Negro que trae suerte

Era negro, pero hermoso, evidentemente, se encontraba en circunstancias bastante apuradas, pero, no obstante, seguía conservando cierta elegancia, cierto aire… lo que los franceses llaman la tournure. Tampoco la pobreza había extinguido en él el aristocrático instinto de la limpieza personal; precisamente en el momento en que Elizabeth le puso la vista encima, había empezado a lavarse.

Al oír que se aproximaba, levantó la cabeza. No se movió, pero había en su actitud ciertas sospechas. Los músculos de su lomo se arquearon, sus ojos brillaron como bombillas amarillas sobre terciopelo negro y su cola osciló un poco, como en actitud de advertencia.

Elizabeth lo miró. Él miró a Elizabeth. Hubo una pausa durante la cual estuvo él recapacitando en si la muchacha le gustaba. Luego se lanzó hacia ella, y, bajando de pronto la cabeza, se frotó vigorosamente contra su traje. Más tarde, le permitió que lo recogiera y lo llevara hasta el portal donde veíase en pie a Francis el portero.

—Francis —dijo Elizabeth—, ¿sabe usted si este gato es de alguien?

—No, señorita. Debe de haberse perdido. Hace días que vengo tratando de localizar al propietario.

Francis pasaba la mayoría de su tiempo tratando de localizar cosas. Era el único recreo de su vida sin acontecimientos. A veces se trataba de un ruido, otras de una carta perdida, otras de un trozo de hielo escurrido del montacargas… fuera lo que fuera, Francis trataba de localizarlo.

—¿Lleva entonces mucho tiempo por aquí?

—Ya hace bastante que le veo rodar por ahí.

—Me lo quedaré.

—Los gatos negros traen suerte —sentenció Francis.

—Pues no me vendrá mal —dijo Elizabeth.

Aquella mañana tenía la sensación de que un poco de suerte iba a ser para ella una agradable novedad. Las cosas no le marchaban del todo bien últimamente. Y no era porque sus manuscritos le hubieran sido devueltos con encomios del editor de cada una de las revistas donde los había enviado en la proporción acostumbrada… eso ya lo aceptaba como parte del juego; lo que sí consideraba como un inicuo trato recibido de manos del destino era el hecho de que su revista favorita, aquella a la que acostumbraba a volar buscando refugio con la casi certeza de la buena acogida, «cuando las demás le habían tratado fríamente», había expirado de pronto con una profunda boqueada y por falta de apoyo del público. Era como haber perdido una especie de pariente pródigo, y ello hacía que la adición de un gato negro a los dispositivos caseros fuera casi una necesidad.

Ya en su piso, con la puerta cerrada, observó a su nuevo aliado con cierta ansiedad. Durante el viaje ascendente se había portado admirablemente; en cambio, ahora no le habría sorprendido, aunque sí apenado, que el felino intentara escapar por el techo. ¡Los gatos son tan emocionales! Sin embargo, el animal se quedó quietecito, y, después de recorrer silenciosamente un rato por la habitación, levantó la cabeza y emitió un maullido de ricas armonías.

—Está bien —dijo Elizabeth cordialmente—. Si no encuentras lo que quieres, pídelo. Estás en tu casa.

Fue a la nevera y sacó de ella leche y sardinas. Su huésped no tenía nada de melindroso ni de afectado. Era hombre de buen diente y no le importaba que se supiera. Se concentró en la restauración de sus tejidos con el aire decidido de aquel cuya última comida es un recuerdo borroso. Elizabeth, preocupada por él como una Providencia, tenía el entrecejo fruncido por la concentración del pensamiento.

—«Joseph» —dijo al fin, ya tranquilizada—; éste será tu nombre. Ahora instálate aquí y empieza tus funciones de mascota.

«Joseph» se instaló de un modo sorprendente. Al cabo del segundo día daba la completa impresión de que era el verdadero dueño del piso y que a lo excelente de su disposición natural se debía que Elizabeth pudiera ocuparlo. Como la mayoría de los de su especie, era un autócrata. Esperó todo un día para asegurarse de cuál era el sillón favorito de Elizabeth y, una vez seguro, se lo apropió. En cuanto Elizabeth cerraba una puerta encontrándose él en una habitación, exigía que fuera abierta inmediatamente para salir; si la cerraba mientras él estaba fuera, la quería abierta para entrar; y si la dejaba abierta se ajetreaba de acá para allá para indicar que había corriente. Pero aun los mejores de nosotros tenemos nuestras faltas, y Elizabeth lo adoraba a despecho de las suyas.

Era sorprendente la diferencia que el gato había implantado en su vida. Elizabeth tenía un alma sociable, y hasta la llegada de «Joseph» había tenido que contar principalmente como única compañía con las pisadas del individuo que vivía en el piso del lado opuesto del rellano. Además, el edificio era ya muy viejo y por la noche se oían muchos ruidos. En el corredor había una tabla desprendida que hacía ruido de ladrones en la obscuridad; ruido que iba detrás de ella cuando se dirigía a la cama; y otros ruidos raros como de rascar sobre algo que la hacían a una sobresaltarse y contener el aliento. «Joseph» puso pronto punto final a todo ello. Teniendo a «Joseph» por allí, la tabla desprendida pasaba a ser simplemente eso: una tabla desprendida, y los ruidos de rasgueo, sólo ruidos de rasgueo.

Pero una tarde desapareció el gato.

Después de buscar por todo el piso sin encontrarlo, Elizabeth se dirigió a la ventana con la intención de echar una ojeada a vista de pájaro a la calle. No abrigaba mucha esperanza, pues acababa de llegar de la calle y no había visto en ésta ni rastro del gato.

Por debajo de la ventana corría un amplio reborde a lo largo del edificio. Este reborde terminaba a la izquierda en un balcón saliente que pertenecía al piso cuya puerta fronteriza se enfrentaba con la de Elizabeth… el piso del joven cuyas pisadas oía a veces. Sabía que era un joven porque Francis se lo había dicho, y, también por la misma fuente, se había enterado de que su nombre era James Renshaw Boyd.

En este estrecho balcón, lamiéndose el pelaje con la punta de una lengua carmesí, y conduciéndose en general como si estuviera en su casa, «Joseph» tomaba el aire.

—«Jo-oseph» —exclamó Elizabeth. La sorpresa, la alegría y el reproche se unían para dar a su voz un temblor casi melodramático.

Él la contempló fríamente, y lo que es peor aún, la miró como si fuera una perfecta desconocida. Saciado con la comida y la bebida que ella le diera, se permitió desdeñarla, y, después de hacerlo así, dio la vuelta y se metió en el piso contiguo.

Elizabeth era una chica de mucho temple. A pesar de que «Joseph» la mirara como si hubiera sido un cazo lleno de leche estropeada, no por ello dejaba de ser su gato, y tenía la intención de recobrarlo. Salió y llamó al timbre del piso de míster James Renshaw Boyd.

Un joven en mangas de camisa salió a abrir la puerta.

En modo alguno se podía decir que fuera un joven poco agraciado. De hecho, y entre los de su tipo, el tipo de los de pelo revuelto, afeitado y de mandíbula cuadrada, era un joven evidentemente bien parecido. A pesar de que por el momento Elizabeth lo consideraba sencillamente como una máquina de devolver gatos descarriados, la joven se fijó en lo que dejamos apuntado.

Le dirigió una sonrisa. Aquel guapo joven no tenía la culpa de que la ventana de su saloncito estuviera abierta, ni de que «Joseph» fuera una bestezuela desagradecida que aquella noche se iba a quedar sin pescado.

—¿Le molesta que venga a llevarme mi gato? —dijo de modo muy agradable—. Se ha metido en su saloncito por la ventana.

Él pareció ligeramente sorprendido. Después, exclamó:

—¿Su gato?

—«Joseph», mi gato negro, que está en su saloncito.

—Me parece que se ha equivocado usted de sitio. Acabo de salir de mi saloncito y el único gato que hay allí es «Reginald», mi gato negro.

—¡Pero si he visto a «Joseph» entrar hace un minuto!

—Era «Reginald».

De improviso, como le sucede al que examinando un hermoso arbusto descubre de pronto que es una ortiga, Elizabeth comprendió la verdad. El que estaba ante ella no era ningún jovenzuelo inocente, sino el más perverso de los criminales de que tienen noticia los criminólogos… un desvalijador de gatos pertenecientes al prójimo. Su buena educación quedó reducida a la nada.

—¿Quiere usted decirme cuánto hace que tiene a su «Reginald»?

—Desde las cuatro de esta tarde.

—¿Entró por la ventana?

—Pues, sí. Ahora que usted lo dice, recuerdo que así fue.

—Me veo obligada a pedirle que tenga la amabilidad de devolverme el gato —dijo Elizabeth con frialdad.

Él la miró en actitud defensiva.

—Y aun suponiendo —dijo sencillamente al objeto de entablar una discusión académica—, que su «Joseph» sea mi «Reginald», ¿no podríamos llegar a un convenio determinado? Déjeme que le compre otro gato. Una docena de gatos.

—No quiero una docena de gatos. Quiero a «Joseph».

—Unos gatos bonitos, gordos y suaves —siguió diciendo con persuasión—. Gatos de Persia y Angora, bellísimos y afables…

—Naturalmente, si es que intenta usted robarme a «Joseph».

—¡Qué palabras más duras! Cualquier abogado le dirá que para los gatos rigen unos estatutos especiales. El retener a un gato perdido no es ningún delito, ni ninguna contravención. En el célebre caso que sentó jurisprudencia, de Wiggins contra Bluebody quedó establecido…

—¿Quiere usted hacer el favor de devolverme el gato?

Erguíase frente a él con la cabeza levantada y los ojos brillantes. El joven se sintió víctima de su conciencia.

—Mire —dijo—, me pondré enteramente en sus manos. Admito que el gato es suyo, que no tengo ningún derecho a él y que no soy más que un vulgar ladrón. Pero considere usted mi caso: acababa de llegar del primer ensayo de mi primera obra y en el momento preciso de entrar en casa veo penetrar a este gato por la ventana. Soy supersticioso como un moreno, y tengo la sensación de que el devolverlo equivaldrá a terminar con la obra antes de que llegue a estrenarse. Sé que a usted le parecerá absurdo. Usted no tiene supersticiones idiotas. Usted es sana y práctica. Pero, dadas las circunstancias, si lograra ver un medio de ceder sus derechos…

Ante lo anhelante de su mirada, Elizabeth capituló. Se sentía desazonada por la revulsión de sentimientos que tenía lugar en su interior. ¡Cómo se había equivocado al juzgarle! Le había tomado al azar y sin razón por un rastrero y desalmado secuestrador de gatos; ¡y pensar que mientras ella le juzgaba tan mal, le impulsaba a actuar de aquel modo un motivo tan hondo y digno de estima! Todo el desinterés y amor al sacrificio innato en las mujeres buenas se dejaron sentir en su interior.

—Siendo así, claro que no debe dejarlo escapar. Representaría una suerte malísima.

—Pero ¿y usted…?

—No se preocupe por mí. Piense en todos aquellos cuya felicidad depende de que su obra sea un éxito.

El joven pestañeó.

—Es enorme —dijo.

—No tenía ni idea de su motivo para quererlo. Para mí no era nada… por lo menos, no gran cosa… es decir… bueno, creo que estaba bastante entusiasmada con él… pero no era…

—¿Vital?

—Ésa es precisamente la palabra que buscaba. Tan sólo me hacía compañía, ¿sabe?

—¿No tiene usted muchos amigos?

—No tengo ninguno.

—¿Que no tiene amigos? Eso lo decide. Debe llevárselo consigo.

—Ni pensarlo.

—Claro que sí. Y al momento.

—Aunque quisiera no podría.

—Pues tiene que llevárselo.

—No me lo llevaré.

—Pero, ¡santo cielo! ¿Cómo cree usted que voy a poder consentir que esté usted completamente sola y que yo le robe su… su ovejilla, como si dijéramos?

—Y ¿cree usted que yo voy a consentir que su comedia fracase sencillamente por falta de un gato negro?

El joven la miró fijamente y se pasó los dedos por el enmarañado pelo con gesto despreocupado.

—El mismo Salomón no habría podido resolver este problema —dijo—. ¿Qué le parecería, ya que por lo visto es el único medio posible de solucionarlo, si usted disfrutara de una especie de usufructo sobre él? ¿No podría usted venir aquí de vez en cuando a hablar un ratito con él… y conmigo incidentalmente? Estoy casi tan solo como usted. He nacido en Chicago. Apenas conozco a nadie en Nueva York.

Su solitaria vida en la gran ciudad le había obligado a Elizabeth a adquirir la habilidad de formar rápidos juicios sobre los hombres a quienes iba conociendo. Lanzó una mirada al joven y se decidió en su favor.

—Es muy amable por su parte —dijo—. Me gustaría mucho. Quiero que me cuente todo lo de su obra. Yo también soy escritora, aunque de menos categoría, de modo que un autor teatral de éxito es para mí un personaje.

—¡Qué más quisiera yo que ser autor teatral de éxito!

—Bueno, por lo menos le van a estrenar en Broadway la primera obra que ha escrito usted. Está bastante bien.

—S… s… sí —dijo el joven.

A Elizabeth le pareció que hablaba con cierta duda y esta modestia consolidó la favorable impresión que de él se había formado.

Los dioses son justos. Por cada mal que infligen proporcionan también una compensación. Les parece bien permitir que los individuos que viven en las grandes ciudades se encuentren solos, pero han arreglado las cosas de tal modo que si uno de estos individuos logra al fin trabar una amistad con otro, tal amistad se desarrolla con más rapidez que las tibias relaciones de aquellos en quienes no se ha posado nunca el gélido dedo de la soledad. Al cabo de una semana, Elizabeth tenía la sensación de que conocía a James Henshaw Boyd de toda la vida.

Y, no obstante, había una torturante defectuosidad en las reminiscencias personales de él. Elizabeth era de esas personas a quienes les gusta comenzar una amistad con la exposición plena de su actual posición, la de su vida anterior, y la de las causas que les han movido a encontrarse en el lugar preciso en que se encuentran, en el momento de hacer la narración. En su siguiente encuentro, y antes de que él tuviera tiempo de decir gran cosa por su propia cuenta, le había ya contado ella toda su vida en la pequeña ciudad del Canadá donde pasara la primera parte de su existencia; lo de la rica e inesperada tía que la había mandado al colegio, sin que nadie pudiera ver otra razón para ello que la de que la mujer disfrutaba surgiendo inesperadamente; lo del legado que esta misma tía le dejó, mucho más reducido de cuanto se hubiera podido esperar, pero suficiente para enviar a Nueva York a una Elizabeth agradecida y con ánimo de probar suerte; le habló de los editores, de las revistas, de los manuscritos rechazados o aceptados, de sus argumentos para cuentos; de la vida en general tal como iba transcurriendo en donde el Arco se extiende por la Quinta Avenida y la cruz de Judson brilla por la noche en Washington Square.

Cuando acabó su explicación esperó que él comenzara la suya. El joven no la empezó… es decir, no la comenzó en el sentido que la palabra tenía para Elizabeth: habló brevemente de la Universidad y más brevemente aún de Chicago, ciudad a la que parecía considerar con tal desagrado que por comparación la actitud de Lot hacia las ciudades del llano resultaba casi benévola. Luego, como si hubiera cumplido las peticiones del inquisidor más exigente en asuntos de reminiscencias personales, empezó a hablar de la obra que iba a estrenar.

Los únicos hechos referentes a él que al finalizar la segunda semana de su amistad Elizabeth hubiera podido jurar que conocía eran, en primer lugar, que el joven era muy pobre, y en segundo lugar que su comedia lo significaba todo para él.

La afirmación de la importancia que concedía a su obra se insinuaba con tanta frecuencia en la conversación, que empezó a pesar en la mente de Elizabeth como un plomo, y gradualmente se encontró con que iba otorgando a la comedia el sitio de honor en sus pensamientos; llegando a importarle más que sus propias aventurillas. Con una ocasión tan trascendente pendiente de la balanza, le parecía casi cruel por su parte el dedicarse a pensar ni por un momento en si cumpliría su promesa el editor de un periódico de la noche que le había casi asegurado darle el puesto de Consejero de los Enamorados en su diario.

En los comienzos de su amistad, el joven le había contado el argumento de la obra. Si, como por desgracia sucedió, no hubiera él olvidado varios episodios importantes, ni hubiera tenido que referirse a ellos después de estar ya uno o dos actos más adelantado, y si hubiera aludido a sus personajes por nombres en vez de hacerlo por descripciones tales como: «El sujeto que está enamorado de la chica»… «no ese como se llame, sino el otro individuo», ella, a no dudar, se habría formado una idea mental de la obra que le hubiera servido de mucho para comprender debidamente los cuatro actos de la comedia. Tal como sucedió, la descripción que le dio fue un poco confusa; pero Elizabeth le dijo que era espléndida y él insistió en preguntarle si de veras lo encontraba así. Ella dijo que sí, que así lo encontraba, y ambos fueron felices.

Por lo visto, los ensayos hacían mucha mella en el ánimo del joven. Asistía a ellos con la patética regularidad de todo dramaturgo novel, pero no parecía que le consolaran mucho. Elizabeth le hallaba por lo general sumido en la melancolía, y, cuando así sucedía, dejaba para otra ocasión el relato que tenía proyectado hacer de cualquier pequeño triunfo que hubiera obtenido, dedicándose a la tarea de levantarle el espíritu. Si las mujeres no tuvieran más encanto, les bastaría con el genio que poseen para oír hablar de negocios en vez de hablar ellas de los mismos.

Elizabeth estaba más que ligeramente orgullosa de la forma en que su juicio sobre aquel joven iba adquiriendo plena justificación. La vida en el Nueva York bohemio le había dejado decididamente escarmentada de los jóvenes desconocidos que no le hubieran sido presentados formalmente: Su fe en la naturaleza humana había tenido que resistir duras pruebas. Los lobos con disfraz de cordero eran objetos comunes al margen del camino. Tal vez la razón principal para apreciar como apreciaba aquella amistad era la sensación de seguridad que le deparaba.

No cesaba de repetirse a sí misma que sus relaciones eran espléndidamente asentimentales. No había necesidad de emplear en ellas la silente actitud defensiva que había llegado a parecerle el inevitable acompañamiento de los tratos con el sexo opuesto. Tenía el convencimiento de que aquel James Boyd era de fiar; y resultaba maravilloso lo tranquilizadora que era esta reflexión.

A ello se debió que se asustara y sorprendiera tanto al ocurrir la cosa.

Sucedió en una de sus noches tranquilas. Últimamente habían adquirido la costumbre de sentarse durante largos períodos sin cambiar ni una palabra. No obstante, aquella velada difería de otras noches tranquilas por el hecho de que el silencio de Elizabeth ocultaba una ligera pero bien definida sensación de ultraje. Por lo general, mientras estaba en compañía de él, se sentía satisfecha con sus pensamientos, pero aquella noche estaba soliviantada. Tenía un resentimiento.

Por la tarde, el director del periódico de la noche, cuya angélica condición no lograba ocultar ni su calva cabeza ni la carencia de unas alas y un arpa, le había definitivamente informado de que, por cese del que hasta entonces se había ocupado de la sección, el puesto de Heloise Milton, consejera oficial de los lectores atribulados por asuntos del corazón estaba a su disposición; y la había mirado con detenimiento como para justificar el arriesgado experimento de permitir que una mujer se hiciera cargo de trabajo de tanta responsabilidad. Imagínense ustedes cómo debía sentirse Napoleón después de Austerlitz; represéntense al coronel Goethals contemplando la extracción de la última paletada de tierra del Canal de Panamá; traten de representarse a un inquilino de los suburbios que ve surgir una flor en la tierra donde ha enterrado un paquete de semillas garantizadas, y tendrán una ligera idea de cómo se sentía Elizabeth en el momento en que surgieron de los labios del director aquellas doradas palabras. Por el momento, la ambición estaba colmada. Los años, en su incesante transcurso, abrirían tal vez nuevos horizontes; pero por el momento, Elizabeth estaba satisfecha.

Caminando sobre mullidas nubes de embeleso había ido al piso de James Boyd a contarle la gran noticia.

Y le contó la gran noticia.

El joven dijo:

—¡Ah!

Hay muchas maneras de decir «¡ah!». Se puede poner en ello el asombro, la dicha y el arrobamiento; se puede pronunciar como si fuera una contestación a una observación sobre el tiempo. James Boyd le dio exactamente esta última entonación. Estaba con el pelo alborotado, el ceño fruncido y en actitud distraída. La impresión que le dio a Elizabeth era la de que apenas la había escuchado. Inmediatamente después se enfrascó en un recital de los desmanes de los actores al ensayar su comedia en cuatro actos. La estrella había hecho tal cosa, el galán tal otra, la ingenua lo de más allá. Por primera vez, Elizabeth le estuvo escuchando sin otorgarle su simpatía.

Llegó el momento en que a James Boyd le faltó la palabra y quedó sentado en su sillón en actitud meditativa. Elizabeth, enojada y ofendida, quedó en la suya, teniendo a «Joseph» entre sus brazos. Y así, con una luz tenue, el tiempo fue transcurriendo.

Nunca logró Elizabeth saber exactamente cómo había sucedido. En un instante se pasó de la paz al caos. Hubo un momento en que todo fue tranquilidad; inmediatamente después, «Joseph» se vio lanzado al aire, todo él garras y bufidos y sujeta ella con tanta violencia que se le cortó la respiración.

Se puede ir reconstruyendo de una manera algo confusa la sucesión de pensamientos que tendrían lugar en el cerebro de James: está a punto de desesperarse. En el teatro, las cosas van mal y la vida ha perdido su sabor. Su mirada, mientras está sentado en su sillón, queda atraída por el perfil de Elizabeth. Es un perfil muy bello y sobre todo muy sedante. A James Boyd le embarga un sentimentalismo casi penoso. Allí, sentada frente a él, se encuentra su única amiga en la cruel ciudad. Aducirán ustedes, con razón que no hay necesidad de saltar sobre la única amiga de uno y medio ahogarla. Tendrán razón. Su punto de vista estará bien enfocado. Pero James Boyd quedaba más allá del alcance de las deducciones juiciosas. El abuso de los ensayos le había dejado los nervios hechos trizas. Pudiera decirse que no era responsable de sus acciones.

Eso es lo que le sucedía a James. Elizabeth, naturalmente, no estaba en situación de adquirir una visión amplia y comprensiva de todo ello. Lo único que sabía era que James la había engañado y había abusado de la confianza que tenía en él. Durante un instante, el sobresalto producido por la sorpresa fue tal que no sintió indignación alguna ni notó, de hecho, otra sensación que la puramente física de semiestrangulación. Luego, encendida, y más furiosa de lo que jamás hubiera imaginado capaz de estar, empezó a luchar. Libróse de su abrazo. Al ocurrir aquello después de su resentimiento contra él, sintió contra James un odio súbito y muy acentuado. Tras de su enojo, y fomentándole, venía la humillante idea de que todo era culpa de ella; de que con su presencia en aquel lugar había provocado lo sucedido.

Dirigióse hacia la puerta casi tambaleándose. Algo luchaba y se debatía en su interior, cegándola y desposeyéndola del habla. De lo único que tenía consciencia era de un deseo de encontrarse a solas; de estar de vuelta en su hogar completamente a salvo. Se dio cuenta de que James le iba hablando, pero sus palabras no llegaron hasta ella. Encontró la puerta y la abrió de un empujón. Sintió una mano sobre su brazo, pero la apartó de una sacudida. Poco después se encontraba detrás de su propia puerta, a solas y en libertad de contemplar con detenimiento las ruinas de aquel templete de amistad que tan cuidadosamente había construido y en el que tan feliz había sido.

La afirmación de que jamás le perdonaría fue durante un buen rato su único pensamiento coherente. A este pensamiento vino a sucederle la determinación de que nunca se perdonaría a sí misma. Y, después de haber desterrado de tal modo a los dos únicos amigos que tenía en Nueva York, quedó libre para dedicarse sin trabas a la tarea de sentirse completamente sola y desgraciada.

Las sombras fueron aumentando. A través de la calle, una especie de explosión de burbujas, seguida de un resplandor espasmódico que se proyectaba en la estancia, anunció la iluminación del gran rótulo luminoso que había en la acera opuesta. Le molestó que así ocurriera porque su humor era más propenso a la obscuridad más completa; pero no tuvo la energía necesaria para bajar la persiana y obstruirle el paso a la luz. Quedóse, pues, sentada donde estaba, pensando en cosas mortificantes.

Se abrió la puerta del piso opuesto y llamaron a su timbre, pero ella no contestó. Luego se oyó llamar de nuevo. Ella permaneció en su asiento completamente inmóvil. La puerta se volvió a cerrar.

Los días fueron pasando. Elizabeth perdió la cuenta del tiempo transcurrido. Cada nuevo día traía consigo sus deberes que terminaban al meterse una en cama; eso era todo cuanto Elizabeth sabía, exceptuando el conocimiento de que la vida se había vuelto muy gris y muy solitaria, mucho más solitaria que en la época en que James Boyd no era para ella más que un ocasional ruido de pisadas.

A James no le vio en todo este tiempo. No es difícil evitar el encuentro de alguien en Nueva York, aunque este alguien viva frente por frente a uno.

Lo primero que Elizabeth hacía todas las mañanas al levantarse era abrir la puerta del piso y mirar si habían dejado algo delante de ella. A veces encontraba alguna que otra carta; y siempre a menos que Francis se distrajera y confundiera las puertas, como le ocurría de vez en cuando, hallaba el periódico de la mañana y una botella de leche.

Una mañana, dos semanas después de la noche en la que procuraba no pensar, Elizabeth encontró, al abrir la puerta, un pliego de papel doblado. Lo desdobló.

«Me voy ahora mismo al teatro. ¿No me deseas suerte? Estoy seguro de que será un éxito. “Joseph” runrunea como una dínamo. J. R. B.».

A primera hora de la mañana, el cerebro funciona irregularmente. Por un instante. Elizabeth se quedó en pie mirando aquel escrito sin comprender lo que sus palabras decían; y luego, dándole un vuelco el corazón, se dio cuenta de su significado. James debía haber dejado aquello en su puerta la noche anterior. ¡La obra se había estrenado ya! y en algún lugar de las columnas interiores de aquel periódico de la mañana que estaba a sus pies debía constar la opinión de algún crítico con respecto a ella.

Las críticas teatrales tienen la particularidad de que si se las busca se escabullen y esconden como conejos. Se agazapan detrás de los asesinatos; se ocultan detrás de los tantos de «baseball»; se refugian detrás de las noticias de Wall Street. Transcurrió más de un minuto antes de que Elizabeth encontrara lo que buscaba, y las primeras palabras que leyó la apabullaron como un golpe.

Movida por la deliciosa gracia que tan atractiva la hace a los seguidores y perpetradores del drama, la voz autorizada dejaba como un guiñapo a la obra de James Boyd. Le daba de golpes hasta derribarla en el suelo y la pateaba después; saltaba sobre ella con sus enormes pies; le arrojaba agua fría y la desmenuzaba en pequeños trozos. Alegremente iba sacando las entrañas a la obra de James Boyd.

Elizabeth tembló de la cabeza a los pies. Para serenarse tuvo que cogerse al marco de la puerta. En un instante le desapareció todo su resentimiento, desvanecido y aniquilado como la niebla ante el sol.

Le quería, y se daba cuenta ahora de que siempre le había querido.

Dos segundos invirtió en comprender que el crítico era un miserable incompetente incapaz de reconocer el mérito que se le ofrecía ante los ojos. En cinco minutos estuvo vestida. En uno bajó corriendo las escaleras y se dirigió al puesto de periódicos que había en la esquina de la calle. Y allí, con una prodigalidad que encantó y llenó de contento al propietario, compró todos los periódicos que éste le pudo proporcionar.

Los momentos trágicos quedan mejor descritos con brevedad. Todos los periódicos se ocupaban de la obra y cada uno de ellos la echaba por los suelos con ímpetu nada común. Las críticas variaban tan sólo en el tono. Una la maldecía con ensañamiento; otra, con cierta piedad; una tercera, con una especie de superioridad ultrajada, como la de alguien a quien se le obliga contra su voluntad a hablar de algo que mejor sería callar; pero el significado de todas era el mismo. La obra de James Boyd era un horrible fracaso.

Elizabeth se marchó a toda prisa hacia su casa, dejando que el propietario del puesto, más encantado que nunca, recogiera aquellos órganos de expresión de un pueblo libre, los alisara y los volviera a colocar en los estantes. Ya en su casa, subió a toda prisa las escaleras y, llegando sin respiración a la puerta de James, llamó al timbre.

Unos pasos tardos y pesados avanzaron por el corredor; eran pasos de desaliento, pisadas que produjeron un escalofrío en el corazón de Elizabeth. Se abrió la puerta, y ante ella vio a James Boyd con los ojos muy hundidos y el rostro descompuesto. En su mirada se leía la desesperación y en su barbilla se observaba el azul crecimiento de la barba, propio del hombre a quien el puño del destino, al descargarse sobre él, le ha despojado de la energía para llevar a cabo su afeitado matutino.

Detrás de él, cubriendo literalmente el suelo, estaban los periódicos de la mañana; a la vista de éstos, Elizabeth se desmoronó.

—¡Qué pena, James! —exclamó; e inmediatamente después estaba entre sus brazos en los que permaneció inmóvil durante un buen rato.

Nunca, más tarde, logró saber cuánto tiempo estuvo de aquel modo; pero es el caso que llegó el momento en que James Boyd dijo:

—Si te casas conmigo, no me importa un pepino.

—¡Oh, mi James! —dijo Elizabeth—. Claro que me casaré contigo.

Frente a ellos, mientras permanecían en pie, pasó una negra exhalación que desapareció por la puerta. El gato «Joseph» abandonaba el barco en naufragio.

—Déjale que se vaya, ¡es un engaño! —dijo Elizabeth con amargura—. Nunca volveré a creer en los gatos negros.

Pero James no era de la misma opinión.

—«Joseph» me ha traído toda la suerte que quería.

—Pero si la obra lo significaba todo para ti.

—Antes, sí.

Elizabeth titubeó.

—Mira, James, no te preocupes. Sé que con tu nueva obra harás una fortuna, y mientras tanto me basta con lo que tengo ahora para que podamos vivir los dos hasta que a ti te vayan bien las cosas. Con mi sueldo del Evening Chronicle nos arreglaremos estupendamente.

—¡Cómo! ¿Que tienes un empleo en un periódico de Nueva York?

—Sí, ya te lo dije. Hago de Heloise Milton. ¿Por qué? ¿Qué te pasa?

James exclamó, como en una especie de gruñido:

—¡Y yo que creía que vendrías a Chicago conmigo!

—Iré. Claro que iré. ¿Qué pensabas que iba a hacer?

—¡Cómo! ¿Que vas a dejar un empleo en Nueva York? —pestañeó—. Eso no puede suceder en realidad. Estoy soñando.

—Pero mira, Jimmy. ¿Estás seguro de que en Chicago encontrarás trabajo? ¿No sería mejor que te quedaras por aquí, que es donde están todos los productores, y que…?

Él hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Creo que es ya hora de que te cuente algo acerca de mí —dijo—. ¿Que si estoy seguro de encontrar trabajo en Chicago? Por desgracia, sí. Monina, supongo que en alguno de tus momentos más materiales te habrás solazado con un embutido para el desayuno marca «Boyd» o que habrás disfrutado de una loncha de jamón Excelsior Curado en Casa, marca «Boyd». Es mi padre quien los fabrica, y la tragedia de mi vida es que quiere que yo le ayude. Ésa era mi posición. Odiaba el negocio familiar tanto como le gustaba a papá. Tenía la noción (una noción estúpida, como luego se ha demostrado) de que lograría triunfar en el campo literario. Desde que estuve en el colegio me gustó siempre escribir. Cuando llegó el momento en que tuve que decidirme a entrar en la firma de mi padre, se lo expuse con toda claridad. Le dije: «Dame una oportunidad, una buena oportunidad, para ver si realmente hay en mí el fuego divino, o si es que alguien ha hecho la señal de alarma para gastarme una broma». E hicimos un trato. Yo tenía escrita ya esta obra y decidimos que nos serviría de prueba. Convinimos en que papá pondría el dinero para lanzarla en Broadway. Si tenía éxito, muy bien. Yo sería un Gus Thomas y podría dedicarme a la literatura. Si resultaba un fracaso tendría que abandonar mis sueños de triunfos literarios y empezar a actuar como el pollo responsable por la Cía. en «Boyd y Cía.».

»Pues bien, los acontecimientos han demostrado que tengo que ser ese pollo y voy a cumplir mi parte del convenio con tanta honradez como papá cumplió la suya. Sé perfectamente que si me negara a jugar limpio y me decidiera a quedarme en Nueva York, a probar suerte de nuevo, papá seguiría respaldándome. Es un hombre así. Pero no lo haría ni por un millón de éxitos en Broadway. He tenido mi ocasión y he fracasado; y ahora voy a volverme a Chicago a hacerle feliz con mi conversión en un verdadero miembro de la firma. Y lo raro del caso es que si bien anoche esta idea me era odiosa, ahora que te tengo espero casi con ansia que llegue el momento de ponerla en práctica.

Se estremeció ligeramente.

—Sin embargo… no sé. Hay algo que produce aún bastante horror a mi alma artística en la idea de vivir con el lujo que proporcionan los cerdos asesinados. ¿No has visto nunca cómo se persuade a un cerdo para que desempeñe el papel de protagonista en un embutido para el desayuno Boyd Premier? Es bastante desagradable. Lo atan por las patas traseras y ¡brrrrr!

—No te preocupes —dijo Elizabeth de manera tranquilizadora—. Tal vez no les importe en realidad.

—Bueno, no sé —dijo James Boyd con aire de duda—. Yo sí lo he visto hacer y me inclino a decir que no parecían muy complacidos.

—Procura no pensar en ello.

—Muy bien —dijo James obedientemente.

Del piso de arriba les llegó un súbito griterío, y al cabo de un instante entró en la habitación un joven vestido con pijama y con el pelo muy revuelto.

—¿Qué quieres? —dijo James—. A propósito, aquí tienes a la señorita Herrold, mi prometida; este joven es míster Briggs, Paul Axworthy Briggs, a quien también se conoce en ocasiones por «el muchacho novelista». ¿Qué hay de nuevo, Paul?

Míster Briggs balbuceaba de emoción.

—¡Jimmy! —exclamó el muchacho novelista—, ¿qué dirías que ha sucedido? Acaba de entrar un gato negro en mi piso. Le oí maullar fuera, le abrí la puerta y entró como una centella. ¡Precisamente anoche empecé mi novela! Oye, ¿tú crees en eso de que los gatos negros traen suerte?

—¡Que si la traen! Mira, hijo, clava ese gato en tu alma con garfios de acero. Es el mejor amuleto de Nueva York. Hasta esta mañana estuvo viviendo conmigo.

—Entonces, ¡caramba!, por poco me olvido de preguntártelo. Tu obra fue un éxito, ¿no? Todavía no he leído los periódicos.

—Pues bueno, cuando los leas, no te fijes en las noticias. Fue lo peor que ha visto Broadway desde los tiempos de Colón.

—Pero…, no te entiendo.

—No te preocupes. No tienes por qué entenderme. Vete en seguida a tu piso a darle pescado al gato, que, si no, te dejará. Supongo que dejarías la puerta abierta.

—¡Dios mío! —dijo el muchacho novelista, palideciendo. Y se marchó corriendo hacia su piso.

—¿Crees que «Joseph» le traerá suerte? —dijo Elizabeth, pensativa.

—Todo depende de la suerte a que te refieras. A lo que parece, «Joseph» trabaja de un modo indirecto. Por lo que yo sé de los métodos de «Joseph», imagino que la nueva novela de Briggs será rechazada por todos los editores de la ciudad; y entonces, cuando esté sentado en su saloncito, preguntándose cuál de sus navajas será mejor para cortarse las venas, sonará un timbre en la puerta y entrará la chica más guapa del mundo, y entonces… bueno, entonces, puedes estar segura de que todo irá bien.

—¿Y no se preocupará más de la novela?

—Ni lo más mínimo.

—¿Ni siquiera si representa que tendrá que ir a matar cerdos o algo por el estilo?

—Por cierto que, hablando de cerdos, he observado en ti una ligera tendencia a mostrarte bastante morbosa acerca de ello. Ya sé que los atan con una cuerda y los levantan por las patas traseras y todas esas cosas; pero has de tener presente que el cerdo ve todo esto desde un punto de vista distinto; hasta tengo la creencia de que le gusta. Procura no pensar en ello.

—Muy bien —dijo Elizabeth con obediencia.