VIII
Una pareja de guardias pretorianos le franqueó la entrada al salón del trono. Sus armaduras estaban libres de adornos, con el metal liso y desnudo a la vista. Sin embargo, la espada dorada se veía claramente en los petos y los yelmos tenían su característico penacho, del mismo color.
El lugar donde se lo esperaba era una de las maravillas que Hÿnos ocultaba a casi todos sus visitantes. El techo se elevaba a tanta altura que apenas se podían percibir los ornamentos que los arcos trazaban entre ellos, pero había unos espacios libres de artificio que se habían cubierto con placas doradas de tal suerte que, al mirar desde abajo, dibujaban la forma de la espada imperial.
A lo largo de la sala se alzaban gigantescos pilares de forma humana que cargaban con el techo y la bóveda central sobre sus hombros o espaldas inclinadas.
Adler se dirigió hacia el trono caminando con paso decidido entre la multitud que esperaba su llegada. Cuanto más se iba acercando a su Señor, más gente había y comenzó a distinguir a algunos conocidos.
Jhaunan destacaba, algo apartado de casi todo el mundo, y no le dirigió más que un sencillo asentimiento de cabeza cuando pasó a su lado. Había también otros hermanos de la Orden y algunos árbitros, pero Adler pensó que ni Abelard ni Cedric estaban junto a él y ninguno los podría reemplazar jamás.
En cuanto a los nobles y cortesanos que le dedicaban elegantes reverencias y expresiones de admiración, ni siquiera los miró.
Al fondo, elevado del suelo sobre una tarima, se alzaba el trono. El respaldo, que culminaba con la forma de La Hoja de Roble, era tan alto que resultaba visible desde las mismas puertas de entrada al salón.
Detrás de él, una vidriera de varios metros de altura mostraba al Primer Emperador acabando con el suplicio de Thomenn, mientras las lágrimas caían por su rostro.
En cuanto llegó a unos metros de la tarima, Adler bajó la vista y se arrodilló.
—Levántate, hijo mío —dijo el Emperador, regalándole la inconmensurable belleza de su mirada—. Hoy, más que nunca, llevas en ti el orgullo y el agradecimiento que todos sentimos por la Orden.
La voz arrancó ecos a las altas paredes, y los emperadores y los héroes del pasado observaron desde las alturas. El Embajador, sentado a la derecha del trono asintió, con beatífica sonrisa. No lejos de él, Ferdinand, que había sido nombrado Caballero imperial, sonreía ampliamente, vestido con ropas aún más extravagantes que cuando lo conoció.
—Solo tu intervención ha logrado frustrar los planes de nuestros peores enemigos. Tienes el agradecimiento de todo el Imperio —dijo entonces el Emperador, bajando de la tarima en un infrecuente gesto de reconocimiento—. Yo estoy agradecido —añadió poniendo una mano sobre su hombro.
Adler agachó la mirada, pues la magnificencia del hombre que tenía delante lo aplastaba con una fuerza desconocida y le hacía sentirse humilde e indigno de su mera presencia.
A un gesto suyo, un paje llegó hasta él, sosteniendo la brillante coraza de gala del Inquisidor. En el centro de la misma habían labrado con maestría la cabeza de una bruja sostenida entre las garras de un águila. La mujer no llevaba ningún velo y un ojo en medio de la frente.
El inquisidor la aceptó con una inclinación de cabeza y el paje le ayudó a ajustársela, ante los murmullos de admiración de los presentes.
—También debemos recordar al árbitro Abelard, que dio su vida por todos nosotros y demostró que el coraje es la medida de los héroes. En su honor se oficiará una ceremonia póstuma en la que será nombrado inquisidor.
Adler sintió como los ojos se le enrojecían.
—Nos has salvado a todos de esta amenaza —dijo entonces el Emperador, señalando la corona de cuatro puntas que alguien había dejado cerca de él, sobre una bandeja de plata.
Adler observó el metal oscuro con que estaba hecha y casi le pareció distinguir una mancha rojiza en una de las puntas.
—¡Por la fuerza que el mismísimo Creador concedió a mi ancestro! —proclamó entonces el Señor de las cuatro provincias, tomándola entre sus manos—. ¡Yo os prometo que limpiaremos el mal de nuestras tierras!
La vasta Voluntad del Emperador colapsó el espacio y la corona comenzó a emitir un siseo hasta desmenuzarse entre sus dedos.
—La luz prevalece, una vez más —dijo.
Adler abandonó el salón del trono en medio de una cerrada ovación, pero no había felicidad en su rostro.
Se sentía inconmensurablemente agradecido y, pese al dolor que le provocaba la pérdida de Abelard, sabía que su memoria iba a honrarse como se debía.
Sin embargo, tampoco era capaz de quitarse de la cabeza la taimada sonrisa de Ricard, situado muy cerca del trono. General Ricard, había dicho alguien dirigiéndose a él.
En medio de la turbación, Adler no vio a su hermano hasta que estuvo casi encima de él.
—¡Cedric! Me dijeron que no me acompañarías en la recepción, ¿a qué se ha debido tu ausencia?
—Yo… —contestó con voz dubitativa— le pedí algo especial al Emperador.
Adler enarcó una ceja, sin comprender.
Por toda respuesta, Cedric sacó la mano del bolsillo y abrió lentamente los dedos hasta mostrarle el Símbolo que ya no llevaba al cuello.
—Decidí hablar con Él y desnudarle mi alma. —El voluminoso hombre bajó la vista y suspiró—. Le he dicho la verdad: que ya no me quedan fuerzas para seguir con esto; que me avergüenzo de no poder cumplir con las expectativas que se tenía en mí; no honrar la responsabilidad que se me confió, pero que soy más un estorbo que una ayuda.
—¡Pero eso no es verdad, idiota! —exclamó Adler.
—Sí, hermano. Sí lo es, lo sabes mejor que yo. Lo sabes desde antes que yo mismo.
El inquisidor quedó desarmado ante la vehemencia de sus palabras, pues no recordaba ningún momento en que Cedric hubiera hablado con semejante seriedad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó entonces.
—Me voy a Rock-Talhé —dijo él con amago de sonrisa—. Pediré trabajo en una granja y trataré de encontrar una campesina que no tenga miedo de morir sepultada debajo de mí. Si el Creador lo quiere, tendré un hijo enorme y pelirrojo. Y, si su misericordia es tan grande como Abelard decía, me hará olvidar todo e incluso ser feliz —añadió tratando de que su hermano no notara el temblor de su mandíbula.
Adler le estrechó la mano antes de que ambos se fundieran en un sincero abrazo. Los dos hombres, que habían sido compañeros y después hermanos, se miraron un instante a los ojos y, después, partieron por caminos distintos.
Cedric llevaba la esperanza consigo, aunque temía la burla y haber cometido una terrible equivocación.
Adler, en cambio, no dejaba de preguntarse si, según las palabras de la bruja, su hermano había sido el más honrado y valiente de los dos. Aunque, lo que realmente llevaba varios días quitándole el sueño no era eso, sino la duda de si, en un postrero acceso de clarividencia, la mujer habría visto antes de morir algo aún más grande que no serían capaces de detener.