Olvido capital
I
Mirándose al espejo al prepararse a salir de su hotel para atender una importante invitación, en casa de la duquesa de N., César Beccaria vaciló un momento. Quince días habían transcurrido en París desde su llegada. Había recibido de Milán solamente un mensaje, traído por un amigo suyo. Pero nada más sabía de la condesa, y justamente la carta recibida le había producido la impresión angustiosa de que su rostro, ese rostro que ahora podía detallar minuciosamente en el espejo, ya no significaba nada para la condesa Marina. De dónde había surgido esa angustiosa impresión, no sabía decirlo con certeza.
Al mirarse en el espejo, Beccaria sintió, como no lo había sentido nunca antes, ese riguroso miedo del olvido. Tan enfermizo fue, que no pudo salir a atender la invitación, y se quedó encerrado en su cuarto de hotel.
Trató de pensar por cuál razón le causaba tanta angustia el olvido. Marina era su amante, la quería razonablemente, pero ya en París había conocido mujeres inquietantes que seguramente podrían reemplazarla. Sin embargo, le atemorizaba desaparecer de la memoria de ella tan totalmente que casi no supiese quién había sido. Pensó que ser víctima de un olvido tal como él lo presentía, tenía que ser angustioso, tan doloroso como la muerte. En verdad, meditó, desaparecer del corazón y de los ojos de una persona amada, de sus labios, de su tacto, de su lecho y de su piel, era una forma de morir.
Pensó en Marina en su palacio de Milán, asomada a la ventana, mirando el gran parque, el lago de los cisnes, a lo lejos el marfil de la torre del duomo, las erizadas almenas del castillo de Sforza. En el paisaje, en el agua misma, en las luces del sol y de la luna no estaría él; ella tendría una visión sin él, de cosas que no eran él.
Ella lo olvidaría, era seguro. Y al olvidarlo, él moriría, no habría manera de regresar, de recuperarle la memoria; en ella quedaría el hueco total y terrible del olvido.
II
La diligencia arranca, entre juramentos de los postillones, miradas curiosas de los paseantes, jinetes que recorren la rue Royale, prostitutas que comienzan su trabajo. El viajero italiano mira con cierto pesar cómo desfilan ante sus ojos las casas de París. En breve tiempo se encuentran en los arrabales; las construcciones escasean, el verde de la primavera entra por las ventanas. El marqués de Bonesana mira a sus compañeros: una mujer joven y graciosa que da el pecho a un niño; un viejo clérigo desdentado que tose al compás del carruaje, y que furtivamente maltrata un rosario; una monja muy bella, acompañada de dos monjas ancianas; un militar desacompasado.
César Saverio de Beccaria, marqués de Bonesana, ha decidido (de acuerdo con lo que más tarde relatará el signore Stendhal), regresar a su patria. Al llegar a París, precedido de la estela del filósofo Hume (a quien alcanzó a divisar en un salón aristocrático), logró conocer fugazmente a Voltaire, a quien rodeaban la admiración y el odio con la aureola de su defensa de Calas. Miró a Beccaria con sus ojuelos maliciosos, y le murmuró una frase amable sobre su libro De los delitos y las penas, que empezaba entonces a producir su saludable y discreta revolución de la ciencia penal.
Beccaria, a pesar de su libro, a pesar de Calas, en los días en que se encontró en París se dio cuenta de que el absolutismo conservaba el tono retardatario del derecho penal. En los salones a los cuales se le invitaba y en los cuales se le admiraba, la Ilustración era casi una coquetería. El mismo Voltaire le abandonó tranquilamente, para ponerse a revolotear en tomo a la falda majestuosa de una coqueta baronesa de dieciocho años. Sin embargo, en medio de la frivolidad, se intuía la preocupación del mundo. El milenio empezaba a flotar, pero el milenarismo contenía ahora vientos de revolución.
Beccaria pasó el tiempo adormecido sobre su prestigio, entregado a fáciles conquistas y a superficiales argumentos sobre la ciencia penal. Desde la ventana de su hotel veía pasar los cortejos de ajusticiados que iban a recibir su pena en la plaza de la Grève. Y él mismo se veía sin cabeza, como uno de los ajusticiados, decapitado por el olvido de su amada Marina.
Debía permanecer tres meses en París, hasta que apareciera la edición francesa de su libro. No obstante, la carta perfumada que recibió desde Milán precipitó su viaje. La condesa de San Paolo, su amante desde hacía seis meses, le escribía tiernamente. Sin embargo, sus protestas de amor no teman la fuerza de otro tiempo. Y la duda aterradora le encogía el alma. Su criado y escudero, Pasquale Alberto, oyó, como siempre, sus confidencias, y le aconsejó, como siempre, buscando dar en su consejo la solución que su amo deseaba. Fue él quien consiguió el cupo en la diligencia. El editor había pagado generosamente, de modo que no había problema para pensar en el regreso. El marqués compró para su amada un hermoso vestido de brocado. Cuando lo miraba, César se estremeció, al levantar la falda, con la gozosa anticipación de lo que haría en Milán. “Marina, carina, sente la voce del tuo cuore”
Mientras la diligencia andaba, meditaba en todos los recuerdos suyos que ya seguramente habían desaparecido de la memoria de ella, comenzando por la memoria decapitada de su rostro. Le parecía como si a él mismo le hubiera sido aplicada la pena capital dejando ante ella un cuerpo sin cabeza.
Los días torturantes del viaje le permitieron imaginar —reconstruir— cómo iba a ser el olvido de ella, cuáles recuerdos perdería primero. Porque ya sabía que cada día que pasaba perdía por lo menos un recuerdo. Hubo momentos en los cuales trató de resignarse a su suerte. Sin embargo, se empeñaba en luchar contra el olvido, reñía con Pasquale, buscaba un modo de apresurarse.
La diligencia se encaminaba hacia su destino, entre verdes sembrados, poéticos bosques, ilustradas caídas de agua, como si la naturaleza hubiese sido sacada de los pintores de corte —Watteau, Fragonard—. De pronto, hubo un sacudón del carruaje. Este se inclinó peligrosamente, y el patético postillón exclamó: “¡Descienda todo el mundo, se ha roto una rueda!” Vino el jaleo natural, el niño privado de su alimento lloraba, el cura había roto su rosario y miraba desorientado hacia el camino. El postillón envió a uno de los jinetes de la escolta hacia el próximo relevo, y advirtió a los pasajeros que el accidente implicaría de tres a cuatro horas de retardo.
Beccaria, con la muerte en el alma, con la seguridad de que la fatalidad haría irremediable el olvido, llamó a su criado y le instruyó para que consiguiese en una de las granjas cercanas un par de caballos y acémilas para el equipaje. Pasquale obedeció, y en una hora los tuvo listos. Y ante los ojos desconsolados de los demás pasajeros, amo y criado reanudaron su camino.
III
La primera etapa terminaba en N. Beccaria decidió tomar el camino de la montaña, que sería más breve. Calculó cuánto tiempo demoraría su viaje, y se dio cuenta de que serían quince días, a muy buen paso. La angustia le invadió, y Pasquale, que se daba cuenta del sufrimiento de su amo, procuró por todos los medios acelerar la marcha. Los perros del olvido perseguían a César, sentía ya sus dentelladas.
Dos momentos hubo en el camino que influyeron siempre en su vida. El primero de ellos, al llegar a Dijon, en el momento en que el pueblo se congregaba para presenciar la ejecución de un condenado. En ese momento, Pasquale vio huir al noble marqués, despavorido, tal era el temor que le inspiraba la pena capital, el mismo temor de ser decapitado en el olvido. Pasquale había leído el libro del marqués, y sin habérselo dicho, no entendía cómo éste trataba de suavizar y cambiar las penas de los delitos, habiendo en el mundo tantos forajidos. Taciturnamente, Pasquale siguió a su amo que huía, y tomaron de nuevo el camino de Milán. Ya el marqués no sabía qué era más alucinante, si su temor y odio a la pena capital o ese temor al olvido que le atenaceaba, que le rodeaba como una jauría. El viaje avanzaba, pero cada vez más el olvido se interponía entre él y su amante. El mismo olvidaba su rostro, sin querer darse cuenta. Pero lo único sólido y firme que empezaba a existir entre los dos era el olvido.
La signora contessa Marina había ido a pasar unos días en Portofino, lo cual sabía el marqués, que no pudo resistir el deseo de verla. En Génova le hablaron de una hechicera sabia en predecir el porvenir. Pasquale averiguó su residencia, y allí se dirigieron. Ella, una mujer de edad indefinida, con grandes ojos oscuros en los cuales se reflejaba la bola de cristal, le dijo:
—Os haré dos predicciones: os esperan fama y gloria, señor, por un opúsculo que escribisteis. Vais a evitar con él muertes y sufrimientos. Veo muchos elogios a vuestro espíritu. Uno de ellos, de un señor francés —Beyle o Stendhal— quien, además, describirá en el siglo próximo, en un libro suyo, la razón de este viaje. Puedo leer el texto, y escribíroslo.
La bruja escribió lo siguiente: “Beccaria, autor del Tratado de los delitos y las penas, recibido con los brazos abiertos por la sociedad de París, y en vísperas de estar a la moda como Hume, se arranca a tanta dicha, y regresa a galope a Milán. Tiene miedo de ser olvidado por su amante”. El papel fue guardado siempre por Beccaria, transido de asombro y desconfianza.
La bruja calló un momento, y lo miró. “Usted le tiene miedo al olvido. El olvido es hoy más grande entre ella y usted que el amor. No sé si lo ha creado usted, o si ha nacido de ella. Lo único contra lo cual la adivina no puede luchar, es el olvido. Apenas surge, es como una pared gris, contra la cual nada podemos hacer. Pero hay cosas que surgen, que flotan en ese mar, y voy a decírselas. Lo segundo —prosiguió— es que imitará usted al caballero Casanova de Seingalt”. Y le miró sonriendo. Beccaria, desesperado, suplicó: “Dígame si ella me olvidará, si yo la olvidaré”.
La mujer sonrió. “Señor, la única defensa de los seres humanos contra lo sobrenatural es el olvido. Si me pide que lo sobrepase, me pide un imposible. Le doy las únicas cosas que le pueden servir para luchar”. Pero no quiso decirle nada más.
IV
Al llegar a Portofino, Beccaria se hospedó en el mismo hotel que la marquesa. En el primer momento se dio cuenta de que había tenido razón en sus temores, y en su precipitado viaje. La marquesa estaba a distancias inmensas de él. A veces el toque de su mano respondía; de pronto, le pareció que algo cambiaba sutilmente, aunque parecía aún que su actitud glacial mostrara que estaba a punto de olvidarle, o ya le había olvidado.
El cambio sutil le instó a perseverar, de todos modos. Y poco a poco el frío fue cediendo. Estaban en la habitación de él en el Albergo, la cual daba sobre la plaza. Empezó el rumor de una gran marea de gente, y se asomaron a la ventana. Beccaria se dio cuenta de que iba a realizarse una ejecución. El patíbulo se erguía amenazante, y en una carreta venía el ajusticiado. Quiso retirarse horrorizado, como en su huida anterior, pero ella, sonriente, le tomó la mano. “Quiero verlo, ¿me acompañas?”
El amor se sobrepuso al horror del caballero. Permaneció en la ventana, acariciándola. De pronto recordó a la vidente. Y recordó haber oído en un salón a Casanova, el truhán maravilloso, haciendo el relato de cómo había procedido en este caso.
A imagen de Casanova, Beccaria levantó la falda de su amada, quien, inclinada sobre el antepecho del balcón, colaboró gustosa mientras él se aproximaba al modo más antiguo. En el momento en que el ahorcado quedó bailando en el aire su trágica danza, los dos a una lanzaron su gemido glorioso.
V
El marqués fue un hombre memorable durante toda su vida. Decía que moral, política y bellas artes derivaban de la única ciencia del conocimiento del hombre. Propuso tomar de las medidas celestes el sistema métrico publicó con los hermanos Verri el periódico Il Caffé. Fue durante veinticinco años consejero de Estado. No alcanzó, por sólo tres años, a ver la entrada de Bonaparte en Milán, Hizo que el rey de Nápoles le hiciera antesala, y se negó a recibirlo. Al decir de Stendhal, “así como Hobbes, tenía miedo desde que se encontraba solo”. Provocó por alguna razón las iras de la emperatriz María Teresa, quien no le dejó salir de Milán cuando una vez fue invitado a una corte extranjera. Sufrió ataques de la Iglesia, y con los Verri preparó a Italia para la llegada de Napoleón.
Gustaba recordar (desde que le ocurrieron las extrañas cosas de su viaje a París) que, como habría de decirlo Goethe, “los acontecimientos que van a suceder proyectan sus sombras hacia adelante”. Solía decir, también, que el tiempo es una trenza.
Se dijo siempre que rompió su pluma y nunca más escribió, para dedicar más tiempo a su amada esposa; pero la verdad es que tomó esa decisión asomado todavía al balcón de la plaza de Portofino, después de haber experimentado su placer avasallador mientras contemplaba con su amante la ejecución de un reo, a la manera del caballero Casanova, a despecho y en contradicción con sus opiniones jurídicas, las cuales posiblemente olvidó.
1981