Tratamiento de la distracción

Quiero contarles lo que le pasó a mi amigo Bobbie Cardew. Es una historia interesantísima. No le sabré dar el estilo literario y demás, pero tampoco me hace falta, ¿saben?, porque lo que interesa es la lección moral que encierra. Si el lector es hombre, no puede perderla, porque le servirá de advertencia; y si es mujer, no querrá perderla, porque trata de cómo una muchacha le hizo a un hombre renegar de todo.

Si conocieran ustedes a Bobbie de hace poco, probablemente se sorprenderían al enterarse de que hubo un tiempo en que llamaba más la atención por la flaqueza de su memoria que por ninguna otra cosa. Docenas de sujetos que han conocido a Bobbie después de operarse en él este cambio se han mostrado sorprendidos cuando se lo he dicho. Sin embargo, es verdad. Créanme.

Por los días en que conocí a Bobbie Cardew era más o menos el botarate más destacado en cuatro millas a la redonda. La gente dice que yo soy un tarambana, pero nunca figuré en la misma categoría de Bobbie. En lo de tolondrón me gana con mucho. Miren: cuando quería invitarle a cenar, solía enviarle una carta por correo a principio de la semana, luego le mandaba un telegrama el día anterior, le telefoneaba durante el día mismo, y media hora antes de la hora fijada le enviaba un mensajero con un taxi cuya misión era la de procurar meterlo en el coche y dar al chófer la dirección exacta. Haciéndolo así solía lograr mis propósitos, a menos que se hubiera ido de la ciudad antes de la llegada de mi mensajero.

Lo raro es que en otras cosas no era del todo inconsciente. En lo más profundo de su ser había una especie de substrato de sentido común. Una o dos veces logré verle mostrar un casi humano signo de inteligencia. Pero para llegar a este estrato había que emplear la dinamita.

Por lo menos, eso es lo que yo pensaba. Pero existía otro medio que no se me había ocurrido. Me refiero al matrimonio. Al matrimonio, que es la dinamita del alma; y eso fue lo que curó a Bobbie. Se casó. ¿Han visto ustedes alguna vez a un falderillo persiguiendo a una avispa? El falderillo ve a la avispa. Le parece bastante bien. Pero no sabe lo que le espera al final hasta que lo tiene ya encima. Eso fue lo que le sucedió a Bobbie; se enamoró, se casó (con una especie de frenesí, como si fuera la cosa más divertida del mundo) y luego empezó a ver cosas.

Ella no era de esas chicas que uno hubiera supuesto capaces de sorber el seso a Bobbie. Y, no obstante, no sé. Lo que quiero decir es que se ganaba la vida trabajando; y, para un tipo que nunca ha dado un golpe en su vida, hay indudablemente una especie de fascinación en una muchacha que trabaja para ganarse la vida.

Se llamaba Anthony. Mary Anthony. Tenía unos cinco pies y seis pulgadas de estatura, gran abundancia de pelo de un color oro rojizo, ojos grises y la barbilla saliente. Era enfermera en un hospital. Cuando Bobbie se quedó hecho polvo jugando al polo, le encargaron a ella que le desfrunciera el ceño y correteara a su alrededor poniéndole ungüentos refrescantes y demás; y el chico, cuando apenas hacía una semana que se había levantado, la llevó a la sacristía y lo arreglaron todo. Una verdadera historia de amor.

Bobbie me soltó la noticia una noche en el club, y al día siguiente me la presentó. La encontré admirable. Yo no he trabajado nunca… por cierto, me llamo Pepper. Por poco me olvido mencionarlo. Reggie Pepper. Mi tío Edward era el Pepper de «Pepper, Wells y Cía.», tratante en carbones. Me dejó bastante plata… pues, como digo, yo no he trabajado nunca, pero admiro al que se gana la vida con dificultades, especialmente si es una chica. Y esta muchacha había tenido que pasar por situaciones muy difíciles, pues era huérfana y demás y tuvo que hacérselo todo por sí misma durante años y años.

Mary y yo nos entendimos admirablemente. Ahora no estamos en tan buenas relaciones, pero ya llegaremos a este punto. Estoy hablando del pasado. Por lo visto, ella consideraba a Bobbie como lo más grande de este mundo a juzgar por la forma en que le miraba cuando creía que yo no me fijaba. Y Bobbie parecía pensar lo mismo de ella. Así es que llegué a la conclusión de que, con tal que al atolondrado de Bobbie no se le olvidara ir a la boda, tenían muchas probabilidades de ser muy felices.

Bueno, abreviemos un poco y hagamos un salto de un año. En realidad, la historia no empieza hasta entonces.

Tomaron un piso y se instalaron. Yo iba con frecuencia por allí. No me perdía detalle y todo me parecía ir como sobre ruedas. «Si esto es el matrimonio, pensaba, no alcanzo a ver por qué algunos le temen tanto». Había toda una serie de cosas mucho peores que pudieran sucederle a un hombre.

Pero a todo esto llegamos al incidente de la Cena Tranquila, y aquí es donde el primer sueño de amor se interrumpe y empiezan a ocurrir cosas.

Encontré a Bobbie en Piccadilly por casualidad, y me rogó que fuera a cenar a su casa. Yo, como un tonto, en vez de cerrarme bajo siete llaves y ponerme bajo la protección de la policía, acudí a la cena.

Cuando llegamos al piso, encontramos a la señora de Bobbie con un aspecto… bueno, no les diré más sino que me cortó el habla. Llevaba el dorado cabello completamente recogido en ondas, rizos y cosas de esas, con una como se llame de diamantes. Iba vestida con un traje perfecto. No podría empezar a describirlo. Lo único que puedo decir es que era ya el máximo. Se me ocurrió pensar que si éste era el aspecto que presentaba cada noche cuando cenaban tranquilamente juntos en casa, no era de extrañar que a Bobbie le gustara tanto la domesticidad.

—Me he traído a Reggie, querida —dijo Bobbie—. Le he dicho que viniera a cenar. Llamaré por teléfono a la cocina y les pediré que nos suban la cena ahora… ¿qué te parece?

Ella le miró fijamente, como si no le hubiera visto hasta entonces. Luego se puso de un color escarlata. Más tarde se puso pálida como un lienzo. Después emitió una risita. Era algo muy interesante ver aquello. Me hizo ansiar encontrarme en la copa de un árbol a ochocientas millas de distancia. Al poco, se dominó.

—¡Cuánto me alegro que pueda acompañarnos, míster Pepper! —dijo sonriéndome.

Después de esto estuvo perfectamente. Por lo menos, eso se hubiera dicho. Durante la cena habló animadamente, gastándole bromas a Bobbie continuamente. Terminada ésta, tocó unos bailables al piano, como si no tuviera ni una sola preocupación. Una fiestecita muy divertida… no lo fue. No soy ningún lince ni mucho menos, pero había visto su cara al principio y sabía que durante todo el rato estaba esforzándose para conservar su dignidad, y que hubiera dado aquella como se llame de diamantes que llevaba en el pelo y todo lo demás que poseía por poder lanzar un grito fuerte… uno solo. En el transcurso de un día he tenido que pasar por situaciones bastante embarazosas, pero aquella les daba ciento y raya a todos. Cogí el sombrero lo más pronto que pude y me marché.

Después de presenciar lo que había visto no me sorprendió mucho encontrarme a Bobbie en el club, al día siguiente, con un aspecto tan alegre y animado como el misántropo solitario en una fiesta de esquimales.

Inició su lamentación al momento. Parecía contento de tener alguien con quien hablar.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo casado? —dijo.

Yo no lo sabía exactamente.

—Un año, poco más o menos —dijo tristemente—. Exactamente un año… cumplido ayer.

Entonces comprendí. Se hizo en mí la luz… un destello de luz bastante aprovechable.

—¿Ayer era…?

—El aniversario de la boda. Lo tenía todo arreglado para llevar a Mary a cenar al Savoy y luego al Covent Garden. Ella tenía un especial empeño en oír a Caruso. Yo llevaba las entradas al palco en el bolsillo. Durante toda la cena tuve una especie de idea extraña de que me había olvidado de algo, pero no podía acordarme de qué.

—¿Hasta que tu mujer lo mencionó?

Él asintió.

—Lo mencionó —dijo pensativamente.

No le pedí detalles. Las mujeres con el pelo y la barbilla que tenía Mary pueden ser ángeles la mayor parte del tiempo, pero cuando se quitan las alas por un rato no lo hacen a medias.

—Para serte absolutamente franco, hijo mío —dijo el pobre Bobbie de un modo desesperado—, mis acciones han bajado mucho en casa.

No parecía que se pudiese hacer gran cosa. Me limité a encender un cigarrillo y a quedarme sentado donde estaba. Bobbie no quería hablar. Al poco salió. Yo, de pie junto a la ventana de nuestro cuarto de fumar del piso de arriba, que da a Piccadilly, le estuve observando. Durante unas yardas fue andando lentamente, se detuvo, volvió luego a andar y finalmente entró en una joyería. Lo cual era un ejemplo que venía a confirmar la afirmación que he hecho al principio de que en su interior hay un cierto substrato de sentido común.

Desde entonces empecé a interesarme realmente por el problema de la vida matrimonial de Bobbie. Por lo general, uno siempre siente un interés muy relativo por los matrimonios de sus amigos y espera que darán buen resultado y demás; pero el caso éste era distinto. El hombre corriente no es como Bobbie, y la muchacha corriente no se parece a Mary. Se trataba de ese asunto tan cacareado de la masa inamovible y de la fuerza irresistible. Ahí estaba Bobbie, deambulando ricamente por la vida: Un buen chico bajo cien aspectos, pero, innegablemente, un tarambana de primer orden.

Y ahí estaba Mary, determinada a que no siguiera siendo un botarate. Y la Naturaleza se mostraba completamente partidaria de Bobbie. Cuando la Naturaleza crea un tolondrón como el amigo Bobbie, se enorgullece de él y no quiere ver perturbada su obra. Le otorga una especie de armadura natural para protegerle de la interferencia exterior. Y esta armadura es la escasez de memoria. La escasez de memoria hace que el hombre siga siendo un botarate, cuando, a no ser por ella, pudiera dejar de serlo. Fíjense, por ejemplo, en mi caso. Yo soy un tarambana. Pues bien, si recordara la mitad de las cosas que la gente ha intentado enseñarme durante toda mi vida, tendría que usar sombreros del número nueve. Pero lo malo es que las he olvidado. Y exactamente lo mismo le sucede a Bobbie.

Durante cosa de una semana, o tal vez más, el recuerdo de aquella noche doméstica y pacífica le hizo el efecto de un tónico. En alguna parte he leído yo que los elefantes son una especie de campeones en asuntos de memoria, pero, comparados con Bobbie durante aquella semana, resultan unos distraídos. Mas, ¡ay, dolor!, el golpe no fue lo suficientemente fuerte. Había logrado abollar la armadura, pero no hacer en ella un agujero. Al poco tiempo volvía Bobbie a las andadas.

Era algo patético. La pobre muchacha le quería entrañablemente y estaba asustada. Comprenderán ustedes también que la cosa se iba poniendo mal, y ella lo sabía. Un hombre que se olvida del día que se casó al año de su boda, es probable que al cabo del cuarto año se olvide por completo de que está casado. Si Mary quería reformarlo tenía que hacerlo ahora, antes que empezara a desbocarse.

Yo lo veía bien claro y traté de hacérselo ver a Bobbie, una tarde que me estaba participando sus tribulaciones. No puedo acordarme de qué era lo que había olvidado el día anterior, pero se trataba de algo que ella le había pedido que le trajera, tal vez un libro.

—¡Armar tanto revuelo por una pequeñez! —dijo Bobbie—. Y, además, ella sabe que sencillamente se debe a que tengo una memoria tan infernal para todo. Nunca puedo acordarme de nada. Jamás he podido.

Durante un rato estuvo hablando de otras cosas y, precisamente en el momento de marcharse, sacó del bolsillo un par de soberanos.

—¡Ah, por cierto! —dijo.

—¿Para qué son? —le pregunté, a pesar de que ya lo sabía.

—Te los debo.

—¿De qué? —dije.

—Pues de la apuesta del martes. Fue en la sala de billar. Murray y Brown jugaban un partido a cien tantos y yo te aposté doble contra sencillo a que Brown ganaría, y perdió por veinte tantos.

—¿De modo que de ciertas cosas sí te acuerdas? —dije yo.

Se puso excitadísimo, diciendo que el creer que fuera de esos tipejos que se olvidan de pagar cuando han perdido una apuesta era una canallada por mi parte después de conocerle durante tantos años, y añadió toda una serie de cosas como ésta.

—Cálmate, zagalillo —le dije.

Y luego le hablé como un padre.

—Lo que tú tienes que hacer, pimpollo mío —le dije—, es serenarte y, además, bien pronto. Tal como se están poniendo las cosas te expones a recibir un mal golpe antes de que sepas con qué te han aporreado. Tienes que hacer un esfuerzo. No me digas que no puedes. Los dos machacantes estos demuestran bien claramente que aunque tienes la memoria de piedra, puedes acordarte de ciertas cosas. Lo que debes hacer es procurar que queden incluidas en la lista de ellas los aniversarios de boda y cosas así. Tal vez te resulte un esfuerzo intelectual agotador, pero ya saldrás adelante.

—Supongo que tienes razón —dijo Bobbie—. Pero no sabes lo que me extraña que Mary le dé tanta importancia a esos latazos de fechas. ¡Qué importa que me olvide del día en que nos casamos, o del día en que nació, o el día en que el gato tuvo el sarampión! Mary sabe perfectamente que la quiero igual que si fuera uno de esos tipos que hacen exhibición de memoria en los espectáculos de variedades.

—A las mujeres no les basta con eso —dije—. Quieren que se les demuestre. Ten esto presente y verás cómo todo va bien. Olvídalo y se armará un alboroto.

Bobbie mordisqueaba el puño de su bastón.

—Las mujeres son una cosa rarísima —dijo melancólicamente.

—Debías haber pensado en ello antes de casarte —dije.

No creo que se pudiera hacer más por él. Le había extractado la situación formidablemente. Cualquiera hubiera creído que, después de hablar conmigo, se le revelaría claramente el punto sobre el cual tenía que insistir, y que esta revelación le hiciera reaccionar. Pero no. Volvió nuevamente a entregarse a los mismos hábitos. Yo abandoné la idea de discutir con él. Disponía de mucho tiempo, pero no del suficiente para llegar a ningún resultado positivo cuando se trataba de reformar al amigo Bobbie por medio de la discusión. Cuando se encuentra uno con un individuo que pide jaleo e insiste en mantener su petición, la única cosa que se puede hacer es observar el momento en que le llega. Después se puede tener alguna probabilidad. Pero hasta entonces no se puede hacer nada. En cambio, pensaba muchísimo en él.

Bobbie no se encontró en seguida con el agua al cuello. Pasaron semanas y meses y siguió sin suceder nada. De vez en cuando llegaba al club con una especie de nube en su rostro radiante, y yo podía darme cuenta de que había habido bronca en su casa; pero no fue hasta bastante avanzada la primavera cuando recibió el golpe en el punto preciso expuesto a él, en el tórax.

Una mañana me encontraba fumando tranquilamente un cigarrillo junto a la ventana que da a Piccadilly, observando los autobuses y coches que subían por un lado y bajaban por el otro —es una cosa muy interesante y lo hago con frecuencia— cuando entró bruscamente Bobbie con los ojos desorbitados y la cara de color de ostra, agitando en la mano un trozo de papel.

—Reggie —dijo—. Reggie, amigo mío, ¡se ha ido!

—¡Ido! —dije yo—. ¿Quién?

—Mary, naturalmente. Se ha ido. ¡Me ha dejado! ¡Se ha ido!

—¿A dónde? —pregunté.

¿Que es una pregunta muy tonta? Tal vez tengan ustedes razón. De todas maneras, el pobre Bobbie casi echaba espuma por la boca.

—¿A dónde? ¿Cómo quieres que lo sepa? Mira, lee esto.

Me colocó el papel entre las manos.

Era una carta.

—Toma —dijo Bobbie—. Léela.

Así lo hice. En verdad era toda una carta. No muy extensa, pero directa al grano.

Decía así:

«Mi querido Bobbie:

»Me voy. Si te importo lo suficiente para que te acuerdes de desearme muchas felicidades el día de mi cumpleaños, volveré. Mi dirección será: Apartado 341, London Morning News».

La leí dos veces y le dije después:

—Bueno, ¿por qué no lo haces?

—¿Por qué no hago qué?

—¿Por qué no le deseas muchas felicidades? No parece que sea mucho pedir.

—Pero es que ella dice que ha de ser el día de su cumpleaños.

—Bueno, ¿y cuándo es su cumpleaños?

—¿Es que no comprendes? —dijo Bobbie—. Se me ha olvidado.

—¡Que lo has olvidado!

—Sí —dijo Bobbie—. Olvidado por completo.

—¿Qué quieres decir con olvidado por completo? —dije yo—. ¿Es que te has olvidado si es el día veinte o el veintiuno, o qué? ¿Entre qué límites lo colocas?

—Sé que caía entre el primero de enero y el treinta y uno de diciembre. Esto es lo más exacto que te puedo decir.

—Piensa.

—¡Piensa! ¿A qué viene decir «piensa»? ¡Piensa! ¿Crees que no he pensado? Chispas le vengo sacando al cerebro desde que abrí esta carta.

—¿Y no puedes acordarte?

—No.

Llamé al timbre y pedí que trajeran un aperitivo.

—Bueno, Bobbie —dije—, éste es un caso muy complicado para soltárselo a un aficionado desentrenado como yo. Imagínate que alguien le hubiera ido a Sherlock Holmes diciéndole: «Míster Holmes, aquí tiene un caso para investigar. ¿Cuándo es el cumpleaños de mi mujer?». ¿No crees que a Sherlock le habría chocado? Sin embargo, sé lo suficiente de este juego para constarme que un tipo no puede iniciar sus teorías deductivas hasta que se le da un punto de apoyo, de modo que despierta de este trance en que estás sumido y dame algún indicio. Por ejemplo, ¿no te acuerdas del tiempo que hacía la última vez que celebró su cumpleaños? Con esto podríamos fijar el mes.

Bobbie sacudió la cabeza.

—Por lo que puedo recordar, era un tiempo ordinario.

—¿Hacía calor?

—Templado.

—O ¿frío?

—Bueno, tal vez un poco de frío. No me acuerdo.

Pedí dos aperitivos más. Parecían indicados al Manual del joven detective.

—Eres una gran ayuda, Bobbie —dije—. Un apoyo inapreciable. Uno de esos requisitos indispensables sin los cuales no hay nada completo.

Bobbie parecía estar pensando.

—¡Ya está! —dijo de pronto—. Mira. En su último cumpleaños le hice un regalo. Todo lo que tenemos que hacer es ir a la tienda, enterarnos de la fecha en que lo compré, y ya está.

—Por completo. ¿Qué le regalaste?

Cedió.

—No me acuerdo —dijo.

En eso de ocurrírsele a uno ideas pasa como en el golf. Hay días en que no se acierta ni una, y otros en que es tan fácil como beberse un vaso de agua. No creo que hasta entonces Bobbie hubiera tenido dos ideas en una misma mañana durante toda su vida; en cambio, ahora las tuvo sin ningún esfuerzo. Echó sencillamente otro Martini seco al carburador y antes de que hubiera tiempo de nada soltó su oleada cerebral.

¿Conocen ustedes esos libritos que se llaman «¿Cuándo ha nacido usted?»? Hay uno para cada mes. Le dicen a uno su carácter, sus aptitudes y sus puntos fuertes y débiles por cuatro peniques y medio. La idea de Bobbie fue la de comprar los doce de cada mes y leerlos detenidamente hasta que descubriéramos qué descripción correspondería al carácter de Mary. Esto nos proporcionaría el mes de su nacimiento y reduciría bastante el campo de acción.

Para un no pensador como el amigo Bobbie era una idea genial. Al momento nos dedicamos a la empresa. Él cogió la mitad y yo la otra mitad y nos pusimos a trabajar. Como digo, la idea parecía buena. Pero en cuanto llegó el momento de adentrarnos en el asunto vimos que había un inconveniente. Existía en los libritos gran abundancia de información. Lo malo es que no había ni un solo mes que no tuviera algo que cuadrara exactamente al carácter de Mary. Por ejemplo, el de diciembre decía: «Los nacidos en diciembre son aficionados a guardar secretos. Son viajeros infatigables». Bueno, Mary había guardado bien sus secretos y había viajado lo bastante infatigablemente para lo que Bobbie quisiera. Luego, los nacidos en octubre eran «gente de ideas originales y amantes del movimiento». No se podía haber definido con más exactitud la excursioncita de Mary. Los nacidos en febrero tenían «una memoria maravillosa». Precisamente la especialidad de Mary.

Nos tomamos un ligero descanso y luego volvimos a entregarnos a la investigación.

Bobbie era muy partidario del mes de mayo, porque el libro decía que las mujeres nacidas en este mes, eran «propensas a ser caprichosas; lo que constituye siempre una barrera para la felicidad del matrimonio»; pero yo me inclinaba hacia febrero, porque las mujeres de febrero «son excepcionalmente decididas, y les gusta hacer su santa voluntad; son muy serias, y esperan de sus compañeros completa reciprocidad». Bobbie tuvo que reconocer que esta descripción le iba al dedillo a Mary.

Al final acabó rompiendo los libros, los pisoteó y, después de quemarlos, se fue a su casa.

El cambio que durante los pocos días que siguieron se operó con el amigo Bobbie fue maravilloso. ¿Han visto ustedes alguna vez ese cuadro que se titula «El despertar del alma»? Representa una jovencita con la mirada fija en la semi lejanía con una especie de sorpresa y con una expresión en sus ojos que parece decir: «¡De seguro que son las pisadas de George las que oigo sobre la estera! ¿Será esto el amor?». Bueno, Bobbie tenía también un despertar del alma. No creo que jamás se hubiera molestado, en todo lo que llevaba de vida, en dedicarse a pensar. Pero ahora se estaba quedando con el cerebro hecho polvo. Naturalmente, en cierto modo me resultaba penoso ver a un congénere humano tan derrengado, pero tenía la exacta sensación de que redundaba en beneficio suyo. Permitía ver con toda la evidencia posible que aquellas tormentas cerebrales mejoraban en gran escala a Bobbie. Cuando terminara era probable que volviera a ser un botarate, pero sería tan sólo un pálido reflejo del tarambana que hasta entonces había sido. Ello venía en apoyo de la idea que yo siempre tuve con respecto a que lo que necesitaba era un buen traqueteo.

Durante aquellos días le vi con frecuencia. Yo era su mejor amigo y acudía a mí en busca de simpatía. Y se la di a manos llenas, pero sin dejar nunca de insistir en mi lección moral al verle decaído.

Un día le vi llegar cuando me encontraba sentado en el club y pude observar que tenía una idea. Parecía más feliz de lo que venía pareciendo desde hacía semanas.

—Reggie —dijo—, me hallo sobre la pista. Esta vez estoy convencido de que lograré descubrirlo. Me he acordado de algo de vital importancia.

—¿Sí? —dije yo.

—Recuerdo distintamente —dijo— que en el último cumpleaños de Mary fuimos juntos al Coliseum. ¿Qué te parece?

—Es un magnífico esfuerzo de memoria —dije yo—. Pero ¿de qué nos vale?

—Recordarás que en el Coliseum cambian el programa todas las semanas.

—¡Ah! —dije—. Eso ya es otra cosa.

—Y la semana en que nosotros fuimos, uno de los números era Los Gatos Terpsicoreanos del Profesor no sé qué. Lo recuerdo perfectamente. ¿Hemos limitado bastante el campo de acción, o no? Reggie, voy a llegarme al Coliseum ahora mismo y les voy a arrancar la fecha en que trabajaban Los Gatos Terpsicoreanos, aunque tenga que valerme de lo que sea.

De esta manera llegó a precisar la fecha dentro de seis días, ya que en la Gerencia nos trataron como hermanos; sacaron los archivos y fueron pasando las páginas con ágiles dedos hasta que lograron localizar los gatos a mediados de mayo.

—Ya te decía yo que era en mayo —dijo Bobbie—. Así quizá otra vez me escucharás.

—Si tienes una pizca de sentido común —le dije yo—, esa vez no existirá.

Bobbie me aseguró que no existiría.

Una vez le ha empezado a funcionar a uno la memoria se dispara como si disfrutara con ello. Aquella noche acababa de meterme en la cama cuando oí sonar el teléfono. Naturalmente, era Bobbie. No se excusó.

—Reggie —dijo— ahora sí que lo sé con seguridad. Se me acaba de ocurrir. Vimos Los Gatos Terpsicoreanos esos en una sesión matinal.

—¿Sí? —dije yo.

—Bueno, ¿pero no te fijas en que esto lo reduce todo a dos días? Tuvo que ser, o bien el miércoles día siete, o el sábado día diez.

—Sí —dije yo—, con tal que en el Coliseum no dieran matinales a diario.

Le oí emitir una especie de gruñido.

—Oye, Bobbie —dije. Tenía los pies helados, pero no me importaba, por la mucha simpatía que sentía hacia él.

—¿Qué hay?

—Yo también me he acordado de algo. De lo siguiente: el día que fuisteis al Coliseum estuve yo almorzando con vosotros dos en el Ritz. Te olvidaste del dinero y firmaste un cheque.

—Lo malo es que estoy siempre firmando cheques.

—Así es. Pero el que yo digo era por diez libras y extendido a nombre del hotel. Busca en tu libro de cheques y mira cuántos talones de diez libras pagaderos al Hotel Ritz firmaste entre el cinco y el diez de mayo.

Emitió una especie de boqueada.

—Reggie —dijo— eres un genio. Siempre lo dije. Creo que has dado en el clavo. No dejes el teléfono.

Al poco volvió a ponerse en él.

—Hola —dijo.

—Era el día ocho, Reggie, buen mozo, no…

—Fenomenal —dije—. Buenas noches.

A todo esto eran ya las primeras horas de la madrugada, pero pensé que lo mejor sería dar por perdida la noche y acabar el asunto, así es que llamé a un hotel de cerca de la Strand.

—Póngame con mistress Cardew —dije.

—Es tarde —dijo la voz de un hombre al otro extremo.

—Y cada minuto que pasa se va haciendo más tarde —dije yo—. Despabílate, zagal.

Estuve esperando pacientemente. Ya me había perdido el sueño de la medianoche y tenía los pies helados, pero no estaba para lamentaciones.

—¿Qué sucede? —dijo la voz de Mary.

—Tengo los pies fríos —dije yo—. Pero no la llamé para decirle esto. Acabo de hablar con Bobbie, mistress Cardew.

—¡Oh! ¿Habla míster Pepper?

—Sí. Lo ha recordado, mistress Cardew.

Ella dio una especie de grito. Con frecuencia he pensado en lo interesante que debe resultar el ser telefonista. ¡La de cosas que deben oír! El gruñido y la boqueada de Bobbie, el grito de mistress Cardew, todo lo de mis pies fríos, etc. Debe ser muy entretenido.

—¡Que lo ha recordado! —dijo ella entrecortadamente—. ¿Se lo dijo usted?

—No.

Bueno, decírselo no se lo había dicho.

—Míster Pepper.

—¿Sí?

—¿Estuvo… ha estado… estaba preocupado?

Yo hice chasquear la lengua. En este particular me incumbía hacer el papel de alma de la fiesta.

—¡Que si estaba preocupado! Era el hombre más preocupado que puede haber entre Londres y Edimburgo. Se ha estado rompiendo la cabeza como si le pagara el Estado por hacerlo. Empezaba a preocuparse después del desayuno y…

Bueno, con las mujeres no sabe uno nunca por dónde va. Yo tenía la idea de que nos íbamos a pasar el resto de la noche dándonos palmaditas en la espalda a través del alambre telefónico y diciéndonos el uno al otro alabanzas por lo buenos conspiradores que éramos y demás. Pero acababa de llegar a este punto cuando ella me mordió. ¡Tal como lo digo! Oí el crujido, y luego dijo «¡oh!» de un modo desagradable. Y cuando una mujer dice «¡oh!» de ese modo, quiere decir todas las palabras feas que le gustaría pronunciar si las supiera.

Luego empezó a decir:

—¡Qué salvajes son los hombres! ¡Qué horripilantes! ¿Cómo ha tenido corazón para ver al pobre Bobbie febril por la preocupación, cuando una sola palabra suya habría bastado para dejarlo todo arreglado? No se…

—Pero…

—¡Y usted se llama su amigo! ¡Su amigo! (risa metálica de lo más desagradable). Bien demostrado queda lo fácilmente que una se engaña. Yo le creía a usted hombre de buen corazón.

—Pero, oiga, cuando sugerí la idea, usted la encontró perfectamente…

—La consideré odiosa, abominable.

—Pero dijo usted que era estup…

—Yo no dije nada de eso. Y si fue así, no lo quería decir. No quiero ser injusta, míster Pepper, pero tengo que decir que me parece haber algo positivamente repulsivo en un hombre que es capaz de tomarse la molestia de separar un marido de su mujer, sencillamente con el fin de divertirse contemplando con deleite su agonía…

—Pero…

—Cuando una simple palabra hubiera bastado…

—Pero usted me hizo prometer que no… —tartamudeé yo.

—Y si lo hice, ¿supone usted que no esperaba que tuviera el sentido común de faltar a su promesa?

Había terminado. Ya no me quedaban más observaciones que hacer. Colgué el auricular y me metí en la cama.

Continúo viendo a Bobbie cuando viene al club, pero no visito ya el viejo hogar. Él se muestra muy amistoso, pero ha dejado de invitarme. La semana pasada pasé frente a Mary en la Academia y sus ojos me atravesaron como un par de balas atravesarían un rollo de manteca. Y cuando salieron por la otra puerta y yo salí también a hurtadillas a reponerme, se me ocurrió el simple epitafio que quiero que se inscriba sobre la lápida de mi tumba cuando haya dejado de existir. Es como sigue: «Era un hombre que actuaba llevado de los mejores motivos. Nace uno cada minuto».