En la sala de baile
Al dirigirme aquella noche al salón Geisenheimer me sentía triste e inquieta, cansada de Nueva York, cansada de bailar, cansada de todo. Broadway rebosaba de gente que a toda prisa iba al teatro. Pasaban los coches velozmente. Todas las luces posibles e imaginables iluminaban la Gran Vía Blanca. Y todo me parecía desagradable y sin atractivo.
El salón Geisenheimer estaba, como de costumbre, llenísimo. Todas las mesas se veían ocupadas y en la pista había ya varias parejas bailando. La orquesta tocaba una canción que hablaba de dejar la ciudad enloquecida por el jazz e irse a vivir al pueblecito tranquilo de felices recuerdos de la niñez.
Supongo que el quídam que escribió esto habría llamado a la policía, si alguien hubiera intentado en realidad trasladarse a una granja. Pero no se puede negar que logró poner algo en su canción que le hace a uno creer que pensaba lo que decía. Es un canto a las nostalgias del hogar.
Estaba mirando para ver si encontraba una mesa vacía, cuando vi levantarse a un hombre que vino hacia mí demostrando una alegría tal que parecía como si hubiera encontrado en mí a una hermana perdida hacía mucho tiempo.
Venía del campo. Era evidente. Lo llevaba escrito en toda su persona, desde la cara a los zapatos.
Se acercó a mí sonriendo, alargándome la mano.
—¡Caramba! ¡Miss Roxborough!
—¿Por qué no? —dije yo.
—¿No se acuerda de mí?
No me acordaba.
—Me llamo Ferris.
—Es un nombre muy bonito, pero no me dice nada.
—Me presentaron a usted la última vez que estuve por aquí. Bailamos juntos.
Esto me parecía llevar el sello de la verdad. Si me lo habían presentado, probablemente bailaría conmigo. Para eso estoy en el salón Geisenheimer.
—¿Cuándo fue eso?
—Hizo un año en abril.
Estos tipos rurales son de lo más notable. Creen que Nueva York queda plegada y guardada entre alcanfor cuando ellos se van, y que sólo se vuelve a sacar cuando vienen de nuevo por aquí. La noción de que desde la última vez que estuvo entre nosotros podía haber sucedido algo que borrara el recuerdo de aquella noche feliz no se le había ocurrido a míster Ferris. Supongo que estaría tan acostumbrado a fecharlo todo desde «cuando estuve por última vez en Nueva York», que pensaba que todos los demás habían de hacer lo mismo.
—¡Vaya si me acuerdo de usted! —dije—. Su nombre es Algernon Clarence, ¿verdad?
—No, no. Me llamo Charlie.
Estaba equivocada.
—¿Y qué gran proyecto tiene míster Ferris? ¿Quiere volver a bailar conmigo?
Eso es lo que quería, y empezamos. «No te detengas en mirar la razón, pon en ello el corazón», como dice el poema. Si hubiese acudido un elefante al salón Geisenheimer y me hubiera pedido que bailara con él, habría tenido que hacerlo.
Y no seré yo quien diga que míster Ferris no era algo parecido. Era uno de esos bailarines perseverantes… del tipo de los que han tomado doce lecciones por correspondencia.
Creo que aquella noche tenía que encontrarme con alguien del campo. Hay días de la primavera en que el campo parece tirarme mucho. Aquel día, en particular, había sido uno de éstos. Me levanté por la mañana y me envolvió la brisa, empezando a susurrar recuerdos de cerdos y gallinas. Cuando salí parecía haber flores por toda la Quinta Avenida. Me dirigí al Parque, donde la hierba estaba completamente verde y apuntaban las hojas de los árboles; había algo en el aire… Les aseguro que de no haber sido por un policía muy alto que no me quitaba el ojo de encima me hubiera tendido en el césped y habría mordisqueado la hierba.
No me faltaba más que oír en cuanto llegué al salón Geisenheimer, la canción que hablaba de volver al campo.
Si hubiera sido la estrella de una obra de Broadway, la «entrada en escena» de Charlie el de Squeedunk «no habría estado mejor preparada». La escena le esperaba.
Pero siempre hay alguien que nos amarga la dicha en esta vida. Yo debí recordar que lo más metropolitano de la metrópoli es el rústico que pasa una semana en ella. Charlie y yo veíamos las cosas desde muy distinto plano. Por la manera como venía sintiéndome durante todo el día, lo que yo quería era hablar de las cosechas de la última temporada. En cambio, el tema que a él le gustaba eran las coristas de esta temporada. Nuestras almas estaban a milla y media de distancia.
—Esto es vida —dijo él.
Siempre hay un momento en que esta clase de hombres dicen lo mismo.
—Supongo que vendrá usted por aquí con frecuencia —dijo.
—Con mucha frecuencia.
No quise decirle que iba allí todas las noches, y que lo hacía porque me pagaban. Cuando una es bailarina profesional en el salón Geisenheimer, su misión no es la de anunciarlo. La empresa opina que si una lo hiciera así, el público se iría amoscado cuando la vieran ganar el gran concurso de la copa de plata para aficionados que ofrecen a última hora de la noche. Por cierto que esta copa para aficionados es una burla. Yo la gano los lunes, miércoles y viernes, y Mabel Francis la gana los martes, jueves y sábados. Es perfectamente honrado. Resulta sencillamente cuestión de mérito que se gane o no se gane la copa para aficionados. Cualquiera puede obtenerla. Sólo que de un modo u otro no la gana nadie más que nosotras. Y las coincidencias del hecho de que Mabel y yo nos quedemos siempre con ella les tiene a los directores un poco nerviosos y no les gusta que vayamos diciendo a la gente que estamos empleadas aquí. Prefieren que nos ruboricemos y pasemos desapercibidas.
—Es un gran sitio —dijo míster Ferris—, y Nueva York también es un gran sitio. Me gustaría vivir en Nueva York.
—Eso salimos perdiendo nosotros. ¿Por qué no lo hace?
—¡Vaya ciudad! Pero es que se ha muerto mi padre y tengo que cuidarme de la botica.
Hablaba como si tuviera yo que recordar haber leído en los periódicos lo que me decía.
—Y lo más notable es que me va muy bien. Tengo empuje e ideas. Desde la última vez que la vi me he casado.
—¡Ah!, ¿sí? —dije yo—. Entonces, ¿qué está usted haciendo aquí en Broadway, bailando como un alegre soltero? Supongo que habrá dejado a su mujer en Hicks’ Corners, cantando «¿Dónde estás, corazón?».
—No vivo en Hicks’ Corners. Es en Ashley, Maine. Mi mujer procede de Rodney… Perdóneme, me parece que la he pisado.
—Ha sido culpa mía —dije—. Perdí el paso. Me estoy preguntando si no le da a usted vergüenza de no nombrar siquiera a su mujer, habiéndola dejado sola por allí, mientras usted se viene a echar una cana al aire en Nueva York. ¿Es que no tiene conciencia?
—Si no la he dejado. Está aquí.
—¿En Nueva York?
—En este salón. Es aquella de allí arriba.
Miré hacia la galería. Por encima de la barandilla de felpa roja se veía una cara. Me pareció que denotaba una pena oculta. Ya me había fijado en ella antes, cuando estábamos bailando, y me había preguntado qué le sucedería. Ahora empezaba a comprenderlo.
—¿Por qué no baila entonces con ella y le hace pasar un buen rato? —dije.
—¡Oh!, ya se divierte.
—Pues no lo parece. Hace el efecto de que le gustaría estar por aquí abajo, marcando unos compases.
—No baila gran cosa.
—¿No hay baile en Ashley?
—Allí es distinto. Para Ashley baila bien, pero… bueno es que esto no es Ashley.
—Ya veo. En cambio, usted es diferente.
—¡Oh!, es que ya he estado en Nueva York.
Habría sido capaz de morderle, ¡el muy presuntuoso! Me puso furiosa. Se avergonzaba de bailar en público con su mujer… no la consideraba lo suficiente para él. Y la había acomodado en una silla, dándole limonada y diciéndole que fuera buena mientras él se iba a divertir. Habrían podido arrestarme por lo que estaba pensando en aquel momento.
La orquesta empezó a tocar otra cosa.
—¡Esto es vida! —dijo míster Ferris—. Bailemos también éste.
—Baile con otra cualquiera —dije—. Estoy cansada. Le presentaré algunas amigas mías.
Y le llevé a endosárselo a unas chicas que conocía, que estaban en una de las mesas.
—Aquí tenéis a mi amigo míster Ferris —dije—. Quiere enseñaros los últimos pasos de baile. La mayoría de ellos os los hará sobre los pies.
Hubiera podido apostar acerca de lo que diría Charlie, el orgullo mundano de Ashley, al conocer a mis amigas. ¿Adivináis lo que fue? Pues sencillamente: «Esto es vida».
Le dejé y subí a la galería.
Su mujer estaba con los codos apoyados en la felpa roja de la barandilla, mirando hacia la pista de baile. Había empezado otro número y el maridito hacía piruetas con una de las chicas a quien yo le había presentado. La mujer no necesitaba demostrar que venía del campo. Se le veía a la legua. Era muy poquita cosa y con un aspecto pasado de moda. Iba vestida de gris, con cuello y puños de muselina blanca y peinada de una manera muy sencilla. Llevaba un sombrero negro.
Estuve titubeando un rato. Por lo general, no reparo en timideces; no suele fallarme el valor; pero no sé por qué me dio por dudar en iniciar mi carga.
Luego adquirí ánimos y me senté en la silla vacía que estaba a su lado.
—Me sentaré aquí, si no le importa —le dije.
Ella se volvió sorprendida. Veíase que se preguntaba quién era yo, y qué derecho tenía a estar allí, pero era evidente que no estaba segura de si en la ciudad no sería corriente que los desconocidos se sentaran al lado de una y empezaran a dar conversación.
—Acabo de bailar con su marido —dije para facilitar la conversación.
—Ya la vi.
Me miró fijamente con sus grandes ojos pardos. Al fijarme en ellos tuve que decirme que sería muy agradable y que resultaría un alivio para mis sentimientos el poder coger algo sólido y pesado y tirárselo por encima de la barandilla a su maridito; pero a la empresa no le habría gustado. Tales eran los sentimientos que entonces tenía para con él. La pobre chiquilla hacía con aquellos ojos todo lo posible menos llorar. Parecía un perro al que se le ha dado un puntapié.
Desvió la mirada y empezó a juguetear con el cordón de la luz eléctrica. Sobre la mesa había un alfiler. Lo cogió y empezó a hurgar en la felpa roja.
—Vamos, pequeña —le dije—: cuénteme lo que le pasa.
—No sé a qué se refiere.
—No intente engañarme. Cuénteme sus penas.
—No la conozco.
—No hay necesidad de conocer a una persona para contarle las penas. Yo, a veces, le cuento las mías al gato que se alberga en el muro opuesto a mi cuarto. ¿Qué ocurrencia les dio de salir del campo ahora que llega el verano?
No me contestó, pero como veía que no tardaría en hacerlo estuve esperando sin añadir palabra. Al poco pareció decidirse a pensar que, aunque no fuera cosa de mi incumbencia, resultaría un alivio hablar de ello.
—Estamos en nuestra luna de miel. Charlie quería venir a Nueva York. Yo no quería, pero él se empeñó. Ya ha estado aquí otras veces.
—Eso me dijo.
—Nueva York le entusiasma.
—En cambio a usted no.
—Yo lo odio.
—¿Por qué?
Siguió hurgando con el alfiler en la felpa roja y recogiendo pedacitos de pelo que arrojaba por encima del borde de la barandilla. Veíase que se estaba dando ánimos para enterarme de sus preocupaciones. Cuando las cosas no van bien llega un momento que ya no se pueden soportar más y hay que contárselo a alguien, sin que importe a quién.
—Odio a Nueva York —dijo sacándose de golpe las palabras—. Me asusta. No está bien que Charlie me haya traído aquí. Yo no quería venir. Sabía lo que iba a suceder. Lo presentía durante todo el camino.
—¿Qué creía usted que iba a suceder?
Debió dejar sin pelo una pulgada de felpa roja al menos antes de contestar. Fue una suerte que Jimmy, el camarero de la galería, no la viera, pues le habría destrozado el corazón; siente tanto orgullo por esta felpa roja como si la hubiera pagado él.
—Cuando al principio fui a vivir a Rodney —dijo—, hace dos años (nos trasladamos allí desde Illinois), había allí un hombre que se llamaba Tyson, Jack Tyson. Vivía completamente solo y no parecía querer conocer a nadie. Yo no podía comprenderlo hasta que alguien me contó lo que le sucedía. Ahora sí lo comprendo. Jack Tyson se casó con una chica de Rodney y vinieron a pasar la luna de miel: igual que hemos hecho nosotros. Al encontrarse aquí supongo que ella empezaría a compararle a él con los dos tipos que veía y a comparar la ciudad con Rodney y cuando volvió al hogar no hubo manera de que se conformara.
—¿Y qué pasó?
—Después de volver a Rodney se escapó al poco tiempo. Supongo que vendría de nuevo a la ciudad.
—Y él se habrá divorciado, ¿no?
—No; no se ha divorciado. Sigue pensando que tal vez vuelva algún día.
—¿Que sigue pensando que volverá? —dije—. ¡Después de tres años de ausencia!
—Sí. Guarda todas sus cosas tal como ella las dejó cuando se escapó; todo exactamente igual.
—Pero ¿no está enfadado con ella por lo que le hizo? Si yo fuera hombre y una chica me tratara de ese modo, me parece que como la volviera a ver la mataba.
—Pues no es lo que él haría. Ni yo tampoco, si… me pasara algo parecido; aguardaría continuamente y siempre tendría una esperanza. Y cada tarde iría a la estación a esperar el tren, como hace Jack Tyson.
Algo chasqueó sobre el mantel que me hizo dar un salto.
—¡Por el amor de Dios! —dije—. ¿Qué le pasa? Anímese. Ya sé que es una historia muy triste, pero tampoco se trata de su funeral.
—Lo es. Lo es. Lo mismo que me va a ocurrir a mí.
—Sobrepóngase. No llore así.
—No puedo evitarlo. ¡Oh! Sabía que me sucedería esto. Ya está sucediendo ahora. Mire… mírelo.
Miré por encima de la barandilla, y vi a lo que se refería. En la pista estaba su Charlie bailando a más y mejor como si acabara de descubrir que hasta entonces no había vivido. Vi que le decía algo a la chica con quien bailaba. No alcanzaba a oírle, pero apostaría a que fue: «¡Esto es vida!». También yo, si hubiera sido su mujer y me encontrara en la misma situación que aquella chica, me parece que lo habría tomado tan mal como ella; pues si jamás hombre alguno ha mostrado todos los síntomas de una nuevayorquitis incurable, éste ha sido Charlie Ferris.
—Yo no soy como estas chicas de Nueva York —dijo ella sollozando—. No puedo ser elegante. No quiero serlo. No quiero más que vivir en mi hogar y ser feliz. Sabía lo que sucedería si veníamos a la ciudad. No me juzga suficiente para él. Me mira por encima del hombro.
—Serénese.
—¡Y le quiero tanto!
Sólo el cielo sabe lo que hubiera dicho yo si hubiera podido pensar en algo que decir. Pero precisamente en aquel momento cesó la música y empezó a hablar alguien frente a la pista.
—Se-e-ñoras y ca-a-balleros —dijo—. Ahora va a tener lugar nuestro gran concurso numerado. Este concurso de verdadera deportividad…
Era Izzy Baermann que hacía su discurso nocturno de presentación de la copa para aficio-o-onados, y significaba que el deber me llamaba. Desde donde estaba yo sentada podía ver a Izzy paseando la mirada por todo el salón, y sabía que me buscaba a mí.
Sabía que la pesadilla de la empresa del local es que una de estas noches o Mabel o yo no nos presentemos y alguien se quede con la copa para aficio-o-onados.
—Siento tener que marcharme —dije—. Tengo que tomar parte en este concurso.
Y entonces súbitamente tuve la gran idea. Me acudió como un relámpago. La vi allí llorando y al mirar por encima de la barandilla vi a Charlie el Prodigio y tuve la sensación de que con la idea que se me acababa de ocurrir había ganado un lugar en el Atrio de la Fama junto a los grandes pensadores del siglo.
—¡Vamos! —dije—. Venga conmigo. Deje de llorar, empólvese la nariz y ¡andando! Va usted a bailar este baile.
—Pero es que Charlie no quiere bailar conmigo.
—Tal vez no se haya dado usted cuenta —dije—, pero su Charlie no es el único hombre que hay en Nueva York y ni siquiera en este local. Seré yo la que baile con Charlie y le presentaré a alguien que sabe también hacer sus buenos pasos. ¡Escuche!
—La dama de cada una de las parejas —(el que hablaba era Izzy, sacándose las palabras del diafragma)— recibirá un boleto que contiene un nú-u-u-umero. Empezará luego el baile y los nú-u-u-umeros irán siendo eliminados uno por uno, debiendo volver a sus asientos los que el juez vaya enu-u-u-umerando. El nú-u-u-umero que quede finalista será el ga-a-a-anador. El concurso es verdaderamente imparcial y se decidirá sencillamente por la pericia de los poseedores de los varios nú-u-u-umeros —(Izzy perdió la facultad de ruborizarse a la edad de seis años)—. Adelántense, señoras, a recibir sus nú-u-u-umeros. La pareja ganadora, poseedora del nú-u-u-umero que quede en la pista cuando hayan sido eliminados los demás —(me daba cuenta de que Izzy se iba poniendo más y más intranquilo preguntándose dónde demonios me habría metido yo)— recibirá esta copa de plata para aficio-o-onados, regalada por la empresa. Hagan el favor, señoras, de venir a recoger sus nú-u-u-umeros.
Me volví hacia mistress Charlie.
—Ahí tiene —le dije—, ¿no quiere ganar la copa de plata para aficio-o-onados?
—Es que no podría.
—Nunca se sabe si se va a tener suerte.
—No es cuestión de suerte. ¿No ha oído que el concurso se decidía puramente por maestría?
—Bueno, pues pruebe entonces su maestría. —Habría sido capaz de darle unas sacudidas—. ¡Por el amor de Dios! —dije—, muestre un poco de ánimo. ¿No va usted a hacer nada para conservar a su Charlie? Imagínese que ganara la copa; piense en lo que eso significaría. Durante todo el resto de su vida él la miraría con reverencia. Cuando empezara a hablar de Nueva York, usted no tendría más que decir: «¿Nueva York? ¡Ah, sí!; es esa ciudad donde gané la copa para aficio-o-onados, ¿verdad?». Y lo dejará seco como si le hubiera dado con una porra detrás de la oreja. Anímese y pruebe.
Vi cómo le brillaban los ojos y le oí decir:
—Probaré.
—Estupendo —dije—. Ahora séquese las lágrimas, serénese, y yo bajaré a recoger los boletos.
Izzy quedó más tranquilo cuando me vio llegar.
—¡Puf! —dijo—. Creí que te habrías escapado, que estabas enferma o algo por el estilo. Aquí tienes tu boleto.
—Quiero dos, Izzy. Uno es para una amiga mía. Y óyeme, Izzy, consideraría como un favor personal que la dejaras quedar en la pista como una de las dos parejas finalistas. Existe una razón para que te lo pida. Es una chiquilla del campo y quiere tener ese gusto.
—Pues nada, no te preocupes. Aquí están los boletos. El tuyo es el treinta y seis y el de ella es el diez. —Y añadió, bajando la voz—: No vayas a confundirlos.
Me volví a la galería. En el camino encontré a Charlie.
—Vamos a bailar este baile juntos —dije.
Una sonrisa cruzó por su cara.
Encontré a la señora de Charlie con un aspecto como si jamás hubiera derramado una lágrima. ¡Vaya si tenía ánimo la pequeña!
—Vamos —dije—, guarde bien el boleto y vigile sus pasos.
Supongo que habrán visto ustedes alguno de estos concursos en el salón Geisenheimer. Si no lo han visto en el Geisenheimer lo habrán visto en otra parte. Son todos iguales.
Cuando empezamos, la pista estaba tan atestada de gente que apenas se podían mover los hombros. No me digan que hoy día no hay optimistas. Todos los concursantes tenían el aspecto de estar preguntándose si iban a colocar la copa para aficio-o-onados en el saloncito o en el dormitorio. En su vida habrán visto ustedes una pandilla más esperanzada.
Al poco, Izzy empezó a perorar. La Gerencia le tiene encomendado que se muestre humorístico en estas ocasiones, e hizo lo que pudo.
—Los nú-u-u-umeros siete, once y veintiuno pueden ir a unirse con sus desconsolados amigos.
Esto nos proporcionó un poco más de espacio y la orquesta empezó a tocar de nuevo.
Pocos minutos más tarde, Izzy volvió a hablar:
—Los nú-u-u-umeros trece, dieciséis y diecisiete… adiós, muy buenas.
Empezamos de nuevo.
—Nú-u-u-umero doce, nos es doloroso separarnos de usted, pero vuelva a su mesa.
Una chica sonrosada que llevaba un sombrero rojo y había estado bailando con una especie de sonrisa como si lo hiciera para divertir a los niños, salió de la pista.
—Nú-u-u-umeros seis, quince y veinte, ¡eliminados!
En poco tiempo, las únicas parejas que quedaron fuimos Charlie y yo, mistress Charlie con el sujeto que yo le había presentado, y un calvo que bailaba con una chica de sombrero blanco. Era uno de estos bailarines perseverantes. Durante toda la noche no había parado un momento. Desde la galería me había fijado en él. Parecía un huevo duro visto desde allí arriba.
Aquel sujeto era incansable, y de haber sido las cosas de otro modo me hubiera alegrado que ganara. Pero no podía ocurrir eso. ¡Ah, no!
—Nú-u-u-umero diecinueve, se está congestionando usted mucho. Tómese un descanso.
Y así quedamos, en honrada competición, Charlie y yo y mistress Charlie y su pareja. ¿Creen ustedes que tenía los nervios de punta por la inquietud y la emoción? Pues no.
Charlie, como ya he insinuado, no era de esos bailarines que distraen su atención de los pies mientras están en acción. Se encontraba en la pista para hacer un máximo esfuerzo y no para inspeccionar los objetos de interés que hubiera a su alrededor. El curso por correspondencia que había seguido no garantiza el enseñarle a uno a hacer las dos cosas a la vez. No se molesta en enseñar a mirar alrededor de la sala mientras el discípulo baila. De modo que Charlie no tenía la menor sospecha de lo dramático de la situación. Jadeaba pesadamente a lo largo de mi cuello de un modo decidido y con los ojos fijos en el suelo. Lo único que sabía era que la competición se había despejado un poco y que el honor de Ashley Maine estaba en sus manos.
Ya saben ustedes que el público empieza a levantarse y a mirar con atención cuando estos concursos de baile se han reducido a dos parejas. Hay noches en que cuando soy una de las dos parejas que quedan, me olvido verdaderamente de mí misma y me entusiasmo. Hay una especie de efervescencia en el aire cuando se pasa por delante de las mesas y la gente empieza a aplaudir. De no estar una tan al corriente de cómo funciona la cosa sería muy emocionante.
No le costó mucho a mi habituado oído el descubrir que no era a mí y a Charlie a quien aplaudía el público. Pasábamos alrededor de la sala sin oír ni una palmada. En cambio, cada vez que mistress Charlie y su pareja llegaban a una esquina, se armaba un bullicio como de noche de elección. Había obtenido un éxito.
La miré a través de la pista y no me extrañó. Era una chiquilla diferente de lo que había sido allí arriba. No he visto nunca a nadie tan contenta y tan complacida de sí misma. Tenía los ojos como bombillas y las mejillas extraordinariamente coloradas, y se entregaba a su baile como una campeona. Me di cuenta del motivo de que hubiera causado tanta impresión en el público. Era por el aspecto que tenía. Le hacía a una pensar en leche fresca, huevos recién puestos y cantos de pájaros. El verla era como salir al campo en agosto. Es raro lo que les ocurre a las gentes que viven en la ciudad. Mucho bombear el pecho y decir que les basta con vivir en Nueva York y que el Broadway es una Avenida celestial y demás cosas por el estilo; pero me parece que, en realidad, están todos ansiando que lleguen las tres semanas del verano en que se pueden ir al campo. Supe exactamente por qué aclamaban de aquel modo a mistress Charlie. Les hacía pensar en las próximas vacaciones; en que se irían a vivir a una granja, beberían agua directamente del cubo, y llamarían a las vacas por sus nombres de pila.
Eso era exactamente lo que me sucedía a mí. Todo el día me había estado llamando el campo, y en aquel momento me atraía con más fuerza que nunca.
Incluso habría podido recordar el olor del heno recién cortado a no ser porque cuando se está en el salón Geisenheimer, no hay más remedio que oler a lo que huele allí porque no deja lugar a comparación.
—Siga trabajando —le dije a Charlie—. Me parece que debemos estar muy bajos en las apuestas.
—¡Ajá! —dijo él, demasiado ocupado para pensar.
—Haga alguno de estos pasos de fantasía que sabe hacer. Los necesitamos.
Había que ver cómo trabajaba… ¡era sorprendente!
Por el rabillo del ojo veía yo a Izzy Baermann que no parecía nada satisfecho. Se estaba preparando para emitir una de esas decisiones arbitrales y prestas… de esas que cuando se han dado a conocer hay que escabullirse por debajo de las cuerdas y correr más de cinco millas para evitar las iras del populacho. Precisamente lo que impedía que su empleo fuera perfecto era el que de vez en cuando ocurrían cosas como ésta.
Mabel Francis me dijo que una noche en que Izzy la declaró ganadora del gran concurso deportivo, se armó tal alboroto que llegó a pensar que iba a haber un motín. Daba toda la impresión de que Izzy temiera que ahora fuera a ocurrir lo mismo. No cabía duda de cuál de las dos parejas quería el público que ganara la copa de plata para aficio-o-onados. Mistress Charlie gozaba de toda su simpatía, en tanto que Charlie y yo, éramos más que unos figurantes.
Pero Izzy tenía un deber que cumplir y le pagaban un sueldo por hacerlo así; de modo que se mojó los labios, lanzó una mirada a su alrededor para asegurarse de que su retirada estratégica no estaba bloqueada, tragó saliva por dos veces y dijo con voz ronca:
—Nú-u-u-umero diez, haga el favor de re-e-e-etirarse.
Dejé de bailar al momento.
—Vamos —le dije a Charlie—. Nos hacen salir.
Y nos marchamos de la pista entre grandes aplausos.
—Bueno —dijo Charlie sacando el pañuelo y secándose el entrecejo que parecía el del herrero del pueblo—. No lo hicimos tan mal como para eso, ¿verdad? Me parece que no estuvo mal. Nos…
Y miró hacia la galería esperando ver a su mujercita apoyada en la barandilla, adorándole; y hete aquí que en el momento de alzar la vista la encontró mucho más cerca de lo que imaginaba… o sea en la misma pista.
Por el momento, su mujer no estaba para adorarle. Tenía demasiado trabajo.
Era un avance triunfal para la chiquilla. Ella y su pareja daban ahora una o dos vueltas con propósito de exhibición, como hacen siempre las parejas ganadoras en el salón Geisenheimer, y la sala les aclamaba. Por la forma en que les aplaudían habríase creído que el público había apostado sobre ellos todo el dinero suelto que llevaba encima.
Charlie, después de mirarla bien, se quedó con la boca abierta, hasta tal punto que por poco toca con la mandíbula en el suelo.
—Pero… pero… pero… —empezó a decir.
—Ya sé —le dije—. Empieza a sospechar como si, después de todo, su mujer bailara bastante bien, aun para la ciudad; que le ha tomado el pelo a alguien, ¿no es eso? Empieza a parecerme como si fuera una lástima que no se le ocurriera a usted bailar con ella.
—Yo… yo… yo…
—Usted se viene conmigo a tomar algo fresco —le dije—, y pronto se repondrá.
Me acompañó hasta una de las mesas, con el aspecto de quien hubiera sido atropellado por un automóvil. Había alcanzado su merecido.
Estaba yo tan ocupada cuidando de Charlie, dándole aire con la toalla y aplicándole oxígeno, que, pueden ustedes creerme, hasta después de un buen rato no se me ocurrió dar un vistazo para apreciar el efecto que aquello le había producido a Izzy Daerman.
Si pueden ustedes imaginarse a un amante padre cuyo único hijo le ha dado en la cabeza con un ladrillo, que ha saltado sobre su estómago y escapado después con todo su dinero, tendrán una noción bastante exacta del aspecto que presentaba Izzy. Tenía clavada la vista en mí a través del salón, e iba hablando consigo mismo y retorciéndose las manos. No sé si pensaba que estaba hablando conmigo o si iba ensayando la escena de su comunicación al patrón de que una simple desconocida se había quedado con su copa de plata para aficio-o-o-onados. Sea lo que fuere, se mostraba muy elocuente.
Yo le hice una inclinación de cabeza para decirle que en el futuro todo iría bien y luego me volví a ocupar de Charlie. El hombre empezaba a reponerse.
—¡Ganó la copa! —dijo con voz extraña y mirándome como si yo pudiera remediar en algo aquella situación.
—¡Y tanto que la ganó!
—Pero… bueno, ¿qué sabe usted de todo esto?
Me di cuenta de que había llegado el momento de soltarle lo que tenía pensado.
—Le diré lo que sé —dije—. Si quiere usted hacerme caso, llévese en seguida a esa muchacha y vuelva a Ashley (o al sitio que sea donde dijo usted que envenenaba a los nativos haciendo las recetas equivocadas) antes de que Nueva York se le llegue a imponer. Cuando estuve arriba hablando con ella me contó la historia de un sujeto de su pueblo a quien le pasó lo que le pasará a usted si no se la lleva en seguida.
Él me miró fijamente.
—¿Le estuvo explicando lo de Jack Tyson?
—Ése era el nombre… Jack Tyson, que perdió a su mujer por dejarla entusiasmarse demasiado con Nueva York. ¿No le parece extraño que me lo hubiera mencionado si no le rondaba por la cabeza que ella podría conducirse de la misma manera que la mujer de Jack?
Se puso verde.
—No creerá usted que vaya a hacer una cosa así.
—Bueno, ¡si la hubiera oído!… no hablaba de otra cosa que de ese Tyson y de lo que su mujer le hizo. Lo decía con un tono triste y pesaroso, como si le entristeciera, pero como si fuera inevitable. Se veía que había estado pensando un buen rato en ello.
Charlie se irguió en su asiento y empezó a temblar de verdadero espanto. Cogió su vaso, casi vacío, con mano temblorosa y bebió un largo sorbo. No se necesitaba mucha observación para ver que había recibido la lección que necesitaba y que, de entonces en adelante, iba a ser mucho menos presuntuoso y metropolitano. De hecho, y a juzgar por su aspecto, aseguraría que había acabado con la presunción metropolitana para el resto de su vida.
—Mañana la llevaré a casa —dijo—. Pero… ¿cree usted que vendrá?
—Eso depende de usted. La cosa es que pueda persuadirla… aquí la tiene. Yo empezaría inmediatamente.
Mistress Charlie, portadora de la copa, se acercó a la mesa. Yo me estuve preguntando qué sería lo primero que diría. De haber sido el propio Charlie no me cabía duda que hubiera dicho: «¡Esto es vida!»; pero de ella se podía esperar algo más discreto. Si yo hubiera estado en su lugar se me habrían ocurrido por lo menos diez cosas que decir, cada una más tajante que la otra.
Ella se sentó y colocó la copa encima de la mesa. Luego le dirigió a la copa una larga mirada. Después dio un profundo suspiro y dirigió su mirada a Charlie.
—¡Ay, Charlie, querido! —dijo—. ¡Cómo me habría gustado ganarla bailando contigo!
Bueno, no estoy del todo segura de que esto no fuera tan apropiado como cualquiera de las cosas que yo hubiera dicho. Charlie puso inmediatamente en práctica lo que yo le había aconsejado. No estaba para perder tiempo.
—Encanto —dijo humildemente—, ¡eres un prodigio! ¿Qué dirán en el pueblo cuando lo vean? —Hizo una pausa momentánea, pues se necesitaba valor para decirlo, pero continuó en seguida—. Mary, ¿qué te parecería si nos fuéramos en seguida a casa?, ¿si tomáramos el primer tren de la mañana y fuéramos a enseñar la copa a los del pueblo?
—¡Oh, Charlie! —dijo ella.
La cara de él se iluminó como si alguien hubiera dado vuelta a un conmutador.
—¿Quieres? ¿No quieres seguir aquí? ¿No estás entusiasmada con Nueva York?
—Si hubiera tren —dijo ella— saldríamos esta misma noche. ¿No te gustaba a ti tanto la ciudad, Charlie?
Charlie tuvo una especie de estremecimiento.
—¡No quiero volver a verla en mi vida! —dijo.
—Ustedes me perdonarán —dije yo levantándome—, pero tengo allí a un amigo mío que quiere hablarme.
Y crucé el salón hacia donde permanecía Izzy desde hacía cinco minutos haciéndome señas.
Al principio no se hubiera podido decir que Izzy fuera coherente. El pobre tenía algún trastorno en las cuerdas vocales. Un explorador africano que solía venir bastante por el local cuando se encontraba en la ciudad después de recorrer el desierto sin fin, me hablaba con frecuencia de ciertas tribus que había encontrado, las cuales, en vez de usar verdaderas palabras, se hablaban unos a otros por medio de gruñidos y chasquidos. Una noche imitó para divertirme una conversación entre estas gentes, y, créanme ustedes, Izzy Baermann hablaba ahora el mismo lenguaje. Sólo que no lo hacía para divertirme.
Era como uno de esos discos de fonógrafo encallados.
—Ten calma, Isidoro —le dije—. Hay algo que te apena. Cuéntamelo.
Emitió unos cuantos sonidos entrecortados más y, por fin, logró explicarse.
—Oye, ¿estás loca? ¿Por qué has hecho eso? ¿No te dije lo más claro que pude… no te dije veinte veces, cuando viniste a recoger los boletos, que el tuyo era el treinta y seis?
—¿No dijiste que el treinta y seis era el de mi amiga?
—¿Estás sorda? Dije que el de ella era el diez.
—Entonces —dije yo con inocencia—, no digas más. Ha sido culpa mía. Empiezo a sospechar que los debí confundir.
Izzy hizo unos cuantos ejercicios de gimnasia sueca.
—¿Que no diga más? ¡Qué enormidad! ¡Qué valor tienes! ¡Eso sí que lo digo!
—Fue una equivocación felicísima, Izzy. Te salvó la vida. Los espectadores te habrían linchado si me hubieras otorgado la copa. Todos estaban a favor de ella.
—¿Qué dirá el jefe cuando se lo comunique?
—No te importe lo que el jefe diga. ¿No eres nada, nada romántico, Izzy? Mira esos dos allí sentados con las cabezas juntas. ¿No vale la pena perder una copa de plata para hacerlos felices para toda la vida? Están en la luna de miel, Isidoro. Cuéntale al jefe cómo sucedió exactamente, y dile que al salón Geisenheimer le correspondía hacerles un regalo de boda.
Izzy volvió a emitir sonidos entrecortados.
—¡Ah! —dijo al cabo de un rato—. ¡Ah! ¡Ya te has comprometido! ¡Ya te has delatado! Lo hiciste a propósito. Cambiaste los boletos a propósito. Ya me lo imaginaba yo. Oye, ¿quién te crees que eres para hacer una cosa así? ¿No sabes que las bailarinas profesionales se encuentran a montones? Ahora mismo, si quisiera, no tendría más que silbar y acudiría una docena de chicas a tomar tu empleo. El jefe te despedirá apenas le cuente lo que ha pasado.
—No; no me despedirá, Izzy, porque voy a dimitir.
—¡Mejor será!
—Eso es lo que yo opino. Estoy cansada de este lugar, Izzy. Estoy cansada de bailar, estoy cansada de Nueva York. Estoy cansada de todo. Voy a volverme al campo. Creía que no pensaría jamás en los cerdos y en los pollos, pero no es así. Lo he estado sospechando durante mucho tiempo y esta noche me he convencido. Dile al jefe, con todo mi cariño, que lo siento, pero que lo que hice se tenía que hacer. Y que si quiere protestar tendrá que ser por carta; mi dirección es: mistress John Tyson, Rodney, Maine.