Los pulpos de la noche

Se habían borrado los últimos resplandores del sol sobre la superficie del mar. En aquel sitio de la costa el crepúsculo venía casi de frente, cabrilleando sobre las olas. Como la casa quedaba en alto, suspendida en las rocas al pie de las cuales se extendía la playa semicircular, la ancha extensión de olas mansas se veía enrojecida, y en la bahía ensangrentada la puesta del sol adquiría tonalidades de sacrificio pagano.

Las ruinas estaban sumidas ya en una oscuridad de rescoldo, y la penumbra revivía la ciudad como si hubiese quedado dormida en un pasado misterioso. Las chozas de los pescadores abrigadas a su amparo parecían sumergidas en el agua, entre los mástiles de las barcas, bajo el conjuro de alguna vela tarda que regresaba.

La leve brisa refrescaba el ambiente en la terraza, conservaba el hielo sacramental en los vasos. El hombre tendido en la hamaca fumaba buscando las primeras estrellas, mientras las dos mujeres sentadas en las mecedoras se balanceaban perezosamente, y mantenían una conversación en que de pronto se enredaba la alegre risa del alcohol. Una de ellas conservaba un sumario traje de baño, en tanto que la otra vestía de blanco, una figura clara en medio de las sombras.

El hombre volvió la cabeza, abandonando la exploración del cielo.

—¿Qué estás diciendo, Elisa?

—Le decía a Rosa que en la costa todo el mundo cree en brujas.

—Claro que sí —agregó Rosa—; es esa influencia negra. ¿No has visto en el cuarto de la criada todas esas velas, esos santos, esos muñecos de cera? Todos practican la brujería, como parte de la religión.

El hombre se sentó en la hamaca y contempló especulativamente las piernas de Rosa.

—Especialmente aquí —dijo—. El pueblito de pescadores fue el más grande centro de brujería en la Colonia. ¿Has visto cómo es de extraño? Las casuchas están rodeadas por un anillo de ruinas de la ciudad antigua; se repite, mágicamente, el anillo de la bahía.

—Dime, Alberto —interrogó Rosa—, ¿es eso hecho a propósito?

—Ni ellos mismos sabrían decirlo. Pero en esas ruinas hay unas que veneran especialmente. Son las casas que, según la leyenda, fueron habitadas por las grandes brujas. Se cuenta de una que de noche paseaba desnuda, montada en un caballo negro, que era el demonio.

Elisa se había levantado. Llenó los vasos, le pasó uno a Rosa y se acercó a la hamaca. Cuando Alberto tomó el suyo, ella se sentó a su lado y lo besó.

—¿Te gustaría que yo saliera así a pasear por la playa?

El hombre puso confiadamente su mano sobre las piernas de Elisa.

—Tendríamos que buscar el caballo.

Rosa insistió:

—Pero dime, ¿qué pasó con ellas?

El se acomodó perezosamente en la hamaca, pasando el brazo por el talle de Elisa.

—La Inquisición las persiguió y las apresó.

—Sería fascinante verlas —murmuró Rosa.

—No sería difícil. Hoy es 30 de abril, es noche de Walpurgis. Sospecho que la brujería europea nos dejó en el trópico esa celebración, como la de la Víspera de Todos los Santos. Dentro de un rato podemos aventuramos, buscar el aquelarre.

Bebieron en silencio. El aire empezó a hacerse más caliente y mórbido. La brisa se había aquietado. El hombre se incorporó y fue hacia el borde de la terraza. Como una sombra entró la criada negra a llenar el balde del hielo, a poner más jugo de naranja y cambiar los vasos. Apenas salió, murmuró Rosa:

—Da envidia la manera de moverse. Parece una gata. Y no lleva nada debajo del vestido.

Elisa, con la voz ya velada por el alcohol, dijo:

—Con este calor, lo mejor sería andar desnudos.

—Sí —contestó turbiamente su marido, pasando los ojos de una a otra mujer.

—Es bonita la negra Praxedis —dijo Elisa.

Alberto asintió, yendo de nuevo hacia la hamaca.

—Desciende de los mejores esclavos que trajeron a estos reinos.

Con el calor descendían el bienestar de la noche clara, la somnolencia sensual del alcohol. La hamaca se balanceaba lentamente.

—La brujería —continuó Rosa— tiene algo fascinante.

Debe ser su misterio, lo prohibido que hay en ella.

—Y los ritos sexuales —comentó Alberto.

La noche había caído totalmente. Se insinuaba el reflejo de la luna sobre el mar.

—Sorprendente la sed —dijo Alberto.

A su lado, asintió Elisa:

—Sí, estamos consumiendo el vodka como agua.

—Las invito a que recorramos la playa. Luego cenaremos.

Tal vez podamos ver algo, o por lo menos encontraremos una bruja perdida.

—¿Todavía vuelan en escoba? —sonrió Rosa.

Se habían incorporado, y la mano del hombre reposaba calmadamente sobre el hombro desnudo.

—Seguramente. He sospechado siempre que justamente era en esta playa donde se reunían. Y pienso que lo siguen haciendo. Desde las doce de la noche hasta el canto del gallo.

Empezaron a descender por las gradas de piedras hacia la arena.

—Hace un calor sofocante —comentó el hombre—. ¿Por qué no nos disfrazamos de brujos y nos desnudamos?

Elisa lo miró con un dudoso reproche mezclado de curiosidad, y miró a Rosa.

—No he dicho nada grave —dijo él—. Es la naturaleza.

Rosa se rió, y empezó a quitarse el corpiño del traje de baño.

—Es la naturaleza.

El licor la estimulaba, la impulsaba a liberarse. Cuando estuvo desnuda, comenzó a correr. Elisa se quitó el breve vestido. Y el hombre, encogiéndose de hombros, se desnudó también.

Eran, apenas, tres sombras blancas que corrían por la playa. Una sombra alcanzó a otra y la derribó sobre la arena blanca. Apenas se veían confusamente. La otra sombra se devolvió y se quedó quieta, contemplándolas. De pronto se lanzó y se confundió con las sombras trenzadas. Un pulpo blanco se debatía sobre la arena, creciendo, disminuyendo, retorciéndose al borde del mar. La espuma casi lo tocaba cuando de pronto se hizo la sombra profunda. Una nube borraba la luna. El bulto claro se agitaba, los tentáculos, las piernas, los brazos. De la sombra empezaban a salir sombras oscuras, sombras cruzaban por el cielo, sombras negras que caían a un sitio de la playa donde se agitaba también un monstruoso animal negro.

El hombre y las mujeres enredados, mezclados, retorcidos en el pulpo blanco, gemían, gritaban. Se derrumbaron, se aquietaron, y se hizo un silencio. Pero el remolino de los brujos seguía. Las sombras se destacaban en la sombra, los cuerpos desnudos de los pescadores y de las mujeres negras giraban en una loca zarabanda. Cuando se descorrió la nube y la luna pálida alumbró, todas las sombras relucientes rodearon a una sombra más alta. Las mujeres y el hombre miraban en silencio.

Las sombras se deslizaban velozmente. Les rodearon, les llevaron a empujones ante la sombra negra. Y vieron entonces al enorme macho cabrío, erguido, al cual se acercaban, una a una, las brujas. Sumisamente besaban el trasero feroz, y luego empezaban a danzar. Las dos mujeres fueron empujadas adelante. Una a una besaron el ano monstruoso, y cayeron luego en los brazos de dos negros musculosos que las tumbaron y las abrieron en la arena. Alberto quiso lanzarse a protegerlas, cuando sin saber cómo se encontró con la cara pegada al trasero del diablo. Y al mismo tiempo sintió unas manos que oprimían su sexo. Una negra alta y desnuda, de senos poderosos, le arrastró. Quiso resistirse, pero le invadió un deseo intolerable y se echó sobre ella. La orgía les envolvió, las parejas cambiaban, se cruzaban, y de pronto, cuando yacía acostado bajo otra negra, vio a Elisa que se dejaba penetrar del macho cabrío. Miró al cielo, y vio gentes volando, hombres y mujeres volando, que descendían sobre ellos. Alguien le dio un jarro de un licor violento, y unas frutas negras de un sabor como el del sexo.

Le pareció dormirse, levantarse, y vio que volaba sobre la casa, y que a su lado volaban Rosa y Elisa, ambas adormecidas. Vio los cuerpos desnudos y le pareció desearlos otra vez. Sobre el mar se tendía una levísima luz rosada. Volaban sobre la casa, y oyeron el estridente canto del gallo. Fueron descendiendo mientras a su lado pasaban huyendo hacia arriba cuerpos volantes. Vieron pasar a un hombre y una mujer que volaban trenzados.

Cuando llegaban ya a la tierra, a la terraza, vieron en el borde de ella a la negra Praxedis, desnuda, los brazos en alto y las manos que sujetaban al gallo rojo y negro que abría el amanecer. Los tres se detuvieron sobre la terraza y quedaron inmóviles. Cuando pasó la última sombra vieron a Praxedis descender a la playa, y acostarse en la arena, y poner el gallo contra su sexo, entre las piernas abiertas. La vieron estremecerse y cerrar los ojos. Las olas alcanzaban a lamerla, y el gallo alzó de pronto la cabeza soberbia, engalló la cresta y cantó por última vez.

Se miraron. Se sintieron desnudos bajo la luz del día, y se deslizaron a la alcoba, donde se acostaron los tres. Tenían miedo y pesar de la luz, repugnancia del día.

Elisa murmuró con voz monótona:

—El diablo. Me acosté con el diablo.

Rosa la miró.

—Sí, era el demonio. ¿Qué nos pasará?

El hombre se quedó en silencio. Se levantó, buscó el licor y sirvió los tres vasos.

—Vamos a dormir, y después pensaremos.

A las tres de la tarde se descorrieron las cortinas de la alcoba y la luz lamió los tres cuerpos desnudos. La negra Praxedis les traía, sonriente, el desayuno.

(1978)