La habitante

Alguna noche, hace más de ciento cincuenta años, el general Bolívar se detuvo en la hacienda, donde le ofrecieron un hospedaje que costó la virginidad de la niña de la casa. El padre se convirtió por ello en un fanático realista, lo cual no le fue difícil por su nacimiento español. Muerto él, muerta la madre, solos los hijos, la muchacha siguió viviendo allí, y una noche fue asesinada en extrañas circunstancias. Vinieron después los sobrinos a habitar la casa, y continuaron pasando las generaciones.

Recorrí los vagos salones, examiné los muebles dorados, las estatuillas de porcelana, los dos bustos de mármol en los extremos del salón principal, el pianoforte silencioso. No sabía exactamente qué había sucedido. Reconocía los contornos de la casona, pero no podía recordar cómo se había transformado algo en el ambiente, y por qué la gente que me rodeaba, que conversaba conmigo ruidosamente, se había ido. Me acerqué a la ventana. No había uno solo de los automóviles en el vasto espacio destinado a aparcarlos. Miré más allá, esperando ver los prados finos, el césped educado a la inglesa por varias generaciones; el panorama era casi el mismo, pero los árboles eran sutilmente diferentes, los pastos crecían salvajes, los potreros estaban encerrados por antiguas cercas de piedra. Frente a la casa esperaban tres caballos ensillados.

Era la misma casa, sin duda, sin ser la misma: parecía más joven, y a la vez más antigua. Había algo diferente en ella. Solamente quedaban, iguales a lo que yo había conocido, dos retratos al óleo que seguramente llevaban cien años allí. Pero la pintura era mucho más nítida y fresca. Las habitaciones estaban extrañamente silenciosas; era el crepúsculo, casi la noche, y en el salón no había luz. Un peón apareció, desató lentamente los caballos y se dirigió con ellos hacia atrás de la casa, al sitio donde me han dicho que hubo en otro tiempo un hermoso establo.

Por la puerta entreabierta entró con el frío una luz vacilante. Alguien se acercaba. Pensé quién podría estar todavía allá. Me dirigí lentamente hacia la puerta, que se abrió totalmente. La luz que se acercaba iluminaba la cara de una muchacha hermosa, con un extraño vestido de hace ciento cincuenta años, como si fuese a asistir a un baile de disfraz.

La muchacha me miró y arrojando al suelo el quinqué dio un alarido y corrió por el vasto corredor. Prudentemente, apagué la llama, y miré desconcertado a mi alrededor. Vi venir hacia mí luces y criados de librea y calzón corto. Seguramente mi informal indumentaria deportiva estaba en desacuerdo con la severa etiqueta, porque uno de ellos me encañonó con una pistola y disparó. Una porcelana se rompió cerca de mí.

Nada más recuerdo. Abrí los ojos, y ya mis bulliciosos contertulios se despedían. Me puse de pie y miré por la ventana. Todo era como antes, no había caballos, estaba allí mi automóvil discreto en medio de los resplandecientes coches de los demás invitados. Los muebles antiguos habían cambiado de sitio y de tiempo; los adornos eran en su mayoría diferentes.

Cuando la biznieta Hortensia vino a mí, esplendorosa dueña de casa, pensé que sus facciones eran las de la muchacha del quinqué; después de una despedida pesarosa acepté la invitación a regresar. Me demoré en salir; quería venir solo en el viaje a la ciudad. Había estado en el pasado; lo más insistente era la nitidez de mi recuerdo de los detalles diferentes de la casa que había visto, la expresión de la muchacha, su rostro que era el de Hortensia.

El día había comenzado con la historia de Hortensia sobre su tía bisabuela, que se había acostado con el Libertador. Mientras ella hablaba, pensé en cómo un hecho que había sido tan desdoroso en su tiempo, para la familia, al paso de los años se había convertido en meritorio galardón. La tía bisabuela había terminado por enloquecerse: una locura mansa y débil, erótica a veces, que no perjudicaba a nadie. Vivía sola en la hacienda, en medio de los muebles franceses importados por el padre realista, a quien más tarde fusilara algún capitán de la Independencia. Al parecer, ella veía obsesivos fantasmas.

Hortensia habló sin transición de las caras que de pronto se reconocían sin haberlas visto antes, cuando aparecían en los lugares más apartados del mundo. En broma me dijo: “Por ejemplo, me pasó contigo la primera vez que te vi. ¿Recuerdas que te saludé como si te reconociera?” Yo aproveché para murmurarle muy bajo: “Me reconociste porque te esperaba hacía más de un siglo. Ella me miró extrañamente y la vi atemorizada; luego me sonrió y trató de aparentar la broma.

Sin duda me enamoré de Hortensia, y por eso iba cada vez con mayor frecuencia. Su marido se ocupaba poco de ella, y yo llegué a esmerarme en suplir la falta. Creo que ella también llegó a quererme. Pero siempre mostró en su actitud una reticencia lejana, una expresión de temor que inesperadamente le absorbía el rostro.

Cada vez que iba a la hacienda sucedía de nuevo mi lucha con el tiempo. Nadie se daba cuenta. A altas horas de la noche, en el juego de cartas, o en la conversación, o en los necios pasatiempos a que me sometía por amor a ella, de pronto todo desaparecía, me encontraba solo en el oscuro salón, o en el comedor en penumbra, y a veces en la propia habitación de la dama. Yo estaba seguro, y a veces el temor me sobrecogía, de que era la propia tía bisabuela. Veía su fantasma, pero, curiosamente, era ella quien daba un grito de espanto, y caía desvanecida, o huía despavorida.

En ocasiones Hortensia me visitó en mi alcoba, cuando lo permitió la embriaguez del marido. Otras veces me deslicé yo hasta su cuarto. Nunca le hablé de mis pesadillas, de las cuales culpaba al vetusto ambiente de la casona, a la imaginación novelesca, a los relatos de aparecidos. Nada de esto sabía de ella, pero aun en los momentos íntimos, acostada a mi lado, se quedaba mirándome y su rostro expresaba un lejano terror. El tiempo jugaba en tomo a nosotros. Nuestro amor fue cada día más intenso y más cruel; cuando no estaba con ella, en el desasosiego de la separación, yo encontraba grato verme trasladado a ese otro mundo, a esa otra época, y poder deslizarme a la alcoba y ver a la habitante dormida y sola.

En una ocasión, ella me contó que una de las terribles alucinaciones de su tía abuela era la presencia de un fantasma —en el salón, en el comedor, en su dormitorio—, un hombre joven, vestido de extravagante manera, con ropas que no pertenecían a su tiempo. La visión le infundía horror a la tía, porque sentía que era un fantasma, pero peor aún, que el fantasma la deseaba. Ella en cierto modo lo amaba, pero no podía dominar su desasosiego.

Ese día, al oírla y verla observarme luego con su miedo imaginario, sentí por primera vez inquietud. No sabía, y aún lo ignoro, si los fantasmas existen, y si es así, si puede haber un fantasma que venga del futuro, no del pasado.

Una noche estaba yo en la capital, a más de cien kilómetros de la casona. Encendí la chimenea y tomé un libro: De l’Amour, de Stendhal. Al poco rato, cuando levanté los ojos, el fuego se había extinguido. Estaba sentado en un sillón, en la biblioteca de la hacienda. El reloj dio la una, y yo dejé el libro sobre la mesa, y quise ver a Hortensia. Pensé que estaba sola en su cuarto y que podría subir. Sin tomar el quinqué, me dirigí a tientas por la antigua escalera, y abrí la puerta del dormitorio. Estaba sola, dormida, vestida con una camisa de noche de glorioso estilo Imperio, que dejaba ver sus senos. La vi tan hermosa, que no pude resistir y me acosté a su lado. La besé, y ella me devolvió el beso. Sin una sola palabra, hicimos el amor, y quedamos exhaustos. De pronto ella se incorporó y encendió la luz. Al verme, dio un terrible alarido. Una sombra irrumpió en la habitación, y cuando yo corría hacia la ventana me disparó. El plomo se incrustó en mi pierna derecha, pero logré salir —mal vestido— y huir a caballo. Al amanecer llegué a la ciudad, y entré en mi casa. Me dicen que me derrumbé al salir del automóvil, y que vecinos compasivos me subieron. El médico que me operó para extraerme la bala, me dijo después, sonriendo: “No sé dónde te metes. Esta bala es exactamente igual a las balas de los pistolones de yesca de la época de la Independencia”.

En ese momento sentí por primera vez verdadero miedo. No obstante, concurrí a otra invitación de domingo, todavía en convalecencia. Hortensia me recibió. Estábamos en la biblioteca, y sobre una mesa vi el mismo libro de Stendhal que leía en mi casa, cuando al alzar los ojos me encontré en la hacienda. Ella dijo apaciblemente: “No te preocupes. No te reconoció en la oscuridad. ¿Cómo se te ocurrió venir así?”

Yo no pude explicarle. El temor debió asomarse a mi rostro, porque Hortensia, antes de que yo huyera, me miró; la habitante me sonrió por última vez, con aquella sonrisa de la tía bisabuela.

(1977)