Una pincelada de naturalidad
Los sentimientos que experimentaba míster J. Wilmot Birdsey, al verse comprimido por la multitud que iba avanzando pulgada por pulgada hacia las puertas del campo de fútbol de Chelsea, se parecían bastante a los del hambriento a quien se le acaba de ofrecer una comida, pero se da cuenta de que no es probable que pueda repetirla en muchos días. Se sentía feliz y contento. Rebosaba de alegría de vivir y de un cálido afecto para sus semejantes. En lo más recóndito de su mente atisbaba las negras sombras de futuras privaciones, pero no permitía por el momento que vinieran a perturbarle. En aquel día feliz entre los felices se contentaba con gozar del presente y permitir que el futuro se desarrollara como pudiera.
Míster Birdsey estuvo haciendo algo que no había hecho desde que se marchó de Nueva York cinco años atrás. Estuvo contemplando un partido de pelota base.
Nueva York perdió un gran aficionado a la pelota base cuando Hugo Percy de Wynter Framlinghame, sexto conde de Carricksteed, se casó con Mae Elinor, hija única de mistress J. Wilmot Birdsey, de la calle Setenta y Tres. Mas apenas tuvo lugar este acontecimiento de internacional importancia, al anunciar mistress Birdsey que en el futuro trasladarían su hogar a Inglaterra, lo más cerca posible de Mae y Hugo, desprendió a J. Wilmot de su cómodo sillón como si hubiera sido una almeja, lo metió en un veloz taxi y lo trasladó a un camarote de lujo del «Olympic», y allí estaba el pobre hecho un desterrado.
Míster Birdsey se sometió a tan terrible secuestro, peor que los de los tiempos en que andaba suelta la pandilla de más renombre en esta especialidad, con la deliciosa amabilidad que le hacía tan popular entre sus amigos y tan poca cosa más que una cifra en su hogar. Desde los primeros momentos de su vida de casado le había sido fijada su posición claramente definida y sin posibilidad de error. Su misión era la de ganar dinero y pasar por los aros que quisieran y desafiar a la muerte a capricho de su mujer y de su hija Mae cuando éstas se lo pidieran. Venía cumpliendo estos deberes concienzudamente desde hacía unos veinte años.
Sólo en alguna que otra ocasión le llegaba a pesar su humilde papel, pues quería muchísimo a su mujer y sentía idolatría por su hija. El casamiento internacional le había deparado una de estas ocasiones. No tenía ninguna objeción que hacerle a Hugo Percy, sexto conde de Carricksteed. El golpe le fue propinado al dictarse la sentencia de destierro. Le gustaba la pelota base con una pasión que sobrepujaba al amor que les tenía a las mujeres, y la perspectiva de no volver a ver un partido de este juego le horrorizaba.
Estando así las cosas, una mañana recibió la noticia, como una voz que viniera del otro mundo, de que los «White Sox» y los «Gyants»[3] iban a dar una exhibición de su juego en el campo de fútbol de Chelsea, en Londres, y como un niño antes de Navidad, había venido contando los días.
Antes de poder asistir al partido tuvo varios obstáculos que vencer, pero logró allanarlos y verse sentado en primera fila cuando los dos equipos se alinearon ante el rey Jorge.
Ahora se alejaba lentamente del campo con el resto de los espectadores. El destino había sido muy bueno con él. Le había deparado un gran juego, muy igualado hasta la victoria final. Pero lo que era ya el colmo de la benevolencia de los hados fue el conceder los asientos que quedaban a ambos lados de él a dos hombres de su propia afición, dos seres divinos que sabían apreciar cada uno de los movimientos de los jugadores y que aullaban como lobos cuando no estaban perfectamente de acuerdo con el árbitro. Ya mucho antes del tanto noveno empezó a sentir hacia ellos el afecto que debe sentir el marinero náufrago que se encuentra en una isla desierta con dos compañeros de la niñez.
Mientras iba abriéndose paso a empujones hacia la salida se fijó en que aquellos dos hombres seguían a su lado; uno a la derecha y el otro a la izquierda. Los miró con cariño, tratando de decidirse acerca de cuál de ellos le era más simpático. Era triste tener que pensar que pronto dejaría de verlos para siempre.
Tomó una súbita resolución. Desistiría de separarse de ellos. Les invitaría a cenar. Gozando de lo mejor que en el hotel Savoy les pudieran servir, revivirían la batalla de la patria. No sabía quiénes eran ni conocía absolutamente nada de ellos, pero ¿qué importaba? Eran hermanos de afición, y eso le bastaba.
El individuo que quedaba a su derecha era un hombre joven, completamente afeitado, y de un aspecto algo falconiano. Tenía ahora el rostro frío e impasible, casi hasta el extremo de resultar desagradable; pero tan sólo media hora antes su faz había sido un campo de batalla de encontradas emociones, y en su sombrero persistía la abolladura que le ocasionara al golpearlo contra el borde de su asiento en ocasión de una jugada magistral de míster Daly. ¡Era un huésped dignísimo!
El hombre que estaba a su izquierda pertenecía a otra especie de aficionado. Si bien alguna que otra vez había aullado también durante el partido, la mayor parte de éste la pasó contemplándolo sumido en un silencio tan ávidamente tenso, que un observador con menos experiencia que míster Birdsey hubiera podido atribuir su inmovilidad al fastidio. Pero una sola mirada a lo prominente de su mandíbula y a lo brillante de sus ojos le había bastado a míster Birdsey para convencerse de que tenía a su lado a un hermano.
Los ojos de aquel individuo seguían brillando, y bajo su tez curiosamente morena tenía las mejillas pálidas. Miraba en frente de él con mirada perdida.
Míster Birdsey dio un golpecito en el hombro del joven.
—¡Vaya partido! —dijo.
El joven le miró sonriendo.
—Imponente —dijo.
—No había visto un partido de pelota base desde hacía cinco años.
—El último que vi yo fue en junio, hará dos años.
—Véngase a cenar conmigo a mi hotel, y lo discutiremos —dijo míster Birdsey impulsivamente.
—¡Estupendo! —dijo el joven.
Míster Birdsey se volvió y le tocó en el hombro al individuo que iba a su izquierda.
El resultado fue un poco inesperado. Al verse así llamado, aquel hombre tuvo un estremecimiento que fue casi un salto, y la palidez de su rostro se convirtió en un color blanco y enfermizo. Sus ojos, al volverse, se encontraron por un instante con los de míster Birdsey y bajó la vista en seguida. Veíase en ellos reflejado un miedo cerval. Su aliento silbaba quedamente a través de los cerrados dientes.
Míster Birdsey quedó desconcertado. La cordialidad del joven de rostro afeitado no le tenía preparado para la posibilidad de un recibimiento así. Se sintió desazonado y estuvo a punto de excusarse con algún murmullo de que se había equivocado, cuando el del susto le tranquilizó con una sonrisa. Era una sonrisa bastante forzada, pero a míster Birdsey le bastó. Aquel hombre podía ser de temperamento nervioso, pero tenía el corazón en el lugar adecuado.
También él sonrió. Era míster Birdsey un hombrecito pequeño, gordito y de cara rubicunda, y tenía una sonrisa que raras veces dejaba de animar a los desconocidos. Muchos años de esfuerzo en el Stock Exchange de Nueva York no lograron destruir en él cierta amabilidad infantil que salía a relucir cuando sonreía.
—Ya veo que le he dado un susto —dijo apaciblemente—. Quería rogarle si permitiría usted a un desconocido, que es también un desterrado, ofrecerle una cena esta noche.
El interesado dio un respingo.
—¿Desterrado?
—Un aficionado desterrado. ¿No le parece a usted también que estamos muy lejos del campo del Polo? Este caballero me acompaña asimismo. Tengo una serie de habitaciones en el hotel Savoy, y se me ha ocurrido que podríamos irnos los tres a cenar y a discutir el partido. Desde hace cinco años no había visto ninguno.
—Yo tampoco.
—Entonces es preciso que venga, es imprescindible. Nosotros, los aficionados, tenemos que agruparnos en esta tierra extraña. Venga.
—Gracias —dijo el barbudo—, acepto.
Cuando tres hombres, desconocidos entre sí, se sientan a cenar juntos, la conversación, aun en el caso de que tengan una pasión mutua por la pelota base, suele hacerse bastante difícil. El frenesí inicial con que míster Birdsey formulara sus invitaciones empezó a decaer en el momento en que fue servida la sopa y vióse embargado por una sensación que le turbaba.
Había algún sutil obstáculo que se oponía a la debida prosecución del asunto. Lo percibía en el aire. Sus dos invitados se sentían inclinados al silencio, y el joven de rostro afeitado mostraba un empeño inexplicable en mirar fijamente al barbudo, lo que tenía evidentemente inquieto a aquel ser sensitivo.
—Vino —murmuró míster Birdsey dirigiéndose al camarero—. Vino, vino.
Hablaba con la gravedad de un general que convoca a sus reservas para el ataque general. Tenía gran empeño en que su cena fuera un éxito. Había en ella determinadas circunstancias que la iban a convertir en una especie de oasis sin su vida. Quería que fuera una ocasión a la que pudiera acudir en busca de consuelo en los grises días del porvenir. No podía permitir que fuera un fracaso.
Estaba a punto de hablar, cuando el joven se le anticipó. Abalanzándose sobre la mesa se dirigió al barbudo, que, con ausente mirada, partía el pan.
—¿Está seguro de que no nos habremos conocido antes? —dijo—. Yo estoy convencido de que recuerdo su cara.
El efecto que estas palabras produjeron en el otro fue tan curioso como lo había sido el efecto producido por el golpecito en el hombro que míster Birdsey le diera. Levantó la vista como un animal acosado.
Sin decir palabra, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es curioso —dijo el joven—, podría jurarlo, y estoy persuadido de que fue en algún sitio de Nueva York. ¿Procede usted de allí?
—Sí.
—Me parece —dijo míster Birdsey— que nos debiéramos presentar. Es raro que hasta ahora no se le haya ocurrido hacerlo a ninguno de nosotros. Me llamo Birdsey, J. Wilmot Birdsey. Soy de Nueva York.
—Yo me llamo Waterall —dijo el joven—. He venido de Nueva York.
El barbudo titubeó.
—Y yo Johnson. Ven… Solía vivir en Nueva York.
—¿Dónde vive usted ahora, míster Johnson? —preguntó Waterall.
El barbudo titubeó de nuevo.
—En Argel —dijo.
Míster Birdsey se sintió obligado a contribuir al aligeramiento de la conversación con unos cuantos lugares comunes.
—¡Oh, Argel! —dijo—. No he estado nunca allí, pero tengo entendido que es un sitio magnífico. ¿Tiene usted allí algún negocio, míster Johnson?
—No, vivo allí por motivos de salud.
—¿Y hace ya mucho tiempo? —preguntó Waterall.
—Cinco años.
—Entonces ha debido ser en Nueva York donde le vi, pues no he estado nunca en Argel, y estoy seguro de que le he visto en alguna parte. Temo que me encuentre usted muy pesado por aferrarme a este punto de tal forma, pero es que, de hecho, la única cosa de la que puedo alabarme es de mi memoria para las caras conocidas. Es una especie de manía. Si creo que recuerdo una cara y no puedo explicarme de qué, me preocupo tanto que padezco de insomnios. En parte se debe a que en mi trabajo es imprescindible tenerla. Me ha ayudado cientos de veces.
Míster Birdsey era una persona inteligente y veía bien claramente que por un motivo u otro la conversación de mesa de míster Waterall le estaba poniendo los nervios de punta a Johnson. Como un buen anfitrión, trató de atajarla y dulcificar las cosas.
—He oído contar cosas muy interesantes de Argel —dijo esperanzadamente—. Un amigo mío estuvo en esa ciudad. Fue el año pasado con su yate. Debe de ser un lugar delicioso.
—Es el infierno en la tierra —le interrumpió Johnson, dejando paralizada la conversación.
A interrumpir el lúgubre silencio llegó un ángel con forma humana: un camarero que traía una botella. El chasquido del corcho fue algo más que música para los oídos de míster Birdsey. Fue el estampido de los fusiles del ejército liberador.
La primera copa, como tienen siempre por efecto las primeras copas, apaciguó al barbudo, hasta el extremo de inducirle a probar de recoger los fragmentos de la conversación que había destrozado.
—De seguro que me habrá considerado usted muy brusco, míster Birdsey —dijo tímidamente—; pero no se ha visto usted obligado a vivir cinco años en Argel, como he tenido que vivir yo.
Míster Birdsey asintió con simpatía.
—Al principio me pareció bien. Hasta me gustaba. Pero ya, después de cinco años allí, sin más perspectiva hasta que uno muera…
Se detuvo y apuró el contenido de su vaso. Míster Birdsey seguía turbado. En verdad que la conversación se proseguía en cierto modo, pero había tomado un tono bastante sombrío. Ligeramente achispado por el excelente champaña que había seleccionado para tan importante cena, trató de animarla.
—Me gustaría saber —dijo— cuál de nosotros ha tenido hoy las mayores dificultades para satisfacer su afición. Me parece que a ninguno de nosotros le ha sido demasiado fácil.
El joven hizo un ademán negativo con la cabeza.
—A mí no me cuente para que aporte una historia romántica a esta especie de Mil y una Noches. Lo que me hubiera sido difícil es dejar de asistir. Me llamo Waterall, y soy el corresponsal en Londres del Chronicle de Nueva York. Esta tarde tuve que asistir al partido por cuestión profesional.
Míster Birdsey esbozó una risita de vergüenza que no estaba desprovista de cierto orgullo.
—Van a reírse a mi costa cuando oigan mi confesión. Mi hija se casó con un conde inglés y mi mujer se empeñó en traerme aquí para alternar con la familia condal. Esta noche debía celebrarse una gran cena a la americana a la que tenía que asistir toda la pandilla, y el habérmela saltado me costará un disgusto de muerte. Pero cuando se tiene un partido de pelota base entre los «Gyants» y los «White Sox», a cincuenta millas de uno… bueno, he cogido el abrigo y me he escabullido por la puerta trasera, yendo a la estación y tomando el rápido que viene a Londres. No quiero ni pensar en lo que estará pasando en este momento por allí. Ahora —dijo míster Birdsey consultando el reloj— me imagino que estarán atacando los hors d’oeuvres y mirando hacia mi silla vacía. Ha estado muy mal hecho, pero, ¡qué caramba!, ¿qué otra cosa podía haber hecho?
Miró al barbudo.
—¿No le ha ocurrido a usted ninguna aventura, míster Johnson?
—No. Yo…, pues no hice más que venir.
El joven Waterall se adelantó en su asiento. Actuaba reposadamente, pero le brillaban los ojos.
—¿Y no fue ya esto sólo bastante aventura para usted? —dijo.
Sus ojos se encontraron a través de la mesa. Sentado entre ellos, míster Birdsey miraba alternativamente al uno y al otro, vagamente inquieto. Estaba sucediendo algo, se estaba desarrollando un drama, sin que él tuviera la clave de la situación.
El pálido rostro de Johnson, empalideció aun más, y el mantel se arrugó bajo sus dedos a una contracción de éstos, pero su voz era firme al replicar:
—No le comprendo.
—¿Me comprenderá usted si le doy su verdadero nombre, míster Benyon?
—¿Qué quiere decir esto? —dijo míster Birdsey débilmente.
Waterall volvió hacia él el rostro en el que se acusaban más que nunca los rasgos falconianos. Míster Birdsey sintió una súbita antipatía por aquel joven.
—Es muy sencillo, míster Birdsey; ha estado usted dándole una cena a una celebridad. Ya le dije que estaba seguro de que había visto a este caballero antes de ahora. Acabo de acordarme dónde y cuándo. Es míster John Benyon y le vi por última vez hace cinco años cuando estaba yo de repórter en Nueva York y tuve que asistir a su juicio.
—¿Su juicio?
—Robó cien mil dólares en el Banco New Asiatic, tomó el olivo, y no se ha vuelto a saber nada de él.
—¡Qué barbaridad!
Míster Birdsey se quedó mirando fijamente a su huésped con unos ojos que se le dilataban por momentos. Se sintió sorprendido al comprobar que en el fondo de su ser había un inconfundible sentimiento de satisfacción. Cuando aquella mañana se había decidido a abandonar el hogar lo hizo convencido de que aquel sería un día solemnísimo. Nadie podría decir que los acontecimientos actuales vinieran a restarle solemnidad.
—¿De modo que por eso es por lo que vivía usted en Argel?
Benyon no contestó. En la calle, el tráfico de la Strand enviaba un débil murmullo a la cálida y confortable habitación.
Waterall habló de esta forma:
—¿Cómo se le ha ocurrido, Benyon, arriesgarse a venir a Londres; a Londres, donde uno de cada dos individuos que uno encuentra es americano? Ya podía estar casi seguro de que se le reconocería. ¡Buen revuelo armó usted con su asuntillo de hace cinco años!
Benyon levantó la cabeza. Le temblaban las manos.
—Ya se lo diré —dijo con una especie de arranque salvaje que al pequeño míster Birdsey le hizo el efecto de un golpe—. Vine porque estaba como muerto y vi una posibilidad de volver por un día a la vida; porque estaba asqueado de la maldita tumba donde vivo desde hace cinco siglos; porque estoy ansioso de ir a Nueva York desde que salí de allí… y porque aquí se me ofrecía una ocasión de volver a mi país por unas horas. Sabía que era arriesgado, pero quise exponerme. ¿Y qué pasa?
El corazón de míster Birdsey estaba demasiado repleto para expresarse con palabras. Al fin había encontrado al superaficionado, al hombre que era capaz de desafiar los elementos por ver un partido de pelota base. Hasta aquel momento, míster Birdsey se había considerado a sí mismo como lo más aproximado a esta nebulosa eminencia. Por su parte, había arrostrado grandes peligros para ver aquel juego. Aun en aquel mismo momento su mente no lograba desviarse enteramente de ir realizando especulaciones acerca de lo que diría a su mujer cuando volviera al redil. Pero ¿qué eran los riesgos que había corrido comparados con los de Benyon? Míster Birdsey irradiaba satisfacción. No podía refrenar su simpatía y admiración. Verdad era que aquel hombre era un criminal. Había robado al Banco cien mil dólares. Pero, después de todo, al fin y al cabo, ¿qué? Probablemente, los propietarios de aquellos dólares los habrían gastado en tonterías. Y de todas maneras, un Banco que no sabía cuidarse del dinero confiado, merecía perderlo.
Míster Birdsey sintió casi una furiosa indignación contra el Banco New Asiatic.
Interrumpió el silencio que había seguido a las palabras de Benyon con una observación peculiarmente inmoral:
—Bueno, ha sido una suerte que sólo nosotros le hayamos reconocido —dijo.
Waterall le miró fijamente.
—¿Intenta usted proponer que silenciemos este asunto míster Birdsey? —dijo fríamente.
—Bueno, bueno…
Waterall se levantó y dirigióse al teléfono.
—¿Qué va a hacer usted?
—Llamar a Scotland Yard, naturalmente. ¿Qué pensaba usted?
Indudablemente, el joven cumplía con su deber de ciudadano. Sin embargo, hay que dejar sentado que míster Birdsey le miraba con un horror ilimitado.
—¡No es posible! ¡No debe usted hacer eso! —exclamó.
—Vaya si lo haré.
—Pero… pero… es que este individuo lo ha dejado todo para ver el partido.
A míster Birdsey le parecía increíble que tal aspecto del asunto no bastara para que todo el mundo lo considerara con exclusión de cualquier otro aspecto.
—No puede usted denunciarle. Es demasiado cruel.
—Es un criminal convicto.
—Es un aficionado. El aficionado por excelencia.
Waterall se encogió de hombros y se dirigió hacia el teléfono. Ambos oyeron decir a Benyon:
—Un momento.
Waterall se volvió para encontrarse encañonado por una pistola pequeña, y dijo riendo:
—Ya esperaba yo eso. Resístase lo que quiera.
Benyon apoyó su trémula mano en el borde de la mesa.
—Disparo si hace un movimiento.
—No disparará. No tiene usted valor. Es usted una piltrafa. No es más que un delincuente rastrero. Ni con un millón de años de tiempo acumulará el valor necesario para apretar ese gatillo.
Empuñó el auricular.
—Póngame con Scotland Yard —dijo.
Estaba de espaldas a Benyon. Éste seguía sentado en completa inmovilidad. Y luego, con un ruido seco, la pistola cayó al suelo. Inmediatamente perdió Benyon toda su agresividad. Ocultó la cara entre los brazos y se puso a sollozar como un chiquillo. Era hombre al agua.
Míster Birdsey quedó profundamente angustiado. Permaneció sentado sin saber qué hacer. Aquello era una pesadilla.
La voz serena de Waterall dijo al teléfono:
—¿Es Scotland Yard? Soy Waterall, del Chronicle de Nueva York. ¿Está el inspector Jarvis? Dígale que se ponga al teléfono… ¿Es usted Jarvis? Habla Waterall. Estoy en el Savoy, en las habitaciones de míster Birdsey. Birdsey. Escuche, Jarvis: Aquí hay un hombre a quien busca la policía americana. Mande a alguien que venga a apresarle. Es Benyon. Robó al Banco New Asiatic de Nueva York. Sí; tienen ustedes una orden de arresto contra él, desde hace cinco años… Está bien.
Colgó el auricular. Benyon se puso en pie de un salto, y quedó temblando con un aspecto deplorable. Míster Birdsey se había levantado con él. Ambos permanecieron en pie mirando a Waterall.
—¡Delator! —dijo míster Birdsey.
—Soy un ciudadano americano —dijo Waterall—, y casualmente tengo una ligera idea de cuáles son los deberes de un ciudadano. Y lo que es más, soy periodista y tengo cierta idea de mis deberes para con el público. Llámeme lo que quiera. No cambiará en nada la situación.
Míster Birdsey dio un gruñido.
—Padece usted de sentimentalismo, míster Birdsey. Eso es lo que le pasa. Sólo porque este hombre ha escapado a la justicia durante cinco años, opina que se le debe considerar absuelto de todo.
—Pero… pero…
—Yo no.
Sacó su pitillera. Se sentía más inquieto y nervioso que lo que hubiera querido que sus interlocutores sospecharan. Había tenido que pensar muy de prisa antes de decidirse a tratar con desprecio la pistola contra él encañonada. Al verla aparecer había sufrido una decidida conmoción y ahora experimentaba la reacción consiguiente. Como consecuencia de ello, y a causa de lo tensos que sus nervios estaban, encendió el cigarrillo con mucha calma, cuidadosamente, y con tan ofensiva superioridad que acabó de desquiciar a míster Birdsey.
Estas cosas son cuestión de un momento. Sólo una infinitesimal fracción de tiempo transcurrió entre el espectáculo ofrecido por míster Birdsey en plena indignación, pero inactivo, y el ofrecido por míster Birdsey enfurecido y francamente exaltado. La transformación tuvo lugar en el espacio de tiempo necesario para encender un fósforo.
En el momento en que el fósforo produjo la llama, míster Birdsey dio un salto.
Mucho tiempo atrás, cuando la sangre joven corría a raudales por sus venas y tenía la vida por delante, míster Birdsey había jugado al rugby. El que ha sido en un tiempo jugador de rugby, lo es para toda la vida y lo lleva consigo a la tumba. El tiempo se había llevado de la vida de míster Birdsey la facultad de lanzarse contra el adversario, pero la ira se la devolvió. Con gran ímpetu se arrojó contra las bien enfundadas piernas de míster Waterall, igual que treinta años atrás se había arrojado contra otras piernas menos bien enfundadas. Cayeron juntos al suelo; y se le oyó gritar:
—¡Corra, corra, idiota! ¡Corra!
Y, mientras seguía cogido a su presa, jadeante, congestionado, sintiéndose como si todo el mundo se hubiera disuelto en una terrible explosión de dinamita, se abrió la puerta, volvió a cerrarse y se oyeron unas pisadas que corrían pasillo abajo.
Míster Birdsey se separó de su atacado, y levantóse penosamente. La emoción le había vuelto a su ser normal. Ya no estaba enfurecido. Era un caballero de mediana edad y de gran respetabilidad que se había comportado de un modo muy especial.
Waterall, encendido y despeinado, le miraba sin hablar. Al fin balbuceó:
—¿Está usted loco?
Míster Birdsey comprobó el mecanismo de una de sus piernas que daba lugar a la sospecha de haberse roto. Tranquilizado, volvió a poner el pie en el suelo, y sacudiendo la cabeza, miró a Waterall. Estaba ligeramente maltrecho pero logró adoptar una actitud de digna repulsa.
—No debería usted haber hecho tal cosa, joven. Ha sido una canallada. Oh, sí, ya sé que me saldrá con todo eso de los deberes de ciudadano. No me venga con esas cosas. Hay excepciones para todas las reglas, y ésta es una de ellas. Cuando un hombre se arriesga a perder la libertad para asistir a un partido de pelota base, hay que tenérselo en consideración. No es entonces un delincuente. Es un aficionado. Y nosotros, los aficionados en el destierro, tenemos que agruparnos.
Waterall temblaba de enojo y decepción. Sentíase molesto por el peculiar fastidio de ser tratado por un caballero de avanzada edad como un saco de carbón, y balbuceó con rabia:
—Viejo loco, ¿se da usted cuenta de lo que ha hecho? La policía vendrá dentro de un minuto.
—Pues que venga.
—Pero ¿qué les voy a decir? ¿Qué explicación puedo darles? ¿Qué historia podré contarles? No ve usted el aprieto en que me ha puesto.
Algo parecía ir cediendo en el interior de míster Birdsey. Era que el enojo desaparecía y la razón volvía a ocupar su trono. Le resultaba ya posible pensar con calma, y lo que pensó le llenó de una súbita melancolía.
—Joven —dijo—, no se preocupe. Su tarea no tiene importancia. No tiene más que explicarle un cuento a la policía. Cualquier excusa será buena. ¡El que está en un verdadero apuro soy yo… que tengo que darle explicaciones a mi mujer!