La paloma del Espíritu Santo

A Pilar Moreno de Angel.

 

“...y de lo que más soledad he tenido, es del cantar de los ruiseñores, que hogaño no los he oído por estar esta casa lejos del campo”.

 

2Felipe II en carta a su hija

I

Mi bisabuelo fue aquel memorable don Francisco Letrelles Valdepares, que escribía desde Quito al virrey, en mayo de 1768:

“Señor

“Con fecha 4 de marzo recibo de V.E. con dos providencias, la primera para que solicite los pájaros particulares y de colores exquisitos que se puedan encontrar en la provincia de Cuenca, y los despache al Gobernador de C/gena para complacer el gusto del Serenísimo Príncipe de Asturias: pidiendo lo necesario de las cajas reales para su costo, y que “procure sea con la mayor economía...”[1]

¡La de trampas, ligas, señuelos que armaría el abuelo para complacer al príncipe! Respetuosamente, lo único que podía hacer era dar el mayor esmero a la escogencia de los colores de los pájaros, a sus voces, a su encanto especial. La forma henchida de la alondra; la aérea del cardenal; el latigazo verde del loro... Sé que mi abuelo logró armar la más grande pajarera que se conociera en tierras de Indias, y trastearla en hombros de indios de Quito a Guayaquil, por los inverosímiles caminos; sé que incluso alcanzó a tener un pichón de cóndor que causó tan grave mortandad, que exigió el reemplazo de los fallecidos, y a ello debió su libertad, siendo clasificado más como fiera que como pájaro.

Como la pajarera no entraba por las escotillas de la nave de los pájaros, fue necesario también hacer pequeñas jaulas y trasladarlos a ellas, y fueron instalados en el entrepuente, para que gozaran de la brisa marina. En llegando la nave a España —esto era el mes de noviembre—, el agudo vientecillo de invierno causó algunas bajas, y el capitán se vio precisado a tapar todos los descubiertos por donde entraba el viento, con pedazos de velas y frazadas.

En Cádiz fue preciso agenciar varios carros, en los cuales fueron trasteadas las jaulas hasta Madrid, adonde llegó el 70 por 100 de los pájaros que habían arribado a puerto, para entretención del señor príncipe de Asturias, quien mató algunos queriendo disecarlos, y otros para coleccionar las vistosas plumas.

Siendo pájaros tropicales, toleraron mal el invierno, salvo los loros, que escandalizaban a la corte con gruesas palabras, aprendidas a la marinería, y acaso algunas a mi bisabuelo.

Curiosamente, al final de su vida don Francisco Letrelles Valdepares fue harto criticado por haberse empeñado en una empresa como la de enviar pájaros al príncipe, distrayéndole de entrar siendo adolescente en asuntos de Estado, cuando acaso habría podido evitar la expulsión de los jesuitas, y causando, a la vez, la muerte de muchos representantes de las especies desconocidas de las Indias.

II

Pero lo más desfavorable es precisamente lo que ocurre ahora: los pájaros, dos siglos después, toman venganza. Al menos es lo que yo creo y sospecho. He procurado reunir toda clase de informes sobre los pájaros, y he logrado algunas cosas sorprendentes, que sospecho sirven para probar mi afirmación.

Por ejemplo, los pájaros no son ajenos a la brujería, ni menos lo fueron en la Era Clásica. No sabemos ni cuáles ni cuántas de las inocentes criaturas que vemos volar entre las nubes y perderse en el azul del cielo son brujas siniestramente transformadas:

“Nótese que para convertirse temporalmente en animal, en pájaro sobre todo, las hechiceras clásicas, según nos las describen Luciano y Apuleyo, se desnudan del todo, ponen dos granos de incienso en una lámpara, y de pie así, murmuran algunas palabras dirigidas a la lámpara. Abren después un pequeño cofre, en el que hay varios tarros, y escogen uno que contiene un líquido aceitoso con el que se frotan desde la punta de las uñas, todo el cuerpo. Al punto les crecen las alas, les sale el pico, etc., y dando un graznido espantoso, salen por la ventana”[2].

En las épocas de peste medieval, se tomaba una precaución indispensable para salir a la calle. Había que ponerse una máscara en forma de cabeza de pájaro, cuyo pico estaba lleno de sustancias aromáticas[3].

En San Bernardo de Tolú hay unos pájaros feroces que atacan encarnizadamente a los bañistas que invaden la playa. Hay un género de pájaros que va en bandadas a morir a las costas del Perú, relata un novelista francés. Un novelista colombiano hace un bellísimo cuento del pueblo donde llueven pájaros muertos. Y una novelista inglesa refiere una angustiosa invasión de los pájaros enfurecidos al mundo europeo[4].

III

Hay una historia de San Alberto Magno que refiere la siguiente fórmula:

“Si unos huevos de cuervo son hervidos y luego devueltos a su nido, el pájaro saldrá volando hacia el mar Rojo y volverá con una piedra a cuyo contacto los huevos se vuelven otra vez crudos. Si luego pone un hombre esa piedra en su boca, podrá entender el lenguaje de los pájaros”[5].

Todo esto es bien extraño. Pero es cierto. Sin embargo, yo no hablo de cuervos. Hablo de la paloma, considerada como un animal esencialmente puro. Sin embargo, no debe ser así, porque la paloma es, sin duda alguna, el animal más lujurioso de la creación. Por eso Dante, al referirse a Francesca y Paolo, a quienes halla en el círculo de los lujuriosos del infierno, dice: (“Quale colombe del disio chiamate”) (“Como palomas, del deseo llamadas”).

Al contrario y a pesar de su calidad de símbolo religioso eminentemente respetable, y de símbolo político de la paz, la paloma causa guerras y desvíos, produce inquietudes, ha ocasionado muertes. La abstracción de la paloma dibujada de un solo trazo es bien distinta de la verdad. La paloma de papel —la pajarita de Unamuno— es harto más probable. (Este es un escrito, que se entienda bien, contra la paloma. En las páginas podrán verse sus furiosos picotazos apenas abandonó por un momento la estancia).

Todo sucedió, o mejor, todo comenzó, porque un amigo me regaló una paloma tallada en madera, que provenía del altar de una muy antigua iglesia campesina. Había sido llevada, se decía, por un español llegado en la época de la Colonia, que la había tallado en la madera del mástil roto del barco que había sido arrojado a las costas, despedazado por la tempestad. Pasaron los años, y la paloma de alas entreabiertas fue tomando el color y la contextura de la piedra.

La colgué del bajo techo de mi habitación, en el sitio entre la cama y la mesa de lectura. Así pasó el tiempo, la paloma me era envidiada, y yo la miraba de vez en cuando, tratando de descifrar la historia y los enigmas que contenía el pedazo de madera tallada.

La talla era burda, pero la paloma era grácil y hermosa; parecía obedecer al sagrado impulso de volar. Llegué a considerarla una especie de amuleto maravilloso que me protegía. Algo pasó, algo que no supe a tiempo y que no entiendo. Aquella vasta bondad que irradiaba de la figura de madera comenzó a transformarse, a tomar una extraña aureola maligna. Era y no era mi amiga, mi paloma. La sensación o sospecha inquietante que sentía se me convirtió en certeza.

El primer picotazo lo recibí en el cráneo, al inclinarme a recoger un libro. La paloma estaba colgada a bastante distancia. Sin embargo, alcanzó a herirme con el pico. No sé si con ello me empezó a inocular un virus desconocido. El hecho fue que, a partir de ese instante, empecé a verla como un animal maligno. Cuando levanté los ojos la primera vez, después del picotazo, me pareció que se había desatado del cordel y que volaba. Luego recapacité, y la vi de nuevo balancearse colgada de su cuerda.

Quise prescindir de ella y regalarla. Ninguno de mis amigos la aceptó; no sabían bien qué hacer con una paloma de madera que mostraba en su cuerpo y en sus alas los trozos del tiempo. Y, curiosamente, no me atreví a abandonarla, a sacarla de allí, a olvidarla en algún sitio y luego olvidarme del sitio, como hace uno siempre con los amores y los odios. El hecho cierto es que no pude desprenderme de ella, por alguna oscura razón. Y tampoco hoy me desprendería, aunque la temo. Sí, la temo, me atrae y me fascina, pero a la vez me causa miedo. Todas las noches sufro al apagar la luz, porque siento pasar sobre mí el aleteo de la paloma. En la oscuridad se mueve, estoy seguro. A veces me despierto sobresaltado, acabando de sentir un picotazo. Por la mañana, encuentro la huella en mi cabeza o en mi rostro, de modo que no he soñado, ni es mentira.

Cada día que pasa encuentro más difícil trabajar, hacer las cosas diarias. Porque se me va la mente a la habitación donde ella está encerrada. Tengo miedo entonces de que la mujer de la limpieza deje abierta la ventana, y la paloma se escape. A veces pienso que podría ser una solución. Pero temo más que nada regresar a la casa y encontrar que la paloma se ha ido para siempre. Dependo de ella, me parece que mi vida tiene mucho que ver con sus alas aparentemente inmóviles.

A veces sueño. Unas veces estoy aprisionado con ella y me picotea en la pajarera del abuelo. Otras veces crece hasta el tamaño de un pájaro Roe, y me transporta a lejanos e improbables países. No hay uno solo de mis sueños del cual ella no haga parte. La dibujo en los papeles cuando estoy trabajando. La miro enamoradamente; o reflexivamente, y veo en ella los trazos políticos de la paloma de Picasso. Sé que su cuerpo de madera quiso representar la paloma del Espíritu Santo. De ahí que tenga tantos significados cambiantes, que sea ubicua, múltiple, y parezca unas veces una nube, otras unas paloma, otras una flecha o un triángulo. He descubierto, sí, que su vocación de paz no tiene que ver conmigo, porque me combate cruelmente, me picotea las manos, el cráneo, el rostro. Extrañamente, nunca ha intentado picarme los ojos. Pero cuando me duermo, ese temor no me abandona. Aunque creo que no podría dormirme si no la sintiera aletear.

IV

Nunca creí que por una paloma podrían sentirse todas estas emociones encontradas. La amo, la temo, la odio. Le dejo todos los días granos de arroz y de maíz. Por la noche, cuando regreso, han desaparecido, lo mismo que el agua del vaso. Desapareció, incluso, un viejo botón de plata que conservaba hacía años. Las cosas brillantes desaparecen; pero selecciono aquellas que le gustan.

Lo más extraño, lo más aterrador, me ocurrió anoche. Cuando llegué y encendí la luz, no la vi en su sitio, pero sentí un aleteo, y vi una gran sombra. Al levantar los ojos vi que era una mujer desnuda, que volaba sostenida por unas grandes alas de paloma. No me sorprendí demasiado; creo que inconscientemente lo esperaba. La mujer volaba en círculos cerca al techo. Su desnudez era natural, porque su cuerpo era hermoso. Mi temor se desvaneció, y le hice señas de que bajara.

Bajó. Pero al tocar el lecho donde yo la esperaba, se convirtió otra vez en paloma. Y ahora no sé si es o no una mujer. Sin levantar los ojos, escribo bajo la paloma suspendida, esperando oír el aleteo, o una palabra de la mujer. Ahora entiendo la razón de esta confusión entre miedo y amor. El amor es siempre, en mucha parte, miedo. Miedo a la soledad, que temo haber perdido para siempre.

1982