La Cabeza del Papa

“Caput Mortuum”, cabeza de muerto, es el residuo de la obra alquímica.

I

Contra todo lo que pueda pensarse, eran apenas las tres de la tarde de un día azul brillante, con un resplandor solar que atemorizaba. Al menos, hubo personas que así lo sintieron; y tuvieron razón.

En la ciudad empezaron a ocurrir extraños fenómenos simultáneos, y todos fueron uniéndose para producir aquello que podría considerarse como un estado amorfo de guerra, sin que se disparara un tiro ni hubiera un muerto. Pero pasaron muchas otras cosas que casi nadie pudo explicar.

En el centro mismo de la ciudad está el más grande y elegante almacén de muebles del país. Y hoy había una fastuosa y gigantesca exposición de camas conyugales, de todos los tamaños. En el centro de la inmensa serie de vitrinas aparecía una, mayor que todas, que mostraba un cuádruple lecho imperial.

En el momento en que empezaron a suceder todas las cosas (a suceder al mismo tiempo), salió a la vitrina mayor una mujer fornida y de rostro encantador —creo que era ex-reina de belleza— acompañada de uno de esos atletas que andan con casco de motorista para protegerse la inteligencia. Ante los ojos ligeramente sorprendidos del público, empezaron a desvestirse, con movimientos precisos y casi rítmicos, como si estuvieran ejecutando una escena de ballet. Apenas quedaron desnudos, se tendieron a hacer el amor; lo cual, naturalmente, se hizo contagioso, y poco a poco la gente que los miraba empezó a desfilar hacia los jardines cercanos, y las cópulas se fueron multiplicando por la ciudad, mientras se oía ese ruido repugnante, entre arrullo y chillido de ratón, que emiten los niños satisfechos.

El resplandor azul del día cambió de pronto, y el mundo se vio inundado por la luz negra y medrosa de los eclipses. (Se dice que es la luz producida por el negro sol de la melancolía alquímica. Es un tema inquietante, aún sin resolverse totalmente).

Ciudadanos y ciudadanas hacían el amor sin parar, en el césped, en el pavimento, adosados a las paredes, bajo los árboles, en los coches. Pasaban de vez en cuando grupos de nobles de calzón corto, que al participar en el movimiento sexual, desaparecían con solo desnudarse. De pronto, la luz negra se veía cortada por una lluvia resplandeciente. Las puertas de las iglesias, hacia donde corrían gentes asustadas, se cerraban solas, y aprisionaban a los fíeles. Los automóviles no encendían; las ruedas estallaban, el metro funcionaba a velocidades mínimas, mucho más iluminado que la calle, pero se abrían túneles antes escondidos, que llevaban a profundizar. Se comprobó la antigua hipótesis flotante, según la cual algunas de las líneas del metro llegaban hasta el infierno, pero tampoco se tenía una noción clara de qué era y cómo era ese infierno que debía estar desbordándose. Quien pudo ver esto fue un escritor interesado en el tema. Luego, a bordo del tren, que iba sin conductor ni vigilantes, penetró profundamente en los salones aterciopelados del infierno. Vio en ellos andróginos, flores de oro, vio el león y el águila, y, más extraño aún, vio los esplendorosos tigres que se arrodillaban ante él. Les vio con tal claridad, que supo luego que se trataba de un acceso de conocimiento. Penetró en unas moradas de transparencia azul, hasta llegar a la morada roja, en cuyo centro había un gran Atanor, del cual surgía ese profundo color rojo oscuro, color de vino, que ponía su alma al borde del grito de plenitud.

Buscó pacientemente al demonio, para asegurar su posibilidad de regresar. El demonio no concurrió, pero luego, al salir del infierno, encontró otro camino, no ya en los coches del metro, sino en un ascensor de plata, para evitar el pasaje por zonas inquietantes.

Se vio pasar un helicóptero, y nadie pudo decir qué ocurrió de pronto, cuando todo el mundo vio cómo se le desprendían y se venían al suelo las palas de sustentación. La gente se arrodillaba a veces, y rezaba a gritos como si hubiera ocurrido un terremoto, pero en el momento siguiente se amontonaba, empezaba a girar, a pedir armas, y los que las tenían las disparaban sin concierto.

Se cerraban puertas y los niños seguían gritando. O se abrían, y habían desaparecido. Los supermercados áridos y las mujeres Jóvenes tenían todas las frutas dañadas, la leche cortada, las carnes resecas. En algunas empresas trataban de trabajar; pero para poder hacerlo, las gentes tuvieron que poner en cada salón una especie de cómitre feroz con un látigo que usaba con gran convicción. Muchas empleadas lloraban, y a veces los ejecutivos se les unieron en el llanto.

II

En un principio, todo el mundo quedó en suspenso, interrogándose sobre las razones de lo que pasaba; las gentes que habían muerto el día anterior aparecían ahora perfectamente, y en cambio se morían otras que se habían salvado. En los burdeles, los pecadores ya concluidos empezaban a darse golpes de pecho. En el palacio del Papa, éste sale a decir misa, y se da cuenta de que no puede bendecir al pueblo, porque las manos empiezan a chorrearle, y es un chorro de futuro que no sabe qué contenga, ni puede dar más bendiciones porque se le devuelven como boomerangs, se le destejen como telas en decadencia, se le revocan como decretos pérfidos. La Cabeza Parlante de Bronce del despacho del Papa está callada hace quinientos años, pero de pronto comienza a hablar, a hacer una relación de lo que está pasando en el mundo. Según sus informes, la situación de América Latina es muy confusa. En todos sus países, los poetas han logrado derrocar a los militares, y están de presidentes. Todos quieren convocar a elecciones en un impulso suicida, porque todos saben también que Platón dijo la verdad al excluir a los poetas de la República.

La pareja en la galería de muebles sigue haciendo infinitamente el amor, aplaudida por los espectadores, que a veces desaparecen y regresan con mayores ímpetus. La gente en la calle está obrando, está procediendo como si estuviera en la Edad Media Alquímica. Esto produce el fenómeno de que muchos elementos del progreso se eliminen: la gente no toma en cuenta trenes, aviones, helicópteros, electricidad.

La Cabeza Parlante del Vaticano no obedece las órdenes del Papa. Habla de nuevo excitando a los fieles a entregarse al amor y al alcohol, para evitar la desesperación. Vuelve el Papa a insistir en decir misa, y encuentra que en su propia capilla está oficiando el Papa de hace quinientos años, y muy seguramente está oficiando desde entonces, sin interrupción.

III

Nuestro Padre Santo y Beatísimo Silvestre II, el gran iniciado de los califas de Córdoba, ha logrado filtrar en el subconsciente azaroso de los católicos que se acababan de desnudar del pegajoso fango del año 1000 una certidumbre distinta sobre los poderes de la ciencia.

Gerberto, Gerberto, honorable papa Silvestre, monje alquimista, nigromántico, poseedor de la Cabeza de Bronce nacida bajo la secreta conjunción estelar, cuando todos los planetas comenzaron a rodar en su curso, y mientras palpitaba en la pared del palacio el perverso “espejo sobre el muro” en la cámara de la reina Estefanía, amante del patricio Crescencio. Gerberto, Gerberto, dicen que el diablo reclama tu alma segura diciendo tu misa, sigue rezando que la Gran Obra está cumpliéndose, y tienes el más siniestro de los poderes sobre ti, porque no vas a detenerlo. Puedes cambiar el hierro en oro, Gerberto, pero tus armas son de hierro, y si son de oro o plata se doblarán. Nadie sabe que eres uno de los Nueve Desconocidos desde el principio de la Edad Media en la India y que podrás por ello realizar milagros y tendrás en ti la facultad de ver el futuro y sobre todo verlo para obrar sin que nada te lo impida. Sigues haciendo el amor con Estefanía, Gerberto, en esa vasta vitrina del almacén de muebles... Otón el Germánico te dio su bendición, y ahora yo te la pido. Tú, monje benedictino, te subiste a la silla del papado después de que cardenales y abadesas palparon las riquezas de tus testículos florecidos en la silla Gestatoria, y al unísono, con los ojos bajos, murmuraron: “Papam Habemus”. Después de haber comprobado la ley de oro que rodeaba tu vello púbico desde tu obispado, el cardenal Baronio, tu enemigo, dice que eres como él. Y han dicho de ti que estás sentado, solo, en la silla de San Pedro, rodeado de oros y de púrpuras, y no tienes sino a Otón y Estefanía, y como la ciencia envanece, la Cabeza de Bronce ha venido contestando desde que fuiste a la India, y seguirá mientras tú vivas. La Cabeza Binaria ha estado en el hombro del Papa, en el hombro tuyo cuando decías la misa en la cripta durante quinientos años y fue la Cabeza quien dijo la misa, y ahora mismo la está diciendo, porque la Cabeza, en este momento, cambió levemente la tinta repetida del ensayo, para encontrar un cuerpo de mujer como eres tú, Monelle, pareja alquímica del Papa.

La Cabeza de Bronce acaba de decirte la razón de lo que ha ocurrido, la Cabeza recobra su imperio, y tú volverás a vivir del pastoreo, Gerberto, Gerberto, papa Silvestre II. Te ha dicho la Cabeza que culminaste la Gran Obra en que venías empeñado, y por ser el triunfo tan rotundo has producido modificaciones en cadena, sociales, políticas, estéticas. Lograste coronar la obra, Gerberto, y la Cabeza responde a las preguntas. Tu experimento duró quinientos años, la vida de las plantas también. El acto sexual de quinientos años en que estás todavía empeñado sintiendo a Monelle debajo de ti, y sintiendo sus uñas que viven en el salón donde está la Cabeza, sabiendo que el golpe es el milagro total, la Cabeza manda sobre el mundo y dispone que como completaste la Obra Alquímica, tú y Monelle, pareja hermafrodita, oirán todos los hermosos cantos privilegiados, andrógino hombre-mujer, dos cuerpos mezclados en uno.

Y con terror hemos sabido que tu nombre es Petrus Sirignarius.

IV

Como Lucrecia Borgia es canonizada en el campo de batalla, la voz de la Cabeza Parlante se hace mucho más poderosa, y por fin las gentes que están cerca de allí descubren lo que está pasando, el inusitado fenómeno producido por un alquimista contemporáneo de Nicolás Flamel. Su nombre es Petrus Sirignarius. Nadie sabía de él, explica la Cabeza, porque después de haber logrado realizar la Gran Obra desapareció para no ser asesinado como varios de los alquimistas. Petrus vive con su mujer Monelle, quien parece haber sido mucho más definitiva en la realización de la Gran Obra. Tienen consigo varias enormes ánforas en las cuales llevan el polvo rojo y el polvo blanco para producir el oro y la plata. Sirignarius ha encontrado no sólo a Flamel, sino al conde de Saint Germain y a Cagliostro; a Agrippa, Von Nettesheim y a Paracelso. De ellos ha derivado lecciones sustanciales, que le sirven aún.

La voz de la Cabeza Parlante sigue hablando ante los cardenales aterrados, mientras el Papa hunde la frente entre sus manos. Del cielo desciende música, indescriptible, atonal, nueva, distinta, como gemido de ángeles o suspiros de condenados. Los ríos, informa la Cabeza, se han devuelto, corren hacia sus fuentes. El mar ha vuelto a sus niveles más antiguos. Ha dejado descubiertas ciudades misteriosas, la Atlántida, Ys, Ofir, que se han encontrado habitadas. Dice la Cabeza que el nuevo país más importante es el situado en el triángulo de las Bermudas, donde se encuentran almacenados los barcos de naufragios, y habitados también. En todos ellos, el elemento de contacto para saber la historia es el loro que han llevado siempre en el entrepuente.

Petrus Sirignarius, alquimista, y su mujer, Monelle, saben qué está pasando; saborean el más vasto triunfo sobre el mundo, porque han logrado convertir los metales en oro, en una proporción temible. La Cabeza les anuncia que seguramente es tanto el oro que han producido con el inmenso atanor que construyó Petrus durante quinientos años, que el oro dejará de ser lo que ha sido en el mundo. Sirignarius y su mujer cambian una mirada cómplice, porque ellos saben exactamente cómo son las cosas, y la información de la Cabeza Parlante es relativa. Petras y su mujer siguen haciendo el amor, desnudos sobre la inmensa cama en la vitrina. Saben que todo ha cambiado. El atanor está en el sótano, en su morada profunda, y su vibración ha producido un cambio ecológico, social, económico, en el mundo.

Han pasado haciendo el amor no saben cuánto tiempo; el coito llega a un nuevo clímax, y Monelle mira, con ojos velados, los rostros que la luz negra filtra en la vitrina. Es el “negro sol de la melancolía”. El alquimista y su mujer se ponen de pies. Pueden dar la razón de todo lo que sucede simultáneamente. Bajan la escalera, mientras revisten sus hábitos medievales; se dan cuenta de que su proceso ha hecho cambiar por lo menos un día del mundo. Y seguramente por ello deberán permanecer escondidos por lo menos doscientos años más.

Monelle mira a Petras Gerberto de Aurillac, Silvestre II, abrir los brazos para abarcar este mundo mutado por la Obra, con una bendición en la cual quedan envueltos todos los secretos.

En un rincón del Salón de los Papas, la Cabeza de Bronce se mueve de un lado a otro, combatiendo ideas pesarosas.

(1980)