Sacando del enredo al inexperto Gussie

Me lo soltó antes del desayuno. Ahí tenéis, en seis palabras, un esbozo completo del carácter de mi tía Agatha. Podría extenderme indefinidamente escribiendo acerca de su brutalidad y falta de consideración, pero me limitaré a decir que me sacó de la cama para espetarme su triste historia a una hora de lo más intempestiva. No serían ni las once y media cuando entró Jeeves, mi ayuda de cámara, a despertarme con la noticia:

—Mistress Gregson quiere verle, señor.

Pensé que tenía que ser sonámbula para venir a aquellas horas, pero salté de la cama y me puse la bata. Conocía muy bien a tía Agatha y sabía que si había venido a verme acabaría viéndome. Esta mujer es así.

La encontré sentada en una silla, muy erguida y con la mirada fija en el espacio. Al verme entrar, me miró de aquel modo peculiar suyo, tan criticón, que me produce siempre la sensación de que la espina dorsal se me ha convertido en gelatina. Tía Agatha es de esas mujeres cuya característica es la intransigencia. Creo que la reina Elizabeth debía parecérsele. Domina completamente a su marido, Spencer Gregson, un sujeto pequeñito que trabaja en el Stock Exchange. Domina a mi primo, Gussie Mannering-Phipps. Domina a su cuñada, la madre de Gussie. Y, lo que es peor, me domina a mí. Tiene mirada de pez antropófago, y es una experta en persuasiones morales.

Seguramente habrá sujetos en el mundo —hombres de voluntad de hierro y demás monsergas— a quienes no logre ella intimidar; pero cuando se es chico como yo, enamorado de la vida tranquila, lo mejor, al verla venir, es apelotonarse y esperar a ver qué pasa. Sé por experiencia que cuando a tía Agatha se le mete en la cabeza que hagas una cosa, lo mejor es darle gusto, o de lo contrario se encuentra uno en situación de preguntarse por qué los tipos aquellos de otros tiempos armaban tanto alboroto cuando se veían perseguidos por la Inquisición.

—Hola, tía Agatha —dije.

—Bertie —me contestó—, ¡qué mal aspecto tienes!, pareces completamente distraído.

Yo me sentía como un paquete mal envuelto. A primeras horas de la mañana no estoy nunca en mi mejor forma, y así se lo dije.

—¡A primeras horas de la mañana! Desayuné hace tres horas y luego estuve paseando por el parque tratando de coordinar mis ideas.

Si desayunara alguna vez en mi vida a las ocho y media me iría al Embankment a tratar de poner fin a mi vida entre las aguas.

—Estoy preocupadísima, Bertie. Por eso he acudido a ti.

Como vi que iba a empezar una de sus largas narraciones le pedí a Jeeves en un débil balido que me trajera el té. Pero ya había empezado ella antes que llegara el té.

—¿Qué planes tienes de momento, Bertie?

—Verás: pensaba ir más tarde a almorzar, y darme una vuelta luego por el Club, para después, si me siento con suficientes fuerzas, llegarme hasta Walton Heath a jugar una partida de golf.

—No me interesan tus idas y venidas. Me refiero a si para la próxima semana tienes algún asunto importante.

Olí el peligro.

—Bastantes —dije—. Infinidad de cosas. Cosas de gran envergadura.

—¿Qué cosas?

—Son… mmm… bueno, no lo sé muy bien.

—Ya me lo imaginaba. No tienes ningún compromiso. Muy bien; pues quiero que te vayas a América inmediatamente.

—¡América!

Tengan en cuenta que todo esto me sorprendía con el estómago vacío y poco después de que la alondra diera su primer trino al alba.

—Sí, América. Supongo que habrás oído hablar de América.

—Pero ¿por qué América?

—Porque allí es donde se encuentra tu primo Gussie. Está en Nueva York, y yo no puedo ir.

—¿Qué le pasa a Gussie?

—Se está portando como un perfecto idiota.

Para quien conociera a Gussie tan bien como yo, estas palabras abrían un amplio campo de especulación.

—¿De qué forma?

—Ha perdido la cabeza por cierta criatura.

Por ocurrencias anteriores, la cosa parecía verosímil. Desde que Gussie alcanzara la condición de hombre venía perdiendo la cabeza por varias criaturas. Pertenece a esta clase de chicos. En cambio, como las criaturas nunca parecían perder sus cabezas por él hasta entonces, nunca tuvo mucha importancia.

—Supongo que sabrás perfectamente por qué se marchó Gussie a América, Bertie. Ya sabes lo perversamente extravagante que era tu tío Cuthbert.

Se refería al autor de Gussie, al último «cabeza de familia», y no tengo inconveniente en reconocer que decía la verdad. Nadie quiso más al tío Cuthbert que yo, pero todo el mundo sabe que en cuanto intervenía en cosas de dinero era el tarugo más completo en los anales de la nación. Parecía tener como ansia de gastar dinero. Jamás apostó por un caballo que a media carrera no se le pusieran rodillas de fregona. Tenía un sistema de desbancar a la banca de Montecarlo que hacía que la administración del Casino pusiera guirnaldas y tocara campanas de júbilo cuando le veían aparecer a lo lejos. Considerado en conjunto, el bueno del tío Cuthbert era muy derrochador y hasta llegó a llamarle vampiro al abogado de la familia porque no le dejaba irse a cortar leña para ganar algo más.

—Dejó a tu tía Julia con muy poco dinero para una mujer de su posición. Beechwood necesita muchos gastos de conservación, y el pobre Spencer hace lo que puede para ayudar, pero no tiene recursos ilimitados. Cuando Gussie fue a América quedó bien claramente entendido por qué iba. No es listo, pero es guapo, y, aunque no tiene título, los Mannering-Phipps son una de las mejores y más antiguas familias de Inglaterra. Llevó consigo algunas cartas de recomendación excelentes y me hizo casi feliz al escribirme que había conocido a la mujer más bella y más encantadora del mundo. Continuó ensalzándola durante varios correos y luego esta mañana, he recibido una carta de él, en la que dice, así, sin darle importancia, como al descuido, que sabe que tenemos suficiente amplitud de criterio como para que no nos parezca mal que ella trabaje en los escenarios de variedades.

—¡Qué barbaridad!

—Fue como si nos hubiera caído un rayo. Por lo que parece, el nombre de la chica es Ray Denison, y, según dice Gussie, hace algo que él describe como un solo en la parte importante. No tengo ni la menor noción de lo que puede ser esta degenerada representación. Como para añadir a la recomendación, afirma que hizo levantar al público de sus asientos actuando la semana pasada en uno de los teatros de Mosenstein. No te puedo decir quién debe ser la tal Ray, ni el cómo ni el porqué de este entusiasmo, ni quién o qué pueda ser este míster Mosenstein.

—¡Válgame Júpiter! —dije—. Eso es una especie de abracadabra, ¿verdad? Una especie de destino, ¿no es así?

—No te entiendo.

—Bueno, me refiero a tía Julia; ya sabes adónde quiero ir a parar. A la herencia y demás. A que todo lo que está en la sangre acaba saliendo y demás cosas por el estilo.

—No seas absurdo, Bertie.

Sería una tontería, pero no dejaba de ser una coincidencia. Nadie lo menciona, y la familia está tratando de olvidarlo desde hace veinticinco años, pero ya es sabido que mi tía Julia, la madre de Gussie, fue en otro tiempo artista de variedades, y por lo que he oído decir, estupenda. Actuaba en una pantomima de Drury Lane cuando tío Cuthbert la vio por primera vez. Naturalmente, todo esto fue antes de mis tiempos, y, también antes de que fuera yo lo suficiente crecido para fijarme, la familia lo había ya dejado todo solventado. Tía Agatha, a base de un trabajo educativo, había pulido a tía Julia hasta tal punto que ni con un microscopio se la podía distinguir de una legítima y empingorotada aristócrata. ¡Las mujeres se adaptan tan de prisa!

Tengo un amigo que se casó con Daisy Trimble, del teatro Gaiety, y cuando ahora voy a verla me produce la impresión de que al marchar tendré que retirarme de su presencia sin darle la espalda. Pero el caso es que no había forma de escapar a la evidencia. Gussie tenía sangre de variedades en sus venas y, por lo que parecía, estaba haciendo la regresión al tipo, o como quiera que se llame.

—¡Válgame Júpiter! —dije, pues siento interés por todos estos líos hereditarios—, tal vez la cosa se va a convertir en una tradición regular en la familia, como las descritas en los libros: una especie de maldición de los Mannering-Phipps, como si dijéramos. Tal vez todos nuestros cabezas de familia se irán casando con artistas de variedades por siempre jamás. Hasta la generación qué sé yo, ¿no crees?

—Haz el favor de no ser tan idiota. Bertie. Por lo menos, hay uno de los futuros cabezas de familia que no se casará con ninguna artista, y ése es Gussie. Tú te irás a América a impedirlo.

—Sí, pero ¿por qué yo precisamente?

—¿Que por qué tú? Eres irritante, Bertie. ¿Es que no tienes sentimientos para la familia? Eres demasiado perezoso para intentar darnos crédito por ti mismo, pero, al menos, puedes esforzarte en evitar que Gussie nos deshonre. Te irás a América porque eres el primo de Gussie, porque has sido siempre su mejor amigo, y porque eres el único de la familia que no tiene absolutamente en qué ocupar el tiempo como no sea en jugar al golf e ir a los Clubs nocturnos.

—Voy mucho a las subastas.

—Y a jugar tontamente en inmundas covachas. Si necesitas una razón más, te diré que vas a ir porque yo te lo pido como favor personal.

Lo que quería decir era que si yo me negaba desencadenaría todo su genio sobre mí para convertirme la vida en un infierno. Seguía con sus brillantes ojos fijos en mí. Jamás he conocido a nadie que imite con más perfección la mirada acerada de un marino retirado.

—Así, pues, saldrás en seguida, ¿verdad, Bertie?

No titubeé.

—Eso es —dije—, naturalmente.

Llegó Jeeves con el té.

—Jeeves —le dije—, partimos el sábado para América.

—Está bien, señor. ¿Qué traje quiere llevar?

Nueva York es una ciudad bastante grande, convenientemente situada en el extremo de América, así es que se encuentra uno en ella sin esfuerzo alguno, inmediatamente al bajar del barco. No hay modo de perderse de camino. Se baja por una pasarela, luego se descienden unas cuantas escaleras, y se encuentra uno en ella. El único posible inconveniente que cualquier chico razonable puede encontrarle al lugar es el de que te suelten del barco a una hora tan intempestiva.

Dejé que Jeeves se ocupara de que mi equipaje pasara sin recibir daños por una congregación de piratas recelosos que buscaban tesoros escondidos entre mis camisas nuevas, y tomé un taxi que me llevó al hotel de Gussie. Una vez en él pedí al escuadrón de empleados caballerescos que había tras el mostrador que hicieran surgir a mi primo.

Con esto recibí mi primera sorpresa. No estaba allí. Les rogué que lo pensaran de nuevo y lo volvieron a pensar, pero no sirvió de nada. No había en el predio ningún Augustus Mannering-Phipps.

Reconozco que aquello fue un golpe muy duro para mí. Me encontré solo en una ciudad extraña sin huellas de Gussie. ¿Cuál era el primer paso que debía dar? Nunca he tenido por la mañana la inteligencia muy despejada; en cierto modo, mi cabeza no parece entrar en funciones hasta el mediodía y no podía pensar lo que tenía que hacer.

Quedé sorprendido al ver lo abarrotadas que estaban las calles. La gente iba de un lado para otro como si fuera una hora razonable y no la del alba gris. En los tranvías se apoyaban unos en el cuello de los otros. Supongo que irían a trabajar o algo parecido. ¡Extraña gentecilla!

Lo raro es que después de la primera impresión que me produjo ver toda esta terrible energía, la cosa no parecía tan extraña. He hablado después con gente que ha estado en Nueva York, y todos me dicen que a ellos les sucedió lo mismo. Aparentemente, hay algo en el aire, ya sea el ozono, los fosfatos o algo que le despierta a uno. Una especie de acicate como si dijéramos. Una especie de libertad que se le mete a uno en la sangre, le reanima, y le hace sentir que:

Dios está en el cielo

y el mundo es ideal

y no le importa a uno que las cosas no le vayan del todo bien. No puedo expresarlo mejor que diciendo que la idea que prevalecía en mi mente, cuando iba por el lugar que ellos llaman Times Square, era la de que tres mil millas de profundas aguas me separaban de tía Agatha.

En esto de buscar algo ocurre una cosa rara. Si buscáis una aguja en un pajar de seguro que no la encontraréis. Si no os importa un pepino encontrar la aguja, se os viene ésta a las manos en cuanto os recostáis en el pajar. Cuando ya había paseado una o dos veces arriba y abajo, contemplando las vistas, y opinaba que me importaría poco no volverme a encontrar a Gussie, le vi de pronto, de tamaño natural, entrar en un portal calle abajo.

Le llamé, pero no me oyó, por lo que me dediqué a perseguirle y le atrapé entrando en una oficina del primer piso. En la puerta de esta oficina se leía el nombre de: «Abe Riesbitter. Agente de variedades», y al otro lado de la puerta se percibía ruido de varias voces.

Gussie dio la vuelta y se me quedó mirando.

—¡Bertie! ¿Qué haces por aquí? ¿De dónde has salido? ¿Cuándo llegaste?

—Desembarqué esta mañana. Me fui directamente a tu hotel, pero me dijeron que no estabas allí, que no te conocían.

—Es que he cambiado de nombre. Me llamo George Wilson.

—Pero ¿por qué?

—Pues mira, intenta llamarte por aquí Augustus Mannering-Phipps, y a ver qué te parece. Te sientes como un perfecto idiota. No sé lo que ocurre en América, pero sí sé decirte que no es un lugar donde pueda uno llamarse Augustus Mannering-Phipps impunemente. Hay otra razón que te diré más tarde. Bertie, ¡me he enamorado de la chica más preciosa del mundo!

El pobrecillo me miraba con tal expresión de gato mientras esperaba con la boca abierta a que le felicitara, que, la verdad, no tuve corazón para decirle que ya estaba enterado de todo aquello, y que había ido a aquel país con el único propósito de ponerle una trampa; así es que le felicité.

—Muchas gracias, buen mozo —dijo—. Es un poco prematuro pero me imagino que todo saldrá bien. Entra aquí y te lo iré contando.

—¿Qué buscas en este lugar? Parece un sitio bastante cochambroso.

—¡Ah!, eso es parte de la historia. Ya te lo contaré todo.

Abrimos una puerta en la que se leía «sala de espera». En mi vida he visto un sitio con tanta gente. Las paredes parecían dilatadas.

Gussie me explicó:

—Son artistas de variedades que esperan para ver al viejo Abe Riesbitter. Hoy es primero de septiembre, día que empieza la temporada. La caída de la hoja —dijo Gussie, que a su manera es un poco poeta— es la primavera de las variedades. Por todo el país, la savia rebulle en las venas de los ciclistas, y los contorsionistas del año anterior, despertando de su sueño estival, anudan su cuerpo. Con ello quiero decirte que es el principio de la nueva estación y que todo el mundo va detrás de un contrato.

—¿Pero qué buscas tú aquí?

—Tengo que ver a Abe para un asunto. En cuanto veas salir por esta puerta a un individuo gordo con unas setenta y cinco sotabarbas, cógete de él porque será Abe. Es un sujeto que anuncia cada paso que da hacia adelante en la vida adquiriendo una nueva sotabarba. Según he oído decir, hace unos cuantos años tenía sólo dos. Si pescas a Abe, acuérdate de que me conoces por George Wilson.

—Dijiste que me ibas a explicar el lío éste de George Wilson, Gussie, zagalillo.

—Pues mira, es como sigue…

Al llegar a este punto, Gussie se interrumpió de pronto, levantóse de su asiento y saltó con indescriptible ímpetu hacia un sujeto extraordinariamente gordo que había aparecido de súbito. Se armó un revuelo terrible para llegar hacia él; pero Gussie tenía en su ventaja la rapidez con que había reaccionado, y el resto de los cantores, bailarines, malabaristas, acróbatas y demás artistas parecieron reconocer que mi primo había ganado, pues se retiraron de nuevo a su sitio, entrando yo con él en la habitación interior.

Míster Riesbitter encendió un cigarro y nos miró solemnemente por encima de su zafarrancho de papadas.

—Óigame usted —le dijo a Gussie—. Escúcheme.

Gussie mostró una respetuosa atención. Míster Riesbitter estuvo meditando un momento y disparó contra la escupidera con fuego indirecto por encima del escritorio.

—Escúcheme —volvió a decir—. Le he visto ensayar como le prometí a miss Denison. Para ser un aficionado, no está mal. Tiene usted mucho que aprender, pero hay madera. Lo interesante es que puedo colocarle en un sitio de cuatro funciones por día, si se contenta con el cincuenta por ciento. No le puedo ofrecer nada mejor, y ni esto le hubiera dado de no ser por la señorita que tanto ha insistido. Tómelo o déjelo. ¿Qué me contesta?

—Acepto —dijo Gussie con voz ronca—. Gracias.

Ya en el corredor, Gussie, desbordando alegría, me dio unas palmadas en la espalda.

—Bertie, chico, ¡qué bien!, soy el hombre más feliz de Nueva York.

—Bueno, explícame.

—Pues bien, verás, como te decía cuando entró Abe, el padre de Ray tuvo también esta profesión. No es de nuestro tiempo, pero recuerdo haber oído hablar de él…, Joe Danby. Era muy conocido en Londres antes de venir a América. Pues bien, es un hombre muy simpático, pero terco como una mula, y no le gustaba la idea de que Ray se casase conmigo porque yo no era de la profesión. No quería ni oír hablar de ello. Recordarás que en Oxford cantaba yo bastante bien algunas cancioncitas; así es que Ray le pidió al viejo Riesbitter que fuera a oírme ensayar y me diera un contrato si mi trabajo le gustaba. Tiene mucha influencia con él. La muy preciosa me ha estado recomendando durante varias semanas. Y ahora, tal como le has oído decir, me ha colocado en un número de relleno a cincuenta dólares por semana.

Yo me apoyé contra la pared. Me sentía un poco débil. A través de una especie de niebla me pareció tener la visión de tía Agatha enterándose de que el cabeza de familia de los Mannering-Phipps estaba a punto de aparecer en un escenario de variedades. La devoción que tía Agatha le tiene a la familia llega a ser una obsesión. Los Mannering-Phipps constituían un clan ya establecido de antiguo, cuando Guillermo el Conquistador era aún un crío con las piernas al aire y una catapulta. Durante siglos han llamado a los reyes por su nombre de pila y han ayudado a los duques con su renta semanal; y prácticamente no hay nada que un Mannering-Phipps pueda hacer sin manchar su escudo. Así es que era superior a mis fuerzas el adivinar lo que tía Agatha diría —además de decir que todo era culpa mía— cuando se enterara de la terrible noticia.

—Vuelve al hotel, Gussie —le dije—, y perdona un momento. Quiero poner un cablegrama.

Claramente veía yo ahora que tía Agatha había elegido para este trabajo de librar a Gussie de las garras de la profesión varietesca americana al menos indicado. Lo que yo necesitaba ahora eran refuerzos. Por un momento pensé en cablegrafiar a tía Agatha que viniera, pero la razón me dijo que aquello sería excederse. Necesitaba ayuda, pero no hasta tal extremo. Por fin encontré el medio más adecuado. Cablegrafié a la madre de Gussie, poniendo «urgente» en el cable.

—¿Qué has cablegrafiado? —preguntó Gussie después.

—¡Ah!, pues que había llegado bien y todas estas cosas que se dicen —contesté.

Gussie debutó el lunes siguiente en su carrera varietesca en un local bastante abigarrado de la parte alta de la ciudad, donde daban una película y uno o dos números de variedades en el intermedio. El suyo le había costado muchos ensayos. Parecía dar como seguras mi ayuda y simpatía, y yo no podía fallarle. Mi única esperanza, que iba aumentando conforme le oía ensayar, era que en su primera aparición dejaría al público tan decepcionado que jamás se atrevería a volver a actuar; y calculaba que su fracaso desbarataría automáticamente el matrimonio y que lo mejor que yo podía hacer era dejar que la cosa siguiera su curso.

Él no quería arriesgarse. El sábado y el domingo lo pasamos prácticamente en un inmundo cuartito de música de las oficinas de los editores musicales cuyas canciones se proponía cantar. Un sujeto pequeñito con nariz de gancho estaba chupando su cigarrillo y tocando el piano todo el día. Aquel doncel era incansable. Parecía tener un interés personal en el asunto.

Mi primo Gussie se aclaraba la garganta y empezaba:

«Hay un gran chuchú esperando en la estación».

El sujeto (tocando unos acordes): «¿Ah, sí? ¿Y qué espera?».

Gussie (bastante fastidiado por la interrupción): «Que me espera a mí».

El sujeto (sorprendido): «¿A ti?».

Gussie (insistiendo en ello): «Que me espera a míííí».

El sujeto (escépticamente): «¡No me digas!».

Gussie: «Pues me voy a Tennessee».

El sujeto (accediendo en un punto): «Pues yo vivo en Yonkers».

Durante toda la canción vino haciendo lo mismo. Al principio, el pobre Gussie le pidió que se detuviera, pero el sujeto dijo que no, y que siempre se hacía así: que aquello ayudaba a ponerle un poco de pimienta a la cosa. Acudió a mí como testigo de si aquello necesitaba o no un poco de pimienta que se le pudiera dar. Y el sujeto le dijo entonces a Gussie: «¿Lo ve?». En vista de ello mi primo tuvo que soportarlo.

La otra canción que trató de cantar era una de esas en las que se habla de la luna. Con voz velada me dijo que la había elegido porque era una de las que cantaba su novia cuando levantaba al público de sus asientos en el local de Mosenstein y en otras partes. El hecho parecía darle a la canción asociaciones sagradas para él.

Apenas me querrán ustedes creer, pero la dirección exigía que Gussie se presentara a empezar la función a la una de la tarde. Yo le dije que no se lo podían haber dicho en serio, porque debían saber que a esa hora estaría almorzando; pero Gussie dijo que eso era lo corriente en los locales de cuatro turnos al día, y que ya no esperaba poder volver a almorzar con tranquilidad hasta que llegara a escenarios de categoría. Me estaba condoliendo con él, cuando descubrí que daba ya por descontado que también iría yo por allí a la una. Mi primera idea fue la de ir a ver su actuación de la noche, cuando —si es que sobrevivía— saliera por cuarta vez; pero como nunca he abandonado a un amigo en apuros, me despedí del ligero almuerzo que había planeado hacer en una taberna bastante decente que había descubierto en la Quinta Avenida, y fui con él. Cuando ocupé mi asiento, estaban con la proyección. Era una de esas películas del Oeste en las que el cowboy salta sobre su caballo y recorre el país a ciento cincuenta millas por hora para escapar del sheriff sin saber —¡pobre infeliz!— que igual podría quedarse en donde está, pues el sheriff tiene un caballo capaz de hacer trescientas millas por hora sin jadear. Iba a cerrar los ojos y tratar de olvidarme de todo hasta que anunciaran a Gussie, cuando descubrí que a mi lado estaba sentada una chica estupenda.

No; voy a ser más honrado. Cuando entré vi yo que había una chica estupenda en aquella butaca y me senté a su lado. Lo que sucedió ahora es que empecé a mirarla con más detenimiento. Deseaba que encendieran las luces para verla mejor. Era bastante pequeña, de ojos muy grandes y con una sonrisa encantadora. Era una vergüenza que todo aquello se perdiera, por decirlo así, en la semiobscuridad.

De pronto se encendieron las luces, y la orquesta empezó a tocar una canción que, a pesar de que no tengo mucho oído, me pareció conocida en cierto modo. Al instante salió Gussie de los laterales vestido con un frac púrpura y un sombrero de copa castaño; sonrió lánguidamente al auditorio, dio un traspiés, se ruborizó, y empezó a cantar la canción de Tennessee.

Fue un desastre. El pobre tenía una fiebre de candilejas tan grande que prácticamente le eliminaba la voz. Ésta sonaba como un eco lejano del pasado que nos llegara atravesando una manta de lana.

Desde el momento en que oí que iba a dedicarse a las variedades venía sintiendo una débil esperanza. Lo sentía por el infeliz, naturalmente, pero no se podía negar que la cosa tenía su lado bueno. No habría empresa alguna en este mundo que siguiera pagando cincuenta dólares a la semana por aquella actuación. La que yo estaba presenciando sería la primera y única que haría Gussie. Tendría que dejar la profesión. El viejo diría: «No moleste a mi hija». Y con un poco de suerte me veía ya llevándome a Gussie en el primer barco que saliera para Inglaterra y entregándoselo intacto a tía Agatha.

Acabó con la canción como pudo y se retiró entre el delirante silencio del auditorio. Hubo un breve descanso y volvió a salir.

Ahora cantaba como si no le quisiera nadie en el mundo. Como canción, no era muy patética que digamos, pues toda ella trataba de amartelamiento bajo la luna de junio y cosas por el estilo. Pero Gussie la exponía de un modo tan triste y tan desolador que en cada estrofa había una legítima angustia. Cuando llegó al estribillo estaba ya a punto de prorrumpir en lágrimas, ¡qué corrompido me parecía el mundo con todas aquellas cosas que sucedían en él!

Empezó el estribillo y entonces sucedió lo más espantoso. La chica que estaba junto a mí se levantó de su asiento y echando la cabeza hacia atrás empezó a cantar también. Digo «también», pero en realidad no fue así, porque la primera nota que ella emitió le dejó a Gussie paralizado.

Jamás me he sentido tan cohibido como en aquel momento. Me hundía en el asiento deseando poder volverme el cuello de la americana hacia arriba. Todo el mundo parecía mirarme.

En medio de mi agonía logré ver a Gussie. En el buen mozo se había operado un completo cambio. Parecía totalmente reanimado. El advertir que la muchacha cantaba magníficamente, por lo visto producía a Gussie un efecto tónico. Cuando ella llegó al final del estribillo lo recogió él y lo cantaron juntos. Al finalizar, mi primo se había convertido en un héroe popular. El auditorio gritaba pidiendo que se repitiera y sólo se calmó cuando apagaron las luces y empezaron la película.

Cuando me repuse fui a ver a Gussie. Le encontré sentado entre bastidores encima de una caja y con el aspecto de quien ha visto visiones.

—¿No te parece maravilloso, Bertie? —dijo con devoción—. No tenía ni idea de que fuera a venir. Esta semana actúa en el Auditorium y tiene el tiempo justo para volverse a hacer su matinée. Se expuso a llegar tarde, sólo para ver cómo quedaba yo. Es mi ángel bueno, Bertie. Me ha salvado. Si no me hubiera ayudado no sé lo que habría sucedido. Estaba tan nervioso que no sabía lo que me hacía. Ahora que he pasado de la primera representación todo irá bien.

Me alegré de haber enviado el cable a su madre. Iba a necesitarla. La cosa se había puesto ya por encima de mis fuerzas.

Durante la siguiente semana vi con frecuencia a Gussie y me presentaron a la chica. Conocí también a su padre, un tipo formidable, de cejas muy espesas y expresión decidida. Al miércoles siguiente llegó tía Julia. Mistress Mannering-Phipps, o sea mi tía Julia, es, a mi modo de ver, la persona más digna que conozco. Le falta la mordacidad de tía Agatha, pero mira de un modo que siempre logró hacerme sentir, desde mi niñez, como si fuera yo un pobre gusano. Y no es que me acose como tía Agatha. La diferencia entre las dos es en que tía Agatha da la impresión de que me considera personalmente responsable de todo el mal que hay en el mundo, mientras que la actitud de tía Julia deja entrever que soy más de compadecer que de censurar.

Si no fuera porque se trata de un hecho histórico, me sentiría inclinado a creer que tía Julia no estuvo jamás en los escenarios de variedades. Es como una duquesa teatral.

Siempre me parece que está en actitud de indicarle al mayordomo su deseo de que ordene al Jefe de la servidumbre para que sirvan el almuerzo en el salón azul que da a la terraza occidental. Rebosa dignidad. Sin embargo, hace veinticinco años, por lo que me han dicho los señores que en aquellos días eran jovenzuelos mundanos, les entusiasmaba en el Tívoli con una obra en dos actos titulada «Jolgorio en un salón de té», en la que llevaba un traje ajustado y cantaba una canción con un coro que empezaba así: «Rom-pam-pam terere pom».

Hay cosas que la mente de un individuo rechaza imaginar, una de ellas es la de que tía Julia pudiera cantar el «ram-pam-pam terere pom».

Al cabo de cinco minutos de nuestro encuentro, fue directa al asunto.

—¿Qué pasa con Gussie? ¿Por qué me pusiste el telegrama llamándome, Bertie?

—Es una historia bastante larga —le dije—, y completa además. Si no te importa, te la dejaré ver en una serie de cuadros animados. Vayamos unos minutos al Auditorium.

A Ray, la novia de Gussie, la habían contratado de nuevo para otra semana en el Auditorium, gracias al gran éxito de su actuación en la primera. Su número consistía en tres canciones. Tenía muy bien estudiados los trajes y la escenografía. Cantaba con muy buena voz y estaba guapísima. La actuación en conjunto resultaba imponente.

Tía Julia no habló hasta que estuvimos en nuestros asientos. Apenas lo hicimos lanzó una especie de suspiro.

—Hace veinte años que no he estado en un salón de variedades.

No dijo más, pero parecía como si no pudiera apartar la vista de la escena.

Al cabo de media hora, los individuos que se ocupan de anunciar el programa por medio de carteles a uno de los lados del escenario, pusieron el nombre de Ray Denison, y se oyó un aplauso general.

—Observa esta actuación, tía Julia —le dije.

Ella no pareció oírme.

—¡Veinticinco años! ¿Qué decías, Bertie?

—Observa este número y dime qué te parece.

—¿Quién es? Ray. ¡Oh!

—Exhibición A —dije yo—. La chica con quien Gussie está prometido.

La muchacha hizo su número y el público se levantó para aclamarla. Tuvo que volver a saludar una y otra vez. Cuando hubo desaparecido, me volví hacia tía Julia.

—¿Qué te parece? —le dije.

—Me gusta su trabajo. Es una artista.

—Ahora, si no te molesta, iremos a la parte alta de la ciudad.

Y tomamos el Metro hacia donde Gussie, la película humana, ganaba sus cincuenta dólares semanales. Por suerte, no haría ni diez minutos que estábamos en nuestros asientos, cuando salió a actuar.

—Exhibición B —dije—. Gussie.

No sé exactamente lo que yo suponía que haría ella; pero sí estoy seguro de que no esperaba que permaneciera en su asiento sin decir ni una palabra. No movió ni un músculo y se quedó con la vista fija en Gussie mientras éste continuaba con su canto lunar. Lo sentía por la pobre mujer, pues debía ser un golpe para ella ver a su hijo único con un frac malva y un sombrero de copa castaño. Sin embargo, consideré que lo mejor era que lo más pronto posible quedara al corriente del intríngulis de la situación. Si hubiera tratado de explicarle el asunto sin valerme de las ilustraciones, habría empleado el día entero en hacerlo y ella se hubiera armado un lío acerca de quién iba a casarse con quién y por qué.

Quedé asombrado de lo mucho que había mejorado Gussie. Había recobrado la voz y se desenvolvía perfectamente. Me acordé de la noche que, en Oxford, cuando era aún un mocito de dieciocho años, cantó «Bajemos por la Strand», después de una opípara cena, con los pies metidos en la fuente del colegio y llegándole el agua hasta las rodillas. Ahora ponía el mismo ardor en lo que cantaba.

Cuando se retiró del escenario, tía Julia continuó completamente quieta durante un rato, y luego se volvió hacia mí. Los ojos le brillaban de un modo raro.

—¿Qué significa esto, Bertie?

Hablaba quedamente, pero la voz le temblaba un poco.

—Gussie se ha metido en este berenjenal —le dije—, porque el padre de su novia no consentía que se casara a menos que lo hiciera así. Si te sientes con ánimos, tal vez no te importe que nos lleguemos hasta la calle Ciento treinta y tres y tengamos una conversación con él. Es un individuo de cejas muy espesas y es la exhibición C de mi lista. En cuanto te haya puesto en contacto con él creo que quedará terminada mi participación en el asunto, y de ti dependerá todo lo demás.

Los Danby vivían en uno de esos grandes pisos de la parte alta de la ciudad que parece que valgan un dineral, y realmente cuestan la mitad de lo que vale uno de dos o tres habitaciones por la calle Cuarenta. Nos introdujeron en un saloncito, adonde acudió al poco el viejo Danby.

—Buenas tardes, míster Danby —comencé.

Hasta aquí había llegado cuando de pronto oí a mi lado una especie de grito entrecortado.

—¡Joe! —exclamó tía Julia, y fue tambaleándose hacia el sofá.

El viejo Danby estuvo mirándola un momento y luego se le abrió la boca y se le arquearon las cejas como cohetes.

—¡Julie!

Inmediatamente se estrecharon las manos y empezaron a sacudírselas con tal violencia que me extrañó que no se les desprendieran los brazos.

Yo no sirvo para soportar estas cosas sin aviso previo. El cambio operado en tía Julia me hizo sentir vértigos. Habíase despojado por completo de su empaque de gran dama y toda ella era rubores y sonrisas. No me gusta tener que decir tales cosas de una tía mía, y de no ser así iría más allá y haría constar que emitía risitas de colegiala. Y el viejo Danby, que por lo general parecía un cruce de emperador romano y Napoleón Bonaparte en uno de sus ratos de mal humor, se estaba portando como un chiquillo.

—¡Joe!

—¡Julie!

—¡Quién iba a suponer que te volvería a encontrar!

—¿De dónde vienes, Julie?

Bueno, yo no sabía qué era todo aquello, pero me sentía un poco desplazado. Intervine:

—Tía Julia quiere hablar con usted, míster Danby.

—¡En seguida te he conocido, Joe!

—Hace veinticinco años que te vi la última vez, chiquilla, y no pareces ni un día más vieja.

—¡Oh, Joe! ¡Soy una anciana!

—¿Qué haces por aquí? Supongo… —La jovialidad del viejo Danby se esfumó un poco—, ¿supongo que habrás venido con tu marido?

—Mi marido hace mucho tiempo que murió, Joe.

El viejo Danby movió la cabeza.

—No debiste casarte con quien no era de la profesión, Julie. No es que quiera decir nada contra el finado… no puedo acordarme del nombre; nunca pude… pero no debiste hacerlo. ¡Una artista como tú! ¿Podré nunca olvidarme de cómo entusiasmabas al público con el «ram-pam-pam terere pom»?

—¡Ah! ¡Qué bien estabas tú en esa obra, Joe! —dijo tía Julia suspirando—. ¿Te acuerdas de la caída de espaldas que hacías escaleras abajo? Siempre dije que hacías la mejor caída de espaldas de todos los profesionales.

—¡Ahora no podría hacerlo!

—¿Te acuerdas cómo triunfamos en el Canterbury, Joe? ¡Imagínate! El Canterbury es ahora un cine y en el Mogul dan revistas francesas.

—Me alegro no estar allí por no verlo.

—Dime, Joe: ¿por qué te fuiste de Inglaterra?

—Bueno, es que… es que quería cambiar un poco. No; te diré la verdad, chiquilla. Yo te quería, Julie. Tú fuiste y te casaste con ese (sea cual fuere el nombre de aquel individuo que no pasaba de la puerta del escenario) y tu marcha me dejó desesperado.

Tía Julia le miraba fijamente. Es lo que se llama una mujer bien conservada. Resulta fácil ver que veinticinco años atrás debía ser algo extraordinario. Aún ahora es casi guapa. Tiene los ojos pardos y muy grandes, un pelo gris suave, y la tez de una muchacha de diecisiete años.

—¡Joe! ¡No vayas a decirme que estabas enamorado de mí!

—Naturalmente que lo estaba. ¿Por qué te dejé que te lucieras tanto en «Jolgorio en una casa de té»? ¿Por qué estaba todo el día entre bastidores, mientras tú cantabas el «ram-pam-pam terere pom»? ¿Te acuerdas de cuando te regalé un cucurucho de bollos camino de Bristol?

—Sí, pero…

—¿Te acuerdas de cuando te di los emparedados de jamón en Portsmouth?

—¡Joe!

—¿Te acuerdas de cuando te ofrecí el pastel en Birmingham? ¿Qué crees que significaba todo aquello sino que te quería? Estaba avanzando por grados para decírtelo abiertamente cuando de pronto fuiste y te casaste con aquel papanatas. Por eso no dejaré que mi hija se case con ese Wilson a menos que el pollo entre en la profesión. Ray es una artista…

—¡Y tanto, Joe!

—¿La has visto? ¿Dónde?

—Ahora mismo, en el Auditorium. Pero, mira, Joe, no debes oponerte a que se case con el hombre de quien está enamorada. También él es un artista.

—Pero telonero.

—En otro tiempo estuviste tú también de telonero, Joe. No debes despreciarle porque sea un principiante. Sé que tienes la sensación de que tu hija se casa con quien es menos que ella, pero…

—¿Qué sabes tú de ese Wilson?

—Es mi hijo.

—¿Tu hijo?

—Sí, Joe. Y acabo de verle trabajar. ¡No te puedes imaginar lo orgullosa que de él me he sentido! Lo lleva en la sangre. Es el destino. ¡Es mi hijo y ha entrado en la profesión! Joe, no sabes por lo que he pasado a causa de él. Me convirtieron en una señora. Jamás trabajé con tanto ahínco como tuve que hacer para convertirme en una verdadera señora. Todo el día me estaba repitiendo que tenía que lograrlo, aunque me costara mucho, para que él no se avergonzara de mí. El estudio fue algo terrible. Durante años y años tuve que estarme observando a cada minuto, y nunca sabía si se me olvidaría el papel o haría algún fallo. Pero lo hice bien porque no quería que él se avergonzara de mí a pesar de que siempre ansiaba volver a lo mío.

El viejo Danby dio un salto hacia ella y la cogió por los hombros.

—¡Vuelve a lo tuyo, Julie! —exclamó—. Tu marido ha muerto, y tu hijo es ya un artista. ¡Vuelve! Aunque haga veinticinco años, yo no he cambiado. Te sigo queriendo. Siempre te he querido. Has de volver a lo tuyo, chiquilla.

Tía Julia emitió una especie de sollozo y le miró.

—¡Joe! —dijo como en un murmullo.

—Estás aquí, chiquilla —dijo el viejo Danby con voz ronca—. Has vuelto… ¡Veinticinco años!… ¡Has vuelto y vas a quedarte!

Ella se arrojó a sus brazos y él la estrechó.

—¡Oh, Joe! ¡Joe! —dijo—. Abrázame, no me dejes ir. Cuida de mí.

Yo me fui disimuladamente hacia la puerta y salí de la habitación. Me sentía débil. Mi mollera es capaz de resistir un cierto número de emociones, pero aquello era ya demasiado. Salí vacilante a la calle y llamé a un taxi. Aquella noche vino Gussie a verme al Hotel. Corría por la habitación como si la hubiera comprado y como si hubiera adquirido también el resto de la ciudad.

—Bertie —dijo—, me siento como si soñara.

—Así me gustaría sentirme yo, pimpollo —dije, lanzando una mirada más al cablegrama de tía Agatha que había recibido hacía media hora. Desde entonces venía mirándolo a intervalos.

—Ray y yo subimos esta tarde a su piso. ¿Quién te imaginas que encontramos allí? ¡A la mater! Estaba sentada con el viejo Danby y le estrechaba la mano.

—¿Sí?

—Él estaba sentado junto a ella y le estrechaba la mano.

—¿De veras?

—Se van a casar.

—Exactamente.

—Ray y yo vamos a casarnos también.

—Así lo supongo.

—Bertie, muchacho, me siento inmenso. Miro a mi alrededor y todo me parece formidable. El cambio operado en la mater es maravilloso. Está veinticinco años más joven. Están tratando con el viejo Danby de volver a poner en escena el «Jolgorio en una casa de té» y hacer una tournée.

Me levanté.

—Gussie, buen mozo —dije—, déjame un rato. Quiero estar solo. Creo que tengo fiebre o algo parecido.

—Lo siento, mocetón: tal vez Nueva York no te siente del todo bien. ¿Cuándo esperas volver a Inglaterra?

Miré de nuevo al cable de tía Agatha.

—Si tengo suerte —dije—, dentro de unos diez años.

Cuando se marchó recogí el cablegrama y lo volví a leer.

«¿Qué sucede? —decía—. ¿Debo ir yo?».

Durante un rato estuve chupando un lápiz y luego escribí la respuesta.

No era un cable fácil de redactar, pero me las arreglé como pude.

«No —escribí—, quédate donde estás. Super abundancia profesional».