VI
—¡Cerrad las puertas! —gritó Adler nada más entrar—. Quiero veinte guardias en cada uno de los lados de la muralla. Hasta que diga lo contrario, estamos en alerta.
Hoces del Brujo era una ciudad mucho más pequeña que Santaela, pero se decía que, en tiempos de los primero emperadores, había sido uno de los principales bastiones del Rey Brujo. Los restos de gárgolas y pináculos todavía podían apreciarse en unas murallas de planta estrictamente cuadrada que resistían sin dificultades el pasar de los siglos.
—Mi señores inquisidores, os saludo, sois ley. Os saludo a vos también, árbitro —dijo el tembloroso gobernador de la ciudad en cuanto entraron en la torre del homenaje—. Mi nombre es Pellian. ¿Puedo, humildemente, preguntar el porqué de esta alarma con que habéis llegado a nuestra población?
—Tenemos razones para sospechar que están a punto de tomar al asalto la ciudad —dijo Cedric dirigiéndose hacia un plato de fruta que había en la sala.
—¿Cómo? Pero, ¿por qué motivo? ¿Cuál es el enemigo que nos acecha, señor? —exclamó el hombrecillo con los ojos muy abiertos.
—La casa de recaudación —dijo Abelard—. Tenéis una en esta ciudad ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Hasta aquí llegan los diezmos de todas las poblaciones cercanas, pero nuestro barón siempre nos ha proporcionado muchos hombres para protegerla. Que nos atacaran sería algo casi impensable. ¿Acaso nos ha invadido Ágarot?
—¿Es posible que estos números se correspondan con las riquezas que tenéis ahora mismo en vuestras arcas? —preguntó Abelard, ignorando la pregunta mientras le mostraba el manuscrito que habían encontrado.
El gobernador tomó el papel y lo alejó de los ojos hasta conseguir enfocarlo correctamente.
—En efecto —dijo tras unos instantes—. Es posible que las cantidades hayan cambiado un poco desde el último recuento pero, en esencia, eso es lo que llevamos recaudado con el diezmo de invierno.
—Hermano, ve con él a la casa de recaudación —dijo señalando al gobernador—. Aseguraos de que no hay ningún desconocido dentro y apostad tantos guardias como sea necesario para que esté bien vigilada a todas horas. Si alguien hace algún gesto sospechoso, por nimio que sea, arrestadlo para que lo podemos interrogar.
—Bien —contestó Cedric cogiendo unos cuantos plátanos bajo el brazo—. En marcha, gobernador.
—Abelard, encárgate de supervisar a la guardia. Averigua con cuántos soldados contamos e informa a los mandos de la situación, pero no les des demasiados datos. Yo iré a las murallas. Si pretenden tomar el dinero por la fuerza vamos a hacer que se lleven una buena sorpresa.
Adler permaneció en el adarve que había sobre la puerta principal de Hoces del Brujo hasta que el amanecer creció lo suficiente como para ser llamado mañana. Las nubes se cernían hasta donde alcanzaba la vista y era evidente que iban a descargar antes de que terminara la jornada.
No obstante, el peligro había pasado por el momento.
—¿Os marcháis? —preguntó el teniente que había estado junto a él, esperando órdenes, desde la madrugada.
—No atacarán de día —contestó él bajando hacia el patio de armas.
No tardó en reunirse con sus hermanos en un rincón apartado del comedor principal del cuartel de la guardia. Los soldados que llegaban de cubrir el turno de noche se sentaban tan apartados de ellos como era posible y comían rápido para marcharse cuanto antes.
—Todo parece estar controlado en la casa de recaudación —dijo Cedric, engullendo estofado frío como si fueran las tres de la tarde—. No había nada sospechoso. No faltaba ni un mísero cobre y los guardias parecían bastante serios.
—La guardia de la ciudad es competente —concedió Abelard—. Hemos establecido turnos de vigilancia intensivos y cancelado más de un pase de descanso, pero todo parece correcto. Es difícil que tomen este fortín.
—También a mí me lo parece —respondió Adler, sintiendo como el peso de los últimos días caía sobre él—. Ahora debemos descansar.
—Sí, lo más probable es que ataquen de noche.
—La lluvia comenzará antes de que se acabe la tarde —vaticinó Cedric.
—Razón de más para…
En ese momento los tres hombres alzaron la cabeza.
—¿Era eso el rastrillo?
—¡Pero si ordenamos expresamente que no se levantara! —gruñó Abelard poniéndose en pie.
Sin embargo, cuando los inquisidores ya iban a salir corriendo del comedor, se oyó de nuevo el sonido de la puerta, bloqueando de nuevo la entrada y un teniente de la guardia llegó corriendo.
—Mis señores, tienen visita.
—Dije que no quería que nadie entrara ni saliera por esas puertas —susurró Adler tratando de contener su enfado.
—Mi señor, no pudimos negarnos. Es uno de vuestros hermanos.
—Gerard —dijo Adler sin mucho entusiasmo cuando vio a su hermano—. ¿Qué demonios haces aquí?
—Solo estoy de paso, hermanos —dijo el recién llegado con una sonrisa ladina. Después miró con cierto desdén a Abelard—. Árbitro.
—Inquisidor, sois ley —contesto él inclinando respetuosamente la cabeza.
Hacía ya años que Gerard utilizaba colorantes para dotar a su pelo de un matiz castaño antinaturalmente intenso y brillante. Su nariz, recta y estrecha, hacía juego con unos labios finos y unos pómulos altos que, en conjunto, le conferían una ridícula sensación aristocrática. No había la menor imperfección en sus rasgos y lucía una piel suave y barbilampiña que solo podía obedecer al maquillaje.
—No os molestaré mucho tiempo, hermanos. Ya me han informado de que las cosas están calientes por aquí. —En sus muñecas tintinearon varias pulseras de oro macizo cuando se atusó el pelo—. Solo quería que me contaras de primera mano eso de lo que todo el mundo habla.
—¿A qué te refieres? —preguntó Adler tratando de contener la irritación.
Gerard resopló con sorna.
—Me refiero al desastre que has preparado con todo ese tema de Magdá. Incluso el Emperador está preocupado, y no es para menos.
—La situación se volvió difícil con ella.
—Claro, al fin y al cabo era una mujer poderosa y en la flor de la vida ¿no es cierto?
—Sabía algo que no le habían sacado ni con la tortura ni con la Penitencia Perpetua.
—Da igual —dijo Gerard haciendo un ostensible gesto de desdén—. El caso es que, por tu fallo, me han mandado a mí a capturar a otra bruja. Nadie parece saber mucho al respecto, pero se ha mostrado en un pueblecillo al este de las Colinas eternas.
—Lo siento mucho, hermano —resopló Cedric.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Abelard—. Luchar contra las brujas debería ser un motivo de orgullo; una labor más que honorable.
—Lo dice, pequeño arbitrucho, porque combatir a las brujas es algo correcto, pero capturar a una viva es una tarea de esas que escuecen —dijo Gerard dedicándole su mirada de mayor desprecio.
Abelard soportó estoicamente la pulla, pero sus dos compañeros notaron como la referencia a su rango le dolía más que las palabras en sí. Pese a que el árbitro se mantuvo firme, sus ojos se enrojecieron y alguien que lo mirara con detenimiento podría haber visto que los puños estaban apretados bajo la mesa.
—Parece que Melquior está deseando empezar con ella cuanto antes esta vez —terció Adler.
—No lo sé —contestó Gerard mirando hacia otro lado y tratando de ocultar algo que, evidentemente, sí sabía—. Supongo que tiene que hacerla confesar, torturarla, imponerle una Penitencia Perpetua… son muchos trámites, ya sabes.
—Sí —dijo Adler sin pestañear—. Ya sé.
Hubo unos momentos de incómodo silencio hasta que Gerard dio una palmada y se volvió para despedirse sin mirar atrás.
—Os deseo suerte en vuestra empresa. Parece que, de momento, os resulta más que necesaria.
—Adiós, inquisidor —dijo Abelard inclinando la cabeza y apretando los dientes.
—Imbécil —murmuró Cedric antes de que su hermano estuviera demasiado lejos.
Si lo oyó, Gerard no dio muestras de ello y, al poco, se volvió a escuchar cómo el rastrillo subía y luego bajaba.
—Menudo fanfarrón —dijo el más voluminoso de los tres.
—La tarea que le han encargado es más que ingrata, no obstante.
—No te culpes por ello —dijo Abelard—. La situación con Magdá no se descontroló por tu culpa. Alguien hizo muy mal su trabajo antes.
—Sea como fuere, hace un momento estábamos hablando de descansar. Tú vete a dormir —dijo Adler señalando al árbitro—. Nosotros nos organizaremos.
—Bien —respondió Abelard—. Nos veremos luego.
—¿Qué demonios es lo que le pasa con su rango? —dijo Cedric en cuanto salió por la puerta—. ¡Demonios, que a alguien lo nombren árbitro debería ser motivo de orgullo!
Adler se frotó la cara, recordando que estaba sumamente cansado. Los ojos le escocían por la falta de sueño y sentía su mente lenta e incapaz de razonar a pleno rendimiento.
—Ya sabes que nuestro hermano tiene unas creencias férreas —dijo al fin—. No deja de culparse por no haber completado la formación hasta ser uno de nosotros. Cree que ha decepcionado al Altísimo por su falta de fortaleza. Harías bien en no recordarle ese asunto.
—Sangre de bruja —murmuró Cedric—. Sí que somos complicados.
Tal y como Cedric había vaticinado, la lluvia comenzó a caer cuando ni siquiera serían las seis de la tarde.
Adler se levantó del catre desorientado y tardó unos instantes en recordar dónde estaba y qué hacía allí. En esos momentos, las arrugas de su cara se marcaban como si tuviera veinte años más e incluso sus ojos parecían mucho más apagados, como si fueran los de un anciano exhausto de tanto vivir.
Mientras intentaba llegar al comedor del cuartel, se dio cuenta de que estaba aún más cansado que cuando se acostó y notaba el cuerpo pesado y rígido.
Al llegar, un veterano sargento pareció apiadarse de su lamentable aspecto y le llevó un generoso trozo de bollo junto a una de esas infusiones oscuras a las que son adictos los habitantes de Uruth. Adler le dio las gracias con toda sinceridad y se permitió unos momentos de descanso mientras la saboreaba.
Tras meter algo en el estómago, su ánimo pareció mejorar e incluso sintió que el dolor sordo de la cabeza disminuía.
Antes de salir, se echó por encima la pesada capa de viaje y se cubrió con la capucha. La lluvia caía monótonamente sobre un paisaje oscuro y triste. Los hombres permanecían firmes en la muralla, pero se los veía cansados y malhumorados.
Abelard y Cedric estaban ya en el mismo punto en el que él mismo había pasado casi toda la noche. Ambos conversaban tranquilamente al abrigo de un pequeño saliente, donde la lluvia no los alcanzaba del todo.
—Una tarde estupenda —dijo el más alto cuando lo vio llegar.
—Ya lo creo. ¿Alguna novedad?
—Ninguna —respondió Abelard—. Esperarán a que esté más oscuro para lanzarse al ataque, estoy convencido.
—Sin duda —concedió Adler.
De ese modo, los tres compañeros permanecieron en lo alto de la muralla, soportando la lluvia a la espera de que la bruja apareciera.
De vez en cuando, uno de ellos recorría el camino de ronda o se acercaba hasta la casa de recaudación para asegurarse de que todo estaba en orden. Sin embargo, no hubo sobresaltos y la situación se mantuvo en una tensa calma.
Con la noche llegaron realmente los nervios. Los soldados estaban inquietos y los inquisidores no dejaban de moverse. Todos sabían que, en cualquier momento, el enemigo se decidiría a atacar, pues no existían unas condiciones mejores para tomar la población y las brujas prefieren, al fin y al cabo, actuar cuando el sol no brilla.
El viento sopló con más fuerza y la lluvia dejó de ser una incomodidad para convertirse en un problema que dejaba a los hombres helados hasta los huesos.
Los soldados se apiñaban en las fortificaciones que delimitaban cada lienzo de la muralla, o en los escasos salientes en que podían protegerse del agua. También encendieron fuegos allí donde quedaba un brasero o una chimenea seca, pero ni así lograban calentarse del todo. El miedo los tenía atenazados.
Sin embargo, con el paso de las horas, el miedo y los nervios se fueron convirtiendo en incomprensión y desconcierto. Estuvieron esperando hasta que el amanecer comenzó a insinuarse en el Este. Entonces, de repente, Abelard dio una patada a una puerta y comenzó a mascullar.
—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —dijo conteniendo a duras penas el tono su voz—. ¡Nos han engañado!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cedric, sorprendido por sus maneras.
—¡Que no van a atacar!
—¿Cómo puedes saber eso? —dijo Adler intentando no perder la calma—. Todo apuntaba a que atacarían aquí.
—Sí, demonios de Gillean, ¡sí! Todas las pistas conducían hasta este lugar —farfulló el árbitro sacando el manuscrito que habían encontrado—. ¡Pero eran falsas!
—El gobernador confirmó que los números era reales —apuntó Cedric.
—Mirad —contestó Abelard señalando el papel—. Este es el sistema contable que se suele utilizar en Louisant. Al principio no le di importancia, porque tanto este como el de Seléin están muy extendidos. Pero luego comencé a pensar que era extraño. ¿De dónde pensáis que proviene la bruja?
—De Seléin —contestó Cedric.
—Y, ¿dónde está la población a la que se refieren estos números?
—En Seléin.
—Abelard —dijo entonces Adler—, eso no prueba nada. Puede que la persona que ha escrito esto sea de Louisant, o que haya estudiado allí o que, simplemente, se maneje mejor con ese sistema.
—No es que utilice el sistema de la segunda provincia —dijo entonces el árbitro con los ojos muy abiertos y un cierto matiz de histeria en la voz—. ¡Es que esto podría haberlo escrito yo mismo!
Sus dos compañeros dieron un respingo y lo miraron estupefactos.
—Vamos a un sitio discreto. Será mejor que te expliques cuanto antes —dijo Adler con una voz en la que ya no podía pasar desapercibida la urgencia.
—Este es el método que estudié cuando estuve tutelado durante un año por el árbitro Dieter en Rockenwert —dijo Abelard en cuanto se alejaron unos pasos de los soldados, que ya los miraban con suspicacia.
—Entonces no es extraño que nos lo encontremos, si hasta en la capital de Rock-Talhé es común.
El árbitro no hizo caso a Cedric y siguió hablando.
—A menudo, nuestras acciones nos llevaban a investigar a los comerciantes de la ciudad, por lo que estábamos acostumbrados a tratar con este tipo de documentos. Dieter insistía en era prioritario que aprendiera a interpretar estos datos, por lo que me obligaba a hacer informes económicos casi siempre que interveníamos. —El árbitro les señaló una pequeña línea que agrupaba los datos del manuscrito cada vez que había tres ceros seguidos—. Pero, ¿veis este símbolo? No es ninguna anotación contable. ¡Es una marca que me inventé yo para realizar más rápido las operaciones! ¡Incluso tiene las mismas curvaturas en los extremos que dibujaba yo!
—¿Estás diciendo que, de algún modo, la bruja ha averiguado eso y lo ha usado para tendernos una trampa? —preguntó Cedric.
—¡Estoy diciendo que ha podido ver dentro de mí cosas que sucedieron hace años! Incluso supo las cantidades que guardan en la casa de recaudación de Hoces del Brujo, recordad que estos números era correctos. Son demasiados datos como para haberlos robado.
—Y, si además puede ver el futuro, sin duda percibió que encontraríamos este pergamino —murmuró Adler.
—Sabía que escondíamos así los mensajes en el Monasterio, en la pata de aquella mesa. Incluso me hizo creer que había descubierto a uno de sus hombres —Cedric estaba conmocionado.
—Y también que yo descifraría el manuscrito.
—Nos ha ridiculizado —murmuró el más alto de los tres.
—Eso no es lo que importa ahora —dijo Abelard—. ¿Cómo es posible que supiera tanto de nosotros?
—La pregunta no es esa —contestó Adler, apretando los puños—. La cuestión es por qué nos quería aquí.
—Para que no estuviéramos en otro lado —respondió el árbitro, con sencillez.
—Pero ¿qué puede haber más precioso que robar los cinco mil emperadores de oro que guardan aquí? —preguntó Cedric.
—Hacerse con algo de mayor valor. O más sencillo de conseguir —dijo Adler echando a correr escaleras abajo—. O ambas cosas.
—¡El Embajador! —gritó Cedric.