El hombre con dos pies izquierdos

Los aficionados al folklore de los Estados Unidos de América conocen sin duda la rara y vieja historia de Clarence MacFadden. Parece ser que MacFadden «deseaba bailar, pero sus pies no eran adecuados para la danza. Buscó, pues, un profesor, le preguntó el precio y dijo que estaba dispuesto a pagarlo. El profesor (prosigue la leyenda) le miró los pies alarmado y observó su descomunal tamaño; y agregó cinco dólares más a su precio de costumbre por enseñar a bailar a MacFadden».

Con frecuencia me ha sorprendido la semejanza entre el caso de Clarence y el de Henry Wallace Mills. Únicamente presenta una diferencia. Puede parecer que lo que estimuló al primero fue sólo vanidad y ambición, en tanto que la verdadera fuerza que impulsó a Henry Mills a desafiar a la Naturaleza y aprender a bailar fue la más pura del amor. Lo hizo para complacer a su esposa. Si nunca hubiera ido a «La alegre granja de los zarzales», el popularísimo punto de veraneo, y allí no hubiese conocido a Minnie Hill, sin duda hubiera seguido dedicando a pacíficas lecturas las horas que no trabajaba en el banco neoyorquino donde estaba empleado como cajero. Porque Henry era un lector voraz. La idea que tenía de una velada placentera consistía en volver a su pisito, quitarse la americana, calzar las zapatillas, encender la pipa y proseguir desde el punto en que la dejara la noche anterior la lectura del volumen BIS-CAL de la Enciclopedia Británica, tomando notas, mientras leía, en un grueso cuaderno. Leía el volumen BIS-CAL porque, después de muchos días, había concluido los volúmenes A-AND, AND-AUS y AUS-BIS. Había algo admirable —y al propio tiempo un tanto horrible— en el método de estudios de Henry. Iba en pos de la Cultura con la fría y desapasionada saña con que un armiño persigue un conejo. El hombre ordinario que paga una Enciclopedia Británica a plazos puede, en cualquier momento, excitarse demasiado y saltar impacientemente al volumen XXVIII (VET-ZYM) para ver en qué para todo al final. Henry, no. No tenía una mentalidad frívola. Se proponía leer la Enciclopedia de cabo a rabo y no iba a echar a perder esta satisfacción atisbando en páginas ulteriores.

Parece ser una ley inexorable de la Naturaleza el que ningún hombre pueda brillar por ambos extremos a la vez. Si tiene una frente despejada y ansias de saber, su manera de bailar el fox-trot (si tiene alguna manera de bailarlo) sugerirá los traspiés de un borracho; en tanto que si es un buen bailarín, de las orejas para arriba casi siempre estará petrificado. No podrían hallarse mejores ejemplos de esta ley que Henry Mills y su colega cajero Sidney Mercer. Los cajeros en los bancos neoyorquinos, como los osos, tigres, leones y demás fauna, están siempre encerrados a parejas en una jaula y, en consecuencia, sus distracciones e intercambio social, cuando en los negocios reina la calma, dependen mutuamente de sí mismos. Henry Mills y Sidney no podían hallar un solo tema de conversación que a un tiempo interesara a ambos. Sidney no tenía la menor idea de cosas tan elementales como Abanto, Aberración, Abraham o Acromático, en tanto que Henry, por su parte, apenas sabía que el baile hubiera sufrido transformaciones desde la época de la polca. Henry se sintió muy aliviado cuando Sidney abandonó su empleo para bailar en el coro de una comedia musical, y fue sustituido por un hombre que, si bien lleno de limitaciones, podía al menos conversar inteligentemente sobre Bocio.

Así era Henry Wallace Mills. Había cumplido los treinta y era un hombre sobrio, estudioso, un fumador moderado y —hubiera podido agregarse— un solterón empedernido, reciamente acorazado contra la artillería, intencionada, pero pasada de moda, de Cupido. A veces el sucesor de Sidney en la jaula, un joven sentimental, iniciaba el tópico de la Mujer y el Matrimonio. Preguntaba a Henry si pensaba casarse alguna vez. En tales ocasiones Henry le miraba con una mezcla de desprecio, diversión e indignación, y replicaba con una sola palabra:

—¿Yo?

Era el modo de decirlo lo que impresionaba.

Pero Henry aun no había experimentado la influencia esencialmente femenina de un solitario punto de veraneo. Acababa tan sólo de alcanzar en el Banco la posición que le permitía hacer sus vacaciones anuales en verano. Hasta entonces se había libertado siempre de su jaula durante los meses de invierno, y había pasado los diez días de libertad en su pisito, con un libro en la mano y los pies en el radiador. Pero el verano siguiente a la partida de Sidney Mercer lo soltaron en agosto.

En la ciudad hacía un calor insoportable. Algo en el interior de Henry reclamaba a gritos el campo. Un mes antes de comenzar sus vacaciones dedicó buena parte del tiempo que hubiera debido dedicar a la Enciclopedia Británica leyendo folletos de propaganda de lugares veraniegos. Al final se decidió por «La alegre granja de los zarzales», porque el anuncio le dio muy buenas referencias.

«La alegre granja de los zarzales» era un edificio en bastante mal estado que se hallaba a muchas millas de cualquier parte. Sus atractivos incluían un «Salto de Enamorados», una «Gruta», un campo de golf —de cinco agujeros, donde el entusiasta hallaba desusadas obstrucciones en forma de cabras paciendo a intervalos entre aquéllos— y un lago plateado, parte del cual estaba destinado a receptáculo de latas vacías y cajones de madera. Todo era nuevo y extraño para Henry, y le producía unas extrañas ganas de reír. Una especie de alegría, de intrépido abandono, empezaba a introducirse por sus venas. Tenía el curioso presentimiento de que en aquellos románticos parajes le ocurriría alguna aventura.

Entonces llegó Minnie Hill. Era una muchacha de aspecto frágil, más delgada y pálida de lo que era natural, con unos ojazos que a Henry le parecieron patéticos y conmovieron sus sentimientos caballerescos. Empezaba a tener una alta opinión de Minnie Hill.

Y un atardecer la encontró en la orilla del lago plateado. Henry se encontraba allí, dando manotazos a unas cosas que parecían mosquitos (pero que no podían serlo, puesto que los anuncios indicaban especialmente que no había ni uno en los alrededores de «La alegre granja de los zarzales»), cuando apareció la muchacha. Caminaba lentamente, como si estuviera cansada. Un extraño estremecimiento, mitad de lástima, mitad de la otra cosa, recorrió el cuerpo de Henry. La miró. Ella le miró a él.

—Buenas tardes —dijo Henry.

Eran las primeras palabras que le dirigía. La muchacha jamás participaba en los diálogos del comedor, y Henry había sido demasiado tímido para hablarle al aire libre.

Ella contestó también «buenas tardes» y reinó un breve silencio.

La conmiseración venció la timidez de Henry.

—Parece usted fatigada —dijo.

—Estoy fatigada. —Hizo una pausa—. Abusé demasiado en la ciudad.

—¿Abusó?

—Bailando.

—¡Ah!, bailando. ¿Baila usted mucho?

—Sí; muchísimo.

—¡Ah!

Un comienzo prometedor, incluso atrevido. Pero ¿cómo continuar? Por primera vez, Henry lamentó la firme determinación de sus métodos con la Enciclopedia. ¡Cuán agradable hubiera sido poder hablar fácilmente de danza! Entonces recordó que, si bien no había llegado todavía a la palabra Danza, hacía pocas semanas que leyera lo referente a Ballet.

—Yo no bailo —dijo—, pero me gusta leer cosas de danza. ¿Sabía usted que la palabra «Ballet» incorporó tres modernos vocablos distintos: «ballet», «baile» y «balada» y que las danzas se acompañaban originariamente de cantos?

Acertó. Le dio en el punto flaco. La muchacha le miró con pavor en los ojos. Casi podría decirse que se quedó boquiabierta ante Henry.

—Apenas sabía nada de eso —dijo.

—El primer ballet descriptivo que se vio en Londres, Inglaterra —prosiguió Henry dulcemente—, fue «Los engañosos taberneros», que se presentó en Drury Lane en el siglo… XVII… o cosa así.

—¿De veras?

—Y el primer ballet moderno que se conoce fue el que representó… alguien con motivo de la boda del duque de Milán en 1489.

Esta vez no hubo duda ni vacilación en la fecha. Estaba firmemente aferrada a su memoria con garfios de hierro, debido a la singular coincidencia de que era también su número de teléfono. La pronunció serenamente, y los ojos de la muchacha se agrandaron.

—¡Cuántas cosas sabe usted!

—¡Oh, no! —dijo Henry con modestia—. Leo mucho.

—Debe de ser maravilloso saber tanto —dijo la muchacha cavilosamente—. Yo nunca he tenido tiempo para leer, a pesar de mis deseos. Es usted extraordinario.

El alma de Henry se abría como una flor y ronroneaba como un gato al que hacen cosquillas. Jamás en su vida le había admirado una mujer. La sensación era embriagadora.

Reinó de nuevo el silencio. Lentamente volvieron hacia el hotel advertidos por el tañido de una distante campana de que la cena estaba a punto de materializarse. No era un tañido musical, pero la distancia y la magia de aquel momento desusado le prestaban hechizo. Declinaba el sol extendiendo una alfombra carmesí sobre el lago de plata. No soplaba un hálito de aire. Aquellas criaturas, sin clasificar aun por la ciencia, que hubieran podido tomarse por mosquitos si su presencia hubiera sido posible en «La alegre granja de los zarzales», mordían con más dureza que nunca. Pero Henry no les hacía caso. Ni siquiera les dio un manotazo. Se saciaron con su sangre y fueron a comunicar a sus amigos tan feliz hallazgo, pero no existían para Henry. Le estaban ocurriendo cosas extrañas. Y mientras aquella noche permanecía desvelado en la cama, reconoció la verdad. Estaba enamorado.

A partir de entonces ya no se separaron durante el resto de las vacaciones. Pasearon por los bosques y se sentaron a la orilla del lago plateado. Él vertió para ella todos sus tesoros de cultura, y ella le miró con reverentes ojos, emitiendo de cuando en cuando un dulce «Sí» o un musical «¡Oh!».

Al terminársele las vacaciones, Henry volvió a Nueva York.

—Está usted muy equivocado respecto al amor, Mills —le dijo su sentimental compañero a poco de su vuelta—. Debería usted casarse.

—Voy a casarme —replicó Henry animadamente—. La semana que viene.

Tan asombrado quedó el joven sentimental, que dio quince dólares a un cliente que le presentó en aquel momento un cheque por diez, y hubo de celebrar una excitante consulta telefónica después que hubo cerrado el Banco.

El primer año de casado de Henry fue el más feliz de su vida. Había oído decir siempre que este período era el más peligroso del matrimonio. Henry esperaba disparidad de gustos, penosos ajustes de carácter, inevitables peleas. Nada de eso ocurrió. Desde el principio reinó la más perfecta armonía.

Minnie se adaptó a su vida con la misma suavidad que un río se une a otro. Henry no tuvo siquiera que alterar sus costumbres. Cada mañana desayunaba a las ocho, fumaba un cigarrillo y se dirigía al Metro. A las cinco salía del Banco, y a las seis llegaba a su casa, pues tenía la costumbre de recorrer a pie las dos primeras millas del camino respirando hondo y regularmente. Entonces comían. Luego, el sosegado anochecer. A veces una sesión de cine, pero generalmente el sosegado anochecer con lectura de Enciclopedia —a la sazón en voz alta— mientras Minnie zurcía calcetines aunque sin dejar nunca de escuchar.

Cada día que pasaba lo llenaba más de asombrada gratitud por ser tan maravillosamente feliz, por gozar de una paz tan extraordinaria. Todo era tan perfecto como era posible que lo fuese. Minnie parecía una muchacha distinta. Ya no tenía aquella mirada de fatiga. Estaba engordando.

A veces Henry suspendía la lectura unos instantes y la miraba. Al principio le veía tan sólo la suave cabellera, pues ella inclinaba la cabeza para coser. Luego, al asombrarse de aquel silencio, alzaba la cabeza y Henry encontraba sus ojazos. Entonces Henry se sentía inundado de felicidad y se preguntaba en silencio:

—¿Es posible tanta dicha?

El primer aniversario de su boda lo celebraron con la pompa adecuada. Comieron en un curioso y abarrotado restaurante italiano enclavado en una calleja que daba a la Séptima Avenida, en el que excitadas personas, probablemente muy inteligentes, se sentaban en torno a unas mesitas y hablaban a voz en cuello. Después de comer fueron a ver una comedia musical. Y luego —el máximo evento de la noche— fueron a cenar a un resplandeciente restaurante de Times Square.

Una cena en un restaurante caro había excitado siempre la imaginación de Henry. Aunque era un firme devorador de sólidos manjares literarios, había probado también, alguna que otra vez, menús más ligeros, aquellas novelas que empiezan con la aparición del héroe entre la multitud y su atención es inmediatamente atraída por un anciano de aspecto distinguido que entra en un automóvil con una muchacha tan extraordinariamente hermosa que el noctámbulo, al pasar, se vuelve a mirarla. Y entonces, mientras está sentado fumando, un camarero se acerca al héroe y, con un suave «Pardon, m’sieu!», le entrega la cuenta.

La atmósfera del «Greisenheimer» sugería todas estas cosas a Henry. Habían terminado de cenar, y estaba fumando un cigarro puro, el segundo de aquel día. Se reclinó en su silla y contempló la escena. Sentíase animado, pronto a correr cualquier aventura. Tenía la sensación, que experimentan todos los hombres pacíficos que gustan de sentarse junto al fuego a leer, de que aquél era la clase de ambiente al que pertenecía realmente. La brillantez de todo ello —las luces cegadoras, la música, la baraúnda en que el bronco borbolleo del fabricante de quincallería, sorprendido al sorber la sopa, se mezclaba a la nota chillona de una chica del coro llamando a su compañera— era captada por Henry. Pronto cumpliría los treinta y seis, pero se sentía como un jovenzuelo de veintiún años.

Una voz habló a su lado. Henry levantó los ojos y vio a Sidney Mercer.

El transcurso de un año, que convirtiera a Henry en un hombre casado, había trocado a Sidney Mercer en algo tan magnífico que, al verlo, Henry se quedó unos momentos sin habla. Un impecable traje de etiqueta cubría con elegante exactitud la esbelta figura de Sidney. Relucientes zapatos de auténtico charol cubrían sus pies. Sus cabellos rubios estaban peinados hacia atrás con pulcra brillantez, y en ellos fulgían las luces eléctricas como estrellas en un hermoso estanque. Su faz, prácticamente falta de mentón, resplandecía amablemente sobre un cuello inmaculado.

Henry llevaba un traje de sarga azul.

—¿Qué haces aquí, Henry? —dijo la visión—. No imaginaba que también aparecieras por estos lugares.

Sus ojos se posaron en Minnie. Expresaban admiración, pues Minnie estaba muy bonita.

—Mi mujer —dijo Henry, recobrando el uso de la palabra. Y a Minnie—: Míster Mercer, un viejo amigo.

—¿De modo que estáis casados? ¡Felicidades! ¿Y qué tal por el Banco?

Henry dijo que en el Banco iban tirando como siempre.

—¿Te dedicas aún al teatro?

Míster Mercer agitó la cabeza con aire de importancia.

—Tengo un empleo mejor. Soy bailarín profesional en este salón. Gano montones de dinero. ¿Por qué no bailáis vosotros?

Aquellas palabras parecieron aguar la fiesta. Las luces y la música, hasta aquel instante, habían producido en Henry un sutil efecto psicológico, haciéndole creer sinceramente que no era por no saber bailar por lo que permanecía sentado, sino porque ya estaba harto de bailar, y realmente prefería sentarse pacíficamente y contemplar a los demás. La pregunta de Sidney lo transformó todo. Le hizo afrontar la verdad.

—No sé bailar.

—¡Santo Dios! Apuesto que mistress Mills sí sabe. ¿No quiere usted bailar, mistress Mills?

—No, gracias, de veras.

Pero el remordimiento ya empezaba a atenazar a Henry. Se dio cuenta de que había sido un obstáculo en las diversiones de Minnie. Claro que ella quería bailar. A todas las mujeres les gusta. Si se negaba, era por él.

—No digas tonterías, Min. Ve a bailar.

Minnie pareció dudosa.

—Claro que has de bailar, Min. No te preocupes por mí. Me quedaré aquí fumando.

Un instante después, Minnie y Sidney trenzaban unos complicados pasos de danza y, simultáneamente, Henry dejaba de ser un jovenzuelo de veintiún años y empezaba incluso a dudar de si sólo tenía treinta y cinco.

Debatid bien toda la cuestión de la vejez y el resultado será que un hombre es joven mientras puede bailar sin tener lumbago, y no es joven en absoluto si no puede bailar. Tal fue la verdad que se impuso en Henry Wallace Mills mientras veía a su mujer deslizarse por la sala entre los brazos de Sidney Mercer. Observaba incluso que Minnie bailaba bien. Se estremeció al percibir la gracia de sus movimientos y, por primera vez desde su matrimonio, empezó a analizarse. Nunca había reparado en que Minnie era mucho más joven que él. Cuando había firmado en el Ayuntamiento para adquirir la licencia de matrimonio, ella había declarado, Henry lo recordaba ahora, que tenía veintiséis años. Entonces esto no le había producido ninguna impresión. No obstante, ahora percibía claramente que entre veintiséis y treinta y cinco mediaba un abismo de nueve años. Tuvo la horrible sensación de ser un anciano. ¡Qué aburrido debía de ser para la pobre Minnie verse obligada a departir noche tras noche con un viejo carcamal! Otros hombres divertían a sus esposas yendo a bailar con ellas. Todo cuanto él hacía era permanecer en casa leyéndole a Minnie el soporífero texto de la Enciclopedia.

¡Qué vida para una pobre niña! De repente se sintió agudamente celoso de Sidney Mercer, de aquel hombre con las articulaciones de goma al que siempre había despreciado cordialmente.

Paró la música. La pareja volvió a la mesa. Minnie, con el rostro arrebolado, lo cual la hacía parecer más joven que nunca; Sidney, aquel borrico insoportable, sonriendo, gesticulando y pretendiendo que sólo tenía dieciocho años. Parecían un par de niños… Henry, al verse casualmente en un espejo, se sorprendió de que sus cabellos no fueran blancos.

Media hora más tarde, en el coche en que volvían a su casa, Minnie, medio dormida, fue despertada por la súbita rigidez del brazo que le ceñía el talle y un repentino gruñido junto a la oreja.

Era Henry, que había resuelto aprender a bailar.

Como era un hombre de instintos literarios y económicos, el primer paso que dio Henry hacia el logro de su nueva ambición fue comprar un librito que valía cincuenta centavos titulado El A B C de la danza moderna, escrito por un tal «Tango». Le parecía —y no sin razón— que sería más sencillo y barato aprender a bailar con la ayuda de aquel tratado que mediante el acostumbrado método de tomar lecciones. Pero en cuanto empezó, tropezó con dificultades. En primer lugar, tenía la intención de ocultar lo que hacía a Minnie para darle una agradable sorpresa el día de su cumpleaños, que tendría lugar al cabo de unas semanas. En segundo lugar, El A B C de la danza moderna mostraba, al revisarlo, mayor complejidad de la que sugería su título.

Estos dos hechos fueron la ruina del método literario, pues en tanto que era posible estudiar el texto y las ilustraciones en el Banco, el hogar era el único sitio donde podía intentar poner en práctica las instrucciones. No puede uno deslizar el pie derecho por la línea de puntos AB y hacer seguir al pie izquierdo la curva CD en la jaula de cajero de un Banco, ni tampoco, si uno es sensible a la opinión pública, en la calle yendo a casa. Y una noche que intentaba hacerlo en el saloncito, mientras imaginaba que Minnie estaba en la cocina preparando la cena, ella apareció inesperadamente para preguntarle si quería la carne muy asada. Henry dijo que acababa de sufrir una especie de calambre, pero el incidente le dejó muy nervioso.

Entonces decidió tomar lecciones.

Las complicaciones no cesaron con esta resolución. Al contrario, se hicieron más agudas. No es que hubiera dificultad en hallar un profesor. Los periódicos iban llenos de anuncios. Henry seleccionó una tal madame Gavarni porque vivía en un barrio adecuado. Su casa estaba en una calle próxima, junto a una estación de Metro. El verdadero problema consistía en encontrar tiempo para las lecciones. Su vida se deslizaba por cauces tan metódicos, que no podía alterar en ella un momento tan importante como era la hora de su llegada al hogar sin excitar comentarios. Únicamente el engaño podía procurarle una solución.

—Oye, Min, nenita —dijo a la hora del desayuno.

—¿Qué hay, Henry?

Henry se puso encarnado. Nunca había mentido a su mujer.

—Me parece que no hago bastante ejercicio.

—¡Pero si tienes muy buen aspecto!

—Algunas veces me noto pesado. Creo que debería andar una milla más cuando vuelvo a casa. Claro, así… llegaré un poquitín más tarde.

—Muy bien, querido.

Aquella mentira le hacía sentirse como un criminal, pero, dejando el paseo, podría dedicar una hora diaria a las lecciones; y madame Gavarni le había dicho que una hora bastaba.

—Claro, hombre —le había dicho ella. Era una exuberante matrona, con unos bigotes de militar y unos modales muy libres hacia su clientèle—. Viene usted aquí una hora diaria, y si no tiene usted dos pies izquierdos, le haré bailar dentro de un mes como una peonza.

—¿De veras?

—¡Y tan de veras! Jamás he fracasado con ningún discípulo, excepto con uno. Y no tuve yo la culpa.

—¿Tenía dos pies izquierdos?

—No tenía pies. Se cayó de un tejado después de la segunda lección y tuvieron que cortárselos. Aun así, podría haberle enseñado el tango con piernas de madera, pero se desanimó un poco. Bueno, hasta el lunes, joven. Sea usted bueno.

Y aquella alma bondadosa, recuperando la goma de mascar que pegara en la puerta para hablar con más soltura, le despidió.

Entonces comenzó lo que, años más tarde, Henry consideraba sin titubeos como el período más miserable de su existencia. Tal vez haya ocasiones en las que un hombre que ha pasado ya la primera juventud se sienta más desdichado y ridículo que tomando lecciones de danza moderna, pero no es fácil encontrarlas. Físicamente, esta nueva experiencia ocasionaba a Henry agudo dolor. Músculos cuya existencia jamás sospechara nacieron a la vida con el solo propósito, al parecer, de dolerle. Mentalmente, aun sufría más.

Esto se debía en parte al peculiar método de enseñanza que imperaba en la academia de madame Gavarni, y en parte a que cuando llegaba la lección, una repentina sobrina surgía de un misterioso aposento para dársela. Era una muchacha rubia con ojos azules y sonrientes, y Henry nunca la enlazaba por la cintura sin tener la impresión de que estaba traicionando de un modo vil a la ausente Minnie. La conciencia le remordía. Agregad a esto la sensación de ser una criatura rígida y extraña con manos y pies de longitud anormal, y el hecho de que madame Gavarni tuviese la costumbre de permanecer en un rincón de la sala durante la lección, mascando goma y haciendo comentarios, y no os sorprenderéis de que Henry empezara a palidecer y a perder peso.

Madame Gavarni tenía la molesta costumbre de intentar dar ánimo a Henry comparando frecuentemente sus progresos y su manera de bailar con los de un inválido al que se jactaba de haber enseñado hacía algún tiempo.

Ella y su sobrina solían discutir acaloradamente en su presencia acerca de si el inválido, después de la tercera lección, había bailado el pasodoble mejor que Henry después de la quinta. La sobrina decía que no. Igual, tal vez, pero no mejor. Madame Gavarni decía que la sobrina olvidaba la manera que tenía el inválido de deslizar los pies. La sobrina acababa diciendo que sí, que tal vez lo olvidaba. Henry no decía nada. Se limitaba a sudar.

Progresaba muy lentamente. Sin embargo, la lentitud de sus progresos no podía achacarse a su profesora. Ella hacía cuanto puede hacer una mujer para estimular a un hombre. A veces llegaba incluso a seguirlo hasta la calle para mostrarle en la acera el medio de rectificar alguno de sus numerosos errores de technique, cuya eliminación lograría su definitiva superioridad sobre el inválido. El horror de abrazar a la muchacha en la academia no era nada comparado con el horror de abrazarla en la acera.

Sin embargo, como había pagado sus clases por adelantado y era un hombre determinado, hizo progresos. Un día descubrió sorprendido que sus pies trenzaban los pasos de baile sin un definido ejercicio de la voluntad por su parte… casi como si estuvieran dotados de inteligencia propia. Sus conocimientos coreográficos empezaban a madurar. Experimentó un orgullo singular, sólo comparable al que experimentara cuando en el Banco le subieron el sueldo por primera vez.

Madame Gavarni se sintió impulsada a pronunciar una alabanza digna.

—Eso empieza a marchar, joven —observó.

Henry se ruborizó modestamente. Había triunfado.

Cada día, mientras su habilidad en la danza se hacía más manifiesta, Henry hallaba ocasión de bendecir el momento en que se decidiera a tomar lecciones. A veces se estremecía al ver lo cerca que había estado del desastre. Cada día se convencía más, mientras observaba a Minnie, de que ésta estaba abrumada por la monotonía de la vida. Aquella cena fatal había destruido la paz del hogar. O tal vez precipitara simplemente la destrucción. Tarde o temprano, se decía Henry, Minnie se habría cansado de aquella monotonía, lo que era indudable es que poco después de aquella noche fatídica, había empezado a faltar espontaneidad en sus relaciones. Un germen peligroso se había establecido en el hogar.

Poco a poco Minnie y Henry enfriaban sus relaciones. Minnie había perdido aquel gusto de antes por la lectura vespertina y adquirido la costumbre de quejarse de dolor de cabeza y acostarse temprano. A veces, al observarla cuando ella no lo esperaba, sorprendía en sus ojos una expresión enigmática. Era una expresión, sin embargo, que Henry comprendía. Significaba que Minnie estaba aburrida.

Podría suponerse que aquel estado de cosas enojara a Henry, pero, al contrario, le producía una placentera exaltación. Convencíale de que había valido la pena soportar los tormentos de las lecciones de baile. Cuanto más aburrida estuviese ella, tanto mayor sería su alegría cuando él le revelara dramáticamente su secreto. Si ella hubiese estado satisfecha con la vida que él pudo ofrecerle sin saber bailar, ¿de qué hubiera servido perder peso y dinero aprendiendo aquellos complicados pasos? Le agradaban aquellas silenciosas e inquietas veladas que habían sustituido a los anocheceres alegres del primer año de matrimonio. Cuanto más callados estuviesen ahora, tanto más apreciarían luego su felicidad. Henry pertenecía al vasto círculo de seres humanos que creen que curarse repentinamente de un dolor de muelas es un placer mucho más intenso que no haber tenido nunca dolor de muelas.

Por tanto, se limitó a sonreír en silencio cuando, en la mañana del cumpleaños de Minnie y al regalarle un bolso que ella codiciara largo tiempo, vio que expresaba su agradecimiento maquinalmente.

—Me alegro de que te guste —dijo Henry.

Minnie contemplaba el bolso sin ningún entusiasmo.

—Es precisamente lo que quería —dijo, indiferente.

—Bueno, me marcho. Compraré localidades para ir al teatro esta noche.

Minnie vaciló unos instantes.

—No tengo muchas ganas de ir al teatro, Henry.

—No digas tonterías. Hemos de celebrar tu cumpleaños. Iremos al teatro y luego a cenar otra vez al «Greisenheimer». Hoy creo que trabajaré unas horas más en el Banco, de modo que es probable que no vuelva a casa. A las seis podemos encontrarnos en el restaurante italiano.

—Muy bien. ¿Así hoy no darás tu acostumbrado paseo?

—No. Por un solo día no importa.

—Claro. ¿De manera que aun sigues dando tus paseos?

—Sí, sí, naturalmente.

—¿Tres millas cada día?

—Exactamente. Me mantiene en forma.

—Claro.

—Adiós, nena.

Sí, había una manifiesta frialdad en la atmósfera. A Dios gracias, pensaba Henry mientras se dirigía al Banco, a la mañana siguiente todo sería distinto. Se sentía como el cruzado que ha llevado secretamente a cabo peligrosas hazañas por su dama, y está a punto de recibir su recompensa.

El «Greisenheimer» estaba tan brillante y bullicioso como aquella otra noche, cuando llegó Henry acompañando a una Minnie fría y hostil. Después de una comida silenciosa y de una representación teatral durante cuyos entreactos ni uno ni otro habían hablado más de una palabra, Minnie había formulado su deseo de no ir a cenar y volver a casa. Pero ni un escuadrón de policías habría podido impedir a Henry ir al «Greisenheimer». Había llegado su hora. Había esperado este momento semanas y semanas, y previsto cada detalle de la magnífica escena. Al principio se sentarían a la mesa sumidos en un silencio embarazoso. Luego llegaría Sidney Mercer y, como la otra vez, pediría a Minnie que bailase con él. Y después… después… Henry se levantaría abandonando ya toda reserva y exclamaría majestuosamente: «¡No! Soy yo el que va a bailar con mi mujer». Minnie quedaría asombrada, y luego se abandonaría a una irreprimible alegría. Mercer no sabría qué decir y su cabeza hueca sería incapaz de comprender nada. Y después, cuando hubieran vuelto a la mesa, él respirando fácil y regularmente como debe respirar un bailarín ejercitado, ella un tanto vacilante a causa del repentino éxtasis de todo aquello, se sentarían muy amartelados y empezarían una nueva vida. Tal era el guión que había bosquejado Henry.

Hasta cierto punto todo se desarrolló con la suavidad que imaginara. El único obstáculo que había temido —que no apareciese Sidney Mercer— no se presentó. Henry creía que la escena se echaría a perder un poco si Sidney Mercer no aparecía para representar el papel de imbécil; pero sus temores respecto a este punto eran infundados. Sidney tenía el don, corriente en el tipo de hombre sin barbilla y con pelo reluciente, de ver entrar a una muchacha bonita en el restaurante incluso cuando estaba de espaldas a la puerta. Apenas se habían sentado cuando ya estaba él junto a la mesa.

—¡Hola, Henry! ¿Otra vez por aquí?

—Hoy es el cumpleaños de mi mujer.

—Muchas felicidades, mistress Mills. Apenas tenemos tiempo de bailar un baile antes de que les sirva el camarero. Vamos.

La orquesta tocaba un bailable de moda, un bailable que Henry conocía muy bien. Más de una vez habíalo interpretado madame Gavarni aporreando un piano venerable y díscolo, para que él pudiera bailarlo con su ojizarca sobrina. Se levantó.

—¡No! —exclamó majestuosamente—. Soy yo quien va a bailar con mi mujer.

No había calculado mal la sensación que sus palabras habían de causar. Minnie le miró arqueando mucho las cejas. Sidney estaba asombrado.

—Creí que no sabías bailar.

—¿Quién sabe? —contestó Henry frívolamente—. Me parece bastante fácil. De todos modos, quiero probar.

—¡Henry! —exclamó Minnie mientras él la ceñía por la cintura.

Henry había supuesto que diría algo parecido, pero no en aquel tono de voz. Hay un modo de decir «¡Henry!» que implica una sorprendida admiración y una devoción llena de remordimientos, pero ella no lo había dicho de esta manera. En su voz había vibrado una nota de horror. Henry era un alma sencilla y no se le ocurrió la manifiesta solución de que Minnie creyera que estaba borracho.

Es verdad que en aquel instante estaba demasiado ocupado para analizar inflexiones vocales. Se hallaban ya en la pista de baile, y Henry empezaba a tener la impresión desagradable de que el guión que esbozara estaba sujeto a imprevistas alteraciones.

Al principio todo había ido bien. Estaban casi solos en la pista, y Henry había empezado a deslizar el pie por la línea de puntos AB con el vigor que caracterizara sus últimas lecciones. Y luego, mágicamente, se encontró en medio de una multitud, de una multitud agitada que no parecía tener sentido de la dirección ni habilidad alguna para dejarle espacio. Por unos instantes la práctica de varias semanas le ayudó. Luego un traspiés, un grito ahogado de Minnie, y sobrevino la primera colisión. Y con ello, todos los conocimientos que Henry adquiriera tan penosamente, le abandonaron, dejando su mente vacía y agitada. Era aquella una situación para la cual la práctica en un aposento vacío no lo había preparado. Le poseyó el pavor que siente un artista al presentarse por primera vez ante el público. Alguien le dio un empujón por la espalda y le preguntó belicosamente hacia dónde pensaba que se dirigía. Cuando Henry se volvía con la vaga intención de disculparse, recibió otro empujón por el lado opuesto. Tuvo la momentánea sensación de que se precipitaba por las cataratas del Niágara en un barril, y entonces se encontró tumbado en el suelo con Minnie encima. Alguien le estaba pisoteando la cabeza.

Se incorporó. Alguien le ayudó a ponerse en pie. Se dio cuenta de que Sidney Mercer estaba a su lado.

—Vuelve a probar —dijo Sidney, sonriente e impecable—. Estuviste colosal, pero mucha gente no te ha visto.

Aquel lugar estaba lleno de diabólicas carcajadas.

—¡Min! —dijo Henry.

Estaban en el salón de estar de su pisito. Minnie le volvía la espalda, y él no podía verle la cara. No le contestó.

Mantenía aquel silencio que iniciara al salir del restaurante. Durante el camino no había hablado una sola palabra.

—Min, lo siento.

Se oía el tic-tac del reloj en la chimenea. Fuera, pasó rugiendo un tren elevado. De la calle llegaban voces.

—Creía que podría hacerlo —dijo Henry desesperadamente—. He tomado lecciones diarias desde el día que fuimos al restaurante por primera vez. Supongo que aquella vieja tiene razón. Tengo dos pies izquierdos y es inútil que intente aprender a bailar. No te quise decir lo que estaba haciendo. Quería darte una maravillosa sorpresa el día de tu cumpleaños. Sabía que estabas de mal humor por haberte casado con un hombre que nunca te llevaba a bailar. Pensé que debía aprender para que tú pudieras divertirte como las esposas de los demás hombres. Yo…

—¡Henry!

Minnie se había vuelto, y él veía con indescriptible asombro que la expresión de su rostro había cambiado totalmente.

—¡Henry! ¿Por eso ibas a aquella casa… para tomar lecciones de baile?

Henry la miró en silencio. Ella se le acercó riendo.

—¿Por eso pretendías que volvías andando del Banco?

—¡Lo sabías!

—Te vi salir de aquella casa. Yo me dirigía a la estación del Metro que hay al final de la calle y te vi. Contigo iba una muchacha, una muchacha rubia. ¡Tú la abrazabas!

Henry se pasó la lengua por los labios secos.

—Min —dijo con voz ronca—. Tal vez no lo creas, pero ella estaba intentando enseñarme la carioca.

—Claro que te creo. Ahora lo comprendo todo. Entonces pensé que te estabas despidiendo de ella. ¡Oh, Henry! ¿Por qué no me dijiste nunca lo que estabas haciendo? Ya comprendo que querías darme una sorpresa el día de mi cumpleaños, pero forzosamente tenías que ver que algo había que no marchaba bien. Yo creía otra cosa. ¿No te habías dado cuenta aún de cómo me sentía estas últimas semanas?

—Lo achacaba a que te estabas aburriendo.

—¿Aburrirme? ¿Aquí, contigo?

—Fue después que bailaste aquella noche con Sidney Mercer. Me pareció verlo todo claro. Tú eres mucho más joven que yo, Min. No me parecía justo que pasaras tu vida escuchando las lecturas de un tipo como yo.

—¡Pero si yo te quiero!

—Tú tenías que bailar. Todas las chicas han de hacerlo. Las mujeres necesitan bailar.

—Pero yo no. Oye, Henry, ¿te acuerdas de lo fatigada que estaba cuando me conociste? ¿Sabes por qué? Porque había ido durante años a uno de esos sitios donde se pagan cinco centavos por bailar con la profesora de danza. ¡Yo era la profesora, Henry! Imagina lo que hube de soportar. Cada día tenía que arrastrar a un millón de hombres con pies enormes por la sala de baile. ¡Te aseguro que eres un bailarín profesional comparado con algunos de ellos! Me daban pisotones y abandonaban sobre mí sus doscientas libras de peso. Casi me mataban. Tal vez comprendas ahora por qué no me seduce el baile. Créeme, Henry, lo que más te agradeceré es que me digas que no he de volver a bailar nunca.

—Tú… tú… —balbució Henry—. ¿Quieres decir en serio que puedes soportar la vida que llevamos? ¿De veras no la encuentras aburrida?

—¡Aburrida!

Minnie se dirigió a un estante y volvió con un grueso volumen.

—Léeme algo, Henry. Hace siglos que no lo haces. Léeme algo de la Enciclopedia.

Henry miraba el voluminoso tomo que tenía en las manos. En medio del júbilo que casi le abrumaba, su mente ordenada estaba consciente de un error.

—¡Pero éste es el tomo MED-MUM, querida!

—¿De veras? No importa. Léeme algo de ese volumen.

—Sólo estábamos en el tomo CAL-CHA. —Agitó una mano—. Bueno, bueno… —prosiguió impetuosamente—, me es igual. ¿Y a ti?

—También. Siéntate aquí, amor mío; yo me sentaré en el suelo.

Henry se aclaró la garganta.

—«Milicz, o Molitsch (1374). Teólogo bohemio que ejerció gran influencia en aquellos predicadores y escritores de Moravia y Bohemia que, durante el siglo XIV, prepararon en cierto modo el camino a la actividad reformadora de Huss».

Bajó los ojos. Los suaves cabellos de Minnie reposaban sobre su rodilla. Los acarició con la mano. Minnie volvióse y él pudo mirarla a los ojos.

—¿Es posible tanta dicha? —se preguntó Henry.