JEEVES Y LA OBRA DE ARTE
Me hallaba comiendo en casa de mi tía Dalia, y forzoso me es confesar que, aun cuando Anatolio, su maravilloso cocinero, se había excedido a sí mismo en los manjares, éstos tomaban en mi boca el sabor de la ceniza. Porque tenía que dar a tía Dalia malas noticias, y ello basta para quitarle el apetito a cualquiera.
Sabía que no habían de agradarle mis informes, y tía Dalia, cuando no le agradaba alguna cosa, tenía un modo de expresarlo un poco enérgico, lo que, dado el hecho de que había pasado su juventud en las cacerías, era lógico, ¿no?
Pero comprendí que había que lanzarse, y lo hice.
—Tía Dalia... —empecé.
—¿Qué hay?
—¿Sabe lo de ese crucero que usted prepara?
—Sí.
—¿Lo de ese crucero en yate que se propone hacer?
—Sí.
—¿Ese delicioso viaje marítimo en su yate por el Mediterráneo, al que me ha invitado con amable anticipación?
—¿Qué hay de ello?
Devoré un bocado de côtelette suprême, aux choux-fleurs y deslicé la terrible insinuación.
—Lo siento muchísimo, tía Dalia, pero temo no poderla acompañar.
—¿Qué? —gruñó ella.
—Que temo no poder...
—¿Quieres decir, miserable, que te propones no acudir?
—Eso es.
—¿Y por qué no?
—Asuntos de la más extrema urgencia hacen imperativa mi presencia en la capital.
—Supongo —suspiró tía Dalia— que eso quiere decir que andas otra vez haciéndole la rosca a alguna desgraciada chica.
No me agradó el modo de expresar la cosa, pero confieso que me admiró aquella penetración detectivesca.
—Sí, tía Dalia — dije—. Ha adivinado usted mi secreto. Estoy enamorado.
—¿De quién?
—Se apellida Pendlebury. Su nombre es Gwladys. Con w.
—Con g, querrás decir.
—Con g y w.
—¿No será Gwladys?
—Eso justamente.
Mi tía lanzó un alarido.
—¿Es posible que tengas tan poco sentido como para enamorarte de una moza que se llama Gwladys? Escucha, Bertie: yo tengo más años que tú y puedo decirte unas palabritas sobre ciertas cosas. Una de ellas es que no te conviene asociarte jamás con una tipa llamada Gwladys o Isabel, o Etilda, o Mabel o Catalina. Pero sobre todo si atiende por Gwladys. ¿Qué clase de muchacha es?
—Divina.
—¿No es esa mujer que vi el otro día en el parque, guiando un coche rojo, de dos asientos, a sesenta millas por hora?
—Ella me dio un paseo en coche el otro día por el parque, lo que me parece muy buena señal. Y su cochecito es rojo.
Tía Dalia pareció tranquilizada.
—Entonces te romperá esa cabeza de chorlito que tienes antes de que te lleve al altar. Eso siempre es un consuelo. ¿Dónde la conociste?
—En una reunión, en Chelsea. Es artista.
—¡Dios mío!
—Y de las buenas. Ha pintado un lindo retrato mío.
Jeeves y yo lo hemos colgado en la pared esta mañana. Se me figura que a Jeeves no le gusta.
—Si se parece a ti, no sé cómo le va a gustar. ¡Una artista! ¡Y se llama Gwladys! ¡Y guía el coche como una especie de Segrave con prisa!
Meditó un rato.
—Todo eso —dijo después— es muy doloroso, pero no veo por qué ha de impedirte acompañarme en el yate.
Me expliqué.
—Sería una locura dejar la capital en estas circunstancias. Ya sabe lo que son las chicas. Olvidan el rostro del ausente. Y estoy un poco intranquilo a causa de un sujeto llamado Lucio Pim. Aparte de que es artista también, lo que ya constituye un vínculo, tiene el pelo ondulado. Y no hay que olvidar ese factor. Además, es uno de esos tipos poderosos y subyugadores. Trata a Gwladys como si ésta fuera polvo bajo las ruedas del taxi de él. Critica siempre sus sombreros y habla cosas muy duras sobre sus claroscuros. No sé por qué será, pero he notado que estas cosas fascinan siempre a las muchachas. Y como yo soy un perfecto caballero, etcétera, estoy a riesgo de que me desbanquen. Considerándolo todo, veo que no puedo irme al Mediterráneo, dejando el campo libre a Pim. ¿Comprende?
Tía Dalia rió. Con risa aviesa. No sin cierto matiz de desdén.
—A mí no me importaría irme—dijo—. Oye: ¿aprueba Jeeves el noviazgo?
—No querrá usted dar a entender, tía Dalia —dije, enérgico (y, aunque no estoy muy seguro de si golpeé o no la mesa con el mango del tenedor, más bien creo que sí)—, que Jeeves podrá impedirme casarme o no con quien yo quiera, ¿eh?
—Ya te impidió que te dejases el bigote. Y que llevaras calcetines de color púrpura. Y camisas blandas con traje de etiqueta.
—Esto es cosa diferente.
—Te apuesto algo a que Jeeves impide ese matrimonio.
—¡Qué absurdo!
—Y si no le gusta ese retrato, se desembarazará de él.
—En mi vida he oído disparate semejante.
—Y además, idiota, cara de bobo, te hará acudir a mi yate a última hora. No sé cómo, pero sé que te hará comparecer con gorra de marino y un par de calcetines de repuesto.
—Hablemos de otra cosa, tía Dalia —dije.
Algo enojado por las palabras de mi parienta, hube de dar un paseo a pie por el parque, después de comer, para calmarme los nervios. Hacia las cuatro y treinta, mis fibras habían dejado de vibrar y volví a casa. Jeeves estaba mirando el retrato.
Me sentí un poco turbado en su presencia, porque por la mañana le había informado de mi propósito de prescindir del crucero por el mar, y él lo había tomado como un puntapié en las espinillas. El hombre tenía hechos sus planes de antemano.
En cuanto le informé, anteriormente, de la invitación, una chispa náutica había brotado en sus ojos, y hasta me parece que le oí tararear alegremente en la cocina.
Creo que alguno de sus antepasados decía haber servido con Nelson o cosa por el estilo, pues Jeeves llevaba siempre el ímpetu oceánico en la sangre. Habíale visto, cuando íbamos a América, andar por cubierta con un balanceo marineril, dando la constante impresión de ir a arriar la vela mayor o a tomar la altura.
Así, aun cuando le expliqué luego mis razones, no ocultándole nada, comprendí que estaba claramente molesto. Por tanto, mi primer acto al entrar fue procurar lisonjearlo. Me uní a él en su contemplación de la obra de arte.
—Bonito, ¿eh, Jeeves?
—Sí, señor.
—Nada como una obra de arte para animar una casa. Parece prestar a las habitaciones un no sé qué.
—Sí, señor.
Las respuestas eran correctas, pero sus maneras distaban mucho de ser cordiales y yo resolví plantear el problema con claridad. Porque yo ¡maldita sea...! En fin, no sé si a ustedes les han hecho alguna vez un retrato, mas creo que comprenderán mis emociones.
El espectáculo del retrato de uno colgado en la pared crea una especie de paternal afecto por él y uno desea del público aprobación y entusiasmo, y no un labio contraído, una nariz desdeñosa y esa expresión de cejas y ojos que suele verse en los peces muertos. Especialmente cuando la retratista es una muchacha por quien uno experimenta sentimientos más cálidos y profundos que los de una amistad ordinaria.
—Jeeves —dije—, ¿no le gusta a usted esta obra de arte?
—Sí, señor.
—Los subterfugios son inútiles. Leo en usted como en un libro. Por alguna razón, esta obra de arte no le impresiona. ¿Qué puede objetar contra ella?
—¿No es el colorido demasiado brillante, señor?
—No lo había notado, Jeeves. ¿Algo más?
—En mi opinión, señor, la señorita Pendlebury ha dado al rostro de usted una expresión algo... ávida.
—¿Ávida?
—Como la de un perro mirando un hueso a distancia, señor.
Le reprimí.
—Mi retrato no se parece en nada a un perro mirando un hueso a distancia, Jeeves. La expresión a que usted alude es soñadora y denota alma.
—Ya, señor.
Toqué otro punto.
—Gwladys dijo que acaso viniera esta tarde. Dígame, Jeeves, ¿ha venido?
—Sí, señor.
—¿Y se ha ido?
—Sí, señor.
—¿Habló de volver?
—No, señor. Tengo la impresión de que no se propone volver. Estaba un poco trastornada, señor, y habló de volver a su estudio a descansar.
—¿Trastornada? ¿Por qué?
—Por el accidente, señor.
—¿Es posible que haya tenido un accidente?
—Sí, señor.
—Pero ¿de qué?
—De automóvil, señor.
—¿Está herida?
—No, señor. Sólo lo está el caballero.
—¿Qué caballero?
—La señorita tuvo la desgracia de atropellar a un caballero casi enfrente de esta casa. Tiene una pierna fracturada, señor.
—Lamentable. Pero ella, ¿está bien?
—Físicamente, señor, parece estar en situación inmejorable. Sólo que moralmente está un poco preocupada.
—Es natural, dadas sus tiernas inclinaciones. Es triste para una muchacha, Jeeves, atropellar las piernas de un tipo bajo las ruedas de su coche. ¿Qué ha sido del tío?
—¿Del caballero, señor?
—Sí.
—Está en la alcoba libre, señor.
—¿Eh?
—Sí, señor.
—¿En nuestra alcoba libre?
—Sí, señor. La señorita se empeñó en traerlo aquí. Me ordenó que telegrafiara a la hermana del herido, que está en París, notificándole el accidente. También he avisado a un médico, cuya opinión ha sido que el paciente debe permanecer por algún tiempo in statu quo.
—¿O sea que el fiambre debe estar en casa durante un tiempo indefinido?
—Sí, señor.
—Jeeves, esto es un poco fuerte.
—Sí, señor.
¡Y yo hablaba con sinceridad, demonio! Quiero decir que una muchacha puede ser divina y robarle el corazón a uno y todo eso, pero no tiene derecho a convertir la casa del prójimo en un depósito de cadáveres. Confieso que por un momento la pasión de Wooster vaciló un tanto.
—En fin, tendré que ver al sujeto. Al fin y al cabo, es mi huésped. ¿Cómo se llama?
—Pim, señor.
—¡Pim!
—Sí, señor. La señorita le llamaba Lucio. El señor Pim venía a ver el retrato de usted cuando la señorita le atropello.
Me dirigí al dormitorio. Iba un tanto conturbado. No sé si ustedes han estado enamorados y visto atravesarse en su camino un ciudadano de pelo ondulado, pero en tales circunstancias, lo que menos puede uno desear es tener al rival en casa, con una pierna rota. Aparte de lo demás, la ventaja que le da la situación es terrorífica. Allí está, en el lecho, pálido e interesante, despertando la pena y la piedad de la chica, mientras usted anda con guantes y traje de mañana, llenas sus mejillas del rojo de la salud. Parecióme que las cosas se ponían en un plano muy desagradable.
Encontré a Lucio Pim en el lecho, vistiendo uno de mis pijamas, fumando un cigarrillo mío y leyendo una novela policíaca. Me saludó con un movimiento del cigarrillo, exteriorizando un aire protector.
—¡Hola, Wooster! —dijo.
—Déjeme de tanto «¡Hola, Wooster!» —repuse bruscamente—. ¿Cuándo puede largarse de aquí?
—Presumo que en cosa de una semana.
—¡Una semana!
—Poco más o menos. Por el momento, el médico insiste en que tenga completa quietud y reposo. Así que le ruego, muchacho, que no alce tanto la voz. Y ahora, charlemos del accidente para llegar a un acuerdo.
—¿Está seguro de que no se le puede trasladar?
—Por completo. El médico lo dijo.
—Acaso cambie de opinión.
—Es inútil, amigo. Lo aseguró con énfasis y es hombre que parece entender su profesión. No se preocupe por mi comodidad. No estoy del todo mal aquí. Me agrada esta cama. Y volvamos a lo del accidente. Mi hermana llegará mañana y estará trastornadísima. Soy su hermano predilecto.
—¿Es posible?
—Sí.
—¿Cuánto hermanos son?
—Seis.
—¿Y es usted su predilecto?
—Sí.
Me pareció que los demás debían, en tal caso, ser entes subhumanos, pero no lo dije. Los Wooster sabemos atarnos la lengua.
—Está casada con un tal Slingby. El fabricante de la «Soberbia sopa Slingby». Un tío que nada en dinero. ¿Y cree usted que, sin embargo, es capaz de prestar, de cuando en cuando, algo a un cuñado en necesidad? ¡Pues, no! ¡Nunca! —dijo Lucio Pim amargamente—. Pero, en fin, el caso es que mi hermana me quiere con locura, y si sabe que Gwladys me ha atropellado, es capaz de buscarla y hacerla tiras. Por tanto, Wooster, es menester que no lo sepa. Le conjuro, como hombre de honor, a que cierre el pico.
—¡Naturalmente!
—Celebro ver que comprende las cosas, Wooster. No es usted el tonto de capirote que acostumbra a pensar la gente.
—¿Quién lo piensa?
Pim enarcó las cejas.
—¡Ah!, ¿no es así? Bien, dejemos eso. A no ser que se me ocurra algo mejor, diré a mi hermana que he sido atropellado por un coche cuyo número no pude ver y que se dio a la fuga. Y ahora, más vale que se vaya usted. El doctor me ha recomendado quietud y reposo. Además, quiero ver lo que pasa en esta novela. El villano acaba de arrojar una cobra por la chimenea en el cuarto de la heroína, y deseo estar al lado de la infeliz. Ya llamaré si necesito algo.
Me encaminé a la sala y encontré a Jeeves mirando el retrato con aire tal como si le hiciese daño en el estómago.
—Jeeves —dije—, el señor Pim se nos ha pegado como una lapa.
—Sí, señor.
—Y mañana tendremos aquí a su hermana, la señora Slingby, esposa del fabricante de la «Soberbia sopa Slingby».
—Sí, señor. La telegrafié poco antes de las cuatro. Suponiendo que estuviera en el hotel al llegar el telegrama, tomará un barco mañana por la mañana temprano, llegará a Dover (o acaso a Folkestone) y la tendremos en Londres a cosa de las siete. Probablemente ira primero a su casa de Londres...
—Si, Jeeves, si. Una interesante historia, llena de acción y humano interés. Casi se le podía poner música y cantarla. Entretanto, métase en la cabeza la idea de que es imperativo que la señora Slingby no sepa que ha sido Gwladys la que ha partido en dos al hermano de dicha señora. El señor Pim, antes de que llegue su hermana, inventará un cuento cualquiera que decirle.
—Muy bien, señor.
—¿Y qué me dices de Gwladys, Jeeves?
—¿Señor...?
—Vendrá probablemente a preguntar por el herido, ¿eh?
—Sí, señor.
—Pues dígame esto. ¿No es verdad que si viene, mira al interesante inválido y luego, al salir, me ve andando por el mundo en pantalones de franela, empezará a practicar comparaciones? Usted sabe lo que son las mujeres, Jeeves. Ella notará que uno de los dos es romántico y el otro no, y...
—Cierto, señor. Y deseo llamar su atención sobre un punto. Un inválido despierta todo el afecto maternal que yace latente en el corazón de las mujeres. El poeta Scott lo ha expresado en los siguientes versos:
Mujer, en nuestras horas de amargura,
cuando dolor y angustia nos oprimen...
—Déjelo para otra vez, Jeeves. Me gustará mucho oír el poema, pero ahora no estoy en forma. A fin de no provocar la comparación mencionada, me propongo desaparecer mañana por la mañana y no tornar hasta el oscurecer. Así que cogeré el coche y me iré a pasar el día a Brighton.
—Muy bien, señor.
—¿No es lo mejor, Jeeves?
—Sin duda, señor.
—Lo mismo creo. Le dejo a usted a cargo de la casa.
—Bien, señor.
—Exprese mi condolencia y simpatía a la señorita Gwladys, y dígale que me llaman fuera ciertos asuntos urgentes.
—Sí, señor.
—Si la señora Slingby quiere tomar algo, proporcióneselo en una cantidad moderada.
—Muy bien, señor.
—Y cuando envenene usted la sopa de Pim, no use arsénico, que es cosa que luego se halla fácilmente. Vaya a un droguero y pídale algo que no deje señales. Todo esto es muy triste, Jeeves —suspiré, mirando el retrato.
—Sí, señor.
—Cuando fue pintado este lienzo, era yo un hombre feliz.
—Sí, señor.
—¡Ay, Jeeves!
—Muy cierto, señor.
Y dejamos aquí la charla.
Al día siguiente volví bastante tarde. Entre una buena dosis de aire puro, una excelente comida y el coche corriendo como una seda bajo la luna, yo me sentía otra vez animado. Incluso llegué a cantar un poquillo... Los Wooster tenemos un espíritu jovial y el optimismo volvía a reinar en el ánimo de Wooster.
Había llegado a la conclusión de que era erróneo pensar que una chica debiera enamorarse necesariamente de un sujeto por haberle roto una pierna. Al principio, sin duda, Gwladys se inclinaría, enternecida, sobre Pim; pero la reflexión no tardaría en imponerse. Y creería un error confiar la dicha de su vida a un hombre que había tenido la torpeza de meterse bajo las ruedas de su coche. Puesto que ello había sucedido una vez, ¿no podía repetirse otra y otra a lo largo de muchos y muchos años?
Luego, no sería vida grata la de una casada puesta en el brete constante de ir a recoger a su esposo en los hospitales hecho gelatina. Comprendería que era mucho más práctico unirse a un tío como Bertram Wooster, que sabía andar por las calles mirando donde pisaba y examinando la calzada antes de cruzarla.
De modo que me sentía muy animado y, cuando metí el coche en el garaje, me dirigí tarareando una alegre tonadilla, a mi casa, mientras la Big Ben daba las once. Toqué el timbre y, como adivinando mis deseos, compareció Jeeves con un sifón y una botella.
—Ya estamos aquí, Jeeves —dije.
—Sí, señor.
—¿Qué ha ocurrido en mi ausencia? ¿Vino Gwladys?
—A las dos, señor.
—¿Y se fue?
—A las seis, señor.
No me agradó la noticia. Una visita de cuatro horas sonaba a cosa siniestra.
—¿Y la señora Slingby?
—Llegó a poco de las ocho y se fue a las diez, señor.
—¿Estaba nerviosa?
—Sí, señor. Sobre todo cuando se fue. Desea verle, señor.
—Supongo que a fin de agradecerme mi atención al contribuir a la curación de las piernas de su hermano, ¿eh?
—Posiblemente, señor. Por otra parte, habló de usted en términos desaprobatorios, señor.
—¿Cómo?
—«Maldito idiota», fue una de las expresiones que pronunció, señor.
—¿Maldito idiota?
—Sí, señor.
No lo comprendí. Me parecía enigmático el motivo en que hubiera podido fundar su juicio aquella mujer. Mi tía Ágata decía lo mismo con frecuencia, pero ella me conocía desde niño.
—Tengo que ver eso, Jeeves. ¿Está dormido Pim?
—No, señor. Llamó hace un momento para saber si no había en la casa mejores cigarrillos.
—¿Sí?
—Sí, señor.
—El accidente no parece haber alterado su energía.
—No, señor.
Encontré a Lucio Pim entre un montón de almohadas y leyendo su novela policíaca.
—¡Hola, Wooster! —dijo—. Bienvenido. Si estaba usted inquieto por lo de la cobra, tranquilícese. El héroe la había cogido sin que lo supiese el villano y le había extraído el veneno y los dientes. El resultado es que al caer la cobra por la chimenea, sus esfuerzos fueron inútiles. Dudo de que cobra alguna se haya visto en más absurda situación.
—No me importan nada las cobras.
—Ya le importarían si tuviesen dientes y veneno —repuso él, con suave reproche—. Pregúntelo a cualquiera. A propósito: mi hermana ha venido y quiere hablar con usted.
—Y yo con ella.
—Dos mentes y un solo pensamiento, pues. Quiere hablarle del accidente. ¿Recuerda lo que dije que pensaba contarla si no se me ocurría nada mejor? Pues se me ha ocurrido. Porque aquel cuento era poco verosímil. Lo gente no suele partirle la pierna a uno y echar a correr. De modo que dije que era usted el atropellador.
—¿Cómo?
—Usted con su coche. Es mucho más creíble. Así todo resulta más claro y neto. Yo sabía que usted había de aprobarlo. La cuestión es quitar responsabilidades a Gwladys. Y, para arreglarlo todo mejor, dije a mi hermana que, cuando usted me atropello, estaba un poco bebido, de modo que no tenía la culpa de nada. No obstante, temo que mi hermana no esté muy contenta de usted.
—¿Ah, no?
—No. Por lo tanto, si quiere que la charla que tenga mañana con ella no sea desagradable, procure ablandarla hoy.
—¿Ablandarla?
—Envíele unas flores. Sería una cosa muy gentil. Sus predilectas son las rosas. Mándele unas cuantas. La dirección es Hill Street, 3. Esto puede arreglarlo todo. Porque mi hermana Beatriz es una pájara de cuenta cuando se enfada. Mi cuñado está para volver de Nueva York de un momento a otro, y temo que Beatriz le sugiera una acción judicial contra usted a fin de reclamarle daños y perjuicios. El tipo no me estima mucho y seguramente le gustaría que me rompiesen las dos piernas, pero está loco por Beatriz y hace cuanto ella quiere... De modo que compre rosas y mándelas a mi hermana. Si no, la demanda Slingby contra Wooster se producirá en un decir Jesús.
Miré, desconcertado, al personaje.
—Es lástima que no lo pensase usted antes —repuse.
Las palabras no eran tan hirientes como el tono con que las pronuncié. ¿Comprenden?
—Sí lo pensé —dijo Lucio—. Pero como habíamos convenido ambos que a toda costa...
—¡Ya, ya! —atajé—. ¡Ya!
—¿Se ha molestado? —preguntó, mirándome con sorpresa.
—¡Oh, no!
—¡Magnífico! —exclamó Pim, satisfecho—. Ya sabía yo que había usted de comprender que era el único remedio. Hubiera sido lamentable que Beatriz supiese que me atropello Gwladys. Ya habrá usted notado, Wooster, que cuando las mujeres encuentran la oportunidad de patear a otra de su mismo sexo, son dos veces más duras que si se trata de hombres. Y como usted es varón, todo lo encontrará más fácil. Unas buenas rosas surtidas, unas cuantas sonrisas, un par de palabritas discretas y Beatriz se derretirá como quien dice. Juegue usted bien sus cartas, y a los cinco minutos Beatriz y usted reirán juntos como si tal cosa. Pero procure que Slingby no les coja en ese momento, porque es endiabladamente celoso. Y ahora, muchacho, perdóneme que le despida. El doctor me recomendó no hablar mucho durante un par de días. Además, es hora de dormir.
Cuanto más lo pensaba, mejor me parecía la idea de mandar aquellas rosas. Lucio Pim no me era simpático —al punto de que, puesto a elegir entre él y un puerco espín, el puerco espín hubiera llevado una cabeza de ventaja—, pero el sistema que proponía era bueno y resolví seguirlo.
Al levantarme al día siguiente a las diez y cuarto, tomé un fortalecedor desayuno y me fui a una floristería de Piccadilly. No era cosa que cupiera dejar a Jeeves. Aquello requería el toque personal.
Compré un par de libras de flores y las envié con mi tarjeta a Hill Street. Luego me fui a «Los Zánganos» a tomar un refrigerio. No es cosa que yo suela hacer por las mañanas, pero esta mañana amenazaba ser muy especial.
Hacia las doce volví a casa. En la sala me preparé a la probable entrevista. Tenía que afrontarla, desde luego, y era inútil suponer que iba a constituir un episodio alegre.
La cosa dependía de las rosas. Si habían suavizado a la mujer, todo estaba arreglado. Si no, Bertram se hallaba a dos dedos de la ruina.
Sonó el reloj y la mujer no vino. Debía levantarse tarde, síntoma que me pareció de buen augurio. Mi experiencia de las mujeres me ha demostrado que cuanto más pronto se levantan, peores son. Y si no, miren a tía Ágata, que se levanta siempre con el sol.
No obstante, uno no puede estar seguro de la constante eficacia de esa regla, por lo que, tras cierta suspensión, empecé a inquietarme. Y para entretenerme empecé a juguetear con una pelota de golf. En tan importante ocupación me hallaba cuando sonó la campanilla.
Abandoné mi actividad, pensando que si la mujer me hallaba en tal tarea, lo consideraría frivolidad y falta de remordimiento.
Me arreglé el cuello, me estiré el chaleco y procuré dibujar una sonrisa melancólica, que era acogedora sin ser jovial. Me miré al espejo y me encontré bien. La puerta se abrió.
—El señor Slingby —anunció Jeeves.
Y, tras estas palabras, cerró la puerta y nos dejó solos.
Durante un rato no hubo nada que se pareciese a una charla. La impresión de que, al esperar a la señora Slingby, me encontrara con una cosa algo diferente, parecía haber afectado mis cuerdas vocales.
Y el visitante no se mostraba dispuesto a una plática insustancial. Permanecía en pie, con aire recio y silencioso. Sin duda uno tiene que ser así si prepara una pasta para sopas que convenza a la gente.
Slingby era un sujeto de talante de emperador romano, con ojos penetrantes y agudos y barbilla saliente. Sus ojos me contemplaban sin simpatía alguna y parecióme que rechinaba un tanto los dientes. Por alguna ignorada razón, que me dejaba perplejo, dijérase que me contemplaba con odio.
No pretendo tener una de esas personalidades subyugadoras que se consiguen comprando ciertos libros anunciados en las últimas páginas de las revistas, pero tampoco creo que mi apariencia produzca a nadie ganas de echar espuma por la boca. Normalmente, cuando las gentes me conocen por primera vez, no demuestran darse cuenta de mi existencia.
Procuré no obstante desempeñar mi papel de dueño de la casa.
—¿El señor Slingby?
—Así me llamo,
—¿Vuelve de América?
—He desembarcado esta mañana.
—Antes de lo esperado, ¿eh?
—Me lo figuro.
—Me alegro de verle.
—No se alegrará por mucho tiempo.
Comprendí. El tío había ido a su casa, hablado a su mujer, sabido lo del accidente y venía dispuesto a ajustarme las cuentas.
Evidentemente, aquellas rosas no habían ablandado a la mujer. Por tanto, había que ablandar al hombre.
—¿Una copa? —dije.
—¡No!
—¿Un cigarrillo?
—¡No!
—¿Una silla?
—¡No!
Caí en silencio otra vez. Tipos que no beben, no fuman ni se sientan, son difíciles de tratar.
—¡No me haga muecas, señor!
Me miré al espejo. La sonrisa melancólica y tal se había torcido un poco. La recompuse. Siguió otra pausa.
—Ahora —dijo Slingby—, al avío. Supongo que sobra decir por qué estoy aquí.
—Desde luego. Es a propósito de esa cosilla...
Exhaló un bufido que casi derribó un jarrón de la chimenea.
—¿Cosilla? ¿Le parece una cosilla?
—Verá...
—Permítame decirle que, cuando descubro que en mi ausencia del país un hombre ha estado enojando a mi mujer con sus importunidades, no lo considero una cosilla. Y me esforzaré —añadió frotándose las manos con aborrecible expresión— en hacer que usted opine lo mismo.
No entendí nada. La calabaza me daba vueltas.
—¿Su mujer? —dije.
—Sí.
—Debe haber alguna equivocación.
—La hay. La ha cometido usted.
—¡Pero si no conozco a su mujer!
—¡Ja, ja!
—Nunca la he visto.
—¡Bah!
—Se lo digo sinceramente.
—¿Sí? ¿Osará negar que le ha enviado flores?
Me dio un vuelco el corazón. Empecé a comprender.
—Flores —continuó—. Rosas. Grandes, enormes, brutales. Bastante en cantidad para hundir un buque. Y su tarjeta iba fija en ellas con un alfiler.
Su voz se extinguió en una especie de gruñido y noté que sus ojos miraban algo a mis espaldas. Seguí la dirección de su vista y entonces descubrí en el umbral, hacia el que mis ojos se volvían con frecuencia en el último espasmo del diálogo, una mujer.
Una ojeada me bastó para saber quién era: Beatriz Slingby. Sólo teniendo la desgracia de ser hermana de Lucio Pim podía una mujer parecérsele tanto.
Adiviné. Había salido de su casa antes de que llegasen las flores, se había deslizado, insuavizada, en mi piso mientras yo refrigeraba en «Los Zánganos», y estaba allí.
—Se... —principié.
—¡Alejandro! —dijo la mujer.
—¡Aaaah! —dijo Slingby. ¿O sería un «¡Uuuuh!»? Fuese lo que fuera, parecía ser una voz de guerra o grito de ataque. Sus más graves sospechas se habían confirmado. Sus ojos brillaron con extraña luz. Su barbilla se adelantó otro par de pulgadas. Sus dedos se crisparon y volvieron a descrisparse como si quisiera estar seguro de su buen funcionamiento antes de entregarse a una serie de estrangulaciones.
Luego, volviendo a gritar «¡Aaaah!» (o «¡Uuuuh!»), se precipitó hacia delante, puso el pie sobre la pelota de golf que yo había dejado inadvertidamente en el suelo, resbaló y se dio uno de los más soberbios testarazos que he presenciado en mi vida. Por un momento, el aire pareció lleno de ondulantes brazos y piernas, y luego, con un golpe que casi hundió el piso, Slingby aterrizó forzadamente en el suelo.
Yo, opinando que mi presencia era ya superflua, me deslicé a la antesala. Y ya había descolgado mi sombrero cuando apareció Jeeves.
—Me ha parecido oír un ruido, señor —dijo.
—Posiblemente. Ha sido el señor Slingby.
—¿Cómo, señor?
—Estaba practicando una especie de baile ruso. Sospecho que debe haberse fracturado algunos huesos. Más valdrá entrar a verlo.
—Muy bien, señor.
—Si ha ocurrido la catástrofe que imagino, métalo en mi cama y llame al médico. La casa está llenándose con gentes de la familia Pim y sus allegados, ¿eh, Jeeves?
—Sí, señor.
—Supongo que ya debemos haber agotado toda la parentela, pero si empezasen a llegar tíos y tías a romperse los huesos, envíelos a Chesterfield.
—Muy bien, señor.
—Personalmente, Jeeves —dije abriendo la puerta y cruzando el umbral—, me voy a París. Ya le telegrafiaré la dirección. Notifíqueme a su debido tiempo cuándo ha quedado la casa limpia de Pim y los suyos y entonces volveré. ¡Ah, Jeeves!
—¿Señor?
—Haga todo lo posible por suavizar a esos pajarracos. Ellos imaginan que fui yo quien atropello a Lucio Pim. Esfuércese en ablandarlos durante mi ausencia.
—Muy bien, señor.
—Ahora valdrá más que vaya usted a examinar el cadáver. Yo comeré en «Los Zánganos» y tomaré el tren de las dos en Charing Cross. Lléveme el equipaje allí.
Pasaron sobre tres semanas antes de que Jeeves me enviase señal de que había vía libre. Yo había pasado el tiempo flotando por París y sus alrededores. Aunque la ciudad me gusta, me sentí satisfecho de volver a Inglaterra.
Tomé un aeroplano de línea y a las dos horas cruzaba Croydon en dirección al centro de los sucesos. En las cercanías de Sloane Square reparé por primera vez en ciertos carteles anunciadores. Se había producido una obstrucción del tráfico y yo miraba distraídamente en torno cuando mis ojos hallaron algo familiar. Miré mejor y vi lo que era.
En una pared sin ventanas había un enorme cartelón de unos cien pies por cada lado, en pintura principalmente roja y azul. Lo encabezaban estas palabras:
SOBERBIAS PASTAS PARA SOPA SLINGBY
Y al pie:
SUCULENTAS Y NUTRITIVAS
Entre ambas leyendas estaba yo. Yo en persona, ¡maldita sea! Una reproducción del retrato de la Pendlebury, perfecto en todos sus detalles.
De cuantas asquerosidades he visto en mi vida, aquella era la mayor. Constituía, por supuesto, un libelo contra el rostro de Wooster, pero a la vez era tan inconfundible como si mi nombre estuviese escrito al pie.
Comprendí entonces lo que había querido decir Jeeves cuando afirmó que yo tenía en el retrato una expresión ávida. En el cartel, aquel semblante tenía una avidez bestial.
Allí estaba yo, mirando a través de un monóculo de seis pulgadas de circunferencia, un plato de sopa, en cuya contemplación me absorbía como si llevase sin comer varias semanas. La cosa parecía transportarle a uno a un mundo diferente, de pesadilla.
Desperté de una especie de trance o estado comatoso para hallarme a la puerta de mi casa. Trepar las escaleras y zambullirme en el piso fue una cosa de un momento.
Jeeves apareció, con respetuosa expresión de bienvenida en el rostro.
—Celebro verle, señor.
—¡Déjese de eso! —aullé—. ¿Qué hay de...?
—¿Los carteles, señor? Yo me preguntaba interiormente si los habría usted visto.
—¡Verlos!
—Son impresionantes, ¿verdad, señor?
—Mucho. ¿Tendría usted acaso la bondad de explicarme...?
—Recordará, señor, que me encomendó no regatear esfuerzo para suavizar al señor Slingby.
—Sí, pero...
—La tarea resultó ardua, señor. Al principio, el señor Slingby, por consejo y persuasión de su mujer, resolvió emprender contra usted una demanda judicial, sistema que yo creí que a usted le hubiese contrariado mucho.
—Sí, pero...
—Y entonces, el primer día que se levantó de la cama y observó el retrato de usted, me pareció juicioso sugerirle la eficacia de dicho retrato como medio de propaganda. Lo reconoció así en seguida, y contra mi seguridad de que, si él abandonaba su proyecto de demanda judicial, usted consentiría en autorizar el uso publicitario del retrato, adquirió los derechos de propiedad a la señorita Pendlebury.
—Menos mal si ella sacó algo en limpio.
—Sí, señor. El señor Pim, actuando como agente de la señorita, logró un contrato muy satisfactorio.
—¿Agente...?
—Sí, señor. En concepto de prometido de la señorita Gwladys.
—¡Prometido!
—Sí, señor.
La prueba de cuánto me había abrumado lo del cartel, fue que sólo dije «¡Ah!» O tal vez «¡Oh!» O quizá «¡Eh!» Después de lo del cartel, nada tenía importancia para mí.
—Después de ese cartel, Jeeves —dije—, nada tiene importancia para mí.
—¿No, señor?
—No, señor. Una mujer ha desgarrado levemente mi corazón, pero ¿qué importa?
—Exacto, señor.
—La voz del amor parecía llamarme, pero era una equivocación. ¿Voy a dejarme abatir por eso?
—No, señor.
—No, Jeeves, no. Ahora lo que importa es la cuestión de mi cara fija de extremo a extremo de la ciudad por todas las esquinas. Imagínese las bromas en «Los Zánganos». Tengo que marcharme de Londres.
—Sí, señor. Y la señora Gregson... Palidecí visiblemente. No había pensado en lo que tía Ágata pudiese decir sobre el prestigio de la familia.
—¿Ha telefoneado?
—Varias veces diarias, señor.
—Mi único recurso es la fuga, Jeeves. Habrá que volverse a París, ¿eh?
—No se lo recomendaría, señor. Tengo entendido que también se están fijando allí los carteles, anunciando el «Bouillon suprême». Los productos del señor Slingby tienen un gran mercado en Francia. Y el espectáculo sería penoso para usted, señor.
—¿Entonces...?
—Si me permite una sugestión, señor, ¿por qué no optar por su primitiva intención de unirse al crucero de la señora Travers? En el yate estaría usted libre de la molestia de esos anuncios.
—Pero el yate ha debido partir hace semanas —dije.
—No, señor. Se aplazó el viaje porque Anatolio, el cocinero de la señora Travers, estuvo enfermo de gripe. Y la señora Travers no quiso embarcar sin él.
—¿De modo que no han zarpado?
—No, señor. Salen de Southampton el martes que viene.
—¡Nada hay mejor, demonio!
—No, señor.
—Telefonee a tía Dalia y dígale que iremos.
—Me aventuré a tomarme la libertad de hacerlo antes de su llegada, señor.
—¿Sí?
—Sí, señor. Me parecía probable que usted juzgase el plan conveniente.
—¡Claro que sí! Nunca he dejado de desear tomar parte en ese crucero.
—Tampoco yo, señor. Será muy agradable.
—Piense en el olor de las brisas marinas, Jeeves.
—Sí, señor.
—Y en la luna rielando en el agua.
—Precisamente, señor.
—Y en el suave murmullo de las olas.
—Exactamente, señor.
Me sentí animado. ¿Gwladys? ¡Bah! ¿Los cartelones? ¡Bah! Así había que mirar la cosa.
—¡Ohé, ohé, ohé, Jeeves! —dije.
—Sí, señor,
—Y añado más, Jeeves. ¡Ohé, ohé, ohé, y una botella de ron! (1).
—Muy bien, señor. Ahora mismo la traigo.