Su hora de gloria
Aquella tarde, rodeada del fulgor crepuscular, vivió la prima donna Roxana Cavaletti la hora de gloria de su vida. Muchas había vivido antes en los escenarios de las ciudades italianas, en Milán, en Roma, en Nápoles. Otros, muchos también, en el Nuevo Mundo, en Nueva York, en México, en Buenos Aires. En la misma Bogotá, en varias ocasiones, públicos delirantes la aplaudieron. Pero nunca como aquella tarde esplendorosa, en la soledad de los Andes.
El buque atracó en Honda a las siete de la mañana, después de la fatigosa subida del río, los quince días de caimanes y selva, de micos ululantes, de tortugas silenciosas, de tigres en acecho. A esa hora unos cuantos curiosos se asomaron a ver la llegada de la compañía de ópera, con su gigantesco equipaje, sus muchachas sofocadas de calor que derretía los afeites, sus bravos empenachados, su empresario voluminoso. Toda la mañana se gastó en cargar las muías, en irlas despachando con su acompañamiento de peones.
La compañía permaneció en el barco, en medio del calor asfixiante. Empezó a llover a las ocho, una lluvia densa como una inmensa cortina de agua que se extendía sobre los árboles. El compromiso de llegar a Bogotá hacía apremiante iniciar el ascenso, y por fin el empresario decidió empezar el viaje apenas la lluvia cesara. Con el pesar de todos, a las once, en medio de los árboles lavados por el agua que ya había cesado de caer, se dio la orden de ensillar. El cielo gris aminoraba el calor. El revuelo de la partida se aceleraba entre gritos de maldición, coces y sacudidas de bultos. La caravana se iba integrando; las mujeres trepadas en las muías, sin posibilidad de descender, esperaban. Finalmente, se dio la orden de marcha.
Encabezaron la fila la prima donna y su empresario, montados en dos muías reflexivas. Poco a poco tomaron el camino de ascenso. El sol se asomó entre las nubes, y a medida que subían el cielo se hizo claro. Roxana estaba poseída de una maravillosa elación.
Intentó unas notas, que se estremecieron sobre la caravana. Envuelta en su velo para preservarse del sol, y por encima un amplio sombrero, parecía al empresario, que la miraba extasiado, una figura celestial.
Por fortuna el calor cedía, ante una brisa suave que se envolvía en las curvas del camino. Roxana pensó en sus giras europeas, en los trenes atestados, en los insinuantes sleeping cars, en los príncipes ocultos en los vagones-restaurantes. Pero en Bogotá, hacía dos años, había tenido también una grata aventura con un inglés que la cortejó asiduamente, un hombre poderoso (el que le regaló la gran esmeralda). Fue un romance apasionado, maravilloso. El quiso que ella se quedara, pero fue tal el rechazo a su idilio —con intervención de la autoridad eclesiástica— que ella tuvo que renunciar, y él conformarse con viajar, desafiándolo todo, a verla tomar el barco en Santa Marta.
Quién sabe si John estará en Bogotá, o si se habrá ido a Europa a buscarme. De todos modos, él sabrá que yo llego. Sabrá que debuto con El barbero, y que cantaré Manon. Lo veré. Cantaré para él. Me veré tan joven que no sabrá nadie que tengo cuarenta y cinco años. Ni yo misma. Me siento joven, joven. Volverán todas mis ilusiones. El público me aplaudirá enloquecido.
Llegaban ya a la posada. El macizo de árboles resplandecía, verde profundo bajo el sol. Al trotecillo de las muías hicieron su entrada triunfal. La posadera se acercó a saludar a la diva. Esta, ayudada por el empresario, descendió de la muía y anduvo unos pasos, hasta sentarse cerca del sitio desde donde se divisaba, en lo profundo, la lejanía azul de las montañas.
“Qué hermosa es esta naturaleza salvaje”, murmuró la italiana. A lo lejos, el sol descendía. Los rayos dorados y rojos resplandecían sobre los árboles, sobre los montes, que se desplegaban ante ella como un inmenso teatro lleno de espectadores. Roxana trató de cantar unas frases, pero la voz se le estranguló en la garganta. Estoy cansada del viaje, pensó. Ojalá John hubiera venido. Pero a lo mejor ya me olvidó. Recordó su último triunfo, en Milán. Il trovatore. ¡Cómo se oirán aquí las notas del Miserere! La música es todo, llena los aires, llena los ríos, se extravía en la selva. ¡Y yo aquí, sola, soñando con un hombre que no sé si me recuerda! Ojalá cuando termine el viaje hayamos reunido dinero suficiente para pagar las deudas y para retirarme. A veces me canso de vivir, de cantar. Me amenaza la decadencia. Todos los días algo se erosiona en mí. Poco a poco me voy muriendo. Se erosiona. ¿Tendrá algo que ver con Eros? Poco a poco me voy muriendo. No se muere uno de una vez, sino así, un día un poco, otro día otro. Hasta que un día el sol se hunde, se borra todo. John no vendrá, me olvidó. Mejor así.
Una de las actrices llegó con grandes vasos de limonada. Roxana tomó uno, y siguió mirando la lejanía. Azul a lo lejos el verde de los árboles. Los arreboles del poniente se encienden, el sol va a hundirse en el río. Le comenzó un leve dolor en el brazo; se acomodó mejor. Parecía ceder; una neuralgia proveniente del cansancio del viaje. El empresario se aproximó: “¿Te sientes bien?” Ella le tendió la mano, con su gesto memorable de gran señora. “Es el cansancio”. Le miró, con la ternura de una larga compañía. ¡Pobre Sebastiano! Nunca había logrado del todo que ella lo amara. Sin embargo, siempre había rehusado dejarla, y siempre había sido un protector celoso.
Roxana, desde la bruma de su crisis, miró a los actores, que bajo el sol poniente vagaban por los alrededores de la posada. Con los ojos turbios, alcanzó a verlos actuar. Ella misma se relató la escena:
Cuando la compañía se convenció de que Roxana había muerto, se organizó el regreso a Honda, para darle cristiana sepultura. La cabalgata alegre de la víspera, empalidecida y triste luego de la noche de velorio, volvió a bajar por las gradas inmensas del antiguo camino, portando el cuerpo amortajado, hasta llegar a Honda, al sitio en el cual se vendían los mejores ataúdes. El empresario Sebastiano, rigurosamente ataviado de negro, para lo cual fue necesario abrir en la posada tres o cuatro baúles, se paseaba dirigiendo el duelo. En minuciosa formación, la compañía de dolientes siguió el féretro hacia el cementerio. Llegados allí, el empresario llamó la atención, empuñó la batuta y las voces del coro comenzaron a cantar el “Miserere” del Trovador. En la quietud y el bochorno, las voces se elevaban desafiantes, hasta morir en el dramático silencio.
Todos, con las cabezas bajas, esperaron a que la tierra acabara de caer sobre la fosa, y fueron saliendo del cementerio, en cuya entrada esperaban las cabalgaduras. Montaron, y empezaron de nuevo el ascenso. Roxana los vio salir uno a uno. Y los vio en la noche del estreno, en la cual todos, en alguna forma, representaron en el escenario la muerte de Roxana.
El dolor aumentó. Roxana miró hacia la puesta del sol. Toda su maravilla hacía necesario cantar, cantar para el recuerdo ya borroso de John. Se irguió difícilmente, y comenzó a cantar: “Un día veremos...” Al llegar a las notas altas, algo se rompió en su pecho. La cantante se desplomó, desgonzada en su asiento, mientras el sol acababa de hundirse, y se creaba un revuelo de peones y perros. Roxana alcanzó a sentir el temblor de la muerte del cisne. “¡Viene el inglés, es el inglés!” Y efectivamente, el inglés descendió de su cabalgadura y se aproximó al cuerpo inmóvil, para dar toda la solemnidad a la gloria de la cantante muerta.
Roxana abrió los ojos, y el inglés se habla ido. Y en ese momento empezó ella a morir de verdad, a actuar en el drama de su propia muerte, tal como se la había relatado a sí misma, mientras el sol descendía los peldaños del antiguo camino. Se trataba de apresurar el regreso hacia Honda, para que los funerales tuvieran lugar por la mañana.
(1982)