añadí, para aclarar las cosas—, usted indica...
—La naturaleza y disposiciones de los implicados en el asunto, señor.
—¿O sea cómo son?
—Justo, señor.
—¿Te habla siempre así cuando estáis a solas, Bertie? —preguntó tía Dalia.
—A veces. Eventualmente. Y otras no. Siga, Jeeves.
—Pues bien, señor. Lo que más me ha impresionado en la señorita Bellinger es que parece ser una mujer algo imperiosa. Puedo imaginarla en un éxito. No así en un fracaso. ¿Recuerda, señor, su actitud cuando el señor Glossop quiso encender el cigarrillo de la señorita con su encendedor? Creí notar en la joven cierta impaciencia al ver la incapacidad del señor Glossop para producir llama.
—Cierto, Jeeves. Le apartó con enojo.
—Exacto, señor.
—A ver —dijo tía Dalia—. ¿Quieren ustedes decir que, de haber persistido lo del encendedor largo tiempo, ella hubiese sido capaz de dar a Tuppy un sopapo?
—He mencionado el episodio, señora, meramente como una indicación del carácter inflexible de la señorita Bellinger.
—Inflexible es la palabra —opiné—. La Bellinger es dura de cocer. Basta verle los ojos. Y la barbilla. Un ejemplar de los malos, si hay alguno.
—Precisamente, señor. Y entiendo que si el señor Glossop apareciese desventajosamente en público, la señorita Bellinger dejaría de sentir afecto por él. Si, por ejemplo, quedara mal en su canto ante el auditorio el próximo martes, es probable que la señorita Bellinger...
Vi las cosas claras.
—¡Por Júpiter, Jeeves! ¿O sea, que si da el gallo, todo se irá al infierno?
—Mucho me sorprendería que no fuese tal el caso, señor.
Yo moví la cabeza.
—No podemos dejar eso a la casualidad, Jeeves. Tuppy, cantando Hijo mío, estará, sin duda, a dos dedos del gallo; pero es imposible dejarlo al azar.
—No era esa mi idea, señor. Creo que podía usted visitar al señor Bingham y ofrecerle su ayuda en la función. Podría arreglarse fácilmente que usted cantase antes que el señor Glossop. Imagino, señor, que si el señor Glossop cantase Hijo mío inmediatamente después que usted hubiese cantado Hijo mío, el público respondería satisfactoriamente. Cuando el señor Glossop empezase a cantar, la gente habría perdido su gusto por la tonada y expresaría reciamente su criterio.
—¡Es usted una maravilla, Jeeves! —dijo tía Dalia.
—Gracias, señora.
—Es usted un burro, Jeeves —declaré yo.
—¿Cómo que es un burro? —intervino con calor mi tía, en defensa de Jeeves—. ¡Ese plan es lo más grande que se haya inventado jamás!
—¿Cantar yo Hijo mío ante los feligreses de Beefy? ¡Vamos, hombre!
—Lo canta usted a diario en el baño, señor. El señor Wooster —agregó Jeeves volviéndose a tía Dalia— tiene una agradable voz de barítono.
—Apuesto a que sí —convino tía Dalia.
Fulminé al hombre con una mirada.
—Entre cantar Hijo mío en el baño —dije— y cantarlo en un escenario ante un público de comerciantes de naranjas y sus retoños, hay una diferencia fundamental, Jeeves.
—Bertie —dijo tía Dalia—, cantarás, y basta.
—No lo haré.
—¡Bertie!
—Nada me inducirá...
—Bertie —insistió tía Dalia—, cantarás Hijo mío el martes que viene, o la maldición de una tía...
—No lo haré.
—Piensa en Ángela.
—¡Al diablo Angela!
—¡Bertie!
—Quería decir: «¡Al diablo todo!»
—¿No lo harás?
—No.
—¿Es tu última palabra?
—Sí. Nada me inducirá a proferir una sola nota.
Y, en lógica consecuencia, aquella tarde envió un telegrama con respuesta pagada a Beefy, y por la noche todo estaba arreglado. Yo cantaría en segundo lugar. Me seguiría Tuppy. Y tras Tuppy, cantaría Cora Bellinger, la bien conocida soprano de ópera.
No sé cómo sucedió todo ello. Supongo que la caballerosidad de los Wooster...
—Jeeves —dije aquella noche con frialdad—, le agradeceré que vaya a la más cercana tienda de música y me compre la letra de Hijo mío. Necesito aprenderme las estrofas y el estribillo. Nada digo de las dificultades y tensión nerviosa que esto implica...
—Muy bien, señor.
—Pero tengo que decirle...
—Creo, señor, que debo salir corriendo antes de que cierren la tienda.
—¡Ah! —dije. Y lo dije en tono sarcástico.
Aunque yo me hubiera esforzado en afrontar la prueba con esa calma y orgullo característicos de los hombres recios, al cumplir una proeza desesperada, debo reconocer que por un momento, cuando dirigí una mirada al auditorio reunido en un local de Bermondsey East, necesité toda la energía leonina de los Wooster para no dar la cosa por concluida y tomar un taxi que me devolviese a la civilización.
La honesta y agradable función se hallaba en pleno apogeo al llegar yo, y alguien que parecía el empresario de pompas fúnebres del barrio estaba recitando Fuego en el frente. El público, aunque no había empezado a romper sillas, tenía un aire torvo que no me gustó nada.
Cuando crucé la multitud, me pareció que la gente suspendía su juicio por un rato. ¿No ha estado usted en uno de esos locutorios de Nueva York, donde una reja se abre y una cara aparece, interrogadora, ante vosotros? Sigue un momento de expectación, larguísimo, en que todo el pasado parece alzarse ante uno. Luego decís que sois amigos del señor Zinzinheimer, y la cara le dice a uno que todos le tratarán bien si uno menciona su nombre, y entonces la tensión disminuye.
Pues aquellos verduleros y gentes análogas me parecieron como dicha cara. Empiece usted, dijérase que indicaban, y veremos.
—Hay un buen lleno, señor —dijo una voz a mi lado.
Era Jeeves, que contemplaba la situación con ojo indulgente.
—¡Ah, usted! —repuse con frialdad.
—Sí, señor. Estoy desde el principio.
—Ya. ¿Ha habido desgracias?
—¿Señor...?
—Bien sabe lo que digo. No finja lo contrario. ¿Ha habido algún gallo ya?
—No, señor.
—¿Luego seré yo el primero?
—No veo razón para esperar tal infortunio, señor. Anticipo que será usted bien acogido.
Un repentino pensamiento me impresionó.
—¿Está usted seguro de que todo irá como debe?
—Sí, señor.
—Yo no. ¿No ha visto una quiebra en su infernal proyecto?
—¿Una quiebra, señor?
—Sí. Imagine que Tuppy me oye cantar ese maldito aire. Sea inteligente, Jeeves. ¿No puede Tuppy volverse atrás, viendo el peligro, y replegarse?
—El señor Glossop no le oirá cantar, señor. Por consejo mío, ha entrado en la taberna próxima, llamada «El Jarro y la Botella», y allí se propone permanecer hasta que deba subir al escenario.
—¡Oh!
—Y si me permite sugerírselo, señor, hay otra taberna, llamada «La Cabra y las Uvas», a muy poca distancia de la puerta. Creo que sería una discreta medida...
—¿Que yo fuese a echar un traguito al estómago?
—Ello facilitaría la tensión nerviosa de la espera, señor.
No me sentía nada amable con el hombre que me había embarcado en tan temerosa empresa, pero al oír tales palabras confieso que mi severidad se relajó un poco. Jeeves, sin duda alguna, tenía razón.
Bien había estudiado la psicología del individuo, si se me permite la frase. Diez minutos en «La Cabra y las Uvas» tranquilizaron mi sistema nervioso. Entrar allí e inhalar dos rápidos whiskies con soda, fue para Bertram Wooster cosa de un momento.
El tratamiento obró mágicamente. No sé lo que contendrían aquellas bebidas, aparte de vitriolo, pero alteraron todos mis conceptos de la vida. Se disipó el sentimiento de agobio. Dejé de sentir temblor en las piernas. Mis músculos cesaron de estremecerse y sentí la lengua más suelta.
Tras la breve pausa precisa para pedir y beber otra copa de lo mismo, deseé jovialmente buenas noches a la camarera, hice un ademán afable a dos parroquianos cuyos rostros me eran simpáticos, y volví al local, listo para todo.
Y a poco me hallaba en el tablado, con un millón de ojos fijos en mí. Sentí un sordo murmullo difuso entre el que resaltaron unas notas pianísticas. Encomendando mi alma a Dios, tomé aliento profundamente y empecé.
La cosa fue definitiva. Si alguna vez mis nietos se suben a mis rodillas y me preguntan lo que hice en la Gran Guerra, les contestaré: «Dejaros de la Gran Guerra. Lo importante es lo que me sucedió en el local de Bermondsey East cuando canté Hijo mío».
Todo el episodio me resulta un poco vago, pero me parece recordar una especie de rumor cuando acometí el estribillo. Juzgué que era un intento de los amables espectadores para corearme y de momento me pareció más bien una cosa estimulante.
Hice pasar las frases por la laringe con toda la energía que pude acumular, di el do de pecho y me disipé grácilmente entre bastidores. No reaparecí para inclinarme ante el público. Me dirigí, presuroso, hacia la zona trasera, donde Jeeves me esperaba.
—Bien, Jeeves —dije, anclando a su lado y secándome el sudor—: ¿han asaltado el escenario?
—No, señor.
—Puede usted dar por hecho que es la última vez que entono esto fuera del baño. Ha sido mi canto del cisne, Jeeves. Quien quiera oírme cantar, Jeeves, habrá de aplicar el oído al ojo de la cerradura de mi cuarto de aseo. Puedo estar equivocado, pero creo que al final hubo un poco de bronca. El gallo flotaba en el aire. Sentí el batir de sus alas.
—Yo noté, señor, cierta inquietud en el auditorio. Creo que habían perdido el gusto por esa canción. Debí haberle informado antes, señor, de que Hijo mío había sido cantada ya dos veces.
—¿Eh?
—Sí, señor: una vez una dama y otra un caballero. Es un canto muy popular, señor.
Miré al hombre. Que con aquella frialdad hubiese permitido a su joven señor introducirse entre las mandíbulas de la muerte, me paralizaba. Parecía mostrar que el antiguo espíritu feudal había desaparecido. Ya iba a participarle mi opinión sobre la materia, cuando Tuppy apareció en el escenario.
Tuppy tenía el aire inequívoco del hombre que acaba de salir de «El Jarro y la Botella». Unos cuantos vítores de bienvenida, probablemente surgidos de sus compañeros de chaquete, sin duda advertidos de que el joven Tuppy tenía a la sazón en las venas algo más sólido, hicieron que su sonrisa se ensanchase hasta llegarle casi a la nuca.
Estaba, sin duda, tan alegrillo como un hombre puede sentirse, aunque todavía lograba mantenerse en pie. Hizo un ademán de saludo a sus vitoreadores y se inclinó con aire regio, como un monarca oriental que recibe los aplausos de la multitud que le aclama.
La pianista emprendió los primeros compases de Hijo mío y Tuppy, hinchándose como un globo, juntó las manos, dirigió los ojos al cielo con una expresión toda alma, y empezó.
Pensé que el populacho estaba harto sorprendido, de momento, para tomar medidas inmediatas. Por increíble que parezca, Tuppy terminó la primera estrofa sin que se alzara un murmullo. Pero luego se levantaron todos los murmullos a la vez.
Un verdulero sublevado es una cosa terrible. Yo no había visto hasta entonces un proletariado insurrecto y confieso que el espectáculo me impresionó. Ello daba alguna idea de lo que debía haber sido la revolución francesa.
De todos los ámbitos del local surgió ese grito inconfundible que atruena los locales pugilísticos del Este de Londres cuando el árbitro descalifica al favorito popular y emprende la fuga para salvar la vida. Y luego, tras las palabras, los protestantes pusieron en juego el elemento vegetal.
No sé por qué, se me había figurado que el primer objeto que debía herir la cara de Tuppy había de ser una patata. Uno tiene esas fantasías. Pero de hecho lo primero que le alcanzó fue un plátano y en un momento comprendí que tal elección había nacido en cabezas más inteligentes que la mía. Aquellos sujetos, que habían sido educados desde la infancia en el modo de acoger una función dramática que les disgustase, tenían el instinto de hacer lo mejor, y cuando vi cómo el plátano se aplastaba y esparcía sobre la pechera de Tuppy, comprendí que el efecto era mucho más práctico y artístico que el que se hubiera dimanado de una patata.
Y no era que la doctrina de la patata careciese de prosélitos. Cuando la cosa se fue animando, divisé varios tipos de inteligente rostro que no empleaban otro proyectil.
El efecto causado sobre Tuppy fue notable. Sus ojos se agrandaron y erizáronse sus cabellos y, sin embargo, su boca seguía abierta y cantando, y era fácil notar que proseguía entonando automáticamente Hijo mío.
Luego, saliendo de aquel éxtasis, lanzóse hacia puerto con cierta rapidez. La última visión de él fue en el momento en que recibía un tomatazo cuando estaba a una cabeza de distancia de la salida.
El tumulto y gritos se extinguieron y yo me volví hacia Jeeves.
—Lamentable, ¿eh Jeeves? Pero ¿qué quería usted? Esto, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Ha sido definitivo.
—Precisamente, señor.
—Ello sucedió bajo los ojos de Cora. Creo que el sueño de amor Glossop-Bellinger puede darse por liquidado.
—Sí, señor.
En aquel momento, Beefy Bingham apareció en el escenario.
Supuse que iba a reprender a su rebaño por la reciente expresión de sus sentimientos. Pero no era tal el caso. Beefy debía estar hecho al usual desarrollo de aquellas honestas y agradables reuniones y había dejado de pensar en censurar la posible animación que eventualmente se produjera.
—Señoras y caballeros —dijo Beefy—, el próximo número era una canción a cargo de Cora Bellinger, la bien conocida soprano de ópera. Pero acabo de recibir un recado telefónico de la señorita Bellinger diciendo que su coche ha sufrido una avería. No obstante, ha tomado un taxi y llegará pronto. Entre tanto, nuestro amigo el señor Enoch Simpson recitará: La carga de la Brigada Ligera.
—¡Jeeves! —exclamé—. ¿Ha oído?
—Sí, señor.
—¡La Bellinger no estaba aquí!
—No, señor.
—Y no ha presenciado el Waterloo de Tuppy.
—No, señor.
—Todo el plan se ha ido al demonio.
—Sí, señor.
—Vámonos, Jeeves —dije, sin duda con una expresión tremenda en esta mi bien cortada faz, entonces convertida en demacrada y pálida—. He vivido sometido a una tensión nerviosa no igualada desde los tiempos de los mártires primitivos. He perdido varias libras de peso y descompuesto definitivamente mi sistema nervioso. He atravesado una prueba que me hará despertar gritando por la noche durante muchos meses. Y todo para nada. Vámonos.
—Si usted no tuviera inconveniente, señor, me complacería mucho quedarme para asistir al resto de la función.
—Como quiera, Jeeves —dije, sombrío—. Por mi parte, mi valor está extinguido y ahora me voy a «La Cabra y las Uvas» a tomar uno de esos venenos que expenden. Luego me largo a casa.
Serían cosa de las diez y media y me hallaba en mi cuarto bebiendo sombríamente la copa más o menos última, cuando sonó la puerta de la calle y apareció en el umbral el joven Tuppy. Parecía un hombre que ha pasado por una grave experiencia y se halla enfrentado a solas con su alma. Tenía un ojo en las primicias del ennegrecimiento.
—Hola, Bertie —dijo.
Penetró y apoyóse en la chimenea, como pronto a buscar cosas que romper.
—He estado cantando en la reunión de Beefy —declaró—. ¿Tú no has ido?
—No. ¿Y qué tal?
—Como la seda. Los hechicé.
—Los pasmarías, ¿verdad?
—Del todo —afirmó Tuppy—. Todos tenían lágrimas en los ojos.
Y esto, nótenlo bien, lo decía un hombre de muy buena cuna y que había pasado años en el regazo de su madre, oyendo cómo le enseñaba a no mentir.
—¿Y Cora está contenta? —pregunté.
—Contentísima.
—Así que todo ha salido bien.
—Muy bien. Ahora que...
—¿Qué?
—Que he estado pensando las cosas bien y creo que Cora no es la esposa que me conviene.
—¿Cómo?
—No, no me conviene.
—¿Por qué te lo figuras?
—No sé. Son cosas que se comprenden de pronto. Yo aprecio y admiro a Cora, Bertie. Pero... Bueno... No puedo menos de pensar que una chica, ¡hum! Una chica dulce y buena como... como tu prima Angela... Porque... En fin, quiero que telefonees a Ángela de mi parte y le preguntes qué le parecería cenar conmigo mañana en «Berkeley» y bailar un poco.
—Bueno. Ahí tienes el teléfono.
—No. Prefiero que la llames tú. Siempre sería allanar el camino... Porque pudiera ser que ella... Un equívoco, ¿verdad? Y... Bueno, Bertie, anda y alláname el camino.
Fui al teléfono y llamé a Angela.
—Dice que te pases a verla —indiqué a Tuppy.
—Manifiéstale —exclamó, con devota expresión— que estaré allá antes de un par de minutos.
Apenas Tuppy emigrado, oí un chirrido en la cerradura y un paso suave en el corredor.
—Jeeves —llamé.
—¿Señor? —dijo Jeeves, compareciendo.
—Ha pasado una cosa muy rara. Tuppy acaba de estar aquí y me ha dicho que todo ha terminado entre él y la Bellinger.
—Sí, señor.
—¿No le sorprende?
—No, señor. Confieso que había previsto la eventualidad.
—¿Cómo pudo preverla?
—Se me ocurrió, señor, cuando vi a la señorita Bellinger golpear al señor Glossop en un ojo.
—¿Golpearle?
—Sí, señor.
—¿En un ojo?
—En el derecho, señor.
Me enjugué la frente.
—¿Cómo diablos ha ocurrido eso?
—Sospecho, señor, que provino de la acogida que el público dedicó a la canción de la señorita Bellinger.
—¡Dios mío! ¿Es posible que diera un gallo?
—Sí, señor.
—¿Con la voz que tiene?
—Sí, señor. Pero creo que el auditorio se molestó cuando supo la canción escogida.
La razón empezaba a vacilar en su trono.
—¿No me dirá, Jeeves, que la Bellinger quiso cantar Hijo mío?
—Sí, señor. Y, erróneamente, a mi parecer, se llevó consigo al escenario una muñeca muy grande, a fin de dirigirle su canto. El público fingió confundirla con una ventrílocua y hubo un poco de barullo.
—¡Qué coincidencia, Jeeves!
—No, señor. Me tomé la libertad de interpelar a la .señorita Bellinger cuando llegaba al escenario y recordarle mi humilde personalidad. Le dije que el señor Glossop le pedía como particular favor que cantase Hijo mío. Y cuando ella supo que usted y el señor Glossop habían cantado lo mismo antes, lo tomó por una broma del señor Glossop. ¿Necesita algo más, señor?
—No, gracias.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Jeeves —dije, reverente.